Mildrith estaba entusiasmada con la convocatoria. El witan proporcionaba consejo al rey y su padre jamás había sido suficientemente rico o importante para recibir la invitación, así que se mostraba loca de alegría porque el rey requiriera mi presencia. El witangemot, como se llamaba a la reunión, tenía lugar siempre durante la festividad de san Esteban, el día después de Navidad, pero mi presencia se requería para el duodécimo día de Navidad, y eso le dio tiempo a Mildrith a prepararme la ropa necesaria. Había que teñirla, rascarla, secarla y cepillarla; tres mujeres se encargaron de la tarea y tres días costó que Mildrith quedara satisfecha y convencida de que no iba a avergonzarla apareciendo en Cippanhamm como un vagabundo. Ella no fue convocada, ni tampoco esperaba acompañarme, pero se tomó como una cuestión personal contarles a todos nuestros vecinos que iba a aconsejar al rey.
—No deberías llevar eso —me dijo, refiriéndose a mi amuleto del martillo de Thor.
—Siempre lo llevo —respondí.
—Pues escóndetelo —replicó—, ¡y no te pongas beligerante!
—¿Beligerante?
—Escucha lo que otros tengan que decir. Sé humilde, y recuerda felicitar a Odda el Joven.
—¿Por qué?
—Porque va a casarse. Dile que rezo por los dos. —Estaba contenta de nuevo, convencida de que al pagar mi deuda con la Iglesia había recuperado el favor de Alfredo, ni siquiera perdió su buen humor cuando le anuncié que me llevaba a Isault conmigo. Torció un poco el gesto al recibir la noticia, pero después dijo que era lo correcto llevar a Iseult a Alfredo—. Si es una reina —comentó—, debería estar en la corte de Alfredo. Éste no es un lugar adecuado para ella. —Insistió en llevar unas monedas de plata a la iglesia de Exanceaster, donde donó el dinero a los pobres y dio gracias por haber recuperado el favor de Alfredo. También dio gracias a Dios por la buena salud de nuestro hijo, Uhtred. Lo veía poco, porque aún era un bebé y nunca tuve demasiada paciencia con los niños, pero las mujeres de Oxton me aseguraban constantemente que era un chico fuerte y lozano.
Nos dimos dos días para el viaje. Me lleve a Haesten y a seis hombres de escolta, pues aunque los hombres del alguacil patrullaban las carreteras, había muchos lugares desprotegidos donde los forajidos asaltaban a los viajeros. Vestíamos cota de malla o túnicas de cuero, espadas, lanzas, hachas y escudos. Todos íbamos a caballo. Iseult montaba una pequeña yegua negra que le había comprado; también le había regalado una capa de piel de nutria, y cuando atravesábamos poblados la gente se la quedaba mirando, pues cabalgaba como un hombre, con el pelo negro recogido con una cadena de plata. Se arrodillaban ante ella, lo mismo que ante mí, y pedían limosna. No se había traído a su doncella porque yo recordaba lo abarrotadas que estaban todas las tabernas y casas de Exanceaster cuando se reunía el witan, y la convencí de que ya nos costaría encontrar alojamiento para nosotros, no digamos para una doncella más.
—¿Qué quiere el rey de ti? —me preguntó mientras cabalgábamos por el valle del Lisc. La lluvia se acumulaba en largos surcos, reflejaba el sol de invierno, y los bosques relucían con el lustre de las hojas de acebo y el colorido de las bayas de serbal, saúco y tejo.
—¿Pero eso no me lo tendrías que decir tú a mí? —le pregunté.
Sonrió.
—Ver el futuro es como viajar por una carretera que no conoces. Por lo común no se suele ver demasiado lejos y, cuando lo consigues, no es más que un atisbo. Y mi hermano no me hace soñar sobre todo.
—Mildrith cree que el rey me ha perdonado —le dije.
—¿Y lo ha hecho?
Me encogí de hombros.
—Quizá. —Lo esperaba, pero no porque quisiera el perdón de Alfredo, sino porque quería el mando de la flota otra vez. Quería estar con Leofric. Quería el viento en mi rostro y la lluvia marítima sobre mis mejillas—. Es bastante raro, sin embargo —proseguí—, que no me haya convocado para todo el witangemot.
—¿Es posible —sugirió Iseult— que hayan tratado primero las cuestiones religiosas?
—No me querría allí, entonces —coincidí.
—Pues puede que sea eso. Hablan de su dios, pero al final tienen que hablar de los daneses, y para eso te ha convocado. Sabe que te necesita.
—O puede que me quiera allí para la fiesta —sugerí.
—¿La fiesta?
—La fiesta de la duodécima noche —le aclaré, y ésa me pareció la explicación más convincente; que Alfredo había decidido perdonarme y, para demostrar su aprobación, me permitía asistir a la fiesta de invierno. Confiaba en secreto que fuera así, pero era una esperanza extraña. Sólo unos meses antes había estado dispuesto a matar a Alfredo; con todo, ahora, aunque seguía detestándolo, quería su aprobación. Así es la ambición. Si no podía subir con Ragnar, me labraría una reputación con Alfredo.
—Tu camino, Uhtred —prosiguió Iseult— es como una hoja brillante en un páramo oscuro. Lo veo claramente.
—¿Y la mujer de oro?
No contestó.
—¿Eres tú? —pregunté.
—El día que nací yo se ocultó el sol —me dijo—, así que soy una mujer de oscuridad y de plata, no de oro.
—¿Quién es ella?
—Alguien que está lejos. Uhtred, muy lejos. —Y no quiso decir más. Quizá no supiera más, quizá sólo hacía una suposición.
Llegamos a Cippanhamm de noche, el undécimo día de Yule. Aún había escarcha en los surcos y el sol era una enorme bola roja posada sobre la maraña de ramas negras al entrar por la puerta oeste de la ciudad. La ciudad estaba llena, pero a mí me conocían en la taberna Rey de Codornices donde trabajaba Eanflaed, la puta pelirroja, y ella nos encontró alojamiento en un establo medio derruido en el que habían encerrado a una veintena de perros. Los perros, me contó, pertenecían a Huppa, el ealdorman de Thornsaeta, pero ella estaba convencida de que los animales sobrevivirían una noche o dos en el patio.
—Quizás Huppa no piensa lo mismo —me dijo—, pero se puede pudrir en el infierno.
—¿No paga? —le pregunté.
Por respuesta, escupió, después me miró con curiosidad.
—Me han contado que Leofric anda por aquí.
—¿Sí? —dije, animado por la noticia.
—Yo no lo he visto —me dijo—, pero alguien me ha contado que lo ha visto en el salón real. Igual se lo ha traído Burgweard —Burgweard era el comandante de la flota, el que quería que los barcos salieran a navegar de dos en dos siguiendo el ejemplo de los discípulos de Cristo—. Aunque preferiría que no fuera así —concluyó Eanflaed.
—¿Y eso?
—Porque no ha venido a verme —replicó indignada—. ¡Por eso! —Tenía unos cinco o seis años más que yo, la cara ancha, la frente alta y el pelo rizado. Era popular, tanto que gozaba de bastante libertad en la taberna, pues debía sus beneficios mucho más a sus habilidades que a la calidad de la cerveza. Sabía que era muy cariñosa con Leofric, pero sospechaba por mi tono que deseaba más que cariño—. ¿Quién es? —me pregunto señalando con la cabeza a Iseult.
—Una reina —contesté.
—Así le llaman ahora, supongo. ¿Cómo está tu mujer?
—Pues allí, en Defhascir.
—Eres como todos los demás. —Se estremeció—. Si tenéis frío esta noche, meted otra vez a los perros dentro. Me voy a trabajar.
Tuvimos frío, pero yo dormí bastante bien y, a la mañana siguiente, el duodécimo día de Navidad, dejé a mis seis hombres en la Rey de Codornices y me llevé a Iseult y Haesten a los edificios reales, que quedaban detrás de su propia empalizada en el sur de la ciudad, donde el río lamía las murallas. Era lógico que un hombre asistiera al witangemot con su séquito, aunque no fuera costumbre que se trataran de un danés y una britana, pero Iseult quería ver a Alfredo, y yo quería complacerla. Además, aquella noche era el gran festín, y aunque le advertí que las fiestas de Alfredo no eran gran cosa, Iseult quería ir de todos modos. Haesten, con su cota de malla y su espada, estaba allí para protegerla, pues sospechaba que no se le permitiría entrar en el salón donde el witangemot se reunía, así que probablemente tuviera que esperar hasta la noche para ver al rey.
El guardián de la puerta exigió que entregáramos nuestras armas, cosa que hice muy a mi pesar, pero ningún hombre, salvo las propias tropas del rey, podía presentarse armado en presencia de Alfredo. La discusión del día había empezado ya, nos dijo el guardián, así que nos apresuramos por los establos y la nueva capilla real con sus torres gemelas. Un grupo de sacerdotes estaba arremolinado en la puerta principal del gran salón, y yo reconocí a Beocca, el antiguo capellán de mi padre, entre ellos. Le sonreí a modo de saludo, pero su rostro, al acercarse a nosotros, estaba alicaído y pálido.
—Llegas tarde —espetó.
—¿No os alegráis de verme? —le pregunté sarcástico.
Levantó los ojos para mirarme. Beocca, a pesar de su cojera, el pelo rojo y la mano izquierda paralizada, había adquirido un aire severo de autoridad. Ahora era un capellán real, confesor y confidente del rey, y las responsabilidades habían labrado surcos en su rostro.
—He rezado —me dijo—, para no ver jamás este día. —Se persignó—. ¿Quién es ésa? —me preguntó mirando a Iseult.
—Una reina de los britanos —dije.
—¿Una qué?
—Una reina. Está conmigo. Desea ver a Alfredo.
No sé si me creyó, pero tampoco pareció importarle. Estaba distraído, preocupado, y como vivía en un mundo extraño de privilegios reales y piedad obsesiva, supuse que su tristeza se debía a alguna disputa teológica menor. Había sido el cura de misa durante mi infancia en Bebbanburg y, tras la muerte de mi padre, había huido de las tierras de Northumbria porque no podía soportar vivir entre los paganos daneses. Acabó encontrando refugio en la corte de Alfredo, y se había convertido en amigo del rey. También era amigo mío, al fin y al cabo, era el hombre que había conservado los pergaminos que legitimaban mi derecho a reclamar Bebbanburg, pero en aquel duodécimo día de Yule estaba cualquier cosa menos contento de verme. Me agarró del brazo y tiró de mí hacia la puerta.
—Tenemos que entrar —me dijo—, y que Dios te proteja en su misericordia.
—¿Protegerme?
—Dios es misericordioso —añadió Beocca—, y debes rezar por esa misericordia. —Entonces los guardias abrieron la puerta.
Y entramos en el gran salón. Nadie detuvo a Iseult y, de hecho, había otra veintena de mujeres observando los procedimientos en un extremo del salón.
* * *
También había más de cien hombres, aunque sólo unos cincuenta formaban parte del witangemot, y dichos jefes y altos eclesiásticos se hallaban sentados en sillas y bancos dispuestos en semicírculo frente a la tarima donde Alfredo, dos curas y su esposa, Ælswith, que estaba embarazada, se encontraban. Detrás de ellos, envuelto en un paño rojo, había un altar con gruesos candelabros y un pesado crucifijo de plata, y frente a las paredes, rodeándolo todo, había plataformas sobre las que, habitualmente, la gente dormía o comía para resguardarse de las terribles corrientes de aire. Aquel día, sin embargo, las plataformas estaban abarrotadas con los seguidores de los jefes y los nobles del witan, y entre ellos, por supuesto, había numerosos curas y monjes, pues la corte de Alfredo más parecía un monasterio que un salón real. Beocca hizo un gesto para que Iseult y Haesten se unieran a los espectadores, después me condujo al semicírculo de consejeros privilegiados.
Nadie reparó en mi llegada. El salón estaba oscuro, pues la débil luz del sol invernal apenas conseguía atravesar las pequeñas y elevadas ventanas. Había braseros para proporcionar algo de calor, pero su utilidad era escasa: sólo contribuían a viciar aún más el ambiente cargado de humo que se acumulaba en las altas vigas. En el enorme hogar central el fuego estaba apagado para dejar espacio al círculo de taburetes, sillas y bancos del witangemot. Un hombre alto con capa azul estaba en pie al llegar yo. Hablaba de la necesidad de reparar los puentes, de que los jefes locales se escabullían de la obligación y sugería que el rey nombrara un oficial para revisar el estado de las carreteras del reino. Otro interrumpió para quejarse de que dicho nombramiento chocaría con los privilegios de los ealdormen de las comarcas, y aquello suscitó un coro de voces, algunas a favor de la propuesta, la mayoría en contra, mientras dos curas, sentados a una pequeña mesa junto a la tarima de Alfredo, intentaban recoger todos los comentarios. Reconocí a Wulfhere, el ealdorman de Wiltunscir, que bostezaba prodigiosamente. Junto a él se encontraba Alewold, el obispo de Exanceaster, envuelto en pieles. Seguían sin reparar en mí. Beocca me había mantenido en segundo plano, como si esperara un receso en los procedimientos para encontrarme un asiento. Dos sirvientes trajeron cestos de leña para alimentar los braseros, y fue entonces cuando Ælswith me vio, y se inclinó para susurrar algo al oído de Alfredo. El prestaba atención a la discusión, pero por un instante se olvidó de su consejo para mirarme de hito en hito.
Y el silencio se hizo en aquel gran salón. Había surgido un murmullo al ver al rey distraído de la discusión sobre los puentes, entonces todos se volvieron para mirarme y se hizo el silencio, que rompió el estornudo de un cura y el repentino removerse de los hombres que estaban más cerca de mí; aquellos que estaban sentados junto a las frías piedras del hogar se hicieron a un lado. No me dejaban paso, me evitaban.
Ælswith sonreía, y fue entonces cuando supe que tenía problemas. Mi mano se dirigió instintivamente a mi costado izquierdo, pero evidentemente no había ninguna empuñadura que tocar para darme suerte.
—Hablaremos de los puentes más tarde —dijo Alfredo. Se puso en pie. Lucía una diadema de bronce a modo de corona, y una túnica azul rematada en piel, a juego con la de su esposa.
—¿Qué sucede? —le pregunté a Beocca.
—¡Mantendréis silencio! —Era Odda el Joven. Iba vestido en toda su gloria guerrera, brillante malla cubierta con una túnica negra, botas altas y un tahalí de cuero rojo del que colgaban sus armas pues a Odda, como comandante de las tropas del rey, se le permitía entrar armado en el salón real. Lo miré a los ojos y vi regocijo en su mirada, el mismo que había en el rostro amargado de la dama Ælswith, y supe que no había venido a recibir el favor del rey, sino para enfrentarme a mis enemigos.
Tenía razón. Llamaron a un cura de la bandada negra junto a la puerta. Era un hombre joven con rostro enfurruñado y colgante. Se movía con rapidez, como si el día no tuviera suficientes horas para completar sus tareas. Hizo una reverencia al rey, después tomó un pergamino de la mesa en la que se sentaban los escribanos y se dirigió al centro del círculo del witan.
—Hay una cuestión urgente —dijo Alfredo—, que con el permiso de el witan vamos a tratar ahora mismo. —Nadie iba a objetar nada, así que un murmullo bajo mostró su aprobación por interrumpir las cuestiones más mundanas. Alfredo asintió—. El padre Erkenwald leerá los cargos —dijo el rey, y volvió a tomar asiento en su trono.
¿Cargos? Estaba confundido como un jabalí atrapado entre perros y lanzas, y parecía incapaz de moverme, así que me limité a quedarme donde estaba mientras el padre Erkenwald desplegaba el pergamino y se aclaraba la garganta.
—Uhtred de Oxton —dijo, con una voz aguda y precisa—, sois acusado en el día de hoy por el crimen de tomar un barco del rey sin su consentimiento, y con ese barco dirigiros al país de Cornwalum y hacer allí la guerra contra los britanos, de nuevo sin el consentimiento de nuestro rey, y podemos demostrarlo con juramentos. —Se oyó un pequeño murmullo en la sala, un murmullo que Alfredo acalló al levantar su delgada mano—. También sois acusado —prosiguió Erkenwald— de aliaros con el pagano Svein, y con su ayuda asesinar a los cristianos de Cornwalum, a pesar de que aquella gente vivía en paz con nuestro rey, y también esto podemos demostrarlo con juramentos. —Se detuvo, y el silencio en la sala era total—. Y sois acusado —la voz de Erkenwald era ahora más tenue, como si apenas pudiera creer lo que estaba leyendo—, de uniros al pagano Svein en un ataque al bendito reino de nuestro rey y cometer vil asesinato y un robo impío en Cynuit. —En esta ocasión no hubo murmullo, sino un alboroto indignado que Alfredo no hizo nada por acallar, así que Erkenwald tuvo que alzar la voz para terminar la acusación—. También esto —gritaba mientras los hombres pedían silencio para poder escuchar— podemos probarlo con juramentos. —Bajó el pergamino, me lanzó una mirada de puro odio, y regresó hasta el borde de la plataforma.
—Está mintiendo —rugí.
—Tendréis oportunidad de hablar en su momento —espetó un eclesiástico de mirada fiera sentado junto a Alfredo. Llevaba hábito de monje, pero por encima lucía una media capa de sacerdote ricamente bordada con cruces. Tenía una espesa cabellera cana, y la voz profunda y severa.
—¿Quién es ése? —le pregunté a Beocca.
—El muy santo Etelredo —dijo Beocca en voz baja, quien, al ver que no reconocía el nombre, añadió—: Arzobispo de Contwaraburg, por supuesto.
El arzobispo se inclinó hacia delante para hablar con Erkenwald. Ælswith me miraba, jamás le había gustado, y ahora contemplaba mi destrucción y obtenía gran placer de ella. Alfredo, mientras tanto, estudiaba las vigas del techo, como si jamás hubiera reparado antes en ellas, y yo caí en la cuenta de que no tenía intención de tomar parte en aquel juicio, pues de un juicio se trataba. Dejaría que otros hombres demostraran mi culpabilidad, pero sin duda él pronunciaría la sentencia, y no sólo contra mí, por lo que parecía, porque el arzobispo frunció el ceño.
—¿Está aquí el segundo prisionero?
—En los establos —contestó Odda el Joven.
—Tendría que estar aquí —repuso el arzobispo indignado—. Un hombre tiene derecho a escuchar a sus acusadores.
—¿Qué otro hombre? —quise saber.
Era Leofric, al que trajeron al salón encadenado, y no hubo protestas porque la gente lo percibía como mi seguidor. El crimen era mío, a Leofric lo habían metido en la trampa, y ahora iba a sufrir por ello, pero claramente gozaba de la simpatía de los hombres en el salón cuando lo pusieron en pie a mi lado. Lo conocían, era de Wessex, mientras que yo era un intruso northumbrio. Me dedicó una mirada cargada de reproche cuando los guardias lo pusieron a mi lado.
—Hasta el culo —murmuró.
—¡Silencio! —susurró Beocca.
—Confía en mí —le dije.
—¿Que confíe en ti? —me preguntó Leofric con amargura.
Pero yo había mirado a Iseult y ella me dedicó un leve gesto con la cabeza, una indicación, entendí, de que había visto el desenlace de aquel día, y sin duda era bueno.
—Confía en mí.
—Que los prisioneros guarden silencio —dijo el arzobispo.
—Hasta nuestros reales culos —comentó Leofric por lo bajo.
El arzobispo hizo una señal al padre Erkenwald.
—¿Tenéis testigos? —preguntó.
—Los tengo, señor.
—Pues oigamos al primero.
Erkenwald hizo una señal a otro cura que estaba junto a la puerta que conducía al pasadizo tras el salón. La puerta se abrió, y una menuda figura con capa negra entró. No vi su rostro pues llevaba capucha. Se apresuró al frente de la tarima, y allí hizo una profunda reverencia al rey y se hincó de rodillas frente al arzobispo, que le tendió una mano pesadamente enjoyada para que la besara. Sólo entonces se puso el hombre en pie, se quitó la capucha y se volvió para mirarme.
Era el Burro. Asser, el monje galés. Se me quedó mirando mientras otro cura le traía un evangelio sobre el que apoyó su frágil mano.
—Juro —dijo en un inglés con mucho acento, todavía mirándome—, que voy a decir la verdad, y que Dios me ayude en dicho trance y me condene al fuego eterno del infierno si me aparto de ella. —Se postró para besar el evangelio con la ternura de un hombre que acaricia a su amante.
—Hijo de puta —murmuré.
Asser juraba bien. Habló con claridad, describió cómo había llegado a Cornwalum en un barco que lucía una cabeza de bestia en la proa y otra en la popa. Contó que había accedido a ayudar al rey Peredur, que estaba siendo atacado por un vecino que había contratado al pagano Svein, y cómo había traicionado a Peredur al aliarme con el danés.
—Juntos —prosiguió Asser— provocaron una gran matanza, yo mismo vi a un santo padre ajusticiado.
—Corriste como una gallina —le dije—. No pudiste ver nada.
Asser se volvió al rey e hizo una reverencia.
—Corrí, mi señor el rey. Soy un monje, no un guerrero, cuando Uhtred tiñó aquella colina de rojo con sangre cristiana, no dudé en huir. No me siento orgulloso de ello, mi señor el rey, y he buscado sinceramente el perdón de Dios por mi cobardía.
Alfredo sonrió y el arzobispo desestimó las observaciones de Asser con un gesto de la mano, como si no fueran nada.
—Y cuando abandonasteis la matanza —preguntó Erkenwald—, ¿qué ocurrió entonces?
—Observé desde lo alto de una colina —dijo Asser—, y vi a Uhtred de Oxton abandonar el lugar en compañía del barco pagano. Dos barcos que navegaban hacia el oeste.
—¿Navegaban hacia el oeste? —preguntó Erkenwald.
—Hacia el oeste —confirmó Asser.
Erkenwald se me quedó mirando. Se hizo el silencio en el salón, mientras los hombres se esforzaban por escuchar todas y cada una de las acusatorias palabras.
—¿Y qué quedaba al oeste? —preguntó Erkenwald.
—No puedo decirlo —dijo Asser—. Pero si no fueron al fin del mundo, supongo que darían la vuelta a Cornwalum hasta el mar del Saefern.
—¿Y no sabéis nada más? —preguntó Erkenwald.
—Sé que colaboré en enterrar a los muertos —contestó Asser—, dije oraciones por sus almas, y vi las ascuas humeantes de la iglesia quemada, pero de lo que hizo Uhtred al abandonar aquel lugar de muerte no sé nada. Sólo sé que se dirigió al oeste.
Alfredo ostentosamente no tomaba parte en el procedimiento, pero era claro que le gustaba Asser pues, cuando el galés terminó su testimonio, le hizo un gesto para que se acercara, le recompensó con una moneda y mantuvieron un momento de conversación privada. El witan habló entre sí, en ocasiones mirándome con la curiosidad que uno dedica a los condenados. La dama Ælswith, repentinamente llena de gracia, sonrió a Asser.
—¿Tenéis algo que decir? —me preguntó Erkenwald cuando Asser fue despedido.
—Esperaré —dije— a que terminéis con todas vuestras mentiras.
Lo cierto, por supuesto, era que Asser había contado la verdad, la había contado de manera llana, clara y convincente. Los consejeros del rey habían quedado impresionados, tan impresionados como quedaron con el segundo testigo de Erkenwald.
Ese testigo era Steapa Snolor, el guerrero que jamás se alejaba demasiado de la vera de Odda el Joven. La espalda erguida, los hombros recios, y un rostro fiero en el que su piel estirada mostraba expresión sombría. Me lanzó una mirada, hizo una reverencia al rey, después posó una enorme mano sobre el libro del evangelio y dejó que Erkenwald lo guiara en el juramento. Juró decir la verdad por toda la agonía eterna del infierno, y después mintió. Mintió con calma con un tono invariable, tranquilo. Dijo que estaba a cargo de los soldados que guardaban el sitio de Cynuit, donde se estaba construyendo la nueva iglesia, y que dos barcos habían llegado al alba: describió cómo los guerreros bajaron de los barcos, como había peleado contra ellos y matado a seis, pero eran demasiados, demasiados para él, se había visto obligado a retirarse, aunque pudo ver a los atacantes asesinar a los curas, y había oído al líder pagano gritar su nombre en un alarde.
—Svein, se llamaba.
—¿Y Svein había traído dos barcos?
Steapa se detuvo, frunció el ceño, como si temiera dificultades para contar hasta dos, y asintió.
—Dos barcos.
—¿Comandaba ambos?
—Svein comandaba uno de los barcos —dijo Steapa. Después me señaló con un dedo—. Y él el otro.
El público empezó a gruñir, y el ruido era tan amenazante que Alfredo dio un manotazo al brazo de la silla y al final se tuvo que poner en pie para imponer silencio. Steapa no parecía inmutarse. Se puso en pie, sólido como un roble, y aunque no había contado su historia con tanta convicción como el hermano Asser, había algo muy inculpatorio en su testimonio. Era tan dado por sentado, contado de un modo tan poco emocional, de una manera tan directa… aunque nada de ello era cierto.
—Uhtred comandaba el segundo barco —intervino Erkenwald—, ¿pero se unió Uhtred a la matanza?
—¿Unirse? —preguntó Steapa—. La comandaba —rugió aquellas palabras, y los hombres del salón expresaron su furia.
Erkenwald se volvió al rey.
—Mi señor el rey —dijo—, Uhtred debe morir.
—¡Y mis tierras y propiedades deben ser requisadas! —gritó el obispo Alewold, con tanta emoción que un escupitajo aterrizó en el brasero más cercano y produjo un chisporroteo—. ¡Requisadas para la Iglesia!
Los hombres del salón patearon el suelo para expresar su aprobación. Ælswith asintió vigorosamente, pero el arzobispo pidió orden con unas palmas.
—No ha hablado aún —recordó a Erkenwald, después me hizo un gesto—. Hablad —ordenó sin más.
—Pide clemencia —me aconsejo Beocca en voz baja.
Cuando estás hasta el culo de mierda, sólo se puede hacer una cosa: atacar, así que admití que había estado en Cynuit, y esa admisión provocó algunos gritos ahogados en el salón.
—Pero no estuve este verano —proseguí—. Estuve en primavera, época en la que mate a Ubba Lothbrokson. ¡Y hay hombres en esta sala que me vieron hacerlo! Aun así, Odda el Joven se atribuyó el mérito. Recogió el estandarte de Ubba que yo cercené, se lo llevó a su rey y aseguró haber matado a Ubba. Ahora, para que no extienda la verdad, la verdad de que es un mentiroso y un cobarde, quiere asesinarme con mentiras. —Señalé a Steapa—. Miente.
Steapa escupió para demostrar su desprecio. Odda el Joven me miraba enfurecido, pero no dijo nada, y algunos hombres tomaron nota. Ser llamado cobarde y mentiroso es una invitación a la pelea, pero Odda se quedó mudo como un muñón.
—No podéis probar lo que decís —argumentó Erkenwald.
—Puedo demostrar que maté a Ubba —dije.
—No estamos aquí para discutir esas cuestiones —argumentó con ligereza Erkenwald—, sino para determinar si rompisteis la paz del rey con un ataque impío a Cynuit.
—Pues convocad a mi tripulación —exigí—. Traedla aquí, ponedla bajo juramento, y preguntadle qué hicieron en verano. —Esperé, pero Erkenwald no dijo nada. Miró al rey, como en busca de ayuda, pero Alfredo había cerrado momentáneamente los ojos—. ¿Es que tenéis tanta prisa por matarme que no os atrevéis a esperar a la verdad?
—Poseo el juramento de Steapa —dijo Erkenwald como si aquello hiciera innecesaria cualquier otra prueba. Estaba frustrado.
—Y podéis tener mi testimonio —dije—, y el de Leofric, y el de un hombre de la tripulación que esta aquí. —Me volví y le hice un gesto a Haesten para que se aproximara, que parecía asustado de ser convocado, pero ante la insistencia de Iseult, se acercó a mi lado—. Ponedlo bajo juramento —le exigí a Erkenwald.
Erkenwald no sabía qué hacer, pero algunos hombres del witan empezaron a gritar que tenía derecho a convocar testigos, que el recién llegado debía ser oído, así que el cura llevó el evangelio a Haesten. Aparté al cura.
—Jurará sobre esto —le dije—, al tiempo que mostraba el amuleto de Thor.
—¿Pero es cristiano? —preguntó Erkenwald entre sorprendido e indignado.
—Es danés —repuse.
—¿Y como vamos a confiar en la palabra de un danés? —quiso saber Erkenwald.
—Porque nuestro señor, el rey, lo hace —repliqué—. Confía en la palabra de Guthrum para mantener la paz, ¿por qué no íbamos a confiar en la de este otro danés?
Eso provocó algunas sonrisas. Muchos en el witan pensaban que Alfredo confiaba demasiado en Guthrum, y sentí la simpatía de la sala desplazarse a mi favor, pero entonces el arzobispo intervino para declarar que el juramento de un pagano no era de ningún valor.
—De ninguno —espetó—. Debe retirarse.
—Pues tomad el juramento de Leofric —exigí— y traed a nuestra tripulación y escuchad su testimonio.
—Y todos mentiréis con una misma lengua —respondió Erkenwald—, y lo que ocurrió en Cynuit no es el único asunto del que se os acusa. ¿Negáis que navegasteis en el barco del rey? ¿Que fuisteis a Cornwalum y allí traicionasteis a Peredur y asesinasteis a sus cristianas gentes? ¿Negáis que el hermano Asser haya dicho la verdad?
—¿Y si la reina de Peredur estuviera aquí para deciros que Asser miente? —pregunté—. ¿Y si os dijera que miente como un perro? —Erkenwald se me quedó mirando. Todos se me quedaron mirando, y yo me volví y señalé a Iseult, que dio un paso al frente, pequeña y delicada, con la plata tintineando en su cuello y muñecas—. La reina de Peredur —anuncié—, a quien exijo que escuchéis bajo juramento, y así oigáis cómo su marido planeaba unirse a los daneses en un asalto a Wessex.
Aquello no eran más que sandeces, por supuesto, pero era lo mejor que podía inventarme en aquel momento, e Iseult, lo sabía, juraría que era cierto. El porqué de que Svein quisiera luchar contra Peredur si el britano planeaba darle apoyo era un cabo peligrosamente suelto en el asunto, pero no importaba demasiado porque había confundido tanto los procedimientos que nadie estaba ya seguro de qué hacer. Erkenwald se había quedado sin habla. Los hombres se ponían en pie para mirar a Iseult, que les devolvía la mirada con calma, y el rey y el arzobispo inclinaban las cabezas en una misma dirección. Ælswith, con una mano sobre su vientre preñado, les cuchicheó algo. Ninguno quería llamar a Iseult por miedo a lo que pudiera decir, y Alfredo, sospecho, sabía que el juicio, que ya estaba plagado de mentiras, sólo podía ir a peor.
—Eres bueno, earsling —murmuró Leofric—. Eres muy bueno.
Odda el Joven miró al rey, después a sus compañeros del witan, y debía de saber que me estaba escabullendo de su trampa porque atrajo a Steapa a su vera. Le habló con urgencia. El rey fruncía el ceño, el arzobispo parecía perplejo, el rostro hinchado de Ælswith mostraba furia, mientras que Erkenwald parecía sin recursos. Entonces Steapa los rescató.
—¡Yo no miento! —gritó.
Parecía no estar seguro de qué decir después, pero había captado la atención del salón. El rey le hizo un gesto, como imitándolo a que continuara, y Odda el Joven le susurró algo al oído al anclote.
—Dice que miento —prosiguió Steapa, señalándome—, y yo digo que no, y mi espada dice que no. —Se detuvo en seco, tras hacer lo que había sido, probablemente, el discurso más largo de su vida, pero bastaba. Los pies patearon el suelo y los hombres gritaron que Steapa tenía razón, cosa que no era cierta, pero había reducido el lío de mentiras embarulladas que hacía aquello a un juicio por combate, y a todos les gustó. El arzobispo seguía atribulado, pero Alfredo pidió silencio.
Se me quedó mirando.
—¿Y bien? —preguntó—. Steapa dice que su espada apoyará su verdad. ¿La tuya también?
Habría podido decir que no. Habría podido insistir en que Iseult hablara y que el witan aconsejara al rey qué parte había dicho más verdades, pero siempre fui brusco, siempre impetuoso, y la invitación a la pelea resolvía el entuerto de un plumazo. Si peleaba y ganaba. Leofric y yo seríamos inocentes de todos los cargos.
Ni siquiera se me ocurrió perder. Sólo miré a Steapa.
—Mi espada —le dije— dice que digo la verdad, y que eres un apestoso saco de viento, un mentiroso del infierno, un embustero y un perjuro que merece la muerte.
—Hasta el culo otra vez —exclamó Leofric.
Los hombres vitorearon. Les gustaban las peleas a muerte, que era mucho mejor entretenimiento que escuchar al arpista de Alfredo entonar los salmos. Alfredo vaciló, y vi a Ælswith mirarme a mí y después a Steapa, y debió de juzgarlo mejor guerrero, porque se inclinó hacia delante, le tocó un codo a Alfredo y le susurró con apremio.
Y el rey asintió.
—Concedido —declaró. Parecía cansado, como si se sintiera abatido por tanta mentira e insulto—. Lucharéis mañana, espadas y escudos, nada más. —Levantó una mano para poner fin al griterío—. ¿Mi señor Wulfhere?
—¿Sire? —Wulfhere se puso en pie con dificultad.
—Vos organizaréis la batalla. Que Dios conceda la victoria a la verdad. —Alfredo se puso en pie, se recogió la túnica y se marchó.
Y Steapa, por primera vez desde que lo había visto, sonrió.
—Eres un puto memo —me dijo Leofric. Lo habían liberado de sus cadenas, y le habían permitido pasar la tarde conmigo. Haesten estaba allí, como Iseult y mis hombres, a los que habían traído de la ciudad. Estábamos alojados en un complejo del rey, un establo de vacas que apestaba a estiércol, pero el olor pasaba desapercibido para mí. Era la duodécima noche, así que tenía lugar la gran fiesta en el salón del rey, pero a nosotros nos dejaron al frío, vigilados por dos de los guardias reales.
—Steapa es bueno —me avisó Leofric.
—Yo soy bueno.
—Él es mejor —contestó Leofric sin miramientos—. Te va a destrozar.
—No lo hará —repuso Iseult con calma.
—Cojones, ¡que es buenísimo! —insistió Leofric, y yo le creí.
—Es todo culpa de ese monje del demonio —comenté con amargura—. Le ha ido con el cuento a Alfredo, ¿no? —Lo cierto es que Asser había sido enviado por el rey de Dyfed para asegurar a los sajones del oeste que Dyfed no planeaba la guerra, pero Asser había aprovechado la oportunidad de su embajada para narrar la historia del Eftwyrd, y de ahí a concluir que nos habíamos quedado con Svein para el ataque de Cynuit no iba más que un paso. Alfredo no tenía pruebas de nuestra culpabilidad, pero Odda el Joven había visto una oportunidad para destruirme y había convencido a Steapa para que mintiera.
—Y ahora Steapa va a matarte —rezongó Leofric—, diga ella lo que diga. —Iseult no se molestó en responderle. Empleaba puñados de paja mugrienta para pulir mi cota de malla. Me habían traído la armadura de la taberna Rey de Codornices y me la habían entregado, pero tendría que esperar al amanecer para recoger las armas, lo que significaba que no estarían recién afiladas. Steapa, como servía a Odda el Joven, era uno de los guardaespaldas del rey, así que tendría toda la noche para darle filo a su espada. Las cocinas reales nos habían enviado comida, aunque no tenía apetito.
—Mañana tómatelo con calma —me dijo Leofric.
—¿Con calma?
—Tú pelearás lleno de ira —me dijo Leofric—, y Steapa no se altera nunca.
—Pues mejor estar cabreado —repuse.
—Eso es lo que él quiere. Te parará los golpes, y te los volverá a parar, y esperará hasta que estés cansado. Después te despachará. Así pelea.
Harald nos había contado lo mismo. El alguacil de la comarca de Defnascir, el viudo que me había convocado al tribunal de Exanceaster, también había luchado a nuestro lado en Cynuit, y eso une, así que en algún momento de la noche atravesó lluvia y barro y se acercó a la pequeña hoguera que iluminaba el establo sin calentarlo. Se detuvo en la puerta y me miró con reproche.
—¿Estuvisteis con Svein en Cynuit? —preguntó.
—No —repuse.
—Eso pensaba. —Harald se acercó al pesebre y se sentó junto al fuego. Los dos guardias reales estaban en la puerta y los ignoró, y eso resultaba interesante. Todos servían a Odda, y al joven ealdorman no le gustaría oír que Harald había venido a vernos; aun así, estaba claro que Harald confiaba en que los dos guardias no se lo contaran, lo que sugería que había descontento en las filas de Odda. Harald dejó una cuba de cerveza en el suelo.
—Steapa está sentado a la mesa del rey —comentó.
—Pues estará comiendo mal —contesté.
Harald asintió, pero no sonrió.
—No es una gran fiesta —admitió. Miró al fuego por un instante, después a mí—. ¿Cómo está Mildrith?
—Bien.
—Es una buena chica —dijo, y después contempló la belleza oscura de Iseult antes de volver a mirar al fuego—. Habrá un servicio al alba —añadió—, y después Steapa y vos lucharéis.
—¿Dónde?
—En un campo al otro lado del río. —Me acercó el bote de cerveza—. Es zurdo. —Yo no recordaba haber luchado contra ningún hombre que llevara la espada en la mano izquierda, pero tampoco veía en ello una desventaja. Ambos tendríamos los escudos enfrentados en lugar de escudo contra arma, pero eso sería un problema para los dos. Me encogí de hombros—. El está acostumbrado —me aclaró Harald—, y vos no. Y viste malla hasta aquí —se tocó la pantorrilla—, además lleva una placa de hierro en la bota izquierda.
—¿Es su pie vulnerable?
—Lo pone delante —contestó Harald—, invita al ataque y después te cercena el brazo de la espada.
—Así que es difícil de matar —comenté con un tono levemente irónico.
—Nadie lo ha conseguido aún —respondió Harald sombrío.
—¿No os gusta?
No respondió inmediatamente; bebió un largo trago de cerveza, y después le pasó la cuba a Leofric.
—Me gustaba el Viejo —dijo, y se refería a Odda el Viejo—. Tiene mal carácter, pero es justo. ¿Pero el hijo? —Sacudió la cabeza con tristeza—. Creo que el hijo no ha sido puesto a prueba. ¿Steapa? No me disgusta, pero es como un perro. Sólo sabe matar.
Miré el débil fuego, buscando una señal de los dioses en las pequeñas llamas, pero no llegó ninguna, o fui incapaz de verla.
—Pero tiene que estar preocupado —comentó Leofric.
—¿Steapa? —preguntó Harald—. ¿Por qué tendría que estarlo?
—Uhtred mató a Ubba.
Harald sacudió la cabeza.
—Steapa no piensa suficiente para estar preocupado. Sólo sabe que mañana matará a Uhtred.
Recordé la pelea con Ubba. Era un gran guerrero, con una reputación que brillaba dondequiera que navegaran los hombres del norte, y lo había matado, pero lo cierto es que él había metido un pie en las tripas derramadas de un moribundo y había resbalado. Había perdido pie, se había desequilibrado y yo conseguí cortarle los tendones del brazo. Me toqué el amuleto del martillo y pensé que los dioses, después de todo, me habían enviado una señal.
—¿Una placa de hierro en la bota? —pregunté.
Harald asintió.
—No le preocupa cuánto vayáis a atacarle. Sabe que vendréis por la izquierda, y bloqueará la mayoría de vuestros ataques con la espada. Una espada grande, pesada de narices. Pero algunos golpes sí llegarán, y no le va a importar. Los desperdiciaréis en el hierro. En la pesada malla, el casco, la bota, no importa. Será como darle golpes a un roble, y al cabo de un rato cometeréis un error. El estará magullado y vos muerto.
Tenía razón, pensé. Enzarzarse con un hombre armado con una espada rara vez servía para algo más que para amoratarlo, porque el filo chocaba con la malla o el casco. Una espada no puede rasgar malla, motivo por el que muchos hombres llevaban hachas a la batalla. Un lance directo de la espada sí puede perforar malla, pero Steapa no me iba a poner fácil el ataque directo.
—¿Es rápido? —pregunté.
—Bastante —repuso Harald, después se encogió de hombros—. No tan rápido como vos —añadió a regañadientes—, pero tampoco es lento.
—¿Qué dice el dinero? —preguntó Leofric, aunque seguro que sabía la respuesta.
—Nadie apuesta un penique por Uhtred —contestó Harald.
—Vos deberíais hacerlo —repliqué.
Sonrió a eso, pero sabía que no iba a seguir el consejo.
—El dinero, el dinero de verdad es el que Odda el Joven va a pagarle a Steapa cuando os mate. Cien chelines.
—Uhtred no los vale —comentó Leofric con un sentido del humor bastante negro.
—¿Por qué me quiere muerto con tantas ganas? —me pregunté en voz alta. No podía ser por Mildrith, pensé, y la discusión de quién había matado a Ubba ya había pasado hacía mucho; aun así, Odda el Joven seguía conspirando contra mí.
Harald se lo pensó bastante antes de responder. Había agachado la calva y pensé que estaba rezando, pero entonces levantó la mirada.
—Sois una amenaza para él —respondió en voz baja.
—Si hace meses que no le veo —protesté—, ¿cómo voy a amenazarlo?
Harald se detuvo otra vez, eligiendo sus palabras con cuidado.
—El rey está frecuentemente enfermo —dijo tras una pausa—, ¿y quién puede decir cuánto va a vivir? Dios no lo quiera, pero si muriera pronto, el witan no elegiría a su hijo, aún un niño, para ser rey. Elegirían a un noble con reputación en el campo de batalla. Elegirían a un hombre que pueda enfrentarse a los daneses.
—¿Odda? —estallé en carcajadas al pensar en Odda como rey.
—¿Quién si no? —preguntó Harald—. Pero si vos os presentarais ante el witan y jurarais sobre la verdad de la batalla en que murió Ubba, podrían no elegirlo. Así que sois una amenaza para él, y os teme por ello.
—Así que va a pagarle a Steapa para que te descuartice —añadió Leofric sombrío, antes de levantar la cuba de cerveza y beber a mi salud.
* * *
Harald se marchó. Era un hombre decente, honesto y trabajador, y había asumido un riesgo al venir a verme, y yo había sido mala compañía, pues no aprecié su gesto. Estaba claro que pensaba que iba a morir por la mañana, y había hecho lo que estaba en su mano para prepararme para la lucha.
A pesar de la predicción de Iseult, tan segura de sí, de que iba a sobrevivir, no dormí bien. Estaba preocupado, y hacía frío. La lluvia se convirtió en aguanieve por la noche, y el viento azotó el pesebre. Al alba, el viento y la lluvia habían desaparecido; la niebla envolvía los edificios y agua helada goteaba de la paja enmohecida. Desayuné pobremente con pan húmedo, y mientras estaba comiendo aquello el padre Beocca vino y me dijo que Alfredo deseaba hablar conmigo.
Yo estaba de malas pulgas.
—¿Queréis decir que quiere rezar conmigo?
—Quiere hablar contigo —insistió Beocca, y cuando no me moví, dio una patada con el pie cojo al suelo—. No es una petición, Uhtred. ¡Es una orden real!
Me puse la cota, no porque fuera momento de armarme para la batalla, sino porque el forro de cuero me daría algo de calor en la fría mañana. La malla no estaba demasiado limpia, a pesar de los esfuerzos de Iseult. La mayoría de los hombres llevaban el pelo corto, pero a mí me gustaba la manera danesa de dejarlo largo, así que me lo até con una cuerda e Iseult me limpió las briznas de paja que se habían quedado pegadas.
—Debemos apresurarnos —me dijo Beocca, y lo seguí por el barro, pasando cerca del edificio del gran salón y de la iglesia recién construida, hasta unos edificios más pequeños de madera que las inclemencias del clima aún no habían vuelto gris. El padre de Alfredo usaba Cippanhamm como refugio de caza, pero Alfredo lo estaba expandiendo. La iglesia había sido su primer edificio nuevo, y lo había construido incluso antes de reparar la empalizada, lo que daba una clara indicación de sus prioridades. Incluso entonces, cuando la nobleza de Wessex se reunía a un solo día de marcha de los daneses, parecía haber más eclesiásticos que soldados en el lugar, y eso era otro indicio de cómo pensaba Alfredo proteger su reino.
—El rey es gentil —me susurró Beocca al pasar por la puerta—, así que muéstrate humilde.
Beocca llamó a otra puerta, no esperó respuesta, entró y me indicó que pasara. No me siguió, cerró la puerta y me dejó en la penumbra.
Un par de velas de cera titilaban en un altar, y a través de aquella débil luz vi dos hombres arrodillados frente a una cruz de madera sencilla que había entre los dos cirios. Los hombres estaban de espaldas, pero reconocí a Alfredo por la capa azul ribeteada en piel. El segundo hombre era un monje. Ambos rezaban en silencio, y yo esperé. La sala era pequeña, evidentemente una capilla privada, y el único mueble era el altar cubierto y un reclinatorio en el que había un libro cerrado.
—En el nombre del padre… —rompió el silencio Alfredo.
—… Y del hijo —añadió el monje, que hablaba inglés con acento, así que reconocí la voz del Burro.
—… Y del espíritu santo —concluyó Alfredo—. Amén.
—Amén —repitió Asser, y ambos hombres se pusieron en pie, con los rostros emocionados del cristiano devoto que ha dicho bien sus oraciones; Alfredo parpadeó, como si le sorprendiera verme, aunque tenía que haber oído el golpe de Beocca en la puerta y el ruido de ésta al abrirse y cerrarse.
—Confío en que hayas dormido bien, Uhtred —dijo.
—Y yo en que hayáis dormido vos, mi señor.
—Los dolores me mantuvieron en vela —respondió Alfredo tocándose el estómago. Después se acercó a un lado de la estancia y abrió un par de contraventanas de madera bastante grandes, iluminando la capilla con una luz débil y neblinosa. La ventana daba a un patio, y comprendí que fuera había hombres. El rey se estremeció, pues la capilla estaba helada—. Hoy es san Cedd —me dijo.
Yo no contesté.
—¿Has oído hablar de san Cedd? —me preguntó, y cuando mi silencio traicionó mi ignorancia, sonrió con indulgencia—. Procedía de la Anglia Oriental, si no me equivoco, ¿verdad hermano?
—El muy santo Cedd era un anglo, sin duda, mi señor —confirmó Asser.
—Y su misión estaba en Lundene —prosiguió Alfredo—, pero terminó sus días en Lindisfarena. Seguro que conoces el lugar, Uhtred.
—Lo conozco, señor —repuse. La isla se encontraba a poca distancia a caballo de Bebbanburg, y no hacía tanto que me había acercado al monasterio con el conde Ragnar a ver morir a los monjes bajo las espadas danesas—. Lo conozco bien —añadí.
—¿Y Cedd es famoso en tu tierra?
—No había oído hablar de él, señor.
—Yo pienso en él como un símbolo —dijo Alfredo—, un hombre que nació en la Anglia Oriental, llevó a cabo su tarea en Mercia y murió en Northumbria. —Unió sus largas y pálidas manos de modo que sus dedos quedaron entrelazados—. Los sajones de Inglaterra, Uhtred, se unieron ante Dios.
—Y se unieron en gozosa oración con los britanos —añadió Asser cargado de piedad.
—Le ruego a Dios todopoderoso para que ese feliz día tenga lugar —dijo el rey, sonriéndome, y para entonces ya sabía por dónde iba. Allí estaba, con aspecto tan humilde, sin corona, ni collares o brazaletes, con nada más que un pequeño broche de granate que sostenía la capa, y hablaba de un final feliz, pero lo que buscaba era que todos los sajones se unieran bajo un solo rey. Un rey de Wessex. La piedad de Alfredo ocultaba una ambición monstruosa.
—Debemos aprender de los santos —me dijo Alfredo—. Sus vidas son una guía para la oscuridad que nos rodea, y el santo ejemplo de san Cedd nos enseña que debemos estar unidos, así que detesto derramar sangre sajona en la festividad de san Cedd.
—No tiene por qué haber derramamiento, señor —le dije.
—Me complace oír eso —intervino Alfredo.
—Si se retiran los cargos contra mí.
La sonrisa desapareció de su rostro, se acercó a la ventana neblinosa, miré lo que estaba observando y vi el pequeño espectáculo que montaban para mí. Steapa estaba siendo armado. Dos hombres le colocaban una cota de malla enorme por encima de los anchos hombros, mientras un tercero esperaba con un escudo más grande de lo normal y una espada monstruosa.
—Hablé con Steapa anoche —dijo el rey, dando la espalda a la ventana—, y me dijo que había niebla el día que Svein atacó Cynuit. Una niebla matutina como ésta. —Señaló los vahos de la capilla.
—No sabría decirlo, señor —repuse.
—Así que es posible —prosiguió el rey—, que Steapa se equivocara cuando pensó que os vio. —Casi sonreí. El rey sabía que Steapa había mentido, aunque no pensaba decirlo—. El padre Willibald también habló con la tripulación del Eftwyrd —prosiguió el rey—, y ninguno confirmó la historia de Steapa.
La tripulación seguía en Hamtun, así que el informe de Willibald debía de haber llegado de allí, y eso significaba que el rey sabía que era inocente de la matanza de Cynuit incluso antes de que me la imputaran.
—¿Así que se me hizo comparecer bajo cargos falsos? —pregunté bruscamente.
—Te acusaron —me corrigió el rey—, y las acusaciones deben probarse o refutarse.
—O retirarse.
—Puedo retirar los cargos —aceptó Alfredo. Steapa, fuera, se aseguraba de que la cota de malla le quedaba holgada haciendo molinetes con la espada. Y era grande, enorme, un martillo más que una hoja. Entonces el rey medio cerró la contraventana, ocultando a Steapa—. Puedo retirar la acusación de Cynuit —dijo—, pero no creo que el hermano Asser nos mintiera.
—Tengo una reina —dije— que dice que sí.
—Una reina de las sombras —susurró Asser—. ¡Una pagana! ¡Una hechicera! —Miró a Alfredo—. Es malvada, señor —dijo—, ¡una bruja! Maléficos non patieris vivere.
—No permitirás que las brujas vivan —me tradujo Alfredo—. Es un mandamiento de Dios, Uhtred, de las sagradas escrituras.
—¿Vuestra respuesta a la verdad —me burlé— es amenazar a una mujer con la muerte?
Alfredo se estremeció.
—El hermano Asser es un buen cristiano —replicó con vehemencia—, dice la verdad. Fuiste a la guerra sin que yo te lo ordenara. Usaste mi barco, mis hombres, ¡y te comportaste de manera traicionera! Tú eres quien miente, Uhtred, ¡tú eres quien engaña! —Hablaba lleno de furia, pero conseguía controlar su ira—. Estoy convencido —prosiguió— de que has pagado tu deuda a la Iglesia con bienes robados a otros cristianos.
—No es cierto —repuse con dureza. Había pagado la deuda con bienes sustraídos a un danés.
—Pues asume de nuevo la deuda —dijo el rey—, y no tendremos muerte en este sagrado día de San Cedd.
Se me ofrecía la vida. Alfredo esperaba mi respuesta, sonriente. Estaba seguro de que aceptaría la oferta porque a él le parecía razonable. No sentía ningún aprecio por los guerreros, las armas o la matanza. El destino requería que pasara su reinado guerreando, pero no era esa su inclinación. Quería civilizar Wessex, proporcionarle piedad y orden, y dos hombres luchando a muerte en una mañana de invierno no coincidía con su idea de un reino bien gobernado.
Pero yo detestaba a Alfredo. Lo detestaba por haberme humillado en Exanceaster cuando me hizo vestir un hábito de penitente y arrastrarme hasta el altar. Tampoco lo consideraba mi rey. Era un sajón del oeste, yo era northumbrio y creía que mientras él fuera rey, Wessex tenía pocas posibilidades de sobrevivir. El pensaba que Dios lo protegería de los daneses, yo creía que había que derrotarlos con la espada. También se me había ocurrido una ligera idea de cómo derrotar a Steapa; sólo era una idea, pero no sentía deseo alguno de retomar una deuda que ya había pagado, y además era joven, insensato, arrogante y jamás fui capaz de resistirme a un impulso estúpido.
—Todo lo que he dicho es verdad —mentí—, y la defenderé con mi espada.
Alfredo se estremeció al oír mi tono.
—¿Estás diciendo que el hermano Asser miente? —preguntó.
—Retuerce la verdad —dije—, como una mujer el cuello de una gallina.
El rey abrió la ventana de par en par, mostrándome al magnífico Steapa en toda su reluciente gloria guerrera.
—¿De verdad quieres morir? —me preguntó.
—Quiero luchar por la verdad, mi señor el rey —repuse obstinado.
—Entonces eres un insensato —dijo Alfredo, mostrando de nuevo su ira—. Un mentiroso, un insensato y un pecador. —Cruzó hasta la puerta, la abrió y le gritó a un criado que comunicara al ealdorman Wulfhere que la lucha iba a tener lugar, después de todo—. Ve —añadió dirigiéndose a mí—, y que tu alma reciba su justa recompensa.
Wulfhere había sido encargado de preparar la contienda, pero el acontecimiento se retrasó porque el ealdorman había desaparecido. Se registró la ciudad, los edificios reales, pero no hubo señal de él hasta que un esclavo del establo informó nervioso de que Wulfhere y sus hombres habían salido de Cippanhamm antes del alba. Nadie sabía por qué, aunque algunos supusieron que Wulfhere no quería tomar parte en un juicio por combate, lo que para mí carecía de sentido porque el ealdorman jamás me había parecido un pusilánime. El ealdorman Huppa de Thornsaeta fue designado para ocupar su puesto, así que se acercaba ya el mediodía cuando me trajeron las espadas y me escoltaron hasta el prado que había junto al puente que salía de la ciudad por la puerta este. Una multitud se había congregado en la otra orilla del río. Había tullidos, mendigos, malabaristas, mujeres vendiendo pasteles, docenas de curas, niños emocionados, y, por supuesto, los guerreros reunidos de la nobleza sajona, todos en Cippanhamm para la reunión del witan, y todos ansiosos por ver a Steapa Snotor lucir su conocida habilidad.
—Eres un memo como hay pocos —me dijo Leofric.
—¿Porque he insistido en pelear?
—Podías haber salido de ésta.
—Y los hombres me habrían llamado cobarde —repuse. Y eso también era cierto, un hombre no puede retirarse de una pelea y seguir siendo hombre. Conseguimos mucho en esta vida si somos capaces. Tenemos niños y fortunas, y amasamos tierras y edificios, convocamos ejércitos y damos grandes banquetes, pero sólo una cosa nos sobrevive: la reputación. No podía echarme atrás.
Alfredo no asistió a la pelea. Lo que hizo fue dirigirse al oeste con la preñada y Ælswith y sus dos hijos, escoltados por una veintena de guardias y un número similar de curas y cortesanos. Acompañaba al hermano Asser durante la primera etapa del viaje de regreso del monje a Dyfed. Y con ello el rey dejaba claro que prefería la compañía del monje britano a ver pelear a dos de sus guerreros como perros rabiosos. Pero nadie más en Wessex quería perderse la lucha. Estaban ansiosos, aunque Huppa quería que todo estuviera en orden y por ello insistió en que la muchedumbre se retirara del terreno húmedo junto al río para dejarnos espacio. La gente se retiró del pisoteado terreno y se apiñó en la orilla, y Huppa se acercó a Steapa para preguntarle si estaba listo.
Sí lo estaba. Su malla brillaba a la débil luz del sol. Su casco relucía. El escudo era una cosa enorme, remachado y ribeteado en hierro, y debía de pesar tanto como un saco de grano; un escudo que era un arma en sí mismo si conseguía atizarme con él. Sin embargo, su arma principal era la enorme espada, más larga y pesada que ninguna que yo hubiera visto antes.
Huppa, seguido de dos guardias, vino hacia mí. Sus pies chapoteaban en la hierba y pensé que el terreno sería traicionero.
—Uhtred de Oxton —me dijo—, ¿estáis preparado?
—Me llamo —respondí— Uhtred de Bebbanburg.
—¿Estáis preparado? —repitió en tono imperioso, ignorando mi corrección.
—No —contesté.
Un murmullo recorrió la multitud que estaba más cerca de mí, el murmullo se extendió, y a los pocos instantes todos los congregados allí se burlaban de mí. Me creían un cobarde, y ese pensamiento se vio reforzado cuando tiré la espada y el escudo y le pedí a Leofric que me ayudara a quitarme la cota. Odda el Joven, de pie junto a su campeón, se partía de risa.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó Leofric.
—Espero que hayas apostado dinero por mí —contesté.
—Por supuesto que no.
—¿Os negáis a pelear? —me preguntó Huppa.
—No —repuse, y cuando me quité la armadura, volví a coger Hálito-de-Serpiente, que sostenía Leofric. Sólo Hálito-de-Serpiente. Ni casco, ni escudo, sólo mi buena espada. Ya no llevaba sobrepeso. El terreno era fangoso, Steapa iba armado, pero yo era ligero, rápido y estaba listo.
—Estoy listo —le comuniqué a Huppa.
Se acercó al centro del prado, levantó un brazo, lo bajó, y la muchedumbre vitoreó.
Besé el martillo que llevaba del cuello, encomendé mi alma al gran dios Thor, y caminé hacia delante.
* * *
Steapa se acercó a mí con paso constante, el escudo arriba y la espada en la izquierda. No había ningún indicio de preocupación en sus ojos. Era un hombre a su tarea, y me pregunté cuántos habría matado antes. El debió de pensar que sería fácil matarme porque no llevaba protección, ni siquiera escudo. Así que nos acercamos el uno al otro hasta que, a doce pasos de él, empecé a correr. Corrí hacia él, amagué hacia la derecha, a por la espada, y di un requiebro brusco hacia la izquierda, aún corriendo, dejándolo atrás; sentí la enorme arma girar rápido tras de mí al darse él la vuelta, pero ahora estaba detrás de él, y él seguía girando; yo me puse de rodillas, me agaché, oí el susurro de la hoja pasar por encima de mi cabeza, me puse en pie de nuevo y lancé una estocada.
La espada perforó malla y extrajo sangre justo por detrás de su hombro derecho, pero era más rápido de lo que había esperado, se estaba ya recuperando del primer molinete, replegó la espada y consiguió liberarse de Hálito-de-Serpiente. Le había hecho un rasguño.
Retrocedí dos pasos. Volví por la izquierda, y él cargó hacia mí, con la esperanza de aplastarme con el peso de su escudo, pero yo corrí de nuevo hacia la derecha, paré su espada con Hálito-de-Serpiente y el entrechocar de las espadas fue como el clamor de las campanas del Juicio; cuando volví a tirar mi estocada, en esta ocasión hacia la cintura, se echó atrás con rapidez. Seguí apuntando hacia la derecha, con el brazo crispado por el choque de las espadas. Atacaba rápido, le hacía volverse, fintaba un lance, dejaba que se abalanzara hacia delante e iba por la izquierda. El terreno estaba fangoso. Temía resbalar, pero la velocidad era mi arma. Tenía que conseguir que siguiera girando, atacando al aire, y aprovechar todas las oportunidades que tuviera de usar a Hálito-de-Serpiente. «Desángralo lo suficiente —pensé—, y se cansará», pero adivinó mis intenciones tácticas, y empezó a frustrarlas con cargas cortas, y cada carga iba acompañada del silbido de aquella enorme espada. Quería que la parara, y confiaba en romper mi espada cuando las hojas chocaran. Yo temía lo mismo. Estaba bien hecha, pero incluso la mejor espada puede romperse.
Me obligó a retroceder, intentó acorralarme contra los espectadores de la orilla para rebanarme a pedazos delante de ellos. Le dejé conducirme, después me aparté a la derecha, donde resbalé con el pie izquierdo y caí sobre esa misma rodilla, y la multitud, bien cerca de mí, emitió un grito ahogado y una de las mujeres uno real, porque la enorme espada de Steapa se dirigía hacia mi cuello como un hacha; sin embargo, yo no había resbalado, sólo lo había fingido, me puse en pie impulsándome con el pie derecho, salí de la trayectoria del golpe y di la vuelta por su flanco derecho, él asestó un golpe hacia fuera con el escudo y me dio en un hombro con el borde, y yo supe que eso me dolería, pero también que tenía una oportunidad, así que hice trabajar a Hálito-de-Serpiente y la punta volvió a perforar malla, para herirlo en las costillas por la espalda, él rugió al volverse, liberando la hoja de la cota, pero yo ya retrocedía.
Me detuve a diez pasos. El se detuvo también, y me observó. Para entonces su rostro ya mostraba algo de perplejidad. Adelantó el pie izquierdo, como Harald me había advertido que haría, esperaba que lo atacara y confiaba en que lo protegiera la placa de hierro oculta en la bota mientras él me machacaba, aporreaba y descuartizaba. Le sonreí, me pasé a la mano izquierda a Hálito-de-Serpiente y allí la dejé, cosa que volvió a desconcertarlo. Algunos hombres sabían luchar con ambas manos, ¿sería yo uno de ellos? Decidió esconder el pie.
—¿Por qué te llaman Steapa Snotor? —le pregunté—. ¿Quizá porque no eres listo? ¡Tienes menos seso que un huevo podrido!
Intentaba cabrearlo, y confiaba en que esa ira lo volviera descuidado, pero mi insulto le rebotó. En lugar de cargar contra mí lleno de furia, se acercó lentamente, observando la espada en la mano izquierda; los hombres de la colina le gritaron que me matase, y yo me lancé a correr hacia él de repente, me eché hacia la derecha, y él atacó un poco tarde al pensar que en el último momento cambiaría a la izquierda. Lancé una estocada hacia atrás y le di en el brazo de la espada; sentí la fricción de la hoja contra los anillos de la malla, pero no la rasgó. Al instante me había separado de él y volvía a sostenerla con la mano derecha, me di la vuelta, cargué contra él, y finté en el último momento, de modo que su prodigioso molinete falló por un metro.
Seguía perplejo. Era como hostigar a un toro, él era el toro y su problema era mantenerme en un lugar fijo donde pudiera usar toda la fuerza de su peso. Yo era el perro, y mi tarea consistía en atraerlo, picarle y morderle hasta que se debilitara. El pensaba que saldría con malla y escudo, y que nos aporrearíamos unos instantes hasta que perdiera la fuerza y entonces pudiera tumbarme a base de porrazos, y después descuartizarme con aquel espadón, pero hasta el momento su espada no me había tocado. Aunque tampoco yo lo había debilitado. Había sangrado por mis dos tajos, pero no eran más que rasguños. Así que ahora volvía a la carga, con la esperanza de volverme a acorralar junto al río. Una mujer gritó desde lo alto de la orilla, y yo supuse que intentaba animarlo, el griterío aumentó, y yo aceleré el retroceso, lo que provocó que Steapa se acercara pesadamente, pero me había vuelto a escabullir por la derecha y volvía a atacar, haciéndole girar una y otra vez hasta que, de repente, se detuvo, miró a mi espalda, bajó el escudo y dejó caer la espada; lo único que tenía que hacer era arremeter contra él. Estaba listo para rematarlo. Podía ensartarle a Hálito-de-Serpiente en el pecho o en la garganta, o hincársela en el vientre, pero no hice ninguna de aquellas cosas. Steapa no era ningún imbécil en la batalla, y supuse que me estaba engañando, así que no mordí el anzuelo. Si tiraba, pensé, me aplastaría entre su escudo y su espada. Quería que pensara que estaba indefenso, para que me acercara hasta ponerme a su alcance, pero lo que hice fue detenerme y abrir los brazos, invitándole a atacarme como él me invitaba a mí.
Pero no me hizo ni caso. Sólo miraba a mis espaldas. Y el grito de la mujer era ahora un chillido agudo; también había hombres gritando, Leofric aullaba mi nombre, y los espectadores ya no nos contemplaban, sino que corrían presos del pánico.
Así que le volví la espalda a Steapa y miré hacia la ciudad, que sobresalía en la colina rodeada por un meandro del río.
Y vi que Cippanhamm estaba en llamas. El humo oscurecía el cielo de invierno, y el horizonte estaba cubierto de hombres, hombres montados, hombres con espadas, hachas, escudos, lanzas y estandartes, y más jinetes que entraban por la puerta este haciendo temblar el puente.
Las oraciones de Alfredo no habían sido escuchadas, y los daneses habían vuelto a Wessex.