Capítulo III

La tripulación del Eftwyrd convertido en Jyrdraca había estado conmigo en Cynuit. Eran grandes guerreros, y se sentían muy ofendidos por el hecho de que Odda el Joven se hubiese atribuido el mérito de una batalla que habían ganado ellos. También habían estado ociosos desde entonces. De vez en cuando, me contó Leofric, Burgweard ejercitaba a su flota sacándola al mar, pero la mayor parte del tiempo esperaban en Hamtun.

—Aunque una vez salimos a pescar —admitió Leofric.

—¿A pescar?

—El padre Willibald soltó un sermón sobre alimentar a cinco mil con dos pedazos de pan y un capazo de arenques —dijo—, así que Burgweard dijo que cogiéramos las redes y saliéramos a pescar. Verás, quería que alimentáramos a la ciudad. Está llena de gente hambrienta.

—¿Pescasteis algo?

—Caballa. Kilos de caballa.

—¿Y ningún danés?

—Ni uno solo —repuso Leofric—, y tampoco arenques, sólo caballa. Los cabrones de los daneses habían desaparecido.

Más tarde supimos que Guthrum había dado órdenes de que ningún barco danés asaltara las costas de Wessex y rompiera la tregua. Había que arrullar a Alfredo para hacerle creer que la paz había llegado, y eso significaba que no había piratas entre Kent y Cornwalum. La ausencia de barcos daneses en la zona animaba a los comerciantes a salir de las tierras al sur para vender vino o comprar lana. El Jyrdraca se encontró con dos de esos barcos en los primeros cuatro días. Ambos eran barcos francos, de cascos rechonchos y no más de seis remos por cada lado, y ambos creyeron que el Jyrdraca era un barco vikingo al ver los mascarones y oírnos hablar en danés; también repararon en mis brazaletes. No matamos a las tripulaciones, sólo les robamos las monedas, las armas y la parte de su cargamento que podíamos llevar. Uno iba cargado de balas de lana, pues las gentes al otro lado del mar apreciaban el producto sajón, pero sólo nos llevamos tres por miedo a abarrotar los bancos del Jyrdraca.

Por la noche, buscábamos el abrigo de una ensenada o la desembocadura de un río, y de día remábamos hasta el mar en busca de presas. Cada día nos adentrábamos más al oeste, hasta que estuve seguro de haber llegado a la costa de Cornwalum, territorio enemigo. Era el antiguo enemigo que se había enfrentado a nuestros ancestros cuando llegaron por primera vez del mar del Norte para construir Inglaterra. Aquella gente hablaba un idioma extraño: algunos vivían al norte de Northumbria y otros en Gales o Cornwalum, lugares situados en los agrestes límites de la isla de Britania, donde habían sido relegados tras nuestra llegada. Eran cristianos. De hecho, el padre Beocca me había contado que eran cristianos antes que nosotros, y aseguraba que ningún cristiano podía ser de verdad enemigo de otro cristiano. Aun así, los britanos nos odiaban. Algunas veces se aliaban con los hombres del norte para atacarnos. En otras ocasiones los hombres del norte los asaltaban. Otras más nos declaraban la guerra por su cuenta. En el pasado, los hombres de Cornwalum habían dado muchos problemas a Wessex, aunque Leofric aseguraba que habían recibido un castigo tan duro que ahora se meaban encima cada vez que veían a un sajón.

Tampoco es que viéramos ningún britano al principio. Los lugares en que nos resguardábamos estaban desiertos, todos excepto la desembocadura de un río, donde un hombre medio desnudo sacó un bote hecho con pieles de la orilla, se acercó remando hacia nosotros y sostuvo en alto unos cangrejos, que quería vendernos. Compramos un capazo de aquellos bichos y le pagamos dos peniques. Al atardecer, varamos el Jyrdraca aprovechando la marea y recogimos agua fresca de un arroyo; Leofric y yo subimos a una colina e inspeccionamos tierra firme. Vimos algunas columnas de humo en los valles lejanos, pero no había nadie a la vista, ni siquiera pastores.

—¿Qué buscas —preguntó Leofric—, enemigos?

—Un monasterio —contesté.

—¡Un monasterio! —Le hizo gracia—. ¿Quieres rezar?

—Los monasterios tienen plata —repuse yo.

—No, por estas partes más bien poca. Son pobres como ratas. Además…

—¿Además qué?

Indicó con la cabeza hacia la tripulación.

—Llevas a bordo una docena de buenos cristianos. También nos acompañan malos cristianos a puñados, por supuesto, pero por lo menos llevas una docena de los buenos. No van a asaltar un monasterio contigo. —Tenía razón. Algunos de los hombres habían mostrado ciertos escrúpulos ante la piratería, pero yo les había asegurado que los daneses empleaban barcos comerciales para espiar al enemigo. Y si bien eso era cierto, dudaba yo mucho de que ninguna de nuestras víctimas estuviera al servicio de los daneses. Aun así, ambos barcos iban tripulados por extranjeros y, como todos los sajones, la tripulación del Jyrdraca sentía un saludable rechazo por cualquier tipo de foráneo, aunque hacían una excepción con Haesten y la docena de frisios que venía con nosotros. Los frisios eran piratas por naturaleza, tan agresivos como los daneses, y esos doce habían venido a Wessex a enriquecerse con la guerra, así que estaban más que contentos de que el Jyrdraca saliera de saqueo.

A medida que nos acercábamos a la costa oeste, empezamos a ver asentamientos, y algunos eran sorprendentemente grandes. Cenwulf, que había luchado con nosotros en Cynuit y era un buen hombre, nos contó que los bótanos de Cornwalum extraían estaño de debajo de la tierra y se lo vendían a los extranjeros. Lo sabía porque su padre había sido comerciante y navegaba frecuentemente por aquella costa.

—Si venden estaño —dije—, tienen que tener dinero.

—Que guardan buenos hombres —replicó Cenwulf con sequedad.

—¿Tienen rey?

Nadie lo sabía. Parecía probable, sin embargo, que tampoco fuéramos capaces de averiguar dónde vivía el rey o quién era; además, como sugirió Haesten, era muy probable que hubiera más de un rey. Sí tenían armas porque, una noche, cuando el Jyrdraca fondeó en una cala, una flecha salió volando de lo alto de un acantilado y fue engullida por el mar junto a los remos. Bien podríamos no habernos enterado nunca, pero dio la casualidad de que yo estaba mirando hacia arriba y la vi, emplumada con plumas grises y sucias, precipitándose desde el cielo para desaparecer con un chapoteo. Una flecha, y no siguieron más, así que quizá se tratara de un aviso; esa noche echamos el ancla, y al alba vimos un par de vacas pastando junto a un arroyo: Leofric echó mano de su hacha.

—Las vacas están ahí para matarnos —nos advirtió Haesten con su nuevo y no demasiado pulido inglés.

—¿Las vacas van a matarnos? —le pregunté divertido.

—Lo he visto antes, señor. Ponen vacas para llevarnos a tierra. Luego atacan.

Tuvimos misericordia con las vacas, y remamos hacia la salida de la cala. Entonces oímos un aullido tras nosotros y vi a un montón de hombres armados que salían de detrás de arbustos y árboles. Me quité uno de los brazaletes de plata del brazo izquierdo y se lo entregué a Haesten. Era su primer brazalete, y dado que se trataba de un danés, se sentía desmesuradamente orgulloso de él. Se pasó toda la mañana sacándole brillo.

La costa se volvió más agreste y nos resultaba más difícil encontrar refugio, pero el tiempo era apacible. Capturamos una pequeña embarcación de ocho remos que regresaba a Irlanda, y la aligeramos de dieciséis piezas de plata, tres cuchillos, un montón de lingotes de estaño, un saco de plumas de ganso y seis pieles de cabras. Pocas riquezas acumulábamos, pero la panza del Jyrdraca estaba quedando abarrotada de pieles, lana y lingotes de estaño.

—Tenemos que venderlo todo —dijo Leofric.

La cuestión era dónde y a quién. No conocíamos a nadie que comerciara por aquellos lares. Lo que teníamos que hacer, pensaba yo, era tomar tierra junto a alguno de los asentamientos mayores y robarlo todo. Quemar las casas, matar a los hombres, saquear la casa del jefe del poblado y regresar al mar. Pero los bótanos tenían puestos de vigía en los cabos y siempre nos veían venir; cada vez que nos acercábamos a alguna de las ciudades, había hombres armados esperándonos. Habían aprendido a lidiar con los vikingos, motivo por el cual, me contó Haesten, los hombres del norte navegaban ahora con flotas de cinco o seis barcos.

—Las cosas mejorarán —dije— cuando doblemos por la costa. —Sabía que Cornwalum terminaba en algún lugar del oeste, y podríamos entonces dirigirnos hacia el mar del Saefern, donde encontraríamos algún barco danés que regresara de Irlanda, pero Cornwalum parecía no tener fin. Cada vez que divisábamos un cabo que yo pensaba podía señalar el fin del territorio, acabábamos decepcionándonos, pues detrás siempre había otro acantilado, otra ensenada, otro cabo, y en ocasiones la marea iba con tanta fuerza que, incluso cuando navegábamos hacia el oeste, regresábamos al este. Ser vikingo estaba resultando más difícil de lo que creía, me convencí más aún de ello cuando, al cuarto día de navegación, el viento refrescó del oeste, las olas se levantaron, con las crestas hechas jirones y chubascos negros empezaron a rasgar el cielo bajo; pusimos rumbo norte para buscar refugio al abrigo de un cabo. Soltamos el ancla y esperamos; el Jyrdraca se sacudía con violencia y tiraba de la larga cuerda de cuero trenzado como un caballo asustadizo.

El temporal tardó toda la noche y todo el día siguiente en pasar el cabo. El mar rompía en los acantilados en grandes estallidos blancos. Estábamos a salvo, pero se nos acababa la comida, y yo casi había decidido que debíamos abandonar los planes de convertirnos en ricos y regresar al Uisc, donde podríamos fingir que sólo habíamos estado patrullando la costa. Pero al segundo amanecer al abrigo de aquel acantilado, a medida que el viento y la lluvia remitían hasta convertirse en una fría llovizna, vimos aparecer un barco al este de la lengua de tierra.

—¡Escudos! —gritó Leofric, y los hombres, helados y disgustados, buscaron sus armas y formaron una fila en la borda del barco.

Era más pequeño que el nuestro, mucho más pequeño. Rechoncho, de proa alta y con un recio mástil que sostenía una verga amplia, donde estaba recogida la sucia vela. Media docena de remeros lo propulsaban y el timonel lo dirigía directamente hacia el Jyrdraca; cuando se acercaron y la pequeña proa partió el agua en espuma blanca, vi que en el mástil llevaban atada una rama verde.

—Quieren hablar —dije.

—Esperemos que quieran comprar —rezongó Leofric.

Había un sacerdote en la pequeña embarcación. No me di cuenta al principio, pues parecía tan harapiento como el resto de la tripulación, pero gritó que deseaba hablar con nosotros, y lo hizo en danés, aunque no demasiado bien, así que dejé que el barco se acercara por el flanco resguardado del viento, desde donde aquellos hombres podrían ver la hilera de guerreros armados con escudos que les esperaba. Cenwulf y yo subimos al cura a nuestro barco. Pretendieron acompañarle dos hombres más, pero Leofric los amenazó con una lanza y prefirieron esperar a su barco, que se apartó un poco mientras el cura hablaba con nosotros.

Se llamaba padre Mardoc y, en cuanto subió a bordo y se sentó en uno de los bancos mojados del Jyrdraca, vi la cruz colgada en su pecho.

—Detesto a los cristianos —dije—, ¿qué me impide convertirte en comida para Njord?

Hizo caso omiso de mi amenaza, o quizás ignoraba que Njord era uno de los dioses del mar.

—Os traigo un regalo —comenzó— de mi señor —y sacó de debajo de su capa dos brazaletes bastante machacados.

Los acepté. Eran baratijas, no más que un par de aros de cobre, viejos, mugrientos y llenos de verdín, sin apenas valor, y por un momento me sentí tentado de lanzarlos al mar a modo de desprecio, pero eché cuentas y nuestro viaje había sacado tan poco beneficio que valía la pena conservar incluso aquellos ridículos tesoros.

—¿Quién es tu señor? —pregunté.

—El rey Peredur.

Casi me pongo a reír. ¿El rey Peredur? Lo mínimo que se le podía pedir a un rey era que fuera famoso, pero yo jamás había oído hablar de Peredur, lo que indicaba que probablemente no fuera más que un jefecillo local con un título rimbombante.

—¿Y por qué ese tal Peredur —pregunté— me envía estos miserables regalos?

El padre Mardoc aún no sabía mi nombre y estaba demasiado asustado para preguntarlo. Se encontraba rodeado de hombres armados con cuero, malla, escudos, espadas, hachas y lanzas, y creía que todos éramos daneses, pues yo había ordenado a los miembros de la tripulación del Jyrdraca que llevaban cruces o crucifijos que los escondieran debajo de la ropa.

Sólo hablábamos Haesten y yo, y si al padre Mardoc le pareció raro, se lo guardó para sí. Lo que sí me dijo fue que su señor, el rey Peredur, había sido atacado traicioneramente por un vecino llamado Callyn, que las fuerzas de Callyn habían tomado una elevada fortaleza junto al mar, y que Peredur nos pagaría bien si le ayudábamos a recapturar la fortaleza, a la que llamaban Dreyndynas.

Envié al padre Mardoc a sentarse en la proa del Jyrdraca mientras discutíamos su petición. Algunas cosas eran evidentes. Que nos pagaran bien no quería decir que nos convertirían en hombres ricos, sino que Peredur intentaría engatusarnos con lo menos posible y, probablemente, una vez nos lo hubiese dado, procuraría recuperarlo matándonos a todos.

—Lo que tendríamos que hacer —aconsejó Leofric— es buscar a ese tal Callyn y ver qué nos paga él.

Buen consejo donde los hubiera, pero el problema era que ninguno de nosotros sabía cómo encontrar a Callyn, de quien más tarde supimos que también era rey, y que tampoco significaba demasiado, pues cualquier hombre con un séquito de más de cincuenta hombres armados se llamaba a sí mismo rey en Cornwalum. Así que me acerqué a la proa del Jyrdraca y hablé de nuevo con el padre Mardoc. Me dijo que Dreyndynas era una fortaleza elevada, construida por las gentes antiguas, y que guardaba la carretera hacia el este. Mientras Callyn dominara la fortaleza, la gente de Peredur seguiría en sus manos.

—Tenéis barcos —señalé.

—Como Callyn —dijo—, y no podemos transportar ganado en los barcos.

—¿Ganado?

—Tenemos que vender el ganado para vivir —repuso él.

Así que Callyn había rodeado a Peredur y nosotros representábamos una posibilidad de nivelar la balanza en aquella pequeña guerra.

—¿Y cuánto nos va a pagar tu rey? —pregunté.

—Cien piezas de plata —respondió él. Desenvainé a Hálito-de-Serpiente.

—Yo profeso la religión de los auténticos dioses —le dije—, y soy siervo de Hoder, y a Hoder le gusta la sangre. Hace muchos días que no le sirvo nada.

El padre Mardoc estaba aterrorizado, algo sensato por su parte. Parecía joven, aunque era difícil de decir porque su pelo y barba eran tan espesos que la mayoría del tiempo no era más que una nariz rota y un par de ojos rodeados de una grasienta maraña negra. Me dijo que había aprendido a hablar danés cuando fue hecho esclavo por un jefe llamado Godfred, pero que había logrado escapar cuando Godfred asaltó las Sillans, unas islas que quedaban bastante lejos, en el baldío mar al oeste.

—¿Hay riquezas en las Sillans? —le pregunté.

Había oído hablar de las islas, aunque algunos hombres aseguraban que eran míticas y otros que iban y venían con las lunas, pero el padre Mardoc me dijo que existían y que las llamaban las Islas de los Muertos.

—¿Así que nadie vive allí? —quise saber.

—Algunos —respondió—, pero los muertos tienen allí sus casas.

—¿También son ricos?

—Vuestros barcos se lo han llevado todo —respondió.

Luego me prometió que Peredur sería más generoso, aunque no sabía cuánto. Dijo que el rey estaba dispuesto a pagar mucho más de cien monedas de plata por nuestra ayuda, así que le indicamos que gritara a su barco que nos guiaran por la costa hasta el poblado de Peredur. No dejé que el padre Mardoc regresara a su barco, pues serviría de rehén si lo que nos había contado era falso y Peredur nos estaba tendiendo una emboscada.

No fue así. El hogar de Peredur era un amasijo de edificios construidos en una pronunciada colina junto a una cala, sólo protegido por una empalizada de espinos. La gente vivía dentro de la empalizada. Algunos eran pescadores, otros ganaderos ninguno muy rico. El rey, sin embargo, poseía un edificio de techo alto donde nos dio la bienvenida, aunque no antes de que tomáramos más rehenes. Tres rehenes, que nos aseguraron eran hijos de Peredur, fueron puestos bajo custodia en el Jyrdraca, y di órdenes a la tripulación de que los mataran a los tres si yo no regresaba. Después bajé a tierra con Haesten y Cenwull. Fui vestido para la guerra, con cota de malla y casco pulido, y la gente de Peredur nos observó aterrorizada al pasar. Aquel lugar apestaba a pescado y a mierda. La gente iba vestida con harapos, y sus casas no eran sino tugurios construidos en las laderas de la empinada colina coronada con el salón de Peredur. Había una iglesia junto al salón, con la paja del techo completamente cubierta de moho y rematada con una cruz de madera blanqueada por el mar, probablemente recogida de la playa.

Peredur me doblaba en edad, era un hombre rechoncho con mirada aviesa y barba oscura bifurcada. Nos dio la bienvenida desde un trono, que no era más que una silla con el respaldo alto, y espero nuestras reverencias, pero ninguno estaba por la labor, lo que sin duda no le gustó. Una docena de hombres lo acompañaban, evidentemente sus cortesanos, aunque ninguno parecía muy pudiente y eran todos ancianos, salvo por uno mucho más joven que llevaba hábito de monje cristiano, y destacaba en aquella casa ennegrecida por el humo como un cuervo entre una bandada de gaviotas, pues llevaba el hábito negro limpio, el rostro bien afeitado y el pelo primorosamente tonsurado. Era apenas mayor que yo, delgado y de rostro adusto, y su mirada era inteligente. También mostraba una expresión de evidente disgusto por nuestra presencia. Éramos paganos, o al menos Haesten y yo éramos paganos, y le había dicho a Cenwulf que mantuviera la boca cerrada y el crucifijo oculto, así que el monje supuso que los tres éramos daneses. El monje hablaba danés mucho mejor que el padre Mardoc.

—El rey os saluda —dijo. Tenía una voz tan fina como sus labios, y tan poco amistosa como sus ojos verde claro—. Os saluda y quiere saber quién sois.

—Mi nombre es Uhtred Ragnarson —respondí.

—¿Y qué hacéis aquí, Uhtred Ragnarson? —preguntó el cura.

Le observé. No sólo lo miré, lo estudié como un hombre estudiaría un buey antes de matarlo, de un modo que sugería que me estaba preguntando por dónde cortar; él entendió el significado y no esperó la respuesta a la pregunta, una respuesta obvia dado que éramos daneses. Estábamos allí para robar y matar, por supuesto. ¿Qué otra cosa pensaba que podía hacer un barco vikingo?

Peredur habló con el monje y ambos murmuraron durante algún tiempo. Mientras lo hacían, observé la estancia buscando alguna evidencia de riqueza. No vi casi nada, salvo tres huesos de ballena apilados en una esquina, pero estaba claro que Peredur poseía algún tesoro, pues él lucía un gran y pesado torqués de bronce, anillos de plata en los dedos rechonchos, un broche de ámbar en el cuello de su capa y un crucifijo de oro oculto en los pliegues roídos de la capa. Tendría el tesoro enterrado, pensé, pero dudé de que ninguno de nosotros acabara convirtiéndose en un hombre rico con aquella alianza; a decir verdad, tampoco nos estábamos haciendo ricos con el viaje, y por lo menos Peredur nos daría de comer mientras regateábamos.

—El rey —el monje interrumpió mis pensamientos— desea saber cuántos hombres podéis dirigir contra el enemigo.

—Suficientes —respondí sin más.

—¿No depende eso —observó el monje astutamente— de cuántos posee el enemigo?

—No —repuse—. Depende de esto —y le di una palmada a la empuñadura de Hálito-de-Serpiente. Era una respuesta buena y arrogante, y probablemente lo que el monje esperaba. Y lo cierto es que resultaba convincente, pues yo era de espaldas anchas y un gigante en aquella casa, donde sacaba más de una cabeza a cualquier otro—. ¿Y quién eres tú, monje? —quise saber.

—Me llamo Asser —respondió. Era un nombre britano, por supuesto, y en la lengua inglesa su nombre significaba burro, así que a partir de aquel momento pensé en él como el Burro. Y eso fue bastantes veces, pues aunque aún no lo sabía, acababa de conocer al hombre que me perseguiría toda mi vida con la obstinación de un pollino. Acababa de conocer a otro enemigo, aunque aquel día en la casa de Peredur no era más que un extraño monje britano que sobresalía entre sus compañeros porque se lavaba. Me invitó a seguirlo por una pequeña puerta a un extremo de la estancia y, tras hacer una señal a Haesten y Cenwulf para que se quedaran donde estaban, agaché la cabeza y me metí por la puerta para encontrarme encima de un montón de estiércol, aunque el objetivo de sacarme fuera había sido el de enseñarme la vista hacia el este.

Ante mí se extendía un valle. En la loma más cercana, estaban los tejados ennegrecidos por el humo del poblado de Peredur. Después venía la empalizada de espinos, que se prolongaba por un arroyo que discurría hasta el mar. Al otro extremo del arroyo, las colinas ascendían con suavidad hasta una cordillera lejana y allí, rompiendo la línea del horizonte como si fuera un forúnculo, se encontraba Dreyndynas.

—El enemigo —me aclaró Asser.

Un pequeño fuerte, me dije.

—¿Cuántos hombres hay allí?

—¿Os importa? —preguntó Asser con sorna, devolviéndomela por no haberle querido decir antes cuántos comandaba yo, aunque yo había supuesto que el padre Mardoc habría echado la cuenta de la tripulación mientras estaba a bordo del Jyrdraca, así que mis bravuconadas no habían sido más que eso: pura jactancia.

—Vosotros los cristianos —le dije— creéis que tras la muerte, vais al cielo, ¿no?

—¿Y?

—Sin duda os encantará ese destino. Estar cerca de vuestro dios.

—¿Me estáis amenazando?

—Yo no amenazo a alimañas —dije, disfrutando—. ¿Cuántos hombres hay en ese fuerte?

—¿Cuarenta? ¿Cincuenta? —Estaba claro que no lo sabía—. Nosotros podemos reunir cuarenta.

—Pues mañana —le dije—, tu rey tendrá otra vez su fuerte.

—No es mi rey —replicó Asser, irritado por la suposición.

—Sea o no tu rey —contesté—, puede recuperar su fuerte siempre y cuando nos pague como es debido.

La negociación se prolongó hasta bien entrada la noche. Peredur, como el padre Mardoc había dicho, estaba dispuesto a pagar más de cien monedas de plata, pero temía que nos lleváramos el dinero y nos marcháramos sin pelear, así que quería algún tipo de garantía. Quería rehenes, cosa que yo me negaba a darle, por lo que, tras más de una hora de discusión, seguíamos sin llegar a un acuerdo, y fue entonces cuando Peredur convocó a su reina. Para mí no significaba nada, pero vi que el Burro se enderezaba como si se sintiera ofendido, y que los demás hombres de la casa se mostraban inquietos. Asser protestó, pero el rey zanjó con un gesto de la mano, se abrió una puerta al fondo de la estancia e Iseult entró en mi vida.

Iseult. Encontrarla fue como descubrir una joya de oro en un estercolero. La vi y olvidé a Mildrith. La oscura Iseult, Iseult la de cabellos negros, la de ojos grandes. Era menuda, delgada como un elfo, con un rostro luminoso y el pelo tan negro como el plumaje de un cuervo. Llevaba una capa negra, aros de plata alrededor del cuello, pulseras y tobilleras del mismo material, y las joyas tintineaban con suavidad al caminar hacia nosotros. Era quizá dos o tres años menor que yo, pero de algún modo, a pesar de su juventud, conseguía acobardar a los cortesanos de Peredur que se alejaron de ella. El rey parecía nervioso, mientras Asser, de pie a mi lado, se persignó y escupió para alejar el mal.

Yo me la quedé mirando, fascinado. Había dolor en su rostro, como si la vida le pareciera insoportable, y había miedo en el rostro de su esposo al hablar con ella, con una voz queda y respetuosa. Se estremeció al hablar él, y pensé que quizás estuviera loca, pues la mueca de su rostro era horrenda, desfiguraba su belleza, pero después se calmó y se me quedó mirando, mientras el rey volvía a hablar con Asser.

—Tenéis que decirle a la reina quién sois y qué vais a hacer por el rey Peredur —me dijo Asser con voz distante y en un tono de evidente desaprobación.

—¿Habla danés? —pregunté.

—Por supuesto que no —espetó él—. Decídselo y terminemos con esta farsa.

La miré a los ojos, aquellos ojos grandes y oscuros, y tuve la asombrosa sospecha de que veía a través de mi mirada y descifraba mis más íntimos pensamientos. Pero por lo menos no hacía muecas al mirarme, como había hecho al hablar con su marido.

—Me llamo Uhtred Ragnarson —dije—, y he venido a luchar por vuestro esposo si me paga lo que valgo. Si no me paga, nos marcharemos.

Pensaba que Asser traduciría, pero el monje se quedó callado.

Iseult seguía mirándome, y yo le sostuve la mirada. Su piel estaba impoluta, no había sido tocada por la enfermedad, y tenía un rostro enérgico, aunque triste. Triste y hermosa. Fiera y hermosa. Me recordaba a Brida, la angla que había sido mi amante y estaba ahora con Ragnar, mi amigo. Brida estaba tan llena de furia como una vaina llena de espada, y presentí lo mismo en aquella reina tan joven, extraña, oscura y encantadora.

—Me llamo Uhtred Ragnarson —me oí decir al volver a tomar la palabra, aunque ni siquiera había sido consciente de que era necesario volver a hablar—, y obro milagros.

No sé por qué lo dije. Más tarde supe que ella no tenía ni idea de lo que había dicho, pues en aquella época la única lengua que hablaba era la de los britanos, pero aun así pareció entenderme y sonrió. Asser tomó aire.

—Cuidado, danés —susurró—. Es una reina.

—¿Una reina? —pregunté aún mirándola—, ¿o la reina?

—El rey ha sido bendecido con tres esposas —contesto el monje en tono de reproche.

Iseult se dio la vuelta y habló con el rey. Él asintió, después le indicó con un gesto respetuoso la puerta por la que había venido. Estaba claro que la habían invitado a salir, y ella se marchó obedientemente, pero se detuvo allí y me echó una última e intrigante mirada. Luego salió.

Y de repente fue fácil. Peredur accedió a pagarnos un tesoro en plata. Nos mostró el botín, que estaba oculto en la sala de atrás. Había monedas, joyas rotas, copas abolladas, y tres candelabros de una iglesia, y cuando pesé la plata, usando una balanza del mercado, descubrí que valía trescientos dieciséis chelines, que no era una nimia cantidad. Asser la dividió en dos pilas, una mucho más pequeña que la otra.

—Os entregaremos esta noche la porción más pequeña —dijo el monje—, y el resto cuando recuperemos Dreyndynas.

—¿Me tomas por idiota? —le pregunté, consciente de que tras la pelea sería difícil hacerse con el resto.

—¿Y vos a mí? —replicó, consciente de que si nos entregaba toda la plata, el Jyrdraca se desvanecería al alba.

Al final, acordamos que nos llevaríamos un tercio entonces, y que los otros dos tercios restantes serían transportados al campo de batalla, de modo que fueran fácilmente accesibles. Peredur confiaba en que dejara la parte más grande en mi casa, y entonces habría tenido que enfrentarme a una pelea colina arriba a través de sus calles cubiertas de estiércol, una pelea que sin duda habría perdido: probablemente había sido la perspectiva de dicha batalla la que había evitado que los hombres de Callyn atacaran la casa de Peredur. Esperaban matarlo de hambre, o al menos eso creía Asser.

—Háblame de Iseult —quise saber del monje cuando terminamos de negociar.

Adoptó un aire despectivo.

—Puedo leer vuestra mente con la misma facilidad con que leería un misal —dijo.

—Sea un misal lo que sea —contesté fingiendo ignorancia.

—Un libro de oraciones —replicó—. Y vais a necesitarlas, si la tocáis. —Se persignó otra vez—. Es malvada —añadió con vehemencia.

—Es una reina, una reina joven —dije—. ¿Cómo puede ser malvada?

—¿Qué sabéis de los britanos?

—Que apestan como mofetas —contesté—, y que son ladrones como las urracas.

Me miró cargado de amargura y, por un momento, pensé que se negaría a decir más, pero se tragó su orgullo britano.

—Somos cristianos —dijo—, y gracias a Dios por esa gran misericordia, pero entre nuestras gentes aún medran las antiguas supersticiones. Los modos paganos. Iseult forma parte de ello.

—¿Qué parte?

No le gustaba hablar de eso, pero él había sacado el tema de la maldad de Iseult, así que a regañadientes se explicó.

—Nació en primavera —dijo—, hace dieciocho años, durante su nacimiento hubo un eclipse de sol, y la gente de estas tierras son unos crédulos insensatos y creen que una niña oscura nacida durante la muerte del sol tiene poder. La han convertido en una… —se detuvo, pues no conocía la palabra danesa—, en una gwrach —una palabra que no significaba nada para mí—. Dewines —añadió irritado, y cuando seguí sin comprender, encontró por fin la palabra—. Una hechicera.

—¿Una bruja?

—Y Peredur se casó con ella. La convirtió en su reina de las sombras. Eso es lo que hacían antaño los reyes con esas chicas. Las meten en sus familias para poder usar su poder.

—¿Qué poder?

—La habilidad que el demonio da a las reinas de las sombras, por supuesto —prosiguió irritado—. Peredur cree que puede ver el futuro. Pero es una habilidad que sólo conservará mientras se mantenga virgen.

Me reí de eso.

—Si tanto os desagrada, monje, entonces os haría un favor si la desvirgara. —Hizo caso omiso o, por lo menos, no dio más respuesta que una mueca agria—. ¿Puede ver el futuro?

—Os vio victorioso —dijo—, y le dijo al rey que podía confiar en vos, así que vos sabréis.

—En ese caso, está claro que puede ver el futuro.

El hermano Asser mostró su desdén por la respuesta.

—Tendrían que haberla estrangulado con su propio cordón al nacer —espetó—. Es una perra pagana, una herramienta del demonio, lleva la maldad en sus entrañas.

Aquella noche hubo una fiesta, una fiesta para celebrar nuestro pacto, y yo esperé ver a Iseult, pero no apareció. La esposa mayor de Peredur estaba presente, pero era una criatura hosca y mugrienta con dos forúnculos purulentos en el cuello que apenas hablaba. Con todo, fue una fiesta sorprendentemente buena. Había pescado, buey, cordero, pan, cerveza, aguamiel, y queso, y, mientras comíamos, Asser me contó que venía del reino de Dyfed, que quedaba al norte del mar del Saefern, y que su rey, que tenía un nombre britano imposible y que sonaba como un hombre tosiendo y escupiendo al mismo tiempo, lo había enviado a Cornwalum para disuadir a los reyes britanos de que apoyaran a los daneses.

Eso me sorprendió, hasta el punto que, por una vez, aparté la mirada de las muchachas que servían la comida. Un arpista tocaba al otro extremo de la casa, y un par de las chicas se balanceaban al ritmo de la música al caminar.

—No te gustan los daneses —dije.

—Sois paganos —replicó Asser cargado de desdén.

—¿Y cómo es posible que hables la lengua pagana? —pregunté.

—Porque mi abad quería enviar misioneros a tierras danesas.

—Deberías ir —le dije—. Sería un camino rápido hacia el cielo. —Ignoró el comentario.

—Aprendí también la lengua de los sajones. Y vos, creo, no nacisteis en Dinamarca.

—¿Cómo lo sabéis?

—Por vuestra voz —dijo—. ¿Sois de Northumbria?

—Soy un hombre del mar —repuse.

Se encogió de hombros.

—En Northumbria —prosiguió con severidad—, los daneses han corrompido tanto a los sajones que se consideran daneses. —No tenía razón, pero yo no estaba en posición de corregirlo—. Peor aún —prosiguió—, han extinguido la luz de Cristo.

—¿Es la luz de Thor demasiado deslumbrante para ti?

—Los sajones del oeste son cristianos —dijo—, y es nuestra obligación apoyarlos, no porque les tengamos aprecio, sino por nuestro amor común a Cristo.

—¿Has conocido a Alfredo de Wessex? —le pregunté con amargura.

—Tengo muchas ganas de conocerlo —replicó cargado de fervor—, pues me cuentan que es un buen cristiano.

—Eso me cuentan también a mí.

—Y Cristo lo recompensa —prosiguió Asser.

—¿Lo recompensa?

—Cristo envió la tormenta que destruyó la flota danesa —dijo Asser—, y los ángeles de Cristo destruyeron a Ubba. Esa es la prueba del poder de Dios. Si luchamos contra Alfredo, nos alinearemos en contra de Cristo, así que no debemos hacerlo. Ese es mi mensaje para los reyes de Cornwalum.

Me impresionó que un monje britano en el extremo de la tierra de Britania supiera tanto de lo que ocurría en Wessex, y pensé que a Alfredo le habría encantado oír las estupideces de Asser, aunque, evidentemente, Alfredo había enviado muchos mensajeros a los britanos. Sus mensajeros eran curas o monjes, y aquellos predicaban el evangelio de su Dios masacrando daneses. Estaba claro que Asser había acogido su mensaje de manera entusiasta.

—¿Y por qué luchas contra Callyn? —le pregunté.

—Porque pretende unirse a los daneses —repuso Asser.

—Y vamos a ganar —le dije—, así que Callyn es sensato.

Asser sacudió la cabeza.

—Dios se impondrá.

—Eso esperas —dije, jugueteando con el martillo de Thor—. Pero si te equivocas, monje, tomaremos Wessex, y Callyn compartirá el botín.

—Callyn no va a compartir nada —repuso Asser con rencor—, porque vos vais a matarlo mañana.

Los britanos jamás aprendieron a apreciar a los sajones. De hecho, nos odian, y en aquellos años en que el último reino inglés estaba al borde de la destrucción, habrían nivelado la balanza uniéndose a Guthrum. En cambio, contuvieron el brazo de la espada, y por ello los sajones deben dar gracias a la iglesia. Los hombres como Asser habían decidido que los herejes daneses eran peor enemigo que los ingleses cristianos, y si yo fuera britano, les guardaría rencor, porque los britanos habrían podido recuperar buena parte de sus tierras perdidas de haberse aliado con los paganos hombres del norte. La religión hace extraños compañeros de cama.

Como la guerra: Peredur nos ofreció a Haesten y a mí a dos de las sirvientas para sellar nuestro trato. Yo había enviado a Cenwulf de vuelta al Jyrdraca con un mensaje para Leofric en el que le avisaba de que estuviera listo para pelear por la mañana, y pensé que quizás Haesten y yo deberíamos regresar al barco, pero las sirvientas eran guapas, así que nos quedamos; tampoco hacía falta preocuparse: nadie intentaría matarnos por la noche, ni tampoco cuando Haesten y yo llevamos el primer tercio de la plata a la orilla para que un pequeño bote lo transportara a bordo.

—Hay dos veces eso esperándonos —le dije a Leofric.

Removió el saco de plata con el pie.

—¿Y dónde estabas anoche?

—En la cama, con una britana.

—Eres un earsling —dijo—. Así que, ¿con quién peleamos?

—Con un hatajo de salvajes.

Dejamos diez hombres de guardia. Si la gente de Peredur se tomaban en serio lo de capturar el Jyrdraca, aquellos diez habrían tenido guerra, y probablemente una guerra perdida, pero contábamos con los tres rehenes que podían o no ser hijos de Peredur, un riesgo que había que asumir, y no parecía demasiado alto porque Peredur había reunido a su ejército en la parte este del poblado. Digo ejército, aunque sólo eran cuarenta hombres, a los que yo sumaba treinta, y mis treinta estaban todos bien armados y parecían feroces con sus cueros. Leofric, como yo, vestía malla, como media docena de hombres de mi tripulación, y yo tenía un buen casco con visera, así que por lo menos servidor parecía señor de batallas.

Peredur vestía cuero, y se había atado colas de caballo negras al pelo y a las dos puntas de su barba, de modo que colgaban bastante y le daban un aspecto salvaje y fiero. Sus hombres estaban armados sobre todo con lanzas, aunque Peredur poseía una buena espada. Algunos de sus soldados portaban escudos y unos pocos lucían cascos, y aunque no dudé de su valentía, tampoco me parecieron formidables. Mi tripulación sí era formidable. Se había enfrentado a los barcos daneses de la costa de Wessex y había luchado en el muro de escudos de Cynuit. No albergaba ninguna duda de que podían destruir cualquier tropa que Callyn hubiera apostado en Dreyndynas.

Llegó la tarde antes de que subiéramos la colina. Tendríamos que haber atacado por la mañana, pero algunos de los hombres de Peredur se estaban recuperando aún de la resaca, y las mujeres de su asentamiento no dejaban de lloriquear tirando de unos y otros, porque no querían que murieran. Peredur y sus consejeros se reunieron en la plaza central y hablaron de cómo organizar la batalla, aunque yo no sabía de qué demonios había que hablar. Los hombres de Callyn estaban en el fuerte. Nosotros, fuera. Había que atacar a aquellos cabrones. Nada sutil, sólo un ataque, pero los britanos discutieron durante horas, y el padre Mardoc dijo una oración, o más bien la dijo a voces, pero entonces yo me negué a avanzar porque no habían cargado con el resto de la plata.

Llegó, transportada en un cofre por dos hombres, así que al fin, bajo el sol de la tarde, subimos la colina este. Algunas mujeres nos siguieron, aullando gritos de guerra, que fueron una pérdida de tiempo porque el enemigo estaba demasiado lejos para oírlos.

—Bueno, ¿qué hacemos? —me preguntó Leofric.

—Formar una cuña —indiqué—. Nuestros mejores hombres en la primera fila y tú y yo delante de ellos, y después nos cargamos a esos cabrones.

Hizo una mueca.

—¿Has asaltado alguna vez una fortaleza de las gentes antiguas?

—Nunca.

—Puede ser duro —me avisó.

—Si es muy duro —le dije—, nos cargamos a Peredur y a los suyos y nos llevamos la plata igualmente.

El hermano Asser, con su primoroso hábito negro embarrado hasta las faldas, se apresuró hacia mí.

—¡Vuestros hombres son sajones! —me dijo en tono acusador.

—Odio los monjes —le gruñí—. Los odio más de lo que odio a los curas. Me encanta matarlos. Me encanta destriparlos. Me gusta ver a esos cabrones morir. Ahora lárgate y muérete antes de que te rebane el cuello.

Se fue corriendo hacia Peredur con la noticia de que éramos sajones. El rey nos miró con aire taciturno. Pensaba que había reclutado una tripulación de vikingos daneses, y ahora que había descubierto que éramos sajones del oeste no parecía complacido, así que desenvainé a Hálito-de-Serpiente y la sacudí contra mi escudo de tilo.

—¿Queréis empezar esta batalla o no? —le pregunté a través de Asser.

Peredur decidió que quería pelear, o más bien que quería que peleáramos por él, así que subimos la colina a trancas y barrancas, y como tenía dos crestas falsas, se hizo bien entrada la tarde antes de que llegáramos a la cumbre estrecha y llana y viéramos las murallas de hierba de Dreyndynas en el cielo. Allí ondeaba un estandarte. Era un triángulo de tela, sujeto por un hasta en forma de cruz, y el estandarte mostraba un caballo blanco brincando en un verde prado.

Entonces me detuve. El estandarte de Peredur era la cola de un lobo colgada de un asta, pero yo no llevaba ninguno; como el de la mayoría de los sajones, el mío habría sido rectangular. Sólo conocía un pueblo que izara estandartes triangulares, y me volví hacia el hermano Asser, que sudaba colina arriba.

—Son daneses —le acusé.

—¿Y? —espetó—. Pensaba que erais daneses, y todo el mundo sabe que los daneses se enfrentarán a quien sea por plata, incluso a otros daneses. ¿Es que les tenéis miedo, sajón?

—Tu madre no te parió —le dije—, te echó al mundo de un pedo por un agujero del culo reseco.

—Habéis aceptado la plata de Peredur —dijo Asser—, tenéis que pelear.

—Una palabra más, monje, y te corto esas pelotas minúsculas. —Observaba el alto de la colina, intentaba hacer cálculos. Todo había cambiado desde que había visto el estandarte del caballo blanco: en lugar de luchar contra britanos salvajes y mal armados, teníamos que enfrentarnos a una tripulación de daneses letales; sin embargo, si yo estaba sorprendido, los daneses estaban igualmente perplejos de vernos. Se apiñaban en las murallas de Dreyndynas, de tierra, rodeadas por un foso y coronadas de espinos. Era una muralla difícil de atacar, pensé, sobre todo defendida por daneses. Conté cuarenta hombres en el horizonte y sabía que habría otros que no veía, y sólo el número me indicó que el asalto fracasaría. Podíamos iniciar el ataque, e incluso llegar hasta la empalizada de espinos, pero no creía que pudiéramos abrirnos paso a golpe de espada a través de ella, y los daneses se cargarían una veintena de los nuestros en el intento. Tendríamos suerte de poder retirarnos colina abajo sin mayores pérdidas.

—Estamos en la mierda —comentó Leofric.

—Hasta el cuello.

—¿Y ahora qué hacemos? ¿Nos volvemos contra ellos y nos llevamos el dinero?

No respondí a eso, porque los daneses habían apartado una sección de la valla de espinos y tres de ellos bajaban ahora de la muralla y se acercaban hacia nosotros. Querían hablar.

—¿Quién coño es ése? —preguntó Leofric.

Miraba al jefe danés. Era un tipo enorme, tan grande como Steapa Snotor, y vestía una malla bruñida con arena hasta deslumbrar. El casco, tan pulido como la malla, llevaba una máscara de jabalí, con un hocico ancho y recio, y de la coronilla del casco sobresalía una cola de caballo blanca. Vestía brazaletes sobre la malla, aros de plata y oro que lo delataban como jefe guerrero, un danés de espada, un señor de la guerra.

Caminaba por la colina como si la poseyera, y lo cierto es que la poseía, pues el fuerte estaba en sus manos.

Asser se apresuró hacia los daneses, con Peredur y dos de sus cortesanos. Yo les seguí y al llegar junto a ellos encontré a Asser intentando convertir a los daneses. Les dijo que Dios nos había traído y que los masacraríamos a todos, que lo mejor era rendirse ahora y entregar sus almas paganas a Dios.

—Os bautizaremos —dijo Asser— y grande será el alborozo en el cielo.

El jefe danés se quitó lentamente el casco: su rostro infundía casi tanto temor como la máscara de jabalí. Era un rostro amplio, endurecido por el sol y el viento, con los ojos inexpresivos del asesino. Tendría unos treinta años, llevaba una barba bien recortada y una cicatriz que le recorría toda la mejilla desde el rabillo del ojo izquierdo. Entregó el casco a uno de sus hombres y, sin decir una palabra, se levantó la falda de su cota y empezó a mearse en el hábito de Asser. El monje dio un salto atrás. El danés, aún meando, me miró.

—¿Quién eres tú?

—Uhtred Ragnarson. ¿Y tú?

—Svein, el del Caballo Blanco —replicó desafiante, como si yo tuviera que conocer su reputación; por un instante, me quedé en silencio. ¿Era éste el mismo Svein que había estado reuniendo tropas en Gales? ¿Entonces, qué estaba haciendo allí?

—¿Eres Svein de Irlanda? —pregunté.

—Svein de Dinamarca —repuso. Dejo caer la cota de malla y le echó una mirada asesina a Asser, que amenazaba a los daneses con la venganza celestial—. Si quieres vivir —le dijo al monje—, cierra ese sucio pico. —Asser lo cerró—. Ragnarson. —Svein volvió a mirarme—. ¿El conde Ragnar? ¿Ragnar Ravnson? ¿El Ragnar que sirvió a Ivar?

—El mismo —respondí.

—Entonces, ¿eres el hijo sajón?

—Lo soy. ¿Y tú? —pregunté—. ¿Eres el Svein que ha traído hombres de Irlanda?

—He traído hombres de Irlanda —admitió.

—¿Y estás reuniendo tropas en Gales?

—Hago las cosas que hago —repuso vagamente. Miró a mis hombres, evaluando qué tal pelearían. Después me miró a mí de arriba abajo, reparó en la malla y el casco, y especialmente en mis brazaletes, y cuando terminó la inspección indicó con un movimiento brusco de la cabeza que él y yo deberíamos hablar en privado.

Asser puso objeciones, asegurando que cualquier cosa que se dijera debía ser oída por todos, pero yo no le hice ni caso y seguí a Svein colina arriba.

—No podéis tomar la fortaleza —me dijo Svein.

—Cierto.

—¿Y qué vais a hacer?

—Pues volver al poblado de Peredur, por supuesto.

Asintió.

—¿Y si ataco el poblado?

—Lo tomarás —le dije—, pero perderás hombres. Quizás una docena.

—Que supondrá una docena menos de remeros —dijo pensativo, después miró a los dos hombres que esperaban detrás de Peredur, los que cargaban con la caja.

—¿Es ése tu precio de la batalla?

—Ajá.

—¿Nos lo partimos?

Vacilé por un instante.

—¿Y nos partimos lo que hay en el poblado? —le pregunté.

—De acuerdo —dijo, después miró a Asser, que cuchicheaba al oído de Peredur con urgencia—. Sabe lo que estamos planeando —comentó—, así que va a ser necesario un engaño. —Estaba intentando comprender qué quería decir, cuando me partió la cara. Me había atizado fuerte, mi mano se disparó hacia Hálito-de-Serpiente y sus dos hombres corrieron hacia él, espadas en mano—. Saldré del fuerte y me uniré a ti —me dijo Svein en voz baja, después, ya gritando, añadió—: ¡Cabrón, pedazo de cagarro de cabra!

Yo le escupí y sus dos hombres fingieron que nos apartaban. Después, regresé con Asser a grandes zancadas.

—Nos los vamos a cargar a todos —anuncié salvajemente—. ¡A todos!

—¿Qué os ha dicho? —preguntó Asser. Se temía, no sin equivocarse, que Svein y yo hubiésemos sellado nuestra propia alianza, pero el rápido despliegue de Svein le había metido la duda en el cuerpo, y yo la alimenté despotricando como un loco, gritando a Svein mientras se retiraba que iba a enviar su lamentable alma a Hel, que era la diosa de los muertos—. ¿Vais a pelear?

—¡Por supuesto que vamos a pelear! —le grité. Después me acerqué a Leofric—. Estamos en el mismo bando que los daneses —le dije en voz baja—. Nos cargamos a los britanos, capturamos la población y nos lo partimos todo con ellos. Díselo a los hombres, pero díselo discretamente.

Svein, fiel a su palabra, sacó a sus hombres de Dreyndynas. Esto tendría que haber puesto sobre aviso a Asser y a Peredur de la traición, porque ningún hombre sensato abandonaría una posición defensiva como aquella para enfrentarse a una batalla en campo abierto, pero lo atribuyeron a la arrogancia danesa. Supusieron que Svein creía que podría destruirnos a todos en campo abierto, y él volvió aún más creíble la suposición al disponer a veinte de los suyos a caballo, de modo que sugería que pretendía romper nuestro muro de escudos a golpe de hacha y espada, para después rematar a los supervivientes con las lanzas de la caballería. Montó su propio muro de escudos frente a los jinetes, y yo armé el mío a la izquierda de la línea de Peredur. Cuando estuvimos bien colocados, empezamos a insultarnos. Leofric recorría nuestra línea, susurrando a los hombres, y yo envié a Cenwulf y a un par más a la retaguardia, con sus propios hombres, y justo entonces vino Asser corriendo hacia nosotros.

—Atacad —exigió el monje— señalando a Svein.

—Cuando estemos listos —le dije, pues Leofric aún no había terminado de dar sus órdenes.

—¡Atacad ahora! —El monje me escupió, y por poco lo destripo allí mismo, lo que me habría ahorrado muchos disgustos futuros, pero me armé de paciencia y Asser regresó con Peredur, donde empezaron a rezar, ambos con las manos al cielo, exigiendo de Dios que enviara un fuego divino que calcinara a los paganos.

—¿Confías en Svein? —Leofric había vuelto a mi lado.

—Confío —le dije. ¿Por qué? Sólo porque era danés y a mí me gustaban los daneses. Estos días, por supuesto, todos coincidimos en que eran la semilla del diablo, paganos en los que no se podía confiar, salvajes, y cualquier cosa que queramos llamarlos, pero lo cierto es que los daneses son guerreros que respetan a los guerreros, y aunque es cierto que Svein habría podido convencerme para atacar a Peredur de modo que después pudiera atacarnos a nosotros, yo no lo creía así. Además, había algo en casa de Peredur que yo quería, y para conseguirlo, tenía que cambiar de bando.

¡Jyrdraca! —grité. Esa era nuestra señal, así que giramos los escudos a la derecha y nos abalanzamos sobre ellos.

Fue, por supuesto, una escabechina sencilla, los hombres de Peredur no tenían estómago para la batalla. Confiaban en que nosotros nos llevaríamos lo peor del asalto danés y que ellos podrían después saquear a los heridos de Svein, pero nos volvimos contra ellos y los hombres de Peredur huyeron sin más. Ahí fue cuando los jinetes de Svein espolearon a sus bestias, levantaron las lanzas, y cargaron.

No fue una batalla, sino una masacre. Dos de los hombres de Peredur opusieron cierta resistencia, pero Leofric apartó con el hacha sus dos lanzas y murieron gritando. Peredur cayó bajo mi espada, sin resistencia alguna: parecía resignado a una muerte que administré con bastante rapidez. Cenwulf y sus dos compañeros hicieron lo que les había ordenado, interceptar el baúl de plata, y nosotros los rodeamos mientras los jinetes de Svein perseguían a los fugitivos. El único hombre que escapó fue Asser, el monje, cosa que consiguió echando a correr hacia el norte en lugar de hacia el oeste. Los jinetes de Svein recorrían la colina ensartando a los hombres de Peredur por la espalda, y Asser vio enseguida que por aquella vía solo había muerte, de modo que con una rapidez sorprendente y los faldones recogidos, cambió de dirección y echó a correr a toda velocidad dejando atrás a mis hombres: yo les grité a los de mi derecha que mataran a aquel cabrón, pero ellos me miraron y lo dejaron huir.

—¡Os he dicho que lo matéis! —les grité.

—¡Es un monje! —repuso uno de ellos—. ¿Queréis que vaya al infierno?

Observé a Asser bajar corriendo por el valle: lo cierto era que tampoco me importaba demasiado si vivía o moría. Pensé que los jinetes de Svein lo atraparían, pero quizá no lo vieran. Sí pillaron en cambio al padre Mardoc, y uno de ellos le rebanó la cabeza al cura de un solo movimiento, lo que provocó que algunos de mis hombres se persignaran.

Los jinetes remataron la faena, pero los demás daneses de Svein formaron un muro de escudos enfrentado a nosotros: en el centro, bajo el estandarte del caballo blanco, estaba el propio Svein con la máscara de jabalí. Su escudo lucía un caballo pintado sobre los tableros, y su arma era un hacha: el hacha de guerra más grande que había visto nunca. Mis hombres se pusieron nerviosos.

—¡Quietos! —les rugí.

—Hasta el cuello —murmuró Leofric.

Svein nos miraba, y note el brillo de la muerte en sus ojos. Tenía ganas de sangre, y nosotros éramos sajones. Se oía el acoplarse de los escudos al montar el muro sus hombres, así que lance a Hálito-de-serpiente al aire. La lancé tan alto que la enorme hoja giró reflejando el sol: evidentemente todos estaban pendientes de si la recogería o caería al suelo de un golpe.

La cogí, le hice un guiño a Svein y envainé el arma. Él se rio, y las ganas de sangre pasaron al echar cuentas de que no podía permitirse las bajas que inevitablemente le infligiríamos al enfrentarse a nosotros.

—¿De verdad creías que iba a atacaros? —me gritó desde el otro lado de la mullida hierba.

—Confiaba en que lo hicieras —le grité yo en respuesta—, así no tendría que compartir el botín contigo.

Bajó el hacha, se acercó a nosotros, yo me acerqué a él y nos abrazamos. Los hombres de ambos bandos bajaron las armas.

—¿Nos llevamos también por delante al pueblo cochambroso de ese cabrón? —preguntó Svein.

Así que bajamos todos colina abajo, dejando atrás los cuerpos de los hombres de Peredur, y como no había nadie defendiendo la empalizada de espinos del poblado, no tuvimos dificultad alguna para entrar. Unos pocos hombres intentaron proteger sus casas: duraron poco, la mayor parte de la gente huyó a la playa, pero no había suficientes barcos para todos, así que los hombres de Svein los rodearon y empezaron a dividirlos entre útiles y muertos. Los útiles eran las mujeres jóvenes y los que podían ser vendidos como esclavos, los inútiles eran el resto.

Yo no participé en aquello. En cambio, con todos mis hombres, me dirigí directamente a la casa de Peredur. Algunos daneses, convencidos de que allí estaría la plata, también subieron la colina, pero yo llegue primero, abrí la puerta, y… encontré a Iseult esperándome.

Juro que me estaba esperando, pues su rostro no mostraba miedo ni sorpresa. Estaba sentada en el trono del rey, pero se puso en pie como para darme la bienvenida cuando entré en la estancia. Entonces se quitó la plata del cuello, las muñecas y los tobillos y me la entregó sin mediar palabra, a modo de ofrenda. Yo la cogí y se la lancé a Leofric.

—Lo compartiremos con Svein —le dije.

—¿Y a ella? —parecía divertido—. ¿La compartiremos también?

En vez de contestar le quité la capa a Iseult. Debajo llevaba un vestido negro. Aún tenía en la mano a Hálito-de-Serpiente y usé la hoja ensangrentada para cortar la capa. Iseult me observaba con el rostro impertérrito. Cuando hube cortado una tira, le devolví la capa, y até un extremo de la tela a su cuello y el otro a mi cinturón.

—Ella es mía —repuse.

Entraron más daneses en la casa; algunos lanzaron miradas voraces a Iseult, pero entonces llegó Svein y les rugió a todos que empezaran a excavar el suelo de la casa en busca de monedas o plata. Sonrió al ver la correa de Iseult.

—Puedes quedártela, sajón —me dijo—. Es guapa, pero a mí me gustan con más carne.

Mantuve a Iseult a mi lado durante el festín de aquella noche. Había considerable cantidad de cerveza y aguamiel en el poblado, de modo que ordené a mis hombres evitaran pelearse con los daneses; Svein siguió mi ejemplo, y más o menos nos obedecieron, aunque inevitablemente algunos hombres se enfrentaron por las mujeres capturadas y uno de los chicos que me había traído de mi hacienda acabó con un cuchillo en la barriga y murió a la mañana siguiente.

A Svein le divertía que hubiéramos llegado allí con un barco sajón.

—¿Os ha enviado Alfredo? —me preguntó.

—No.

—No quiere pelear, ¿verdad?

—Peleará —contesté—, pero cree que su dios se hará cargo de la batalla.

—Pues es imbécil —contestó Svein—. Los dioses no obran según nuestra voluntad. Ojalá fuera así. —Sorbió un hueso de cerdo—. ¿Y qué estás haciendo aquí?

—Busco dinero —repuse—. Como tú.

—Yo busco aliados —contestó él.

—¿Aliados?

Estaba suficientemente borracho para hablar con más libertad que la primera vez que nos encontramos, y me convencí de que aquél era de hecho el Svein que, se decía, reclutaba hombres en Gales. Lo admitió, pero también añadió que no poseía aún suficientes guerreros.

—Guthrum puede conducir a dos mil hombres a la batalla, ¡quizá más! Yo tengo que igualarle.

Así que era rival de Guthrum. Reservé ese dato para más adelante.

—¿Creías que los cornualleses lucharían a tu lado?

—Eso prometieron —dijo, escupiendo un trozo de cartílago—. Para eso vine. Pero los muy cabrones me mintieron. Callyn no es un rey de verdad, ¡es el jefe de un poblado! Aquí pierdo el tiempo.

—¿Podríamos derrotar entre los dos a Callyn? —le pregunté.

Svein pensó en ello, después asintió.

—Podríamos. —Repentinamente frunció el ceño, dirigió la mirada a la zona en sombra de la estancia, y vi que estaba observando a uno de sus hombres, que tenía una chica en el regazo. Enseguida fue evidente que le gustaba la chica, porque pegó un manotazo a la mesa, la señaló, hizo un gesto para que se acercaran y el hombre la llevó hasta él a regañadientes. Svein la sentó, le abrió la túnica para verle los pechos, y le entregó su cuenco de cerveza—. Me lo pensaré.

—¿O estás pensando en atacarme a mí? —le pregunté.

El sonrió.

—Eres Uhtred Ragnarson —me dijo—, y he oído hablar de la batalla junto al río en la que mataste a Ubba.

Evidentemente poseía más reputación entre mis enemigos de la que tenía entre mis mal llamados amigos. Svein insistió en que le contara la historia de la muerte de Ubba, cosa que hice, y le conté la verdad sin omitir detalle alguno: Ubba había resbalado y se había caído, y eso me permitió arrebatarle la vida.

—Sin embargo, los hombres dicen que peleaste bien —respondió Svein.

Iseult parecía escuchar con atención. No hablaba nuestra lengua, pero sus grandes ojos parecían seguir cada palabra, cuando el festín terminó, me la llevé a una de las pequeñas estancias en la parte de atrás de la casa, y ella empleó la correa para tirar de mí hasta su habitación de madera. Yo preparé una cama con nuestras capas.

—Cuando terminemos —le dije en palabras que no podía entender—, habrás perdido tu poder.

Ella me puso un dedo sobre los labios para que me callara y, como era una reina, la obedecí.

Por la mañana, terminamos de saquear el poblado. Iseult me enseñó qué casas podían guardar algo de valor, y en gran parte acertó, aunque la búsqueda implicaba destrozar las casas, pues la gente ocultaba sus pequeños tesoros en la paja del tejado. Así que pusimos en fuga a ratas y ratones mientras acometíamos contra la paja enmohecida, y después excavamos debajo de cada hogar, o en cualquier lugar donde un hombre pudiera enterrar plata. Recogimos cada pedazo de metal, cada olla o gancho de pesca, y el registro llevó todo el día. Por la noche, dividimos el botín en la playa.

Estaba claro que Svein había pensado en Callyn, y que había pensado en él estando sobrio: había decidido que era demasiado fuerte.

—Podríamos vencerle sin dificultad —me dijo—, pero perderíamos hombres.

La tripulación de un barco sólo puede hacer frente a un número determinado de pérdidas. No habíamos perdido a un solo hombre contra Peredur, pero Callyn era un rey más poderoso y era lógico que sospechara de Svein, lo que significaba que tendría a sus tropas preparadas para la batalla.

—Y tampoco hay tanto que repartirse —añadió Svein con desprecio.

—¿Te paga?

—Me paga —contestó Svein—, como te pagaba Peredur.

—Pero yo he partido lo que me ofreció contigo —repuse.

—No el dinero que te entregó antes de la pelea —dijo Svein con una sonrisa picara—, ése no lo has repartido.

—¿Qué dinero? —contesté yo.

—Estamos a la par —repuso; y era cierto: a ambos nos había salido bastante rentable la muerte de Peredur, pues Svein había conseguido más esclavos y ambos poseíamos más de novecientos chelines en plata y metal, que no era una fortuna, especialmente una vez repartido entre los hombres, pero era mejor de lo que había conseguido hasta la fecha en mi viaje. Además tenía a Iseult. Ya no la llevaba atada, pero seguía a mi lado, y presentía que a ella le parecía bien. Sin duda había obtenido un placer perverso al ver su hogar destruido, y decidí que debía de odiar a Peredur. El la temía y ella lo detestaba, y si era cierto que era capaz de ver el futuro, entonces me había visto y había aconsejado mal a su marido para que el futuro se volviera cierto.

—¿Y adonde vas ahora? —me preguntó Svein. Caminábamos por la playa y habíamos dejado atrás al montón de esclavos, que nos observaban con ojos oscuros y cargados de resentimiento.

—Estaba pensando —le conté— acercarme al mar del Saefern.

—Allí no queda nada —repuso con desdén.

—¿Nada?

—Ya está limpio —contestó, lo que quería decir que los barcos daneses de los hombres del norte habían desangrado las costas hasta hacerse con todos sus tesoros—. Lo único que vas a encontrar en el mar del Saefern —prosiguió— es a nuestros barcos, que traen hombres de Irlanda.

—¿Para atacar Wessex?

—¡No! —me sonrió—. Se me ha ocurrido empezar a comerciar con los reinos de Gales.

—Y a mí se me ha ocurrido —contesté—, acercarme con mi barco a la luna y montar allí un salón de festines.

Estalló en carcajadas.

—Hablando de Wessex —dijo—, he oído que van a construir una iglesia donde mataste a Ubba.

—Eso parece.

—Una iglesia con altar de oro.

—También yo lo he oído —concedí. Oculté mi sorpresa porque conociera los planes de Odda el Joven, pero no tendría que haberme sorprendido. Los rumores del oro se extendían como la mala hierba—. Lo he oído, pero no me lo creo.

—Las iglesias tienen dinero —dijo pensativo, después frunció el ceño—, pero ése es un lugar extraño para construir una.

—¿Extraño por qué?

—¿Tan cerca del mar? ¿Un lugar tan fácil de atacar?

—Quizá quieran precisamente eso: que ataques —repuse—, y tengan hombres preparados para defenderla.

—¿Una trampa, quieres decir?

Pensó en ello.

—¿Y no ha dado Guthrum órdenes de que no hay que provocar a los sajones del oeste?

—Guthrum puede ordenar lo que le plazca —repuso Svein cortante—, pero yo soy Svein, el del Caballo Blanco, y no acepto órdenes de Guthrum. —Prosiguió con el paseo, con expresión cariacontecida mientras pisaba las redes de pesca que hombres ahora muertos habían extendido en la arena para repararlas—. Los hombres dicen que Alfredo no es un insensato.

—No lo es.

—Si ha puesto objetos valiosos junto al mar —dijo—, no va a dejarlos sin protección. —Era un guerrero, pero como los mejores guerreros no era ningún loco. Cuando la gente habla estos días de los daneses, parecen estar convencidos de que eran paganos salvajes, que en su terrible violencia no meditaban, pero la mayoría eran como Svein y temían perder hombres. Ése había sido siempre el gran miedo danés, y su gran debilidad. El barco de Svein se llamaba el Caballo Blanco y poseía una tripulación de cincuenta y tres hombres; si una docena de esos hombres caían en combate o recibían heridas graves, el Caballo Blanco quedaría debilitado de manera fatal. Una vez en la batalla, por supuesto, era como todos los daneses, terrorífico, pero siempre lo pensaba mucho antes de enzarzarse en una. Se rascó la cabeza para acabar con un inquieto piojo, después señaló con un gesto hacia los esclavos que sus hombres habían capturado—. Además, tengo a éstos.

Lo que implicaba que no iría a Cynuit. Los esclavos le reportarían plata; sin duda había echado cuentas y descartado Cynuit porque no le compensaba.

A la mañana siguiente, Svein necesitó mi ayuda. Su barco estaba en la bahía de Callyn, y me pidió que lo lleváramos a él y a una veintena de sus hombres para recogerlo. Dejamos al resto de su tripulación en el poblado de Peredur. Guardaban a los esclavos que iban a llevarse, y de paso lo quemaron todo mientras transportábamos a su jefe hacia el este, hasta el asentamiento de Callyn. Allí esperamos un día; mientras Svein aclaraba las cuentas con aquel reyezuelo, nosotros aprovechamos el tiempo para vender a los comerciantes de Callyn la lana y el estaño, y aunque nos los pagaron bastante mal, era mejor viajar con plata que con un cargamento voluminoso. La bodega del Jyrdraca relucía de plata, y la tripulación, consciente de que recibiría su parte correspondiente, estaba contenta. Haesten quería que nos uniéramos a Svein, pero yo rechacé su petición.

—Te salvé la vida —le dije—, y tienes que servirme más tiempo para pagármelo. —El lo aceptó y le complació que le entregara un segundo brazalete por los hombres que había matado en Dreyndynas.

El Caballo Blanco de Svein era algo más pequeño que el Jyrdraca. En la proa lucía la efigie de un caballo, y en la popa la de un lobo. Le pregunté a Svein por el caballo y él estalló en carcajadas.

—Cuando tenía dieciséis años —me contó—, aposté que el semental de mi padre vencería al caballo blanco del rey. Tenía que vencer al campeón del rey en lucha cuerpo a cuerpo y con espada. Mi padre me dio una paliza por apostar, ¡pero gané! Así que el caballo blanco me trae suerte. Sólo monto caballos blancos. —Así que su barco era el Caballo Blanco y yo lo seguí por la costa hasta donde una espesa columna de humo señalaba el lugar en el que había gobernado Peredur.

—¿Nos quedamos con él? —preguntó Leofric, perplejo de vernos regresar hacia el oeste en lugar de dirigirnos a Defnascir.

—Me gustaría ver dónde termina Britania —le dije; no tenía ningún deseo de regresar al Uisc y a la tristeza de Mildrith.

Svein metió a los esclavos en la panza de su barco. Pasamos una noche más en la cala, bajo la densa humareda, y por la mañana, cuando el sol despuntaba al otro lado del mar, salimos de allí a remo. Al pasar el cabo que quedaba al oeste, en dirección al ancho océano, vi a un hombre observarnos desde lo alto de un acantilado. Reparé en que llevaba un hábito negro y, aunque estaba lejos, me pareció reconocer a Asser. Iseult lo vio también, y se erizó como un gato, cerró un puño con fuerza y lo señaló con él, abriendo la mano en el último momento, como si le lanzara un hechizo al monje.

Después lo olvidé, porque el Jyrdraca había regresado a mar abierto y nos dirigíamos al fin del mundo.

Y me acompañaba una reina de las sombras.