Mi ira no se vio aplacada por la muerte de Oswald. La muerte de un administrador deshonesto no era consuelo para lo que yo percibía como una injusticia monstruosa. Por el momento, Wessex estaba a salvo de los daneses, pero sólo porque yo había matado a Ubba Lothbrokson, y mi recompensa había sido la humillación.
No podía dejar de compadecer a Mildrith. Era una mujer apacible e ingenua que no pensaba mal de nadie, y ahora se veía casada con un guerrero resentido y furibundo. Temía la ira de Alfredo, le aterrorizaba que la Iglesia me castigase por perturbar su paz, y le preocupaba que los familiares de Oswald reclamaran un wergilder a mí. Y lo harían. Un wergilder, el precio en sangre que todo hombre, mujer y niño poseía. Si matabas a un hombre, debías pagar su precio o morir, y sin duda la familia de Oswald acudiría a Odda el Joven, que había sido nombrado ealdorman de Defnascir porque su padre estaba demasiado malherido para seguir siéndolo; sin duda alguna, Odda daría órdenes al alguacil de la comarca para perseguirme y someterme a juicio, pero a mí no me importaba. Cazaba ciervos y jabalíes, le daba vueltas al asunto y esperaba noticias de las negociaciones de Exanceaster. Esperaba que Alfredo hiciera lo que siempre hacía, es decir, firmar la paz con los daneses y liberarlos; cuando lo hiciera, iría al encuentro de Ragnar.
Mientras esperaba, encontré a mi primer vasallo. Era un esclavo y lo descubrí en Exanmynster un bonito día de primavera. Había una feria de mano de obra en la que los hombres buscaban empleo en los atareados días de la cosecha y la siega, y como en todas las ferias había malabaristas, cuentacuentos, zancudos, músicos y acróbatas. También había un hombre alto, de pelo blanco, con el rostro arrugado y grave, que vendía bolsas de cuero encantadas que convertían el hierro en plata. Nos mostró cómo lo hacía: lo vi colocar dos clavos normales en la bolsa y al instante siguiente eran de plata pura. Dijo que teníamos que meter un crucifijo de plata en la bolsa y dormir una noche con ella colgada al cuello para que la magia funcionara. Le pagué tres chelines de plata por una bolsa, y jamás funcionó. Pasé meses buscando al hombre, pero nunca volví a dar con él. Incluso hoy, cuando me cruzo con hombres y mujeres como aquél, vendiendo cajas o bolsas encantadas, los saco de mis tierras a latigazos; pero entonces tenía sólo veinte años y no creía más que en lo que veían mis ojos. Aquel hombre había atraído a una multitud, pero aún había más gente reunida junto a la puerta de la iglesia, de donde cada cierto tiempo surgían gritos. Me acerqué con el caballo hasta las últimas filas, y los que sabían que había matado a Oswald me miraron mal, pero nadie se atrevió a acusarme de asesinato, dado que iba armado tanto con Hálito-de-Serpiente como con Aguijón-de-Avispa.
Había un joven junto a la puerta de la iglesia. Estaba desnudo de cintura para arriba, descalzo, lo tenían atado por una soga alrededor del cuello, y ésta estaba atada al pilar de la puerta. En la mano llevaba una duela corta y recia. Su pelo era rubio y estaba alborotado, y sus ojos azules expresaban su indómita terquedad; estaba manchado de sangre por todo el pecho, vientre y brazos. Tres hombres lo vigilaban. También ellos eran rubios y de ojos azules, y gritaban con un acento extraño.
—¡Venid, venid a pelear con el pagano! ¡Tres peniques por hacer sangrar a este cabrón! ¡Venid y pelead!
—¿Quién es? —pregunté.
—Un danés, señor, un danés pagano. —El hombre se quitó el sombrero para hablar conmigo, después regresó a la multitud.
—¡Venid y pelead con él! ¡Vengaos! ¡Haced sangrar a un danés! ¡Sed buenos cristianos! ¡Hacedle daño a un pagano!
Los tres hombres eran frisios. Sospeché que habían estado en el ejército de Alfredo, y ahora que negociaba con los daneses en lugar de pelear con ellos, los tres habrían desertado. Los frisios venían del otro lado del mar y lo hacían sólo por un motivo: dinero; y aquel trío había conseguido capturar al joven danés y se estaban aprovechando de él mientras durase. Y por lo visto, eso podía llevar un tiempo, pues era bueno. Un joven y fuerte sajón pagó tres peniques y recibió una espada. Se abalanzó con fiereza contra el prisionero, pero el danés paró todos los golpes, las astillas salían despedidas de su duela, y cuando vio un hueco, le asestó un golpe en la cabeza a su oponente con suficiente fuerza como para hacerle sangrar un oído. El sajón se apartó tambaleándose, y el danés arremetió con la duela contra su estómago y, mientras el sajón se doblaba en dos para coger aliento, la duela silbó en el aire en un movimiento que le habría abierto la cabeza como un huevo, de no ser porque los frisios tiraron de la cuerda, de modo que el danés cayó de espaldas.
—¿Tenemos algún otro héroe? —gritó uno de los frisios mientras ayudaban al sajón a levantarse—. ¡Venga, chicos! ¡Demostrad vuestra fuerza! ¡Reducid a pulpa a un danés!
—Yo lo reduzco —dije. Desmonté y me abrí paso entre la multitud. Le entregué las riendas de mi caballo a un chico, y desenvainé a Hálito-de-Serpiente—. ¿Tres peniques? —pregunté a los frisios.
—No, señor —contestó uno de ellos.
—¿Por qué no?
—Porque no queremos un danés muerto, ¿verdad que no? —respondió el hombre.
—¡Sí lo queremos! —jaleó alguien desde la multitud. No gustaba demasiado a las gentes del valle del Uisc, pero los daneses aún les gustaban menos, y se relamían ante la perspectiva de ver masacrar a un prisionero.
—Sólo podéis herirle, señor —prosiguió el frisio—. Y debéis usar nuestra espada. —Me tendió el arma. Le eché un vistazo, vi el filo romo y escupí.
—¿Debo? —pregunté.
El frisio no quería discutir.
—Sólo podéis hacerle sangrar, señor —repuso.
El danés se apartó el pelo de la cara y me miró de arriba abajo. Mantenía la duela baja. Estaba tenso, pero no había miedo en sus ojos. Se había enfrentado probablemente a más de cien batallas desde que los frisios lo capturaran, pero aquellos puños sólo habían peleado contra hombres que no eran soldados, y debía de saber, por mis dos espadas, que yo era un guerrero. Tenía la piel amoratada, surcada de sangre y cicatrices, y seguro que esperaba recibir otra herida de Hálito-de-serpiente, pero estaba decidido a darme guerra.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté en danés.
Parpadeó sorprendido.
—Tu nombre, chico —dije. Le llamé «chico», aunque no era mucho más joven que yo.
—Haesten —repuso.
—¿Haesten de quién?
—Haesten Storrison —contestó dándome el nombre de su padre.
—¡Deja de hablar con él, pelea! —gritó una voz desde la multitud.
Me volví para ver al hombre que había gritado y fue incapaz de sostener mi mirada, después me di la vuelta rápido, muy rápido, y golpeé con Hálito-de-Serpiente en un barrido rápido que Haesten paró instintivamente, de modo que la espada partió la duela como si estuviera podrida. A Haesten le quedó un pedazo de madera en la mano, el resto de su arma, un metro de grueso fresno, quedó en el suelo.
—¡Mátalo! —gritó alguien.
—Hacedlo sangrar sólo, señor —pidió el frisio—, por favor, señor. No es un mal chico, para ser danés. Hacedlo sangrar y os pagaremos.
Le di una patada a la vara de fresno para apartarla de Haesten.
—Recógela —le dije.
Me miró nervioso. Para recogerla tendría que llegar al límite de su cuerda y agacharse, y en ese momento expondría la espalda a Hálito-de-Serpiente. Me observó, con la mirada cargada de amargura bajo el flequillo sucio, después pareció convencerse de que no le atacaría mientras se agachaba. Se acercó a la vara y, al inclinarse, le di una patada que la separó unos palmos más.
—Recógela —repetí.
Aún sostenía el pedazo de fresno en la mano y, al dar otro paso, forzando la cuerda, se dio la vuelta repentinamente e intentó golpearme con él en el estómago. Fue rápido, pero yo medio esperaba el movimiento, y le agarré la muñeca con la mano izquierda. Apreté fuerte, hasta hacerle daño.
—Recógela —repetí por tercera vez.
Esta vez obedeció, se esforzó por llegar a ella y en el movimiento, tensó la cuerda al máximo. Yo le metí un tajo con Hálito-de-Serpiente y la corté, de modo que Haesten, que se estaba inclinando hacia delante para alcanzar la vara, cayó de bruces al suelo. Le puse el pie izquierdo en la espalda y dejé que la punta de Hálito-de-Serpiente descansara sobre su columna.
—Alfredo —le dije a los frisios— ha ordenado que todos los prisioneros daneses sean llevados ante él.
Los tres se me quedaron mirando, sin decir nada.
—Así que, ¿por qué motivo no habéis llevado a este hombre al rey? —les exigí.
—No lo sabíamos, señor —dijo uno de ellos—. Nadie nos lo dijo. —Cosa nada sorprendente, dado que Alfredo no había dado esa orden.
—Lo llevaremos ante el rey ahora mismo, señor —me aseguró otro.
—Os evitaré la molestia —repuse. Levanté el pie de encima de Haesten—. Levántate —le dije en danés. Le lancé una moneda al chico que sostenía mi caballo y monté. Desde arriba, le ofrecí una mano a Haesten—. Sube detrás de mí —le ordené.
Los frisios protestaron y se acercaron a mí con las espadas desenvainadas, así que desnudé a Aguijón y se la tendí a Haesten, que aún no había montado. Entonces volví el caballo hacia los frisios y les sonreí.
—Esta gente —y señalé con Hálito-de-Serpiente a la multitud— ya me considera un asesino. También soy el hombre que se enfrentó a Ubba Lothbrokson junto al mar y lo mató allí mismo. Os lo cuento para que podáis fanfarronear de que matasteis a Uhtred de Bebbanburg.
Bajé la espada, de modo que apuntaba con ella al hombre más cercano, y él retrocedió. Los otros, con tan pocas ganas de luchar como el primero, se unieron a él. Haesten subió conmigo y yo espoleé a mi caballo entre la multitud, que se apartó de mala gana. En cuanto estuvimos lo suficientemente lejos, le dije a Haesten que desmontara y me devolviera a Aguijón-de-Avispa.
—¿Cómo te capturaron? —le pregunté.
Me contó que iba en uno de los barcos de Guthrum que se vieron sorprendidos por la tormenta, que se había hundido, aunque consiguió agarrarse a un resto del naufragio y llegó hasta la orilla, donde los frisios lo encontraron.
—Éramos dos, señor —me dijo—, pero mi compañero murió.
—Ahora eres un hombre libre —le respondí.
—¿Libre?
—Eres mi hombre —le dije—, me prestarás juramento y yo te daré una espada.
—¿Por qué? —quiso saber.
—Porque en cierta ocasión un danés me salvó la vida —le contesté—, y me gustan los daneses.
También quería a Haesten porque necesitaba hombres. No confiaba en Odda el Joven, y temía a Steapa Snotor, el guerrero de Odda, así que tendría espadas en Oxton. Mildrith, por supuesto, no quería daneses armados en casa. Quería agricultores y campesinos, muchachas para ordeñar y sirvientes, pero yo le dije que era un señor, y un señor debe tener espadas a su servicio.
Soy, de hecho, un señor, un señor de Northumbria. Soy Uhtred de Bebbanburg. Mis ancestros, cuyo linaje se remonta al dios Woden, el Odín danés, fueron antaño reyes en el norte de Inglaterra, y si mi tío no me hubiese arrebatado Bebbanburg cuando no tenía más que diez años de edad, aún viviría allí como señor de Northumbria, seguro en la inexpugnable fortaleza bañada por el mar. Los daneses habían capturado Northumbria, y su rey pelele, Ricsig, gobernaba en Eoferwic, pero Bebbanburg era demasiado fuerte para los daneses y mi tío y Ælfric gobernaba aquellas tierras, llamándose así mismo ealdorman Ælfric, de modo que los daneses lo dejaban tranquilo mientras no diera problemas. A menudo soñaba con regresar a Northumbria para reclamar mi derecho de nacimiento. ¿Pero cómo? Para capturar Bebbanburg necesitaría un ejército, y lo único que tenía era un joven danés llamado Haesten.
También tenía otros enemigos en Northumbria. Estaba el conde Kjartan y su hijo Sven, que había perdido un ojo por mi culpa; ambos me matarían gustosos, y mi tío les pagaría por ello. Así que no tenía ningún futuro en Northumbria, no por aquel entonces. Pero regresaría. Ese era el deseo de mi alma, y regresaría con Ragnar el Joven, mi amigo, que aún vivía porque su barco había capeado la tormenta. Lo sabía porque se lo había oído decir a un cura que había estado presente en las negociaciones de Exanceaster, y estaba seguro de que el conde Ragnar había sido uno de los señores daneses en la delegación de Guthrum.
—Un hombre grande —me dijo el cura—, con un vozarrón. —La descripción me convenció de que Ragnar vivía y mi corazón se alegraba por ello, pues sabía que mi futuro estaba con él, no con Alfredo, cuando las negociaciones terminaran y se firmara la tregua, los daneses se marcharían sin duda de Exanceaster, y yo le entregaría mi espada a Ragnar y cargaría con ella contra Alfredo, a quien detestaba. Y no cabía duda de que él me detestaba también a mí.
Le dije a Mildrith que abandonaríamos Defnascir e iríamos a encontrarnos con Ragnar, que le ofrecería mi espada y que podría vengarme de mi tío y de Kjartan bajo el estandarte del águila de Ragnar, y Mildrith respondió con lágrimas y más lágrimas.
No soporto el llanto de una mujer. Mildrith se sintió herida y confundida, y yo me enfadé. Nos gritamos como gatos salvajes, la lluvia siguió cayendo, y yo me desesperaba como una bestia enjaulada. Deseaba que Alfredo y Guthrum dejaran de una vez de negociar, porque todos sabían que Alfredo dejaría marchar a Guthrum, y en cuanto Guthrum se marchara de Exanceaster, yo podría unirme a los daneses. No me importaba si Mildrith me seguía o no, mientras mi hijo, que llevaba mi nombre, viniera conmigo. Así que de día cazaba, y de noche bebía y soñaba con la venganza. Hasta que una tarde, al regresar a casa, encontré allí al padre Willibald.
Willibald era un buen hombre. Había sido el capellán de la flota de Alfredo cuando aquellos doce barcos estaban a mi mando, y me contó que regresaba a Hamtun, pero que pensaba que me gustaría saber en qué habían quedado las largas conversaciones entre Alfredo y Guthrum.
—Se ha firmado la paz, señor —me dijo—. Gracias a Dios haya paz.
—Gracias a Dios —repitió Mildrith.
Yo estaba limpiando la sangre de la hoja de una lanza para jabalíes y no dije nada. Pensaba que Ragnar habría sido liberado del sitio y que me podría unir a él.
—El tratado fue firmado ayer con votos solemnes —prosiguió Willibald—, así que tenemos paz.
—Ya se dieron votos solemnes el año pasado —repliqué con amargura. Alfredo y Guthrum habían firmado la paz en Werham, pero Guthrum había roto la tregua y asesinado a los rehenes que retenía como prisioneros. Once de doce habían muerto, y sólo yo había sobrevivido porque Ragnar estaba allí para protegerme—. ¿Y cuáles han sido las condiciones? —inquirí.
—Los daneses van a entregar todos sus caballos —me contó Willibald—, y se replegarán de nuevo en Mercia.
Bien, pensé, porque allí era donde yo iría. No se lo dije a Willibald, pero me burlé de que Alfredo los dejara marchar sin más.
—¿Por qué no se enfrenta a ellos? —pregunté.
—Porque son demasiados, señor. Porque demasiados hombres morirían en ambos bandos.
—Tendría que matarlos a todos.
—La paz es mejor que la guerra —contestó Willibald.
—Amén —coreó Mildrith.
Empecé a afilar la lanza, pasando la piedra por la larga hoja. Alfredo me parecía absurdamente generoso. Guthrum, después de todo, era el único cabecilla de cierto mérito que quedaba en el bando danés, y había quedado atrapado. De haber sido yo Alfredo, no habría habido condiciones, sólo un sitio, y a su fin, el poder danés en el sur de Inglaterra se habría visto truncado. En cambio. Guthrum se marchaba de Exanceaster en paz.
—Es la mano de Dios —comentó Willibald.
Me lo quedé mirando. Era unos años mayor que yo, pero siempre parecía más joven. Era honesto, entusiasta y amable. Había sido un buen capellán para los doce barcos, aunque el pobre se mareaba siempre, y perdía el color al ver la sangre.
—¿Dios ha firmado la paz? —pregunté escéptico.
—¿Quién envió la tormenta que hundió los barcos de Guthrum? —replicó Willibald con devoción—. ¿Quién nos entregó a Ubba?
—Eso lo hice yo —respondí.
Hizo caso omiso.
—Tenemos un rey piadoso, señor —repuso—, y Dios recompensa a quienes le sirven fielmente. ¡Alfredo ha derrotado a los daneses! ¡Y ellos son conscientes de que es así! ¡Guthrum es capaz de reconocer la intervención divina! Ha estado haciendo preguntas sobre Cristo.
No dije nada.
—Nuestro rey cree —prosiguió el cura— que Guthrum no está lejos de ver la auténtica luz de Cristo. —Se inclinó hacia delante y me tocó en una rodilla—. Hemos ayunado, señor —dijo—, hemos rezado, y el rey cree que los daneses pueden ser traídos a Cristo, y cuando eso suceda, la paz será permanente.
Estaba convencido de cada una de las palabras que hilaban aquella sarta de tonterías, y, por supuesto, para los oídos de Mildrith eran dulce música. Era una buena cristiana y tenía mucha fe en Alfredo, y si el rey creía que su dios le traería la victoria, también ella habría de creerlo. A mí me parecía toda una locura, pero no dije nada mientras un sirviente nos traía cerveza, pan, caballa ahumada y queso.
—Tendremos una paz cristiana —proclamó Willibald, y se persignó sobre el pan antes de comer—, sellada por lo demás con rehenes.
—¿Hemos vuelto a entregar rehenes a Guthrum? —pregunté atónito.
—No —repuso Willibald—. Pero él ha accedido a entregárnoslos a nosotros. ¡Incluidos seis condes!
Dejé de afilar la lanza y miré a Willibald.
—¿Seis condes?
—¡Incluido vuestro amigo Ragnar! —Willibald parecía complacido con la idea, pero a mí me dejó descompuesto. Si Ragnar no estaba con los daneses, tampoco yo podía volver con ellos. Era mi amigo, y sus enemigos eran los míos, pero sin la protección de Ragnar quedaría a merced de Kjartan y Sven, el padre y el hijo que habían asesinado al padre de Ragnar y que estarían encantados de verme muerto. Sin Ragnar, lo sabía, no podía abandonar Wessex.
—¿Ragnar es uno de los rehenes? —pregunté—. ¿Estáis seguro?
—Por supuesto que estoy seguro. Quedará a cargo del ealdorman Wulfhere. Todos los rehenes estarán a cargo de Wulfhere.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Durante todo el que Alfredo desee, o hasta que Guthrum se bautice. Además, Guthrum ha aceptado que nuestros sacerdotes hablen con sus hombres. —Willibald me miró suplicante—. Debemos tener fe en Dios —prosiguió—. Debemos darle tiempo a Dios para que haga mella en los corazones de los daneses. ¡Guthrum por fin entiende que nuestro dios tiene poder!
Me puse en pie y me dirigí a la puerta, aparté la cortina de cuero y me quedé mirando la desembocadura del Uisc. Estaba desesperado. Detestaba a Alfredo, no quería estar en Wessex, y ahora parecía que me condenaban a quedarme allí.
—¿Y yo qué hago? —pregunté.
—El rey os perdonará, señor —repuso Willibald.
—¿Perdonarme? —me volví hacia él—. ¿Y qué cree el rey que ocurrió en Cynuit? Vos estuvisteis allí, padre —le dije—, ¿se lo habéis contado?
—Se lo conté.
—¿Y?
—Sabe que sois un valeroso guerrero, señor —repuso Willibald—, y que vuestra espada es un valor para Wessex. Volverá a recibiros, estoy seguro, y os recibirá lleno de alegría. Acudid a la iglesia, pagad vuestras deudas, y demostrad que sois un buen hombre de Wessex.
—No soy un sajón del oeste —espeté—. ¡Provengo de Northumbria!
Y ése era parte del problema. Era un forastero. Hablaba un inglés distinto. Los hombres de Wessex estaban ligados por lazos familiares, y yo procedía del desconocido norte; la gente creía que era un pagano, me llamaban asesino por la muerte de Oswald, y a veces, cuando cabalgaba por la hacienda, los hombres se persignaban para alejar el mal que veían en mí. Me llamaban Uhtredcerwe, que significaba Uhtred el Pérfido, y a mí no me desagradaba el insulto, pero a Mildrith sí. Les aseguraba que era cristiano, pero con ello mentía, y nuestra infelicidad fue enconándose durante todo el verano. Ella rezaba por mi alma, yo me desesperaba por recuperar mi libertad, y cuando me rogó que asistiera con ella a la iglesia de Exanmynster, yo le rugí que jamás volvería a poner un pie en la iglesia en toda mi vida. Cuando le dije aquello, lloró, y sus lágrimas me alejaban de la casa; mis cacerías duraban cada vez más, y en ocasiones la persecución me llevaba hasta el límite del agua, donde me quedaba observando el Heahengel.
Estaba embarrancado en la orilla fangosa, las mareas lo elevaban y bajaban una y otra vez, abandonado. Era uno de los barcos de la flota de Alfredo, uno de los doce grandes barcos de guerra que había construido para hostigar a las embarcaciones danesas que asaltaban la costa de Wessex. Leofric y yo habíamos navegado en el Heahengel desde Hamtun, persiguiendo a la flota de Guthrum, habíamos sobrevivido a la tormenta que envió a tantos daneses a la tumba, y habíamos conseguido que embarrancase allí, sin mástil ni vela. Seguía en la orilla del Uisc, pudriéndose, aparentemente olvidado.
Arcángel. Eso era lo que significaba su nombre. Alfredo había elegido el nombre y yo siempre lo había odiado. Un barco debe tener un nombre orgulloso, no una palabra religiosa que invita al lloriqueo, y debería llevar una bestia en la proa, alta y desafiante, la cabeza de un dragón que desafiara el mar, o un lobo rugiendo para aterrorizar al enemigo. A veces subía a bordo del Heahengel y veía que los aldeanos lo habían despojado de algunos de los tablones superiores; tenía el vientre lleno de agua, y yo recordaba sus orgullosos días en el mar: aún podía ver cómo el viento azotaba el velamen y oír el estrépito de la embestida contra un barco danés.
Ahora, como a mí, dejaban que el Heahengel se pudriera, y en ciertas ocasiones soñaba con repararlo, buscarle nuevas jarcias y velas, reunir una tripulación y sacar su alargado casco al mar. Quería estar en cualquier parte menos donde estaba, quería irme con los daneses, y cada vez que se lo decía a Mildrith, ella se echaba otra vez a llorar.
—¡No puedes obligarme a vivir entre los daneses!
—¿Por qué no? Yo lo hice.
—¡Son paganos! ¡Mi hijo no se convertirá en un pagano!
—Es mi hijo también —repuse—, y adorará a los dioses que yo adoro. —Entonces lloraba aún más, y yo salía furioso de la casa y me llevaba a los perros a los bosques, preguntándome por qué el amor se agriaba como la leche. Tras Cynuit sólo deseaba ver a Mildrith, y ahora, sin embargo, no soportaba su tristeza y su mojigatería; ella, por lo demás, no podía soportar mi ira. Lo único que quería que hiciera era labrar mis campos, ordeñar mis vacas y recoger la cosecha para pagar la enorme deuda que había traído con su matrimonio. La deuda procedía de una promesa que había hecho el padre de Mildrith, una promesa de entregar a la Iglesia los frutos de casi la mitad de sus tierras. Aquella promesa era perpetua, y comprometía también a sus herederos, pero los ataques daneses y las malas cosechas habían arruinado la propiedad. Con todo, la Iglesia, venenosa como una serpiente, seguía insistiendo en que se pagara la deuda, y decían que si no podía pagarla, la tierra sería ocupada por los monjes. Cada vez que iba a Exanceaster tenía que soportar la ávida mirada de los curas y monjes, que disfrutaban de la perspectiva de su enriquecimiento. Exanceaster volvía a ser inglesa, dado que Guthrum había entregado a los rehenes y se había marchado al norte, de modo que una suerte de paz se extendía por Wessex. Los fyrds, los ejércitos de cada comarca, habían sido disueltos, y los hombres enviados de nuevo a sus granjas. Se entonaban salmos en las iglesias, y Alfredo, para conmemorar su victoria, enviaba regalos a todos los monasterios y conventos. Odda el joven, que era tratado como campeón de Wessex, recibió todas las tierras que rodeaban el lugar donde se había disputado la batalla de Cynuit, y había ordenado construir una iglesia. Se rumoreaba que la iglesia poseería un altar de oro para dar gracias a Dios por permitir que Wessex sobreviviera.
¿Pero por cuánto sobreviviría? Guthrum seguía vivo, y yo no compartía la creencia cristiana de que Dios había enviado la paz a Wessex. Y no era el único, pues para el solsticio de verano Alfredo regresó a Exanceaster y convocó a su witan, un consejo del reino compuesto por los thane más importantes y los hombres de la Iglesia. Wulfhere de Wiltunscir era uno de los hombres convocados. Yo fui a la ciudad una tarde y me dijeron que el ealdorman y sus hombres estaban alojados en El Cisne, una taberna junto a la puerta este. Wulfhere no se encontraba allí, pero Etelwoldo, el sobrino de Alfredo, se esforzaba todo lo que podía en acabar con las reservas de cerveza.
—No me jodas que el muy cabrón te ha convocado al witan —me saludó cargado de amargura. El «muy cabrón» era Alfredo; Etelwoldo no le perdonaba que le hubiera arrebatado el trono.
—No —repuse—. He venido a ver a Wulfhere.
—El ealdorman está en la iglesia —añadió—, y yo no. —Sonrió ladino y me señaló el banco de enfrente—. Siéntate y bebe. Emborráchate conmigo. Después nos buscaremos un par de chicas. O tres. Cuatro, si prefieres.
—Olvidas que estoy casado —repuse.
—Como si eso fuera un impedimento.
Tomé asiento y una de las muchachas me trajo una cerveza.
—¿Estás tú en el witan?
—¿Tú qué crees? ¿Te parece que ese cabrón quiere mi consejo? Le diría «Majestad, ¿por qué no os despeñáis por un acantilado y rezáis para que Dios os dé alas?» —Empujó hacia mí un plato de costillas de cerdo—. Sólo estoy aquí para que me puedan tener vigilado. Así se aseguran de que no estoy tramando una traición.
—¿Y lo estás?
—Por supuesto —sonrió—. ¿Te vas a unir a mí? Me debes un favor.
—¿Quieres mi espada a tu servicio? —le pregunté.
—Sí —lo decía en serio.
—Así que estamos tú y yo —le dije— contra todo Wessex. ¿Quién más se va a unir a nosotros?
Adoptó un semblante pensativo, pero no se le ocurrió ningún nombre. Se quedó mirando a la mesa y me dio pena. Siempre me había gustado Etelwoldo, pero jamás confiaría en él porque era tan descuidado como irresponsable. «Alfredo —pensé— lo había juzgado correctamente. Si lo dejaba a su aire, bebería y putañearía hasta la extenuación.»
—Lo que tendría que hacer —respondió— es unirme a Guthrum.
—¿Y por qué no lo haces?
Levantó su turbia mirada y la clavó en mí. Quizá conocía la respuesta, que Guthrum le daría la bienvenida, le rendiría honores, lo utilizaría y acabaría matándolo. Aun así aquélla era una perspectiva más digna que su vida actual. Se encogió de hombros y se recostó, al tiempo que se apartaba el pelo de la cara. Era un joven sorprendentemente atractivo. Y también eso lo perjudicaba, pues las muchachas se sentían atraídas por él como los curas por el oro.
—Lo que Wulfhere cree —me dijo, y se le engolaba la voz ligeramente— es que Guthrum volverá para matarnos a todos.
—Probablemente —repuse.
—Y si mi tío muere —prosiguió, sin preocuparse en bajar el tono, aunque había más de una veintena de hombres en la taberna—, su hijo es demasiado joven para ser rey.
—Cierto.
—¡Así que será mi turno! —sonrió.
—O el de Guthrum.
—Pues bebe, amigo mío —contestó—, porque estamos todos metidos en la mierda. —Me sonrió, y su encanto se volvió evidente de forma repentina—. Así que si no vas a luchar por mí —preguntó—, ¿qué propones para devolverme el favor?
—¿Cómo querrías que te lo devolviera?
—¿Puedes despachar al abad Hewald? ¿De un modo horrible y lento?
—Puedo —repuse. Hewald era abad en Winburnan, y famoso por la dureza con que enseñaba a los chicos a leer.
—Por otro lado —prosiguió Etelwoldo—, me encantaría cargarme a ese cabrón canijo yo mismo, así que no lo hagas por mí. Pensaré en algo que disguste a mi tío. A ti tampoco te gusta, ¿no es cierto?
—Lo es.
—Pues ya se nos ocurrirá alguna maldad. Oh, Dios. —Esta última imprecación obedecía a que la voz de Wulfhere se oía ahora perfectamente fuera de la taberna—. Está cabreado conmigo.
—¿Por qué?
—Una de las lecheras está preñada. Creo que quería hacerlo él mismo, pero yo me la cepillé antes. —Vació la cerveza de un trago—. Me voy a las Tres Campanas. ¿Te vienes?
—Tengo que hablar con Wulfhere.
Etelwoldo salió por la puerta de atrás, al tiempo que el ealdorman entraba por la de enfrente. Wulfhere iba acompañado por una docena de thane, pero me vio y cruzó la sala para sentarse conmigo.
—Han estado reconsagrando la iglesia del obispo —rezongó—. ¡Horas y horas, demonios! No han hecho otra cosa que cantar y rezar, horas y horas de oraciones para eliminar la mancha pecaminosa de los daneses del lugar. —Se sentó pesadamente—. ¿Era Etelwoldo ése que he visto aquí?
—Sí.
—Quería que te unieras a su rebelión, ¿no?
—Sí.
—Si será pollino. ¿Y para qué has venido? ¿A ofrecerme tu espada? —Se refería a prestarle juramento y convertirme así en uno de sus guerreros.
—Quiero ver a uno de los rehenes —dije—, así que he venido a pediros permiso.
—Los rehenes… —chasqueó los dedos para que le trajeran una cerveza—. Los rehenes de los cojones. He tenido que construir nuevos edificios para alojarlos. ¿Y quién paga por eso?
—¿Vos?
—Por supuesto que pago yo. ¿Y también tengo que darles de comer? ¿Alimentarlos? ¿Vigilarlos? ¿Encerrarlos? ¿Y paga Alfredo algo?
—Decidle que estáis construyendo un monasterio —le sugerí.
Se me quedó mirando como si estuviera loco, después comprendió la chanza y se rio.
—Desde luego, entonces sí me pagaría, vaya que sí. ¿Has oído lo del monasterio que están construyendo en Cynuit?
—Cuentan que tendrá un altar de oro.
Volvió a reírse.
—También lo he oído. No me lo creo, pero corre ese rumor. —Observó a una de las chicas de la taberna que iba de un lado a otro—. No es mi permiso el que necesitas para ver a los rehenes —dijo—, sino el de Alfredo, y sin duda no te lo dará.
—¿El permiso de Alfredo? —pregunté.
—No son simplemente rehenes —prosiguió—, sino prisioneros. Tengo que mantenerlos bajo llave y vigilarlos día y noche. Ordenes de Alfredo. Quizá crea que Dios nos trajo la paz, pero vaya si se ha asegurado de que sean de alto rango. ¡Seis condes! ¿Sabes cuánta escolta se han traído? ¿Cuántas mujeres? ¿Cuántas bocas que alimentar?
—Si voy a Wiltunscir —le dije—, ¿podré ver al conde Ragnar?
Wulfhere puso mala cara.
—¿Al conde Ragnar? ¿El que arma escándalo? Me gusta. No, chico, no puedes, porque a nadie se le permite verlos, salvo a un cura del demonio que habla su idioma. Alfredo lo envió y está intentando convertirlos al cristianismo, y si vas allí sin permiso, Alfredo se enterará y me pedirá una explicación. Nadie puede ver a esos pobres cabrones. —Se detuvo para cazar un piojo bajo el cuello—. También tengo que darle de comer al cura, ni siquiera eso paga Alfredo. ¡No me paga ni para darle de comer a ese mangante de Etelwoldo!
—Cuando estuve en Werham —le aclaré—, el conde Ragnar me salvó la vida. Guthrum mató a los demás, pero Ragnar veló por mí. Dijo que tendrían que matarlo a él antes de matarme a mí.
—Pues parece un tipo difícil de matar —repuso Wulfhere—; sin embargo, si Guthrum ataca Wessex, eso es lo que se supone que tengo que hacer. Cargármelos a todos. Quizá no haga falta matar a las mujeres. —Miró con ojos sombríos al patio de la taberna, donde un grupo de sus hombres jugaba a los dados a la luz de la luna—. Y Guthrum atacará… —añadió en voz baja.
—No es eso lo que yo he oído. Me miró con desconfianza.
—¿Y qué es lo que has oído, joven?
—Que Dios nos ha enviado la paz.
Wulfhere se rio de mis burlas.
—Guthrum está en Gleawecestre —dijo—, y eso no queda ni a medio día de marcha de nuestra frontera. Y dicen que cada día llegan más barcos daneses. Están en Lundene, en el Humber, en el Gewsesc. —Se le agrió la expresión—. Más barcos, más hombres, ¡y Alfredo construyendo iglesias! Además está el tipo ese, Svein.
—¿Svein?
—Ha traído sus barcos de Irlanda. El muy cabrón está ahora en Gales, pero no se va a quedar allí, ¿te apuestas algo? Vendrá a Wessex. Y dicen que se le unen más daneses desde Irlanda. —Meditó sobre tan malas noticias. Yo no sabía si era cierto, pues tales rumores eran moneda corriente, pero estaba claro que Wulfhere lo creía—. Tendríamos que atacar Gleawecestre —prosiguió—, y cargárnoslos a todos antes de que ellos intenten acabar con nosotros, pero claro, tenemos un reino gobernado por curas.
Eso era cierto, pensé, como también lo era que Wulfhere no me lo ponía fácil para ver a Ragnar.
—¿Le daríais un mensaje a Ragnar? —le pregunté.
—¿Y cómo podría hacerlo? Yo no hablo danés. Podría pedírselo al cura, pero él se lo contará a Alfredo.
—¿Tiene Ragnar a una mujer con él? —le pregunté.
—Todos las tienen.
—Una chica delgada —le dije—. Pelo oscuro. El rostro como el de un halcón.
Asintió con cautela.
—Eso parece. Una que siempre va con un perro, ¿verdad?
—Tiene un perro —contesté—, y se llama Nihtgenga.
Se encogió de hombros, como para indicar que se la traía al pairo cómo se llamaba el perro. Entonces comprendió el significado del nombre.
—¿Un nombre inglés? —preguntó—. ¿Una danesa llama a su perro Duende?
—No es danesa —repuse—. Se llama Brida, y es sajona.
Se me quedó mirando, y después estalló en carcajadas.
—Menuda zorra más larga, pues nos ha estado espiando, ¿no es así?
Vaya si era larga. Brida había sido mi primera amante, una muchacha de Anglia Oriental que había sido criada por el padre de Ragnar y que ahora era su amante.
—Hablad con ella —le dije—, saludadla de mi parte, y decidle que si llega la guerra… —me detuve, pues no estaba seguro de qué decir. No tenía sentido prometerle que haría lo que pudiera para rescatar a Ragnar, dado que si había guerra los rehenes serían aniquilados mucho antes de que yo pudiera llegar a ellos.
—Si llega la guerra… —me apremió Wulfhere.
—Si llega la guerra… —dije, repitiendo las palabras que él me había transmitido antes de anunciarme mi penitencia— todos buscaremos un modo de seguir con vida.
Wulfhere se me quedó mirando de hito en hito y su silencio me indicó que, aunque no había conseguido encontrar un mensaje para Ragnar, sí se lo había entregado a Wulfhere. Dio un trago a su cerveza.
—¿Así que la zorra habla inglés?
—Es sajona.
Como yo lo era, pero yo detestaba a Alfredo y me uniría a Ragnar en cuanto pudiera, si podía, lo quisiera Mildrith o no, o eso pensaba entonces. Sin embargo, en lo más hondo de la tierra, donde la serpiente de los muertos roe las raíces de Yggdrasil, el árbol de la vida, hay tres hilanderas, tres mujeres que determinan nuestro destino. Podemos creer que tomamos decisiones, pero lo cierto es que nuestras vidas están en manos de las hilanderas. Ellas conforman nuestras vidas, y el destino lo es todo. Los daneses lo saben, incluso los cristianos lo saben. Wyrd bid ful arad, decimos los sajones, «el destino es inexorable», y las hilanderas habían decidido mi destino porque, una semana después de la reunión del witan, cuando Exanceaster estaba de nuevo tranquilo, enviaron un barco en mi busca.
* * *
La primera noticia que tuve de su llegada provino de un esclavo que vino corriendo desde los campos de Oxton para informar de que había un barco danés en el estuario del Uisc. Me calcé las botas y la malla, agarré las espadas, grité que me ensillaran un caballo y cabalgué hasta el estuario donde el Heahengel se pudría.
Allí, erguido en el largo banco de arena que protege el Uisc del mar, otro barco se aproximaba. Llevaba la vela enrollada en la verga mayor, los remos goteantes subían y bajaban como alas, y su largo casco dejaba una estela que centelleaba argentada bajo el sol naciente. La proa era alta, y allí había un hombre vestido de arriba abajo con malla, casco y lanza; detrás de mí, donde vivían unos cuantos pescadores en casuchas junto al barro, la gente se apresuraba hacia las colinas con las escasas pertenencias que pudieron recoger. Le grité a uno de ellos.
—¡No es danés!
—¿Señor?
—Es un barco sajón —les grité, pero no me creyeron y se marcharon a toda prisa con el ganado. Llevaban años haciendo aquello. Veían un barco y salían corriendo, pues los barcos traían daneses, y los daneses traían muerte. Pero aquella embarcación no llevaba ni dragones, ni lobos ni águilas en la proa. Lo conocía. Era el Eftwyrd, el de mejor nombre de todos los barcos de Alfredo, que solían lucir apelativos meapilas como Heahengel, Apostólo Cristenlic. Eftwyrd significaba Día del Juicio, que, aunque cristiano en inspiración, describía con precisión lo que había traído a muchos daneses.
El hombre de la proa saludó con la mano y, por primera vez desde que me postrara de rodillas ante el altar de Alfredo, me animé. Era Leofric. La proa del Eftwyrd varó en la playa y el largo casco se detuvo a saltos. Leofric ahuecó las manos frente a su boca y gritó:
—¿Hasta dónde llega el cieno?
—¡Nada! —le contesté también yo a gritos—. ¡No más de un palmo!
—¿Puedo caminar por él?
—¡Pues claro que puedes, hombre!
Pegó un salto, y como ya sabía que ocurriría, se hundió hasta los muslos en el denso fango negro. Yo solté una carcajada desde mi caballo, y la tripulación del Eftwyrd la compartió conmigo mientras Leofric maldecía. Nos llevó diez minutos sacarlo de la porquería, y para entonces seríamos unos veinte los que nos pringamos con la maloliente sustancia. La tripulación, en su mayoría mis antiguos remeros y guerreros, desembarcó la cerveza, el pan y la carne seca, y almorzamos junto a la marea que subía lentamente.
—Eres un earsling —rezongó Leofric mientras se sacaba el barro pegado a los eslabones de su cota.
—Soy un earsling aburrido —repuse.
—¿Aburrido? —preguntó Leofric—. Pues nosotros también. —Parecía que la flota no salía a navegar. Había sido puesta bajo el mando de un hombre llamado Burgweard, un soldado soso y competente cuyo hermano era obispo de Scireburnan, y Burgweard tenía órdenes de no perturbar la paz—. Si los daneses no costean —prosiguió Leofric—, nosotros tampoco.
—¿Y qué estáis haciendo aquí?
—Nos han enviado a rescatar este pedazo de mierda —y señaló con la cabeza el Heahengel—. Verás, parece que quiere tener otra vez doce barcos.
—Pensaba que estaban construyendo más.
—Estaban, pero tuvieron que parar porque unos ladrones malintencionados robaron la madera mientras nosotros peleábamos en Cynuit; por lo visto alguien se acordó del Heahengel y aquí estamos. Burgweard no se puede apañar sólo con once.
—Pero si no está navegando —pregunté—, ¿para qué quiere otro barco?
—Por si acaso tiene que salir —me aclaró Leofric—; si lo hace, entonces quiere doce. No once, ni diez, ni trece, quiere doce.
—¿Doce? ¿Por qué?
—Porque —Leofric se detuvo para darle un mordisco a un pedazo de pan—, porque dice el evangelio que Cristo envió a sus discípulos de dos en dos, y así es como nosotros tenemos que ir, dos barcos juntos, bien bendecidos, y si sólo tenemos once, eso quiere decir que en realidad sólo tenemos diez, no sé si me sigues.
Me lo quedé mirando, aún no muy seguro de si estaba bromeando.
—¿Burgweard insiste en que naveguéis de dos en dos?
Leofric asintió.
—Eso dice el libro del padre Willibald.
—¿El evangelio?
—Eso nos dice el padre Willibald —afirmó Leofric completamente serio; después, al ver mi expresión, se encogió de hombros—. ¡Lo juro! Y Alfredo está de acuerdo.
—Pues claro que está de acuerdo.
—Y si hacemos lo que dice el evangelio —prosiguió Leofric, aún serio—, nada saldrá mal, ¿a que no?
—Nada —repuse—. ¿Así que estáis aquí para volver a botar al Heahengel?
—Mástil nuevo —contestó Leofric—, vela nueva, jarcias nuevas, sustituir la madera, calafatear, y después remolcarlo hasta Hamtun. ¡Podría llevarnos un mes!
—Por lo menos.
—Y nunca he sido demasiado bueno construyendo. Sirvo para destruir, eso sí, y me trasiego tanta cerveza como el más pintado, pero jamás se me han dado demasiado bien los mazos, las cuñas o las azuelas. A ellos sí. —Señaló con un gesto a una docena de hombres que eran desconocidos para mí.
—¿Quiénes son?
—Carpinteros de ribera.
—¿Así que ellos harán todo el trabajo?
—¡No voy a hacerlo yo! —protestó Leofric—. ¡Yo estoy al mando del Eftwyrd!
—¿Entonces, tus planes son beberte mi cerveza y comerte mi comida durante un mes mientras esos doce hacen el trabajo?
—¿Se te ocurre una idea mejor?
Miré el Eftwyrd. Era un barco bien construido, más largo que los de los daneses, y con bordas altas que lo convertían en una buena plataforma en la batalla.
—¿Qué te ha ordenado Burgweard exactamente? —le pregunté.
—Rezar —respondió Leofric con amargura—, y ayudar a reparar el Heahengel.
—He oído decir que hay un nuevo jefe danés en el mar del Saefern —le dije—, y me gustaría saber si es verdad. Un hombre llamado Svein. Y también he oído que se le están uniendo más barcos desde Irlanda.
—¿Está en Gales, ese tal Svein?
—Eso he oído.
—Pues entonces vendrá a Wessex —repuso Leofric.
—Si es cierto que está allí.
—Así que lo que estás pensando… —dijo Leofric; sólo entonces se detuvo, al darse cuenta realmente de lo que tenía en mente.
—Lo que pienso es que no le hace ningún bien, ni a un barco ni a una tripulación, pasarse un mes en una playa —respondí—, y que podríamos sacar algo de botín en el mar del Saefern.
—Y si Alfredo se entera de que hemos estado luchando por allí arriba —contestó Leofric—, nos saca las tripas.
Señalé con la cabeza río arriba, hacia Exanceaster.
—Quemaron allí arriba un centenar de barcos daneses —le dije—. Y los restos aún siguen en la orilla del río. Una cabeza de dragón habrá, por lo menos, para ponérsela en la proa.
Leofric miró el Eftwyrd.
—¿Disfrazarlo?
—Disfrazarlo —contesté, porque con una cabeza de dragón, nadie sabría que el Eftwyrd era un barco sajón. Lo tomarían por un barco danés, un asaltante marítimo, parte de la pesadilla de Inglaterra.
Leofric sonrió.
—Tampoco necesito órdenes para salir a patrullar, ¿no es cierto?
—Claro que lo es.
—Y no hemos peleado desde Cynuit —añadió con nostalgia—, y si no hay pelea, tampoco hay botín.
—¿Y la tripulación? —pregunté.
—La mayoría son unos cabrones desalmados —dijo—. No les importará. Y a todos les vendrá bien una parte del botín.
—Y entre nosotros y el mar del Saefern están los britanos.
—Y son todos ellos un hatajo de ladrones hijos de perra, todos sin excepción —añadió Leofric. Me miró y sonrió—. ¿Así que si Alfredo no va a la guerra, iremos nosotros?
—¿Se te ocurre una idea mejor?
Leofric no respondió durante un buen rato. Tiraba piedrecitas a un barco, como para pasar el rato. Yo no dije nada, me limité a quedarme mirando las pequeñas salpicaduras y a observar el dibujo de las ondas, y supe que buscaba una señal del destino. Los daneses lanzaban las varillas de runas, nosotros observábamos el vuelo de las aves, intentábamos escuchar los susurros de los dioses, y Leofric miraba las piedras caer para hallar su sino. La última golpeó una anterior, rebotó y cayó en el barro, señalando el sur, hacia el mar.
—No —contestó—. No se me ocurre ninguna mejor.
Y yo dejé de aburrirme, porque íbamos a convertirnos en vikingos.
* * *
Encontramos una veintena de cabezas de bestia junto al río, bajo las murallas de Exanceaster, todas ellas parte del naufragio anegado y enmarañado que había quedado en el lugar donde fue quemada la flota de Guthrum; escogimos un par de las tallas menos chamuscadas y las llevamos a bordo del Eftwyrd. La proa y la popa terminaba en simples postes, y tuvimos que rebajarlos hasta que las dos cabezas encajaron en ellos. La criatura de la popa, la más pequeña de las dos, era una serpiente con las fauces abiertas que probablemente pretendía representar a Comecadáveres, el monstruo que devoraba a los muertos en el otro mundo danés, mientras que la que colocamos en la proa era una cabeza de dragón, aunque estaba tan desfigurada que parecía más la de un caballo. Hurgamos en los ojos hasta encontrar madera intacta, e hicimos lo propio en la boca abierta. Cuando terminamos, aquello tenía un aspecto fiero y aterrador.
—Ahora parece un jyrdraca —comentó Leofric contento. Un dragón de fuego.
Los daneses quitaban a voluntad las cabezas de las proas y popas de sus barcos cuando no querían que las horrendas criaturas asustaran a los espíritus de las tierras amigas, y sólo las mostraban cuando estaban en aguas enemigas. Nosotros hicimos lo propio, y ocultamos nuestras cabezas de jyrdraca y serpiente en las sentinas del Eftwyrd al volver río abajo, hasta donde los carpinteros de ribera empezaban el trabajo en el Heahengel. Escondimos las cabezas de las bestias porque Leofric no quería que se enteraran de que planeábamos maldades.
—Ése —dijo mientras señalaba con la cabeza a un tipo alto, enjuto y con el pelo canoso, que estaba al mando de la tarea es más cristiano que el papa. Iría a lloriquear ante los curas locales si supiera que pensamos ir a enfrentarnos a alguien, los curas se lo contarían a Alfredo, y Burgweard me quitaría el Eftwyrd.
—¿No te gusta Burgweard?
Leofric escupió por respuesta.
—Tenemos suerte de que no haya daneses por la costa.
—¿Es cobarde?
—No es cobarde. Pero piensa que Dios ganará las batallas. Pasamos más tiempo de rodillas que a los remos. Cuando tú comandabas la flota, hacíamos dinero. Ahora hasta las ratas del barco mendigan migajas.
Habíamos hecho algún buen botín capturando barcos daneses y apropiándonos de sus reservas, y aunque ninguno se había hecho rico, todos tuvimos nuestra plata. Yo aún tenía suficiente dinero porque guardaba un tesoro en Oxton, un tesoro que era el legado de Ragnar el Viejo, y un tesoro que la Iglesia y los familiares de Oswald harían suyo si pudieran; sin embargo, en lo que a plata respecta, un hombre nunca tiene bastante. La plata compra tierra, la lealtad de los guerreros, es el poder de un señor, y sin plata el hombre debe doblar la rodilla o convertirse en esclavo. Los daneses guiaban a los hombres con la promesa de plata, y nosotros no éramos distintos. Si tenía que convertirme en señor, si pretendía lanzarme sobre las murallas de Bebbanburg, necesitaría hombres, y necesitaría un gran tesoro para comprar espadas, escudos, lanzas y corazones de guerreros, así que zarparíamos en busca de plata, aunque les contamos a los carpinteros que sólo planeábamos patrullar la costa. Cargamos barriles de cerveza, cajas de pan, quesos, toneles de truchas ahumadas y piezas de beicon.
Le conté a Mildrith la misma historia, que navegaríamos arriba y abajo por las orillas de Defnascir y Thornsaeta.
—Que es lo que tendríamos que estar haciendo de todos modos —dijo Leofric—, por si acaso llegan los daneses.
—Los daneses están quietecitos —le dije.
Leofric asintió.
—Y cuando el danés esta quieto es porque se avecinan problemas.
Tenía razón. Guthrum no estaba lejos de Wessex, y Svein, si existía, se encontraba a un día de viaje de la costa norte. Alfredo podría creer que su tregua aguantaría, y que los rehenes la sellaban, pero yo sabía desde mi infancia lo hambrientos de tierras que estaban los daneses, y cuánto codiciaban los fértiles campos y ricos pastos de Wessex. Vendrían, y si Guthrum no los comandaba, otro jefe danés reuniría barcos y hombres y traería sus espadas y hachas al reino de Alfredo. Los daneses, después de todo, gobernaban en los tres reinos ingleses. Poseían mi propia Northumbria, traían colonos a la Anglia Oriental, su idioma se extendía hacia el sur por Mercia, y no querrían que el último reino inglés floreciera al sur. Eran como lobos: por el momento merodeaban en las sombras, pero sólo para observar cómo engordaba el rebaño de ovejas.
Recluté a once jóvenes de mis tierras y los embarqué en el Eftwyrd, y me traje también a Haesten, que resultó útil, pues había pasado buena parte de su juventud a los remos. Sólo entonces, en una mañana neblinosa, mientras la fuerte marea bajaba en dirección oeste, desembarrancamos el Eftwyrd de la orilla, remamos hasta pasar el banco de arena que protege el Uisc y nos lanzamos a los enérgicos vaivenes del mar. Los remos crujían en sus agujeros forrados de cuero, el pecho de la proa cortaba las olas en dos y despedía espuma blanca a ambos lados del casco, y el timón forcejeaba conmigo. Me animé al sentir la brisa, miré al cielo perlado y di gracias a Thor, Odín, Njord y Hoder.
Pequeños botes pesqueros faenaban aquí y allá, junto a las aguas más cercanas a la orilla, pero a medida que nos dirigíamos al sur y al oeste, lejos de la tierra, el mar se vació. Me volví para mirar las bajas colinas pardas, moteadas de verde intenso, donde los ríos perforaban la costa, hasta que el verde se volvió gris, la tierra una sombra, y nos quedamos solos con los gritos de las aves blancas. Sólo entonces sacamos de las sentinas la cabeza de la serpiente y del Jyrdraca, y las colocamos en proa y popa, las sujetamos, y viramos rumbo al oeste.
El Eftwyrd había desaparecido. Ahora navegaba el Jyrdraca, y buscaba problemas.