Capítulo XIII

Los daneses se concentraron en el estruendo previo a la batalla, y nosotros rezamos. Alewold arengó a Dios durante un buen rato, básicamente rogándole que nos enviara ángeles con espadas en llamas, y desde luego nos habrían venido bien, pero no apareció ninguno. Nos tocaría a nosotros hacer la faena.

Nos preparamos para la batalla. Recogí el casco y el escudo del caballo que guiaba Iseult, pero antes le corté un grueso mechón de cabello negro.

—Confía en mí —le dije, porque estaba nerviosa, y empleé un pequeño cuchillo para cortarle el mechón. Até un extremo a la empuñadura de Hálito-de-Serpiente, y enrollé el resto. Iseult me miraba.

—¿Para qué? —me preguntó.

—Puedo enrollármelo en la muñeca. —Le enseñé cómo—. Y así no perderé la espada. Tu pelo me traerá suerte.

El obispo Alewold exigía enfurecido que las mujeres se retiraran. Iseult se puso de puntillas para abrocharme bien el casco de lobo. Después, me agachó la cabeza y me besó por el hueco de la visera.

—Rezaré por ti —dijo.

—Yo también —añadió Hild.

—Rezad a Odín y a Thor —les rogué, después observé mientras se llevaban el caballo. Las mujeres guardarían los caballos a unos quinientos metros de nuestro muro de escudos, y Alfredo insistió en que se retiraran más para que ningún hombre se viera tentado de salir corriendo a por un caballo y huir al galope.

Era el momento de formar en el muro de escudos, y aquello era un asunto más bien engorroso. Algunos hombres se ofrecían para estar en primera fila, pero la mayoría intentaba ponerse detrás, y Osric y sus jefes de batalla empujaban y gritaban mientras intentaban situar a los hombres.

—¡Dios está con nosotros! —les gritaba Alfredo. Seguía montado y recorría el muro de Osric, que formaba lentamente, para animar al fyrd—. ¡Dios está con nosotros! —gritó otra vez—. ¡No podemos perder! ¡Dios está con nosotros! —La lluvia cayó con más fuerza. Los curas recorrían las filas ofreciendo bendiciones y haciendo frente común con el aguacero, salpicando los escudos con agua bendita. El fyrd de Osric era casi de cinco filas de espesor, y detrás había unos cuantos hombres desperdigados con lanzas. Su trabajo, cuando ambas partes se encontraran, era arrojar las lanzas por encima de las cabezas de sus compañeros, y los daneses tendrían lanceros parecidos poniendo a punto sus propias lanzas—. ¡Dios está con nosotros! —gritó Alfredo—. ¡Dios está de nuestro lado! ¡El cielo nos protege! ¡Los santos rezan por nosotros! ¡Los ángeles nos guardan! ¡Dios está con nosotros! —Se había quedado ya ronco. Los hombres se tocaban amuletos de la suerte, cerraban los ojos en silenciosa oración, y se abrochaban las hebillas. En la fila de enfrente, apoyaban los escudos en los escudos vecinos de manera obsesiva. Se suponía que el extremo derecho del escudo de cada hombre se solapaba con el del vecino, de modo que los daneses se enfrentaban con un muro sólido de madera de tilo reforzada de hierro. Los daneses formaban igual, pero seguían burlándose de nosotros, nos retaban a atacar. Un joven salió a trompicones por la parte de atrás del fyrd de Osric y vomitó. Dos perros corrieron a comerse el vómito. Un lancero estaba hincado de rodillas, temblando y rezando.

El padre Beocca se colocó junto a los estandartes de Alfredo, con las manos levantadas en oración. Yo estaba en frente de los estandartes, con Steapa a la derecha y Pyrlig a la izquierda.

—¡Arroja fuego sobre ellos, oh, Todopoderoso! —aullaba Beocca—. ¡Arroja fuego sobre ellos y derrótalos! Castígalos por todas sus iniquidades. —Tenía los ojos bien cerrados y el rostro levantado hacia la lluvia, así que no vio a Alfredo galopar hasta nosotros otra vez y abrirse paso entre nuestras filas. El rey seguiría montado para ver qué ocurría, y Leofric y una docena más de hombres también irían a caballo para poder proteger a Alfredo con sus escudos, hachas y lanzas.

—¡Adelante! —se desgañitó Alfredo.

—¡Adelante! —repitió Leofric porque el rey estaba ya ronco.

Nadie se movió. Correspondía a Osric y a sus hombres comenzar el avance, pero los hombres siempre se muestran reacios a enfrentarse contra un muro de escudos enemigo. Ayuda estar borracho. He estado en batallas en que ambas partes avanzaban a trompicones apestando a vino de abedul y cerveza, pero nosotros no teníamos nada de aquello: había que invocar nuestro coraje desde corazones sobrios y no nos quedaba demasiado en aquella fría mañana.

—¡Adelante! —rugió de nuevo Leofric, y esta vez Osric y sus comandantes repitieron el grito y los hombres de Wiltunscir arrastraron los pies unos cuantos pasos hacia delante. El tableteo de los daneses al cerrar filas y formar su muro, su skjaldborg, frenó el avance. Así llaman los daneses al muro, el skjaldborg o fuerte de escudos. Los daneses se burlaron a grito pelado, y dos de sus guerreros más jóvenes salieron de la fila para mofarse e invitarnos a un duelo—. ¡Quedaos en el muro! —aulló Leofric.

—¡No les hagáis caso! —bramó Osric.

Bajaron unos jinetes del fuerte, quizás un centenar, y trotaron tras el skjaldborg formado por los guerreros de Svein y los sajones de Wulfhere. Svein se unió a los jinetes. Vi su caballo blanco, la blanca capa, y el blanco penacho de cola de caballo. La presencia de los jinetes me indicó que Svein esperaba que nuestra línea se rompiera, y quería perseguir a nuestros fugitivos del mismo modo en que sus jinetes habían acabado con los britanos desbandados de Peredur en Dreyndynas. Los daneses estaban cargados de confianza, y así debía ser, pues nos superaban en número y eran todos guerreros, mientras que nuestras filas estaban formadas por hombres más acostumbrados al arado que a la espada.

—¡Adelante! —gritó Osric. Su fila se movió, pero no avanzó más de un metro.

La lluvia me goteaba desde el borde del casco. Corría por dentro de la visera, se metía dentro de la cota de malla y bajaba en hilillos hasta mi pecho y estómago.

—¡Dales fuerte, Señor! —gritaba Beocca—. ¡Mátalos sin piedad! ¡Destrózalos!

Pyrlig rezaba, o eso me parecía, porque hablaba en su propia lengua, pero le oí repetir la palabra duw una y otra vez, y sabía, por Iseult, que duw era la palabra britana para dios. Etelwoldo estaba detrás de Pyrlig. En teoría debía estar detrás de mí, pero Eadric había insistido en protegerme la espalda, de modo que Etelwoldo cubriría a Pyrlig. No dejaba de hablar, intentando disimular su nerviosismo, y me volví hacia él.

—Mantén el escudo arriba —le dije.

—Ya lo sé, ya lo sé.

—Le proteges la cabeza a Pyrlig, ¿lo entiendes?

—¡Ya lo sé! —Le irritaba el consejo—. Ya lo sé —repitió irascible.

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó Osric. Como Alfredo, iba montado y recorría la fila de arriba abajo, espada en mano, y pensé que atizaría con gusto a sus hombres con la hoja para hacerlos avanzar. Avanzaron unos cuantos pasos, los escudos daneses volvieron arriba, la madera de tilo emitió un ruido seco al formar el skjaldborg y nuestra fila volvió a titubear. Svein y sus jinetes estaban ahora en el flanco más alejado, pero Osric había situado a un grupo de guerreros escogidos en aquel lugar, listos para guardar el extremo abierto de su fila.

—¡Por Dios! ¡Por Wiltunscir! —rugió Osric—. ¡Adelante!

Los hombres de Alfredo estaban a la izquierda del fyrd de Osric, donde nuestro muro se doblaba ligeramente hacia atrás, listos para recibir el esperado ataque por el flanco desde el fuerte. Avanzamos con bastante diligencia, pero nosotros éramos casi todos guerreros, y sabíamos que no podíamos adelantarnos a las inquietas tropas de Osric. Casi pisé un agujero en el suelo donde, increíblemente, había tres lebratos agachados y temblando. Los miré y confié en que los hombres detrás de mí evitaran pisarlos, pero sabía que no podrían evitarlo. No sé por qué las liebres dejan a sus crías a cielo abierto, pero lo hacen, y allí estaban, tres pulcros lebratos en un hueco en las colinas, sin duda las primeras víctimas en morir en aquel día de viento y lluvia.

—¡Gritadles! —bramó Osric—. ¡Decidles que son unos cabrones! ¡Llamadlos hijos de puta! ¡Decidles que son mierda del norte! ¡Gritadles! —Sabía que ésa era una manera de poner a los hombres a andar. Los daneses nos gritaban, nos llamaban mujeres, nos decían que no teníamos valor, y nadie de nuestras filas les devolvía los insultos, pero los hombres de Osric empezaron, entonces, y la lluvia se llenó del estrépito de armas golpeando escudos y exabruptos de los sajones.

Me había colgado a Hálito-de-Serpiente a la espalda. En la refriega, es más fácil desenvainar desde el hombro que desde la cadera, y el primer golpe puede ser así despiadado. Llevaba a Aguijón-de-Avispa en la mano derecha. La espada corta, de recia hoja, era adecuada para clavar y, en la prensa de hombres que se enfrenta a un muro de escudos enemigo, una espada corta puede hacer más daño que una larga. Sostenía el escudo, recubierto de hierro por el borde, con el antebrazo izquierdo, mediante dos cinchas de cuero. El escudo llevaba una embozadura de metal del tamaño de la cabeza de un hombre, un arma en sí misma. Steapa, a mi derecha, iba armado con una espada larga, no tan larga como aquella con la que se había enfrentado a mí en Cippanhamm, pero aun así una hoja contundente, aunque en su manaza parecía casi ridícula. Pyrlig cargaba con una lanza para jabalíes, corta, recia y de hoja ancha. Repetía la misma frase una y otra vez.

Ein tad, yr hwn zvyt yn y nefoedd, sancteiddier dy enw. —Más tarde supe que era la oración que Jesús había enseñado a sus discípulos. Steapa murmuraba que los daneses eran unos cabrones.

—Cabrones —decía, y después—: Que Dios me ayude, cabrones. —Una y otra vez, una y otra vez—. Cabrones, que Dios me ayude, cabrones. —Yo tenía la boca demasiado seca para hablar, el estómago revuelto y las tripas sueltas.

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritaba Osric, y avanzamos arrastrando los pies, con los escudos juntos, y ya se veían los rostros enemigos. Vimos las barbas descuidadas, los gruñidos de dientes amarillos, las cicatrices en las mejillas, la piel marcada y las narices rotas. Mi visera sólo me permitía mirar hacia delante. A veces es mejor pelear sin protección facial, para ver los ataques desde todas partes, pero en el choque del muro de escudos la visera resulta muy útil. El casco estaba, además, forrado de cuero. Las flechas salieron disparadas desde las filas danesas. No tenían demasiados arqueros, y los proyectiles se desperdigaron, pero levantamos los escudos para proteger nuestros rostros. Ninguna llegó cerca de mí, aun así retrocedimos hacia atrás y doblamos la fila para observar las murallas verdes de la fortaleza, hasta arriba de hombres, completamente llenas de daneses de espada, y por fin pude ver el estandarte del ala de águila de Ragnar allí; me pregunté qué ocurriría si me encontraba cara a cara con él. Vi las hachas, lanzas y espadas, las hojas en busca de nuestras almas. La lluvia repiqueteaba sobre cascos y escudos.

La fila se detuvo de nuevo. El muro de escudos de Osric y el skjaldborg de Svein estaban separados sólo por veinte pasos, y los hombres veían a sus enemigos inmediatos, veían el rostro del hombre que debían matar o del que los mataría. Ambas facciones gritaban, escupían ira e insultos, y los lanceros arrojaron sus primeros proyectiles.

—¡Manteneos juntos! —gritó alguien.

—¡Que los escudos se toquen!

—¡Dios está con nosotros! —gritó Beocca.

—¡Adelante! —Otros dos pasos, aunque era más un arrastrar de pies que pasos.

—Cabrones —dijo Steapa—. Que Dios me ayude, cabrones.

—¡Ahora! —gritó Osric—. ¡Ahora! ¡Adelante, adelante, matadlos! ¡Adelante y matadlos! ¡Vamos, vamos, vamos! —Y los hombres de Wiltunscir se lanzaron. Emitieron un aterrador grito de guerra, tanto para animarse ellos como para asustar al enemigo, y de repente, después de tanto rato, el muro de escudos avanzó deprisa, entre aullidos humanos; las lanzas llegaron desde la fila danesa, nuestras propias lanzas fueron arrojadas, y entonces llegó el fragor, el auténtico sonido atronador en una batalla, cuando el muro de escudos choca contra el skjaldborg. El impacto de la colisión sacudió al completo nuestra fila, de modo que incluso mis tropas, que aún no estaban enzarzadas, se tambalearon. Oí los primeros gritos, el entrechocar de armas, los golpes del metal despedazando madera de escudo, los gruñidos de los hombres, y entonces vi a los daneses salir de las verdes murallas, una marea de daneses cargando contra nosotros, con la intención de romper el flanco de nuestro ataque, pero ése era el motivo por el que Alfredo nos había puesto a la izquierda de Osric.

—¡Escudos! —rugió Leofric.

Alcé el escudo, lo coloqué en posición entre el de Steapa y el de Pyrlig, y me agaché para recibir la carga. Con la cabeza gacha y el cuerpo protegido por la madera, las piernas falcadas y Aguijón-de-Avispa lista. Tras nosotros y a nuestra derecha los hombres de Osric luchaban. Olía a sangre y a mierda. Esos son los olores de la batalla. Entonces olvidé la lucha de Osric porque la lluvia me daba en la cara, y los daneses bajaban a todo correr, sin muro, una carga presa del frenesí, decidida a ganar la batalla en un furioso asalto. Había cientos de ellos, y nuestros lanceros arrojaron sus armas.

—¡Ahora! —grité, dimos un paso al frente para recibir la carga, y un danés me aplastó el brazo contra el pecho, escudo contra escudo, él me asestó un hachazo hacia abajo y yo embestí con Aguijón-de-Avispa hacia delante, por detrás de su escudo, en su flanco, y su hacha se clavó en el escudo de Eadric, que me protegía la cabeza. Retorcí a Aguijón-de-Avispa, la liberé y volví a hincársela. Su aliento fétido olía a cerveza. El rostro era una mueca. Liberó el hacha. Metí otro tajo y retorcí la punta del sax cuando choqué con malla o hueso, no sabría decir qué—. Tu madre era un pedazo de mierda de cerdo —le dije al danés, él gritó con rabia e intentó hundirme el hacha en el casco, pero yo me agaché y empujé, Eadric me protegió con el escudo, Aguijón-de-Avispa se pringó de sangre, cálida y pegajosa, y rajé hacia arriba.

Steapa gritaba incoherentemente, metía tajos a diestro y siniestro, y los daneses lo evitaban. Mi enemigo dio un traspiés, cayó de rodillas y le aticé con la embozadura del escudo, rompiéndole nariz y dientes, después le hinqué mi sax en la boca ensangrentada. Otro hombre ocupó su lugar inmediatamente, pero Pyrlig le hundió la lanza para jabalíes en el vientre al recién llegado.

—¡Escudos! —aullé, y Steapa y Pyrlig alinearon los suyos instintivamente con el mío. No tenía ni idea de lo que ocurría en ninguna otra parte de la colina. Sólo de lo que quedaba al alcance de Aguijón-de-Avispa.

—¡Uno atrás! ¡Uno atrás! —gritó Pyrlig, y dimos un paso atrás para que los siguientes daneses que ocuparan el lugar de los heridos o muertos tropezaran con los cuerpos caídos de sus camaradas; después dimos otro paso adelante cuando llegaron, para recibirlos al perder el equilibrio. Esa era la manera de hacerlo, el arte del guerrero, y nosotros, como la fuerza de choque de Alfredo, éramos sus mejores guerreros. Los daneses habían cargado contra nosotros a lo bruto, sin molestarse en cerrar los escudos convencidos de que se bastarían con su furia para superarnos. También los había atraído la visión de los estandartes de Alfredo y la certeza de que, si aquellas banderas gemelas caían, la batalla estaría prácticamente ganada; pero su asalto tropezó con nuestro muro de escudos como un océano contra un acantilado, y allí se rompió en pedazos. Dejó hombres en el suelo y sangre en la hierba, y por fin los daneses formaron un muro como es debido y llegaron a nosotros con ritmo más constante.

Oí alinearse los escudos enemigos, vi los ojos enloquecidos de los daneses por encima de los bordes redondos, sus muecas al reunir fuerzas. Entonces gritaron y vinieron a por nosotros.

—¡Ahora! —grité, y empujamos hacia delante para recibirlos.

Los muros de escudos chocaron. Eadric estaba a mi espalda, empujándome hacia delante, y el arte de la batalla consistía ahora en mantener un espacio entre mi cuerpo y mi escudo con un brazo izquierdo fuerte, y después clavar a Aguijón-de-Avispa por debajo del escudo. Eadric podía luchar por encima de mi hombro con la espada. Yo tenía espacio a la derecha porque Steapa era zurdo, lo que significaba que cargaba el escudo con el brazo derecho, y lo fue apartando poco a poco de mí para tener espacio y poder atacar con su espada larga. Aquel agujero, que no era mayor que un pie de hombre, suponía una invitación para los daneses, pero les asustaba Steapa y ninguno intentó colarse por el pequeño hueco. Su altura lo hacía destacar, y su cráneo de piel estirada lo volvía temible. Aullaba como un ternero al que estuvieran degollando, mitad berrido, mitad agresividad, invitando a los daneses a venir y morir. Se negaban. Habían aprendido el peligro que suponíamos Pyrlig, Steapa y yo, y se mostraban cautelosos. En el resto del muro de escudos de Alfredo había hombres muriendo y gritando, espadas y hachas que sonaban como campanas, pero ante nosotros los daneses retrocedían y sólo nos azuzaban con lanzas para mantenernos controlados. Les grité que eran unos cobardes, pero eso no los animó a acercarse a Aguijón, y yo miré a derecha e izquierda y vi que a lo largo de toda la fila de Alfredo los conteníamos. Nuestro muro de escudos era fuerte. Toda aquella práctica en Æthelingaeg estaba dando resultados, y para los daneses la batalla se puso cada vez más complicada porque tomaban la iniciativa, y para llegar a nosotros tenían que superar los cuerpos de sus propios muertos y heridos. Los hombres no ven dónde pisan en la batalla porque miran al enemigo, y algunos daneses tropezaban, otros resbalaban en la lluvia mojada, y cuando perdían el equilibrio, atizábamos fuerte, lanzas y espadas como lenguas de serpiente que fabricaban más y más cadáveres para que el enemigo tropezara.

Los de las tropas de Alfredo éramos buenos. Éramos constantes. Estábamos derrotando a los daneses, pero detrás de nosotros, en la fuerza mayor de Osric, Wessex moría.

Pues el muro de escudos de Osric se había roto.

* * *

Lo habían conseguido los hombres de Wulfhere. No rompieron el muro de Osric luchando contra él, sino intentando unirse a él. Pocos querían luchar por los daneses, ahora que la batalla estaba en pleno fragor; les gritaron a sus paisanos que no eran el enemigo y que querían cambiar de bando, el muro se abrió para dejarlos pasar, y los hombres de Svein se colaron por los huecos como gatos salvajes. Uno tras otro, aquellos huecos se abrieron a medida que los daneses de espada se abrían paso. Se cargaron a los de Wulfhere por detrás; abrieron brechas en las filas de Osric y repartieron muerte como en una plaga. Los vikingos de Svein eran guerreros entre granjeros, halcones entre palomas, y el ala derecha de Alfredo al completo se desmoronó. Arnulf salvó a los hombres de Suth Seaxa guiándolos hacia nuestra retaguardia, y allí estaban a salvo, desde luego, pero el fyrd de Osric quedó roto, y fue hostigado y dispersado hacia el este y el sur.

La lluvia había cesado y un viento húmedo y frío recorrió el borde de las colinas. Los hombres de Alfredo, reforzados por los cuatrocientos de Arnulf y una docena de los fugitivos de Osric, se quedaron solos cuando el fyrd de Wiltunscir se batió en retirada. Los alejaban de nosotros, y Svein y sus jinetes sembraban el pánico entre ellos. El fyrd había estado compuesto por ochocientos hombres formados en una fila firme, y ahora estaban desperdigados en pequeños grupos que se apiñaban para protegerse e intentaban evitar a los jinetes al galope, que les arrojaban sus largas lanzas. Había cadáveres por todas partes. Algunos de los hombres de Osric estaban heridos y reptaban hacia el sur, como si allí pudieran encontrar la seguridad; en esa zona, las mujeres esperaban con los caballos protegiéndose en los túmulos de la gente antigua, pero los jinetes dieron la vuelta y los ensartaron en las lanzas, y los daneses a pie formaban nuevos muros de escudos para impedir la huida a los fugitivos. No podíamos hacer nada por ayudarles, pues seguíamos peleando contra los hombres de Guthrum que bajaban del fuerte y, aunque ganábamos aquella batalla, no podíamos dar la espalda al enemigo. Así que empujamos, cortamos y lanzamos; retrocedieron lentamente, y entonces repararon en que estaban muriendo uno a uno, y oí los gritos daneses de retirada. Los dejamos ir. Retrocedieron, caminando de espaldas, y cuando vieron que no podíamos seguirlos, se dieron la vuelta y corrieron hacia los muros verdes. Dejaron una ordenada fila de cadáveres, sesenta o setenta daneses en el suelo, y nosotros no habíamos perdido más de veinte hombres. Recogí una cadena de plata de un cadáver, dos brazaletes de otro y un bonito cuchillo con empuñadura de hueso y ámbar de un tercero.

—¡Atrás! —gritó Alfredo.

No fue hasta que nos retiramos hasta donde habíamos empezado la batalla cuando reparé en el desastre a nuestra derecha. Nosotros éramos el centro del ataque de Alfredo, pero ahora éramos el ala derecha, y lo que había sido nuestro fuerte flanco derecho estaba despedazado en el caos. Muchos de los hombres de Osric se habían retirado hasta donde esperaban las mujeres y los caballos, y allí habían formado un muro de escudos que, por el momento, les protegía, pero la mayor parte del fyrd había huido más hacia el este y los estaban trinchando hasta convertirlos en grupitos cada vez más pequeños.

Svein reunió por fin a sus hombres, que abandonaron la persecución, aunque para entonces nuestra ala derecha había prácticamente desaparecido. Muchos de aquellos hombres seguían con vida, pero habían sido apartados del campo de batalla y les costaría regresar para recibir más castigo. El mismo Osric estaba entre ellos, y trajo de vuelta a Alfredo a los doscientos que se habían retirado con las mujeres y los caballos, pero eso era todo lo que quedaba. Svein formó de nuevo a sus hombres, de cara a nosotros, y lo vi arengándolos.

—Ahora vienen a por nosotros —dije.

—Dios nos protegerá —contestó Pyrlig. Tenía sangre en la cara. Una espada o un hacha le había perforado el casco y le había abierto el cuero cabelludo, de modo que tenía sangre seca en la mejilla izquierda.

—¿Dónde estaba tu escudo? —le pregunté a Etelwoldo.

—Lo tengo —contestó. Parecía pálido y asustado.

—¡Se supone que tienes que proteger la cabeza de Pyrlig! —le rugí.

—No es nada. —Pyrlig intentaba calmar mi furia.

Etelwoldo parecía estar a punto de replicar, pero de repente se inclinó hacia delante bruscamente y vomitó. Me aparté de él. Estaba enfadado, pero también decepcionado. El miedo que te suelta las tripas había desaparecido, pero la lucha me había parecido inefectiva y poco entusiasta. Habíamos ahuyentado a los daneses que nos habían atacado, aunque no les habíamos hecho suficiente daño como para que abandonaran la pelea. Quería sentir la furia de la batalla, la alegría exultante de la matanza, pero todo parecía lento y difícil.

Había buscado a Ragnar durante la pelea, pues temía tener que luchar contra mi amigo, y cuando los daneses regresaron al fuerte vi que estaba en otra parte de la fila. Ahora lo veía, en la muralla, observándonos. Después miré a la derecha, esperaba ver a Svein comandar a sus hombres en un asalto contra nosotros, pero lo vi galopando hacia el fuerte, y sospeché que iba a pedir refuerzos a Guthrum.

La batalla no llevaba más de una hora en marcha, e hicimos una pausa. Algunas mujeres nos trajeron agua y pan mohoso, mientras los heridos buscaban cualquier ayuda de la que pudieran echar mano. Le envolví un trapo alrededor del brazo izquierdo a Eadric, donde un hacha había atravesado el cuero de su manga.

—Iba dirigido a vos, señor —me dijo con una sonrisa sin dientes.

Le terminé de atar el trapo.

—¿Te duele?

—Un poquito —contestó—, pero no es grave. No es grave. —Flexionó el brazo, descubrió que funcionaba y recogió el escudo.

Volví a mirar a los hombres de Svein, que no parecían tener prisa por reanudar el ataque. Vi a un hombre beber de un pellejo de agua o cerveza. Justo delante de nosotros, entre la fila de muertos, un soldado se incorporó de repente. Era danés, llevaba el pelo negro recogido en trenzas y decorado con cintas. Pensaba que estaba muerto, pero se sentó, nos miró con cara de indignación y pareció bostezar. Me miraba directamente, con la boca abierta, y un chorro de sangre se derramó por su boca y le empapó la barba. Puso los ojos en blanco y cayó hacia atrás. Los hombres de Svein seguían sin moverse. Aún era el ala izquierda del ejército de Guthrum, pero era un ala mucho más pequeña ahora que cuando estaba hinchada por los hombres de Wulfhere, así que me di la vuelta y me abrí paso entre nuestras filas para encontrarme con Alfredo.

—¡Señor! —le grité, y capté su atención—. ¡Atacad a esos hombres! —señalé las tropas de Svein. Estaban a sus buenos doscientos pasos del fuerte y, al menos por el momento, sin jefe, porque Svein se había dirigido a las murallas. Alfredo me miró desde lo alto del caballo y yo lo apremié para que los atacáramos con todos los hombres de nuestra división central. Los daneses tenían el despeñadero a su espalda, y pensaba que podíamos hacerlos retroceder por aquella pendiente traicionera. Alfredo me escuchó, miró a los hombres de Svein, y sacudió la cabeza como atontado. Beocca estaba de rodillas, con las manos bien abiertas y el rostro bien apretado por la intensidad de la oración.

—Podemos alejarlos, señor —insistí.

—Vendrán del fuerte —contestó Alfredo, y quería decir que los daneses de Guthrum bajarían a ayudar a los hombres de Svein.

Algunos bajarían, pero dudaba de que llegaran suficientes.

—¡Pero los queremos fuera del fuerte! —insistí—. ¡Son más fáciles de matar en campo abierto!

Alfredo sacudió la cabeza otra vez. Creo que en aquel momento estaba prácticamente paralizado por miedo a cometer un error, así que decidió no hacer nada. Llevaba un casco simple, sólo con protección nasal y tenía un aspecto mortalmente pálido. No era capaz de ver una oportunidad clara, así que permitiría que el enemigo tomara la siguiente decisión.

Y ése fue Svein. Consiguió más daneses del fuerte, trescientos o cuatrocientos. La mayoría de los hombres de Guthrum se quedaron tras las murallas, pero aquellos que habían atacado a la guardia de Alfredo bajaron a terreno abierto, donde se unieron a las tropas del inmaculado Svein, y allí formaron en un muro de escudos. Vi el estandarte de Ragnar entre ellos.

—Van a atacar, ¿verdad? —dijo Pyrlig. La lluvia le había lavado buena parte de la sangre de la cara, pero la brecha en el casco tenía un aspecto horrendo—. Estoy bien —me dijo al verme mirar la herida—. He recibido golpes peores en peleas con mi mujer. Pero esos cabrones vienen, ¿no es cierto? Quieren seguir matándonos por la derecha.

—Podemos vencerlos, señor —le grité a Alfredo—. Poned a todos nuestros hombres contra ellos. ¡A todos!

Parecía no escuchar.

—¡Traed al fyrd de Wiglaf, señor! —le rogué.

—No podemos mover a Wiglaf —repuso indignado.

Temía que si desplazábamos al fyrd de Sumorsaete de su lugar frente al fuerte, Guthrum conduciría a sus hombres a asaltar nuestro flanco izquierdo, pero yo sabía que Guthrum era demasiado cauteloso como para hacer algo parecido. Se sentía seguro tras las murallas de tierra y quería quedarse a salvo mientras Svein ganaba la batalla por él. Guthrum no se movería hasta que nuestro ejército estuviera destrozado; y entonces lanzaría un asalto. Pero Alfredo no me escuchaba. Era un hombre inteligente, quizás uno de los más inteligentes que he conocido, pero no entendía la batalla. No entendía que la batalla no es una cuestión de números, no es como mover piezas en un tablero de tafl, y que no es ni siquiera una cuestión de quién posee ventaja sobre el terreno, sino de pasión, locura y una furia exaltada e indomable.

Y hasta el momento no había sentido ninguna de aquellas cosas. Los de las tropas de Alfredo habíamos peleado bien, pero no habíamos hecho otra cosa que defendernos. No habíamos desatado la muerte sobre el enemigo, y sólo cuando atacas, ganas. Ahora, al parecer tendríamos que volver a defendernos, y Alfredo se espabiló para ordenarme a mí y a mis hombres que nos pusiéramos a la derecha de su fila.

—Deja los estandartes conmigo —dijo— y asegúrate de que nuestro flanco esté a salvo.

Había honor en aquello. El extremo derecho de la fila era el lugar en que el enemigo intentaría rodearnos, y Alfredo necesitaba buenos hombres para contener aquel flanco, así que formamos un férreo muro allí. Bien lejos, al otro lado de la colina, vi los restos del fyrd de Osric. Nos observaban. Algunos de ellos, pensé, regresarían si pensaban que ganábamos, pero por el momento estaban demasiado asustados para unirse de nuevo al ejército de Alfredo.

Svein cabalgaba con su caballo blanco arriba y abajo, recorriendo su muro de escudos. Gritaba a sus tropas, los animaba. Les decía que éramos debiluchos y que con un solo empujón nos derrumbarían.

—«Y vi aparecer un caballo blanco —me dijo Pyrlig—. Y su jinete era la muerte.» —Me quedé anonadado—. Está en el evangelio —me aclaró avergonzado—, me acaba de venir a la cabeza.

—Pues sacad eso de vuestra cabeza —le espeté—, porque nuestro trabajo es matarlo, no tenerle miedo. —Me di la vuelta para decirle a Etelwoldo que se asegurara de mantener bien arriba el escudo, pero vi que había tomado otra posición en la última fila. Estaba mejor ahí, decidí, así que lo dejé en paz. Svein gritaba que éramos corderos esperando en el matadero, y sus hombres habían empezado a golpear los escudos con las armas. En sus filas quedarían poco más de mil hombres, y asaltarían la división de Alfredo, que sumaría el mismo número, pero los daneses seguían conservando la ventaja, pues todos los hombres del muro de escudos eran guerreros, mientras que la mitad de los nuestros procedía de los fyrds de Defnascir, Thornsaeta, y Hamptonscir. Si hubiéramos traído al fyrd de Wiglaf, habríamos superado a Svein, pero eso, nos habría hundido, porque Guthrum habría reunido valor para abandonar el fuerte. Ambas partes se mostraban cautelosas. Ninguna estaba dispuesta a arriesgarlo todo en la batalla por miedo a perderlo todo.

Los jinetes de Svein estaban en su flanco izquierdo, enfrente de mis hombres. Quería que nos acobardaran los jinetes, pero los caballos no cargaban contra los muros de escudos. Se daban la vuelta, y yo prefería jinetes a soldados. Un caballo sacudía la cabeza y le vi sangre en el cuello. Otro estaba muerto donde el frío viento azotaba los cadáveres, que traía los primeros cuervos del norte. Alas negras sobre cielo gris. Las aves de Odín.

—¡Venid a morir! —gritó de repente Steapa—. ¡Venid a morir, cabrones! ¡Venga!

Sus gritos animaron a otros de nuestra fila a insultar a los daneses. Svein se dio la vuelta, aparentemente sorprendido por nuestro desafío repentino. Sus hombres habían avanzado, pero se habían vuelto a detener, y reparé, con sorpresa, en que nos tenían tanto miedo como nosotros a ellos. Siempre había admirado a los daneses, los consideraba los mejores guerreros bajo el sol. Alfredo, en un momento duro, me dijo en una ocasión que hacían falta cuatro sajones para vencer a un danés, y había verdad en aquello, pero no era una verdad inapelable, y aquel día no era cierto, pues no había pasión en los hombres de Svein. Estaban descontentos, se mostraban reacios a avanzar, y supuse que Guthrum y Svein habrían peleado. O quizás el frío y húmedo viento hubiese apagado el ardor que solía caracterizarlos.

—¡Vamos a ganar esta batalla! —grité, y fui el primer sorprendido.

Los hombres me miraban, preguntándose si mi dios me habría enviado una visión.

—¡Vamos a ganar! —Casi no podía ni hablar. No era mi intención dar un discurso, pero lo di—. ¡Nos tienen miedo! —grité—. ¡La mayoría se esconde en el fuerte porque no se atreven a enfrentarse a las hojas sajonas! Y esos hombres —señalé las filas de Svein con Aguijón-de-Avispa— ¡saben que van a morir! ¡Van a morir! —Me adelanté unos cuantos pasos hacia delante y extendí los brazos para captar la atención de los daneses—. ¡Vais a morir! —les grité en danés, tan alto como pude, y lo repetí en inglés—. ¡Vais a morir!

Y todos los hombres de Alfredo adoptaron aquel grito.

—¡Vais a morir! ¡Vais a morir!

Algo extraño ocurrió entonces. Beocca y Pyrlig aseguraron que el espíritu de Dios sobrevoló nuestro ejército, y puede que ocurriera, eso o que de repente empezamos a creer en nosotros mismos. Creímos que podíamos ganar y mientras entonábamos aquel canto contra el enemigo, empezamos a avanzar, paso a paso, golpeando espadas contra escudos y aullando que el enemigo iba a morir. Yo iba al frente de mis hombres, hostigando al enemigo, gritándoles, bailando mientras avanzaba, y Alfredo me gritó que regresara a las filas. Más tarde, cuando terminamos, Beocca me dijo que Alfredo me había llamado repetidas veces, pero yo saltaba y gritaba, lejos, sobre la hierba, donde yacían los cuerpos, y no pude oírle. Y los hombres de Alfredo me seguían, aunque no había habido orden alguna de avanzar.

—¡Cabrones! —les grité—, ¡cagarros de cabra! ¡Peleáis como chicas! —No sé cuántos insultos proferí aquel día, sólo que insulté a mansalva, y avancé, por mi cuenta, pidiéndole a uno solo de ellos que se enfrentara conmigo hombre a hombre.

Alfredo jamás aprobaba aquellos duelos entre los muros de escudos. Quizá, sensatamente, los desaprobaba porque sabía que no habría podido enfrentarse a uno, pero también porque los consideraba irresponsables. Cuando un hombre invita al campeón del enemigo a luchar, hombre a hombre, invita también a su propia muerte, y si muere, arrebata el ánimo a su facción y da valor al enemigo, así que Alfredo nos prohibía siempre aceptar desafíos enemigos; sin embargo, en aquella fría mañana, un hombre aceptó mi desafío.

Y ese hombre fue el propio Svein. Svein el del Caballo Blanco, que dio la vuelta a su caballo y salió al galope hacia mí con su espada en la mano derecha. Oí los cascos retumbar en la tierra, vi los terrones de hierba húmeda salir disparados detrás, vi el vaivén de las bridas del semental, y el casco de jabalí de Svein por encima del borde de su escudo. Hombre y caballo venían a por mí, los daneses se burlaban y justo entonces me gritó Pyrlig:

—¡Uhtred! ¡Uhtred!

No me di la vuelta para mirarlo. Estaba demasiado ocupado envainando Aguijón-de-Avispa y a punto de sacar a Hálito-de-Serpiente, pero justo entonces la recia lanza para jabalíes de Pyrlig llegó patinando a mis pies sobre la hierba húmeda, y comprendí lo que quería decirme. Dejé a Hálito-de-Serpiente en la funda de mi hombro, y agarré la lanza del britano justo cuando Svein se lanzaba sobre mí. Sólo oía el atronar de los cascos, veía la capa blanca al viento, el brillo reluciente de la hoja gacha, el ondear del penacho de cola de caballo, los ojos blancos del noble bruto, mostrando los dientes, y entonces Svein hizo girar el caballo hacia la izquierda con un golpe seco de las riendas y me asestó un tajo con la espada. Sus ojos ardían tras la visera del casco al inclinarse para matarme, pero al bajar la espada me tiré hacia su caballo y embestí con la lanza las tripas del animal. Tuve que hacerlo con una mano, pues llevaba el escudo en el brazo izquierdo, pero el arma perforó piel y músculos mientras yo aullaba, intentando hincarla más profundamente, y entonces la espada de Svein me golpeo en el escudo levantado con la fuerza de un martillo y con la rodilla derecha me dio un golpe en el casco, de modo que me lanzó hacia atrás con fuerza y quedé tendido boca arriba en la hierba. Tuve que soltar la lanza, pero estaba ya bien clavada en el vientre del caballo, que relinchaba y temblaba, caracoleaba y se sacudía: un chorro de sangre recorría el asta de la lanza, que rebotaba sobre la hierba.

El caballo se desbocó. Svein consiguió mantenerse sobre la silla. Había sangre en el vientre de la bestia. No había herido a Svein, ni siquiera lo había tocado, pero huía de mí, o más bien lo hacía su caballo, que se había desbocado presa del pánico, y enfiló directamente contra su propio muro de escudos. Un caballo vira instintivamente ante un muro de escudos, pero aquel animal estaba cegado por el dolor, y entonces, justo antes de llegar a los escudos daneses, resbaló. Patinó en la hierba húmeda y chocó con fuerza contra el skjaldborg, partiéndolo en dos. Los hombres se apartaron aterrados. Svein se cayó de la silla, el caballo consiguió ponerse en pie de algún modo, retrocedió y relinchó. La sangre salía disparada de la blanca panza, coceaba a los daneses, y entonces cargamos contra ellos a todo correr. Yo ya estaba de pie, con Hálito-de-Serpiente en la mano derecha, el caballo se retorcía y pateaba, los daneses se apartaban de él, y eso abrió su muro de escudos justo cuando recibió nuestro impacto.

Svein se ponía en pie en el momento en que llegaron los hombres de Alfredo. Yo no lo vi, pero los hombres me contaron que la espada de Steapa se llevó por delante la cabeza de Svein de un tajo, tan fuerte que cabeza y casco salieron volando por los aires. Quizá fuera cierto, pero lo que sí era seguro es que la pasión se había apoderado de nosotros: la pasión ciega y ferviente de la batalla. La lujuria de sangre, la rabia asesina y el caballo hacían el trabajo por nosotros despedazando el muro de escudos, de modo que sólo teníamos que embestir hacia los huecos y matar.

Y matamos. No era la intención de Alfredo. Quería esperar a que el ejército danés atacara y confiaba en que resistiéramos, pero nos habíamos liberado de su correa para hacer su trabajo, y reunió el suficiente seso para enviar a los hombres de Arnulf por la derecha porque mis hombres estaban entre el enemigo. Los jinetes habían intentado rodearnos, pero los hombres de Suth Seaxa los ahuyentaron con escudos y espadas, y vigilaron el flanco abierto mientras todos los hombres de Alfredo de Æthelingaeg y todos los de Harald de Defnascir y Thornsaeta se unían a la matanza. Mi primo estaba allí, con sus mercios, y resultó ser un guerrero fornido. Lo vi parar, atacar, tumbar a un hombre, emprenderla con otro, matarlo y proseguir en esa línea. Estábamos enriqueciendo la colina con sangre danesa, porque nosotros poseíamos la furia y ellos no, y los hombres que habían abandonado la batalla, los de Osric, regresaban para unirse de nuevo a la pelea.

Los jinetes se marcharon. No los vi retirarse, aunque su historia será contada. Yo luchaba, gritaba, retaba a los daneses a que vinieran a morir, tenía a Pyrlig a mi lado, con una espada en esta ocasión, la parte izquierda del muro de escudos de Svein estaba rota y sus supervivientes se agrupaban en pequeñas formaciones. Les atacamos. Cargué contra un grupo con mi escudo, hice retroceder a un danés con la embozadura mientras clavaba a Hálito-de-Serpiente y sentía cómo rompía la malla y el cuero. Leofric apareció desde alguna parte, haciendo molinetes con el hacha, y Pyrlig le picó a otro la cara con la punta de la espada. Por cada danés había dos sajones, y el enemigo no tenía ninguna posibilidad. Un hombre pidió clemencia y Leofric le partió el casco en dos con el hacha, de modo que sangre y sesos rezumaron por los jirones de metal. Aparté al hombre de una patada y le hundí a Hálito-de-Serpiente en la ingle a otro hasta que gritó como una mujer dando a luz. Los poetas cantan a menudo sobre aquella batalla, y por una vez en su vida, aciertan al hablar de la alegría de la espada, la canción de las armas, la matanza. Redujimos a los hombres de Svein a pulpa sanguinolenta, y lo hicimos con pasión, maestría y brutalidad. La calma de la batalla me había poseído por fin, y era imposible fallar. Hálito-de-Serpiente había cobrado vida propia, y se la robaba a los daneses que intentaban enfrentarse a mí, pero aquellos daneses estaban despedazados y huían, y toda el ala izquierda de las tan alabadas tropas de Svein había sido derrotada.

De repente no me quedaban enemigos cerca, salvo los muertos y heridos. El sobrino de Alfredo, Etelwoldo, pinchaba a uno de los daneses heridos con una espada.

—O lo matas —le rugí—, o lo dejas con vida. —El hombre tenía una pierna rota y un ojo colgando en la mejilla ensangrentada, y no era ya un peligro para nadie.

—Tengo que matar a un pagano —dijo Etelwoldo. Le dio la vuelta al hombre con la punta de la espada, yo le di una patada al arma, y habría ayudado al herido, pero en ese momento vi a Haesten.

Estaba en el borde de la colina, era un fugitivo, y grité su nombre. Se dio la vuelta y me vio, o vio a un guerrero cubierto de sangre con cota de malla y un casco con forma de lobo, y se me quedó mirando. Quizás entonces reconociera el casco, porque salió huyendo.

—¡Cobarde! —le grité—. ¡Cabrón cobarde y traicionero! ¡Me juraste fidelidad! ¡Te hice rico! ¡Salvé tu vida de mierda!

Entonces se dio la vuelta, medio me sonrió, y me saludó con el brazo izquierdo, de donde colgaban los restos de un escudo. Después corrió hacia lo que quedaba del lado derecho del muro de escudos de Svein, que aún aguantaba, pues los escudos se cerraron con fuerza. Había unos quinientos o seiscientos hombres allí, se habían dado la vuelta, y se habían retirado hacia el fuerte, pero entonces se detuvieron porque los hombres de Alfredo, al no tener nada que matar, se dirigieron hacia ellos. Haesten se unió a las filas danesas, abriéndose paso entre los escudos; vi el estandarte del águila encima de ellos y supe que Ragnar, mi amigo, comandaba a aquellos supervivientes.

Me detuve. Leofric gritaba a los hombres que formaran un muro de escudos, y yo sabía que el ataque había perdido su furia, pero les habíamos hecho daño. Habíamos matado a Svein y a un buen número de sus hombres, y los daneses estaban ahora acorralados contra el fuerte. Me acerqué al borde del despeñadero, siguiendo el rastro de sangre sobre la hierba húmeda, y vi que el caballo blanco se había desbocado cerca del borde y ahora yacía, grotescamente patas arriba y con la piel blanca embadurnada de sangre, a unos cuantos metros terraplén abajo.

—Ese era un buen caballo —comentó Pyrlig. Se había unido a mí junto al terraplén. Pensaba que aquella elevación era la cumbre del despeñadero, pero la tierra era muy uniforme allí, como si un gigante le hubiera pegado una patada a la colina con una bota enorme. El terreno descendía para formar un pronunciado valle que, de repente, volvía a subir en una cresta aún más alta que era la auténtica cumbre. El pronunciado valle descendía hacia la esquina este de la fortaleza, y me pregunté si ofrecería una entrada al bastión. Pyrlig seguía mirando el caballo muerto—. ¿Sabéis qué decimos en casa? —me preguntó—. Decimos que un buen caballo equivale a dos buenos hombres, que una mujer equivale a dos buenos perros, y que un buen perro equivale a dos buenos caballos.

—¿Decís qué?

—No importa. —Me tocó el hombro—. Para ser sajón, Uhtred, peleáis bien. Como un britano.

Decidí que el valle no ofrecía ninguna ventaja para un asalto directo, y me di la vuelta para ver que Ragnar se retiraba paso a paso hacia el fuerte. Sabía que ése era el momento de atacarle, de mantener la furia de la batalla viva y la matanza fresca, pero nuestros hombres saqueaban a los muertos y moribundos y nadie tenía energía para renovar el asalto, aunque nos quedaba aún la más dura tarea de matar daneses protegidos por una muralla. Pensé en mi padre, muerto en un ataque a una muralla. No había demostrado demasiado aprecio por mí, probablemente porque era un niño pequeño cuando murió, y ahora debía seguirle a la trampa mortal de un muro bien protegido. El destino es inexorable.

El estandarte de Svein del caballo blanco había sido capturado y un hombre lo ondeaba ante los daneses. Otro había colocado el casco de Svein sobre una lanza, y al principio pensé que llevaba la cabeza dentro, pero luego me di cuenta de que era sólo el casco. El penacho de cola de caballo era ahora de color rosa. El padre Willibald alzaba las manos al cielo, en una oración de gracias, y me pareció prematuro, pues lo único que habíamos hecho era quebrar a los hombres de Svein; las tropas de Guthrum seguían esperándonos detrás de las murallas. Y Ragnar también estaba allí, seguro en el fuerte. Las murallas formaban un semicírculo que se integraba en las colinas y terminaba al borde del despeñadero. Eran murallas altas, protegidas por una zanja.

—Salvar esos muros va a ser una putada —dije.

—A lo mejor no tenemos que hacerlo —respondió Pyrlig.

—Claro que tendremos que hacerlo.

—No si Alfredo puede convencerlos para que salgan de ahí —repuso Pyrlig, señaló y vi que el rey, acompañado de dos curas, Osric y Harald, se acercaba al fuerte—. Les va a permitir rendirse.

No podía creer lo que veía: ése no era momento para hablar. Era la hora de la matanza, no de las negociaciones.

—No se van a rendir —le dije—. ¡Claro que no! Aún creen que pueden vencernos.

—Alfredo intentará convencerlos —dijo Pyrlig.

—No —sacudí la cabeza—. Les va a ofrecer una tregua. —Estaba enfadado—. Les ofrecerá aceptar rehenes. Les predicará, es lo que siempre hace. —Pensé en unirme a él, aunque sólo fuera para añadir amargura a sus sugerencias razonables, pero no era capaz de reunir fuerzas. Tres daneses se habían acercado a hablar con él, pero sabía que no aceptarían su oferta. No estaban derrotados; ni de lejos. Aún seguían teniendo más hombres que nosotros y controlaban las murallas del fuerte, así que la batalla seguía siendo suya.

Entonces oí los gritos. Gritos de furia y de dolor, y me di la vuelta para ver que los jinetes daneses habían llegado a nuestras mujeres, ellas gritaban y no había nada que pudiéramos hacer.

* * *

Los jinetes daneses habían intentado masacrar a los restos rotos del muro de escudos de Alfredo, pero los que acabaron masacrados fueron los hombres de Svein, y los jinetes, rodeando el flanco izquierdo, se habían retirado por detrás de las colinas. Probablemente, pretendían evitar a nuestro ejército por detrás para reunirse con Guthrum por el oeste, y de camino se habían encontrado con nuestras mujeres y caballos: botín fácil.

Con todo, nuestras mujeres poseían armas, y había unos cuantos heridos con ellas, así que juntos resistieron. Había tenido lugar una pequeña matanza. Después, los jinetes daneses, con nada que lucir tras el ataque, se marcharon hacia el oeste. No habían sido más que unos instantes, pero Hild había agarrado una lanza y embestido contra un jinete, entre gritos de odio por los horrores que los daneses le habían infligido en Cippanhamm, y Eanflaed, que lo vio todo, me contó que Hild le hundió la lanza a un danés en una pierna y el danés se defendió con la espada. Iseult, que había acudido a ayudar a Hild, paró el golpe con una espada, y un segundo danés le metió un hachazo por detrás. Entonces una jauría de mujeres enfurecidas ahuyentó a los daneses. Hild estaba viva, pero a Iseult le habían abierto una brecha y partido el cráneo casi en dos. Había muerto.

—Ahora está con Dios —me dijo Pyrlig cuando Leofric nos trajo las noticias. Lloraba, pero no sabía si era la pena o la ira lo que me consumía. Pyrlig me sostuvo por los hombros—. Está con Dios, Uhtred.

—Entonces los hombres que la han enviado allí van a ir al infierno —espeté—. A cualquier infierno. Helado o en llamas. ¡Hijos de puta!

Me quité de encima a Pyrlig y me acerqué a Alfredo a grandes zancadas. Allí estaba también Wulfhere. Era prisionero, vigilado por dos de los guardaespaldas de Alfredo, y se animó al verme, como si pensara que era su amigo, pero yo le escupí y lo dejé atrás.

Alfredo puso mala cara cuando llegué junto a él. Iba escoltado por Osric y Harald, el padre Beocca y el obispo Alewold, ninguno de los cuales hablaba danés, pero uno de los daneses sabía inglés. Eran tres, todos desconocidos para mí, pero Beocca me dijo que su portavoz se llamaba Hrothgar Ericson, y yo sabía que era uno de los jefes de Guthrum.

—Han atacado a las mujeres —le dije a Alfredo. El rey se me quedó mirando atontado, quizá sin entender lo que acababa de decir—. ¡Han atacado a las mujeres!

—Lloriquea —comunicó el intérprete danés a sus compañeros— porque han atacado a las mujeres.

—Si yo lloriqueo —me volví hacia el danés con furia—, tú vas a gritar —le dije en danés—. Te voy a sacar las tripas por el culo, te las voy a enrollar en ese cuello asqueroso y le voy a dar de comer a mis perros tus ojos. Ahora, si quieres traducir, alfeñique hijo de la gran puta, traduce bien, o vuelve a tus vómitos.

El hombre parpadeó, pero no dijo nada. Hrothgar, resplandeciente en su malla y su casco argentados, medio sonrió.

—Dile a tu rey —dijo—, que podríamos acceder a retirarnos hasta Cippanhamm, pero que queremos rehenes.

Me volví hacia Alfredo.

—¿Cuántos hombres le quedan a Guthrum? —Seguía molesto por mi presencia, pero se tomó la pregunta en serio.

—Suficientes —contestó.

—Suficientes para mantener Cippanhamm y media docena más de ciudades. Nos los cargamos ahora.

—Puedes intentarlo —respondió Hrothgar cuando le tradujeron mis palabras.

Me volví hacia él.

—Maté a Ubba —dije—, y he tumbado a Svein, y lo próximo que voy a hacer es degollar a Guthrum y enviarlo con la puta de su madre. Claro que vamos a intentarlo.

—Uhtred. —Alfredo no sabía qué había dicho, pero entendió mi tono e intentaba calmarme.

—Tenemos trabajo que hacer, señor —contesté. Era la ira lo que hablaba por mí, una ira de igual calibre contra los daneses como contra Alfredo, que volvía a ofrecerles la paz. ¡Cuántas veces lo había hecho ya! Los vencía en la batalla e inmediatamente firmaba una tregua porque creía que se convertirían en cristianos y viviríamos en paz fraternal. Ese era su deseo, vivir en una Britania cristiana devota y piadosa, pero aquel día yo tenía razón. Guthrum no estaba vencido, seguía superándonos en número, y era preciso destruirlo.

—Diles —me indicó Alfredo—, que pueden rendirse a nosotros ahora. Diles que pueden abandonar las armas y salir del fuerte.

Hrothgar trató la propuesta con el desdén que merecía. La mayoría de los hombres de Guthrum aún no había peleado. Estaban muy lejos de la derrota, y las murallas verdes eran altas y las zanjas profundas, y había sido la visión de aquellas murallas lo que había impulsado a Alfredo a hablar con el enemigo. Sabía que los hombres debían morir, muchos hombres, y ése era el precio que no había estado dispuesto a pagar un año antes, cuando Guthrum quedó atrapado en Exanceaster. Pero era un precio que había que pagar. El precio de Wessex.

Hrothgar no tenía nada más que decir, así que se dio la vuelta.

—Decidle al conde Ragnar —le grité—, que sigo siendo su hermano.

—Sin duda lo verás algún día en el Valhalla —me contestó, y me hizo un gesto despreocupado con la mano. Sospechaba que los daneses en ningún momento habían estado dispuestos a negociar una tregua, por no hablar de una rendición, pero cuando Alfredo les ofreció negociar, aceptaron encantados: eso les daba tiempo a organizar sus defensas.

Alfredo me puso mala cara. Estaba claramente molesto porque hubiera intervenido, pero antes de que dijera nada, habló Beocca.

—¿Qué les ha pasado a las mujeres? —preguntó.

—Se han enfrentado a esos hijos de puta —contesté—, pero Iseult está muerta.

—Iseult —repitió Alfredo, y entonces vio las lágrimas en mis ojos y no supo qué decir. Se estremeció, tartamudeó incoherentemente, después cerró los ojos en oración—. Me alegro —dijo tras ordenar sus pensamientos—, de que muriera como cristiana.

—Amén —asintió Beocca.

—Yo preferiría que siguiera viva como pagana —rugí, y después regresé con mis hombres, y Alfredo volvió a convocar a sus comandantes.

En realidad no teníamos elección. Teníamos que atacar el fuerte. Alfredo habló durante un rato de establecer un sitio, pero no era práctico. Teníamos que mantener a un ejército en la cumbre de las colinas y, aunque Osric insistía en que el enemigo no poseía manantiales dentro del fuerte, tampoco nosotros teníamos agua cerca. Ambos ejércitos estarían sedientos, y no poseíamos suficientes hombres para evitar que los daneses bajaran por la empinada orilla del río a por agua. Si el sitio duraba más de una semana, los hombres del fyrd empezarían a volver a casa para cuidar sus campos, y Alfredo se sentiría tentado hacia el perdón, especialmente si Guthrum prometía convertirse al cristianismo.

Así que apremiamos a Alfredo para que atacara. Nada demasiado historiado. Había que formar los muros de escudos y enviar a los hombres contra las murallas, y Alfredo sabía que debían atacar todos los hombres del ejército. Wiglaf y los hombres de Sumorsaete atacarían por la izquierda, los hombres de Alfredo por el centro y Osric, cuyo fyrd se había vuelto a reunir y se veía ahora reforzado por los hombres que habían desertado del ejército de Guthrum, atacaría por la derecha.

—Sabéis cómo hacerlo —ordenó Alfredo sin ningún entusiasmo, pues sabía que nos enviaba a un festín de muerte—. Poned a los mejores hombres en el centro, dejad que ellos guíen, y que los demás empujen por detrás y por los lados.

Nadie dijo nada. Alfredo sonrió con amargura.

—Dios nos ha sonreído hasta el momento —dijo—, y no va a abandonarnos ahora.

Aun así había abandonado a Iseult. La pobre y frágil Iseult, una reina de las sombras y un alma perdida, y yo empujé desde la fila central porque lo único que podía hacer ahora por ella era vengarme. Steapa, tan cubierto de sangre como yo, empujaba desde la fila a mi lado. Leofric estaba a mi izquierda y Pyrlig detrás de mí.

—Lanzas y espadas largas —nos aconsejó Pyrlig—, nada de esas cosas cortas.

—¿Por qué no? —preguntó Leofric.

—Subiremos ese muro empinado —dijo—, y lo único que podremos hacer es tirar a los tobillos. Hacerlos caer. Lo he hecho antes. Se necesitan armas con buen alcance y buenos escudos.

—Que Dios nos ayude —exclamó Leofric. Todos teníamos miedo, pues hay pocas cosas tan temibles en la guerra como el asalto a una fortaleza. Si hubiera estado en mi sano juicio, me habría mostrado reacio a atacar, pero estaba lleno de pena por Iseult y nada más que la venganza llenaba mi mente.

—Vamos —dije—. Vamos.

Pero no podíamos ir. Los hombres recogían las lanzas arrojadas en la escaramuza anterior, y los arqueros se adelantaron. Cada vez que atacáramos, queríamos una lluvia de lanzas que nos precediera y una nube de flechas para incordiar al enemigo, pero llevaba tiempo organizar a los lanceros y arqueros detrás de los hombres que se encargarían del asalto.

Entonces, por desgracia para nuestros arqueros, empezó a llover de nuevo. Los arcos seguirían funcionando, pero el agua debilitaba las cuerdas. El cielo se volvió más oscuro cuando la enorme panza negra de una nube se posó sobre la colina, y la lluvia comenzó a tamborilear sobre nuestros cascos. Los daneses se apiñaban en las murallas, armando ruido con sus armas y escudos a medida que nuestro ejército rodeaba la fortaleza.

—¡Adelante! —gritó Alfredo, y subimos hacia las murallas hasta detenernos justo a tiro de arco. La lluvia perlaba el borde de mi escudo. Había una nueva y brillante cicatriz en el metal que recubría el borde, pero yo no sabía cuándo me la habían hecho. Los daneses se burlaban de nosotros. Sabían lo que se avecinaba, y probablemente lo esperaban con ganas. Desde el momento en que Guthrum subió al despeñadero y descubrió la fortaleza, habría imaginado a los sajones de Alfredo asaltando sus murallas mientras sus hombres nos masacraban al intentar salvar las empinadas protecciones. Aquélla era ahora la batalla de Guthrum. Había colocado a su rival, Svein, y a su aliado sajón, Wulfhere, fuera del fuerte, y sin duda confiaba en que destruyeran buena parte de nuestro ejército antes del asalto a las murallas, y poco le importaba a Guthrum que aquellos hombres se hubiesen destruido entre ellos. Ahora sus hombres se enfrentarían en la batalla que había visto desde el principio.

—¡En el nombre de Dios! —gritó Alfredo, y no dijo nada más porque de repente estalló un trueno, un ruido ensordecedor que consumió los cielos y provocó que algunos nos estremeciéramos. Un rayo pareció hacer saltar chispas en el interior de la fortaleza. La lluvia caía como chuzos de punta, un arrebato que martilleaba y nos empapaba, y más truenos sonaron en la distancia. Quizá pensáramos que aquel ruido salvaje que siguió al estallido de luz era un mensaje de Dios, porque de repente el ejército al completo avanzó. Nadie había dado la orden, a menos que la invocación de Alfredo fuera tal. Sencillamente, avanzamos.

Los hombres gritaban al avanzar. No insultaban, sólo armaban jaleo para reunir valor. No corríamos, caminábamos, pues había que mantener los escudos juntos. Entonces otro trueno hizo temblar la tierra, y la lluvia pareció cobrar una intensidad despiadada. Calaba a los muertos y a los vivos, y estábamos cerca, muy cerca, pero la lluvia era tan densa que resultaba difícil ver siquiera a los daneses. Entonces vi la zanja, ya inundada, sonaron los arcos, volaron las lanzas, chapoteábamos junto a la zanja y las lanzas danesas nos caían encima. Una dio en mi escudo, cayó, tropecé con el asta, casi me caí al agua, me recuperé y empecé a trepar.

No todo el ejército intentó cruzar la zanja. El valor de muchos hombres se quebró al borde de ella pero una docena o más de grupos prosiguió con el ataque. Éramos lo que los daneses llaman svinjylkjas, las cuñas de cerdos salvajes, los guerreros de élite que intentan perforar el skjaldborg como un jabalí con sus colmillos abrir agujeros en el cazador. Pero en esta ocasión no sólo había que abrir el skjaldborg, también cruzar una zanja inundada por la lluvia y trepar por un muro.

Mantuvimos los escudos sobre nuestras cabezas mientras chapoteábamos en la zanja. Entonces trepamos, pero el talud estaba tan resbaladizo que caíamos continuamente, las lanzas danesas no dejaban de llegar, y alguien tiró de mí y acabé a cuatro patas con el escudo sobre la cabeza. El escudo de Pyrlig me cubría la columna, oí los golpes encima y pensé que era el trueno. Sólo que el escudo no dejaba de darme contra el casco y entonces comprendí que tenía a un danés atizándome encima, intentando romper la madera de tilo para clavarme el hacha o espada en la columna, así que volví a trepar, levanté el extremo más bajo del escudo y vi botas. Tiré con Hálito-de-Serpiente, intenté ponerme en pie, noté un golpe en la pierna y volví a caer. Steapa rugía a mi lado. Tenía barro en la boca, y la lluvia seguía machacándonos. Oía el estrépito de las hojas hundiéndose en los escudos, y supe que habíamos fracasado, pero intenté volverme a poner en pie, volví a atacar con la espada, y a mi izquierda Leofric emitió un grito agudo y vi sangre manar sobre la hierba. La sangre se diluyó inmediatamente en la lluvia, y otro trueno estalló por encima de nuestras cabezas cuando resbalé de nuevo hacia la zanja.

El talud estaba lleno de surcos por allí donde habíamos intentado trepar; la hierba había desaparecido hasta mostrar la caliza blanca. Habíamos fracasado en nuestro primer intento, y los daneses nos desafiaban a gritos. Entonces otra oleada de hombres cruzó la zanja y el estruendo de escudos y armas comenzó de nuevo. Trepé una segunda vez, intentando aferrar las botas en la piedra, tenía el escudo levantado y no vi a los daneses bajar a por mí, y lo primero que supe de ellos fue un hachazo que golpeó mi escudo con tanta fuerza que los tablones se partieron. Un segundo hachazo llegó al casco, caí hacia atrás, y habría perdido a Hálito-de-Serpiente de no haber sido por el mechón de cabello de Iseult que la ataba a mi muñeca. Steapa consiguió hacerse con una lanza danesa y tiró a su propietario abajo, donde una docena de sajones lo aniquilaron con una furia tal que la zanja hervía de agua, sangre y espadas. Alguien gritó que volviéramos a la carga, vi que era Alfredo, a pie, que venía a cruzar la zanja, y yo les rugí a mis hombres que lo protegieran.

Pyrlig y yo conseguimos ponernos delante del rey y nos quedamos allí, protegiéndole, mientras intentábamos salvar aquel talud manchado de sangre por tercera vez. Pyrlig aullaba en su lengua materna, yo maldecía en danés, y de algún modo conseguimos subir hasta la mitad y ponernos en pie. Alguien, quizá fuera Alfredo, me empujaba desde detrás. La lluvia nos empapaba, caía sobre nosotros como un martillo. Otro trueno sacudió la tierra bajo nuestros pies mientras azuzaba con Hálito-de-Serpiente, intentando abrir un hueco entre los escudos daneses. Volví a atacar, y el golpe de la hoja al golpear la embozadura de un escudo me sacudió el brazo. Un danés, todo barba y ojos desorbitados, me intentó clavar una lanza. Hice lo propio con la espada, grité el nombre de Iseult, intenté trepar, y el danés de la lanza volvió a embestir con ella. Me dio en la parte frontal de casco, la cabeza me fue hacia atrás, y otro danés me golpeó en un costado de la cabeza. El mundo se volvió impreciso y oscuro, resbalé y sólo reparé a medias en que caía a la zanja llena de agua. Alguien tiró de mí y me arrastró de nuevo hasta el otro lado de la zanja. Allí intenté ponerme en pie, pero volví a caer.

El rey. El rey. Había que protegerlo, y estaba en la zanja la última vez que lo había visto. Y sabía que Alfredo no era ningún guerrero. Era valiente, pero no amaba la matanza como un guerrero. Intenté ponerme en pie de nuevo, y esta vez lo conseguí, pero la bota derecha escupió sangre por el borde cuando apoyé el peso sobre aquella pierna. El fondo de la zanja estaba a rebosar de muertos y moribundos, la mitad ahogados por el diluvio, pero los vivos habían huido de la zanja y los daneses se reían de nosotros.

—¡A mí! —aullé. Había que hacer un último esfuerzo. Steapa y Pyrlig cerraron filas junto a mí, Eadric estaba allí, y yo estaba aturdido, me zumbaba la cabeza y notaba el brazo desfallecer, pero teníamos que hacer un último esfuerzo—. ¿Dónde está el rey? —pregunté.

—Lo he sacado de la zanja —me dijo Pyrlig.

—¿Está a salvo?

—Les he dicho a los curas que lo retengan. Que le aticen si vuelve a intentarlo.

—Un ataque más —dije. Aunque no quería hacerlo. No quería pisar por encima de los muertos de la zanja e intentar trepar por aquel muro imposible; sabía que era estúpido, que moriría si volvía a intentarlo, pero éramos guerreros, y los guerreros no son vencidos. Es la reputación. Es el orgullo. Es la locura de la batalla. Empecé a golpear mi escudo con Hálito-de-Serpiente, y otros hombres se sumaron al ritmo, y los daneses, tan cerca, nos invitaban a subir a morir. Les grité que allá íbamos.

—Que Dios nos ayude —dijo Steapa.

—Que dios nos ayude —coreó Pyrlig.

No quería ir. Estaba asustado, pero temía más ser llamado cobarde de lo que temía las murallas, así que les grité a mis hombres que mataran a esos cabrones y corrí. Corrí y salté por encima de los cadáveres de la zanja, perdí pie en el otro extremo, caí sobre mi escudo y me di la vuelta para que ningún danés me clavara una lanza en la espalda descubierta. Volví a ponerme en pie, el casco se me había torcido al caer, de modo que la visera casi me cegaba, me lo coloqué recto con la empuñadura de la espada mientras empezaba a trepar, y Steapa estaba allí, y Pyrlig conmigo, y esperé el primer golpe danés.

No llegó. Me mantuve a duras penas sobre el talud, con el escudo cubriéndome la cabeza, esperaba el golpe mortal, pero sólo había silencio, así que levanté el escudo y pensé que había muerto, pues lo único que veía era el cielo abriéndose en dos. Los daneses habían desaparecido. Un instante antes estaban burlándose de nosotros, llamándonos mujeres y cobardes, jactándose de cómo nos rajarían la panza y alimentarían con nuestras tripas a los cuervos, y ahora habían desaparecido. Trepé a duras penas hasta lo alto de la muralla, vi una segunda zanja y un segundo muro, y a los daneses que trepaban por ese muro interior. Supuse que intentaban armar allí la defensa, pero desaparecieron detrás de él y Pyrlig me cogió de un brazo y tiró de mí.

—¡Están corriendo! —gritó—. ¡Por Dios que los muy cabrones están huyendo! —Tenía que gritar para que lo oyera.

—¡Vamos, vamos! —aulló alguien, así que corrimos hasta la segunda zanja inundada y subimos la segunda muralla, y allí vi que los hombres de Osric, el fyrd de Wiltunscir que había sido derrotado al principio de la batalla, había conseguido cruzar los muros de la fortaleza. Luego supimos que habían ido hasta el valle donde yacía muerto el caballo blanco, y que bajo la lluvia cegadora se habían abierto paso hasta la esquina este del fuerte que, al considerarla inaccesible, no estaba bien defendida. La muralla era más baja allí, apenas poco más que un montículo de hierba en la ladera del valle, y Osric y sus hombres se habían colado en masa y atacado por detrás a los defensores.

Los daneses corrían. Si se hubiesen quedado, habrían sido masacrados uno a uno, así que huyeron por el amplio interior del fuerte; los que más tardaron en darse cuenta de que la batalla estaba perdida, quedaron atrapados. Yo sólo quería matar para vengar a Iseult; tumbé a dos fugitivos, rajándolos con Hálito-de-Serpiente con tanta fuerza que les abrió malla, cuero y carne como si fuera un hacha. Gritaba de ira, quería más víctimas, pero éramos demasiados y los daneses atrapados muy pocos. La lluvia seguía cayendo y los truenos rugiendo mientras buscaba más enemigos que matar, y entonces vi un último grupo, espalda contra espalda, defendiéndose de una marabunta de sajones. Corrí hacia ellos y de repente vi su estandarte. Un ala de águila. Era Ragnar.

Sus hombres, inferiores en número y desbordados, morían.

—¡Dejadlo vivo! —grité—. ¡Dejadlo vivo! —Tres sajones se volvieron y, al ver el pelo largo y los brazaletes en los brazos cubiertos de malla, debieron de pensar que era danés, pues corrieron hacia mí. Paré al primero con Hálito-de-Serpiente. El segundo me atizó un mazazo en el casco con el hacha, el tercero me rodeó, yo me di la vuelta rápido, usando a Hálito-de-serpiente como una guadaña, y les grité que era sajón, pero no me oyeron. Entonces Steapa se les echó encima y se desperdigaron, y Pyrlig me cogió del brazo, pero yo me zafé de él y corrí hacia Ragnar, que rugía desde el centro del círculo de enemigos, invitándolos a que intentaran matarlo. Su estandarte había caído, su tripulación estaba muerta, pero él parecía un dios de la guerra con la cota brillante, el escudo a pedazos, la larga espada y su rostro desafiante, y entonces el círculo empezó a cerrarse. Corrí, gritando, él se volvió hacia mí, pensando que iba a matarlo, levantó la espada y yo desvié el golpe con el escudo, le eché los brazos encima y lo tumbé a tierra.

Steapa y Pyrlig nos guardaban. Steapa y Pyrlig rechazaron a los sajones, les dijeron que buscaran otras víctimas, y yo me aparté de Ragnar, que se sentó y me miró sorprendido. Vi que tenía la mano del escudo ensangrentada. Una hoja había atravesado el escudo y le había partido la palma, un tajo entre los dedos, de modo que parecía como si tuviera dos manos en lugar de una.

—Hay que vendar esa herida —le indiqué.

—Uhtred —se limitó a decir él, como si no pudiera creer que era yo.

—Te he buscado porque no quería luchar contra ti. Se estremeció al sacudirse los restos del escudo roto de la mano herida. Vi al obispo Alewold corriendo por el fuerte con el hábito manchado de barro, elevando los brazos al cielo y gritando que Dios nos había entregado a los paganos.

—Le dije a Guthrum que peleáramos fuera del fuerte —comentó Ragnar—. Os habríamos matado a todos.

—Desde luego —coincidí. Al quedarse dentro del fuerte, Guthrum había permitido que derrotáramos a su ejército pedazo a pedazo, pero aun así era un milagro que el día fuera nuestro.

—Estás sangrando —señaló Ragnar. Me había llevado un lanzazo en la parte de atrás del muslo derecho. Aún conservo la cicatriz.

Pyrlig cortó un pedazo de tela del jubón de un muerto y lo usé para vendarle a Ragnar la mano. Él quería vendarme el muslo, pero la hemorragia había parado, y podía ponerme en pie, aunque el dolor, que no había sentido desde el momento en que me hirieron, de repente empezó a torturarme. Me toqué el martillo de Thor. Habíamos ganado.

—Han matado a mi mujer —le conté a Ragnar. El no dijo nada, sólo se quedó a mi lado, y como el muslo me hacía retorcerme de dolor y de repente me sentí débil, le puse un brazo alrededor de los hombros—. Se llamaba Iseult —le dije—, y mi hijo también está muerto. —Me alegré de que lloviera, mis lágrimas pasaban desapercibidas—. ¿Dónde está Brida?

—La envié colina abajo —me dijo Ragnar. Cojeábamos juntos hacia la muralla norte del fuerte.

—¿Y tú te quedaste?

—Alguien se tenía que quedar para cubrir la retaguardia —dijo débilmente. Creo que también él lloraba, por la vergüenza de la derrota. Era una batalla que Guthrum no podía perder. Y aun así, la había perdido.

Pyrlig y Steapa seguían conmigo, y vi a Eadric despojar a un danés muerto de su cota de malla, pero no había señal de Leofric. Le pregunté a Pyrlig dónde estaba, y Pyrlig me devolvió una mirada afligida y sacudió la cabeza.

—¿Muerto? —pregunté.

—Un hachazo —contestó—, en la columna. —Estaba consternado, demasiado para hablar, pues no me parecía posible que el indestructible Leofric estuviera muerto, pero lo estaba, y deseé poder darle un funeral danés, un funeral de fuego, para que el humo de su cadáver se elevara hasta los salones de los dioses—. Lo siento —se lamentó Pyrlig.

—El precio de Wessex —contesté, y después subimos a las murallas del norte, abarrotadas con los soldados de Alfredo.

La lluvia remitía, aunque aún caía en grandes cortinas por la llanura de abajo. Era como si estuviéramos en el borde del mundo y, delante de nosotros, se extendiera una inmensidad de nubes y lluvia. En la larga y pronunciada ladera, cientos de daneses huían despavoridos hasta el pie del despeñadero, donde habían dejado los caballos.

—Guthrum —exclamó Ragnar con amargura.

—¿Está vivo?

—Fue el primero en salir huyendo —respondió—. Svein le dijo que lucháramos fuera de las murallas —prosiguió—, pero Guthrum temía la derrota mucho más de lo que deseaba la victoria.

Se oyeron gritos de júbilo cuando llevaron los estandartes de Alfredo a través del fuerte capturado hasta las murallas del norte. Alfredo, a caballo otra vez, y con un aro de bronce alrededor del casco, cabalgaba con las insignias. Beocca, de rodillas en el barro sangriento, daba gracias mientras Alfredo lucía una sonrisa atarantada y mirada incrédula. Y juro que, en el momento en que clavaron sus estandartes sobre el montículo del fin del mundo, lloró. El dragón y la cruz ondearon por encima de su reino, un reino que casi había perdido y que había salvado en el último momento. Así que aún quedaba un rey sajón en Inglaterra.

Pero Leofric estaba muerto e Iseult era un cadáver, y una lluvia copiosa anegaba la tierra que habíamos salvado.

Wessex.