Capítulo XII

La mayoría de los hombres llegaban en grandes grupos, comandados por sus thane, mientras que otros venían en pequeñas bandas, pero juntos conformaban por sí solos un ejército. Arnulf, ealdorman de Suth Seaxa, trajo cerca de cuatrocientos hombres y se disculpó porque no fueran más, pero había barcos daneses en la costa y se había visto obligado a dejar parte de su fyrd para guardar la orilla. Los hombres de Wiltunscir habían sido convocados por Wulfhere para unirse al ejército de Guthrum, pero el alguacil, un hombre adusto llamado Osric, había buscado en el sur de la comarca y conseguido que unos ochocientos desoyeran las órdenes del ealdorman y acudieran en auxilio de Alfredo. Llegaron más hombres del lejano Sumorsaete para unirse al fyrd de Wiglaf, que sumaba ahora mil soldados, y la mitad de esa cifra se presentaron desde Hamptonscir, incluida la guarnición de Burgweard, entre los que se contaban Eadric y Cenwulf, tripulantes del Heahengel: ambos me abrazaron, y con ellos venía el padre Willibald, emocionado y nervioso. Casi todos los hombres llegaron a pie, cansados y hambrientos, con las botas hechas pedazos, pero venían con espadas, hachas, lanzas y escudos, y a media tarde teníamos cerca de tres mil hombres en el valle del Wilig y vi que llegaban más cuando cabalgué hasta la colina, donde me había parecido ver a los exploradores daneses.

Alfredo me envió a explorar y, en el último momento, el padre Pyrlig se ofreció a acompañarme. El rey se sorprendido, pareció pensar en ello durante un instante, y después asintió.

—Traed a Uhtred a salvo, padre —había dicho con formalidad.

No dije nada mientras cruzábamos el campamento cada vez más grande, pero en cuanto nos quedamos solos le dediqué a Pyrlig una mirada de amargura.

—Eso estaba preparado —le dije.

—¿En serio?

—Que vos vinierais conmigo. ¡Hasta tenía vuestro caballo ensillado! ¿Así que, qué quiere Alfredo?

Pyrlig sonrió.

—Quiere que os convirtáis al cristianismo, por supuesto. El rey tiene una fe enorme en mi labia.

—Soy cristiano —le contesté.

—¿Lo sois?

—Estoy bautizado, ¿no? Y dos veces, además.

—¡Dos veces! Doblemente santo, ¿eh? ¿Y por qué fuisteis bautizado dos veces?

—Porque me cambiaron el nombre cuando era niño y mi madrastra pensó que el cielo no me reconocería por mi antiguo nombre.

Se rio.

—¿Así que os quitaron el diablo la primera vez y os lo derramaron encima la segunda? —No contesté, y Pyrlig cabalgó en silencio durante un rato—. Alfredo quiere que os convierta en un buen cristiano —dijo al cabo de un rato— porque quiere la bendición de Dios.

—¿Cree que Dios lo va a castigar porque lucho para él?

Pyrlig sacudió la cabeza.

—Sabe, Uhtred, que los enemigos son paganos. Si ganan, Cristo habrá sido vencido. No sólo es una guerra por la tierra, es una guerra por Dios. Y Alfredo, el pobre hombre, es un sirviente de Cristo, así que hará todo lo que pueda por su señor, y eso implica intentar convertiros en un pío ejemplo de humildad cristiana. Si consigue que vos os arrodilléis, será fácil postrar a los daneses.

Me reí, como él quería.

—Si eso va a animar a Alfredo —dije—, decidle que soy un buen cristiano.

—Pensaba decírselo de todos modos —contestó Pyrlig—, para animarlo un poco, pero lo cierto es que quería acompañaros.

—¿Por qué?

—Porque echo de menos esta vida. ¡Dios, si la echo de menos! Me encantaba ser guerrero. ¡Cuánta irresponsabilidad! La disfrutaba mucho. Matar y fabricar viudas, ¡asustar a los niños! Era buenísimo, y lo echo de menos. Y siempre fui buen explorador. Veíamos a los sajones llegar con tanta discreción como una piara de cerdos y jamás descubrían que los observábamos. No os preocupéis, no voy a hablaros de Cristo, me da igual lo que quiera el rey.

Nuestra tarea consistía en encontrar daneses, si es que estaban cerca. Alfredo había marchado hasta el valle del Wilig para bloquear cualquier avance que hiciera Guthrum en el corazón de Wessex, pero seguía temiendo que los daneses se resistieran al anzuelo de destruir su pequeño ejército, y que nos rodearan para tomar el sur de Wessex, lo que nos habría dejado abandonados y expuestos a las guarniciones danesas. Esa incertidumbre provocaba que Alfredo se mostrara desesperado por noticias del enemigo, así que Pyrlig y yo cabalgamos hacia el noreste del valle, hasta que llegamos a unos prados donde un río más pequeño discurría hacia el sur para unirse al Wilig, y seguimos un arroyo hasta una población grande que había sido reducida a cenizas. El río atravesaba buenos campos, pero no había ganado, ni ovejas y la tierra estaba sin arar y llena de hierbas. Íbamos despacio, pues los caballos estaban cansados y nos encontrábamos bastante al norte del ejército. El sol estaba bajo en el cielo del oeste, aunque ya estábamos en mayo y los días se alargaban. Las efímeras abundaban en la superficie del río, las truchas subían a alimentarse, y un pequeño jaleo nos hizo detenernos, pero no eran más que dos crías de nutria escurriéndose hacia el agua bajo las raíces de un sauce. Las palomas anidaban en el espino, las currucas gritaban desde la orilla del río, y en alguna parte, un pájaro carpintero tamborileaba intermitentemente. Cabalgamos en silencio durante un rato, nos separamos del río y nos metimos en un huerto, donde los torcecuellos cantaban entre las flores rosas.

Pyrlig metió a su caballo bajo unos árboles y señaló una parte fangosa de la hierba, y pude ver pisadas de caballo mezcladas con pétalos caídos. Las huellas eran frescas, y había muchas.

—Los muy cabrones han estado aquí, ¿verdad? —dijo—. Y no hace mucho.

Levanté la vista para examinar el valle. No se veía a nadie. Las colinas se alzaban empinadas a cada lado con densos bosques en las laderas inferiores. Tuve la sensación repentina e incómoda de que estábamos siendo observados, de que estábamos armando ruido y los lobos andaban cerca.

—Si fuera danés —Pyrlig hablaba en voz baja, y me pareció que compartía mi incomodidad—, me pondría allí. —Señaló con la cabeza hacia los árboles al oeste.

—¿Por qué?

—Porque cuando los habéis visto, ellos nos han visto a nosotros, y ésa es la dirección por la que nos han visto. ¿Tiene sentido? —Se rio irónicamente—. No sé, Uhtred, sólo creo que los muy cabrones están ahí.

Así que nos desplazamos hacia el este, íbamos lentamente, como si no tuviéramos ninguna preocupación en el mundo, pero en cuanto nos metimos en el bosque, giramos hacia el norte. Ambos inspeccionamos el terreno en busca de más huellas, pero no vi ninguna, y la sensación de ser observados había desaparecido, aunque sí esperamos un buen rato para intentar adivinar si alguien nos seguía. Sólo el viento en los árboles. Aun así, sabía que los daneses andaban cerca, justo como los perros de caza saben que hay lobos en la cercana oscuridad. Se les eriza el pelo del cuello, enseñan los dientes, tiemblan.

Llegamos al lugar en que terminaban los árboles y desmontamos, atamos a los caballos, nos acercamos al borde del bosque y nos quedamos mirando.

Y al final los vimos.

Había treinta o cuarenta daneses al otro extremo del valle, encima de los bosques; estaba claro que habían subido al borde de las colinas para otear hacia el sur, y que ahora regresaban. Bajaban a caballo en una línea desperdigada para meterse en el bosque.

—Una partida de expedición —dijo Pyrlig.

—No pueden haber visto demasiado desde aquella colina.

—Nos han visto a nosotros —dijo.

—Sí, eso creo.

—¿Y no nos han atacado? —parecía sorprendido—. ¿Por qué no lo han hecho? —Miradme.

—Tengo el placer todos los días.

—Han pensado que era danés —dije. No llevaba malla ni casco, así que me caía la melena por la espalda cubierta de cuero, y en los brazos me brillaban los brazaletes—. Y probablemente han pensado que vos seáis mi oso bailarín —añadí.

Se rio.

—¿Pues los seguimos?

El único riesgo era cruzar el valle, pero si el enemigo nos veía, seguirían pensando que era uno de los suyos, así que nos metimos en terreno abierto y subimos hasta el otro extremo del bosque. Los oímos antes de verlos. Iban sin cuidado, hablando y riendo, sin ser conscientes de que había sajones cerca. Pyrlig se metió el crucifijo bajo el cuero. Después, esperamos hasta que el último de los daneses pasara, antes de espolear a los caballos colina arriba para encontrar sus huellas y seguirlas. Las sombras se alargaban, y eso me indicó que el ejército danés debía de andar cerca, pues la partida de exploradores querría regresar al campamento antes de que se hiciera de noche; sin embargo, cuando el montañoso terreno se volvió llano, vimos que no tenían ninguna intención de unirse a las fuerzas de Guthrum aquella tarde. Los daneses de la patrulla tenían su propio campamento, y cuando nos acercamos a él casi nos sorprende otro grupo de exploradores montados que venía del este. Oímos a los recién llegados, nos ocultamos en un matorral y observamos a la docena de hombres llegar a caballo; sólo entonces desmontamos y nos agachamos entre los árboles para ver cuánta gente formaba el campamento.

Habría quizás unos ciento cincuenta daneses en el pequeño pasto. Empezaban a encender hogueras, lo que sugería que pensaban pasar la noche donde estaban.

—Son todo exploradores —dedujo Pyrlig.

—Seguros de sí, los muy cabrones —comenté. Aquellos hombres habían sido enviados a explorar las colinas, y les pareció seguro acampar a cielo abierto, convencidos de que ningún sajón los atacaría. Y tenían razón. El ejército sajón estaba muy al sur, y no teníamos ninguna cuadrilla de guerra en la zona, así que los daneses pasarían una noche tranquila; por la mañana, sus exploradores volverían a vigilar los movimientos de Alfredo.

—Pero están aquí —prosiguió Pyrlig—, lo que significa que Guthrum les sigue.

—Quizá —dije. También era probable que Guthrum estuviera marchando hacia el este o el oeste, y que hubiese enviado a estos hombres para asegurarse de que Alfredo desconocía sus movimientos.

—Tendríamos que volver —dijo Pyrlig—. Pronto oscurecerá.

Pero yo había oído voces y levanté una mano para silenciarlo, después me desplacé a la derecha, manteniéndonos donde la maleza era más espesa, y escuché lo que me parecía haber oído. Inglés.

—Aquí hay sajones —dije.

—¿Los hombres de Wulfhere?

Cosa que tenía sentido. Estábamos en Wiltunscir, y los hombres de Wulfhere conocían el territorio, y ¿quién mejor para guiar a los daneses que vigilaban a Alfredo?

Los sajones venían del bosque y nos quedamos detrás de los matojos de espinos hasta que oímos el sonido de hachas. Cortaban leña. Eran unos doce. La mayor parte de los hombres que seguían a Wulfhere se mostrarían reacios a luchar contra Alfredo, pero algunos habían abrazado la nueva causa de su ealdorman, y sin duda eran los hombres que habrían enviado a guiar a las tropas danesas. Wulfhere sólo habría enviado hombres de su confianza, en el temor de que los menos leales desertaran para unirse a Alfredo o salieran huyendo, así que aquellos sajones eran probablemente de las tropas de la casa, los guerreros que más partido sacarían de estar en el lado vencedor en una guerra entre los daneses y los sajones.

—Tendríamos que regresar con Alfredo antes de que oscurezca del todo —susurró Pyrlig.

Pero entonces oímos una voz, cercana y petulante.

—Iré mañana —dijo la voz.

—No iréis, señor —respondió el hombre. Se oyeron salpicaduras y comprendí que uno de los hombres se había acercado a los arbustos a mear, y que el otro le seguía.

—Mañana no iréis a ningún sitio —repitió el segundo hombre—. Os quedaréis aquí.

—¡Sólo quiero verlos! —suplicó la voz caprichosa.

—Los veréis pronto. Pero no mañana. Os quedaréis aquí con los guardias.

—No podéis obligarme.

—Puedo hacer lo que quiera con vos, señor. Mandaréis aquí, pero aun así seguís mis órdenes. —La voz del hombre era dura y profunda—. Y mis órdenes son que os quedáis aquí.

—Iré si quiero —insistió débilmente la primera voz, aunque no pareció conseguir que le hicieran caso.

Muy lentamente, de modo que la hoja no hiciera ningún ruido al salir de la vaina, extraje a Hálito-de-Serpiente. Pyrlig me observaba, sorprendido.

—Apartaos —le susurré—, y haced algo de ruido. —Frunció el ceño sin comprender, pero yo le hice un gesto con la cabeza y confió en mí. Se puso en pie y caminó hacia nuestros caballos, silbando suavemente, e inmediatamente los dos hombres lo siguieron. El de la voz profunda estaba al mando. Era un viejo guerrero, con el rostro surcado de cicatrices, y era enorme.

—¡Eh, tú! —gritó—. ¡Para! —Y justo entonces salí de detrás de un espino y, con un certero molinete de Hálito-de-Serpiente, le metí un tajo entre la barba y la garganta, fue tan profundo que la sentí chocar contra la columna. La sangre, repentina y reluciente en el atardecer primaveral, se extendió sobre el mantillo de hojas. El hombre cayó al suelo como un buey en el matadero. El segundo hombre, el mimado, le seguía de cerca y se quedó tan conmocionado y asustado que no se le ocurrió siquiera huir, así que lo cogí del brazo y lo metí bajo los arbustos.

—No puedes… —empezó a decir, y yo le puse la parte plana de Hálito-de-Serpiente, aún ensangrentada, en la boca, y empezó a gimotear de terror.

—Ni un ruido —le dije—, o estás muerto. —Pyrlig regresó entonces, espada en mano.

El monje miró al muerto, que llevaba los calzones aún sin atar. Se inclinó sobre él, y le hizo la señal de la cruz en la frente. Había muerto rápido, y la captura de su compañero había sido silenciosa, ninguno de los que cortaban leña había reparado en ella. Las hachas seguían golpeando, reverberando en el bosque.

—Este se lo vamos a llevar a Alfredo —le dije a Pyrlig, y desplacé la espada hasta la garganta de mi cautivo—. Emite un solo sonido —le dije apretando la hoja contra la piel—, y te rajo desde tu gastada garganta a tu gastada ingle. ¿Me entiendes?

Asintió.

—Porque te estoy devolviendo el favor que te debo —le aclaré, y sonreí con amabilidad.

Pues mi cautivo era Etelwoldo, el sobrino de Alfredo y pretendiente al reino de los sajones del oeste.

* * *

El hombre que había matado se llamaba Osbergh, y había sido el comandante de las tropas personales de Wulfhere. Su tarea en el día de su muerte consistía en asegurarse de que Etelwoldo no se metiera en problemas.

Etelwoldo tenía talento para la desgracia. Por derecho, hubiese tenido que ser rey de Wessex, aunque me atrevería a decir que habría sido el último, pues era impetuoso y un cabeza de chorlito, y sus dos consuelos por haber perdido el trono a manos de su tío Alfredo eran la cerveza y las mujeres. Aun así, siempre había querido ser guerrero. Alfredo le había negado la oportunidad, pues no se atrevía a permitir que Etelwoldo se labrara un nombre en el campo de batalla. Etelwoldo, el auténtico rey, tenía que seguir haciendo el ridículo para que ningún hombre viera en él un rival para Alfredo. Habría sido mucho más fácil matar a Etelwoldo, pero Alfredo era un sentimental con la familia. O quizá fuera la conciencia cristiana. Fuera cual fuera el motivo, al joven Etelwoldo se le había permitido seguir con vida, y él había recompensado a su tío poniéndose en ridículo constantemente.

Sin embargo, los últimos meses, en los que se había visto libre de la correa de Alfredo, habían alentado su ambición truncada. Vestía malla y llevaba espadas. Era un hombre atractivo y alto, y representaba bien el papel de guerrero, aunque no poseía un alma acorde. Se había meado encima cuando le puse a Hálito-de-Serpiente en la garganta, y ahora era mi cautivo, así que no plantaba cara. Estaba asustado, dócil y contento de ser guiado.

Nos contó cuánto había incordiado a Wulfhere para que le dejara luchar, y cuando envió a Osbergh y a veinte hombres más a guiar a los daneses por las colinas, le entregaron el mando honorífico.

—Wulfhere dijo que estaba al mando —nos contó ridículamente enojado—, pero tenía que obedecer a Osbergh.

—Wulfhere es un completo merluzo por dejar que te alejaras tanto de él —le dije.

—Creo que estaba cansado de mí —admitió Etelwoldo.

—¿Cansado de ti? ¿Te estabas cepillando a su mujer?

—¡Sólo es una sirvienta! Pero quería unirme a los exploradores, y Wulfhere me dijo que aprendería mucho de Osbergh.

—Acabas de aprender a no mear nunca en un espino —le dije—, y eso es de mucha utilidad.

Etelwoldo montaba el caballo de Pyrlig, y el cura galés conducía a la bestia por las riendas. Le habíamos atado las manos. Aún quedaba una chispa de luz en el cielo del oeste, lo suficiente para bajar hasta el pequeño río con facilidad. Le expliqué a Pyrlig quién era aquel joven, y el cura le sonrió.

—¿Así que sois príncipe de Wessex?

—Tendría que ser rey —replicó Etelwoldo enfurruñado.

—No, no tendrías —contesté yo.

—¡Mi padre lo era! Y Guthrum prometió que me coronaría.

—Y si le creíste —le dije—, eres más tonto de lo que imaginan todos. Serás rey mientras te necesite, después serás un cadáver.

—Y ahora Alfredo me matará —se lamentó.

—Debería hacerlo —le dije—, pero te debo un favor.

—¿Crees que puedes convencerle de que me perdone la vida? —preguntó aferrándose a un clavo ardiendo.

—Tú vas a convencerle —le dije—. Te arrodillarás ante él, y le dirás que has estado esperando una oportunidad para escapar de los daneses y que, al final, la has encontrado; te escapaste y diste con nosotros, y has venido a ofrecerle tu espada. —Se me quedó mirando.

—Te debo un favor —le expliqué—, así que te ofrezco la vida. Voy a desatarte, tú te acercarás a Alfredo y le dirás que te unes a él porque es lo que has querido hacer desde Navidad. ¿Lo entiendes?

Etelwoldo frunció el ceño.

—¡Pero si me odia!

—Claro que te odia —coincidí—, pero si te arrodillas ante él y le juras que jamás rompiste tu juramento, ¿qué va a hacer? Abrazarte, recompensarte, y sentirse orgulloso de ti.

—¿Lo crees de verdad?

—Siempre y cuando le digáis dónde están los daneses —intervino Pyrlig.

—Eso es fácil —contestó Etelwoldo—. Vienen del sur desde Cippanhamm. Han salido esta mañana.

—¿Cuántos?

—Cinco mil.

—¿Vienen hacia aquí?

—Van a ir dondequiera que esté Alfredo. Creen que tienen una oportunidad de acabar con él, y después podrán dedicarse todo el verano a las mujeres y la plata. —Dijo las últimas palabras en tono lastimero, y me di cuenta de que le encantaba la idea de saquear Wessex—. ¿Y con cuántos hombres cuenta Alfredo?

—Tres mil —contesté.

—Cristo bendito —dijo muerto de miedo.

—Siempre has querido ser guerrero —le dije—, y menudo nombre te vas a hacer luchando por un ejército más pequeño.

—Cristo bendito…

La última luz se extinguió. No había luna, pero si manteníamos el río a la izquierda sabíamos que no podíamos perdernos, y al cabo de un rato vimos las hogueras sobre las colinas y supimos que veíamos el campamento de Alfredo. Me volví sobre la silla, y me pareció ver otro brillo similar al norte: sólo podía ser el ejército de Guthrum.

—Si me dejas ir —me preguntó Etelwoldo de mala gana—, ¿qué me detiene para regresar con Guthrum?

—Absolutamente nada —le dije—, salvo la certeza de que voy a perseguirte y matarte.

Lo pensó durante un instante.

—¿Estás totalmente seguro de que mi tío va a darme la bienvenida?

Pyrlig respondió por mí.

—¡Con los brazos abiertos! —exclamó—. Será como el retorno del hijo pródigo. Os darán la bienvenida sacrificando terneros y cantando salmos de gracias. Sólo tenéis que contarle a Alfredo lo mismo que a nosotros, que Guthrum marcha hacia aquí.

Alcanzamos el Wilig y el camino resultó más fácil, pues la luz del campamento iluminaba nuestros pasos. Liberé a Etelwoldo al borde del campamento, y le devolví sus espadas. Llevaba dos, como yo, una larga y un sax corto.

—Bueno, mi príncipe —le dije—, es hora de postrarse.

Encontramos a Alfredo en el centro del campamento. Allí no había pompa. No teníamos animales para arrastrar carros cargados de tiendas y muebles, así que Alfredo estaba sentado sobre una capa extendida entre dos hogueras. Parecía desanimado; más tarde me enteré de que había convocado al ejército al anochecer y les había dado un discurso, pero incluso Beocca admitió que no había tenido demasiado éxito.

—Ha sido más un sermón que un discurso —me contó Beocca con tristeza.

Alfredo había invocado a Dios, hablado de la doctrina de san Agustín sobre la guerra justa, y de Boecio y el rey David, y las palabras no habían hecho mella alguna en las tropas, cansadas y hambrientas. Ahora Alfredo se sentaba con los comandantes del ejército, y todos comían pan rancio y anguilas ahumadas. El padre Adelbert, el cura que nos había acompañado a Cippanhamm, tocaba un lamento en una pequeña arpa. Una mala elección musical, pensé. Entonces Alfredo me vio, e indicó a Adelbert que dejara de tocar.

—¿Tienes noticias? —me preguntó.

Como respuesta me hice a un lado y le hice un gesto a Etelwoldo.

—Señor —le dije a Alfredo—, os traigo a vuestro sobrino.

Alfredo se puso en pie. Se quedó sorprendido, especialmente porque estaba claro que Etelwoldo no era prisionero, dado que llevaba las dos espadas. Etelwoldo tenía buen aspecto, de hecho, parecía más rey que Alfredo. Era de constitución fuerte y atractivo, mientras que Alfredo era demasiado delgado y su rostro estaba tan consumido que parecía mucho mayor. Y de los dos, fue Etelwoldo el que supo cómo comportarse en aquel momento. Se desabrochó las espadas y las lanzó con gran estrépito a los pies de su tío. Se puso de rodillas, unió las manos y levantó la vista para mirar al rey a los ojos.

—¡Os he encontrado! —dijo con lo que parecía auténtica alegría y convicción.

Alfredo, desconcertado, no sabía qué decir, así que di un paso al frente.

—Lo hemos descubierto, señor, en las colinas. Os estaba buscando.

—Escapé de Guthrum —dijo Etelwoldo—. Alabado sea Dios, escapé del pagano. —Empujó las espadas hacia Alfredo—. Mis espadas son vuestras, mi señor el rey.

Aquel extravagante despliegue de lealtad no le dio a Alfredo otra opción que la de hacer levantar a su sobrino y abrazarlo. Los hombres sentados alrededor de las hogueras aplaudieron. Entonces Etelwoldo entregó sus noticias, que eran bastante útiles. Guthrum estaba de camino y Svein el del Caballo Blanco venía con él. Sabían dónde estaba Alfredo, así que venían con cinco mil hombres para presentar batalla en las colinas de Wiltunscir.

—¿Cuándo van a llegar? —quiso saber Alfredo.

—Deberían llegar a estas colinas mañana, señor —contestó Etelwoldo.

Así que Etelwoldo se sentó junto al rey y recibió agua para beber, que no era ni mucho menos una bienvenida adecuada para un príncipe pródigo, lo que provocó que me lanzara una mirada amarga, y fue entonces cuando vi a Harald, alguacil de la comarca de Defnascir, entre los compañeros del rey.

—¿Estáis aquí? —le pregunté sorprendido.

—Con quinientos hombres —contestó orgulloso. No esperábamos hombres ni de Defnascir ni de Thornsaeta, pero Harald, el alguacil de la comarca, había traído cuatrocientos de su propio fyrd y cien más de Thornsaeta—. Quedan suficientes para proteger la costa de la flota pagana —dijo—, y Odda insistió en que ayudáramos a derrotar a Guthrum.

—¿Cómo está Mildrith?

—Reza por su hijo —repuso Harald—, y por todos nosotros.

Hubo oraciones tras la cena. Siempre había oraciones cuando Alfredo andaba cerca, e intenté escaquearme, pero Pyrlig me hizo quedar.

—El rey quiere hablar con vos —me dijo.

Así que esperé mientras el obispo Alewold nos dormía, y después Alfredo quiso saber si Etelwoldo había escapado realmente de los daneses.

—Eso me dijo, señor —contesté—, y sólo puedo decir que lo encontramos.

—No huyó de nosotros —contribuyó Pyrlig—, y podría haber salido corriendo.

—Así que hay bien en el chico —dijo Alfredo.

—Alabado sea Dios por ello —añadió Pyrlig.

Alfredo se detuvo, mirando las ascuas de una de las hogueras del campamento.

—Esta noche he dirigido unas palabras a mi ejército —nos dijo.

—Me lo han contado, señor —le dije.

Me miró fijamente.

—¿Y qué te han contado?

—Que les habéis dado un sermón, señor.

Se estremeció, después pareció aceptar la crítica.

—¿Qué crees que quieren oír? —preguntó.

—Quieren oír —respondió Pyrlig—, que estáis dispuesto a morir por ellos.

—¿Morir?

—Los hombres siguen, los reyes comandan —contestó Pyrlig. Alfredo esperó—. No les importa san Agustín —prosiguió el cura—. Sólo les importa que sus mujeres e hijos estén a salvo, igual que sus tierras, y saber que tendrán un futuro propio. Quieren saber que van a ganar. Quieren saber que los daneses van a morir. Quieren oír que se van a hacer ricos saqueando.

—¿Avaricia, venganza y egoísmo? —preguntó Alfredo.

—Si tuvierais un ejército de ángeles, señor —prosiguió Pyrlig—, un elevado discurso sobre Dios y san Agustín prendería sin duda su ardor, pero tenéis que luchar con simples hombres, y no hay nada tan bueno como la codicia, la venganza y el egoísmo para inspirar a los mortales.

A Alfredo no le hizo demasiada gracia el consejo, pero no discutió.

—¿Así que puedo confiar en mi sobrino? —me preguntó.

—Yo no sé si podéis confiar en él —le dije—, pero tampoco puede Guthrum. Y Etelwoldo ha venido en vuestra busca, señor, así que contentaos con eso.

—Lo haré, lo haré. —Nos deseó buenas noches y se marchó a su duro lecho.

Las hogueras en el valle se extinguían.

—¿Por qué no le habéis contado a Alfredo la verdad sobre Etelwoldo? —le pregunté a Pyrlig.

—Porque me ha parecido que podía confiar en vuestro juicio —contestó.

—Sois un buen hombre. —Y eso me sorprende constantemente. Fui a buscar a Iseult, y me dormí agarrado a ella.

* * *

Al día siguiente, todo el cielo del norte estaba encapotado; en las colinas que nos rodeaban, sin embargo, igual que sobre nuestro ejército, brillaba el sol.

El ejército de Wessex, compuesto entonces de casi tres mil quinientos hombres, marchó Wilig arriba, y luego siguió el pequeño arroyo que Pyrlig y yo habíamos explorado la tarde anterior. Vimos a los exploradores daneses en las colinas, y supimos que estarían enviando mensajeros a Guthrum.

Conduje cincuenta hombres hasta una de las colinas. Íbamos todos montados, todos armados, todos con escudos y cascos, cabalgábamos listos para la batalla, pero los exploradores daneses rindieron el terreno. Sólo eran una docena, y abandonaron la cumbre mucho antes de que llegáramos nosotros, donde una hueste de mariposas azules revoloteaba sobre la hierba primaveral. Miré hacia el norte, al ominoso cielo oscuro, y vi un gavilán encorvarse. El ave se lanzó al vacío, seguí su vuelo y de repente, bajo las alas plegadas y las garras abiertas del ave, vi a nuestro enemigo.

El ejército de Guthrum marchaba hacia el sur.

El miedo llegó entonces. El muro de escudos es un lugar terrible. Es donde un guerrero se labra la reputación, y la reputación nos es algo muy caro. La reputación es honor, pero para conseguir el honor un hombre debe aguantar en el muro, donde la muerte corre rampante. Había estado en el muro de escudos de Cynuit, y conocía su olor, el hedor de la muerte, la incertidumbre de sobrevivir, el horror de hachas, espadas y lanzas, y tenía miedo. La batalla estaba cerca.

Por las tierras bajas al norte de las colinas, en el terreno verde que se extendía uniforme hasta Cippanhamm, había un gran ejército. El gran ejército, lo llamaban los daneses, los guerreros paganos de Guthrum y Svein, la salvaje horda de hombres fieros del otro lado del mar.

Eran una mancha oscura en el paisaje. Venían atravesando los campos, grupos de jinetes se dispersaban por el paraje, y como sus cabecillas empezaban a surgir a la luz, parecía que la horda llegara de la oscuridad. Lanzas, cascos, malla y metal proyectaban los rayos del sol en una miríada de reflejos rotos que se extendían y multiplicaban a medida que llegaban más hombres de debajo de los nubarrones. Iban casi todos montados.

—Jesús, María y José —exclamó Leofric.

Steapa no dijo nada. Se limitó a mirarlos con odio.

Osric, el alguacil de la comarca de Wiltunscir, se persignó.

—Alguien tiene que decírselo a Alfredo.

—Yo iré —se ofreció el padre Pyrlig.

—Decidle que los paganos han cruzado el Afen —dijo Osric—. Decidle que se dirigen hacia… —se detuvo, intentando calcular hacia dónde iría la horda— Ethandun —concluyó.

—Ethandun —repitió Pyrlig.

—Y recordadle que allí hay un antiguo fuerte de las gentes antiguas —añadió Osric. Aquélla era su comarca, su tierra, conocía las colinas, los campos, y parecía pensar en lo peor, sin duda preguntándose qué ocurriría si los daneses encontraban la antigua fortaleza y la ocupaban—. Que Dios nos ayude —dijo Osric—. Estarán en las colinas mañana por la mañana, decídselo.

—Mañana por la mañana en Ethandun —repitió Pyrlig, que dio la vuelta a su caballo y salió al galope. Osric señaló un punto en la lejanía.

—Podéis verla. —Desde aquella distancia la antigua fortaleza no parecía más que una deformación del terreno. Por todo Wessex podía uno encontrar ese tipo de bastiones, con enormes muros de tierra, y aquél estaba construido en lo alto de un terreno escarpado que ascendía desde las tierras bajas, un lugar que guardaba el abrupto borde de las formaciones calizas—. Algunos de esos cabrones llegarán allí esta noche —dijo Osric—, pero la mayoría no lo logrará hasta mañana. Esperemos que no se fijen en el fuerte.

Todos pensamos que Alfredo encontraría un lugar en el que Guthrum le atacara, una ladera apropiada para la defensa, un lugar en el que nuestro número reducido se apoyara en un terreno dificultoso, pero la visión del lejano fuerte nos recordó que Guthrum podía adoptar la misma táctica. Podría encontrar un lugar que nos resultara difícil de atacar, y las posibilidades de Alfredo serían entonces bien negras. Atacar significaría cortejar el desastre, mientras que la retirada lo garantizaría. Se nos acabaría la comida en un día o dos, y si intentábamos retirarnos al sur por las colinas, Guthrum soltaría una horda de jinetes tras nosotros. E incluso si el ejército de Wessex conseguía escapar incólume, sería un ejército derrotado. Si Alfredo reunía el fyrd, y se retiraba del enemigo, los hombres lo interpretarían como una derrota y empezarían a desertar para proteger sus hogares. Teníamos que luchar, pues no presentar batalla suponía el fracaso.

El ejército acampó aquella tarde al norte de los bosques donde había encontrado a Etelwoldo. Ahora formaba parte del cortejo del rey, y se acercó con Alfredo y sus jefes guerreros a la cumbre en la que estábamos para observar la maniobra del ejército danés, que empezaba a rodear las colinas. Alfredo pasó un buen rato mirando.

—¿A qué distancia deben de estar?

—Desde aquí —respondió Osric—, a siete kilómetros. De vuestro ejército, a diez.

—Mañana, entonces —declaró Alfredo, y se persignó. Las nubes del norte se extendían, oscureciendo la tarde, pero la luz reflejaba lanzas y hachas en la fortaleza de las gentes antiguas. Después de todo, parecía que Guthrum sí había reparado en el lugar.

Regresamos al campamento para descubrir que llegaban más hombres. No demasiados, sólo pequeños grupos, pero seguían llegando, y uno de aquellos grupos, cansados y polvorientos por el viaje, había venido a caballo, dieciséis hombres con cotas de malla y buenos cascos.

Eran mercios, se habían dirigido al este y, tras cruzar el Temes y rodear completamente Wessex, siempre evitando a los daneses, llegaban en ayuda de Alfredo. Su jefe era un hombre bajito, de hombros anchos, la cara redonda y una expresión belicosa. Se arrodilló ante Alfredo, después me sonrió, y reconocí a mi primo Æthelred.

Mi madre era mercia, aunque jamás la conocí, y su hermano Æthelred era un poderoso señor en la parte sur de aquel país. Yo había pasado una breve temporada en su casa cuando huí la primera vez de Northumbria. Entonces me había peleado con mi primo, llamado Æthelred como su padre, pero parecía haber olvidado nuestra enemistad juvenil y me abrazó con fuerza. Su cabeza me llegaba al cuello.

—Hemos venido a pelear —me dijo con la voz amortiguada por mi pecho.

—Tendréis pelea —le prometí.

—Señor. —Me soltó y volvió con Alfredo—. A mi padre le habría gustado enviar más hombres, pero debía proteger sus tierras.

—Sin duda —repuso Alfredo.

—Aun así, ha enviado lo mejor que tiene —prosiguió Æthelred. Era joven y engreído, con tendencia a pavonearse, pero su confianza complació a Alfredo, como el reluciente crucifijo de plata que colgaba por encima de su cota—. Permitidme que os presente a Tatwine —prosiguió mi primo—, el jefe de las tropas personales de mi padre.

Recordaba a Tatwine, un hombre que era un tonel y un guerrero magnífico, cuyos brazos estaban marcados de manchas negras, cada una de ellas, grabada con una aguja y tinta; respondía a un hombre muerto en batalla. Me dedicó una sonrisa torcida.

—¿Aún vivo, señor?

—Aún vivo, Tatwine.

—Será bueno volver a luchar a vuestro lado.

—Lo que es bueno es tenerte aquí —le dije, y lo era. Pocos hombres son guerreros de nacimiento, y los hombres como Tatwine valían como una docena de los otros.

Alfredo había ordenado al ejército que volviera a formar. Lo hizo en parte para que los hombres vieran su número y se animaran, y también lo hizo porque sabía que el discurso de la noche anterior había dejado a los hombres confundidos y no les había inspirado. Lo intentaría otra vez.

—Ojalá no lo haga —rezongó Leofric—. Sabe dar sermones, pero no discursos.

Nos reunimos al pie de una pequeña colina. Empezaba a oscurecer. Alfredo había plantado sus dos estandartes, el dragón y la cruz, en la cumbre de la colina, pero había poco viento, así que las banderas apenas se movían. Subió y se irguió entre ambos. Estaba solo, vestido con cota de malla, sobre la que llevaba la capa azul, ahora descolorida. Un grupo de sacerdotes empezó a seguirle, pero él les indicó con un gesto que se quedaran al pie. Entonces nos contempló apiñados en el prado debajo de él; durante unos instantes no dijo nada, y yo presentí la incomodidad en las filas. Querían que les metieran fuego en las almas, y esperaban agua bendita.

—¡Mañana! —dijo de repente. Su voz era aguda, pero suficientemente clara—. ¡Mañana lucharemos! ¡Mañana! ¡En la festividad de san Juan Apóstol!

—Oh, Dios —farfulló Leofric a mi lado—, hasta el culo de santos otra vez.

—¡San Juan Apóstol fue condenado a muerte! —prosiguió Alfredo—. ¡Condenado a morir en aceite hirviendo! ¡Y aun así sobrevivió a la tortura! ¡Lo tiraron al aceite hirviendo y siguió vivo! ¡Y salió del caldero convertido en un hombre más fuerte! Y vamos a hacer lo mismo. —Se detuvo, observándonos, y nadie respondió. Nos lo quedamos mirando todos, y debió de darse cuenta de que la homilía sobre san Juan no estaba funcionando, pues hizo un gesto abrupto con la mano derecha, como si apartara de golpe a todos los santos—. ¡Y mañana —dijo—, es también un día para los guerreros! Un día para matar a vuestros enemigos. ¡Un día para hacer que los paganos deseen no haber oído hablar jamás de Wessex! —Se detuvo de nuevo, y esta vez se oyeron algunos murmullos de aprobación—. ¡Esta es nuestra tierra! ¡Luchamos por nuestros hogares! ¡Por nuestras esposas! ¡Por nuestros hijos! ¡Luchamos por Wessex!

—Claro que sí —gritó una voz.

—¡Y no sólo por Wessex! —Su voz había cobrado fuerza—. ¡Tenemos hombres de Mercia, de Northumbria y de la Anglia Oriental! —No conocía a nadie de la Anglia Oriental y sólo Beocca y yo éramos de Northumbria, pero a nadie pareció importarle—. Somos los hombres de Inglaterra —gritó Alfredo—, y luchamos por todos los sajones.

De nuevo silencio. A los hombres les gustaba lo que oían, pero la idea de Inglaterra estaba en la cabeza de Alfredo, no en la suya. Soñaba con un país, pero era un sueño demasiado grande para el ejército del prado.

—¿Por qué creéis que están aquí los daneses? —preguntó Alfredo—. Quieren a vuestras mujeres para su placer, a vuestros hijos como sus esclavos, y vuestras casas para ellos, ¡pero no nos conocen! —pronunció las últimas cuatro palabras lentamente, gritando cada una con toda claridad—. No conocen nuestras espadas —prosiguió—, no conocen nuestras hachas, nuestras lanzas, ¡nuestra ferocidad! ¡Mañana se las vamos a mostrar! ¡Mañana los mataremos! ¡Mañana los vamos a reducir a pedazos! ¡Mañana teñiremos la tierra de rojo con su sangre! ¡Y los oiremos gimotear! ¡Mañana les haremos pedir clemencia!

—¡Y no tendrán ninguna! —se oyó a otro hombre.

—¡Ninguna! —gritó Alfredo, y yo me di cuenta de que no lo decía en serio. Les ofrecería clemencia a los daneses, les ofrecería el amor a Dios, e intentaría razonar con ellos, pero, por lo menos en los últimos minutos había aprendido a dirigirse a los guerreros—. Mañana —gritó—, ¡no lucharéis por mí! ¡Yo lucharé por vosotros! ¡Lucharé por Wessex! ¡Lucharé por vuestras mujeres, vuestros hijos y vuestros hogares! ¡Mañana lucharemos, y os juro sobre la tumba de mi padre y las vidas de mis hijos que vamos a ganar!

Y eso disparó los vítores. No era, con toda honestidad, el mejor de los discursos de batalla, pero era el mejor que había dado Alfredo y funcionó. Los hombres patearon el suelo, y los que llevaban escudos los golpearon contra espadas y lanzas, de modo que el crepúsculo se llenó de un batir rítmico mientras los hombres gritaban «¡Sin compasión!». El eco reverberaba en las colinas. «¡Sin compasión, sin compasión!».

Estábamos listos. Y los daneses también.

Aquella noche, el cielo se cubrió de nubes. Las estrellas desaparecieron una tras otra, y la débil luna quedó engullida por la oscuridad. Costaba dormir. Me senté con Iseult, que limpiaba mi cota de malla mientras yo afilaba ambas espadas.

—Mañana ganaréis —me dijo con su vocecilla.

—¿Lo has soñado?

Sacudió la cabeza.

—Los sueños no han vuelto desde que me bauticé.

—¿Así que te lo has inventado?

—Lo creo así —me dijo.

La piedra de afilar rasgaba las hojas. A mi alrededor, otros hombres afilaban también sus armas.

—Cuando esto termine —le dije—, tú y yo nos marcharemos. Construiremos una casa.

—Cuando esto termine —me contestó—, irás al norte. Siempre al norte. De vuelta a tu hogar.

—Pues vendrás conmigo.

—Quizá. —Cambió de posición la cota para empezar con otro trozo, rascaba con un pedazo de lana para sacar brillo a los eslabones—. No veo mi propio futuro. Está todo oscuro.

—Serás la dama de Bebbanburg —le dije—, te vestiré con pieles y te coronaré con plata brillante.

Sonrió, pero vi lágrimas en su rostro. Lo interpreté como miedo. De eso teníamos de sobra aquella noche en el campamento, especialmente cuando los hombres miraban el brillo de las hogueras que los daneses habían encendido en las colinas cercanas. Dormimos, pero me despertó mucho antes del alba una llovizna. Nadie siguió durmiendo, todos se levantaron y se armaron para la guerra.

Marchamos bajo una luz gris. La lluvia iba y venía, maliciosa y helada, pero siempre de espaldas. La mayoría íbamos a pie, usábamos los caballos para cargar escudos. Osric y sus hombres iban delante, pues conocían la comarca. Alfredo había dicho que los hombres de Wiltunscir estarían en el lado derecho de la línea de batalla, y con ellos los hombres de Suth Seaxa. Alfredo era el siguiente, comandando su guardia personal, compuesta de los hombres que habían acudido a él en Æthelingaeg, y con él iba Harald y los hombres de Defnascir y Thornsaeta. Burgweard y los hombres de Hamptonscir también lucharían con Alfredo, como mi primo Æthelred de Mercia, mientras que el flanco izquierdo lo ocuparía el poderoso fyrd de Sumorsaete, al mando de Wiglaf. Tres mil quinientos hombres. Las mujeres venían con nosotros. Algunas cargaban las armas de los hombres; otras poseían las suyas propias.

Nadie hablaba demasiado. Hacía frío aquella mañana, y la lluvia volvía la hierba resbaladiza. Los hombres estaban hambrientos y cansados. Todos teníamos miedo.

Alfredo me había dicho que reuniera a cincuenta hombres, pero Leofric no se veía con ánimo de prescindir de tantos, así que se los cogí a Burgweard. Elegí a los hombres que habían luchado conmigo en el Heahengel cuando se había convertido en el Jyrdraca, y veintiséis de ellos procedían de Hamtun. Steapa estaba con nosotros, pues me había cogido un cariño perverso, y también contaba con el padre Pyrlig, vestido de guerrero, no de cura. Éramos menos de treinta hombres, pero al subir un túmulo verde de las gentes antiguas, Etelwoldo se nos acercó.

—Alfredo ha dicho que puedo luchar contigo —me dijo.

—¿Eso ha dicho?

—Me ha sugerido que no abandone tu compañía.

Sonreí. Si quería un hombre a mi lado, sería Eadric, Cenwulf, Steapa o Pyrlig, hombres en los que podía confiar que mantendrían sus escudos firmes.

—No abandones mis espaldas —le dije a Etelwoldo.

—¿Tus espaldas?

—Y en el muro de escudos, quédate cerca. Listo para ocupar mi lugar.

Lo interpretó como un insulto.

—Quiero estar en primera fila —insistió.

—¿Has luchado alguna vez en un muro de escudos?

—Sabes que no.

—Pues entonces no quieres estar en primera fila —le dije—, y, además, si Alfredo muere, ¿quién será el rey?

—Ah. —Casi sonrió—. ¿Así que me quedo detrás de ti?

—Detrás de mí.

Iseult guiaba mi caballo, Hild la acompañaba.

—Si perdemos —les dije—, os subís las dos a la silla y salís al galope.

—¿Hacia dónde?

—Vosotras corred. Y llevaos el dinero —les dije. Mi plata y mis tesoros, todo lo que poseía, iban en las alforjas de mi caballo—. Te lo llevas y te marchas con Hild.

Hild sonrió. Estaba pálida y tenía el pelo rubio pegado al cráneo por la lluvia. No llevaba sombrero, e iba vestida con una enagua blanca atada con un cordel. Me había sorprendido que decidiera acompañar al ejército, pues pensaba que preferiría buscar un convento, pero había insistido en venir.

—Quiero verlos muertos —me dijo sin más—. Y al que llaman Erik voy a matarlo yo misma. —Le dio una palmada al largo y estrecho cuchillo que le colgaba del cinto.

—Erik es el que… —empecé a decir, y luego vacilé.

—El que me prostituyó —respondió ella.

—¿Así que no era el que matamos aquella noche?

Sacudió la cabeza.

—Ese era el timonel del barco de Erik. Pero lo encontraré, y no voy a regresar a un convento hasta que lo vea aullando en su propia sangre.

—Está llena de odio —me dijo el padre Pyrlig mientras seguíamos a las muchachas colina arriba.

—¿No es eso malo en una cristiana?

Pyrlig se rio.

—¡Para un cristiano es malo estar vivo! Decimos de las personas que son santas si son buenas, ¿pero cuántos de nosotros nos convertimos en santos? ¡Medidos por esa regla, todos somos malos! Sólo que algunos intentamos ser buenos.

Miré a Hild.

—Es una lástima que sea monja —comenté.

—Os gustan delgaditas, ¿eh? —dijo Pyrlig divertido—. Ay, ¡a mí me gustan rollizas como terneras bien alimentadas! Dadme una buena britana morena con caderas como dos barriles de cerveza, y seré un cura feliz. Pobre Hild. Tan delgada como un rayo de sol, vaya que sí, pero siento compasión por el danés que se cruce hoy en su camino.

Los exploradores de Osric regresaron con Alfredo. Se habían adelantado y habían visto a los daneses. El enemigo esperaba, anunciaron, al borde del terreno pronunciado, donde las colinas eran más elevadas y donde se encontraba la fortaleza de las gentes antiguas. Sus estandartes, dijeron los exploradores, eran incontables. También habían visto exploradores daneses, así que Guthrum y Svein debían de saber que nos acercábamos.

Avanzamos, cada vez más arriba, subiendo por las colinas calizas, y la lluvia cesó, pero el sol no apareció, pues el cielo entero se agitaba entre el gris y el negro. El viento soplaba del oeste. Dejamos atrás toda una fila de tumbas de los tiempos antiguos, y me pregunté si contendrían guerreros que habían marchado hacia la batalla como nosotros, y si en los miles de años por venir, otros hombres subirían aquellas colinas armados con espadas y escudos. La guerra no tiene fin; escruté el cielo oscuro buscando una señal de Thor u Odín, con la esperanza de ver un cuervo volar, pero no había aves. Sólo nubes.

Y entonces vi a los hombres de Osric inclinarse hacia la derecha. Estaban en un pliegue de las colinas y rodeaban la que había a la derecha; al llegar a la hondonada entre ambas, vi también el terreno llano, y allí, delante de mí, estaba el enemigo.

Adoro a los daneses. No hay mejores hombres con los que luchar, beber, reír o vivir. Con todo, aquel día, como tantos otros de mi vida, eran el enemigo, y me esperaban en un gigantesco muro de escudos dispuesto alrededor de la elevación. Había miles de daneses, daneses de lanza y espada, daneses que habían venido para hacer suya aquella tierra, y nosotros estábamos allí para seguir conservándola.

—Que Dios nos dé fuerzas —dijo el padre Pyrlig cuando vio al enemigo, que había empezado a gritar al vernos. Hicieron chocar lanzas y espadas contra la madera de tilo de los escudos, y la cima de la colina atronó. El antiguo fuerte estaba en el flanco derecho del enemigo, y los hombres se apiñaban en los muros de hierba verde. Muchos de aquellos hombres lucían escudos negros, y encima de ellos había un estandarte del mismo color, así que allí era donde estaba Guthrum, mientras que su flanco izquierdo, que quedaba a nuestra derecha, estaba desplegado en el terreno abierto, y allí vi el estandarte triangular, sostenido por un hasta en forma de cruz, que lucía el caballo blanco. Así que Svein comandaba la izquierda, mientras que a la derecha danesa, nuestra izquierda, el terreno escarpado descendía hasta las llanuras de los ríos. Era un montículo empinado, una colina para caer rodando. No teníamos esperanzas de superar su flanco por aquel lado, pues nadie podría luchar en una ladera como aquélla. Teníamos que atacar de frente, directamente hacia el muro de escudos, contra las murallas de tierra y las lanzas, espadas y hachas de nuestro muy numeroso enemigo.

Busqué el estandarte del ala de águila de Ragnar, y me pareció verlo en el fuerte, pero era difícil estar seguro, pues todas las tripulaciones de daneses erguían el suyo; las pequeñas banderas estaban apiñadas juntas y la lluvia había empezado de nuevo, desdibujando los símbolos, pero bastante a mi derecha, fuera del fuerte y cerca del gran estandarte del caballo blanco, había una insignia sajona. Era una bandera verde con un águila y una cruz, lo que significaba que Wulfhere estaba allí con la parte del fyrd de Wiltunscir que le seguía. Había otros estandartes sajones en la horda enemiga. No demasiados, quizás una veintena, y supuse que los daneses habrían traído hombres de Mercia para luchar contra ellos. Todos los estandartes sajones estaban en terreno abierto; ninguno dentro del fuerte.

Estaban aún bastante lejos, mucho más lejos de la distancia que podía cubrir el disparo de un arco, y ninguno oía lo que gritaban los daneses. Los hombres de Osric estaban formando nuestra ala derecha, mientras Wiglaf ordenaba al fyrd de Sumorsaete que se dirigiera hacia la izquierda. Formábamos una fila para enfrentarnos a la suya, pero inevitablemente la nuestra sería más corta. No eran exactamente dos daneses por cada sajón, pero se acercaba.

—Que Dios nos ayude —dijo Pyrlig tocándose el crucifijo.

Alfredo convocó a sus comandantes y los reunió bajo el empapado estandarte del dragón. Los atronadores daneses seguían montando escándalo con sus armas y escudos, mientras el rey pedía consejo a los jefes de su ejército.

Arnulf de Suth Seaxa, un hombre peludo con barba corta y cara de perro perpetua, aconsejó atacar.

—Ataquemos y punto —dijo señalando el fuerte—. Perderemos algunos hombres en las murallas, pero vamos a perder hombres igualmente.

—Perderemos demasiados —advirtió mi primo Æthelred. Sólo comandaba una pequeña cuadrilla, pero su estatus como hijo de un ealdorman mercio le garantizaba la inclusión en el consejo de guerra de Alfredo.

—Nos irá mejor defendiendo —gruñó Osric—. Dadle un pedazo de tierra que defender a un hombre y aguantará, así que dejemos que los cabrones vengan a por nosotros. —Harald mostró su acuerdo asintiendo.

Alfredo le dedicó una cortés mirada a Wiglaf de Sumorsaete, que parecía sorprendido de ser consultado.

—Nosotros cumpliremos con nuestro deber, señor —dijo—, cumpliremos con nuestro deber sea cual sea vuestra decisión. —Leofric y yo nos hallábamos presentes, pero el rey no nos consultó, y nos quedamos callados.

Alfredo observó al enemigo, después se volvió hacia nosotros.

—En mi experiencia —dijo—, el enemigo espera algo de nosotros. —Hablaba con tono pedante, el mismo que utilizaba cuando discutía de teología con sus curas—. Esperan que actuemos de un modo determinado, y por tanto estarán preparados para ello, pero ¿cuál?

Wiglaf se encogió de hombros, mientras que Arnulf y Osric parecían divertidos. Esperaban algo más fiero por parte de Alfredo. La batalla, para la mayoría de nosotros, era una furia desenfrenada, nada inteligente, una orgía de muerte, pero Alfredo la veía como una competición de sabiduría, o quizá como un juego de tafl que requería de la astucia para ganar. Así, estoy seguro, era como veía nuestros dos ejércitos, como piezas de tafl en un tablero adamascado.

—¿Y bien?

—¡Esperan que ataquemos! —exclamó Osric algo inseguro.

—Esperan que ataquemos a Wulfhere —repuse. Alfredo me recompensó con una sonrisa.

—¿Por qué a Wulfhere?

—Porque es un traidor, un cabrón y un pedazo de mierda de cabra engendrado por una puta —contesté.

—Porque no creemos —me corrigió Alfredo—, que los hombres de Wulfhere luchen con la misma pasión que los daneses. Y tenemos razón. No lo van a hacer. A sus hombres les costará matar a sus iguales sajones.

—Pero Svein está con él —proseguí.

—¿Y eso qué nos indica?

Los otros se lo quedaron mirando. Conocía la respuesta, pero no podía evitar dárselas de maestrillo, así que esperó a que contestáramos.

—Nos indica —volví a intervenir— que quieren que les ataquemos por la izquierda, pero no desean romper esa ala. Por eso está Svein allí. Nos contendrá y, mientras tanto, los del fuerte lanzaran un asalto contra el flanco de nuestro ataque. Eso rompería nuestra derecha: después llegarán todos en tromba para fulminarnos.

Alfredo no respondió, pero parecía preocupado, lo que sugería que estaba de acuerdo conmigo. Los demás se dieron la vuelta para escrutar a los daneses, como si alguna respuesta mágica pudiera aparecer por sí sola, pero no llegó.

—Así que, como sugiere el señor Arnulf —intervino Harald—, atacaremos el fuerte.

—Las murallas son pronunciadas —advirtió Wiglaf. El ealdorman de Sumorsaete era un hombre de disposición dicharachera, que reía a menudo y mostraba una generosidad natural, pero ahora, con sus hombres dispuestos enfrente de las fortificaciones verdes del bastión, estaba hundido.

—A Guthrum le encantaría que asaltáramos el fuerte —observó el rey.

Esto provocó cierta confusión, pues parecía, según Alfredo, que los daneses deseaban que les atacáramos por la derecha tanto como por la izquierda. Los daneses, mientras tanto, se burlaban de nosotros por no atacarles. Uno o dos corrieron hacia nuestra fila y empezaron a insultarnos a gritos, y el muro de escudos al completo seguía aporreando sus armas con un ritmo constante y amenazador. La lluvia volvía más oscuros los colores de los escudos. Negro, rojo, azul, marrón y amarillo sucio.

—Bueno, ¿entonces qué hacemos? —preguntó Æthelred quejumbroso.

Se hizo el silencio, y yo reparé en que Alfredo, aunque entendía el problema, no tenía respuesta para él. Guthrum quería que atacáramos, y probablemente no le importaba que atacáramos por la izquierda o por las zanjas pronunciadas y resbaladizas que había frente a las murallas del fuerte. Guthrum, además, debía saber que no osábamos retirarnos porque sus hombres nos perseguirían y destruirían como una horda de lobos masacrando un rebaño asustado.

—Atacaremos por la izquierda —dije.

Alfredo asintió como si hubiera llegado a la misma conclusión.

—¿Y? —me invitó a seguir.

—Atacaremos con todos los hombres que tenemos —dije. Había probablemente unos dos mil hombres fuera del fuerte, y al menos la mitad de aquellos eran sajones. Pensaba que debíamos asaltarlos en una avance violento, y superarlos en número. Entonces la debilidad de la posición danesa se haría evidente, pues se encontraban en el borde justo del despeñadero y, en cuanto los obligáramos a retroceder, no tendrían más remedio que bajar la larga y pronunciada pendiente. Podríamos acabar con aquellos dos mil, y formar de nuevo para la más dura tarea de atacar a los tres mil de dentro del fuerte.

—¿Con todos nuestros hombres? —preguntó Alfredo—. Pero entonces Guthrum atacará nuestro flanco con todos los hombres que posea.

—No, no va a hacerlo —contesté—. Enviará a algunos hombres para atacar nuestro flanco, pero mantendrá a la mayoría de las tropas dentro del fuerte. Es cauteloso. No va a abandonar el fuerte, y no se arriesgará demasiado para salvar a Svein. No se gustan demasiado.

Alfredo pensó en ello, pero me di cuenta de que no le hacía gracia apostar tan fuerte. Temía que, si atacábamos a Svein, los demás daneses cargaran desde el fuerte y superaran a nuestro flanco. Sigo pensando que tendría que haber seguido mi consejo, pero el destino es inexorable y decidió imitar la cautela de Guthrum.

—Atacaremos por nuestra derecha —dijo—, y nos quitaremos de en medio a los hombres de Wulfhere, pero debemos estar preparados para su contraataque, así que nuestra izquierda se quedará donde está.

Y eso se decidió. Osric y Arnulf, con los hombres de Wiltunscir y Suth Seaxa, presentarían batalla ante Svein y Wulfhere en terreno abierto, al este de la fortaleza, pero sospechábamos que algunos daneses saldrían de detrás de los muros de tierra para atacar el flanco de Osric, así que Alfredo conduciría su propia guardia personal a modo de baluarte contra aquel asalto. Wigulf, mientras tanto, se quedaría donde estaba, lo que significaba que un tercio de nuestros hombres no haría nada.

—Si podemos vencerlos —dijo Alfredo—, los restos de su ejército se retirarán al fuerte y podremos sitiarlos. Dentro no tienen agua, ¿verdad?

—No —confirmó Osric.

—Así que están atrapados —dijo Alfredo, como si se hubiera resuelto todo el problema y la batalla estuviera prácticamente ganada. Se volvió hacia el obispo Alewold—. Obispo, una oración, si sois tan amable.

Alewold rezó, la lluvia cayó, los daneses siguieron burlándose, y yo supe que el terrible momento, el gran estrépito de los muros de escudos, se avecinaba. Toqué el martillo de Thor y la empuñadura de Hálito-de-Serpiente, pues la muerte nos acechaba. Que Dios me ayude, pensé, volviéndome a tocar el martillo. Thor, ayúdanos a todos, pues no pensaba que fuéramos a ganar.