Capítulo X

Cabalgamos hacia el sur. Íbamos con cautela, pues la gente decía que aún se veían daneses en aquella parte de la comarca, aunque nosotros no vimos ninguno. Steapa siguió en silencio hasta que, en un prado del río, dejamos atrás un círculo de pilares de piedra, uno de los misterios abandonados por las gentes antiguas. Dichos círculos se encuentran por toda Inglaterra, y algunos son inmensos, aunque aquel no era más que una veintena de piedras cubiertas de liquen, ninguna más alta que un hombre, dispuestas en un círculo de unos quince pasos de ancho. Steapa los miró, y después me dejó patidifuso al empezar a hablar.

—Eso es una boda —dijo.

—¿Una boda?

—Estaban bailando —gruñó—, y el diablo los convirtió en piedra.

—¿Y por qué hizo el diablo eso? —pregunté con cautela.

—Porque se casaron en domingo, claro está. La gente no se tiene que casar en domingo. ¡Nunca! Eso lo sabe todo el mundo. —Proseguimos en silencio y, al cabo de un rato, me volvió a sorprender cuando empezó a hablar de su madre, de su padre y de que habían sido siervos de Odda el Viejo—. Pero teníamos una buena vida —añadió.

—¿Sí?

—Arábamos, sembrábamos, quitábamos malas hierbas, cosechábamos y trillábamos.

—Pero el ealdorman Odda no vivía allí —dije, señalando con el pulgar hacia la granja destruida de Steapa.

—¡No! ¡Qué va, no! —Steapa parecía divertido de que se me hubiera ocurrido tal cosa—. Nunca viviría allí, ¡él no! Tenía su casa, muy grande. Aún la tiene. Pero allí tenía un administrador. Era él quien nos decía lo que teníamos que hacer. ¡Era un gigante! ¡Muy alto!

Vacilé.

—¿Y tu padre era bajito?

Steapa parecía sorprendido.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo he imaginado.

—Era un buen trabajador.

—¿Te enseñó él a luchar?

—No, no. No me enseñó nadie. Aprendí solo.

La tierra estaba menos destrozada a medida que nos acercábamos al sur. Y eso era extraño, pues los daneses habían tomado aquel camino. Lo sabíamos porque la gente nos aseguraba que los daneses seguían en la parte sur de la comarca, pero la vida parecía de repente seguir su curso con normalidad. Vimos hombres repartir estiércol por los campos, y a otros excavando zanjas y vallando. Había corderos en los pastos. Al norte, los zorros se habían puesto las botas, pero allí los pastores y sus perros ganaban aquella batalla sin fin.

Pero los daneses estaban en Cridianton.

Nos lo contó un cura en un pueblo en lo profundo de una colina cubierta de robles, junto a un arroyo. El hombre estaba nervioso porque había visto mi larga melena y los brazaletes y supuso que era danés, y mi acento norteño no hizo nada por convencerlo de lo contrario, pero Steapa le dio confianza. Ambos hablaron, y el cura expresó su opinión de que el verano sería húmedo.

—Desde luego —coincidió Steapa—. El roble ha reverdecido antes que el tejo.

—Señal segura —comentó el cura.

—¿A cuánta distancia está Cridianton? —pregunté, dispuesto a que acabara aquella conversación.

—A una mañana a pie, señor.

—¿Habéis visto a los daneses allí? —le pregunté.

—Los he visto, señor, vaya que sí —respondió.

—¿Quién los comanda?

—No lo sé, señor.

—¿Tienen estandarte? —pregunté.

Asintió.

—Cuelga de la casa del obispo, señor. Un caballo blanco.

Así que era Svein. No sabía si había algún jefe más, pero el caballo blanco confirmaba que Svein se había quedado en Defnascir en lugar de unirse a Guthrum. Me volví sobre la silla y miré el pueblo del cura, que no mostraba cicatrices de guerra. Los tejados no habían sido quemados, los graneros estaban llenos y la iglesia seguía en pie.

—¿Han pasado por aquí los daneses? —pregunté.

—Oh, sí, señor, han venido. Más de una vez.

—¿Violaron? ¿Robaron?

—No, señor. Pero compraron algo de grano. Pagaron en plata.

Daneses que se sabían comportar. Eso también era muy raro.

—¿Están sitiando Exanceaster? —pregunté. Eso habría tenido algo de sentido. Cridianton estaba suficientemente cerca de Exanceaster para cobijar a la mayoría de tropas danesas mientras el resto rodeaba la ciudad.

—No, señor —dijo el cura—. No que yo sepa.

—¿Y qué están haciendo? —pregunté.

—Están en Cridianton, señor.

—¿Y Odda está en Exanceaster?

—No, señor. Está en Ocmundtun. Con el señor Harald. Sabía que la casa del alguacil de la comarca se encontraba en Ocmundtun, que quedaba en el extremo norte del gran páramo. Pero Ocmundtun también estaba lejos de Cridianton, y no era un buen sitio para alguien que quería acosar a los daneses.

Creí al cura cuando nos dijo que Svein estaba en Cridianton, pero aun así nos acercamos igualmente para verlo con nuestros propios ojos. Recorrimos pistas empinadas y boscosas, y llegamos a la ciudad a media tarde, donde vimos el humo que salía de las cocinas y los escudos daneses colgados en la empalizada. Steapa y yo estábamos ocultos en los altos bosques; pudimos ver a un grupo de hombres vigilando la puerta, y otros tantos guardando un prado en el que cuarenta o cincuenta caballos pastaban las primeras hierbas primaverales. Vi la casa de Odda el Viejo, donde me reuní con Mildrith tras la batalla de Cynuit, y también vi el estandarte triangular ondear sobre la casa más grande del obispo. La puerta oeste estaba abierta, aunque bien guardada, y a pesar de los centinelas y los escudos, la ciudad parecía un lugar en paz, no en guerra. Tendría que haber sajones en aquella colina, pensé, sajones observando al enemigo, listos para atacar. Sin embargo, los daneses vivían sin ser molestados.

—¿A cuánto está Ocmundtun? —le pregunté a Steapa.

—Podemos llegar por la noche.

Vacilé. Si Odda el Joven estaba en Ocmundtun, ¿por qué ir allí? Era mi enemigo y había jurado matarme. Alfredo me había dado un pedazo de pergamino en el que había escrito palabras que ordenaban a Odda que me recibiera en paz, ¿pero qué fuerza tiene un escrito contra el odio?

—No te va a matar —me dijo Steapa, dejándome otra vez de piedra. Evidentemente había adivinado lo que pensaba—. No se atreverá ni a tocarte —añadió.

—¿Por qué no?

—Porque yo no se lo voy a permitir —dijo Steapa, y dio la vuelta al caballo y se dirigió hacia el oeste.

Llegamos a Ocmundtun al anochecer. Era una pequeña ciudad construida a la vera de un río y guardada por un bastión de piedra caliza donde una recia empalizada ofrecía refugio si llegaban los atacantes. No había guardias en la fortaleza, y la ciudad, que no tenía murallas, parecía plácida. Wessex podría estar en guerra, pero Ocmundtun, como Cridianton, estaba claramente en paz. La casa de Harald estaba cerca del fuerte en la colina, y nadie nos cerró el paso cuando entramos en el patio de enfrente, donde los sirvientes reconocieron a Steapa. Lo saludaron con cautela, pero entonces salió un administrador a la puerta y, al ver al gigante, dio un par de palmadas: parecía encantado de verlo.

—Habíamos oído que te atraparon los paganos —dijo el administrador.

—Me atraparon.

—¿Te han dejado ir?

—Mi rey me liberó —gruñó Steapa, como si le supiera mal que le hubieran hecho la pregunta. Bajó del caballo y estiró sus miembros—. Alfredo me liberó.

—¿Está Harald aquí? —pregunté al administrador.

—Mi señor está dentro. —El administrador parecía ofendido porque no hubiera llamado al alguacil «señor».

—Pues nosotros también —dije, y conduje a Steapa a la casa. El administrador nos hizo gestos nerviosos con la mano porque la costumbre y la cortesía exigían que le pidiera permiso a su señor para dejarnos entrar, pero yo no le hice ni caso.

Un fuego ardía en el hogar central y docenas de cirios se erguían sobre las plataformas en los extremos de la sala. Había lanzas para jabalíes apiladas contra la pared, de las que colgaban una docena de pieles de ciervos y un montón de valiosas pieles de marta. Había una veintena de hombres en el salón, evidentemente esperando la cena, y un arpista tocaba en el extremo más alejado. Cuatro perros de caza se apresuraron hacia nosotros para investigarnos, y Steapa se los quitó de encima a golpes cuando nos acercamos al fuego a calentarnos.

—Cerveza —dijo Steapa secamente, dirigiéndose al administrador.

Harald debió de oír el ruido de los perros, pues apareció por una puerta que daba a una estancia privada al final del salón. Parpadeó al vernos. Creía que nos odiábamos a muerte, había sabido que Steapa había sido hecho prisionero, y sin embargo allí estábamos, uno al lado del otro. El salón se quedó en silencio cuando el alguacil se acercó cojeando hasta nosotros. Sólo era una cojera leve, el resultado de una herida de lanza en alguna batalla que también se había llevado por delante dos dedos de la mano con la que usaba la espada.

—En una ocasión me regañasteis —me dijo—, por entrar armado en vuestra casa. Con todo, vos traéis armas a la mía.

—No había guardián en la puerta —contesté.

—Había ido a mear, señor —aclaró el administrador.

—Nada de armas en la casa —insistió Harald.

Era la costumbre. Los hombres se emborrachan y ya se pueden hacer bastante daño con los cuchillos para la carne, así que hombres borrachos con hachas y espadas son capaces de convertir una cena en el patio de un carnicero. Le entregamos las armas al administrador. Me quité la cota de malla y le pedí a un lacayo que la colgara para secarla y limpiar los anillos.

Harald nos dio la bienvenida formal cuando nuestras armas desaparecieron. Nos dijo que estábamos en nuestra casa y que deberíamos comer con él como invitados honoríficos.

—Me gustaría escuchar vuestras noticias —dijo, y le hizo un gesto a un criado para que nos trajera cerveza.

—¿Está Odda aquí? —quise saber.

—El padre sí, el hijo no.

Maldije. Habíamos llegado allí con un mensaje para el ealdorman Odda, Odda el Joven, sólo para descubrir que el que estaba en Ocmundtun era el padre herido, Odda el Viejo.

—¿Y dónde está el hijo? —pregunté.

Harald se sintió ofendido por mi brusquedad, pero permaneció cortés.

—El ealdorman está en Exanceaster.

—¿Está sitiado?

—No.

—¿Y los daneses están en Cridianton?

—Sí.

—¿Y están sitiados? —Conocía la respuesta, pero quería que Harald lo admitiera.

—No —contestó.

Dejé caer la cerveza.

—Venimos de parte del rey —dije. En teoría hablaba con Harald, pero recorrí a grandes zancadas el salón para que los hombres en las plataformas pudieran oírme—. Venimos de parte de Alfredo —dije—, y Alfredo desea saber por qué hay daneses en Defnascir. Quemamos sus barcos, matamos a los guardias, y los sacamos de Cynuit, con todo, vosotros los dejáis vivir aquí. ¿Por qué?

Nadie respondió. No había mujeres en la casa, pues Harald era un viudo que no se había vuelto a casar, de modo que sus invitados eran todos sus guerreros o thane que comandaban sus propios hombres. Algunos me miraron con desprecio, pues mis palabras les atribuían cobardía, pero otros bajaron la cabeza. Harald miró a Steapa, como buscando el apoyo del gigante, pero Steapa permanecía junto al fuego, su salvaje rostro no expresaba nada. Me di la vuelta para mirar a Harald.

—¿Por qué están los daneses en Defnascir? —exigí saber.

—Porque aquí son bienvenidos —respondió una voz detrás de mí.

Me di la vuelta para ver a un anciano en la puerta. Se apreciaba el pelo cano bajo el vendaje que le envolvía la cabeza, y estaba tan delgado y débil que tenía que apoyarse en el marco de la puerta. Al principio no lo reconocí, pues la última vez que había hablado con él era un hombre grande, corpulento y vigoroso, pero Odda el Viejo había recibido un hachazo en el cráneo en Cynuit y, una herida que debería haberlo matado allí mismo, sin embargo, de algún modo, se había mantenido con vida, y allí estaba, aunque ahora parecía un esqueleto, pálido, demacrado y débil.

—Están aquí —añadió Odda—, porque son bienvenidos. Como vos, señor Uhtred, y como tú, Steapa.

Una mujer atendía a Odda el Viejo. Intentaba apartarlo de la puerta y hacerlo volver a su cama, pero entonces lo adelantó, entró en el salón y se me quedó mirando. Al verme, hizo lo que había hecho la primera vez que me vio. Lo que había hecho cuando llegó para casarse conmigo. Rompió a llorar.

Era Mildrith.

* * *

Mildrith iba vestida como una monja, con un vestido gris claro, anudado con una cuerda, sobre el que colgaba un gran crucifijo de madera. Llevaba una gorrita gris, de la que salían mechones de su pelo rubio. Me miró, estalló en llanto, y desapareció. Inmediatamente después, Odda el Viejo la siguió, demasiado frágil para seguir en pie, y la puerta se cerró.

—Desde luego que sois bienvenidos aquí —repitió Harald.

—Pero ¿por qué lo son también los daneses? —pregunté.

Odda el Joven había firmado una tregua con ellos. Harald nos lo explicó mientras cenábamos. Nadie en aquella parte de Defnascir había oído nada de la quema de los barcos de Svein. Lo único que sabían era que los hombres de Svein, sus mujeres e hijos, habían marchado hacia el sur, quemando y saqueando, y Odda el Joven llevó sus tropas a Exanceaster, donde se preparó para un asedio, pero Svein le había ofrecido una negociación. Los daneses, repentinamente, habían dejado de asaltar. Se habían establecido en Cridianton y enviado una embajada a Exanceaster, y Svein y Odda habían firmado una paz privada.

—Les vendemos caballos —dijo Harald—, y nos pagan bien por ellos. Veinte chelines el semental, quince la yegua.

—Les vendéis caballos —repetí en tono neutro.

—Para que se marchen —me aclaró Harald.

Los sirvientes echaron un tronco de abedul al fuego, y las chispas estallaron hacia fuera, desperdigando a los perros que descansaban justo alrededor del círculo de piedras del hogar.

—¿Cuántos hombres comanda Svein? —pregunté.

—Muchos —repuso Harald.

—¿Ochocientos? —pregunté—. ¿Novecientos? —Harald se encogió de hombros—. Llegaron en veinticuatro barcos —proseguí—, sólo veinticuatro. ¿Así que cuántos hombres puede tener? No más de mil, matamos unos cuantos, y algunos más habrán muerto durante el invierno.

—Creemos que ochocientos —admitió Harald a regañadientes.

—¿Y con cuántos cuenta el fyrd? ¿Dos mil?

—De los que sólo cuatrocientos son guerreros experimentados —repuso Harald. Eso era probablemente cierto. La mayoría de los hombres del fyrd eran granjeros, mientras que todos los daneses eran guerreros de espada, pero Svein jamás habría tenido que enfrentar sus ochocientos hombres contra dos mil. No había dejado de luchar porque temiera la derrota, sino porque temía perder cien hombres en la victoria. Por ese motivo había dejado de saquear y firmado una tregua con Odda, porque en el sur de Defnascir podía recuperarse de su derrota en Cynuit. Sus hombres podían descansar, alimentarse, fabricar armas y conseguir caballos. Svein guardaba fuerzas y fortalecía a sus hombres—. No fue mi elección —se defendió Harald—. Lo ordenó el ealdorman.

—Y el rey —repliqué— ordenó a Odda que sacara a Svein de Defnascir.

—¿Y qué sabemos de las órdenes del rey? —preguntó Harald con amargura, y llegó mi turno de suministrarle noticias, de contarle cómo Alfredo había escapado de Guthrum y estaba en el gran pantano.

—Y poco después de Pascua —dije—, reuniremos a los fyrds de las comarcas y despedazaremos a Guthrum. —Me puse en pie—. No se le pueden vender más caballos a Svein —dije en voz alta, para que todos los hombres del gran salón pudieran oírme.

—Pero… —protestó Harald, después sacudió la cabeza. Estaba claro que iba a decir que Odda el Joven, ealdorman de Defnascir, había ordenado que se les vendieran caballos, pero dejó la frase a medias.

—¿Cuáles son las órdenes del rey? —le pregunté a Steapa.

—No más caballos —atronó.

Se hizo el silencio hasta que Harald, irritado, le hizo un gesto al arpista, que tañó las cuerdas y empezó a tocar una melancólica melodía.

—Tengo que supervisar la guardia —dijo Harald, y me lanzó una mirada inquisitiva que yo interpreté como una invitación a acompañarlo, así que me ceñí las espadas y lo acompañé por la larga calle de Ocmundtun, hasta donde tres lanceros montaban guardia junto a una cabaña de madera. Harald habló con ellos un momento, después me condujo hacia el este, lejos de la hoguera de los centinelas. La luna teñía de plata el valle, iluminando la carretera vacía hasta que se perdía entre los árboles.

—Poseo treinta guerreros —me dijo Harald de repente. Me estaba diciendo que era demasiado débil para luchar.

—¿Cuántos tiene Odda en Exanceaster? —le pregunté.

—¿Un centenar? ¿Ciento veinte?

—Tendríais que haber convocado al fyrd.

—No tenía órdenes —contestó Harald.

—¿Las buscasteis?

—¡Por supuesto que lo hice! —No le gustaba que dudara de él—. Le dije a Odda que tendríamos que alejar a Svein, pero no me quiso escuchar.

—¿Os dijo que el rey había ordenado que levantara al fyrd?

—No. —Harald se detuvo, mirando la carretera iluminada por la luna—. No supimos nada de Alfredo, salvo que había sido derrotado y estaba oculto. Y oímos que los daneses estaban por todo Wessex, y que había más en Mercia.

—¿No se le ocurrió a Odda atacar a Svein cuando desembarcó?

—Se le ocurrió protegerse —dijo Harald—, y me envió al Tamur.

El Tamur era el río que dividía Wessex de Cornwalum.

—¿Están los britanos tranquilos? —pregunté.

—Los curas les dicen que no nos ataquen.

—Pero con curas o sin ellos —le dije—, cruzarán el río si creen que los daneses llevan ventaja.

—¿Y no la tienen ya? —preguntó Harald con amargura.

—Aún somos hombres libres —contesté.

Asintió. Tras nosotros, en la ciudad, un perro empezó a aullar, y él se volvió como si aquel ruido indicara problemas, pero el aullido cesó con un gemido brusco. Harald dio una patada a una piedra del camino.

—Svein me asusta —admitió de repente.

—Es un hombre aterrador —asentí.

—Es listo —contestó Harald—, listo, fuerte y salvaje.

—Es danés —respondí con sequedad.

—Un hombre implacable —prosiguió Harald.

—Desde luego —convine—, ¿y creéis que después de alimentarlo, proporcionarle caballos y darle cobijo, os dejará tranquilos?

—No —dijo—, pero Odda sí lo cree.

Pues Odda era un insensato. Estaba amamantando a un cachorro de lobo que lo despedazaría cuando fuera suficientemente fuerte.

—¿Por qué Svein no ha marchado hacia el norte para unirse a Guthrum?

—No lo sé.

Pero yo sí lo sabía. Guthrum llevaba en Inglaterra cuatro años ya. Había intentado tomar Wessex antes, y había fracasado, pero ahora, a punto de conseguirlo, se detenía. Guthrum el Desafortunado, lo llamaban, y sospechaba que no había cambiado. Era rico, conducía muchos hombres, pero era cauteloso. Svein, en cambio, procedía de los asentamientos de los hombres del norte de Irlanda, y era una criatura muy distinta. Era más joven que Guthrum, menos acaudalado, y conducía menos hombres, pero sin duda se trataba del mejor guerrero. Ahora, desprovisto de sus barcos, estaba debilitado, pero había convencido a Odda el Joven para que le diera refugio, y recuperaba sus fuerzas, de modo que, cuando se encontrara con Guthrum no sería un jefe derrotado necesitado de ayuda, sino un danés con poder. Svein, pensé, era un hombre mucho más peligroso que Guthrum, y Odda el Joven sólo lo estaba volviendo más peligroso aún.

—Mañana —dije—, debemos empezar a reunir al fyrd. Esas son las órdenes del rey.

Harald asintió. No vi su rostro en la oscuridad, pero me di cuenta de que no le hacía gracia. Aun así, era un hombre sensato, y sin duda sabía que era necesario echar a Svein de la comarca.

—Enviaré mensajes —dijo—, pero Odda podría detener la convocatoria. Ha firmado una tregua con Svein y no quiere que la rompa. La gente le obedecerá a él antes que a mí.

—¿Y su padre? —pregunté—. ¿Le obedecerán a él?

—Lo harán —contestó—, pero es un hombre enfermo. Ya lo habéis visto. Es un milagro que siga con vida.

—¿Quizá porque mi esposa lo cuida?

—Sí —contestó, y se calló. Algo quedó en el aire, algo extraño, sin expresar—. Vuestra esposa lo cuida bien —concluyó incómodo.

—Es su padrino —dije.

—Sí lo es.

—Me alegro de verla con vida —dije, no porque fuera verdad, sino porque era lo apropiado, y no se me ocurría nada más—. Y me gustará ver también a mi hijo —añadí con más calidez.

—Vuestro hijo… —repitió Harald inexpresivamente.

—Está aquí, ¿no?

—Sí. —Harald se estremeció. Se dio la vuelta para mirar la luna y pensé que no diría nada más, pero entonces hizo acopio de valor y volvió a mirarme—. Vuestro hijo, señor Uhtred, está en el patio de la iglesia.

Me costó unos instantes entenderlo, pero lo cierto es que no comprendí nada, sólo me dejó confundido. Toqué mi amuleto de martillo.

—¿En el patio de la iglesia?

—No me corresponde a mí decíroslo.

—Pero me lo vais a decir. —Y mi voz sonó como el rugido de Steapa.

Harald miró el río bañado por la luna, de un blanco argentado bajo los árboles negros.

—Vuestro hijo murió —dijo. Esperó mi respuesta, pero yo ni me moví ni hablé—. Se asfixió.

—¿Se asfixió?

—Con una piedra —dijo Harald—. Era muy pequeño, debió de coger la piedra y acabó tragándosela.

—¿Una piedra? —pregunté.

—Había una mujer con él, pero… —Harald perdió la voz—. Intentó salvarlo, pero no pudo hacer nada. Murió.

—El día de san Vicente —dije.

—¿Lo sabíais?

—No —repuse—. No lo sabía. —Pero el día de san Vicente fue el día en que Iseult sacó al hijo de Alfredo, el Ætheling, de la tierra. Y en alguna parte, me había dicho Iseult, un niño tenía que morir, para que el heredero del rey, el Ætheling, viviera.

Y había sido mi niño. Uhtred el Joven. A quien apenas conocía. Eduardo recobró el aliento y Uhtred se retorció, luchó por inhalar aire y murió.

—Lo siento —dijo Harald—. No me correspondía decíroslo, pero teníais que saberlo antes de volver a ver a Mildrith.

—Me odia —dije sobriamente.

—Sí —repuso—, os odia. —Se detuvo—. Pensé que se volvería loca de la tristeza, pero Dios le ha conservado la cordura. Le gustaría…

—¿Le gustaría qué?

—Unirse a las hermanas de Cridianton. Cuando los daneses se marchen. Tienen allí un convento, una pequeña casa.

No me importaba lo que hiciera Mildrith.

—¿Y mi hijo está enterrado aquí?

—Bajo el tejo —se dio la vuelta y señaló—, junto a la iglesia.

Pues que se quede allí, pensé. Que descanse en su pequeña tumba hasta que llegue el caos del Fin del Mundo.

—Mañana —dije—, reuniremos al fyrd.

Pues, al fin y al cabo, había un reino que salvar.

* * *

Los sacerdotes fueron convocados a la casa de Harald y redactaron la convocatoria del fyrd. La mayoría de los thane no sabían leer, y a muchos de sus curas les costaría descifrar las escasas palabras, pero los mensajeros les comunicarían lo que ponía en los pergaminos. Debían armar a sus hombres y traerlos a Ocmundtun, y el sello de cera en la convocatoria era la autoridad para aquellas órdenes. El sello mostraba el escudo de venado de Odda el Viejo.

—Pasará una semana —advirtió Harald— hasta que el fyrd se reúna, y el ealdorman intentará evitar que eso ocurra.

—¿Qué va a hacer?

—Decirle a los thane que no hagan caso, supongo.

—¿Y Svein? ¿Qué crees que hará?

—Intentar matarnos.

—Y tiene ochocientos hombres que pueden estar aquí mañana —dije.

—Y yo tengo treinta —contestó Harald en tono sombrío.

—Pero tenemos una fortaleza —añadí, señalando el bastión de piedra caliza con su empalizada.

No dudaba de que los daneses vendrían. Al convocar el fyrd, amenazábamos su seguridad, y Svein no era un hombre que se tomaba las amenazas a la ligera, así que, mientras los mensajes partían hacia el norte y el sur, dijimos a la gente del pueblo que subieran sus objetos de valor al fuerte junto al río. Algunos hombres empezaron a reforzar la empalizada. Otros subieron el ganado al páramo, para que no pudieran llevárselo los daneses. Steapa se acercó a todas las poblaciones cercanas y exigió que los hombres en edad de pelear se dirigieran a Ocmundtun con todas las armas que poseyeran, de modo que por la tarde defendían el fuerte ochenta personas. Pocos eran guerreros, la mayoría no tenía más arma que un hacha, pero desde el pie de la colina parecían guerreros de verdad. Las mujeres subieron comida y agua al fuerte, y la mayor parte de los habitantes de Ocmundtun decidió dormir allí, a pesar de la lluvia, por miedo a que los daneses atacaran de noche.

Odda el Viejo se negó a subir al fuerte. Estaba demasiado enfermo, dijo, y demasiado débil, y si iba a morir, lo haría en casa de Harald. Harald y yo intentamos convencerlo, pero no quería escuchar.

—Mildrith puede ir con vosotros —dijo.

—No —repuso ella. Estaba sentada junto al lecho de Odda, con las manos bien apretadas bajo las mangas de su hábito gris. Me miró, y en su mirada había desafío, retándome a que le ordenara que abandonara a Odda y subiera a la fortaleza.

—Lo siento —le dije.

—¿Lo sientes?

—Lo que ocurrió con nuestro hijo.

—No eras un padre para él —me acusó. Sus ojos brillaban de furia—. ¡Querías que fuera danés! ¡Querías que fuera pagano! ¡Ni siquiera te importaba su alma!

—Sí me importaba —dije, pero ella me ignoró. No había sonado convincente ni siquiera a mis propios oídos.

—Su alma está a salvo —la tranquilizó Harald con ternura—. Está en brazos del buen señor Jesús. Es feliz.

Mildrith lo miró y vi cómo las palabras de Harald la habían reconfortado, aunque empezó a llorar igualmente. Acarició su cruz de madera. Entonces Odda el Viejo alargó la mano para acariciarle el brazo.

—Si los daneses vienen, señor —le dije—, enviaré hombres a recogeros. —Me di la vuelta y salí de la enfermería. No podía soportar los llantos de Mildrith ni pensar en un hijo muerto. Esas cosas son más difíciles, mucho más difíciles que hacer la guerra, así que me ceñí las espadas, recogí mi escudo, y me puse mi espléndido casco coronado con una cabeza de lobo, de modo que cuando Harald salió de la estancia de Odda, se paró en seco al ver a un señor de la guerra junto a su hogar—. Si hacemos una gran hoguera al este del pueblo —le dije—, veremos a los daneses llegar. Nos dará tiempo para transportar al señor Odda al fuerte.

—Sí. —Levantó la vista para ver las grandes vigas de su casa, y quizá pensara que jamás volvería a verlas, pues los daneses vendrían y la casa ardería. Se persignó.

—El destino es inexorable —le dije. ¿Qué otra cosa iba a decir? Los daneses podrían venir, la casa arder, pero eran pequeñeces en el equilibrio de un reino, así que me marché a ordenar que encendieran la hoguera que iluminaría la carretera del este. Fuera como fuera, los daneses no llegaron aquella noche. Llovió débilmente hasta el amanecer, así que, por la mañana, la gente del fuerte estaba mojada, no demasiado contenta y tenía frío. Sin embargo, el alba también trajo a los primeros hombres del fyrd, que aparecieron por la misma carretera por donde Steapa y yo habíamos llegado el día anterior. Podría llevar días que las zonas más alejadas de la comarca recibieran la convocatoria, armaran a los hombres y los enviaran a Ocmundtun, pero los más cercanos los mandaron directamente, de modo que al final de la mañana había cerca de trescientos bajo el fuerte. No más de setenta de aquellos hombres merecían el nombre de guerreros, hombres con armas decentes, escudos, y al menos una armadura de cuero. El resto eran granjeros con azadas, hoces o hachas de trabajo.

Harald envió partidas de aprovisionamiento en busca de grano. Una cosa era reunir una fuerza, otra muy distinta alimentarla, y ninguno sabíamos cuánto tiempo habría que mantener reunidos a los hombres. Si los daneses no venían a nosotros, tendríamos que ir nosotros a ellos y obligarlos a salir de Cridianton, y para eso necesitaríamos al fyrd de Defnascir al completo. Odda el Joven, pensaba, jamás permitiría que eso ocurriera.

Y no lo hizo. Cuando cesó la lluvia y se dijeron las oraciones del mediodía, el propio Odda llegó a Ocmundtun, y no vino solo, sino con sesenta de sus guerreros vestidos de malla y otros tantos daneses en toda su gloria guerrera. El sol salió al aparecer por los árboles del este, y lanzó sus destellos sobre las cotas y las puntas de lanza, sobre las cadenas de las bridas y los hierros de los estribos, sobre los cascos pulidos y las relucientes embozaduras de los escudos. Se extendieron por los pastos a cada lado de la carretera, y avanzaron sobre Ocmundtun en una extensa fila; en su centro, había dos estandartes: uno, el venado negro, era el estandarte de Defnascir, mientras que el otro era el triángulo danés del caballo blanco.

—No va a haber batalla —le dije a Harald.

—¿No?

—No son suficientes. Svein no se puede permitir perder hombres, así que ha venido a parlamentar.

—No quiero recibirlos aquí —señaló el fuerte—. Deberíamos ir al salón.

Ordenó a los hombres mejor armados que bajaran a la ciudad, y allí ocupamos la fangosa calle fuera del salón, mientras Odda y los daneses llegaban del este. Los jinetes tuvieron que romper la fila para entrar en la ciudad, lo que hicieron en columna de a tres, de modo que la columna iba encabezada por tres hombres. Odda estaba en el centro, flanqueado por dos daneses, y uno de ellos era Svein, el del Caballo Blanco.

Svein tenía un aspecto magnífico, un guerrero plateado y blanco. Montaba un caballo blanco, vestía una capa blanca de lana, y su cota y casco de jabalí habían sido frotados con arena hasta relucir en la acuosa luz del sol. La embozadura de su escudo era también de color plata y encima había pintado un caballo blanco. El cuero de sus bridas, silla y vaina había sido descolorido hasta parecer más claro. Me vio, pero no pareció reconocerme, se limitó a escrutar la fila de hombres que bloqueaban la calle y pareció desestimarlos por inútiles. Su estandarte del caballo blanco era transportado por un segundo jinete que tenía el mismo rostro oscuro que su señor, un rostro curtido por el sol y la nieve, el hielo y el viento.

—Harald. —Odda el Joven se había adelantado a los dos daneses. Iba tan adornado como de costumbre, reluciente en su malla, con una capa negra que caía por la grupa de su caballo. Sonrió como si diera la bienvenida a la reunión—. Habéis convocado al fyrd sin mi permiso, ¿por qué?

—Porque el rey lo ha ordenado —contestó Harald.

Odda seguía sonriendo. Me echó una mirada, pareció no reparar en que estaba presente, después miró la puerta de la casa, por donde acababa de aparecer Steapa. El gigante había estado hablando con Odda el Viejo, y ahora miraba a Odda el Joven anonadado.

—¡Steapa! —dijo Odda el Joven—. ¡Mi leal Steapa! ¡Cómo me alegro de verte!

—Yo también, señor.

—Mi fiel Steapa —dijo Odda, claramente complacido de reunirse con su antiguo guardaespaldas—. ¡Ven aquí! —ordenó, y Steapa nos apartó a empujones, se arrodilló en el barro junto al caballo de Odda y besó con reverencia la bota de su amo—. Ponte en pie —dijo Odda—, ponte en pie. Contigo a mi lado, Steapa, ¿quién puede hacernos daño?

—Nadie, señor.

—Nadie —repitió Odda, después sonrió a Harald—. Habéis dicho que el rey ha ordenado que se convoque al fyrd. ¿Acaso hay rey en Wessex?

—Hay rey en Wessex —repuso Harald con firmeza.

—¡Hay un rey agazapado en los pantanos! —gritó Odda para que todos los hombres de Harald lo escucharan—. ¿Es acaso el rey de las ranas, quizá? ¿Un monarca de las anguilas? ¿Qué clase de rey es ése?

Respondí por Harald, pero en danés.

—Un rey que me ordenó quemar los barcos de Svein. Cosa que hice. Todos menos uno, que me guardé y aún conservo.

Svein se quitó el casco con hocico de jabalí, me miró y siguió sin reconocerme. Su mirada era como la de la gran serpiente de la muerte que descansa en las raíces de Yggdrasil.

—Quemé el Caballo Blanco —le dije—, y me calenté las manos con sus llamas. —Svein escupió por toda respuesta—. Y el hombre que os acompaña —hablaba ahora con Odda, en inglés—, es el hombre que quemó vuestra iglesia en Cynuit, el hombre que asesinó a los monjes, el hombre maldito en el cielo, el infierno y este mundo, ¿y aun así es ahora vuestro aliado?

—¿Habla ese cagarro de cabra por vos? —exigió Odda a Harald.

—Estos hombres hablan por mí —dijo Harald, indicando a los guerreros detrás de él.

—¿Pero con qué derecho alzáis al fyrd? —preguntó Odda—. ¡Soy el ealdorman!

—¿Y quién os nombró tal? —preguntó Harald. Se detuvo, pero Odda no respondió—. ¿El rey de las ranas? ¿El monarca de las anguilas? Si Alfredo no tiene autoridad, vos habéis perdido la vuestra con la suya.

Odda estaba claramente sorprendido por el desafío de Harald, y probablemente también irritado, pero no dio señal de sentirse molesto. Siguió sonriendo.

—Creo —le dijo a Harald—, que no habéis entendido lo que ocurre en Defnascir.

—Creo que vos vais a explicármelo —repuso Harald.

—Lo haré —contestó Odda—, pero hablemos con comida y cerveza. —Miró al cielo. El breve sol se había ocultado tras una nube y un viento helado azotaba los tejados de la calle—. Y hablemos bajo un techo —dijo Odda—, antes de que vuelva a llover.

Había unas cuestiones que solucionar antes, aunque se solucionaron rápido. Los jinetes daneses se retirarían al extremo este del pueblo, mientras los hombres de Harald se meterían otra vez en el fuerte. Cada facción podía llevar diez hombres al salón, y todos esos hombres dejarían sus armas amontonadas en la calle, donde quedarían custodiadas por seis daneses y otros tantos sajones.

Los sirvientes de Harald trajeron cerveza, pan y queso. No se ofreció carne, pues era Cuaresma. Se situaron bancos a cada lado del hogar. Svein cruzó hasta nuestro lado del fuego cuando trajeron los bancos, y al final se dignó a reconocerme.

—¿Fuiste realmente tú el que quemó los barcos? —preguntó.

—Incluido el tuyo.

—El Caballo Blanco costó un año y un día de construir —dijo—, y usamos madera de árboles en la que habíamos colgado sacrificios a Odín. Era un buen barco.

—Ahora es cenizas junto a la playa —le dije.

—Pues un día te lo devolveré —replicó, y aunque hablaba con tono tranquilo, había todo un mundo de amenaza en su voz—. Y además te equivocaste.

—¿Me equivoqué? —pregunté—. ¿Por quemar tus barcos?

—No había ningún altar de oro en Cynuit.

—Donde quemaste a los monjes —le dije.

—Los quemé vivos —coincidió—, y me calenté las manos en las llamas. —Sonrió al recordarlo—. Podrías unirte a mí —sugirió—. Te perdonaría por quemar mi barco y podrías luchar a mi lado una vez más. Necesito buenos hombres. Pago bien.

—Le he jurado lealtad a Alfredo.

—Ah —asintió—. Pues que así sea. Enemigos. —Regresó al banco de Odda.

—¿Queréis ver a vuestro padre antes de que hablemos? —le preguntó Harald a Odda, señalando hacia la puerta al final del salón.

—Lo veré —contestó Odda—, cuando reparemos nuestra amistad. Vos y yo tenemos que ser amigos —dijo las últimas palabras en voz alta, y eso indicó a los hombres que se sentaran en los bancos—. Habéis convocado al fyrd —le dijo a Harald—, ¿porque Uhtred os trajo órdenes de Alfredo?

—Eso hizo.

—Pues hicisteis bien —contestó Odda—, y es digno de alabanza. —Svein, que escuchaba la traducción que le proporcionaba uno de sus propios hombres nos miraba inexpresivo—. Y ahora volveréis a hacer lo correcto —continuó Odda—, y lo enviaréis de vuelta a casa.

—El rey ha ordenado lo contrario —dijo Harald.

—¿Qué rey? —preguntó Odda.

—Alfredo, ¿quién si no?

—Pero hay otros reyes en Wessex —prosiguió Odda—. Guthrum es rey de la Anglia Oriental, y está en Wessex, y algunos dicen que Etelwoldo será coronado rey este verano.

—¿Etelwoldo? —preguntó Harald.

—¿No lo habéis oído? —preguntó Odda—. Wulfhere de Wiltunscir se ha aliado con Guthrum, y tanto Guthrum como Wulfhere han dicho que Etelwoldo será rey de Wessex. ¿Y por qué no? ¿No es Etelwoldo hijo de nuestro último rey? ¿No debería ser rey?

Harald, inseguro, me miró a mí. No había oído hablar de la deserción de Wulfhere, y fue un duro golpe para él. Asentí.

—Wulfhere está con Guthrum —contesté.

—Así que Etelwoldo, hijo de Etelredo, será rey en Wessex —prosiguió Odda—, y Etelwoldo tiene miles de espadas a su mando. Ælfrig de Kent está con los daneses. Hay daneses en Lundene, en Sceapig, y en las murallas de Contwaraburg. Todo el norte de Wessex está en manos danesas. Y también hay daneses aquí, en Defnascir. Decidme, ¿de qué es rey Alfredo?

—De Wessex —repuse.

Odda no me hizo caso, miró a Harald.

—Alfredo tiene nuestros juramentos —repuso Harald con obstinación.

—Y yo tengo el vuestro —le recordó Odda suspirando—. Dios sabe, Harald, que nadie era más leal a Alfredo que yo. ¡Y aun así nos falló! Llegaron los daneses, y aquí siguen, ¿y dónde está Alfredo? ¡Escondido! ¡En pocas semanas sus ejércitos marcharán sobre Inglaterra! ¡Vendrán de Mercia, de Lundene, de Kent! Sus flotas patrullarán nuestras costas. ¡Ejércitos de daneses y flotas de vikingos! ¿Y qué haréis entonces?

Harald cambió de postura, incómodo.

—¿Qué haréis vos? —replicó.

Odda hizo un gesto a Svein que, cuando le tradujeron la pregunta, habló por primera vez. Yo hice de intérprete para Harald. Wessex está condenado, dijo Svein con su voz ronca. En verano ya estará plagado de daneses, con nuevos hombres recién llegados del norte, y los únicos sajones que sobrevivirán serán aquellos que ayuden ahora a los daneses. Los que se enfrenten a nosotros, dijo Svein, estarán muertos, sus mujeres serán putas, sus hijos esclavos, sus hogares se perderán y sus nombres serán olvidados como el humo de un fuego apagado.

—¿Y Etelwoldo será rey? —me burlé—. ¿Pensáis que todos vamos a postrarnos ante un borracho putero?

Odda sacudió la cabeza.

—Los daneses son generosos —dijo, se apartó la capa y vi que lucía seis brazaletes de oro— con aquellos que los ayudan —dijo—, habrá recompensa en tierras, riquezas y honores.

—¿Y Etelwoldo será rey? —pregunté de nuevo.

Odda volvió a señalar a Svein. El enorme danés parecía aburrido, pero se espabiló.

—Lo correcto —dijo— es que los sajones sean gobernados por un sajón. Pondremos un rey aquí.

Me burlé de eso. Habían puesto reyes sajones en Northumbria y Mercia, y aquellos reyes eran débiles, llevaban correa danesa, y entonces comprendí lo que Svein quería decir y estallé en carcajadas.

—¡Te ha prometido el trono! —acusé a Odda.

—He oído cosas que tenían más sentido en el pedo de un cerdo —replicó Odda, pero yo sabía que tenía razón. Etelwoldo era el candidato al trono de Wessex de Guthrum, pero Svein no era amigo de Guthrum, y querría su propio rey sajón: ése era Odda.

—¡Rey Odda! —dije entre risas, y escupí al fuego.

Odda me habría asesinado por aquello, pero nos reuníamos bajo los términos de una tregua, así que se obligó a ignorar el insulto. Miró a Harald.

—Tenéis elección, Harald. Vivir o morir.

Harald estaba en silencio. No sabía nada de Wulfhere y la noticia lo había descompuesto. Wulfhere era el ealdorman más poderoso de Wessex, y si él pensaba que Alfredo estaba condenado, ¿qué iba a pensar Harald? Veía la incertidumbre en el rostro del alguacil de la comarca. Su decencia le pedía que declarara lealtad a Alfredo, pero Odda sugería que nada más que muerte podía seguir a esa elección.

—Yo… —empezó a decir Harald, y después se quedó callado, incapaz de decir lo que pensaba porque era incapaz de tomar una decisión.

—El fyrd ha sido convocado —hablé por él— siguiendo las órdenes del rey, y las órdenes del rey son expulsar a los daneses de Defnascir.

Odda escupió por toda respuesta.

—Svein ha sido derrotado —dije—. Hemos quemado sus barcos. Es un perro apaleado al que vos dais cobijo. —Svein, cuando le tradujeron, me lanzó una mirada como un latigazo—. Svein —proseguí como si no estuviera presente— tiene que ser empujado hacia Guthrum.

—Aquí no tienes autoridad —espetó Odda.

—Tengo la autoridad de Alfredo —contesté—, y una orden escrita que os conmina a alejar a Svein de vuestra comarca.

—Las órdenes de Alfredo no significan nada —dijo Odda—, y croas como una rana del pantano. —Se volvió hacia Steapa—. Tienes un asunto por concluir con Uhtred.

Steapa pareció dudar por un instante, después entendió lo que su amo quería.

—Sí, señor —dijo.

—Pues termínalo ahora.

—¿Terminar ahora qué? —preguntó Harald.

—Vuestro rey —replicó Odda cargado de sarcasmo— ordenó a Steapa y a Uhtred que lucharan a muerte. ¡Y ambos siguen vivos! Así que no se han obedecido las órdenes de vuestro rey.

—¡Hay una tregua! —protestó Harald.

—O Uhtred deja de intervenir en los asuntos de Defnascir —amenazó Odda—, o le diré a Steapa que mate ahora mismo a Uhtred. ¿Queréis saber quién tiene razón? ¿Si Alfredo o yo? ¿Queréis saber quién será rey en Wessex, si Etelwoldo o Alfredo? Pues sometedlo a prueba, Harald. Que Steapa y Uhtred terminen su pelea y veamos a qué hombre favorece Dios. Si Uhtred gana, te apoyaré, y si pierde… —Sonrió. No tenía duda alguna de quién iba a ganar.

Harald se quedó en silencio. Miré a Steapa y, como la primera vez que lo vi, no leí nada en su rostro. Había prometido protegerme, pero eso había sido antes de reunirse con su señor. Los daneses parecían contentos. ¿Por qué les iba a importar que dos sajones se pelearan? Harald, sin embargo, aún vacilaba, y entonces una débil y cansada voz sonó desde la puerta del fondo del salón.

—Déjalos pelear, Harald, déjalos pelear. —Odda el Viejo, envuelto en su manta de piel de lobo, estaba de pie en la puerta. Sostenía un crucifijo—. Déjalos pelear —repitió—, y que Dios guíe el brazo victorioso.

Harald me miró. Yo asentí. No quería pelear, pero un hombre no puede negarse a combatir. ¿Qué iba a hacer? ¿Decir que esperar que Dios indicara el curso de una acción en un combate era una tontería? ¿Apelar a Harald? ¿Asegurar que todo lo que Odda había dicho estaba mal y que Alfredo recuperaría Wessex? Si me negaba a pelear concedía la razón a Odda, y lo cierto es que a mí casi me había convencido de que Alfredo estaba condenado, y Harald, estoy seguro, estaba totalmente convencido. Aun así, había algo más que orgullo en lo que me hizo pelear aquel día. Estaba la creencia, en lo profundo de mi alma, de que Alfredo iba a sobrevivir de algún modo. No me gustaba, no me gustaba su dios, pero creía que el destino estaba de parte de Alfredo. Así que asentí de nuevo, esta vez a Steapa.

—No quiero pelear contigo —le dije—, pero he prestado juramento a Alfredo y mi espada dice que ganará y que la sangre danesa alimentará nuestros campos.

Steapa no dijo nada. Se limitó a flexionar sus enormes brazos, después esperó, mientras uno de los hombres de Odda salía fuera y regresaba con dos espadas. Sin escudos, sólo espadas. Había cogido el primer par de espadas de la pila, y se las ofreció a Steapa primero, quien sacudió la cabeza, indicando que yo eligiera primero. Cerré los ojos, palpé y cogí la primera empuñadura que toqué. Era una espada grande, con el peso hacia la punta. Un arma para meter tajos, no para perforar, y supe que había elegido mal.

Steapa cogió la otra, hizo un molinete en el aire de modo que la hoja silbó. Svein, que hasta el momento pocas emociones había mostrado, parecía impresionado, mientras que Odda el Joven sonreía.

—Puedes bajar la espada —me dijo—, y darme la razón.

Lo que hice fue caminar hacia el espacio libre junto al hogar. No tenía ninguna intención de atacar a Steapa, le dejaría venir hacia mí. Me sentía cansado y resignado. El destino es inexorable.

—Por mi bien —dijo Odda el Viejo detrás de mí—, que sea rápido.

—Sí, señor —contestó Steapa, dio un paso hacia mí y después se volvió tan rápido como una serpiente y su hoja azotó el aire con un tajo que se llevó por delante la garganta de Odda el Joven. La espada no estaba tan afilada como tendría que haberlo estado, de modo que tumbó a Odda, pero también le abrió el gaznate y la sangre saltó en un chorro tan largo como una espada, que salpicó en el fuego, donde chisporroteó y borboteó. Odda estaba tendido sobre los juncos del suelo, con espasmos en las piernas y las manos aferradas a la garganta, que seguía manando sangre. Emitió un estertor, se dio la vuelta, las convulsiones provocaron que sus talones tamborilearan en el suelo y entonces, justo cuando Steapa dio un paso adelante para rematarlo, con un último espasmo murió.

Steapa dejó la espada en el suelo, temblando.

—Alfredo me rescató —anunció al salón—. Alfredo me liberó de los daneses. Alfredo es mi rey.

—Tiene nuestra lealtad —añadió Odda el Viejo—, y mi hijo no tenía ningún derecho a firmar la paz con los paganos.

Los daneses dieron un paso atrás. Svein me echó una mirada, pues aún llevaba una espada en la mano. Después miró las lanzas de jabalí apoyadas contra la pared, calculando si podía coger una antes de que lo atacara. Bajé el arma.

—Tenemos una tregua —dijo Harald en voz alta.

—Tenemos una tregua —le repetí a Svein en danés.

Svein escupió sobre los juncos ensangrentados. Después él y su portaestandarte dieron otro cauteloso paso atrás.

—Pero mañana —prosiguió Harald—, no habrá tregua: iremos a por vosotros.

Los daneses se marcharon de Ocmundtun, y al día siguiente se fueron también de Cridianton. Podrían haberse quedado si hubiesen querido. Eran más que suficientes para defender Cridianton y causar problemas en la comarca, pero Svein sabía que lo sitiarían y, hombre a hombre, lo agotarían hasta que no le quedaran fuerzas, así que se dirigió al norte, a unirse con Guthrum, y yo cabalgué hasta Oxton. Nunca aquella tierra había estado tan hermosa: los árboles cubiertos de verdor, los petirrojos se daban un festín con los primeros brotes de los prietos frutos, y las anémonas, las álsines y los alhelíes llenaban de color los lugares sombreados. Los corderos huían de las liebres macho en los pastos, y el sol centelleaba sobre las aguas de la extensa desembocadura del Uisc. En el cielo resonaba el canto de las alondras, los zorros perseguían corderos, las urracas y arrendajos se alimentaban de los huevos de otras aves, y los labradores empalaban cuervos en los bordes de los campos para asegurarse una buena cosecha.

—Pronto habrá mantequilla —me dijo una mujer. Lo que en realidad quería saber era si regresaba a la propiedad, pero no regresaba. Me despedía. Había siervos viviendo allí, haciendo su trabajo, y les aseguré que Mildrith antes o después designaría un administrador. Después fui a la casa, excavé bajo los pilares y encontré mi tesoro intacto. Los daneses no habían llegado a Oxton. Wirken, el ladino cura de Exanmynster, oyó que estaba en la casa y subió en burro a la propiedad. Me aseguró que había vigilado el lugar, y estaba claro que quería una recompensa.

—Ahora pertenece a Mildrith —le dije.

—¿La dama Mildrith? ¿Sigue viva?

—Vive —respondí sin más—, pero su hijo está muerto.

—Que Dios tenga en su gloria a la pobre alma —repuso Wirken, y se persignó. Me estaba comiendo un pedazo de jamón, y lo miró hambriento, consciente de que rompía las normas de la Cuaresma. No dijo nada, pero sabía que me maldecía por ser un pagano.

—La dama Mildrith —proseguí—, llevará a partir de ahora una vida casta. Dice que va a unirse a las hermanas de Cridianton.

—No quedan hermanas en Cridianton —repuso Wirken—. Están todas muertas. Ya se encargaron de eso los daneses antes de marcharse.

—Otras monjas se establecerán allí —contesté. No es que me importara, pues el destino de un pequeño convento no era asunto mío. Oxton ya no era asunto mío. Mis asuntos eran los daneses, y los daneses se habían marchado al norte, así que los seguiría.

Aquélla era mi vida. Esa primavera tenía veintiún años, y había pasado media vida en el ejército. No era un granjero. Observé a los esclavos arrancar la grama de los campos y comprendí que las tareas de la granja me hastiaban. Era un guerrero, y me habían conducido desde mi hogar en Bebbanburg hasta el extremo sur de Inglaterra. En aquel momento, mientras Wirken parloteaba de cuánto había vigilado los almacenes durante el invierno, yo estaba convencido de que regresaba de nuevo al norte. Siempre al norte. De vuelta a casa.

—Habéis vivido de esos almacenes durante todo el invierno —acusé al cura.

—Los he vigilado todo el invierno, señor.

—Y habéis engordado mientras vigilabais —le espeté. Monté en mi caballo. Detrás de mí llevaba dos bolsas, llenas de dinero, y allí se quedaron mientras cabalgué hasta Exanceaster en busca de Steapa, que me esperaba en El Cisne. A la mañana siguiente, con otros seis guerreros del ealdorman Odda, partimos hacia el norte. Nuestro camino estaba señalado con columnas de humo, pues Svein quemaba y saqueaba a su paso, pero habíamos hecho lo que Alfredo quería que hiciéramos. Habíamos obligado a Svein a reunirse con Guthrum, así que ahora los dos ejércitos daneses más grandes estaban juntos. Si Alfredo hubiese sido más fuerte, los habría dejado separados y marchado primero contra uno y después contra el otro, pero Alfredo sabía que sólo tenía una oportunidad de recuperar su reino, y ésa era la de ganar una única batalla. Tenía que superar a todos los daneses y destruirlos de un solo golpe, y su arma era un ejército que sólo existía en su cabeza. Había enviado peticiones para que el fyrd de Wessex fuera convocado después de Pascua y antes de Pentecostés, pero nadie sabía si realmente aparecería. Quizá saliéramos del pantano y no encontráramos a nadie en el punto de encuentro. O quizá llegara el fyrd y sus filas las formaran muy pocos hombres. Lo cierto es que Alfredo era demasiado débil para pelear, pero esperar más sólo lo debilitaría. Así que tenía que luchar o perder su reino.

Y esta vez, sin duda, lucharía.