Eduardo, príncipe de Gales, hijo mayor del rey Eduardo III, es más conocido como el Príncipe Negro, aunque dicho nombre no se acuñó hasta mucho después de su muerte. Nadie sabe con seguridad por qué le llamaron así, pero incluso en Francia fue recordado como le Prince Noir y yo he encontrado referencias de que aún en el siglo diecinueve había madres francesas que amenazaban a sus hijos desobedientes con una fantasmal visita de aquel enemigo muerto mucho tiempo atrás.
Hay quien dice que el nombre surgió del color de su armadura, pero existen pocas evidencias que respalden esta explicación y tampoco parece hacer referencia a su carácter que, por lo que podemos decir de la poca información que se conserva, era cualquier cosa menos sombrío. Era generoso, probablemente testarudo y romántico (contrajo un matrimonio poco práctico con la hermosa Joan de Kent), leal a su padre; pero aparte de esto, poco se conoce sobre su personalidad.
Es más famoso como soldado, aunque pasó casi toda su vida administrando de manera ineficiente las posesiones francesas de su padre. Luchó en Crécy y poco antes de su muerte obtuvo una victoria en Nájera, en España. Pero Poitiers es su logro militar más importante y, a pesar de su fama, la batalla se ha desvanecido del recuerdo popular, mientras que la gran victoria de su padre en Crécy y el triunfo de Enrique V en Agincourt siguen celebrándose.
No obstante, Poitiers merece un lugar entre los logros militares más importantes de Inglaterra. Fue una batalla extraordinaria. El príncipe se encontraba en inferioridad numérica, su ejército estaba sediento, hambriento, agotado tras el viaje y sin embargo combatió, según los criterios medievales, una batalla muy larga en la que resultaron vencedores absolutos, haciendo prisionero al rey de Francia.
A Juan II lo llevaron a Londres, donde se unió a otro prisionero real, el rey David II de Escocia, que había sido capturado tras la batalla de Neville’s Cross diez años antes (descrita en la aventura de Thomas de Hookton La batalla del Grial).
La batalla de Poitiers fue la culminación de la segunda gran chevauchée del príncipe por Francia. La primera, en 1355, había castigado el sudeste de Francia desde Gascuña, devastando gran parte de la región y deteniéndose a poca distancia de Montpellier. Además asoló, entre muchas otras ciudades, el burgo de Carcasona.
Una chevauchée era un ataque destructivo pensado para infligir un grave daño económico al enemigo quien, para poner fin a las pérdidas, se vería obligado a librar una batalla. Si este se negaba a combatir, tal como hicieron los franceses en 1355, la chevauchée acababa desprestigiando vergonzosamente a quien lo sufría y terminaba dando un inmenso botín a los atacantes. Si aceptaba la batalla, tal como decidió hacer el rey Juan en 1356, se arriesgaba a la derrota. O tal vez lograra la venganza y la victoria.
Hay muchos enigmas en torno a esta batalla. Uno de los más desconcertantes es si de verdad el príncipe quería combatir aquella mañana de septiembre o no. El día anterior, domingo, había transcurrido con las enrevesadas negociaciones con los cardenales (Bessières es un personaje ficticio, pero Talleyrand fue el principal negociador).
Existen pruebas de que el príncipe estaba dispuesto a aceptar las condiciones humillantes que ofrecía la iglesia, pero algunos historiadores creen que simplemente estaba ganando tiempo. Lo que sí parece cierto es que el combate empezó el lunes por la mañana temprano, cuando los franceses se percataron de que el ala izquierda inglesa se retiraba y temieron que el príncipe tuviera intención de escabullirse cruzando el Miosson y escapando de ellos.
Hubiese sido una maniobra extraordinariamente arriesgada, cruzar un río con un ejército mientras una retaguardia cada vez más reducida lo defendía de un enemigo decidido a detener la retirada, pero sin duda el batallón del conde de Warwick tenía intención de cruzar el Miosson. Mi suposición es que el príncipe tenía la esperanza de eludir a los franceses y continuar hasta Gascuña, pero estaba preparado para cambiar de plan si estos atacaban.
Si el príncipe estaba indeciso, lo mismo podía decirse del rey Juan. No era un gran guerrero y sin duda temía la potencia de los arqueros ingleses. Por otro lado, tenía la ventaja de la superioridad numérica y debía de saber que el hambre había debilitado a su enemigo. Algunos de sus asesores le aconsejaron cautela, otros lo instaron a la batalla. Él optó por la segunda opción. Es posible que ninguno de los dos bandos estuviera totalmente comprometido a luchar aquel día, pero los exaltados del bando francés prevalecieron y el rey Juan decidió atacar. Estoy seguro de que el príncipe de Gales hubiera preferido retirarse.
Sin embargo, uno de los objetivos de una chevauchée era obligar al enemigo a luchar, de modo que ¿por qué no hacerlo en Poitiers? Quizá el príncipe esperaba encontrar un lugar mejor para el combate más al sur, pero no tuvo alternativa. Ocupaba una posición fuerte, en efecto, y hay más enigmas en este sentido.
Sabemos dónde tuvo lugar la batalla, pero el lugar exacto es incierto, lo cual resulta frustrante. Los cronistas mencionan el seto que, evidentemente, constituía un obstáculo formidable, pero este seto hace tiempo que ha desaparecido y nadie sabe dónde se encontraba exactamente. Hay dos vados que cruzan el Miosson (en la novela solo se menciona uno de ellos) y no se sabe con seguridad cuál de los dos fue el escenario del combate inicial. Casi todos los historiadores coinciden en que fue le Gué de l’Homme, el vado más cercano al pueblo y a la abadía de Nouaillé.
Sabemos que el captal de Buch dirigió el ataque de caballería al frente de unos ciento sesenta hombres, de los que un centenar eran arqueros a caballo, que provocó el pánico y el descalabro de los franceses, pero no podemos estar seguros de dónde tuvo lugar dicho ataque. Probablemente avanzó en torno al extremo norte de los franceses aunque hay quien sugiere que fueron por el sur (yo he preferido la ruta del norte).
Sabemos aproximadamente dónde formó el ejército del príncipe. Al oeste del pueblo que actualmente se conoce como Nouaillé-Maupertuis hay un puente donde antes había un vado, le Gué de l’Homme. Hay una carretera secundaria que va hacia el norte desde este puente y pasa junto al monumento conmemorativo del campo de batalla, mientras sube por la larga cadena de montañas. Dicha carretera, una vez llega a la cima, señala la posición del príncipe.
Pero, ¿desde qué dirección atacaron los franceses? No hay unanimidad. Algunos historiadores insisten en que el ataque vino del norte mientras que otros prefieren un ataque por el oeste. Normalmente la visita a un campo de batalla sugiere respuestas, pero confieso que la topografía me resultó confusa. Yo he preferido un ataque por el oeste, simplemente porque me pareció más fácil una aproximación desde allí, pero no se sabe a ciencia cierta.
Los franceses se acercaron al campo de batalla por el norte y, considerando las dificultades de maniobra de los grandes ejércitos, un ataque desde el norte tiene sentido. Pero los franceses intentaban evitar que los ingleses cruzaran el Miosson, de modo que bien hubieran podido marchar en paralelo a la posición del príncipe antes de dar la vuelta para atacar, una solución que yo he preferido. Cualquier lector que quiera profundizar sobre las dificultades a la hora de situar la batalla correctamente, debería leer el excelente libro de Peter Hoskins In the Steps of the Black Prince (The Boydell Press, 2011).
Si bien el emplazamiento exacto es problemático, al menos conocemos el curso de la lucha. Empezó con las cargas de caballería sobre las dos alas del ejército inglés, que fueron rechazados por los arqueros. El ataque sobre el vado se realizó a través de un pantanal y, al inicio de dicho combate, las flechas de los arqueros no causaban mucho efecto en la fuerte armadura de los caballos franceses, pero un rápido movimiento hacia el flanco remedió ese problema.
William, señor de Douglas, que había llevado a doscientos hombres de armas escoceses para ayudar a los franceses, resultó gravemente herido en el combate (aunque algunos creen que sobrevivió y lo hirieron en el ataque del delfín). Mientras tanto este, el inteligente pero desgarbado Carlos, encabezó el primer ataque sobre la línea principal inglesa, un ataque que tuvo que hacer frente al frustrante seto. El combate fue largo y duro, pero la disciplina anglo-gascona prevaleció, la línea no se rompió y tras unas dos horas los hombres del delfín se retiraron.
En aquel momento tendría que haberle tocado el turno al hermano del rey, el duque de Orleans, quien tenía que conducir a su batallón contra la maltrecha línea inglesa, pero el duque decidió abandonar el campo de batalla. ¿Por qué? No lo sabemos. Parece ser que el rey Juan ordenó a su heredero que se marchara. El delfín Carlos había cumplido con su obligación y es de suponer que el rey no quería ponerlo más en peligro. Se cree que cuando dijo al delfín que se retirara, el duque decidió hacerlo con él. De modo que en aquellos momentos dos tercios del ejército francés se habían marchado y dejaron al rey que atacara con su propio batallón.
Fue entonces cuando el captal encabezó la insolente carga; las filas francesas se desbarataron y empezó la verdadera carnicería. Según nos dicen tuvo lugar en le Champ d’Alexandre pero, ¿dónde se encuentra exactamente? Hay quien afirma que se trata de una extensión de tierras pantanosas junto al Miosson, pero me parece improbable que los franceses huyeran hacia el sur y mi exploración del campo de batalla me convenció de que le Champ d’Alexandre era la planicie de la montaña de cima llana al oeste de la posición inglesa. Pero fuera lo que fuera, el Campo de Alejandro resultó ser una trampa mortal para los franceses y fue allí donde fueron capturados el rey y su hijo menor.
Los hombres se pelearon sobre quién había tomado prisionero a Juan le Bon, pero el conde de Warwick y sir Reginald Cobham se hicieron cargo del monarca y de su hijo y los llevaron ante el príncipe Eduardo, que trató a los cautivos reales con elaborada cortesía.
La batalla principal se luchó a pie. El señor de Douglas lo aconsejó, consciente de que los arqueros eran mucho menos efectivos contra soldados a pie que contra los caballos. Resulta irónico que probablemente a Douglas lo hirieran mientras iba sobre su montura. Los arqueros de Poitiers fueron decisivos en la derrota de las dos cargas de caballería francesa, pero no causaron mucho efecto en los batallones principales que atacaron a pie.
Los ingleses prevalecieron en esta horrible lucha por dos razones principales. En primer lugar, el mando anglo-gascón era eficiente. La mayor parte del ejército llevaba junto más de dos años, sus comandantes eran experimentados y, aunque sin duda había cierta rivalidad, cooperaban. Además, por encima de todo, confiaban los unos en los otros. El conde de Warwick empezó el día con la perspectiva de conducir a su batallón en retirada, pero cambió de táctica cuando los acontecimientos lo dictaron así. Y lo hizo con rapidez y eficacia.
El joven conde de Salisbury dirigió la defensa del flanco derecho inglés con un tesón admirable y un despliegue personal de valentía. La última carga de caballería, ordenada por el príncipe, se realizó en el momento justo y fue devastadora. En cambio, el mando francés era torpe en extremo. El rey Juan arrojó sus tropas de manera poco organizada a una batalla de la que muchos huyeron sin que se les ordenara hacerlo. Además, existía una amarga rivalidad entre algunos de sus comandantes de más rango.
Pero el motivo principal del éxito anglo-gascón fue su disciplina. No rompieron la formación. Hubo un hombre, sir Humphrey Berkeley, que sí decidió abandonar las filas y perseguir a los hombres del delfín que se retiraban, es de suponer que con la esperanza de hacerse con un prisionero rico, y fue él el capturado. Su rescate fue de dos mil libras esterlinas, una fortuna, pero fue el único prisionero que hicieron los franceses.
Mientras, los ingleses tenían muchísimos cautivos de alto rango: el rey en persona, su hijo, el arzobispo de Sens, el duque de Bourbon, el mariscal D’Audrehem, los condes de Vendôme, Dammartin, Tancarville, Joigny, Longueville, Eu, Ponthieu, Ventadour, y entre dos y tres mil caballeros franceses. Entre los franceses muertos estaban el duque de Atenas, el duque de Bourbon, Geoffrey de Charny (que llevaba la oriflama), el condestable Walter de Brienne, el mariscal Clermont, el obispo de Châlons y otros sesenta o setenta notables.
Es bien sabido que los números de las batallas medievales entrañan grandes problemas, pero parece probable que el ejército anglo-gascón tuviera unos seis mil efectivos, de los cuales un tercio eran arqueros, y que los franceses fueran unos diez mil. Después de la batalla, los heraldos contaron dos mil quinientos franceses muertos y apenas cuarenta ingleses o gascones. Las cifras francesas parecen creíbles pero ¿es normal que hubiese tan pocas bajas anglo-gasconas? Puede que los ganadores exageraran, pero la disparidad también indica que la mayor matanza tuvo lugar después de que el pánico dominara a los franceses. Mientras los soldados estuvieran en línea, protegidos por su armadura y apoyados por sus vecinos, sus posibilidades de supervivencia eran altas, pero en cuanto rompían filas y los hombres huían para salvar la vida, se convertían en un blanco fácil.
Sin duda había demasiados cadáveres para que los vencedores se ocuparan de todos ellos; aparte de los grandes nobles a los que pudieron identificar, al resto los dejaron en el campo para que se pudrieran, y allí permanecieron hasta febrero, cuando al fin se recogieron y enterraron sus restos.
Entre dos mil quinientos y tres mil franceses fueron capturados. Los prisioneros menos importantes y los que estaban heridos de gravedad, fueron dejados en libertad bajo palabra, lo cual significaba que se les permitía volver a casa con la promesa de no combatir contra los ingleses hasta que se fijara su rescate. Pero a todo el que valía una fortuna se lo llevaron a Inglaterra y lo mantuvieron allí hasta que pagaron.
El castillo de Warwick, tal y como es actualmente, fue construido en gran parte con los rescates de los franceses. Jonathan Sumption, en su indispensable libro Trial by Fire, calcula que los rescates obtenidos por Poitiers ascendieron a unas trecientas mil libras esterlinas. Es casi imposible ofrecer un valor equivalente actual, aunque podría compararse con el precio de la cerveza, que hoy en día cuesta tres mil veces más que en 1350; muchos hombres se hicieron inmensamente ricos.
El rescate del rey Juan II se fijó en seis millones de escudos de oro, gran parte de los cuales se pagaron antes de su muerte en Londres, en 1364.
El nombre de la Malice es una invención, y su relación con san Juniano, cuyo cuerpo aún yace tras el altar de la iglesia de la abadía de Nouaillé-Maupertuis, es absolutamente ficticia. Los cuatro evangelios cuentan la historia de san Pedro, que desenvainó una espada en Getsemaní la noche que detuvieron a Jesucristo y que luego utilizó la hoja para cortar la oreja al criado del sumo sacerdote. Los ingleses tienen una antigua tradición que dice que José de Arimatea llevó la espada a Gran Bretaña y se la dio a san Jorge. Pero la archidiócesis de Posnania, en Polonia, reivindica el arma y, de hecho, la espada es una de sus posesiones más preciadas y se encuentra expuesta en el Museo Archidiocesano. ¿Es la auténtica?
Es más probable que una espada de la Palestina del siglo I fuera un gladius, una espada corta romana, mientras que el arma de Posnania es un alfanje, una espada larga de punta ancha. De todos modos, ahí está, y la gente puede creer que es la verdadera si lo desea.
No habría escrito esta novela sin la ayuda de varios libros, el principal de los cuales es Trial by Fire de Jonathan Sumption, que es el segundo volumen de su historia de la Guerra de los Cien Años. Peter Hoskins recorre valientemente en toda su extensión las dos chevauchées del Príncipe Negro, y su historia de dichas campañas se cuenta en su libro In the Steps of the Black Prince. La mejor biografía de Eduardo de Woodstock es The Black Prince de Richard Barber. El relato más acreditado, con creces, sobre el arco largo y sus efectos es The Great Warbow de Matthew Strickland y Robert Hardy. Este último fue generoso al dirigirme hacia la enorme obra de J. M. Tourneur-Aumont La Bataille de Poitiers, 1356. El retrato más íntimo de la vida diaria en la Francia del siglo XIV lo proporciona el encantador libro de Ann Wroe A Pool and His Money. Otros libros notables son The Battle of Poitiers, 1356 de David Green, The Black Prince’s Expedition de H. J. Hewitt, The Reign of Edward III de W. Mark Omrod y Edward III del mismo autor. Tengo que dar las gracias a todos estos historiadores.
El príncipe de Gales tuvo que dar las gracias a sus hombres y se las ofreció en forma de rentas vitalicias y regalos directos de dinero. Muchos de los arqueros recibieron concesiones madereras o derechos de pastoreo. En Francia, el resultado de la batalla causó espanto e indignación, que se pagó con la nobleza. Poitiers fue un desastre que impulsó a Francia a la bancarrota, al caos y a la revolución. No es de extrañar que Eduardo III, al recibir la noticia del triunfo de su hijo, proclamara: «Nos alegramos del botín de Dios».
La guerra continuaría, pasaría por Agincourt en 1415 y seguiría más allá, hasta que al final se impusieran los franceses. Pero esa es otra historia.