Roland de Verrec se había pasado la batalla a lomos de su caballo. Se hubiera sentido incómodo luchando a pie, no porque no fuera hábil en este tipo de combate, sino porque no tenía amigos en la línea de batalla. Los hombres luchaban en parejas o en grupo, unidos por lazos familiares o de amistad y habiendo jurado defenderse unos a otros. Roland no tenía ningún pariente en ese ejército, sus amistades eran superficiales y, además, quería encontrar a su enemigo.
Al principio, cuando los franceses habían irrumpido por entre los huecos del seto, haciendo retroceder la línea inglesa, había buscado entre las banderas el caballo verde de Labrouillade, pero no lo había visto. Así pues, había situado su corcel cerca del príncipe de Gales, aunque no tanto como para que se fijaran en él, y había escudriñado el hueco más ancho del seto intentando encontrar el caballo verde entre los dos batallones que esperaban para atacar, pero tampoco lo había conseguido.
No era de extrañar. El viento no soplaba y no extendía las vistosas banderas, estandartes y banderines de los batallones que esperaban. Tan poco viento hacía que el hombre que llevaba la oriflama la estuviera agitando de un lado a otro para que se viera; era como una onda de un rojo intenso que se acercaba cada vez más a la colina inglesa.
Robbie se había reunido con él. El escocés, al igual que Roland, no tenía amigos en el ejército inglés. Era verdad que consideraba a Thomas un amigo, pero dicha amistad se distinguía por la generosidad de una parte y la ingratitud de la otra, y Robbie se sentía avergonzado. Eso podría enmendarse con el tiempo, pero en ese momento Robbie no creía que Thomas confiara en él en el combate, de modo que, al igual que Roland, había observado la lucha desde detrás de la línea.
Vio cómo los ingleses afrontaban la carga francesa, la detenían y la rechazaban. Oyó el sufrimiento de la batalla y los gritos de los hombres mutilados por el acero. Observó cómo los franceses intentaban una y otra vez romper la línea y cómo se desanimaban. Se habían retirado.
Dejaron atrás muchos cuerpos, más que los ingleses, muchos más, pero claro, siempre resultaba más fácil defenderse. Los ingleses tenían que mantener la línea. Hombres que eran renuentes a combatir no tuvieron más alternativa que permanecer junto a sus vecinos; tampoco tenían que avanzar e iniciar la batalla, eso era cosa de los franceses. Los más tímidos quedarían rezagados y dejarían que lucharan los más valientes, lo cual implicaba que a menudo los más valientes quedaban aislados, atacados por media docena de defensores; habían sido los franceses los que habían sufrido más las consecuencias de su valentía. Ahora todo empezaría de nuevo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Roland de repente.
Robbie miró a los franceses que se acercaban.
—Vendrán, combatirán, ¿quién sabe?
—No me refería a eso —dijo Roland. Él también observaba al ejército que se aproximaba—. Se guardaron lo mejor para el final —añadió.
—¿Lo mejor?
Ahora Roland distinguía algunas de las banderas porque los portaestandartes las agitaban.
—Ventadour —dijo—, Dammartin, Brienne, Eu, Bourbon, Pommiers. Además del estandarte real.
—¿Entonces a qué os referíais?
—Me refería a qué pasará después de la batalla.
—Os casaréis con Bertille.
—Con la ayuda de Dios, sí —repuso Roland, y tocó el pañuelo de seda azul que llevaba al cuello—. ¿Y vos?
Robbie se encogió de hombros.
—Me quedaré con Thomas, creo.
—¿No volveréis a casa?
—Dudo que vayan a recibirme bien en Liddlesdale, ya no. Tendré que buscarme un nuevo hogar.
Roland asintió. Seguía observando al batallón que se acercaba.
—Y yo tendré que hacer las paces con Francia —declaró con aire pensativo.
Robbie dio unas palmaditas en el cuello a su caballo, un corcel picazo que había sido un regalo de Thomas.
—Creía que vuestras tierras estaban en Gascuña.
—Así es.
—En tal caso, rendid homenaje al príncipe de Gales. Él os las devolverá.
Roland le dijo que no con la cabeza.
—Soy francés —afirmó— y pediré el perdón de Francia. —Suspiró—. Supongo que me costará dinero, pero todo es posible con dinero.
—Procurad matarlo con rapidez —le dijo Robbie—. Yo os ayudaré.
Roland no respondió enseguida. Había visto una breve mancha verde entre las filas enemigas y estaba mirando fijamente hacia allí. ¿Era un caballo verde?
—¿Con rapidez? —preguntó al cabo de un rato sin desviar la mirada—. ¿Creéis que torturaré a Labrouillade hasta que muera? —Parecía ofendido—. Puede que merezca tormento, pero su muerte será rápida.
—Lo que quiero decir es que lo matéis antes de que tenga ocasión de rendirse.
Al final Roland volvió el rostro y apartó la mirada de los franceses que se acercaban. Llevaba la visera levantada y tenía el ceño fruncido.
—¿Rendirse?
—Labrouillade vale una fortuna —explicó Robbie—. Si la batalla va mal, se rendirá. Preferirá pagar un rescate a que lo entierren. ¿Vos no lo preferiríais?
—¡Dios mío! —exclamó Roland.
No había pensado en esa posibilidad, ¡pero era tan evidente! Había soñado con liberar a Bertille con la espada, pero Robbie tenía razón. Labrouillade no lucharía. Se rendiría.
—De modo que matadlo rápidamente —dijo Robbie—. No le deis la oportunidad de decir nada. No os entretengáis, haced caso omiso de sus súplicas de clemencia y matadle. —Hizo una pausa y miró a Roland, que había vuelto la mirada una vez más hacia el enemigo que avanzaba—. Si es que está ahí —añadió Robbie.
—Lo está —afirmó Roland con amargura.
Ya había visto el caballo verde. Se hallaba a la izquierda de la línea francesa, en la retaguardia del batallón del rey. Si quería liberar a Bertille tendría que abrirse paso a través de aquella línea de un modo u otro, y sabía que sería imposible. Tendría que matar a demasiados hombres y, aun en el caso de que lo consiguiera, le daría demasiado tiempo a Labrouillade para que viera acercarse la muerte. Robbie tenía razón, era necesario que lo matara rápido y no veía cómo podía hacerlo.
Y en aquel preciso momento se oyó un estrépito de cascos de caballos. Se volvió para mirar, vio a unos jinetes que se reunían bajo los árboles y supuso que se estaban preparando para realizar una carga.
—Necesito una lanza —dijo.
—¡Necesitamos dos lanzas! —repuso Robbie.
Hicieron dar la vuelta a sus monturas y fueron a buscarlas.
El conde de Labrouillade tropezó con algo. Todavía llevaba la visera levantada, pero resultaba difícil mirar hacia abajo por culpa del borde inferior del casco, que le cubría la mandíbula y que chirriaba contra la cofia de malla y la parte superior de su grueso peto. Alcanzó a ver una maza abandonada manchada de sangre y de cabello humano. Se le revolvieron las tripas. Había más sangre en el suelo, sin duda la que dejó un hombre herido que retrocedió cojeando o arrastrándose para alejarse del primer asalto contra la línea inglesa. Aminoró el paso para asegurarse de que estaba al final del batallón del rey.
Los tambores le seguían de cerca haciendo un ruido ensordecedor al golpear las gruesas baquetas contra las tirantes pieles de cabra. Las armaduras tintineaban. El conde estaba empapado de sudor; le corría por la cara y hacía que le escocieran los ojos. Estaba cansado tras la larga caminata ladera abajo desde la llana cima de la colina. Ahora era peor, porque iban ligeramente cuesta arriba y cada paso suponía un esfuerzo; los músculos de las piernas no eran más que dolor, tenía el estómago revuelto y la tripa suelta. Tropezó con una vid pisoteada pero logró mantener el equilibrio. Sonaron las trompetas.
—¡No hay flechas! —gritó alguien.
—¡Esos cabrones se han quedado sin flechas!
—¡Podéis dejaros las viseras levantadas! —dijo otro.
Y en aquel preciso momento una flecha llegó rápidamente por la izquierda, cayó sobre las filas, rebotó en un avambrazo y acabó con la punta clavada en el suelo. Llegaron más flechas, por lo que en las filas francesas los hombres se cerraron las viseras a toda prisa. El sonido de los proyectiles contra las armaduras era como una granizada metálica. Un tambor fue alcanzado y cayó de espaldas con su enorme instrumento encima del vientre, devolviendo una mezcla de vómito y sangre.
—¡Oh, Dios mío! —gimió el conde de Labrouillade.
El vino se agitaba en su estómago. Tenía náuseas. Eran muchos los que habían bebido para adquirir coraje, pero ahora el vino se había agriado y él avanzaba a trompicones con gran esfuerzo. Casi no veía nada por las estrechas ranuras de la visera. Lo único que quería era mantener el control sobre sus tripas y que aquel infierno terminara.
Rezaba a Dios para que los idiotas entusiastas situados al frente del ataque se precipitaran contra la línea inglesa, la atravesaran y mataran a los idiotas enemigos. Con suerte capturaría a un prisionero que valiera un gran rescate, pero en realidad no le importaba. Lo único que quería era que aquello terminara.
Ya no caían tantas flechas. A los arqueros situados a la derecha de la línea inglesa les quedaban pocas y la mayoría de ellos descartaron los arcos, agarraron alabardas o mazas y se quedaron mirando al enemigo que se acercaba al seto.
El rey de Francia caminaba hacia el hueco más ancho del seto, donde veía la gran bandera que proclamaba la presencia del príncipe de Gales. Su hijo Felipe iba a su lado, rodeado de su escolta. Había otros diecisiete hombres vestidos con los colores del rey, para engañar a los ingleses. Eran todos caballeros renombrados, miembros de la Orden de la Estrella. Esperaban que los ingleses hicieran un ataque suicida buscando al rey y se debilitaran.
—Tú no te apartes de mi lado, Felipe —dijo a su hijo.
—Sí, padre.
—Esta noche celebraremos un banquete en Poitiers —anunció el monarca—. ¡Con música!
—¿Y prisioneros?
—Docenas de prisioneros —afirmó Juan—. ¡Cientos de prisioneros! Y te haremos una camisa de dormir con el jubón del príncipe de Gales.
Felipe se rio. Llevaba una espada y un escudo, aunque nadie esperaba que combatiera y había cuatro Caballeros de la Estrella destacados para protegerle.
En esos momentos las primeras filas del ejército francés estaban convergiendo en el hueco del seto. «Montjoie Saint Denis! —gritaban—, Montjoie Saint Denis!». La línea de ataque era irregular. Los entusiastas habían avanzado a grandes pasos mientras que los renuentes habían aminorado la marcha deliberadamente, con lo que la línea francesa era deforme. Los ingleses guardaban silencio. El rey los divisó entre las filas por delante de él y vio una línea gris de acero abollado bajo unas banderas hechas jirones.
—Saint Denis! —gritó—, Montjoie Saint Denis!
El cardenal Bessières se encontraba a unos cien pasos por detrás del ataque francés. Todavía iba a caballo y escoltado por el padre Marchant y tres hombres de armas. Estaba furibundo. Se suponía que el ejército francés estaba dirigido por hombres que sabían lo que hacían, hombres expertos en la guerra. Sin embargo los primeros ataques a caballo habían fracasado por completo, el segundo había sido rechazado y ahora había abandonado el campo casi la mitad del ejército, la mayoría sin ni siquiera intentar luchar. Debería haber sido una victoria fácil pero la balanza se estaba inclinando en contra.
De todos modos, pese a su furia, aún tenía confianza. El batallón del rey era el más fuerte de los tres y estaba constituido por hombres de mucha reputación. Estaban frescos, el enemigo estaba cansado y con la ayuda de Dios el monarca prevalecería. La oriflama seguía ondeando. El cardenal consideró rezar una oración, pero nunca había confiado en la ayuda de Dios y prefería contar con su propia inteligencia y astucia.
—Cuando termine esto —le dijo al padre Marchant—, aseguraos de recuperar la Malice de manos de ese animal escocés.
—Por supuesto, Eminencia.
Y para sorpresa del cardenal, el recuerdo de la espada de san Pedro le proporcionó una repentina oleada de esperanza. Él, por encima de todos los hombres, conocía la naturaleza sórdida de la mayoría de las reliquias y el engaño que ejercían en los crédulos.
Cualquier pedazo de hueso viejo, ya fuera de una cabra, de un buey o de un ladrón ejecutado, podía endilgarse como el nudillo de un mártir. Aunque, pese a su escepticismo, tenía la certeza de que la Malice era, en efecto, la espada del Pescador. No podía fallar. Los mismísimos ángeles lucharían por Francia y la victoria impulsaría a Louis Bessières al trono de san Pedro.
—¡Vamos, adelante! —gritó el cardenal a los hombres que iban en cabeza, aunque estaban demasiado lejos para oírlo.
Y los franceses cargaron. «Montjoie Saint Denis!».
Thomas cabalgó hacia el norte siguiendo la línea inglesa. Podía oír a los franceses acercándose porque el ruido de sus grandes tambores invadía la atmósfera, y tuvo la curiosidad de averiguar lo que estaba ocurriendo. Hasta el momento su batalla había consistido en la breve y violenta escaramuza con los jinetes junto al vado y luego la igualmente breve y salvaje batalla dentro del seto. Lo que había ocurrido en el resto del campo era un misterio, de modo que cabalgó para desentrañarlo.
A través del hueco más ancho del seto, vio que los franceses se lanzaban a otro ataque. Lo raro era que no se veían más franceses en la lejana línea del horizonte, salvo unos cuantos jinetes desperdigados que parecían estar observando la batalla, igual que él.
Estaba a punto de dar media vuelta para ir a contarles a sus hombres lo que había descubierto y advertirles que estuvieran preparados para otro combate en el seto, cuando una voz gritó:
—¿Sois arquero?
Thomas supuso que la pregunta iba dirigida a otra persona y no hizo caso, pero entonces le pareció raro que la pregunta se hubiera hecho en francés. Se volvió y vio a un hombre con librea negra en la que había un escudo amarillo decorado con veneras plateadas. El hombre miraba fijamente a Thomas.
—Soy arquero —respondió Thomas alzando la voz.
—¡Necesito arqueros a caballo! —El hombre era joven pero tenía un inconfundible aire de confianza y autoridad—. ¡Que traigan armas de mano!
—Puedo daros al menos sesenta arqueros —repuso Thomas.
—¡Pues que sea rápido!
Los franceses entraron por el hueco profiriendo su grito de guerra. Se precipitaron sobre la línea inglesa y el acero chocó contra el acero, exactamente igual que antes.
—¡Manteneos firmes! —rugió un hombre en inglés—. ¡Mantened la formación!
Las trompetas arañaban el cielo con su ruido, los tambores aporreaban sus pieles y se lanzaban gritos de guerra. Thomas cabalgó y no se detuvo hasta que llegó al extremo sur de la línea, que aún no había entablado combate.
—¡Karyl! ¡El combate será como antes! ¡Limitaos a contenerlos! ¡Sam! Quiero a todos los arqueros encima de sus caballos. Traed hachas, espadas, mazas, cualquier cosa que mate, ¡y daos prisa!
Thomas se preguntó quién era el hombre del jubón negro y qué es lo que tenía preparado para ellos, en nombre de Dios. Sus hombres corrían hacia el borde de la arboleda donde Keane había atado los caballos.
—¡Keane —gritó Thomas—, dame una alabarda!
El irlandés se la trajo y a continuación montó en su caballo.
—Voy con vosotros. ¿Adónde vamos?
—No tengo ni idea.
—Sorpresa, ¿eh? Solíamos hacerlo en casa. Salíamos a caballo a ver dónde acabábamos. Normalmente era en una taberna.
—Dudo que ese sea nuestro destino —dijo Thomas, y alzó la voz—: ¡Venid conmigo!
Espoleó al caballo y se dirigió otra vez hacia el norte. A su izquierda oía el estrépito de la batalla. La línea inglesa era de cuatro en fondo y estaba resistiendo. Los hombres de las filas traseras reforzaban las primeras o lanzaban estocadas con sus lanzas acortadas entre los cuerpos de sus compañeros. Mientras, detrás de la línea, dos jinetes arremetían con sus lanzas contra cualquier enemigo que tuviera la visera levantada.
Había franceses apiñados en el hueco del seto donde las banderas ondeaban, pero la mayoría de ellos se encontraba aún al otro lado, esperando a que sus líderes abrieran a hachazos un espacio que ellos pudieran llenar.
—¡Seguidme! —gritó el hombre del jubón negro. Tenía a unos sesenta hombres que vestían sus colores; negro y amarillo.
Thomas y sus arqueros los siguieron, adentrándose en la arboleda. Más arqueros se sumaron a ellos. Todos siguieron al hombre de negro hacia el norte. Thomas vio a Robbie y a Roland, que cabalgaban juntos, y espoleó su caballo para alcanzarlos.
—¿Qué estamos haciendo?
—Atacar por detrás —respondió Robbie con una amplia sonrisa.
—¿Quién va en cabeza?
—El captal de Buch —contestó Roland.
—¿Captal?
—Un título gascón. El hombre tiene buena reputación.
«¡Dios mío! ¡Más vale que sea bueno!», pensó Thomas. Por lo que él podía ver, el captal contaba con menos de doscientos hombres ¿y tenía intención de atacar al ejército francés? Y casi todos eran arqueros a caballo, no hombres de armas entrenados.
Pero si el captal albergaba algún temor, no lo dejó traslucir. Dirigía a los hombres ladera abajo sin salir del bosque y por detrás del batallón del conde de Salisbury, que defendía el extremo derecho de la línea inglesa. Allí el combate era encarnizado. Gran parte de la posición del conde se encontraba más allá del seto, y la cuesta que llevaba a la línea inglesa era suave, por lo que los franceses atacaron en torno al extremo norte del seto y se enfrentaron a hombres de armas y arqueros.
Los agujeros en el suelo hicieron que algunos franceses quedaran atrapados. Los arqueros luchaban con armas de mano y utilizaban la fuerza conseguida manejando el arco para golpear a los hombres con armadura. Thomas pudo atisbar por un momento aquel combate, pero acto seguido ya volvía a estar entre los árboles.
Las bellotas crujían bajo los cascos de su caballo. Los hombres se agachaban por debajo de las ramas de los robles y castaños. Unos cuantos hombres de armas llevaban unas lanzas largas que tenían que guiar con cuidado por entre los gruesos árboles, pero no iban deprisa. Era necesario conservar las fuerzas de los animales, por lo que el captal los conducía al trote con la confianza de estar oculto al enemigo. Los sonidos de la batalla se fueron desvaneciendo a medida que cabalgaban más hacia el norte.
Entraron en un valle, cruzaron un riachuelo por el que corría un hilo de agua y subieron por la otra cuesta, que era un campo de rastrojos. Los árboles ocultaban el horizonte al norte y al oeste. Justo antes de llegar a los árboles que había al norte, el captal viró hacia la izquierda y entró en un robledo que coronaba una colina.
Cuando Thomas se agachó, entre los árboles vio que las bajas montañas del norte estaban llenas de hombres que se retiraban. ¿Por qué? ¿Acaso los franceses habían sufrido una derrota que se le había escapado? Pero allí estaban, cientos y cientos de hombres que iban hacia el norte mientras la batalla todavía se estaba librando en la colina inglesa.
Un pequeño lagarto se cruzó con Thomas con un correteo. ¿Era un buen o un mal presagio? Pensó que ojalá tuviera aún la pata de perro seca que solía llevar colgada al cuello como talismán. Una pata de la que había presumido diciendo que era una reliquia de san Guinefort, un perro que había sido declarado santo. ¿Cómo podía ser santo un perro? Se santiguó al acordarse de que no se había confesado antes de la batalla y no había recibido absolución ninguna. Pensó que si lo mataban iría al Infierno. Frenó su montura. Todos los caballos se detuvieron, daban patadas en el suelo y agitaban la cabeza.
—¡Portaestandarte! —gritó el captal.
—¿Sire?
—La bandera inglesa.
El portaestandarte desenrolló la bandera blanca con la llamativa cruz roja de san Jorge.
—Armas, caballeros —dijo el captal en un inglés con marcado acento. Sonrió ampliamente mostrando unos dientes muy blancos en contraste con su piel bronceada por el sol y ensombrecida por el casco—. ¡Y ahora destrocémoslos!
Dicho esto, espoleó su caballo y salió de los árboles. Los hombres de armas y arqueros lo siguieron. Cuando Thomas salió cabalgando a la luz del sol, vio de repente al ejército francés apiñado en el seto y que el captal los había conducido describiendo un amplio círculo, de modo que ahora estaban cabalgando hacia los franceses por su retaguardia.
Los hombres de armas que llevaban lanzas las mantenían derechas. Todas las lanzas largas llevaban un banderín negro y amarillo; los colores del captal. Delante de ellos había un seto pequeño, pero tenía algunos huecos. Los jinetes lo atravesaron y volvieron a formar al otro lado mientras el captal ponía el caballo a medio galope. El mundo de Thomas se redujo al golpeteo de los cascos; un golpeteo de mil demonios que era el contrapunto a los tambores de los franceses, que parecían ajenos a los jinetes que se les acercaban por detrás.
Ahora cabalgaban por una pradera. Thomas puso el caballo a medio galope. Ya faltaba poco. Los franceses estaban a solo dos tiros de arco de distancia y los ciento sesenta jinetes se desplegaron. Descendieron por una pequeña hondonada y luego subieron por la ladera, donde los caballos pisotearon las vides rotas. La bandera de san Jorge ondeó en lo alto, las lanzas se calaron en posición de ataque, las espuelas fueron hacia atrás y un hombre chilló:
—¡San Jorge!
—¡Santa Quiteria! —gritó un gascón.
—¡Matadlos! —bramó el captal.
Los jinetes dejaron correr a sus corceles. Las últimas filas francesas, donde se refugiaban los hombres más cobardes, se volvieron, vieron las grandes bestias y los hombres armados que se les venían encima y rompieron filas antes de que la carga chocara contra ellos. Cayeron las banderas, los hombres echaron a correr entorpecidos por las armaduras y al cabo de un instante los caballos estaban entre ellos. Las lanzas se hundían en los cuerpos cubiertos de acero y las hachas astillaban espaldares, destrozaban huesos y rociaban de sangre el aire otoñal. Thomas se oyó a sí mismo gritar como un descosido presa de una total excitación: «¡San Jorge!». Hundió el pincho de la alabarda contra el casco de un francés y dejó que el impulso del caballo liberara el arma. Un tambor soltó su vasto instrumento y echó a correr, pero un jinete dio la vuelta y le partió la cabeza despreocupadamente con una espada, tras lo cual se volvió otra vez para atacar a un caballero francés. Arremetió de nuevo y su espada hizo pedazos la de su oponente. Un caballo se empinó y derribó a un hombre golpeándolo con los cascos. Sam estaba matando ballesteros con un hacha.
—¡Odio a los putos ballesteros! —gritó, y dejó caer la hoja sobre la cabeza de uno de ellos—. ¡Es como cascar un huevo! —dijo a Thomas a voz en grito—. ¿Quién es el siguiente?
—No os separéis —les gritó el captal.
Solo eran ciento sesenta y el batallón del rey de Francia contaba con tres mil hombres. Pero esos pocos efectivos habían desbaratado la retaguardia francesa, que en aquellos momentos corría desesperadamente hacia el oeste.
Los soldados de las primeras filas, que combatían junto al seto, oyeron el pánico y todo el batallón retrocedió al tiempo que la línea inglesa estallaba en un rugido triunfal y avanzaba. Aparecieron más jinetes, esta vez por el extremo sur de la línea, una carga más desigual de hombres que acudían para que el pánico fuera absoluto. Y los franceses, en efecto, habían sido presa del mismo. Estaban huyendo, todos ellos. El captal ordenó a sus hombres que se retiraran.
Ciento sesenta hombres habían desbaratado un ejército, pero todavía se hallaban en gran inferioridad numérica. Los franceses se estaban dando cuenta de ello y formando líneas para resistir a los jinetes. Tres de ellos atraparon a Pitt, el arquero taciturno, y Thomas observó horrorizado cómo mataban el caballo a hachazos, arrancaban a Pitt de la silla y lo golpeaban con mazas hasta matarlo.
Thomas cabalgó hacia ellos y llegó demasiado tarde, pero aun así arremetió como loco con la alabarda y la hoja alcanzó a uno de ellos en el cuello. «¡Hijos de puta!», gritó, e hizo dar la vuelta a su caballo para alejarse de sus hachazos. Siguió al captal hacia el norte hasta que estuvieron fuera del alcance de las armas francesas.
Los hombres del príncipe atravesaron el seto y cayeron sobre los franceses, que otra vez rompieron filas presa del pánico. Huyeron, perseguidos por los hombres de armas desmontados, que atravesaban el seto cada vez en más cantidad, y por los jinetes que habían aparecido por el sur.
Era como guiar un rebaño de ovejas. Los jinetes cabalgaban y amenazaban y los franceses no hacían ningún intento de volver a formar sino que seguían yendo hacia el oeste. La oriflama había desaparecido, pero Thomas vio el azul y dorado del estandarte real francés que seguía ondeando en el centro de aquel tumulto.
Cada vez eran más los hombres de armas ingleses y gascones que habían ido a por sus caballos, y cada vez eran más los que se sumaban a la persecución. Bajaron al poco profundo valle y luego subieron hasta la llana cima de le Champ d’Alexandre, el lugar desde el que los franceses habían atacado aquella mañana y desde donde ahora los jinetes ingleses cargaban.
Arrollaban a los franceses, en grupo, arremetiendo con sus armas. Los caballos intentaban morder a los soldados que huían y el pánico francés se fue incrementando a medida que sus filas se rompían. Los nobles gritaban que eran ricos, que se rendían. Los arqueros ingleses habían dejado de lado sus arcos y utilizaban su enorme fuerza para esgrimir hachas, mazas y martillos. Los hombres proferían rugidos sanguinarios o de terror.
El orden había desaparecido por completo de las filas francesas, que en aquellos momentos se estaban viendo divididas en grupos cada vez más pequeños, atacados por hombres enloquecidos por la batalla, con rostros sudorosos y dientes apretados, que solo querían matar y matar. Y eso es lo que hicieron.
Un francés rechazó a dos arqueros utilizando su espada para interceptar sus hachas, retrocedió, tropezó con un hombre abatido y cayó al suelo. Los arqueros avanzaron de un salto asestando hachazos y el francés gritó cuando una hoja le golpeó el hombro; intentó levantarse, cayó de nuevo y alzó la espada describiendo un arco amplio que paró un hacha.
Thomas vio que el hombre apretaba los dientes y que sus esfuerzos desesperados le distorsionaban el rostro. Paró otro hachazo y, a continuación, soltó un grito cuando el segundo arquero le cortó la carne del muslo. Intentó lanzar una estocada a aquel hombre escupiendo los dientes que se había roto al apretarlos con demasiada fuerza, pero el enemigo paró su arremetida desesperada, un hacha le aplastó la cara, el pincho de una alabarda se le hundió en el vientre y todo su cuerpo se sacudió con un gran espasmo mientras moría. La cara abierta de su casco se llenó de sangre por un momento, tras el cual se escurrió mientras los dos arqueros se arrodillaban para desvalijarlo.
Keane había desmontado y estaba de pie junto a un cadáver al que una alabarda irlandesa le había rajado el vientre. Las tripas estaban pisoteadas sobre los rastrojos y, junto al cadáver, vestido con la misma librea de círculos amarillos sobre un campo azul, había un hombre mayor de rostro pálido y arrugado, cabello gris y una barba muy bien recortada. Llevaba una armadura de placas con un crucifijo dorado que adornaba su peto. Parecía estar aterrorizado. Estaba claro que se había rendido a Keane, porque el irlandés sujetaba el casco del anciano, que tenía una cruz en el crestón y una larga pluma azul detrás.
—¡Dice que es el arzobispo de Sens! —dijo Keane a Thomas.
—En tal caso eres rico. ¡Rétenlo! Procura que nadie te lo arrebate.
—Este tipo intentó protegerle. —Keane bajó la vista al hombre destripado—. La verdad es que no fue una decisión inteligente.
En el centro del campo tenía lugar una violenta escaramuza y, al mirar hacia allí, Thomas vio que el estandarte real francés aún ondeaba. Los hombres arremetían contra los defensores del estandarte como salvajes enloquecidos, intentando abrirse paso hasta el rey Juan. Thomas hizo caso omiso, cabalgó hacia el sur y vio que el enemigo huía ladera abajo hacia el Miosson; pero los arqueros del conde de Warwick estaban esperando allí y los franceses huían hacia una muerte segura.
Un hombre saludó a Thomas, que al darse la vuelta vio a Jake, uno de sus arqueros, que guiaba a un prisionero a caballo. El hombre llevaba un jubón que mostraba el puño rojo sobre un campo de rayas blancas y anaranjadas. Thomas no pudo evitar reírse. Era Joscelyn de Berat, el hombre que había jurado volver a capturar Castillon d’Arbizon.
—Dice que solo se rendirá a ti —dijo Jack— porque yo no soy un caballero.
—Ni yo tampoco —repuso Thomas, y a continuación habló en francés—. Eres mi prisionero —dijo a Joscelyn.
—El destino —contestó Joscelyn con resignación.
—¡Keane! —gritó Thomas—. ¡Aquí hay otro al que vigilar! ¡Cuida de ambos, son ricos! —Thomas se volvió de nuevo hacia Jake—. ¡Vigílalos bien! —Los hombres se peleaban por los prisioneros, pero Thomas consideró que había suficientes miembros del hellequin para evitar que otros les quitaran al arzobispo y al conde de Berat.
Thomas espoleó su caballo hacia el norte. Había más franceses que huían en esta dirección, desesperados por alcanzar la seguridad de Poitiers. Unos cuantos, muy pocos, habían conseguido encontrar sus caballos o habían cogido el de algún inglés. La mayoría de ellos corría, o más bien avanzaba a trompicones, acosados durante todo el camino por unos perseguidores vengativos. Pero hubo un hombre que cabalgó directo hacia Thomas, quien reconoció el corcel picazo y luego el corazón rojo de Douglas, aunque llevaba la sobreveste tan empapada de sangre que por un momento pensó que era negra.
—¡Robbie! —exclamó, contento de ver a su amigo, pero entonces vio que el jinete no era Robbie sino Sculley.
—¡Está muerto! —gritó Sculley—. ¡El traidor está muerto! Y ahora te toca a ti. —Llevaba la Malice. La espada tenía un aspecto patético, oxidado y débil, pero también estaba descolorida por la sangre—. Parece una mierda —dijo Sculley—, pero es un arma astuta. —Había perdido el casco y los huesos de su cabellera larga y lacia traqueteaban—. Corté la cabeza al pobrecito Robbie —añadió Sculley—. Un corte con la espada mágica y se fue al Infierno. ¿Lo ves? —Sonrió ampliamente y señaló la silla, donde Thomas vio la cabeza ensangrentada de Robbie colgando del pelo—. Me gusta llevarme un pequeño recuerdo de los combates y su tío se pondrá contento cuando lo vea. —Se rio al ver la expresión de Thomas.
Nadie atacaba al escocés porque cualquier inglés o gascón supondría que un jinete que no huyera hacia el norte debía de ser de su bando, aunque, como Sculley, no vistiera la cruz roja de san Jorge. El escocés frenó su caballo robado.
—¿Preferirías rendirte a mí? —preguntó, y de repente clavó las espuelas y el corcel cargó directamente contra Thomas que, desprevenido, solo pudo lanzarle una estocada con la alabarda. Pero este evitó su torpe golpe y arremetió con fuerza con la vieja espada contra el cuello del arquero, con la intención de cortarle la cabeza tal como había hecho con Robbie.
Thomas echó su arma hacia atrás y hacia arriba y consiguió pararlo sin saber cómo. Las dos armas chocaron con una fuerza tremenda. Thomas pensó que la vieja espada se rompería, pero la Malice seguía de una pieza y Sculley ya contraatacaba con un revés a una velocidad malévola. El arquero agachó la cabeza. La hoja de la Malice le dio en el bacinete y le raspó la cimera. Thomas dio un tirón a su caballo, viró bruscamente a la izquierda y vio que la espada volvía rápida como una serpiente con un golpe dirigido a su cara. Pudo esquivarlo inclinándose, consciente de que la ancha punta pasó peligrosamente cerca. Intentó clavar el pincho de la alabarda al escocés, pero este desvió el fuerte golpe y arremetió de nuevo. Esta vez hizo descender la Malice con fuerza, estrellando su hoja contra el casco de Thomas, con tal ferocidad que este quedó medio aturdido y le zumbaron los oídos. Pero el acero del bacinete resistió a la hoja, aun cuando él quedó hundido en la silla, gruñendo, intentando recuperar el control sobre sí mismo y ganar espacio para manejar la alabarda.
—¡Por las entrañas de Cristo, sí que eres débil! —exclamó Sculley para provocarlo. Sonrió burlonamente, pinchó a Thomas con la espada y se rio cuando este se tambaleó en la silla—. Es hora de saludar al diablo, inglés —dijo echando la Malice hacia atrás para asestar el golpe mortal.
Thomas soltó su arma, sacó el pie izquierdo del estribo y se lanzó sobre el escocés. Puso los brazos en torno al pecho de Sculley y se agarró a él apretándolo con fuerza. Lo arrancó de la silla y ambos cayeron al suelo con un golpe sordo, con Thomas encima. Utilizó su fuerza de arquero para propinarle un puñetazo en la cara, y su guantelete revestido de acero le rompió un pómulo y la nariz.
Lo golpeó de nuevo. Sculley intentó morderle y Thomas arremetió otra vez con el guantelete, pero esta vez con los dedos rígidos y extendidos, que se hundieron en el ojo izquierdo de su oponente. Este soltó un grito como un gorgoteo cuando se le hundió el ojo. Thomas le dio un cabezazo con el casco y rodó para quitarse de encima. Le agarró el brazo derecho y le arrancó la espada.
—Hijo de puta —le dijo. Sostuvo la Malice con ambas manos, la izquierda en la empuñadura, la derecha en la parte posterior, hundió la punta en la garganta de Sculley y cortó con fuerza para atravesar el esófago, los vasos sanguíneos, tendones y músculos. El escocés seguía gorgoteando, salpicando de sangre el rostro de Thomas, que siguió empujando mientras manaban chorros palpitantes de fluido caliente que fueron disminuyendo. Continuó cortando y empujando hasta que la vieja espada chocó contra el hueso.
Y Sculley estaba muerto.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Santo Dios! —Estaba de rodillas, temblando. Miraba fijamente la espada. ¿Era un milagro? Vio que alguien había hecho una nueva empuñadura de madera para la antigua hoja, una empuñadura ahora manchada de sangre.
Se puso de pie. El caballo de Robbie estaba junto a él y, en un arrebato de ira, cortó el pelo que sostenía la cabeza. Esta cayó al suelo con un golpe sordo. Tendría que encontrar el resto de su viejo amigo y cavar una tumba. Pero antes de que tuviera tiempo de pensar cómo lo haría, vio a Roland de Verrec frente a un hombre gordo con armadura.
El gordo llevaba un jubón verde y blanco y, mientras Thomas miraba, desenvainó la espada y se la brindó a Roland. Era el conde de Labrouillade. Las heces le goteaban por detrás de las piernas cubiertas por la armadura.
—¡Soy vuestro prisionero! —anunció en voz alta.
Thomas se acercó a los dos hombres. Sam y una media docena de arqueros habían visto a su jefe y cabalgaron hacia él llevando consigo su caballo.
—Se ha rendido —le explicó Roland a Thomas.
Thomas no dijo nada. Siguió andando.
—Me he rendido —dijo el conde en voz alta— y pagaré un rescate.
—¡Mata al gordo cabrón! —gritó Sam.
—¡No! —Roland de Verrec levantó la mano—. No podéis matarle. Es deshonroso. —Se atrancó con la palabra inglesa.
—¿Deshonroso? —preguntó Sam, incrédulo.
—Sir Thomas —dijo Roland con una expresión desesperadamente triste—, un hombre que se ha rendido está a salvo, ¿no?
Thomas no hizo caso, ni siquiera parecía verle. Siguió sin decir nada. Se acercó al conde, que sostenía la espada en actitud de rendición.
—Las reglas de caballería dictan que hay que mantenerlo con vida —dijo Roland—. ¿No es así, sir Thomas?
Este ni siquiera había mirado a Roland, solo miraba al conde. Y entonces, casi con la misma rapidez con que lo había hecho Sculley, lanzó un revés con la Malice, de manera que la hoja cortó el gaznate al conde. La espada se deslizó por debajo del borde del casco, atravesó la cofia de malla y se hundió profundamente en el gordo cuello. Thomas tiró de la hoja, volvió a golpear con la fuerza de un arquero y quedó salpicado de más sangre, en tanto que el conde caía de rodillas. Hundió cada vez más la hoja, hasta que los ojos de Labrouillade quedaron sin vida y cayó pesadamente sobre la hierba.
—¡Sir Thomas! —exclamó Roland con indignación.
Thomas se volvió a mirarlo con unos ojos como platos.
—¿Habéis dicho algo?
—¡Se había rendido! —protestó Roland.
—Estoy sordo —explicó Thomas—. Me golpearon en la cabeza y no oigo nada. ¿Qué me estáis diciendo?
—¡Se había rendido!
—No oigo lo que decís —declaró Thomas. Dio media vuelta para alejarse y guiñó un ojo a Sam.
A unas cincuenta yardas había unos hombres luchando en torno al rey de Francia. Su estandarte había caído, el portaestandarte estaba muerto y su hijo le intentaba ayudar.
—¡Mirad a la izquierda, padre! ¡A la derecha! ¡Cuidado!
El rey luchaba con un hacha, aunque nadie intentaba matarle, solo capturarlo. Los hombres que habían hecho de señuelo llevando sus colores estaban muertos o habían huido, pero todo el mundo sabía que aquel era el verdadero rey por la corona de oro que remataba su casco, y querían capturarlo con vida porque su rescate sería más elevado de lo que podían llegar a imaginar.
Los hombres intentaban apresar al rey, se peleaban entre ellos para acercarse y este gritaba que podía hacerlos ricos a todos. Pero entonces dos jinetes se abrieron paso entre el gentío con sus corceles y ordenaron a voz en grito a todos los hombres que retrocedieran o morirían.
El conde de Warwick y sir Reginald Cobham se detuvieron frente al rey Juan y el príncipe Felipe. Ambos desmontaron e hicieron una reverencia.
—Majestad —dijo el conde.
—Soy prisionero —repuso el rey de Francia.
—Lamentablemente, Majestad —dijo sir Reginald—. Es el sino de la batalla.
Y el rey fue capturado.
Uno de los arqueros tocaba un caramillo hecho con paja de avena; la melodía era melancólica y aflautada. Ardía una fogata, proyectando una luz roja que se agitaba entre las ramas de los robles. Un hombre cantaba; otros reían.
El rey de Francia estaba siendo agasajado por el príncipe de Gales mientras, en la llana cima de la colina donde había terminado la batalla, los pájaros y las bestias se daban un atracón de muertos. Estos llegaban hasta las puertas de Poitiers, porque los ingleses y gascones habían perseguido al enemigo hasta allí y los habitantes de la ciudad, temerosos de una invasión inglesa, se habían negado a abrir las puertas. Los fugitivos habían quedado atrapados bajo sus muros y allí habían terminado muriendo. La vieja carretera romana que llevaba hasta allí estaba llena de cadáveres, pero ahora los vivos se sentaban en torno a las fogatas y comían lo que habían saqueado del campamento enemigo abandonado.
Thomas se había sumado a la persecución cabalgando con Sam y una docena de arqueros más. Todos ellos se convertirían en hombres ricos con el botín conseguido, pero Thomas no había cabalgado para encontrar joyas, armaduras o un caballo caro.
—¿Lo encontraste tú? —preguntó Genevieve. Estaba sentada junto a él, con la cabeza recostada en su hombro y Hugh apoyado contra ella.
—Los encontré a ambos.
—Cuéntamelo otra vez —le pidió, como una niña que quería escuchar una historia conocida y reconfortante.
De modo que Thomas le contó que había alcanzado al cardenal Bessières, que los hombres de armas del religioso habían intentado proteger a su amo y que Sam y los arqueros los habían abatido. Que él se había enfrentado al padre Marchant, que había declarado en voz alta que era un sacerdote y no un combatiente, y que había utilizado la Malice para destriparlo, de forma que los intestinos se le salieron del hábito y se derramaron sobre la silla y luego cayeron al suelo. Y que se había reído de él. «Esto es por el ojo de mi mujer, cabrón». Que había estado tentado de dejar que el cura muriera sufriendo, pero que al final lo mató con otro tajo.
El cardenal Bessières había suplicado clemencia.
—Sois un combatiente —había dicho Thomas.
—¡No! ¡Soy un cardenal! ¡Os pagaré!
—No veo ningún capelo rojo —señaló Thomas—, solo un casco. —El cardenal había intentado quitarse el bacinete de la cabeza, luego había gritado al ver venir la Malice y su berrido no había cesado hasta que la espada de san Pedro le rajó la garganta. Entonces Thomas había regresado al campo de batalla, donde los muertos yacían bajo las estrellas.
Roland estaba con su Bertille.
—Debería haberos gritado —le dijo a Thomas—. No me di cuenta de que os habían ensordecido.
—Fue un terrible error —mintió Thomas con gravedad—, y os pido disculpas.
—No fue deshonroso —dijo Roland— porque no sabíais que se había rendido. Todavía sujetaba su espada y vos no oíais nada.
—Fue la voluntad de Dios —terció Bertille.
Tenía un aspecto radiante.
Roland asintió con la cabeza.
—Fue la voluntad de Dios —coincidió y, tras una pausa, preguntó—: ¿Y la Malice?
—Ya no está.
—¿Dónde está?
—Donde nadie pueda encontrarla —respondió Thomas.
Había llevado la Malice hasta el hueco más grande del seto, donde unos hombres apilaban armas abandonadas en el campo de batalla. Las armas buenas se ponían en un montón y las baratas e inservibles en otro. Había espadas rotas, ballestas hechas añicos, un hacha con la hoja doblada y un montón de alfanjes oxidados.
—¿Qué se hace con ellas? —había preguntado Thomas a un hombre que llevaba la insignia con las tres plumas del príncipe de Gales.
—Lo más probable es que las fundan. Eso parece un pedazo de mierda.
—Lo es —había respondido Thomas, y había arrojado la Espada del Pescador en el montón de trastos inservibles.
No se veía distinta a los demás alfanjes baratos. Una lanza hecha pedazos había caído encima de ella y luego una espada rota se sumó al montón con un golpeteo. Cuando volvió la mirada, ni siquiera pudo distinguir la reliquia entre las demás armas. La pondrían al fuego, la fundirían y volverían a forjarla. Quizá la convirtieran en la reja de un arado.
—Y ahora nos iremos a casa —dijo—. Primero a Castillon y luego de vuelta a Inglaterra.
—A casa —repitió Genevieve alegremente.
La espada de san Pedro había llegado y se había ido. Todo había terminado. Era el momento de volver al hogar.