Thomas llegó a lo alto de la colina cuando la línea de batalla se estaba extendiendo. Los franceses se habían abierto paso a la fuerza entre los huecos del seto y se estaban desplegando por toda la longitud del mismo, mientras otros cortaban las espesas zarzas a hachazos para abrir nuevos huecos. Desde algún lugar a la derecha de Thomas un hombre gritó:
—¡Arqueros! ¡Arqueros! ¡Aquí!
Thomas se deslizó de la silla. Sus hombres estaban llegando en pequeños grupos y se sumaban al ala izquierda de la línea inglesa, que todavía no había entrado en combate. Pero él corrió por detrás de la línea hacia el lugar desde donde había escuchado la llamada. Y entonces vio lo que lo había provocado. Dos ballesteros habían encontrado la manera de llegar al centro del seto junto con los hombres que les llevaban los paveses y estaban disparando contra los soldados del conde de Warwick.
Thomas se detuvo para encordar el arco, colocó un extremo sobre la raíz de un árbol que sobresalía y dobló el otro extremo con la mano izquierda para así poder deslizar la gaza de la cuerda en la muesca del cuerno del extremo superior del arma. Pocos podían doblar el arco lo suficiente para encordarlo, pero él lo hizo sin pensar. A continuación cogió una flecha para carne de su bolsa, se abrió paso a empujones hacia las últimas filas y tensó la cuerda. Los dos ballesteros se encontraban a unos treinta pasos de distancia y ambos se hallaban protegidos por sus enormes escudos, lo cual significaba que estaban accionando las manivelas que tensaban sus cuerdas.
—Estoy contigo —dijo una voz, y vio que Roger de Norfolk, conocido por todo el mundo como Poxface, se había unido a él y tenía el arco ya tensado.
—El de la izquierda es tuyo —repuso Thomas.
El escudo del hombre de la derecha se hizo a un lado de pronto y apareció el ballestero de rodillas, apuntando con su arma a los hombres de armas ingleses. Thomas soltó la cuerda y la flecha alcanzó al ballestero francés en la cara. El hombre cayó de espaldas, y por un acto reflejo, el dedo apretó el gatillo y disparó la ballesta, cuya saeta voló hacia el cielo. A continuación, el hombre que había a su lado giró sobre sí mismo con la flecha de Poxface clavada en el pecho. Thomas ya había vuelto a tensar el arco y hundió un proyectil en la espalda del encargado del pavés que huía.
—Me encantan los arqueros —comentó uno de los hombres de armas.
—Puedes casarte conmigo —repuso Poxface, y estallaron en carcajadas. Luego se oyó un grito, porque una concentración de franceses se acercaba siguiendo la cara interior del seto.
—¡Contenedlos, compañeros, contenedlos! —rugió una voz. El conde de Oxford se encontraba entonces detrás de la línea. Su caballo tenía una mancha de sangre en la grupa, donde se veía el asta de una saeta de ballesta. Thomas salió a empujones del apiñamiento de las filas y corrió de nuevo hacia la izquierda, donde sus hombres de armas estaban extendiendo la línea.
—¡Acercaos al seto! —gritó Thomas.
Keane estaba recogiendo caballos abandonados y los ataba a una rama baja de un roble. Los arqueros encordaban sus arcos, aunque no tenían objetivos porque los hombres de armas ocultaban al enemigo.
—¡Sam! ¡Vigila el extremo del seto! —le ordenó Thomas a voz en grito—. Hazme saber si esos cabrones intentan rodearlo. —Dudaba que lo hicieran, pues la pendiente se hacía más escarpada en aquel punto y sería un lugar difícil para que los franceses atacaran, pero los arqueros podrían retener aquel flanco casi contra cualquier asalto.
El peligro radicaba en el interior del seto, donde los franceses, intuyendo que estaban llegando al extremo de la línea enemiga, realizaban ataques rápidos. Un grupo de soldados atacaban juntos profiriendo su grito de guerra. Los tambores seguían retumbando. Las trompetas sonaban con estrépito al otro lado del seto animando a los franceses a presionar al enemigo, romper su formación, separarlos y conducirlos hacia el bosque, donde podrían darles caza y acabar con ellos. Sería la venganza por todo el daño que los ingleses habían causado en Francia, por las casas incendiadas y el ganado sacrificado, por los castillos capturados y las viudas llorosas, por las incontables violaciones y tesoros robados. Por lo tanto, acudían con renovada furia.
Los hombres de armas de Thomas ya estaban combatiendo. Si rompían filas estaban perdidos, pero Karyl se mantenía firme como una roca y desafiaba a los franceses a que se pusieran al alcance de su maza. Y se atrevieron. Hubo un grito, movimientos rápidos y los soldados empezaron a propinarse golpes de hacha, maza y martillos de guerra. Un francés enganchó la alabarda por encima del espaldar de Ralph de Chester, tiró de él con fuerza y el inglés avanzó a trompicones arrastrado por el gancho que tenía en la hombrera. Una maza le dio a un lado del yelmo; cayó al suelo y otro francés alzó un hacha para partirle el peto. Thomas vio que Ralph se sacudía. El ruido de la batalla ahogaba sus gritos, pero la maza volvió a caer y Ralph quedó inmóvil. Karyl asestó un golpe de refilón en el brazo del que lo había matado, lo suficiente para hacerlo retroceder. Pero el francés acometió de nuevo, intuyendo la victoria. El entrechocar del acero contra la madera y contra el hierro era ensordecedor.
Thomas dejó su arco y la bolsa con las flechas al borde de los árboles y se abrió paso a la fuerza hacia la línea de batalla. Había un hacha en el suelo y la recogió. «Retrocede», le dijo alguien. Solo llevaba malla y cuero y aquel era un lugar donde los soldados iban enfundados en acero. Pero él se dirigió a la segunda fila y utilizó su fuerza de arquero para levantar el hacha por encima de la cabeza y hacer caer con fuerza su hoja lastrada sobre el yelmo de un francés. El arma le atravesó el penacho el acero y el cráneo. El golpe había sido tan fuerte que la hoja del hacha se había hundido hasta el pecho del enemigo, donde estaba atrapada por una maraña de costillas, carne y acero. Se formó una bruma de sangre bajo el sol de la mañana cuando intentó liberar el arma de un tirón.
Un hombre robusto de pecho ancho que llevaba un yelmo con visera puntiaguda vio su oportunidad y dirigió un golpe de lanza contra el vientre de Thomas. Arnaldus, el gascón, golpeó al francés con un hacha y le volvió la cabeza de lado. Thomas abandonó el hacha, agarró la lanza y tiró de ella para arrastrar al hombre hacia sus filas, donde pudieran matarlo. Pero el hombre tiraba hacia atrás. Karyl le asestó un mazazo que desplazó la visera puntiaguda y la dejó colgando de una bisagra, pero el francés seguía sin querer abandonar la lanza. Gruñía, profería insultos, y Karyl estrelló la maza contra aquel rostro con bigote, le aplastó la nariz y le rompió los dientes. El hombre, cuya cara era una máscara ensangrentada, intentó de nuevo lanzar una estocada, pero Karyl le dio con la maza otra vez y Arnaldus le asestó un hachazo en el hombro que le partió el espaldar. El enemigo cayó de rodillas escupiendo sangre y dientes. Arnaldus lo remató con otro hachazo tremendo y empujó a patadas el cuerpo arrodillado hacia los franceses.
En aquellos momentos la batalla había quedado reducida a la distancia que pudiera alcanzar el arma de un soldado. Los enemigos podían olerse; oler las heces cuando las tripas se vaciaban de miedo, oler el vino y la cerveza en los alientos, oler la sangre que volvía la hierba resbaladiza. Había choques brutales y luego pausas en las que los soldados retrocedían y recuperaban el aliento.
Thomas había cogido la lanza acortada. No tenía ni idea de dónde estaban sus armas, suponía que en un caballo de carga que quizá hubieran llevado colina arriba. De momento debería conformarse con la lanza. Los franceses, de los cuales veía quizá a un centenar por allí cerca, observaban a través de sus viseras cerradas. La mayoría de ellos llevaba una librea de un azul pálido con dos estrellas rojas. Se preguntó a qué señor servían y si este se encontraba entre ellos. Observaban, juzgaban, se estaban preparando para efectuar otra carga. Sus arqueros llevaban alabardas o mazas. Los arqueros galeses cantaban una canción de batalla en su idioma. Supuso que la canción celebraba una victoria sobre los ingleses pero, si eso les ayudaba a derrotar a los franceses, podían cantar ese tipo de canciones hasta que el Infierno se helara.
—¡La línea está resistiendo! —gritó el conde de Oxford a lomos de su caballo—. ¡No dejéis que la rompan!
Un francés grandote armado con un lucero del alba se abrió paso hasta el frente de la línea enemiga. Llevaba armadura de placas y no vestía jubón, en tanto que su yelmo era un bacinete con visera salpicado de sangre. Llevaba una espada pesada en la vaina colgada del cinturón. La mayoría de los soldados abandonaban sus vainas en combate por miedo a que les hicieran tropezar, pero aquel enemigo la necesitaba para sostener su espada mientras empuñaba el monstruoso lucero del alba lleno de sangre.
Este tenía un mango casi tan largo como la vara de un arco, mientras que la cabeza era una bola de hierro del mismo tamaño que el cráneo de un bebé. Un largo pincho de acero sobresalía en lo alto de la bola mientras que una docena de puntas más cortas la rodeaba. El hombre levantó el arma. La punta de su visera se movió de un lado a otro mientras el soldado recorría la línea del hellequin con la mirada. Se le sumaron dos compañeros, ambos con unos maltrechos escudos de torneo; uno de ellos iba armado con una alabarda y el otro con un goupillon que tenía un corto mango de madera conectado con una cadena gruesa a una bola metálica con pinchos. Era un mangual.
—Han venido a morir —dijo el hombre alto con el lucero del alba en voz lo bastante alta para que lo oyera Thomas—, así que vamos a complacer a estos cabrones.
—Matad primero al de la alabarda —sugirió Karyl en voz baja. El francés al que se refería llevaba un escudo, lo que significaba que no podía utilizar la gran hacha con gancho con todas sus fuerzas.
—¿Queréis morir? —preguntó el hombre alto a voz en grito.
Desde algún lugar del norte les llegó el barullo de un alboroto repentino: gritos, estrépito metálico, chillidos. Thomas pensó que el enemigo debía de estar realizando un esfuerzo frenético para penetrar en la línea y rezó para que los ingleses y sus aliados gascones resistieran. Pero no pudo dedicar más tiempo a la oración, porque el hombre grandote del lucero del alba iba a la carga directo hacia él, que era el único entre los hombres de armas ingleses que no llevaba armadura de placas.
—¡San Dionisio! —bramó el hombre alto.
Y san Dionisio se batió con san Jorge.
El cardenal Bessières observaba la batalla desde la colina francesa. Iba montado en un caballo robusto y paciente y vestía su hábito de cardenal aunque, incongruentemente, llevaba un bacinete encajado en la cabeza. Se encontraba a unas pocas yardas del rey Juan, quien también iba montado, aunque el cardenal se fijó en que el monarca había desechado las espuelas, lo cual indicaba que si luchaba lo haría a pie. El hijo menor del rey, Felipe, y el resto de caballeros y hombres de armas habían desmontado.
—¿Qué está ocurriendo, Majestad? —inquirió el cardenal.
El rey no estaba completamente seguro de la respuesta y le irritaba que el cardenal, con su ridículo casco, estuviera tan cerca. No le gustaba Bessières. Era hijo de un comerciante, por el amor de Dios, pero había sido educado en la Iglesia y ahora era legado papal. Además, el rey sabía que tenía esperanzas de convertirse en Papa. Y tal vez fuera una buena elección porque, a pesar de su humilde cuna, el cardenal apoyaba con uñas y dientes a la monarquía francesa y nunca hacía daño contar con la ayuda de Dios. Por eso el monarca lo complacía.
—Nuestro primer batallón está rompiendo las líneas inglesas —explicó.
—Alabado sea Dios —dijo el cardenal.
Luego señaló la bandera del duque de Orleans que ondeaba por encima del segundo batallón, que aguardaba en el valle sombrío entre las dos montañas. El duque tenía más de dos mil hombres de armas. Iban a pie, pero sus caballos estaban cerca de sus filas por si tenían que perseguir al enemigo en su retirada.
—¿Existe alguna razón —preguntó el cardenal— por la que vuestro hermano no esté avanzando?
El rey estuvo a punto de perder los estribos. Estaba nervioso. Había esperado que el batallón del delfín fuera suficiente para derrotar a los ingleses, pero era evidente que el combate era más duro de lo que nadie había esperado. Le habían asegurado que el hambre y la sed habían debilitado al enemigo, pero este aún luchaba. Supuso que era la desesperación.
—Mi hermano avanzará cuando se le ordene —respondió con brusquedad.
—Es una cuestión de espacio —intervino el conde de Ventadour. Era un hombre joven, favorito del rey, que había percibido la irritación de su monarca y actuó para ahorrarle más explicaciones tediosas.
—¿Espacio? —preguntó el cardenal.
—El enemigo, Eminencia, tiene una posición fuerte —explicó el conde al tiempo que señalaba hacia las líneas con un dedo—. ¿Veis el seto? Nos limita.
—Ah —dijo el cardenal como si acabara de fijarse—. ¿Pero por qué no avanzamos con todos nuestros efectivos?
—Porque ni siquiera un rey ni un cardenal pueden meter un cuarto de galón en un cacharro donde cabe una pinta, Eminencia —contestó el conde.
—Pues romped el cacharro —sugirió el cardenal.
—Eso es precisamente lo que intentan hacer, Eminencia —repuso el conde pacientemente.
Resultaba difícil determinar lo que ocurría detrás del seto. Era evidente que había lucha pero, ¿quién estaba ganando? Aún había franceses en el lado oeste del seto, lo cual parecía indicar que no tenían espacio suficiente para combatir en el otro lado. O quizá se tratara de los pusilánimes que no querían arriesgar la vida. Un goteo de heridos se retiraba ladera abajo.
Al cardenal le parecía obvio que los franceses debían enviar a todos sus hombres para que ejercieran una presión insoportable sobre el enemigo, pero en cambio el rey y su hermano esperaban con calma y dejaban que las tropas del delfín hicieran su trabajo.
Geoffrey de Charny el portaestandarte real, seguía sujetando la oriflama en alto indicando que no había que hacer prisioneros. El cardenal entendía lo suficiente como para saber que la gran bandera ondearía hasta que la línea del enemigo fuera desbaratada. Solo cuando la bandera de color rojo intenso desapareciera de la vista, los franceses tendrían la seguridad de que tenían tiempo para conseguir cuantiosos rescates.
A Bessières le frustraba el hecho de que la bandera siguiera ondeando. Pensó que el rey estaba vacilando. Había enviado a un tercio de su ejército a luchar pero, ¿por qué no a todo? No obstante, sabía que no podía expresar ninguna crítica. Cuando se eligiera al próximo Papa, necesitaría la influencia del monarca francés.
—¿Eminencia? —El conde de Ventadour irrumpió en los pensamientos del cardenal.
—¿Hijo mío? —repuso el cardenal en tono pomposo.
—¿Puedo? —El conde alargó la mano hacia la espada de aspecto barato que sostenía el religioso.
—Con reverencia, hijo mío —contestó el cardenal.
El conde tocó la Malice, cerró los ojos y rezó.
—Habrá una victoria —anunció cuando hubo terminado su oración.
—Si Dios quiere —dijo el cardenal.
A unos treinta pasos se encontraba el conde de Labrouillade, entre las filas de los soldados del rey. Estaba sudando. Llevaba ropa interior de lino y encima un ceñido jubón de cuero y pantalones de tartán. Una cota de malla cubría el cuero y, sujeto con correas encima de la malla, llevaba un traje entero de armadura de placas. Necesitaba orinar. El vino que había estado bebiendo toda la noche le estaba hinchando la vejiga, pero temía que si liberaba aquella presión las tripas también se le soltarían. Tenía acidez. «¡Que el delfín gane esto enseguida, por Dios!», pensó. ¿Y por qué estaban tardando tanto?
Iba cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro. Al menos el próximo en entrar en batalla sería el duque de Orleans. El conde de Labrouillade había pagado con oro al mariscal Clermont para que lo apostara a él y a sus hombres en el batallón del rey, el de más atrás, y rezaba fervientemente para que los tres mil soldados del monarca no fueran necesarios. ¿Y por qué iban a luchar a pie? ¡Todo el mundo sabía que un noble luchaba a caballo!
Sin embargo, un maldito escocés había convencido al rey para que lo hiciera como los ingleses. Si estos y los escoceses querían luchar como campesinos era cosa suya, ¡pero un noble de Francia debía ir en la silla! ¿Cómo iba a poderse huir a pie? Labrouillade soltó un gemido.
—¿Mi señor? —Su portaestandarte creyó que el conde había dicho algo.
—Cállate —le dijo Labrouillade, y acto seguido soltó un suspiro de alivio mientras orinaba.
La orina cálida le empapó las piernas y goteó por debajo del faldón de placas de acero que le protegía las ingles. Apretó las tripas y, afortunadamente, siguió limpio.
Miró a la derecha, vio que la oriflama aún ondeaba y rezó para que llegara el momento de enrollarla y así poder liberar a sus hombres y enviarlos en busca de Roland de Verrec. Este le había mandado su insultante y amenazador mensaje con el hombre cuyo caballo había matado delante del ejército francés.
El conde había jurado hacer a Roland lo que le había hecho al descarado Villon. Lo castraría por su traición. Dicha perspectiva lo consolaba.
«Mensajeros», dijo alguien. Miró hacia el distante combate y vio que dos jinetes cabalgaban hacia allí cruzando el valle. Traían noticias, pensó, y rezó para que fueran buenas y no tuviera que luchar, sino simplemente hacer prisioneros.
Sculley, el temible escocés, pasó andando junto a Labrouillade y este pensó que parecía una criatura salida de una pesadilla. La sangre le había empapado el jubón, de manera que daba la impresión de que el corazón rojo de Douglas había reventado. También tenía sangre en los guanteletes y en los avambrazos. Llevaba la visera levantada. Dirigió una mirada feroz al conde y continuó caminando hacia el cardenal.
—Quiero la espada mágica —le dijo Sculley al religioso.
—¿Qué dice este animal? —preguntó Bessières al padre Marchant, que iba montado en una yegua detrás de él. Sculley había hablado en inglés, y aunque el cardenal hubiera entendido el idioma, no hubiera podido penetrar en el acento del escocés.
—¿Qué pasa? —le preguntó el padre Marchant a Sculley.
—¡Decidle a vuestro hombre que me dé la espada mágica!
—¿La Malice?
—¡Dádmela! ¡Esos cabrones han herido a mi señor y voy a matarlos! —Escupió las palabras mientras fulminaba al cardenal con la mirada, como si quisiera empezar su venganza rajando su enorme vientre—. Ese arquero —continuó diciendo Sculley— es hombre muerto. ¡Vi a ese hijo de puta! ¡Disparó a mi señor cuando ya estaba en el suelo! ¡Dadme la espada mágica!
—Eminencia —dijo el padre Marchant otra vez en francés—, la criatura quiere la Malice. Quiere matar al enemigo.
—Gracias a Dios que alguien lo hace —repuso el cardenal.
Se había estado preguntando quién podría ser mejor para utilizar la reliquia, pero por lo visto aquel hombre había elegido en su lugar. Miró al escocés y se estremeció al ver la rudeza de su aspecto. Luego sonrió, pronunció una bendición apresurada y le entregó la espada.
Y en algún lugar sonó una trompeta.
El príncipe de Gales apareció en primera línea del ejército inglés con su vistosa bandera, la más grande de su ejército, por encima de él. Los franceses reaccionaron con un rugido al tiempo que renovaban su ataque, pero los ingleses igualaron el grito de guerra y también se precipitaron hacia el enemigo. Los escudos chocaron con estrépito, las armas descendían y se clavaban, y fueron los ingleses los que ganaron terreno.
Los hombres a los que se había confiado la protección del príncipe de Gales se contaban entre los más experimentados y salvajes de todo el ejército. Habían combatido en numerosas batallas, desde Crécy hasta en escaramuzas menores, y luchaban con crueldad y sangre fría. Los dos franceses que se encontraban más cerca del príncipe fueron abatidos al instante. No los mataron. Uno quedó medio aturdido por un mazazo y cayó de rodillas y el otro recibió un golpe de hacha en el codo derecho que le destrozó el hueso y lo desarmó. Cuando sus compañeros tiraron de él para llevárselo, el movimiento hacia atrás se propagó a los franceses vecinos.
El hombre medio aturdido intentó levantarse, pero el príncipe le propinó un puntapié que lo dejó tendido de espaldas y luego le pisó la muñeca del brazo armado. «Acaba con él», le dijo al soldado que tenía detrás, el cual utilizó el pie recubierto de acero para levantar la visera al francés caído y acto seguido le clavó la espada. Brotó un chorro de sangre que salpicó al príncipe.
—¡Dejadme sitio! —bramó Eduardo.
Avanzó blandiendo el hacha y notó que el impacto le sacudía los brazos cuando la hoja se hundió en la cintura de un soldado. Liberó el arma de un tirón y lanzó una estocada. El mango estaba rematado con un pincho de acero que hizo una mella en el peto del herido, pero no lo atravesó. El hombre se tambaleó. El príncipe dio otro paso adelante y arremetió oblicuamente con la pesada hacha contra el cuello del enemigo, donde la afilada hoja atravesó la cofia de malla que llevaba bajo el yelmo para cubrir el cuello y los hombros. El soldado se volvió a tambalear y el príncipe lo tiró al suelo de una patada y acometió contra otro enemigo.
Luchaba sin visera y veía perfectamente a Carlos, el delfín, a menos de diez pasos de distancia.
—¡Venid y luchad conmigo! —bramó en francés—. ¡Vos y yo! ¡Carlos! ¡Venid y luchad!
El delfín, delgado y torpe, no se molestó en responder. Vio que el príncipe de Gales derribaba a un hombre a hachazos y también a un francés, que atacó con una lanza acortada que desgarró el jubón del príncipe. La coraza que Eduardo llevaba debajo del jubón tenía esculpido su escudo de armas. La lanza arremetió de nuevo y el príncipe hizo descender el hacha contra el hombro de su asaltante. El delfín vio cómo la enorme hoja penetraba en la armadura y el repentino chorro de sangre brillante que salió.
—Retroceded, Alteza —dijo uno de los guardias del delfín, que veía que el príncipe enemigo estaba decidido a abrirse paso a la fuerza hasta el heredero al trono de Francia. Y eso no podía ocurrir; los ingleses estaban combatiendo como demonios, por lo que había que actuar—. Retroceded, Alteza —repitió, y en esta ocasión tiró de él para alejarlo de allí.
El delfín se había quedado sin habla. Le había sorprendido el poco miedo que sintió en cuanto empezó la batalla. Estaba bien protegido, cierto, y los hombres a cargo de su seguridad eran todos luchadores extremadamente eficientes, pero el delfín había intentado hacerlo lo mejor que sabía. Lanzó una fuerte estocada a un caballero enemigo y pensó que lo había herido.
Por encima de todo estaba fascinado. Había observado la batalla con ojos inteligentes y, aunque le horrorizó la carnicería, la encontró intrigante. Pensó que era una forma estúpida de decidir asuntos importantes, pues sin duda el resultado era una lotería una vez empezaba todo. Tenía que haber una forma más inteligente de derrotar al enemigo, ¿no?
—¡Atrás, sire! —le gritó un soldado, y el delfín dejó que lo condujeran de nuevo por el hueco del seto. Se preguntó cuánto tiempo llevarían combatiendo. Le parecían minutos, pero vio que el sol se había alzado por encima de los árboles, ¡de modo que debían de llevar al menos una hora!
—El tiempo vuela —comentó.
—¿Habéis dicho algo, sire? —le preguntó un hombre a voz en grito.
—¡He dicho que el tiempo vuela!
—¡Santo Dios! —exclamó el soldado.
Miraba al príncipe de Gales, que estaba de pie, seguro de sí mismo, sobre los hombres a los que acababa de derribar con su hacha ensangrentada.
Eduardo agitó el arma en el aire en dirección al enemigo que se retiraba.
—¡Volved! —rugió.
—Es un idiota —afirmó el delfín con desconcierto.
—¿Sire?
—¡He dicho que es un idiota!
—Un idiota que combate —repuso el otro con renuente admiración.
—Está disfrutando con esto —dijo el delfín.
—¿Y por qué no iba a disfrutar, sire?
—Solo un idiota podría disfrutar con esto. Para un idiota esto es el Paraíso, y él se regodea en la idiotez.
El hombre a cargo de la guardia del delfín pensó que era el príncipe de dieciocho años el que estaba loco. Sintió una oleada de furia por el hecho de que le hubieran confiado la vida de aquel pelele de tez pálida y pecho hundido, con sus cortas piernas y sus brazos largos. Y además, por lo visto, con un cerebro hecho de queso blando.
Un príncipe debería tener aspecto de príncipe, como el de Gales. El francés odiaba admitirlo, pero daba la imagen de un gobernante como es debido; esplendoroso con su ancho pecho salpicado de sangre. Parecía un guerrero de verdad, no como ese burdo simulacro de hombre. Pero era el delfín y, por consiguiente, mantuvo un tono de voz respetuoso.
—Debemos enviar mensajeros a vuestro padre —dijo—, al rey.
—Ya sé quien es mi padre.
—Debemos pedirle que mande más hombres, sire.
—Hacedlo —asintió el delfín—, pero aseguraos de que mande a los más idiotas de los idiotas.
—¿Idiotas, sire?
—¡Enviad a los mensajeros! ¡Hacedlo de inmediato!
Así pues, los franceses pidieron ayuda.
El gigante armado con un lucero del alba se precipitó contra Thomas, en tanto que sus compañeros, uno con un mangual y el otro con una alabarda, cargaron junto a él. Lanzaron gritos desafiantes mientras se acercaban. Thomas estaba flanqueado por Karyl y Arnaldus, ambos hombres duros, uno germano y otro gascón. Karyl se enfrentó al hombre de la alabarda mientras a Arnaldus lo desafió el hombre con cara de acero y el mangual.
Thomas todavía llevaba la lanza acortada. La soltó.
El lucero del alba arremetió contra él. Thomas levantó la mirada y vio que de sus pinchos salían despedidas gotas de sangre mientras el arma hendía el aire. En aquel momento estaba desarmado, de modo que avanzó, se situó dentro del arco que describía el arma, rodeó a aquel hombre alto con sus brazos de arquero y apretó al tiempo que lo levantaba.
Arnaldus había parado el golpe del mangual con el escudo. Ahora, con la mano derecha, dirigió el hacha contra la pierna de su agresor. Karyl había seguido el ejemplo de Thomas, avanzó para situarse dentro de la larga trayectoria de la alabarda y golpeó con la maza al enemigo en la entrepierna. Golpeó de nuevo. Thomas oyó un chillido. Él estaba aferrado a su enemigo. El mangual le rozó la espalda y rasgó el cuero y la malla. Se acercaban más franceses pero también más miembros del hellequin.
El hombre de la alabarda estaba doblado en dos, lo que fue una invitación para Karyl, que la aceptó de buen grado. Sostuvo la maza con las manos cerca de la cabeza, acortando así la trayectoria del golpe que propinó en la nuca del francés. Una, dos veces, y el hombre cayó en silencio; Karyl desenvainó una daga y la metió por debajo del borde inferior del peto del gigante que Thomas tenía agarrado. Le hundió el puñal en las costillas.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó el hombre.
Thomas apretó con más fuerza aún. El gigante debería haber soltado el lucero del alba e intentado romperle el cuello, pero sostuvo el arma con tozudez mientas Karyl retorcía su hoja, larga y fina. Entonces gritó más fuerte. Thomas olió a mierda. Apretaba con todas sus fuerzas mientras Karyl clavaba la daga otra vez, hundiéndola hacia arriba por debajo del peto, de manera que su guantelete ensangrentado desapareció bajo el acero y penetró en la malla y la lana enmarañadas.
—Ya puedes soltarlo —dijo Karyl.
El hombre cayó pesadamente. Se sacudía y respiraba con dificultad.
—Pobre desgraciado —dijo Karyl—. Tendría que habérselo pensado antes. —Recogió su maza, puso un pie en el pecho del hombre que se retorcía en el suelo y le dio un fuerte golpe en el casco—. Buena suerte en el Infierno —le deseó el alemán—. Saluda al diablo de nuestra parte.
Los franceses estaban retrocediendo. Paso a paso, observando a su enemigo, pero retrocedían a lo largo del seto o intentaban abrirse camino a la fuerza entre las pobladas zarzas. Los ingleses y gascones no los siguieron; unos hombres a caballo, situados detrás de la línea, gritaban todo lo alto que les permitían los pulmones: «¡Mantened la formación! ¡No los persigáis! ¡Dejad que se vayan!».
La tentación era perseguir a los franceses y hacer prisioneros, pero algo así rompería la línea, y si los franceses no habían logrado quebrarla, los ingleses no iban a correr el riesgo por la posibilidad de conseguir rescates. Mantuvieron la formación.
—Deberías intentar luchar con un arma —le comentó Karyl a Thomas, divertido.
Este tenía la boca seca. A duras penas podía hablar, pero mientras los franceses retrocedían, las mujeres que iban con el bagaje inglés acudieron con odres de vino llenos de agua del río. No había suficiente para que todo el mundo aplacara la sed, pero los hombres bebieron lo que pudieron.
Y sonaron las trompetas en el valle.
El enemigo venía otra vez.
El primer mensajero que llegó hasta el rey lo hizo cubierto de polvo. El sudor le había abierto unos surcos en la cara. Su caballo estaba blanco también de sudor. Desmontó y se arrodilló.
—Mi señor —dijo—, vuestro hijo, el príncipe, solicita refuerzos.
El rey estaba mirando hacia la colina de enfrente. Veía las banderas inglesas a través del hueco más ancho del seto.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
—El enemigo se ha debilitado, sire. Se ha debilitado mucho.
—Pero no ha roto filas.
—No, sire.
Llegaron otros dos mensajeros y el rey se formó una idea de lo ocurrido aquella mañana hasta el momento. Los mensajeros colmaron de halagos a su hijo mayor, dijeron que el delfín había luchado magníficamente, historias que el rey no creyó pero que fingió aceptar. Lo que sí parecía cierto era que los ingleses se habían debilitado, en efecto, pero habían mantenido la disciplina y su línea permanecía intacta.
—Son tozudos, sire —comentó uno de los mensajeros.
—Ah, sí, tozudos —repitió el rey con aire distraído.
Observó a las tropas de su hijo, que regresaban por la ladera de enfrente. Bajaban lentamente. Debían de estar agotados porque el combate había sido largo. La mayoría de enfrentamientos entre hombres de armas terminaban en cuestión de minutos, pero los dos ejércitos debían de haber estado luchando por lo menos una hora.
El rey vio a un hombre herido que subía por la ladera cojeando y utilizando la espada a modo de bastón para apoyar el peso.
—¿Mi hijo está ileso? —preguntó al mensajero.
—Sí, sire, gracias a Dios.
—Sí, gracias a Dios —repuso el rey, e hizo señas al conde de Ventadour—. Id al encuentro del delfín —le ordenó— y decidle que abandone el campo.
—¿Que abandone el campo? —El conde no estaba seguro de haberlo oído bien.
—Es el heredero. Ya ha combatido bastante. Ya ha demostrado su valentía y ahora tiene que ponerse a salvo. Decidle que tiene que cabalgar hasta Poitiers con su séquito. Me reuniré con él allí esta noche.
—Sí, sire —dijo el conde, y ordenó que le trajeran su caballo.
Sabía que lo enviaban con el mensaje porque el delfín desconfiaría de semejante orden a menos que se la transmitiera un hombre cercano al rey. Y el conde decidió que el monarca tenía razón. El heredero al trono debía mantenerse a salvo.
—Y decidle al duque de Orleans que retome el combate —ordenó el rey.
—¿Tiene que avanzar, sire?
—¡Tiene que avanzar, tiene que luchar y tiene que ganar! —exclamó el rey. Miró a su hijo menor, de tan solo catorce años—. Tú no te irás con Carlos —dijo.
—¡Yo no quiero irme, padre!
—Serás testigo de la victoria, Felipe.
—¿Podremos luchar, padre? —preguntó el muchacho con entusiasmo.
—El próximo en combatir será tu tío. Nosotros nos uniremos a él si nos necesitan.
—¡Espero que sea así! —exclamó Felipe.
El rey Juan sonrió. No quería privar a su hijo menor de las emociones de la batalla, aunque deseaba con todas sus fuerzas mantenerlo a salvo. Pensó que tal vez hiciera avanzar a sus tres mil hombres al término de la batalla para sumarse a la destrucción de los ingleses. Sus hombres se contaban entre los mejores caballeros y hombres de armas que poseía Francia, motivo por el cual servían en el batallón del rey.
—Algo de combate verás —le prometió a su hijo—, ¡pero tienes que jurarme que no te apartarás de mi lado!
—Lo juro, padre.
El conde de Ventadour había conducido su caballo por entre los hombres que estaban a las órdenes del hermano del rey. Era el camino más corto hacia el delfín. El monarca vio cómo entregaba el mensaje al duque y luego seguía cabalgando para ir al encuentro del delfín, que en aquellos momentos se hallaba a medio camino en la otra ladera. Los ingleses no lo habían perseguido. Se limitaban a esperar al otro lado del seto, señal, así lo esperaba el rey, de que en verdad estaban más débiles.
—Cuando ataque el duque —dijo el rey al mariscal Clermont—, haremos avanzar nuestro batallón hasta donde está él ahora.
—Sí, sire.
El primer martillazo había debilitado a los ingleses. Les esperaban dos más.
Pero de repente les esperaba solo uno.
Porque, mientras el rey miraba incrédulo, su hermano decidió abandonar el campo con el delfín. El duque de Orleans no había combatido, su espada no estaba manchada con la sangre del enemigo y, no obstante, había ordenado traer los caballos y llevaba a sus tropas hacia el norte.
—¿Qué demonios? —dijo el monarca.
—¿Qué está haciendo, por Dios? —preguntó el mariscal Clermont.
—Santo Cielo —dijo otro.
—¡Se está marchando!
—¡Tú, idiota! —gritó el rey a su hermano, que se hallaba demasiado lejos como para oírle—. ¡Eres un idiota lisiado y un cobarde! ¡Un cabrón cretino! ¡Eres un mierda sin agallas! —Tenía el rostro colorado y la saliva salía volando de su boca—. ¡Que avancen las banderas! —gritó. Desmontó y dio las riendas de su caballo a un mozo de cuadra. Si su hermano no iba a luchar, sería su batallón, el mejor de todo el ejército, el que tendría que decidir la batalla—. ¡Trompetas! —ordenó el monarca a voz en grito y aún enojado—. ¡Dadme esa maldita hacha! ¡Que suenen las trompetas! ¡Dad el toque de avance! ¡Adelante!
Sonaron las trompetas, tocaron los tambores y la oriflama se llevó hacia el enemigo.
—¿Qué están haciendo? —El príncipe de Gales había montado en su caballo para así poder ver mejor al enemigo, y lo que veía le preocupaba. El segundo batallón francés se dirigía hacia el norte—. ¿Estarán pensando atacar nuestro flanco derecho? —sugirió.
—Y nuestro centro al mismo tiempo, sire. —Sir Reginald Cobham, veterano en la guerra, observaba el avance del último batallón francés. Era el que hacía ondear la oriflama y el estandarte real. Sir Reginald se inclinó hacia adelante y dio un manotazo a un tábano que se había posado en el cuello de su corcel—. Quizá por fin haya alguien allí que tiene un poco de sentido común, ¿no?
—¿El conde de Salisbury tiene arqueros? —preguntó el príncipe.
—Muchos, ¿pero tiene flechas suficientes?
El príncipe soltó un gruñido. Un criado le trajo una jarra de vino diluido con agua, pero el príncipe le dijo que no con la cabeza.
—Asegúrate de que beben todos antes que yo —ordenó en voz lo bastante alta para que lo oyeran a unos treinta o cuarenta pasos de distancia.
—Un carretero trajo diez barriles de agua ladera arriba, sire —anunció el duque de Warwick.
—¿Ah, sí? ¡Un buen hombre! —El príncipe miró al criado—. ¡Búscale! ¡Dale un marco! —El marco de plata era una moneda valiosa—. ¡No, dale dos! No parecen muy entusiastas, ¿verdad? —Estaba observando las tropas del duque de Orleans. Él había supuesto que estaban a punto de atacar a los hombres del conde de Salisbury, en el flanco derecho de los ingleses pero, para su desconcierto, en aquellos momentos continuaban camino hacia el norte. Algunos habían montado en sus caballos, otros iban a pie y otros más se quedaron en el lecho del valle, como si no supieran qué hacer—. ¡Jean! —exclamó el príncipe.
—¡Mi señor!
Jean de Grailly, captal de Buch, quien había permanecido cerca del príncipe durante gran parte de la batalla, acercó su montura.
—¿Sire?
—¿Qué están haciendo esos condenados?
—¿Un ataque a caballo? —sugirió el captal, pero no parecía muy seguro. Si los franceses planeaban una carga, estaban llevando sus corceles muy lejos de la línea inglesa. Algunos de ellos ya se habían perdido de vista por el horizonte—. ¿O tal vez quieran ser los primeros en llegar a los prostíbulos de Poitiers? —apuntó el captal.
—Qué tipos más sensatos —comentó el príncipe.
Frunció el ceño mientras observaba a las tropas que retrocedían. Aproximadamente la mitad del batallón del duque de Orleans se estaba dirigiendo al norte y la otra mitad se había quedado donde estaba para que se les unieran los hombres del delfín, que ya habían combatido. Algunos de estos últimos empezaron entonces a seguir la bandera del duque de Orleans hacia el norte. En lugar de irse hacia el ala derecha de la línea inglesa, avanzaban sin parar hacia el noroeste.
—¡Por Dios! —exclamó Eduardo con asombro—. Creo que tenéis razón. ¡Van corriendo para quedarse con las mejores putas! ¡Vamos, muchachos! —gritó para animar al enemigo que desaparecía, y luego dio unas palmaditas a su caballo—. Tú no, viejo amigo. Tú tienes que quedarte aquí. —Volvió de nuevo la mirada a las tropas del rey francés, que en aquellos momentos avanzaban hacia él—. Debe de sentirse muy confiado —dijo— si despacha de aquí a sus tropas, ¿no?
—O debe de ser muy estúpido —replicó el conde de Warwick.
Había una docena de jinetes en torno al príncipe. Eran los soldados experimentados, los que tenían arrugas en los ojos de tanto mirar a enemigos distantes, la piel oscurecida por el sol, la armadura mellada y rayada y las empuñaduras de las armas desgastadas de tanto uso. Habían combatido en Normandía, Bretaña, Gascuña, Francia y Escocia, confiaban los unos en los otros y, lo que era aún más importante, el príncipe confiaba en ellos.
—Y pensar que esta mañana esperaba ser un rehén —comentó el príncipe.
—Estoy seguro de que ahora Juan de Valois aceptaría la oferta, sire —dijo el conde de Warwick, que se negaba a llamar a Juan el rey de Francia, un título que reclamaba Eduardo de Inglaterra.
—No puedo creer lo que estoy viendo —dijo el príncipe.
Observaba ceñudo a las tropas francesas que se retiraban. Lo cierto es que sí parecían estar abandonando el campo de batalla, no solo los hombres cansados del delfín sino también las tropas frescas del duque de Orleans. Algunos hombres se habían quedado en el campo y se estaban uniendo al batallón del rey.
—Me imagino que piensan que con esos hombres ya tienen suficiente. —Señaló a los hombres de armas que se aceraban. El gran estandarte del rey, muy vistoso de azul y dorado, había llegado al fondo del valle, y ahora la gran extensión de hombres con armadura empezaba a trepar. El príncipe se volvió a mirar al captal—. ¿Tenéis jinetes?
—Tengo sesenta hombres montados, sire. El resto están en la línea.
—Sesenta —repitió el príncipe con aire meditabundo.
Miró de nuevo a los franceses que se acercaban. No bastaba con sesenta. Su maltrecho ejército tendría aproximadamente el mismo número de hombres que el batallón del rey de Francia que se acercaba, pero el enemigo estaba fresco. Los hombres del príncipe estaban cansados y él no quería debilitar su exhausta línea tomando a hombres de armas de sus filas. Pero entonces se le ocurrió una idea.
—Llevaos a cien arqueros con vos. Todos montados.
—¿Sire? —preguntó el conde de Warwick, que no sabía qué estaba pensando el príncipe.
—Tienen intención de atacarnos con dureza —afirmó el príncipe—, así que veamos si les gusta que les ataquen. —Se volvió otra vez para mirar al captal—. Dejad que entablen batalla primero, mi señor, y luego caed sobre ellos por la espalda.
El captal sonreía. Y no era una sonrisa agradable.
—Necesito una bandera inglesa, sire.
—¿Para que sepan quién los está matando?
—Para que vuestros arqueros no utilicen a nuestros caballos para sus prácticas de tiro, sire.
—¡Dios santo —exclamó Warwick—, vais a cargar contra un ejército con ciento sesenta hombres!
—No, vamos a acabar con un ejército —replicó el príncipe—. ¡Con la ayuda de Dios, de san Jorge y de Gascuña! —Se inclinó en la silla y estrechó la mano al captal—. Id con Dios, mi señor, y luchad como el diablo.
—Ni siquiera el demonio lucha como un gascón, sire.
El príncipe se rio.
Olía la victoria.