Los ejes chillaban como cerdos sacrificados al comienzo del invierno. Los carros, carretas y carromatos, entre los cuales no había dos iguales, avanzaron dando sacudidas por el sendero desigual que transcurría a lo largo de la ribera norte del río. Algunos de los vehículos iban muy cargados, aunque resultaba imposible saber de qué, porque el cargamento iba cubierto con unas telas sujetas con correas.
—Es el botín —dijo Sam en tono de desaprobación.
—Me pregunto cuántos monasterios, castillos e iglesias hicieron falta para llenar ese gran carromato —comentó Thomas mientras observaba el primer carro que se adentraba en el vado. Iba tirado por cuatro caballos grandes y, para su alivio, cruzó el río sin problemas; el agua apenas le llegó a los dos ejes.
—No solamente hay botín arrebatado a los ricos —dijo Sam—, ¡se llevan cualquier cosa! Espetones, rastras, hoces para desherbar, calderos. No me importaría si se limitaran a robar a los ricos, pero si algo es de metal, se lo llevan.
Un jinete que llevaba la insignia del león dorado del conde de Warwick avanzó junto a la línea de carros y carretas.
—¡Más rápido! —gritó.
—¡Madre de Dios! —comentó Sam indignado—. ¡Esos pobres desgraciados no pueden ir más deprisa! —Los conductores tenían que virar para enfilar el vado y resultaba un lugar difícil para los vehículos más grandes—. Bastará con que vayan sin prisa pero sin pausa.
Una gran cantidad de mujeres y niños iban andando junto a los carros. Eran los seguidores del campamento que llevaba consigo todo ejército. Había un carromato enorme que iba conducido por una mujer. Ella también era enorme, con la cabeza cubierta de unos rizos castaños y coronada por una gorra que parecía un pájaro diminuto en un gran nido. A su lado iban dos niños pequeños, uno de ellos sujetando una espada de madera y el otro aferrado a las amplias faldas de su madre. Llevaba el carro lleno de botín y decorado con cintas de todos los colores. Dirigió una amplia sonrisa a Thomas y Sam. «¡Cree que los malditos franchutes vienen a por nosotros!», exclamó, dirigiendo un gesto de la cabeza al jinete. Sacudió el látigo sobre uno de los caballos que iban en cabeza y el carro entró en el vado.
—¡Vamos, vamos! —gritó—. ¡No os rezaguéis, muchachos! —dijo alegremente a los arqueros de Thomas, y sacudió las riendas, con lo que sus cuatro caballos pusieron todo su peso en las colleras y tiraron del carro hasta la otra orilla.
Mujeres y niños iban montados en carros vacíos que anteriormente habían transportado comida y forraje que ya se habían consumido, en tanto que otros solo llevaban barriles vacíos que antes habían contenido las preciosas flechas sujetas con discos de cuero para que las plumas no se aplastaran. Había muchos carros de estos últimos y los barriles recordaron a Thomas su huida de Montpellier.
—¡Seguid adelante! —gritó de nuevo el jinete, al tiempo que miraba con nerviosismo por encima del hombro, hacia el valle que se elevaba al norte y que transcurría entre la montaña ocupada por los ingleses y le Champ d’Alexandre.
Thomas siguió la dirección de su mirada y vio, en la colina de los ingleses, unas banderas que se movían. Avanzaban en su dirección, unas meras motas de color en la cima. Eran los hombres del conde de Warwick que marchaban para proteger el río. Así pues, se estaba llevando a cabo la retirada. No habían sonado las siete notas largas de trompeta que anunciaban la tregua. En cambio tendrían que cruzar un río y él suponía que les esperaba un largo día evitando que los franceses se entrometieran.
—¡No os entretengáis, por el amor de Dios! —gritó el jinete.
Estaba molesto porque un carro muy cargado se había detenido en la curva del camino, por lo que dirigió su montura junto a los dos caballos de tiro y propinó un golpe en la grupa a uno de ellos con la espada plana. El caballo se asustó y se empinó a medias, pero el arnés lo contuvo. El animal viró bruscamente a la derecha, el otro equino lo siguió y se desbocaron. El conductor tiró de las riendas, pero el carro fue dando botes por el camino. Los animales intentaron alejarse del río y, poco a poco, el carro volcó por el borde del camino elevado. Se oyó un estrépito cuando cayó de lado, bloqueando el vado. Los calderos producto de los saqueos cayeron ruidosamente en el pantanal.
—¡Joder! —gritó asustado el jinete causante del problema. Solo habían cruzado el Moisson unas dos docenas de carros y al menos el triple de dicha cantidad estaban ahora detenidos en la otra orilla.
—¡Joder! —repitió Sam. No porque hubiese volcado el carro, sino porque había más banderas a la vista. Solo que no estaban en la montaña. Estaban en el valle boscoso entre las colinas, un valle aún envuelto en sombras, porque el sol todavía no lo había alcanzado, y bajo los árboles había banderas. Y bajo las banderas había soldados. Un montón de soldados.
Se acercaban al río.
El mariscal D’Audrehem y el señor de Douglas iban en cabeza de los jinetes con armadura pesada, cuya tarea consistía en hacer pedazos a los arqueros del ala izquierda del ejército inglés. Tenían trescientos veinte hombres, todos ellos con experiencia y renombre; todos ellos capaces de permitirse una armadura para su caballo que pudiera resistir una flecha inglesa. Los corceles llevaban capizana, placas metálicas sobre la cara con agujeros para los ojos, y el pecho protegido con cuero, malla e incluso placas. La armadura provocaba que los caballos se movieran con lentitud, pero los hacía casi invulnerables.
D’Audrehem y Douglas esperaban atacar al otro lado del valle, subir la larga cuesta hacia el bosque de Nouaillé y luego rodear el extremo del seto que protegía y ocultaba a las tropas enemigas. Cruzarían el valle con los caballos al paso y subirían por la ladera, confiando en que la armadura protegiera a las enormes bestias. En cuanto hubieran rodeado el seto pondrían las monturas a un trabajoso galope y caerían sobre la concentración de arqueros ingleses que esperaban encontrar. ¿Tal vez unos mil?
Los grandes caballos harían que penetrasen en las líneas enemigas, que serían presa del pánico, y allí arremeterían a diestro y siniestro con espadas y hachas. Destruirían a los arqueros, los obligarían a huir del campo de batalla. Luego los jinetes darían la vuelta y regresarían a las líneas francesas, desmontarían, se quitarían las espuelas y se unirían al gran ataque que se efectuaría a pie para machacar el centro del ejército inglés.
Ese era el plan de batalla: utilizar caballería con armadura pesada para destruir a los arqueros ingleses y luego acabar con los hombres de armas. Pero cuando D’Audrehem y Douglas condujeron a sus hombres al otro lado de la cima de la colina del oeste, vieron las puntas de las banderas inglesas al otro lado del seto, dirigiéndose hacia el sur.
—¿Qué están haciendo esos cabrones? —preguntó D’Audrehem sin dirigirse a nadie en particular.
—Escapar —contestó Douglas de todos modos.
La brillante luz del sol iluminaba el horizonte al este. El bosque estaba oscuro por el resplandor, pero se distinguían las banderas contra los árboles. Había una docena de ellas, todas moviéndose hacia el sur. D’Audrehem miró hacia allí y vio el reflejo del agua en el fondo del valle.
—¡Esos desgraciados están cruzando el río! —exclamó.
—Están huyendo —declaró Douglas.
El mariscal D’Audrehem vaciló. Tenía cincuenta años y había pasado casi toda su vida adulta como soldado. Había luchado en Escocia, donde había aprendido a matar ingleses, y luego en Bretaña, Normandía y Calais. Conocía la guerra.
No vacilaba porque tuviera miedo de lo que estaba ocurriendo, sino porque sabía que el plan de batalla debía cambiar. Si atacaban la colina más lejana, dirigiéndose hacia donde creían que estaba el ala izquierda inglesa, iban a encontrarse con hombres de armas, no con arqueros, y a sus caballeros montados se les había ordenado destruir a los odiados arqueros enemigos. Así pues, ¿dónde estaban estos?
—Ahí abajo hay un vado —dijo un hombre señalando el brillo del agua.
—¿Lo sabéis?
—Crecí a menos de tres millas de aquí, sire.
—Iremos al vado —decidió D’Audrehem. Hizo dar la vuelta a su caballo, que iba cubierto con una gran gualdrapa con las anchas franjas diagonales azules y blancas de su librea. Llevaba un escudo con los mismos colores intensos y en su yelmo con visera lucía una pluma blanca y otra azul—. ¡Por aquí! —gritó, y condujo a los jinetes hacia el sur.
Y esto resultó más fácil que cruzar el valle. Ahora, en lugar de forzar a los caballos para subir la larga pendiente de la montaña dominada por los ingleses, cabalgaban cuesta abajo. Iban al trote. La armadura de los caballos hacía un ruido metálico y discordante y sus cascos golpeteaban la tierra seca. Algunos hombres llevaban lanzas, pero la mayoría tenían espadas. Cabalgaban por una pradera abierta, pero por delante de ellos, allí donde el valle descendía y se ensanchaba, había árboles. Y detrás de aquellos árboles D’Audrehem esperaba encontrar arqueros protegiendo el vado.
El señor de Douglas se encontraba a su derecha y con él se reunieron una docena de sus escoceses.
—Bajaos la visera cuando veáis una flecha —les recordó—, ¡y disfrutad la matanza! —Él lo iba a hacer. El deporte que practicaba el clan Douglas era matar ingleses.
Sintió una alegría feroz ante la perspectiva de la batalla. Había temido que los entrometidos clérigos posibilitaran una forma de escape para el ejército inglés, pero las negociaciones habían fracasado y él tenía rienda suelta para causar estragos.
—¡Y recordad! ¡Si veis a mi condenado sobrino, tiene que vivir! —Dudaba que encontrara a Robbie en medio del caos de la batalla, pero aun así quería que el chico fuera capturado con vida. Capturado con vida para luego hacerlo sufrir—. ¡Quiero a ese desgraciado vivo y llorando! ¡Recordadlo!
—¡Yo lo haré llorar! —respondió Sculley—. ¡Llorar como un bebé!
Los pesados caballos llegaron a los árboles. Los jinetes aminoraron el paso y agacharon la cabeza bajo las grandes ramas. Seguía sin haber flechas. Seguía sin haber enemigo. «Recemos para que D’Audrehem esté en lo cierto», pensó Douglas. ¿Realmente no había nadie? ¿De verdad se estaban retirando los ingleses? ¿O acaso perseguían una quimera? El sonido de los cascos de su corcel había cambiado y se dio cuenta de que estaban penetrando en un pantanal. Había sauces y alisos en lugar de robles, terrones de tierra y extensiones de suelo líquido y verde en lugar de un mantillo de hojas. Los caballos hundían las pesadas patas en la ciénaga pero seguían avanzando. Entonces Douglas vio el río más adelante, una veta brillante en la penumbra de verdor, y también vio soldados. Soldados y carros, ¡y había arqueros!
El mariscal D’Audrehem también los vio. Observó que un carro había volcado y que el caos reinaba entre los ingleses. Una flecha voló por el cielo. No vio adónde iba, pero supo que había tomado la decisión correcta y que había encontrado a los arqueros. Se bajó de golpe la visera, que oscureció su mundo, clavó las espuelas y partió a la carga.
Los arqueros del conde de Warwick iban bajando por la colina. Los hombres de Thomas se enfrentaban a los jinetes, y como estaban entrenados y tenían experiencia eligieron flechas para atravesar la carne. Eran los proyectiles diseñados para matar caballos, porque estos eran vulnerables y todos los arqueros sabían que para derrotar una carga de jinetes había que apuntar a sus monturas. Así se había ganado en Crécy, de modo que instintivamente eligieron las flechas que tenían el casquillo triangular y engorras en la punta. Las cabezas estaban afiladas para que atravesaran la carne, cortaran los vasos sanguíneos y desgarraran los músculos. Tensaban el arco llevando la mano hasta la oreja, elegían el blanco y soltaban el proyectil.
El arco de guerra era más alto que un hombre. Se cortaba de allí donde la albura dorada se unía al oscuro duramen, pues el corazón oscuro del tejo era rígido y resistía la compresión mientras que la albura exterior era flexible y recuperaba la forma si se doblaba. La dureza del comprimido duramen y la elasticidad de la dorada albura se combinaban para dotarlo de una fuerza terrible. Sin embargo, para liberar dicha fuerza, el arco tenía que tensarse hasta que la mano llegara a la oreja, no al ojo, de modo que un arquero debía aprender a apuntar por instinto, igual que tenía que entrenar los músculos para tensar la cuerda hasta que pareciera que iba a partir la madera. Se tardaban diez años en formar a un arquero, pero si le dabas un arco de guerra hecho de tejo a un hombre entrenado, podía matar a más de doscientos pasos y ser temido por toda la cristiandad.
Sonaron los arcos. Las cuerdas golpearon contra los brazales que protegían las muñecas de los arqueros; las flechas salieron despedidas. Apuntaron al pecho de los caballos con la intención de hundir profundamente las saetas en los agitados pulmones de las bestias. Thomas sabía qué iba a ocurrir; los caballos tropezarían y caerían. Les saldría sangre en forma de espuma por la nariz y la boca y los hombres gritarían cuando los caballos moribundos los aplastaran. Otros tropezarían con las bestias caídas y, aun así, las flechas seguirían cayendo implacables, salvajes, sembrando una muerte coronada de blanco y empujada por la madera y el cáñamo. Salvo que no ocurrió.
Las flechas dieron en el blanco, pero los caballos seguían acercándose.
Los hombres gritaban. Los conductores de los carros saltaron de los pescantes y huyeron al otro lado del río. El jinete que había intentado apresurar la retirada miraba boquiabierto e incrédulo a los franceses que se aproximaban. Los primeros arqueros del conde de Warwick estaban llegando al río, y sus veteranos les gritaban que empezaran a disparar.
Y los franceses seguían acercándose. Se aproximaban lenta e inexorablemente sin que las flechas parecieran afectarles. Los jinetes más cercanos se encontraban ya a unos ciento cincuenta pasos de distancia.
Thomas soltó una segunda flecha, la observó mientras volaba y vio que describía un arco bajo en el aire y daba de lleno en el centro de una gualdrapa decorada con rayas diagonales azules y blancas; el caballo ni siquiera perdió el paso. Entonces Thomas vio que había más flechas atrapadas en la gualdrapa rayada. La suya había ido justo adonde él quería, había dado justo en el pecho del caballo y no le había hecho nada.
—¡Llevan armadura bajo las gualdrapas! —gritó a sus hombres—. ¡Punzones! ¡Punzones! —Cogió una flecha de punzón del suelo, donde había arrojado un puñado de ellas sobre la blanda tierra. Tensó el arco y buscó un objetivo, vio el corazón rojo de Douglas en un escudo y soltó la cuerda.
El caballo siguió avanzando.
No obstante, los caballos se acercaban con lentitud. Aquello no era un galope, ni siquiera un medio galope. Los grandes corceles iban cubiertos con malla y placas, constreñidos con gruesas faldas de cuero hervido. Llevaban a hombres con armadura completa y se estaban abriendo camino con dificultad por el pantanal que bordeaba el río. La ciénaga y el peso los hacía ir más lentos. Thomas vio una flecha que se deslizaba junto a la cabeza de un caballo, pasaba junto a la rodilla del jinete y alcanzaba al animal en la grupa; la bestia se desvió a causa del dolor. ¡Llevaban toda la armadura delante!
—¡Hellequin! ¡Seguidme! —gritó—. ¡Hellequin! ¡Seguidme!
Recogió sus flechas y corrió hacia la izquierda. Avanzó a trompicones por el barro y el lodo del terreno pantanoso, pero se obligó a seguir adelante. «Ve hacia el lado, ve hacia el lado», se dijo.
—¡Seguidme! —repitió. Volvió rápidamente la vista atrás y vio que sus hombres lo obedecían—. ¡Corred! —gritó, y esperó que, por Dios, nadie pensara que estaban huyendo.
Avanzó quizá unos cuarenta o cincuenta pasos y volvió a arrojar las flechas al suelo. Cogió una, la colocó en el arco y lo levantó. Tensó la cuerda y apuntó de nuevo al flanco del caballo con el corazón rojo en su llamativa gualdrapa, justo por detrás de la pata delantera y delante de la silla. No pensó. Miró adonde quería que fuera la flecha, sus músculos obedecieron su mirada y sus dos dedos soltaron la cuerda. El proyectil voló por encima del pantano, desapareció contra el equino y este se empinó mientras volaban por el pantanal más flechas que al fin mordían el blanco y los animales empezaron a caer. Los arqueros del conde de Warwick lo habían entendido. Los caballos enemigos tenían toda la armadura delante y no llevaban ninguna en los flancos y la grupa. Un jinete inglés, que llevaba un jubón cuarteado en rojo y amarillo con una estrella blanca en una esquina, estaba dando voces a los arqueros del conde para que se unieran a los hombres de Thomas.
—¡Id al flanco! ¡Vamos compañeros, vamos, vamos!
Los franceses estaban cerca. Llevaban las viseras bajadas y no se les veía el rostro pero Thomas vio los desgarrones y manchas de sangre en las gualdrapas causados por las espuelas. Estaban picando a sus caballos para que avanzaran. Thomas disparó de nuevo y esta vez clavó una flecha de punzón a través de las escamas solapadas de la capizana de un caballo. La bestia cayó sobre las rodillas delanteras y su jinete, atrapado entre los altos arzones de la silla, intentó desesperadamente sacar los pies de los estribos antes de que el animal cayera de lado. Este se sostenía aún sobre las patas traseras, con el cuerpo inclinado hacia adelante. El hombre estaba cayendo sobre el cuello del animal cuando dos flechas le dieron en el peto. Uno de los proyectiles se arrugó, pero el otro atravesó la armadura y el impacto de los golpes hizo que el soldado diera una sacudida hacia atrás. Empezó a caer hacia delante de nuevo y fue alcanzado otra vez. Los arqueros vitorearon. El jinete iba de adelante hacia atrás, atormentado, hasta que un hombre de armas que llevaba el león de Warwick, avanzó y le propinó un hachazo que atravesó el yelmo con un crujido y provocó un chorro de sangre. Las flechas volaban en abundancia desde el flanco, alcanzando los costados desprotegidos de los caballos. Un francés intentó asestar un golpe de espada al inglés, pero su montura recibió tres flechas en el vientre que lo hicieron chillar, empinarse y desbocarse.
—¡Matadlos, por Dios! ¡Por san Jorge! —El jinete con la estrella blanca en el jubón se encontraba detrás de Thomas—. ¡Matadlos!
Y los arqueros obedecieron. Los fallos de sus primeras flechas los habían asustado, pero ahora su actitud era vengativa. Cada uno de ellos podía soltar quince flechas por minuto, y en aquellos momentos había más de doscientos arqueros sobre el flanco; aquellos franceses estaban derrotados. Todos los jinetes que iban en cabeza habían sido abatidos, sus caballos estaban muertos o moribundos y algunas de las monturas habían dado la vuelta y habían huido, intentando escapar al terrible dolor que reinaba junto al río.
Los hombres de armas del conde de Warwick avanzaban hacia el caos para arremeter con sus hachas y mazas contra los caídos. Los soldados de la retaguardia estaban dando media vuelta. Dos de los hombres de armas de Warwick estaban conduciendo a un prisionero de vuelta al vado. Thomas vio que aquel hombre llevaba un jubón de rayas blancas y azules de color intenso y entonces buscó con la mirada el corazón rojo de Douglas. Observó que el caballo había caído atrapando al hombre debajo y lanzó una flecha al jinete. El proyectil atravesó el guardabrazo. Volvió a disparar y en esta ocasión alcanzó al hombre en el costado, justo debajo de la axila. Pero antes de que pudiera soltar una tercera, tres hombres a pie agarraron al jinete caído y tiraron de él para sacarlo de debajo del caballo. Las flechas cayeron sobre ellos, pero dos sobrevivieron.
Thomas reconoció a Sculley. Llevaba un yelmo con visera, pero el cabello largo con los huesos amarillentos sobresalía por debajo. Tensó el arco, pero dos caballos heridos se interpusieron entre él y el escocés, que se las había arreglado para subir al jinete abatido sobre un caballo ileso sin jinete. Sculley dio una palmada en la grupa al animal. Los equinos heridos se alejaron al galope. Thomas disparó, pero la flecha rebotó en el espaldar de Sculley. El caballo con el hombre rescatado salió del pantanal con dificultad al abrigo de los árboles, seguido de Sculley y de otros cuatro hombres con la insignia del corazón rojo.
Y luego reinó una quietud repentina que solo rompía el eterno sonido del río, el canto de los pájaros, los relinchos de los caballos y el ruido de los cascos que golpeaban contra el suelo en su agonía.
Los arqueros descordaron sus arcos para que las varas de tejo se enderezaran. Los prisioneros, algunos heridos, otros tambaleantes, estaban siendo conducidos hacia el vado, mientras los ingleses despojaban a los caballos muertos de las preciadas armaduras y guarniciones. Algunos hombres pusieron fin al sufrimiento de las bestias retirándoles la testera y golpeándoles con fuerza entre los ojos con un hacha. Otros desabrocharon la armadura de placas de los caballeros muertos y les sacaron la cota de malla. Un arquero se ató una espada de un caballero francés a la cintura.
—¡Sam —gritó Thomas—, ve a buscar las flechas!
Sam le respondió con una amplia sonrisa y se llevó a una docena de hombres hacia los restos de la carnicería para recogerlas. También suponía una oportunidad de hacerse con algo de botín.
Un francés herido intentaba ponerse en pie. Levantó una mano hacia un hombre de armas inglés que estaba arrodillado junto a él. Hablaron y, a continuación, el inglés levantó la visera al francés y le clavó una daga en el ojo.
—Demasiado pobre para un rescate, imagino —comentó el jinete que se encontraba detrás de Thomas. Se quedó mirando mientras el hombre de armas envainaba la daga y empezaba a desvalijar al cadáver—. ¡Por Dios, qué crueles somos! Pero hemos capturado al mariscal D’Audrehem. ¿No es una buena manera de empezar un mal día?
Thomas se dio la vuelta. El hombre llevaba la visera levantada, dejando ver un bigote gris y unos ojos azules y meditabundos. Thomas hincó una rodilla en el suelo de manera instintiva.
—Mi señor.
—Thomas de Hookton, ¿no?
—Sí, sire.
—Me preguntaba quién, en nombre de Dios, llevaba los colores de Northampton —dijo el hombre en francés.
Thomas había ordenado a sus hombres que se pusieran los jubones con la insignia de Northampton, un escudo que la mayoría de soldados del ejército inglés reconocerían. Unos cuantos llevaban la cruz roja de san Jorge en torno al brazo, pero no había suficientes brazales para todos.
El jinete que hablaba con Thomas llevaba una estrella blanca en su jubón rojo y amarillo, en tanto que la cadena de oro que llevaba al cuello proclamaba su rango. Era el conde de Oxford, el cuñado del señor de Thomas. El conde había estado en Crécy, y después habían coincidido en Inglaterra. Estaba asombrado de que el conde se acordara de él, por no decir nada de que recordara que hablaba francés. Aún se quedó más estupefacto cuando el conde se refirió a su cuñado utilizando su apodo.
—Es una lástima que Billy no esté aquí —comentó el conde con seriedad—, necesitamos a todos los buenos soldados que podamos conseguir, y creo que vos deberíais llevar a vuestros hombres de vuelta a lo alto de la colina ahora mismo.
—¿A lo alto de la colina, sire?
—¡Escuchad!
Thomas lo hizo.
Y oyó los tambores de guerra.
Los jinetes franceses habían atacado el vado y el extremo derecho de la línea inglesa, pero mientras dichas cargas tenían lugar, otros jinetes cabalgan al frente del batallón del delfín para desafiar a los ingleses en su colina.
Seis hombres optaron por ir a caballo. Cada uno de ellos era un paladín de justas de temible reputación. Montaban unos corceles magníficamente entrenados y con sus victorias en la liza habían podido comprarse la mejor armadura que pudiera fabricarse en Milán. Cabalgaban cerca del seto inglés lanzando gritos de desafío. Los arqueros ingleses hicieron caso omiso de ellos. Seis hombres no formaban un batallón y no resultaba honorable ni demasiado útil matar a un jinete solitario, cuando tantos otros hombres de armas se aproximaban a pie.
—Haced correr la voz de que no hay que hacerles ni caso —ordenó el príncipe de Gales.
Aquellos soldados desafiantes formaban parte de la táctica de la batalla. Fueron a burlarse de los ingleses con la esperanza de encontrar a algún oponente que pudieran desmontar y matar, para así desanimarlos. Lanzaban su desafío a voces: «¿Acaso sois mujeres? ¿Sabéis combatir?».
—No les hagáis caso —gruñeron los comandantes dirigiéndose a sus soldados.
Pero uno de ellos desobedeció. No debía lealtad a ningún comandante del bando inglés y sabía que no había que hacer caso de aquellos insolentes que los desafiaban. Que malgastaran su aliento, pues la verdadera batalla no era entre dos paladines, pero aun así aquel hombre montó, tomó una lanza de su escudero y salió cabalgando de la izquierda de la línea inglesa.
No llevaba jubón. Su armadura estaba tan bruñida que relucía. Su caballo dio unos pasitos cuando él lo frenó. Llevaba un yelmo de torneo, coronado con unas plumas de color azul claro y un escudo pequeño pintado de negro con el símbolo de la rosa blanca, la rosa sin espinas, la flor de la Virgen María. En torno al cuello lucía un pañuelo azul de la mejor de las sedas, un pañuelo de mujer, un regalo de Bertille. Enfiló un sendero que serpenteaba a través del viñedo hasta que llegó a una pradera abierta al pie del poco profundo valle. Allí dio media vuelta y aguardó a que uno de aquellos seis aceptara su desafío.
Uno de ellos lo hizo. Era un hombre de París, un hombre brutal, rápido como el rayo y fuerte como un toro, con una armadura sin pulir y un jubón de un azul tan oscuro que casi parecía negro. Su emblema, bordado en el jubón y pintado en el escudo, era una medialuna roja. Hizo frente a Roland de Verrec.
—¡Traidor! —le gritó.
Roland no dijo nada.
Los dos bandos observaban. Los otros paladines se habían retirado del viñedo situado por debajo del seto y miraron a su compañero desde el otro lado.
—¡Traidor! —repitió el parisino a voz en cuello.
Roland continuó sin decir nada.
—¡No os mataré! —gritó el parisino. Se llamaba Jules Langier y su oficio era luchar. Levantó la lanza, dieciséis pies de madera de fresno rematados por una cabeza de acero—. ¡No os mataré! Os llevaré encadenado ante el rey y dejaré que sea él quien lo haga. ¿Ahora preferiríais salir corriendo?
La única respuesta de Roland de Verrec fue apoyarse la lanza en la rodilla derecha y cerrarse la visera. Agarró la lanza de nuevo.
—¡Jules! —exclamó uno de los otros paladines—. Ten cuidado con su lanza. Le gusta alzarla en el último momento. Protégete la cabeza.
Langier asintió.
—¡Eh, virgen —le gritó—, ahora ya puedes salir corriendo! ¡No te perseguiré!
Roland caló la lanza. Su caballo dio unos pasitos apresurados. Ya se había fijado en que un camino para carros cruzaba diagonalmente por delante de él; había visto que las ruedas habían abierto huellas en el suelo. No eran profundas, pero lo suficiente para hacer que un caballo vacilara ligeramente. Cabalgaría hacia la izquierda de las mismas.
Sentía poca emoción. O más bien se sentía como si se estuviera observando a sí mismo, como si fuera incorpóreo. Lo que pasase en los próximos minutos dependería de su habilidad y sangre fría. Roland nunca se había enfrentado a Langier en un torneo, pero lo había observado y sabía que le gustaba inclinarse mucho en la silla cuando atacaba al objetivo. Con ello conseguía presentar un blanco muy pequeño.
El parisino se inclinaría mucho y se serviría de su grueso escudo para desviar la lanza de su oponente. Luego daría media vuelta con la rapidez de una serpiente y utilizaría su maza corta y pesada para atacar por detrás. Le había funcionado muchas veces. Llevaba la maza en un hondo bolsillo de cuero sujeto al lado derecho de su silla de montar, por debajo de la rodilla. La podía recuperar en un santiamén; agarrarla y arremeter con ella. Y, de repente, un fogonazo blanco llenaría la cabeza de Roland cuando se estrellara contra su yelmo.
—¡Cobarde! —gritó Langier, intentando provocarle.
Roland seguía sin decir nada. En cambio, extendió el brazo izquierdo y dejó caer el escudo. Lucharía sin él.
Su gesto pareció enfurecer a Langier que, sin decir ni una palabra más, clavó las espuelas y su corcel avanzó de un salto. Roland reaccionó. Los dos jinetes se fueron acercando. No se hallaban lo bastante separados como para poder llegar al galope, pero los caballos se iban poniendo tensos a medida que se acercaban. Los animales sabían lo que tenían que hacer, sabían adónde querían que fueran sus jinetes.
Roland hizo virar a su montura con las rodillas, manteniéndola a la izquierda de las rodadas al tiempo que alzaba la punta de su lanza para amenazar los ojos de Langier. En aquellos momentos estaban ya muy cerca; su mundo solo era el batir de los cascos.
Langier viró ligeramente a la derecha, con lo que su montura vaciló un poco cuando uno de los cascos pisó en terreno desigual. El parisino se agachó, protegiéndose el cuerpo con el escudo mientras apuntaba la lanza a la base del peto de Roland. Al cabo de un momento la lanza salió volando, el caballo se tambaleó y Langier intentó desesperadamente mantenerlo derecho con la presión de las rodillas, pero la bestia cayó de bruces y se deslizó por la hierba, manchándola de sangre espumosa. Langier vio que la lanza de su oponente, en lugar de ir dirigida a su cabeza, había penetrado en el pecho de su montura.
—Esto no es un torneo. —Aquellas fueron las primeras palabras que dijo Roland.
Había hecho dar la vuelta a su caballo, había abandonado la lanza y desenvainado la espada a la que llamaba Durandal. Cabalgó hacia el lugar donde el otro se esforzaba en soltarse de su caballo moribundo. Langier trató de coger la maza, pero el corcel había caído sobre el lado en el que estaba el arma. Durandal golpeó contra su yelmo. Se le fue la cabeza a un lado con una violenta sacudida y luego al otro cuando la espada regresó para volver a estrellarse contra él.
—Quitaos el yelmo —le ordenó Roland.
—Ve a mearte en el culo de tu madre, virgen.
La espada golpeó de nuevo y dejó medio aturdido a Langier. A continuación, Roland metió la punta entre el borde del casco y la parte superior de la visera. La hoja hendió el caballete de la nariz de Langier y se detuvo.
—Si queréis vivir —le dijo en tono calmado— quitaos el casco. —Retiró la espada.
Langier se desabrochó torpemente los atalajes que mantenían el casco en su sitio. Los demás paladines observaron pero no hicieron ademán de ayudarle. Estaban allí para combatir uno contra uno, no dos contra uno, porque no sería caballeroso, de modo que se limitaron a quedarse mirando a Langier, que al fin levantó el yelmo de su pelo negro y lacio. Un hilo de sangre le bajaba por la cara, producto del corte que le había hecho Durandal.
—Regresad con vuestro ejército —le dijo Roland— y decidle a Labrouillade que el virgen va a matarlo.
Fue Langier quien no dijo nada entonces.
Roland alejó su caballo, envainó a Durandal y clavó los talones. Había entregado su mensaje. Oyó los vítores de los ingleses que habían visto la pelea a través del hueco del seto, pero para él no significó nada.
Todo era por Bertille.
Aquel día el señor de Douglas no mataría a ningún inglés. Se había roto la pierna cuando su caballo cayó, una flecha le había atravesado el brazo hasta el hueso y otra le había roto una costilla y perforado un pulmón, por lo que le salían burbujas de sangre por la boca al respirar. Tenía un dolor horrible. Lo llevaron a la casa donde el rey había pasado la noche y allí los cirujanos-barberos lo despojaron de la armadura, cortaron la flecha a ras de piel, dejaron la cabeza incrustada en su pecho y vertieron miel sobre la herida.
—Id a buscar un carro y lleváoslo a Poitiers —ordenó uno de los cirujanos a un criado que vestía el corazón rojo—. Los monjes de san Juan cuidarán de él. Llevadlo despacio. Imaginad que estáis transportando leche y no queréis que se convierta en mantequilla. Marchaos ya. ¡Si queréis que vuelva a ver Escocia, marchaos!
—Vosotros podéis llevarle con los malditos monjes —dijo Sculley a sus compañeros—. Yo voy a luchar. Yo voy a matar.
Estaban trayendo a más hombres a la casa. Se habían lanzado a la carga con el mariscal Clermont para atacar a los arqueros de la derecha de la línea inglesa, pero el enemigo había cavado zanjas y los caballos tropezaron. Otros se habían roto las patas en los hoyos mientras las flechas habían caído sobre ellos, y la carga había fracasado tan penosamente como el ataque en el pantanal.
Pero ahora que los paladines habían alardeado desafiantes y Langier había sido desmontado a la vista del ejército francés, el ataque principal se estaba acercando a la colina inglesa. El delfín iba al frente del primer batallón francés, aunque bien protegido por unos caballeros escogidos de la Orden de la Estrella de su padre. El batallón del delfín tenía más de tres mil efectivos e iban a pie, derribando a patadas las estacas de madera de castaño del viñedo y pisoteando las vides mientras ascendían por la suave pendiente hacia la colina inglesa.
Las banderas ondeaban por encima de ellos, en tanto que por detrás, en la colina del oeste, la oriflama flameaba orgullosa en las filas que comandaba el rey. Aquella bandera larga, con dos farpas gemelas y confeccionada con seda escarlata, era el estandarte de batalla de Francia y significaba que, mientras estuviera ondeando, no había que hacer prisioneros.
Capturar hombres ricos para cobrar un rescate era el sueño de todo caballero, pero al principio de una batalla, cuando lo único que importaba era romper al enemigo, destrozarlo, matarlo y aterrorizarlo, no había tiempo que perder con las sutilezas de la rendición. Cuando se plegara la bandera, entonces los franceses podrían mirar por su bolsillo, pero hasta entonces no habría prisioneros, solo muerte. De modo que la oriflama estaba enarbolada y ondeaba de lado a lado como una onda roja en el cielo matutino.
Tras el delfín, el segundo batallón de su tío avanzaba hacia el lecho poco profundo del valle. Los tambores golpeaban sus instrumentos, marcando el ritmo de marcha, para llevar a los hombres ladera arriba hacia la victoria.
Los ingleses y los gascones, al menos aquellos que veían el otro lado del seto, podían observar en la montaña de enfrente y el valle próximo todo el despliegue del ejército francés, llenos de seda y acero, de plumas y armas. Una concentración de hombres vestidos con metal y con llamativos jubones en rojo, azul, blanco y verde que marchaban bajo las orgullosas banderas de la nobleza. Los tambores martilleaban el aire matutino, las trompetas hendían el cielo y los franceses avanzaban dando vítores; no porque tuvieran ya una victoria, sino para darse ánimo y asustar al enemigo. «Montjoie Saint Denis!», gritaban. «¡Alegría por san Dionisio y el rey de Francia!».
Los ballesteros estaban situados en los flancos franceses. Cada uno de ellos tenía un compañero que llevaba un pavés. Los proyectiles no volaban aún. Los hombres que iban al frente del avance francés solo veían el gran seto y sus anchos huecos. Al otro lado estaban los ingleses bajo sus estandartes. Los franceses llevaban las viseras levantadas y se las dejarían así hasta que llegaran las flechas.
Todos los soldados de las primeras filas estaban cubiertos por armaduras de placas y la mayoría de ellos iba sin escudo; solo aquellos que no podían permitirse la cara armadura iban protegidos con un escudo de madera de sauce.
Algunos avanzaban con lanzas acortadas con la esperanza de arremeter con ellas contra un inglés, hacerle perder el equilibrio y dejar que otro matara al enemigo caído con un hacha, una maza o un lucero del alba. Pocos soldados llevaban espadas. Una espada no penetraría a través de la armadura. A un hombre con armadura había que abatirlo con armas cargadas con plomo, golpearlo, aplastarlo y dejarlo hecho papilla.
El delfín no gritaba. Se empeñó en situarse en la primera fila, aunque no era un hombre fuerte como su padre. El príncipe Carlos era delgado, de miembros débiles, nariz larga y una piel tan pálida que parecía pergamino blanqueado, con las piernas tan cortas y los brazos tan largos que algunos cortesanos lo llamaban le Singe a sus espaldas. Pero el Mono era un mono joven e inteligente, un mono juicioso, y sabía que debía ir en cabeza. Tenían que verlo ahí.
Llevaba un traje de armadura fabricado para él en Milán, bruñido con arena y vinagre hasta que reflejaba el sol con deslumbrantes destellos de luz. Llevaba el peto cubierto por un jubón azul en el que había unas flores de lis bordadas con hilo de oro y en la mano derecha una espada. Su padre había insistido en que aprendiera a luchar con la espada, pero nunca había llegado a dominar el arma. Escuderos seis años más jóvenes que él podían derrotarlo en las batallas simuladas, y por este motivo los caballeros que lo flanqueaban eran hombres avezados en el combate que llevaban unos pesados escudos para proteger la vida del príncipe.
—Deberíamos dejar que se murieran de hambre —dijo el delfín mientras se acercaban al seto.
—¿Sire? —gritó un hombre, incapaz de oír la voz del joven por encima del ruido de los tambores, las trompetas y los vítores.
—¡Están en una posición fuerte!
—Mayor será la gloria cuando los derrotemos, sire.
Al delfín le pareció que era un comentario estúpido, pero se mordió la lengua. En aquel preciso momento le llamó la atención algo blanco que se agitaba. El hombre que había hecho el estúpido comentario alargó la mano y le bajó la visera con tanta fuerza que el delfín quedó momentáneamente ensordecido y medio aturdido.
—¡Flechas, sire! —gritó el hombre.
Las flechas se estaban disparando desde los extremos del seto y caían sesgadas sobre el batallón que avanzaba. Llegaban también más saetas procedentes de pequeños grupos de arqueros que protegían los huecos del seto. El delfín oía los golpes sordos de los proyectiles contra los escudos y su ruido metálico contra las armaduras. En aquellos momentos a duras penas podía ver nada. Las barras de la visera estaban muy juntas, su mundo era oscuro, cortado por unas hendiduras iluminadas por la brillante luz del sol. Intuyó, más que vio, que los hombres de su alrededor habían apretado el paso. Estaban cerrando filas por delante y él estaba demasiado débil para abrirse paso a la fuerza entre ellos.
«Montjoie Saint Denis!», gritaban los hombres de armas. Y continuaron haciéndolo de manera que resonó como un gran rugido, un rugido interminable cuando los guerreros de Francia se metieron a toda prisa en el hueco del seto. Los arqueros que había allí se habían retirado. Al príncipe se le ocurrió que los ingleses estaban en silencio, y justo en aquel momento soltaron su grito de guerra: «¡San Jorge!».
Y se oyó el primer sonido áspero del entrechocar del acero.
Y gritos.
Y así empezó la carnicería.
—¡Id a por vuestros caballos! —gritó el conde de Oxford a Thomas. El conde, que era el segundo al mando del conde de Warwick, quería que casi todos los hombres que habían protegido el vado regresaran al terreno elevado—. ¡Dejaré aquí a los arqueros de Warwick —dijo a Thomas—, pero vos llevad a vuestros hombres a lo alto de la colina!
Había un largo trecho hasta la cima y sería más rápido ir a caballo.
—¡Caballos! —gritó Thomas hacia el otro lado del río. Criados y mozos de cuadra cruzaron el vado con los animales, pasando junto al carro volcado. Keane, que montaba una yegua sin silla, iba al frente.
—¿Ya se han ido esos cabrones? —pregunto el irlandés, mirando más allá de los caballos muertos y moribundos hacia el lugar donde los franceses se habían desvanecido entre los árboles.
—Averígualo por mí —contestó Thomas. No quería abandonar el vado y luego descubrir que los franceses habían vuelto a atacar el bagaje.
Keane puso cara de sorpresa pero llamó a sus dos perros con un silbido y se los llevó en dirección norte, hacia los árboles. El conde de Oxford estaba mandando a los hombres de armas de Warwick a lo alto de la empinada ladera y les gritaba que llevaran odres con agua.
—¡Ahí arriba tienen sed! ¡Llevad agua si podéis! ¡Pero daros prisa!
Thomas, montado en el caballo que había capturado a las afueras de Montpellier, encontró un carro lleno de barriles que esperaba para cruzar el río una vez retiraran el que había volcado.
—¿Qué hay dentro? —preguntó al carretero.
—Vino, su señoría.
—Llénalos de agua y luego lleva el maldito carro a lo alto de la colina.
El conductor se quedó pasmado.
—Estos caballos no podrían subir por la montaña, ¡y menos con una carga de barriles de agua!
—Pues consigue más caballos. Más hombres. ¡Hazlo! O volveré y te encontraré. Y cuando lo hayas hecho una vez, baja a por más.
El hombre refunfuñó, pero Thomas no le hizo caso y regresó al vado, donde sus hombres ya estaban montados.
—Subamos a la colina —dijo Thomas, que entonces vio que Genevieve, Bertille y Hugh se encontraban entre los jinetes—. ¡Vosotros tres! ¡Quedaos aquí! ¡Quedaos con el bagaje! —Clavó los talones y dirigió el caballo hacia la cuesta, pasando junto a los hombres de Warwick que trepaban con la armadura puesta—. ¡Ayudadles con los estribos! —gritó Thomas. Hizo señas a un hombre de armas que, agradecido, se agarró a un estribo de cuero y dejó que el caballo tirara de él cuesta arriba.
Keane regresó a toda prisa, buscó a Thomas con la mirada y lo vio entre los hombres que subían en tropel. Espoleó su yegua para alcanzarlo.
—Se han ido —anunció el irlandés—. ¡Pero ahí arriba los hay a miles!
—¿Dónde?
—En lo alto del valle. ¡Miles! ¡Dios Santo!
—Sube a la cima de la montaña —le ordenó Thomas— y busca a un cura.
—¿Un cura?
El cura prometido no había llegado al vado.
—Los hombres necesitan confesarse —explicó Thomas—. Busca a un cura y dile que no hemos oído misa. —Ahora no habría tiempo para una misa, pero al menos los moribundos podrían recibir la extremaunción.
Keane silbó para llamar a sus perros y volvió a espolear su yegua.
Y Thomas oyó el estrépito en la cima cuando los soldados se precipitaron contra otros soldados. Acero contra acero, acero contra hierro, acero contra carne. Subió.
El batallón del delfín se dirigía al centro de la línea inglesa. Allí estaba el hueco más ancho del seto. Cuando se acercaron, los franceses vieron las banderas más grandes, que ondeaban sobre los hombres de armas que esperaban al otro lado del hueco. Dichas banderas incluían el insolente estandarte que cuarteaba las armas reales francesas con los leones de Inglaterra. Proclamaba que el príncipe de Gales estaba allí. A través de las hendiduras de las viseras, los franceses vieron al príncipe montado a caballo por detrás de la línea, cerca, y entonces los invadió la furia de la batalla. No era tan solo furia, sino también terror y, para algunos, alegría. Esos hombres se abrieron paso hacia la primera fila. Estaban ansiosos por luchar, estaban confiados y eran salvajemente buenos en su oficio. Muchos otros estaban borrachos, pero el vino los había vuelto bravucones. Las flechas hendían el aire, golpeando contra los escudos, arrugándose contra las armaduras y en ocasiones encontrando algún punto débil. Pero el ataque seguía fluyendo a pesar de los soldados caídos. Y, muy cerca ya, los franceses echaron a correr, gritando y cayendo sobre sus oponentes.
Aquella primera acometida era la más importante. Era cuando las lanzas acortadas podían golpear al enemigo, cuando las hachas, martillos y mazas llevarían el ímpetu añadido de la carga, de modo que los hombres del delfín gritaron lo más alto que pudieron mientras cargaban y propinaron tajos, estocadas y cortes con sus armas.
Y la línea inglesa retrocedió.
La ferocidad de la carga y el peso de los hombres que se amontonaban a través del hueco les obligó a retroceder pero, aunque lo hicieron, no rompieron la formación. Las hojas se estrellaban contra los escudos. Las hachas y mazas arremetían por doquier. El acero cargado con plomo abollaba cascos, destrozaba cráneos, hacía que la sangre y los sesos manaran a chorro a través del metal partido. Los soldados caían, y al hacerlo se convertían en obstáculos con los que otros tropezaban. El impacto de la carga se enlenteció.
Los hombres intentaban ponerse de pie, aturdidos por los golpes, pero los franceses se habían abierto paso a la fuerza a través del hueco y ahora ensanchaban la línea de combate, atacando a izquierda y derecha a medida que más hombres iban entrando por el seto.
Los ingleses y gascones seguían viéndose obligados a retroceder, pero ahora más lentamente. El impacto inicial había dejado algunos muertos y heridos, hombres que sangraban y gemían, pero la línea no se había roto. Los comandantes, cuyos caballos se situaban justo detrás de los hombres de armas desmontados, les gritaban que cerraran filas. Que mantuvieran la formación. Y los franceses intentaban romperla, abrirse paso entre los escudos a tajos y golpes para poder dividir a los ingleses en pequeños grupos que podrían rodear y masacrar. Los soldados arremetían con las hachas, gritaban obscenidades, tiraban estocadas con las lanzas, golpeaban con las mazas y los escudos se astillaban, pero la línea resistía. Iba hacia atrás debido a la presión a medida que más franceses iban entrando por el hueco, pero los ingleses y gascones luchaban con la desesperación de hombres atrapados y la confianza de las tropas que habían pasado meses juntas; hombres que se conocían y que confiaban unos en otros y que entendían lo que les esperaba si la línea se rompía.
—Bienvenido al matadero del diablo, sire —saludó sir Reginald Cobham al príncipe de Gales.
Los dos iban sobre sus monturas, Estaban observando por detrás de la línea y sir Reginald vio que el combate aflojaba el ritmo. Había esperado que los franceses acudieran a caballo y se había sentido inquieto cuando vio que tenían intención de luchar a pie. «Han aprendido la lección», le había comentado secamente al príncipe. Había observado el choque de las líneas y había visto que la salvaje carga francesa no había conseguido desbaratar a los ingleses y gascones, pero ahora estaban tan cerca que resultaba difícil distinguir un bando del otro. Las últimas filas de ambos bandos empujaban hacia adelante y aplastaban a los primeros contra sus oponentes, dejándoles apenas espacio para blandir un arma. El enemigo seguía entrando a través de los huecos del seto y ampliando el ataque, pero no conseguían romper la terca línea inglesa. Eran aplastados por la presión o bien atacaban en grupos a golpes y tajos y luego retrocedían para recuperar el aliento y evaluar al contrario. En lugar de combatir con furia lanzaban insultos, cosa que sir Reginald comprendía. Tanto los atacantes como los defensores se estaban recuperando de la impresión inicial, pero seguían acudiendo más franceses.
—¡Lo estamos haciendo bien, sir Reginald! —exclamó el príncipe alegremente.
—Debemos continuar así, sire.
—¿Ese de ahí es el principito?
El príncipe de Gales había visto la corona de oro sobre un yelmo bruñido en las filas francesas y, por la bandera más grande, supo que el delfín debía de participar en aquel ataque.
—Un príncipe, sin duda —repuso sir Reginald—. ¿O tal vez un sustituto?
—Ya sea un verdadero príncipe o no —dijo el inglés—, lo cortés sería presentarle mis respetos. —Esbozó una sonrisa burlona, pasó la pierna por encima del alto arzón trasero de la silla y se dejó caer al suelo, donde alargó la mano hacia su escudero—. Escudo —le pidió con la mano izquierda extendida—, y un hacha, creo.
—¡Sire! —exclamó sir Reginald, pero guardó silencio. El heredero de la corona estaba cumpliendo con su deber, el diablo estaba tirando los dados y aconsejarle que fuera cauto no serviría de nada.
—¿Sir Reginald? —preguntó el príncipe.
—Nada, sire, nada.
El otro esbozó una sonrisa.
—Será lo que tenga que ser, sir Reginald.
Se bajó la visera de golpe y se abrió paso a empujones por entre las filas inglesas para enfrentarse a los franceses. Sus caballeros elegidos, que estaban allí para proteger al heredero al trono de Inglaterra, lo siguieron.
El enemigo vio su llamativo jubón, reconoció las insolentes armas francesas cuarteadas en su ancho pecho y soltó un rugido de furia y desafío.
Y entonces volvió a la carga.