—La Tregua de Dios. —Sir Reginald pronunció esas palabras con amargura.
—La respetarán, ¿no? —preguntó Thomas.
—Oh, sí, la respetarán. A ellos les gustaría que la Tregua de Dios durara toda la semana que viene —dijo sir Reginald—. Eso les encantaría a esos cabrones.
Condujo a su caballo cuesta abajo hacia el río Miosson. La niebla se había disipado con el calor del sol de septiembre, por lo que Thomas podía ver el río que serpenteaba por el valle. Era un río pequeño, de poco más de treinta pies en su parte más ancha, pero mientras seguía a sir Reginald por la empinada ladera vio que el lecho del valle era pantanoso, lo cual sugería que el río se desbordaba a menudo.
—A ellos les gustaría que nos quedáramos aquí —dijo sir Reginald— y que agotáramos nuestros suministros. Entonces estaríamos hambrientos, sedientos y seríamos vulnerables. Que ya lo somos. En la montaña no hay agua ni nada de comer, y además nos superan en número.
—También nos superaban en número en Crécy —comentó Thomas.
—Lo cual no significa que sea una buena cosa —dijo sir Reginald.
Había llamado a Thomas con un movimiento brusco de la cabeza. «Vos serviréis. Subid al caballo y traed a media docena de arqueros», le había dicho. A continuación lo condujo hacia el extremo más meridional de la línea inglesa, donde la bandera del conde de Warwick se agitaba con la leve brisa. Sir Reginald siguió adelante, guiando a Thomas y a sus arqueros por la empinada ladera que descendía hasta el valle pantanoso del Miosson. El bagaje inglés, una concentración de carros y carretas, estaba aparcado bajo los árboles.
—Podrían cruzar el río por el puente —explicó sir Reginald haciendo un gesto hacia el oeste para señalar el monasterio oculto por los grandes árboles que crecían en el rico terreno cercano al río—, pero las calles del pueblo son estrechas y podéis apostar vuestro último penique a que algún idiota romperá la rueda de un carro contra la esquina de una casa. Será más rápido si pueden cruzar por el vado que hay allí. De manera que eso es lo que vamos a hacer. Comprobar si el vado es transitable.
—¿Porque vamos a retirarnos?
—Al príncipe le gustaría. Le gustaría cruzar el río y dirigirse al sur tan rápido como pudiera. Le gustaría que nos salieran alas y fuéramos volando a Burdeos. —Sir Reginald se detuvo cerca del río, dio media vuelta y miró a los seis arqueros de Thomas—. Muy bien, muchachos, vosotros quedaos aquí. Si se acerca algún hijo de puta francés, pegad un grito. No disparéis. Solo avisad, pero aseguraos de encordar los arcos.
Un sendero elevado describía una curva por el pantanal. El camino, que descendía hacia el vado, donde los dos caballos se detuvieron a beber, era firme y estaba lleno de rodadas, lo que indicaba que los carros lo utilizaban. Sir Reginald dejó que su montura aplacara su sed y luego lo llevó al centro del río.
—Chapotead un poco por aquí —le dijo a Thomas. Estaba dejando que los caballos notaran el lecho del río, buscando una hondonada traicionera o un lugar pantanoso en el que pudiera quedar atrapado algún carro. Pero los animales pisaron terreno firme hasta que llegaron al otro lado.
—¡Señor! —gritó Sam, y sir Reginald se volvió en la silla de montar.
Una docena de jinetes estaban mirando desde los árboles a mitad de camino de la ladera oeste. Llevaban cotas de malla y casco. Vestían jubones, aunque estaban demasiado lejos y Thomas no distinguía su insignia. Uno de ellos llevaba un pequeño estandarte rojo contra el verde y amarillo de los árboles.
—Le Champ d’Alexandre —dijo sir Reginald que, cuando Thomas lo miró de manera inquisitiva, señaló la planicie en lo alto de la montaña del oeste—. Así es como lo llama la población local. El Campo de Alejandro, y supongo que esos cabrones están explorando la jodida montaña entera.
Los franceses, pues tenían que ser franceses si se hallaban en aquella ladera al oeste, estaban muy lejos del alcance de los arcos. Thomas se preguntó si habrían visto a los arqueros que se encontraban a la sombra de los sauces que crecían cerca del vado.
—No quería traer a muchos hombres —explicó Sir Reginald— porque no quiero que esos cabrones piensen que estamos interesados en el vado. Y sobre todo, no quiero que esos malditos vean nuestros carros.
Estos estaban aparcados en la ribera norte del Moisson. No eran visibles desde el Campo de Alejandro porque los ocultaban los árboles y el alto hombro de la montaña en la que crecía el bosque de Nouaillé, que era donde el príncipe había formado su línea de batalla. Sir Reginald frunció el ceño al ver a los franceses que, a su vez, contemplaron a los dos jinetes en el río.
—Puede que haya una tregua —continuó diciendo sir Reginald—, pero aun así podemos tentarlos.
Los franceses, en efecto, cayeron en la tentación. Su tarea consistía en reconocer la posición inglesa y, por lo que ellos podían ver, los dos jinetes se hallaban muy lejos del resto de las tropas del príncipe, de modo que espolearon a sus caballos, no para cargar, sino para acercarse lenta y deliberadamente al río.
—Quieren charlar con nosotros —dijo sir Reginald con amargura—. ¿Son buenos vuestros arqueros?
—Tan buenos como cualquiera.
—¡Muchachos! ¡Haced unas cuantas prácticas de tiro! Matad algunos árboles, ¿de acuerdo? No apuntéis a los soldados ni a los caballos, solo asustad a esos cabrones para que se vayan.
Los franceses se habían dividido en dos filas, que en aquellos momentos se acercaban con más rapidez ladera abajo mientras los jinetes se abrían paso entre los gruesos árboles y agachaban la cabeza bajo las ramas. Sam disparó la primera flecha. El blanco de las plumas del proyectil que se agitaban en el aire contrastó con el verde de las hojas; la flecha se hundió en el tronco de un roble. Le siguieron cinco más. Una de ellas alcanzó una rama y cayó al suelo, las otras se clavaron con fuerza en la corteza y la que se acercó más voló a no más de dos pasos de uno de los jinetes franceses.
Este frenó su caballo bruscamente.
—¡Otro disparo cada uno! —gritó sir Reginald—. Que caigan a unos pocos pasos de ellos, muchachos. ¡Hacedles saber que estáis aquí y que estáis hambrientos!
Los arcos dispararon de nuevo, las flechas volaron, clavándose en los árboles con un ruido sordo y una fuerza atroz, y los jinetes dieron media vuelta para alejarse. Uno de ellos saludó afablemente con la mano a sir Reginald, que le devolvió el saludo.
—Gracias a Dios por los arqueros —dijo. Se quedó mirando a los franceses, que volvieron a subir por la colina hasta que desaparecieron de la vista.
—Sam —lo llamó Thomas—, ve a por las flechas. —Había vuelto a abastecer a sus hombres con flechas del bagaje del príncipe, pero nunca había suficientes proyectiles.
—Quiero que os quedéis aquí —ordenó sir Reginald—. Toda la noche. Enviaré al resto de vuestros hombres para que se reúnan con vos. ¿Tenéis un trompeta?
—No.
—Os enviaré uno. Quedaos aquí y tocad la alarma si los franceses regresan en bloque. Pero mantenedlos alejados si vienen. Si ven los carros cerca del vado imaginarán lo que estamos haciendo.
—¿Retirarnos? —preguntó Thomas.
Sir Reginald se encogió de hombros.
—No lo sé. —Frunció el ceño y dirigió una mirada perdida hacia el norte, como si intentara entrever lo que podría hacer el enemigo—. El príncipe cree que deberíamos seguir marchando. Ha dado órdenes de que mañana por la mañana a primera hora crucemos el río y nos dirijamos hacia el sur como si el mismísimo diablo viniera pisándonos los talones. Un ataque francés lo evitaría, por supuesto, pero imagino que no atacarán al alba. Necesitarán al menos dos horas para acercar su ejército y yo quiero que los carros hayan salido antes de que ellos sepan siquiera que estamos aquí. Luego, el resto del ejército puede cruzar rápidamente el río y ganar un día de marcha. —Hizo salir al caballo del vado y volvió al sendero que cruzaba el pantanal—. ¿Pero quién sabe lo que van a proponer esos malditos clérigos? Si hubiéramos podido reunimos con Lancaster… —Dejó la reflexión en puntos suspensivos…
—¿Lancaster?
—La idea era unirnos al conde de Lancaster y hacer estragos en el norte de Francia, pero no pudimos cruzar el Loira. Desde entonces nada ha salido bien y ahora intentamos volver a Gascuña sin que nos maten los jodidos franceses. ¡De modo que permaneced aquí hasta que amanezca!
Para ayudar a escapar a un ejército.
El captal de Buch se llevó a veinte hombres de armas hacia el norte. Pasaron cabalgando junto a los soldados del conde de Salisbury, que protegían el extremo norte de la cordillera. Casi todos los hombres del conde estaban desplegados al otro lado del extremo norte del seto protector, de manera que sus arqueros se hallaban atareados cavando hoyos y disimulándolos para que los caballos se rompieran las piernas durante la carga. Un arquero guió al captal y a sus hombres por entre los hoyos y una vez superadas las trampas, el captal pudo volver la vista atrás y observó a los cardenales y clérigos que intentaban forjar la paz.
Los religiosos y los negociadores franceses se habían reunido con los emisarios ingleses en campo abierto, justo debajo de los viñedos. Alguien había llevado hasta allí unos bancos y los hombres se habían sentado a hablar mientras los heraldos y hombres de armas aguardaban a unos pasos de distancia. No había tienda ni toldo. Se había plantado una bandera junto a los clérigos que mostraba las llaves cruzadas de san Pedro, señal de que había un legado papal presente.
—¿De qué están hablando? —preguntó uno de los hombres del captal.
—Intentan retrasarnos —respondió él—. Quieren retenernos aquí. Quieren que nos muramos de hambre.
—Oí que los envió el Papa. Tal vez quieran la paz, ¿no?
—El Papa caga zurullos franceses —replicó el captal con sequedad— y la única paz que quiere es vernos en su orinal.
Dio media vuelta para alejarse y condujo a sus gascones por la larga pendiente que caía con suavidad hacia el norte. Se dirigían a un paisaje enmarañado de bosques, viñedos, setos y colinas. En algún lugar de aquella maraña había un ejército francés, pero nadie sabía a ciencia cierta dónde se hallaba ni cuál era su magnitud. No había duda de que estaba cerca.
El captal sabía que estaba cerca porque el humo de las fogatas francesas era denso en el horizonte hacia el norte, pero el príncipe le había pedido que intentara averiguar dónde estaba acampado el enemigo y cuántos eran, de modo que siguió colina abajo, manteniéndose al abrigo de los árboles. Ni él ni sus hombres iban montados en sus grandes corceles, los caballos de guerra entrenados que llevaban en las batallas, sino en unos más rápidos y ligeros que los podían sacar de un apuro huyendo a toda velocidad. Los hombres llevaban malla pero no placas y tenían cascos y espadas, pero no escudos. Eran gascones y ello implicaba que estuvieran acostumbrados a la guerra perpetua, a responder a las incursiones francesas o a llevarlas a cabo ellos mismos.
Cabalgaron en silencio. Había un camino para carros a su izquierda, pero se mantuvieron lejos de él, ocultos. Aminoraron el paso cuando llegaron al pie de la ladera, se hallaban fuera del alcance de los arcos ingleses, y si los franceses habían apostado centinelas podrían estar en cualquier lugar entre aquellos árboles.
El captal hizo una señal para que sus hombres se desplegaran y luego otra para que avanzaran. Iban muy despacio, escudriñando el bosque que se extendía por delante, atentos a cualquier movimiento que pudiera delatar a un ballestero oculto. No vieron nada.
Ascendían por un denso bosque y aún no habían visto ni rastro del enemigo. El captal se detuvo. ¿Acaso lo estaban atrayendo hacia una trampa? Agitó una mano para indicar a sus hombres que no se movieran de donde estaban, se deslizó de la silla y se fue solo a pie. La cuesta no era empinada y podía ver la cima por delante, no muy lejos; seguro que era un lugar para apostar centinelas, ¿no? Se movía lenta y furtivamente, atento al vuelo de un pájaro, pero pese a toda su cautela intuía que estaba solo. Observó el horizonte un momento, luego siguió subiendo hasta la cima y de pronto pudo ver una gran extensión de tierra hacia el norte y el oeste.
Se agachó.
El campamento francés principal se encontraba a tan solo media milla de distancia, con las tiendas apiñadas en torno a un pueblo y una casa solariega, pero lo que le interesó fue ver a unos hombres que se dirigían hacia el oeste. Serían invisibles para los ingleses de la montaña, pero el captal vio que las fuerzas francesas estaban siendo conducidas hacia el oeste y el sur, acercándose al río.
No estaban en orden de batalla, de hecho no mantenían orden alguno que él pudiera ver, pero sin duda se estaban moviendo hacia el oeste. Le dio la sensación de que se dirigían a la colina de la cima llana, a le Champ d’Alexandre. No pudo contarlos, eran demasiados y había mucha distancia. Ochenta y siete banderas, recordó.
Retrocedió, se puso de pie y regresó a su caballo. Montó, dio la vuelta e hizo una señal a sus hombres para dirigirse de nuevo hacia el sur. Ahora cabalgaban deprisa, seguros de que el enemigo no los veía ni los oía. Se preguntó si los franceses respetarían la tregua.
Pero de dos cosas sí estaba seguro. El enemigo se estaba preparando para atacar y el ataque vendría por el oeste.
Los condes de Warwick y de Suffolk regresaron a la tienda del príncipe a media tarde. Se sentaron con aire cansado cuando el príncipe les ofreció unas sillas y luego bebieron del vino que les trajo su criado. Todos los consejeros del príncipe estaban allí, esperando a que se anunciaran los resultados de las largas negociaciones.
—Los términos son estos, sire —dijo el conde de Warwick en tono inexpresivo—. Debemos devolver todas las tierras, fortalezas y ciudades capturadas en los últimos tres años. Debemos entregar todo el botín de nuestro bagaje. Debemos liberar a todos los prisioneros retenidos aquí o en Inglaterra sin cobrar más rescates. Y tenemos que pagar a Francia una indemnización de sesenta y seis mil libras para compensar la destrucción que hemos causado a lo largo de los años.
—¡Dios mío! —exclamó débilmente el príncipe.
—A cambio, sire —continuó informando el conde de Oxford—, permitirán que vuestro ejército marche hasta Gascuña y el rey de Francia os entregará en matrimonio a una de sus hijas, cuya dote será el condado de Angoulême.
—¿Son guapas sus hijas? —preguntó el príncipe.
—Más guapas que una colina cubierta de cadáveres ingleses, sire —contestó el conde de Warwick con brusquedad—. Y hay más. Vos y toda Inglaterra debéis jurar no levantaros en armas contra Francia durante un período de siete años.
El príncipe fue pasando la mirada de un conde a otro hasta posarla en el captal, que estaba sentado a un lado de la tienda.
—Aconsejadme —les dijo.
El conde de Warwick estiró las piernas haciendo una mueca de dolor.
—Nos superan en número, sire. Sir Reginald cree que podemos escabullimos al amanecer, cruzar el río y marcharnos antes de que el enemigo se dé cuenta, pero confieso que soy escéptico. Esos cabrones no son idiotas. Nos estarán vigilando.
—Y están avanzando hacia el sur y el oeste, sire —terció el captal—. Deben de pensar que intentaremos cruzar el Moisson y pretenden bloquear dicha ruta de escape.
—Y muestran confianza, sire —dijo el conde de Oxford.
—¿Por el número de efectivos?
—Porque nos superan en número y porque nuestros hombres están cansados, hambrientos y sedientos. Y ese cardenal gordo dijo algo extraño. Nos advirtió que Dios había enviado una señal a Francia diciendo que estaba de su lado. Le pregunté a qué se refería, pero el gordo cabrón adoptó aires de suficiencia y no dijo nada.
—Pensaba que los cardenales hablaban en nombre del Papa.
—El Papa —afirmó Warwick con adustez— está en las garras de Francia.
—¿Y si luchamos mañana? —preguntó el príncipe.
Se hizo el silencio. El conde de Warwick se encogió de hombros e imitó una balanza con las manos. Arriba y abajo. Sus manos sugerían que la cosa podía inclinarse en cualquier sentido, pero su rostro tan solo denotaba pesimismo.
—Tenemos una posición fuerte —dijo el conde de Salisbury, que estaba al mando de las tropas situadas en el extremo norte de la colina inglesa—, pero ¿y si se rompe la línea? Hemos cavado hoyos y trincheras que los detendrán, pero no podemos atrincherarnos en toda la maldita colina. Y creo que al menos nos doblan en número.
—Y hoy están comiendo bien —añadió el captal— mientras que nuestros soldados hacen estofado de bellotas.
—Las condiciones son duras —declaró el príncipe.
Un tábano se le posó en la pierna y él le dio un manotazo con enojo.
—Y exigen rehenes nobles, sire, como garantía de que se cumplen las condiciones —dijo el conde de Oxford.
—Rehenes nobles —repitió el príncipe en tono inexpresivo.
—Nobles y caballeros, sire —informó el conde—, lo cual incluye a todos los de esta tienda, me temo. —Sacó un pedazo de pergamino de una bolsa que llevaba colgando del cinturón de la espada y se lo tendió al príncipe—. Esta es una lista parcial, sire, pero sin duda añadirán otros nombres.
El príncipe asintió. Un criado cogió la lista y se arrodilló para entregársela a su amo. El príncipe hizo una mueca mientras leía los nombres.
—¿Todos nuestros mejores caballeros?
—Incluida Vuestra Real Majestad —confirmó Oxford.
—Ya veo —dijo el príncipe. Leyó los nombres con el ceño fruncido—. ¿Sir Roland de Verrec? Pero si él no está en nuestro ejército, ¿no?
—Parece ser que sí, sire.
—¿Y un Douglas? ¿Es que están locos?
—Sir Robert Douglas también está aquí, sire.
—¿Ah, sí? ¡Por las entrañas de Cristo! ¿Qué está haciendo un Douglas con nosotros? ¿Y quién es Thomas Hookton, por el amor de Dios?
—Sir Thomas, sire. —Sir Reginald habló por primera vez—. Era uno de los hombres de Will Skeat en Crécy.
—¿Un arquero?
—Ahora vasallo de Northampton, sire. Un hombre útil.
—¿Y por qué Billy nombra caballeros a arqueros, en nombre de Dios? —preguntó el príncipe con irritación—. ¿Y por qué diantre los franceses saben que está aquí y yo no?
Nadie respondió. El príncipe dejó caer el pergamino en la alfombra que cubría la hierba. ¿Qué pensaría su padre? ¿Qué haría su padre? Pero Eduardo III, el rey guerrero más temido de Europa, se hallaba en la lejana Inglaterra. Así pues, la decisión correspondía al príncipe. Tenía consejeros, cierto, y era lo bastante sensato como para escucharlos, pero al final la decisión era solo suya. Se puso de pie, se acercó a la puerta de la tienda y miró más allá de las banderas, a través de los árboles, donde la luz del sol se apagaba en el oeste.
—Las condiciones son duras —dijo otra vez—, pero la derrota lo será aún más. —Dio media vuelta y miró al conde de Warwick—. Rebajad las exigencias, mi señor. Ofrecedles la mitad de lo que piden.
—No es exactamente una exigencia, sire, sino una sugerencia de los cardenales. Los franceses también tienen que aceptar las condiciones.
—Por supuesto que las aceptarán —afirmó el príncipe—, ¡las dictaron ellos! ¡Incluso la mitad de lo que quieren significa una victoria para ellos! ¡Por Dios! ¡Lo ganarán todo!
—¿Y si los franceses no aceptan unas condiciones menores, sire? ¿Entonces qué?
El príncipe suspiró.
—Es mejor ser un rehén en París que un cadáver en Poitiers —sugirió, y se estremeció al pensar otra vez en las peticiones de los franceses—. En realidad es una rendición, ¿no es cierto?
—No, sire —respondió el conde de Warwick con firmeza—. Es una tregua y un acuerdo. —Frunció el ceño mientras intentaba encontrar alguna buena noticia entre las malas—. Al ejército se le permitirá marchar hasta Gascuña, sire. No se exigirán prisioneros.
—¿Y acaso los rehenes no son prisioneros? —preguntó el conde de Salisbury.
—Los rehenes no pagan rescate. Nos tratarán honorablemente.
—Podéis envolverlo en terciopelo —dijo el príncipe con tristeza— y bañarlo en perfume, pero sigue siendo una rendición.
Pero él y su ejército estaban atrapados. Tanto si se le llamaba tregua, acuerdo o tratado, sabía que en realidad era una rendición. Sin embargo no tenía alternativa. De momento, por lo que podía ver, las opciones eran o rendirse, o provocar una masacre.
Porque los ingleses estaban vencidos.
El hellequin vigilaba el vado. Roland de Verrec y Robbie Douglas se habían quedado en la montaña con los demás hombres de armas del conde de Warwick, pero el resto de los hombres de Thomas estaban acampados al sur del río. Había un cordón de arqueros en la orilla norte. Keane se encontraba allí con sus lebreles.
—Aúllan si huelen hombres o caballos —dijo.
—No hagáis fuego —había ordenado Thomas.
Veían el resplandor de las fogatas de los ingleses y gascones en la colina y un brillo mayor que se extendía por el horizonte al norte y al oeste, que señalaba el lugar en el que el ejército francés estaba pasando la noche, pero Thomas no iba a encender ningún fuego. Sir Reginald no quería atraer la atención del enemigo hacia el lugar por donde iban a cruzar el Miosson, por lo que los hombres de armas y arqueros temblaban en la fría oscuridad del otoño. Las nubes manchaban la luna, aunque había claros por los que asomaban las brillantes estrellas. Ululó un búho y Thomas se santiguó.
En algún lugar de aquella oscuridad se oyó el sonido de unos cascos. Los lebreles se levantaron y gruñeron, pero entonces una voz llamó en voz baja:
—¡Sir Thomas! ¡Sir Thomas!
—Estoy aquí.
—¡Por Dios, qué oscuro está! —Era sir Reginald, que surgió de la negrura y bajó de la silla de montar—. No habéis encendido fuego, buen chico. ¿Alguna visita?
—Ninguna.
—Pues creemos que han trasladado a algunos hombres a esa montaña. —Señaló la mole oscura de le Champ d’Alexandre—. Maldita sea, deben de saber que el vado está aquí; deben de haberse dado cuenta de que intentaremos escapar. Salvo que puede que no lo hagamos.
—¿Puede que no?
—Los clérigos han llegado con las condiciones. Le pagamos una fortuna al cabrón francés, le damos rehenes, devolvemos todo el territorio conquistado y prometemos portarnos bien durante los próximos siete años. El príncipe ha accedido.
—¡Dios mío! —dijo Thomas con voz queda.
—Dudo que él tenga algo que ver con ello. Si los franceses acceden a la propuesta de la Iglesia, mañana les daremos rehenes y nos escabulliremos. —Parecía disgustado—. Y vos sois uno de ellos.
—¡Yo!
—Vuestro nombre está en la lista.
—¡Joder! —exclamó otra vez Thomas.
—¿Por qué os iban a querer los franceses?
—Es el cardenal Bessières el que me quiere —respondió Thomas—. Maté a su hermano. —No era momento de hablar de la Malice y la muerte del hermano del cardenal ya era explicación suficiente.
—¿A su hermano?
—Con una flecha. Y además el cabrón se lo merecía.
—¿Era clérigo?
—Por Dios, no, era un canalla.
Sir Reginald se rio.
—En tal caso, mi consejo, sir Thomas, es que si se declara la tregua, os marchéis de aquí.
—¿Y cómo voy a enterarme?
—Siete toques de trompeta. Toques largos. Eso significa que no habrá batalla, solo nos humillarán.
Thomas consideró la última palabra.
—¿Por qué? —preguntó al fin.
Tuvo la sensación de que sir Reginald se encogía de hombros.
—Si combatimos —respondió el hombre mayor—, lo más probable es que perdamos. Creemos que ellos podrían contar con unos diez mil hombres, por lo que nos superan en número por mucho; estamos exhaustos, no hay comida y los malditos franceses tienen de todo en abundancia. De manera que si luchamos, condenamos a un montón de buenos ingleses y gascones leales a la muerte, y el príncipe no quiere cargar con eso sobre su conciencia. Es un buen hombre. Se distrae demasiado con las damas, quizá, pero ¿quién culparía a un hombre por ello?
Thomas sonrió.
—Yo conocía a una de sus damas.
—¿Ah, sí? —Sir Reginald parecía sorprendido—. ¿A cuál de ellas? Sabe Dios que hay bastantes.
—Se llamaba Jeanette. La condesa de Armórica.
—¿La conocíais? —La sorpresa seguía presente.
—A menudo me pregunto qué habrá sido de ella.
—Murió, que Dios la tenga en su gloria —dijo sir Reginald con tristeza—. Ella y su hijo, los dos. La peste.
—¡Dios mío! —exclamó Thomas y se santiguó.
—¿Cómo la conocisteis?
—La ayudé —contestó Thomas con vaguedad.
—¡Ahora lo recuerdo! Se decía que había escapado de Bretaña con un arquero inglés. ¿Erais vos?
—De eso hace ya mucho tiempo —dijo Thomas evasivamente.
—Era una belleza —afirmó sir Reginald con melancolía. Guardó silencio un momento, y cuando volvió a hablar lo hizo con brusquedad—. Mañana ocurrirá una de estas dos cosas, sir Thomas. Una, oiréis siete toques de trompeta y, si tenéis un poco de sentido común, montaréis y cabalgaréis como el demonio para escapar del cardenal. ¿Y dos? Los franceses deciden que ganan más combatiéndonos, lo cual significa que atacarán. Y si eso ocurre, quiero el bagaje al otro lado del río. Los jodidos franceses suelen tardar horas en prepararse para la batalla, de modo que tenemos una posibilidad de escabullimos antes de que se den cuenta. Y para escapar necesitamos este vado. Si va a haber una batalla, tendréis que ayudar, pero sabéis tan bien como yo que en una batalla nada sale como estaba planeado.
—Nosotros retendremos el vado —dijo Thomas.
—Y yo le pediré al padre Richard que venga antes del amanecer —repuso sir Reginald, mientras se dirigía de nuevo a su caballo.
—¿El padre Richard?
Se oyó el crujir del cuero cuando sir Reginald volvió a subir a la silla.
—Es uno de los capellanes del conde de Warwick. Querréis oír misa, ¿no?
—Si hay una batalla, sí —respondió Thomas y ayudó a sir Reginald a encontrar los estribos—. ¿Qué creéis que ocurrirá por la mañana?
El caballo de sir Reginald dio unos pasos en el camino. El jinete era una sombra negra contra un cielo oscuro.
—Creo que nos rendiremos —contestó sir Reginald con desaliento—. Que Dios me ayude, pero es lo que pienso. —Hizo dar la vuelta a su caballo y cabalgó hacia la colina.
—¿Veis el camino, sir Reginald?
—El caballo sí. Uno de los dos tiene que tener un poco de sentido común. —Chasqueó la lengua y el animal apretó el paso.
Daba la impresión de que la noche no terminaría nunca. La oscuridad era absoluta y traía consigo una sensación de fatalidad. El río sonaba con fuerza al pasar por el vado poco profundo.
—Deberías intentar dormir un poco —dijo Genevieve, que sorprendió a Thomas. Había vadeado el río para reunirse con él en la orilla norte.
—Tú también.
—Te he traído esto —le dijo ella.
Thomas extendió la mano y notó el conocido peso de su arco. Un arco de tejo, alto como una persona, grueso en su parte central y recto como una flecha. Era suave al tacto.
—¿Lo has encerado? —le preguntó Thomas.
—Sam me dio la lanolina que le quedaba.
Thomas pasó la mano por la vara. En su grueso centro, allí donde descansaba la flecha antes de que la cuerda la enviara en su misión mortal, notó la pequeña placa de plata. En ella había grabada una centicora sosteniendo un cáliz, el escudo de la deshonrada familia Vexille, su familia. ¿Lo castigaría Dios por arrojar el Grial al frío océano?
—Debes de estar helada —dijo él.
—Me remangué la falda —repuso Genevieve— y el vado no es profundo. —Se sentó al lado de Thomas y apoyó la cabeza en su hombro. Se quedaron un rato en silencio, contemplando la noche—. Dime, ¿qué va a ocurrir mañana? —preguntó ella al fin.
—Ya es hoy —respondió Thomas con abatimiento—. Y todo depende de los franceses. O aceptan las condiciones de la Iglesia o deciden que les irá mejor si nos derrotan. Y si aceptan, nos marcharemos al sur. —No le contó que su nombre estaba en una lista de individuos que había que entregar como rehenes—. Quiero que te asegures de que los caballos estén ensillados. Keane te ayudará. Tienen que estar listos antes del alba. Y si oyes siete toques de trompeta es que nos vamos. Cabalgaremos rápido.
Thomas notó que la mujer movía la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Y si no suena la trompeta? —preguntó.
—Entonces los franceses vendrán a matarnos.
—¿Cuántos son?
Thomas se encogió de hombros.
—Sir Reginald cree que hay unos diez mil hombres. En realidad nadie lo sabe. Quizá sean más o quizá menos. Son muchos.
—¿Y nosotros cuántos tenemos?
—Dos mil arqueros y cuatro mil hombres de armas.
Genevieve guardó silencio. Thomas supuso que estaba pensando en la diferencia de efectivos.
—Bertille está rezando —dijo Genevieve.
—Supongo que habrá mucha gente rezando.
—Está arrodillada junto a la cruz —añadió ella.
—¿La cruz?
—Al otro lado de la casita, en el cruce de caminos, hay un crucifijo. Dice que se quedará toda la noche y rezará para que muera su esposo. ¿Crees que Dios escucha plegarias como esa?
—¿Tú qué crees?
—Creo que Dios está harto de nosotros.
—Labrouillade no luchará en primera fila —repuso Thomas—. Se asegurará de que vayan otros delante. Y si las cosas salen mal, se rendirá. Es demasiado rico para matarlo. —Le acarició la cara y notó el parche de cuero que llevaba sobre el ojo herido. Genevieve no veía por ese ojo, que se le había puesto de un blanco lechoso. Thomas le dijo que eso no la desfiguraba y así lo creía, pero ella no. Él la estrechó entre sus brazos.
—Ojalá tú fueras demasiado rico para matarte —dijo ella.
—Lo soy —repuso Thomas con una sonrisa—. Podrían pedir por mí una fortuna, pero no lo harán.
—¿El cardenal?
—No perdona ni olvida. Quiere quemarme vivo.
Genevieve quiso decirle que tuviera cuidado, pero hubiera sido un derroche de palabras, igual que las plegarias de Bertille en la cruz junto al camino.
—¿Qué crees que ocurrirá? —preguntó en cambio.
—Creo que oiremos el toque de trompeta siete veces —contestó Thomas.
Y entonces cabalgaría hacia el sur como si todos los demonios del Infierno le fueran pisando los talones.
El rey Juan y sus dos hijos se arrodillaron para recibir la oblea que era el cuerpo de Cristo.
—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti —entonó el obispo de Châlons—. Y que san Dionisio os guarde y os lleve a la victoria que Dios desea.
—Amén —gruñó el rey.
El príncipe Carlos, el delfín, se puso de pie y se acercó a una ventana. Abrió uno de los postigos.
—Aún es de noche —dijo.
—No por mucho tiempo —repuso el conde de Douglas—. Ya oigo a los primeros pájaros.
—Dejadme volver con el príncipe —pidió el cardenal Talleyrand desde el fondo de la habitación.
—¿Con qué propósito? —preguntó el rey Juan, molesto por el hecho de que el cardenal no lo hubiera llamado «sire» o «Alteza».
—Para ofrecerles una tregua mientras se aclaran las condiciones.
—Las condiciones están claras —replicó el rey— y no me siento inclinado a aceptarlas.
—Vos propusisteis los términos, sire —señaló Talleyrand respetuosamente.
—Y ellos los aceptaron con demasiada facilidad. Eso hace pensar que están asustados. Que tienen motivos para tener miedo.
—Con todo respeto, sire —intervino el mariscal Arnoul d’Audrehem. Tenía cincuenta años, era un hombre avezado en la guerra y recelaba de los arqueros del ejército enemigo—. Cada día que pasan en esa montaña, sire, los debilita. Cada día aumenta su temor.
—Ahora están asustados y son débiles —terció Jean de Clermont, el segundo mariscal del ejército francés—. Son como ovejas antes de ir al matadero. Lo que pasa es que les tenéis miedo —replicó con desprecio, mirando a su compañero mariscal.
—Si combatimos —replicó D’Audrehem—, vos iréis mirando el culo de mi caballo.
—¡Basta ya! —exclamó el rey Juan con brusquedad. Los hombres temían su famoso genio y se callaron. El rey miró ceñudo a un criado que llevaba un montón de jubones encima del brazo—. ¿Cuántos hay?
—Diecisiete, sire.
—Dáselos a los hombres de la Orden de la Estrella.
Se volvió a mirar por la ventana, donde ya se distinguía un atisbo de luz en el este. El rey ya llevaba puesto un jubón de tela azul decorado con flores de lis doradas. Los diecisiete que llevaba el criado eran idénticos. Si iba a haber una batalla, mejor confundir al enemigo en cuanto a quién era el rey, y los miembros de la Orden de la Estrella se contaban entre los más grandes guerreros de Francia. Era la orden de caballería del propio rey Juan, una respuesta a la Orden de la Jarretera de Inglaterra, y aquel día los Caballeros de la Estrella protegerían a su monarca.
—Si los ingleses son tan tontos de aceptar quedarse unos días más en la cima de la montaña, que así sea —le dijo a Talleyrand.
—Así pues, ¿puedo ampliar la tregua? —preguntó el cardenal.
—Id a ver qué dicen —le indicó el rey con un gesto de la mano—. Si ruegan que les demos más tiempo —les dijo a los que quedaban en la habitación— significa que están asustados.
—Los hombres asustados se derrotan con facilidad —observó el mariscal Clermont.
—Pues claro que los derrotaremos —afirmó el rey Juan, que se sentía nervioso por la decisión que había tomado.
—¿Entonces vamos a combatir, sire? —preguntó el señor de Douglas. No tenía claro si el rey quería combatir de verdad o alargar la tregua. Todos los presentes en aquella habitación se habían pasado media noche despiertos mientras los armeros los vestían con el cuero, la malla y el acero, ¿y ahora el rey volvía a coquetear con la idea de una tregua?
El monarca torció el gesto al oír la pregunta. Hizo una pausa. Cambió el peso del cuerpo, se rascó la nariz y luego asintió a regañadientes.
—Combatiremos —afirmó.
—Gracias a Dios —masculló Clermont.
El señor de Douglas hincó una rodilla en el suelo.
—Siendo así, con vuestro permiso, sire, cabalgaré con el mariscal D’Audrehem.
—¿Vos? —El rey pareció sorprendido—. ¡Pero si vos fuisteis quien me dijo que luchara a pie!
—Y lucharé a pie, sire, por supuesto. Y me complacerá dar una paliza a vuestros enemigos y convertirlos en papilla ensangrentada, pero primero preferiría cabalgar con el mariscal.
—Pues que así sea —concedió el rey. Los franceses temían a los arqueros enemigos y por ello habían reunido a quinientos caballeros cuyos caballos llevaban una elaborada armadura, cargados con malla, placas y cuero. Aquellos grandes corceles, protegidos de las flechas, cargarían contra los arqueros de los flancos ingleses, y cuando los jinetes los hubieran dispersado y acabado con ellos a hachazos, espadazos y lanzazos, el resto del ejército avanzaría a pie—. Cuando los arqueros estén muertos os unís al príncipe Carlos —ordenó el rey a Douglas.
—Me siento honrado, sire, y os lo agradezco.
El delfín Carlos, con tan solo dieciocho años, estaría al mando del primer batallón de hombres de armas franceses. Su tarea consistía en avanzar por la larga cuesta, caer sobre los caballeros ingleses y gascones y matarlos. El hermano del rey, el duque de Orleans, estaba al mando de la segunda línea, mientras que el monarca, junto con su hijo menor, iría al frente de las tropas de retaguardia. Tres grandes batallones, dirigidos por dos príncipes y un rey, atacarían a los ingleses. Y lo harían a pie porque los caballos, a menos que llevaran armadura como los soldados, eran demasiado vulnerables a las flechas.
—Ordenad que se acorten todas las lanzas —dispuso el rey—. Los soldados de a pie no pueden esgrimir lanzas largas, hay que acortarlas para que sean manejables. Id a vuestros batallones, caballeros.
Los franceses estaban preparados. Las banderas ondeaban. El rey iba blindado con el mejor acero que se podía fabricar en Milán. Habían tardado cuatro horas en ataviarle con las placas de acero, que primero fueron bendecidas una a una por el obispo de Châlons antes de que los armeros abrocharan y ataran las piezas para que se ajustaran cómodamente.
Tenía las piernas protegidas con quijotes, grebas y rodilleras, en tanto que sus botas tenían escamas superpuestas de acero. Llevaba tiras del mismo material sujetas a una camisa de cuero, sobre la que iban el peto y el espaldar firmemente abrochados encima de una cota de malla. El espaldar le cubría los hombros, los brazos iban protegidos por guardabrazos y avambrazos. En las manos llevaba unos guanteletes que, al igual que las botas, tenían escamas de acero. Su casco lucía una visera puntiaguda, rodeado por una corona de oro, y sobre el cuerpo llevaba una sobreveste blasonada con la flor de lis dorada de Francia.
La oriflama estaba lista; los franceses estaban listos. Era un día para entrar en la historia, el día que Francia acabaría con sus enemigos.
El señor de Douglas se arrodilló para recibir la bendición del obispo. El escocés aún tenía miedo de que el rey pudiera cambiar de opinión pero no se atrevió a preguntar nada, no fuera que sus propias dudas suscitaran la cautela de Juan. Sin embargo, lo que Douglas no sabía era que el rey había recibido una señal del Cielo. Durante la noche, mientras los armeros se habían entregado a medir y ceñir, el cardenal Bessières había ido a verle. Se había dejado caer de rodillas gruñendo por el esfuerzo y luego había mirado al monarca.
—Majestad —había dicho, y le ofreció con ambas manos una espada oxidada de aspecto débil.
—¿Me estáis dando un arma de campesino, Eminencia? —había dicho el rey, irritado por el hecho de que el gordo cardenal hubiera interrumpido sus preparativos—. ¿O acaso queréis que siegue un poco de cebada? —preguntó, porque la tosca espada, cuya hoja era más ancha en la punta que en la base, parecía una hoz grotescamente alargada.
—Es la espada de san Pedro, Majestad —repuso el cardenal—, que la providencia de Dios ha puesto en nuestras manos para asegurar vuestra gran victoria.
El rey puso cara de sobresalto y luego de incredulidad, pero la seriedad con la que habló Bessières resultó tranquilizadora. El monarca alargó el brazo, tocó la Malice con nerviosismo y dejó el dedo sobre su hoja picada.
—¿Cómo podéis estar seguro?
—Estoy seguro, Majestad. A los monjes de san Juniano se les encomendó su protección y ellos nos la entregaron como una señal de Dios.
—Lleva perdida muchos años —terció el obispo de Châlons con reverencia y acto seguido se arrodilló frente a la reliquia y besó la picada hoja.
—¿Así que es real? —preguntó el rey con estupor.
—Es real —respondió Bessières—, y Dios os la ha enviado. Esta es la espada que protegió a nuestro Salvador, y el hombre que la posea no puede conocer la derrota.
—Pues alabados sean Dios y san Dionisio —replicó el rey, que tomó la espada de manos del cardenal y se la llevó a los labios.
El cardenal le observó ocultando su placer. La espada traería la victoria y la victoria elevaría al rey Juan a la posición de monarca más poderoso de la cristiandad. Y cuando el Papa muriera, el rey de Francia sumaría su persuasión a la de los hombres que abogaran por la candidatura de Bessières al trono de san Pedro. El rey cerró los ojos unos instantes y besó la espada por segunda vez, tras lo cual volvió a dejarla en las manos enguantadas del cardenal.
—Con el permiso de Su Majestad —sugirió el cardenal—, entregaré esta espada a un paladín que la merezca para que pueda matar a vuestros enemigos.
—Tenéis mi permiso —concedió el rey—. ¡Dádsela a un hombre que vaya a utilizarla bien! —Su voz fue firme porque el hecho de ver la hoja le había dado una nueva confianza. Había estado esperando una señal, algún indicio de que Dios concedería una victoria a Francia y ahora lo tenía. La victoria era suya. Dios lo había decretado.
Sin embargo, en aquellos momentos en los que el amanecer bordeaba el mundo, el rey sintió que resurgían sus dudas anteriores. ¿Era sensato entablar combate? El príncipe inglés había aceptado unas condiciones humillantes, de modo que quizá Francia debería imponerlas, ¿no? No obstante, la victoria reportaría mayores riquezas. Les proporcionaría gloria además de tesoros. El rey hizo la señal de la cruz y se dijo que aquel día Dios favorecería a Francia. Había confesado sus pecados, había sido perdonado y le habían enviado una señal del Cielo. Pensó que aquel día Crécy sería vengada.
—¿Y si el cardenal acuerda una tregua, sire? —D’Audrehem interrumpió sus pensamientos.
—Por mí, como si se tira un pedo —replicó el rey Juan.
Porque había tomado una decisión. Los ingleses estaban atrapados e iba a masacrarlos.
Salió el primero de la casa para adentrarse en un mundo agrisado por las primeras luces del día y puso el brazo sobre los hombros a su hijo menor, Felipe, de catorce años.
—Hoy, hijo mío, lucharás a mi lado —le dijo. Al muchacho lo habían equipado como a su padre, con acero de la cabeza a los pies—. Y hoy, hijo mío, verás a Dios y a san Dionisio colmar de gloria a Francia.
El rey levantó los brazos para que un armero pudiera abrocharle un gran cinturón para la espada en torno a la cintura. Un escudero sostenía un hacha de guerra con el asta decorada con argollas doradas, en tanto que un mozo de cuadra sujetaba un precioso semental gris en el que, acto seguido, montó el rey. Iba a luchar a pie como sus soldados, pero en aquellos momentos, cuando el amanecer prometía un nuevo día radiante, era importante que los hombres vieran a su monarca. Se subió la visera del yelmo, desenvainó la espada pulida y la sostuvo en alto por encima de la cimera adornada con plumas azules.
—Que avancen las banderas —ordenó—, y desplegad la oriflama.
Porque Francia iba a combatir.
El príncipe de Gales, al igual que el rey de Francia, había pasado gran parte de la noche armándose. Sus soldados habían permanecido en sus posiciones, bajo sus banderas. Llevaban veinticuatro horas formados en orden de batalla y ahora, al amanecer, refunfuñaban porque estaban sedientos, hambrientos e incómodos. Sabían que el día anterior la batalla había sido improbable, puesto que era domingo y los clérigos habían proclamado una Tregua de Dios. Aun así ellos habían esperado en línea por si el traicionero enemigo rompía la tregua, pero ya era lunes.
Los rumores circulaban por el ejército. Los franceses eran doce mil, quince mil, veinte mil. El príncipe se había rendido a los franceses, o había acordado una tregua, pero pese a los rumores, no habían recibido órdenes de bajar la guardia. Esperaban en línea, todos menos aquellos que retrocedieron hasta el bosque para vaciar las tripas. Observaban el horizonte al norte y al oeste buscando enemigos, pero estaba oscuro y no percibían movimiento alguno.
Los sacerdotes circulaban por entre los soldados que aguardaban. Decían misa, les daban migajas de pan y la absolución. Algunos hombres comían pedacitos de tierra. Provenían de la tierra, volverían a la tierra y comérsela era una vieja superstición previa a la batalla. Tocaban sus talismanes, rezaban a sus santos patrones y gastaban las bromas que los soldados siempre hacían antes del combate. «No te bajes la visera, John. Cuando los malditos franceses te vean la cara saldrán corriendo como liebres».
Contemplaron cómo la tenue luz se intensificaba y el mundo recuperaba el color. Hablaban de antiguas batallas. Intentaban ocultar su nerviosismo. Orinaban con frecuencia. Tenían el vientre suelto. Lamentaban no tener vino o cerveza. Tenían la boca seca. Los franceses eran veinticuatro mil, treinta mil, ¡cuarenta mil!
Observaron a sus comandantes, que se reunieron a lomos de sus caballos en el centro de la línea. «Ellos no tienen ningún problema», refunfuñaban. «¿Quién mataría a un puto príncipe o a un conde? Ellos pagan el jodido rescate y vuelven con sus cortesanas. Somos nosotros los desgraciados que tenemos que morir». Los hombres pensaban en sus esposas, hijos, putas, madres. Unos niños pequeños llevaban haces de flechas a los arqueros concentrados en los extremos de la línea.
El príncipe escudriñó la montaña del oeste y no vio a nadie. ¿Acaso estaban durmiendo los franceses?
—¿Estamos preparados? —preguntó a sir Reginald Cobham.
—En cuanto deis la orden, nos vamos, sire.
Lo que el príncipe quería hacer era una de las cosas más difíciles que un comandante podía intentar. Quería escapar mientras el enemigo se hallaba cerca. No había recibido noticias de los cardenales y tenía que suponer que los franceses atacarían, de modo que sus tropas tendrían que rechazarlos mientras el bagaje y la vanguardia cruzaban el Miosson y se alejaban. Si lograba hacerlo, si conseguía llevar su bagaje al otro lado del río y luego retirarse, paso a paso, repeliendo los ataques enemigos en todo momento, podría ganar un día entero de marcha, tal vez dos. Pero el peligro, radicaba en que los franceses podrían atrapar a la mitad de su ejército en una ribera y destruirlo para después perseguir a la otra mitad y acabar también con ella. El príncipe debía luchar y retirarse, luchar y retirarse, manteniendo al enemigo a raya con un número cada vez más reducido de hombres. Era un riesgo que hizo que se santiguara, tras lo cual dirigió un gesto con la cabeza a sir Reginald Cobham.
—Adelante —le dijo—, ¡poned en marcha el bagaje! —La decisión estaba tomada; los dados estaban echados—. Y vos, mi señor —añadió dirigiéndose al conde de Warwick—, ¿vuestros hombres guardarán el lugar por el que cruzaremos?
—Así es, sire.
—Pues que Dios os proteja.
El conde y sir Reginald se alejaron galopando hacia el sur y el príncipe, magníficamente ataviado con los colores reales y montado en un caballo alto y negro, los siguió más despacio. Su apuesto rostro iba enmarcado de acero. Un aro de oro le rodeaba el casco, adornado con un penacho de tres plumas de avestruz. Se detenía cada pocas yardas para hablar con los soldados que aguardaban.
—¡Probablemente lucharemos hoy! ¡Y tenemos que hacer aquí lo mismo que hicimos juntos en Crécy! Dios está de nuestro lado. ¡San Jorge nos ampara! ¡Y vais a permanecer alineados! ¿Me habéis oído? ¡Nadie romperá la formación! ¡Si veis a una puta desnuda en las filas enemigas, la dejáis allí! ¡Si rompéis filas el enemigo nos machacará! ¡San Jorge está con nosotros! —Repitió estas palabras una y otra vez—. Permaneced alineados. No rompáis la formación. ¡Obedeced a vuestros comandantes! Permaneced unidos, escudo con escudo. Dejad que el enemigo venga hacia nosotros. ¡No rompáis la formación!
—¡Sire! —Un mensajero se acercó galopando desde el centro de la línea, donde había un gran hueco entre el espeso seto—. ¡Viene el cardenal!
—¡Id a su encuentro y averiguad qué quiere! —ordenó el príncipe que, a continuación, se volvió de nuevo hacia sus hombres—. ¡Permaneced alineados! ¡No os separéis de vuestro vecino! ¡No abandonéis la formación! ¡Escudo con escudo!
El conde de Salisbury trajo la noticia de que el cardenal ofrecía cinco días más de tregua.
—En cinco días nos moriremos de hambre —replicó el príncipe— y él lo sabe. —El ejército se había quedado sin comida para los soldados y los caballos, y la presencia del enemigo significaba que no podían mandar a grupos de forrajeros en busca de víveres por la campiña cercana—. Solo está cumpliendo órdenes del rey francés —afirmó el príncipe—, de modo que decidle que vaya a rezar sus oraciones y que nos deje en paz. Ahora estamos en manos de Dios.
La misión de la Iglesia había fracasado. Los arqueros encordaron sus arcos. El sol ya casi estaba por encima del horizonte y el cielo se llenó de una intensa luz pálida.
—¡Mantened la formación! ¡No rompáis filas! ¿Me oís? ¡Permaneced alineados!
Al pie de la colina, al lado del río, donde aún persistían las sombras de la noche, los primeros carros avanzaron hacia el vado.
Porque el ejército escaparía.