La flecha alcanzó a Sculley de lleno en el peto. El proyectil tenía una cabeza en forma de aguja, concebida para perforar la armadura. Los punzones estaban hechos de acero. Eran unas cabezas largas, finas y puntiagudas que no tenían engorras, y los primeros centímetros de madera de fresno de aquella flecha se habían reemplazado por un trozo corto de duro roble. Si había alguna flecha que pudiera penetrar en el acero, era la rematada con aquella pesada aguja que concentraba el peso y el impulso en un pequeño punto, pero se arrugó como si fuera de hierro barato. Pocos herreros sabían cómo fabricar un buen acero, pero aunque la flecha no había logrado atravesar el peto de Sculley, la fuerza del golpe del proyectil bastó para empujarlo hacia atrás y hacer que retrocediera, tambaleándose unos tres pasos, con lo que tropezó con los escalones del altar y cayó pesadamente sentado en el suelo. Cogió la flecha que lo había alcanzado, miró su punta doblada y sonrió ampliamente.
—Si alguien mata a alguien en esta maldita iglesia —gritó una voz desde el fondo de la abadía— seré yo. ¿Qué demonios está ocurriendo aquí?
Thomas dio media vuelta. El fondo de la abadía estaba llena de hombres de armas y arqueros, todos ellos con el mismo escudo: un león rampante dorado sobre un fondo de flores de lis doradas en un campo azul. Era el mismo distintivo que llevaba Benjamín Rymer, la librea del conde de Warwick, y el gruñido de la voz y la confianza del recién llegado sugerían que tenía que ser el conde en persona el que en aquellos momentos recorría la nave a grandes zancadas.
Llevaba una magnífica armadura completa, salpicada de barro, que sonaba mientras sus botas recubiertas de acero golpeaban brutal y estrepitosamente las piedras de la nave. No vestía jubón, de modo que no lucía ningún escudo de armas, pero proclamaba su posición mediante una cadena de oro, corta y gruesa, que colgaba sobre una bufanda de seda azul. Tendría unos pocos años más que Thomas, un rostro delgado y sin afeitar, y un cabello castaño despeinado, que había quedado comprimido por el yelmo que sujetaba un escudero. Tenía el ceño fruncido.
Paseó la mirada con rapidez por la abadía, pareciendo despreciar todo lo que veía. Lo seguía otro hombre de más edad y de pelo entrecano, barba corta y una armadura maltrecha, cuyo rostro de rasgos marcados, bronceados por el sol, le resultó familiar.
El cardenal golpeó su báculo contra los escalones del altar.
—¿Quién sois? —exigió saber.
El conde, si es que era el conde, no le hizo caso.
—¿Quién diantre va a matar a quién aquí? —preguntó.
—Es un asunto de la Iglesia —anunció el cardenal con altivez— y vais a marcharos.
—Me marcharé cuando esté preparado para irme —replicó el recién llegado, y dio media vuelta con rapidez cuando en el fondo de la abadía se oyó una pelea—. Si aquí dentro hay algún problema, haré que mis hombres os echen a todos del puto monasterio. ¿Queréis pasar la noche en los campos? ¿Quién sois?
Esta última pregunta fue dirigida a Thomas que, suponiendo que era el conde, se arrodilló.
—Sir Thomas Hookton, sire, al servicio del conde de Northampton.
—Sir Thomas estuvo en Crécy, mi señor —terció en voz baja el hombre de cabello entrecano—. Era uno de los hombres de Will Skeat.
—¿Sois arquero? —le preguntó el conde.
—Sí, mi señor.
—¿Y caballero? —Lo dijo en tono de sorpresa y desaprobación al mismo tiempo.
—En efecto, mi señor.
—Nombrado caballero merecidamente, mi señor —afirmó el segundo hombre con firmeza. Y entonces Thomas se acordó de él. Era sir Reginald Cobham, un veterano y renombrado soldado.
—Estuvimos juntos en el vado, sir Reginald —dijo Thomas.
—¡Blanchetaque! —exclamó Cobham al acordarse del nombre del vado—. ¡Santo Dios, fue un combate excepcional! —Sonrió—. Teníais a un cura combatiendo con vos, ¿verdad? El cabrón cercenaba cabezas francesas con un hacha.
—El padre Hobbe —dijo Thomas.
—¿Habéis terminado? —interrumpió el conde con un gruñido.
—Ni mucho menos, mi señor —repuso Cobham alegremente—, podríamos pasarnos unas cuantas horas más recordando.
—Malditas sean vuestras entrañas —dijo el conde, aunque sin rencor.
Puede que fuera un conde inglés, pero sabía muy bien que lo mejor que podía hacer era escuchar los consejos de hombres como sir Reginald Cobham. Todos los grandes señores tenían junto a ellos hombres como él, nombrados por el rey como consejeros. Uno podía nacer rico, con títulos y privilegios, pero nada de esto lo convertía en soldado, de manera que el rey se aseguraba de que sus nobles fueran aconsejados por hombres de menor rango que supieran más que ellos.
Puede que el conde estuviera al mando, pero si era sensato solo daría las órdenes después de que Sir Reginald hubiese decidido. Warwick era un hombre experimentado, había luchado en Crécy, pero también era lo bastante juicioso como para escuchar consejos. Sin embargo, en aquel momento parecía estar demasiado enojado para ser prudente y su furia se intensificó cuando vio el corazón rojo en el jubón mugriento de Sculley.
—¿Ese es el blasón de los Douglas? —preguntó en tono peligroso.
—Es el más sagrado corazón de Cristo —respondió el cardenal antes de que Sculley tuviera oportunidad de hablar. No es que Sculley hubiera entendido la pregunta, que se había hecho en francés. El escocés se había levantado y fulminaba a Warwick con una mirada tan feroz que el cardenal, creyendo que el hombre con huesos colgando podía empezar una pelea, lo empujó hacia el grupo de monjes que estaban junto al altar—. Estos hombres —Bessières hizo un gesto para señalar a los ballesteros y hombres de armas con la librea de Labrouillade— están sirviendo a la Iglesia. Estamos en una misión para Su Santidad el Papa y vos —dijo señalando al conde con un dedo amenazador—, estáis entorpeciendo nuestras obligaciones.
—¡Yo no estoy entorpeciendo una mierda!
—En tal caso, abandonad este recinto y permitidnos continuar con nuestras oraciones —exigió el cardenal en tono pomposo.
—¿Oraciones? —preguntó el conde mirando a Thomas.
—Asesinato, mi señor.
—¡Una ejecución justificada! —exclamó el cardenal con voz de trueno. El dedo con el que señalaba a Thomas le tembló—. Este hombre está excomulgado. ¡Odiado por Dios, detestado por el hombre y enemigo de la Madre Iglesia!
El conde miró a Thomas.
—¿Es verdad? —le preguntó con aire absolutamente contrariado.
—Eso dice, mi señor.
—¡Es un hereje! —El cardenal vio en aquello una ventaja e insistió con vehemencia—. ¡Está condenado! ¡Igual que esta puta, su mujer, y esa otra puta que es una adúltera! —Señaló a Bertille.
El conde miró a Bertille y dio la impresión de que su terrible malhumor se apaciguó al mirarla.
—¿Ibais a matar también a estas dos mujeres?
—El juicio de Dios es justo, inmutable y misericordioso —dijo el cardenal.
—¡No! ¡Mientras yo esté aquí no lo es! —replicó el conde con agresividad—. ¿Las mujeres están bajo vuestra protección? —preguntó a Thomas.
—Sí, mi señor.
—Levantaos, hombre —le indicó el conde. Thomas seguía arrodillado—. ¿Y sois inglés?
—En efecto, mi señor.
—Es un pecador —terció el cardenal—, condenado por la Iglesia. Está fuera de la ley del hombre, sujeto solo a la de Dios.
—Es inglés —dijo el conde enérgicamente—, y yo también. ¡Y la Iglesia no mata! Entrega a los hombres al poder civil, ¡y ahora mismo yo soy dicho poder! Soy el conde de Warwick y no voy a matar a un inglés por el bien de la Iglesia, a menos que me lo ordene el arzobispo de Canterbury.
—¡Pero es que está excomulgado!
El conde se burló de esta reivindicación con una risotada.
—¡Hace dos años —dijo—, vuestros malditos curas excomulgaron a dos vacas, a una oruga y a un sapo, todos en Warwick! Utilizáis la excomunión como una madre usa la vara para corregir a sus hijos. No podéis tenerle, es mío; es inglés.
—Y ahora mismo —añadió sir Reginald Cobham en voz baja y en inglés—, necesitamos a cuantos arqueros ingleses podamos encontrar.
—¿Por qué estáis vos aquí? —preguntó el conde al cardenal y, tras una pausa deliberadamente insultante, añadió—: Eminencia.
El cardenal hizo una mueca de furia al ver que se le negaba la venganza que buscaba, pero la controló.
—Su Santidad el Papa —explicó—, nos envió para suplicar, tanto a vuestro príncipe como al rey de Francia, que hagan las paces. Viajamos bajo la protección de Dios y somos reconocidos como mediadores por vuestro rey, vuestro príncipe y vuestra Iglesia.
—¿Las paces? —espetó el conde—. Decidle al usurpador de Juan que ceda el trono de Francia a su legítimo propietario, Eduardo de Inglaterra, y entonces tendréis vuestra paz.
—El Santo Padre cree que ya ha habido demasiadas muertes —dijo el cardenal en tono devoto.
—Y estabais a punto de aumentar el número —replicó el conde—. ¡No vais a hacer las paces matando mujeres en la Iglesia de una abadía, de modo que marchaos! Encontraréis al príncipe por allí —señaló hacia el norte—. ¿Quién es el abad aquí?
—Soy yo, sire. —Un hombre alto, calvo y con una larga barba gris salió de entre las sombras del ábside.
—Necesito grano, necesito alubias, necesito pan, necesito vino, necesito pescado seco, necesito todo lo que hombres y caballos puedan comer o beber.
—Tenemos muy poca cosa —dijo el abad con nerviosismo.
—Pues nos llevaremos lo poco que tengáis —anunció el conde, y a continuación miró al cardenal—. Seguís aquí, Eminencia, y os dije que os marcharais. De modo que hacedlo. Ahora este monasterio está en manos inglesas.
—No podéis darme órdenes —protestó Bessières.
—Acabo de hacerlo. Y tengo más arqueros, más espadas y más hombres que vos, de modo que marchaos antes de que pierda los estribos y haga que os echen a la fuerza.
El cardenal vaciló y luego decidió que la prudencia era mejor que el desafío.
—Nos marcharemos —anunció. Hizo una señal a sus seguidores y recorrió la nave con paso airado. Thomas se movió para interceptar a Sculley y vio que el escocés se había esfumado.
—Sculley —dijo—. ¿Dónde está?
El abad señaló hacia un arco ensombrecido junto al ábside. Thomas fue corriendo hacia él y empujó la puerta para abrirla, pero fuera no vio nada más que una franja de adoquines iluminados por la luz de las llamas y el muro exterior del monasterio.
La espada del Pescador había desaparecido.
Una luna intermitente se deslizaba entre las nubes altas y, junto con las antorchas, proporcionaba suficiente luz para ver que el patio adoquinado de detrás de la iglesia estaba vacío. A Thomas se le erizó el vello de la nuca y, temiendo que el escocés estuviera oculto en la profundidad de las sombras para tenderle una emboscada, desenvainó la espada. La larga hoja raspó contra la boquilla de la vaina.
—¿Quién era? —preguntó una voz. Thomas dio media vuelta con rapidez y el corazón acelerado. Vio que era el monje dominico ensangrentado el que había hablado.
—Un escocés —respondió Thomas. Volvió a escudriñar las sombras—. Un escocés peligroso.
—Tiene la Malice —dijo el fraile de manera inexpresiva.
Un ruido en los arbustos hizo que Thomas se volviera, pero no era más que un gato que acechaba desde las ramas bajas y que cruzó en dirección a un edificio alejado.
—¿Quién sois? —le preguntó al fraile.
—Me llamo fray Ferdinand —contestó el hombre.
—Os golpearon, ¿verdad?
—Fue el escocés, siguiendo las órdenes del cardenal. Luego el abad le dijo dónde estaba escondida.
—¿En la tumba?
—En la tumba —confirmó fray Ferdinand.
—Estabais en Mouthoumet —declaró Thomas en tono acusador.
—El señor de Mouthoumet era un amigo —afirmó el fraile—, y era bueno conmigo.
—Y el señor de Mouthoumet era un Planchard —repuso Thomas—, y la familia Planchard era hereje.
—Él no era ningún hereje —replicó fray Ferdinand con ferocidad—. Puede que fuera un pecador, ¿pero quién de nosotros no lo es? No era un hereje.
—¿El último de los Señores Oscuros? —preguntó Thomas.
—Dicen que todavía hay uno con vida —comentó el fraile, y se santiguó.
—Así es —corroboró Thomas—, se llama Vexille.
—Ellos eran los peores de los siete —dijo fray Ferdinand—. Los Vexille no conocían la piedad, no mostraban compasión y llevaban la maldición de Cristo.
—Mi padre se llamaba Vexille —admitió Thomas—. No utilizaba ese nombre, y yo tampoco lo utilizo, pero soy un Vexille. Señor de Dios sabe qué y conde de algún que otro lugar.
Fray Ferdinand frunció el ceño y miró a Thomas como si fuera una bestia peligrosa.
—¿De modo que el cardenal tiene razón? ¿Sois un hereje?
—No soy un hereje —replicó Thomas con fiereza—. Solo soy un hombre que contraría al cardenal Bessières. —Volvió a meter la espada en la vaina. Acababa de oír cerrarse y atrancarse una puerta y supuso que Sculley y el cardenal se habían marchado—. Habladme de la Malice —le exigió.
—La Malice es la espada de san Pedro —dijo el fraile—, la que utilizó en el huerto de Getsemaní para proteger a Nuestro Señor. Fue entregada a san Juniano, pero los Señores Oscuros la encontraron y, cuando su herejía fue quemada de la faz de la tierra, la escondieron para que sus enemigos no pudieran encontrarla.
—¿La escondieron aquí?
Fray Ferdinand negó con la cabeza.
—La enterraron en la tumba de un Planchard en Carcasona. El señor de Mouthoumet me pidió que la encontrara para que no la descubrieran los ingleses.
—¿Y vos la trajisteis hasta aquí?
—El señor estaba muerto cuando regresé de Carcasona —explicó el fraile—; y no sabía a qué otro lugar llevarla. Pensé que estaría más segura escondida aquí. —Se encogió de hombros—. Es aquí donde pertenece.
—Aquí nunca tendría paz —afirmó Thomas.
—¿Porque ya no está escondida?
Thomas movió la cabeza afirmativamente.
—¿Y es lo que queréis? —le preguntó fray Ferdinand con recelo—. ¿Qué tenga paz?
Thomas echó un último vistazo a los terrenos del monasterio y luego empezó a andar de nuevo hacia la abadía.
—Yo no soy un Señor Oscuro —dijo—. Puede que mis antepasados fueran cátaros, pero yo no lo soy. De todos modos, cumpliré con su mandato. Me aseguraré de que sus enemigos no puedan utilizarla.
—¿Cómo?
—Quitándosela a ese cabrón de Sculley, por supuesto —respondió Thomas.
Volvió a la iglesia de la abadía. Los monjes se estaban marchando y soplaban las velas para apagarlas, pero aún quedaba luz suficiente para ver el interior del ataúd de piedra medio abierto, que ocupaba su lugar de honor detrás del altar. Allí yacía san Juniano, con las manos cruzadas y la piel de la cara, de un marrón amarillento, que se extendía tirante sobre el cráneo. Las cuencas de los ojos estaban vacías y los labios encogidos y retraídos dejaban ver cinco dientes amarillos. Llevaba puesto un hábito benedictino y tenía una sencilla cruz de madera en las manos.
—Descansa en paz —dijo fray Ferdinand al cadáver, y alargó la mano para tocar las del santo—. ¿Y cómo os aseguraréis de que vuestros enemigos no puedan utilizar la Malice? —preguntó a Thomas.
—Haciendo lo que queríais hacer vos —respondió Thomas—. La esconderé.
—¿Dónde?
—Donde nadie pueda encontrarla, por supuesto.
—¡Sir Thomas! —gritó sir Reginald Cobham desde el otro extremo de la nave—, ¿vais a venir con nosotros?
Fray Ferdinand puso una mano en el brazo a Thomas para que no se marchara.
—¿Me lo prometéis?
—¿Si os prometo el qué?
—¿La esconderéis?
—Lo juro por san Juniano —dijo Thomas. Dio la vuelta y puso la mano derecha sobre la frente del santo muerto. La piel tenía un tacto como de suave vitela bajo sus dedos—. Juro que haré que se pierda la Malice para siempre —declaró—. Lo juro por san Juniano, y que él interceda ante Dios para mandarme al Infierno eterno si rompo esta solemne promesa.
El fraile asintió, satisfecho.
—Siendo así os ayudaré.
—¿Rezando?
El fraile dominico sonrió.
—Rezando —dijo—. Y si mantenéis vuestra promesa, mi trabajo ha terminado. Regresaré a Mouthoumet. Es un lugar para morir tan bueno como cualquier otro. —Tocó el hombro a Thomas—. Tenéis mi bendición.
—¡Sir Thomas!
—¡Ya voy, sir Reginald!
Sir Reginald condujo a Thomas con paso enérgico por las escaleras de la abadía hasta la calle adoquinada. Allí había dos carros que se estaban cargando con alubias, grano, queso y pescado seco de los almacenes del monasterio.
—Somos la retaguardia —explicó sir Reginald—, lo cual no significa una mierda, porque ahora mismo vamos por delante del ejército del príncipe. Está en lo alto de aquella colina. —Señaló al norte, donde Thomas distinguió la mole oscura de una alta colina bordeada de árboles bajo la pálida luz de la luna—. Los franceses se encuentran en algún lugar al otro lado, sabe Dios dónde, pero no están lejos.
—¿Vamos a combatir contra ellos?
—Solo Dios lo sabe. Creo que al príncipe le gustaría acercarse más a Gascuña, andamos cortos de comida. Si nos quedamos aquí un par de días más, dejaremos los campos sin grano, pero si seguimos hacia el sur puede que los malditos franceses nos adelanten. Marchan con rapidez. —Dijo todo esto mientras caminaba junto a los carros que cargaban unos arqueros—. Pero salir de aquí será un trabajo del diablo. Están cerca y tenemos que llevar los carros y los caballos de carga al otro lado del río sin que esos cabrones nos ataquen. Ya veremos lo que nos depara la mañana. ¿Eso de ahí es vino? —Dirigió la pregunta a un arquero que llevaba un barril a un carro.
—Sí, sir Reginald.
—¿Cuánto hay?
—Seis barriles como este.
—¡Mantened vuestras ladronas manos alejadas de ellos!
—¡Sí, sir Reginald!
—No lo harán, por supuesto —le dijo sir Reginald a Thomas—, pero es que lo necesitamos para los caballos.
—¿Para los caballos? —preguntó Thomas.
—No hay agua en la montaña y las pobres bestias están sedientas. De modo que les damos vino en vez de agua. Por la mañana se tambalearán un poco, pero como luchamos a pie no importa. —Se calló de repente—. ¡Dios mío, eso sí que es una mujer bonita! —Thomas creyó que hablaba de Bertille, que estaba con Genevieve, pero luego sir Reginald frunció el ceño—. ¿Qué le ha pasado en el ojo?
—Uno de los curas del cardenal intentó arrancárselo.
—¡Santo Dios! En la Iglesia hay algunos que son unos malvados hijos de puta. ¿Y lo han enviado a él para que logre la paz?
—Creo que el Papa preferiría ver cómo el príncipe se rinde —repuso Thomas.
—¡Ja! Espero que combatamos. —Dijo estas palabras en tono sombrío—. Y creo que lo haremos, creo que tendremos que hacerlo. Creo que nos harán luchar y creo que venceremos. Quiero ver cómo nuestros arqueros acaban con esos cabrones.
Y Thomas recordó la flecha que dio en el peto de Sculley. Las flechas se fabricaban por cientos de miles en Inglaterra, pero ¿estaban bien hechas? Había visto romperse demasiados proyectiles. Y sir Reginald creía que habría una batalla.
Pero el acero de las cabezas de flecha era endeble.
El rey no podía dormir.
Había estado cenando con su hijo mayor, el delfín, y con el pequeño, Felipe. Habían escuchado las canciones de los juglares sobre antiguas batallas llenas de gloria y el rey se había ido deprimiendo aún más mientras consideraba lo que se esperaba de él. Ahora quería estar solo y tener tiempo para pensar.
Entró en el huerto tapiado de una magnífica casa de piedra, que había requisado para que fuera su cuartel general. En torno a él, extendidas por un pueblo cuyo nombre no sabía, las hogueras de su ejército brillaban en la oscuridad. Oía reír a los soldados o gritar de deleite cuando sus tiradas de dados o sus manos de cartas eran afortunadas. Había escuchado que Eduardo, el príncipe de Gales, era jugador, ¿pero cómo jugaría ahora el príncipe? ¿Y tenía suerte en el juego?
El rey se dirigió al muro norte del huerto y allí, subido a un banco, pudo ver el reflejo rojo de las fogatas inglesas. Parecían extenderse por el cielo nocturno, pero el brillo más reluciente perfilaba una colina alta y larga. ¿Cuántos hombres habría allí? Si es que realmente estaban allí. Quizá habían encendido las hogueras para convencerle de que se quedaban y luego se habían marchado hacia el sur llevándose consigo el botín.
Y si se habían quedado, ¿debía presentarles batalla? La decisión era suya y no sabía qué hacer. Algunos de sus señores le aconsejaron que evitara el combate, le dijeron que los arqueros ingleses eran demasiado mortíferos y sus hombres de armas demasiado salvajes, mientras que otros estaban seguros de que podían derrotar al príncipe jugador con facilidad. Gruñó para sus adentros. Deseaba estar de vuelta en París, donde los músicos lo entretendrían y estaría rodeado de bailarines; en cambio estaba Dios sabía dónde, en su propio país, y no sabía lo que debía hacer.
Se sentó en el banco.
—¿Vino, Majestad? —le preguntó un criado que salió de entre las sombras.
—No, gracias, Luc.
—Ha venido el señor de Douglas, sire. Desea hablar con vos.
El rey asintió con aire cansado.
—Trae un farol, Luc.
—¿Hablaréis con él, sire?
—Hablaré con él —respondió el rey, y se preguntó si el escocés tendría alguna novedad que contarle. Supuso que no.
Douglas lo instaría a atacar; a combatir en ese mismo instante. A matar a esos cabrones; a masacrarlos. El escocés llevaba semanas diciendo lo mismo. Él solo quería una batalla.
Quería matar ingleses, y él apoyaba su deseo, pero también le obsesionaba el miedo al fracaso. Y ahora volvería a soltarle una arenga. El rey Juan suspiró.
Le tenía miedo y, aunque el hombre siempre se había mostrado respetuoso, sospechaba que el escocés lo despreciaba. Pero Douglas no tenía su responsabilidad. Era un bruto con mucha confianza; un combatiente, un hombre nacido para la sangre, el acero y la batalla, pero el rey Juan tenía que atender a todo un país y no se atrevía a perder una batalla contra los ingleses. Le había costado un esfuerzo enorme formar aquel ejército, las arcas del tesoro estaban vacías, y si sufría una derrota, solo Dios sabía el caos en el que podría sumirse la pobre Francia. Pero la pobre Francia ya había sido violada. Los ingleses rondaban por el país incendiando, saqueando, destruyendo y matando. Y aquel ejército, el ejército del príncipe, estaba atrapado. O casi atrapado.
Había una posibilidad de destruirlo, de abatir el orgullo del enemigo, de dar a Francia una gran victoria, y el rey Juan se permitió imaginarse entrando a caballo en París con el príncipe de Gales prisionero. Se imaginó los vítores, las flores arrojadas delante de su caballo, el vino que manaría de las fuentes y el Te Deum que se cantaría en Notre-Dame. Era un sueño cautivador, un sueño maravilloso; pero su hermana, la pesadilla, era la posibilidad de la derrota.
—Majestad. —Douglas apareció entre los perales, sosteniendo un farol. Hincó una rodilla en el suelo e inclinó la cabeza—. Estáis despierto tan tarde, sire.
—Igual que vos, mi señor —dijo el rey—. Y por favor, levantaos. —El rey llevaba un traje de terciopelo azul ribeteado de oro, bordado con flores de lis doradas y con un grueso cuello de piel plateada. Lamentó no llevar puesto algo más marcial, Douglas estaba impresionantemente vestido con cuero y malla, todo rasguñado y maltrecho. Llevaba un jubón corto que mostraba el descolorido corazón rojo de su familia y un grueso cinturón del que colgaba una espada monstruosamente pesada. También llevaba una flecha—. ¿Un poco de vino? —le ofreció el rey.
—Preferiría cerveza, Majestad.
—¡Luc! ¿Tenemos cerveza?
—¡Tenemos, Majestad! —gritó Luc desde la casa.
—Trae un poco para el señor de Douglas —dijo el rey, y a continuación hizo un gran esfuerzo y sonrió al escocés—. Supongo, mi señor, que habéis venido para animarme a atacar, ¿no?
—Confío en que lo hagáis, sire —respondió Douglas—. Si esos cabrones se quedan en esa colina, tendremos la oportunidad de aplastarlos.
—Sin embargo —comentó el rey con suavidad—, parece que ellos están en la cima de la colina y nosotros no. ¿No os parece que es lo que ellos querían?
—Las laderas del norte y el este son fáciles de atacar —afirmó Douglas en tono despectivo—: largas y poco empinadas, sire. En Escocia ni siquiera llamaríamos a eso una colina, no es más que un paseo. Una vaca coja podría subir hasta allí sin quedarse sin aliento.
—Es tranquilizador —comentó el rey.
Hizo una pausa mientras el criado traía una gran jarra de cuero llena de cerveza que el escocés engulló. El ruido que hacía era tan horrible como ver gotear la cerveza por la comisura de los labios de Douglas y empaparle la barba. El rey Juan pensó que era un animal, un bruto de los confines del mundo.
—Teníais sed, mi señor.
—Igual que los ingleses, sire —dijo Douglas, que con aire despreocupado arrojó la jarra de cuero a Luc. El rey suspiró para sus adentros. ¿Es que ese hombre no tenía modales?—. Hablé con un granjero —continuó diciendo Douglas— y me dijo que en esa montaña no hay agua.
—Creo que pasa un río detrás de ella, ¿no?
—¿Y cómo transportáis agua suficiente para miles de hombres y caballos cuesta arriba? Llevarán un poco, sire, pero no la suficiente.
—En tal caso, quizá deberíamos dejar que murieran de sed, ¿eh? —sugirió el rey.
—Antes escaparían hacia el sur, sire.
—De manera que queréis que ataque —dijo Juan en tono cansino.
—Quiero que veáis esto, sire —repuso Douglas, y le entregó la flecha.
—Una flecha inglesa —observó Juan.
—Tengo a un hombre —explicó Douglas— que ha estado ayudando al cardenal Bessières estas últimas semanas. No estoy seguro de que sea un hombre, sire, porque tiene más de animal y lucha como un demonio demente. ¡Por las entrañas de Cristo que me asusta! Así que ¡sabe Dios lo que le hace sentir al enemigo! Y esta misma noche, sire, un arquero inglés disparó esta flecha contra esa bestia. Le dio de lleno en el peto. Ese cabrón disparó desde no más de treinta o cuarenta pasos de distancia y mi criatura sigue viva. Más que viva, ahora mismo el afortunado bruto está haciendo bebés con alguna chica del pueblo. Y si un hombre es alcanzado por una flecha inglesa a cuarenta pasos y sobrevive para hacer el animal al cabo de un par de horas, es que ahí hay un mensaje para todos nosotros.
El rey cogió la cabeza de flecha. Antes había tenido unos diez centímetros de longitud, fina y afilada, pero ahora estaba doblada y aplastada. De modo que la flecha no había penetrado en el peto.
—Tenemos un refrán, mi señor —comentó el rey—, que dice que una golondrina no hace que sea verano.
—Nosotros también tenemos el mismo refrán, sire. ¡Pero miradla!
El tono imperioso del escocés irritó al rey, que tenía fama de irascible pero que logró controlar su ira. Pasó el dedo por la cabeza de flecha arrugada.
—¿Me estáis diciendo que está mal hecha? —preguntó—. ¿Una flecha? Vuestra bestia tuvo suerte, nada más.
—Fabrican las flechas a miles, sire —dijo Douglas. Estaba hablando en voz baja, en tono más serio que amedrentador—. Todos los condados de Inglaterra tienen la obligación de hacer miles de flechas. Algunos cortan la madera, otros recortan las astas, otros recogen las plumas de ganso, otros hierven la cola y los herreros fabrican las cabezas. Cientos de herreros por todo el territorio forjando cabezas de flecha a miles. Y todas esas cosas; las astas, las plumas y las cabezas, se recogen, se montan y se envían a Londres. Pero una cosa que sí sé, sire, es que cuando fabricas cosas por cientos de miles, no están tan bien hechas como un solo objeto creado por un artesano. Vos coméis en platos de oro, sire, y así debería ser, pero vuestros súbditos comen en unos de arcilla barata. Sus platos se hacen a miles y se rompen con facilidad. ¡Y las flechas cuestan más de fabricar que los cuencos y platos! El herrero tiene que juzgar cuánto hueso echar en el horno, ¿pero quién puede estar seguro siquiera de que lo hace, para empezar?
—¿Huesos? —preguntó el rey.
Estaba fascinado por lo que Douglas le contaba. ¿De verdad era así cómo los ingleses hacían sus flechas? Claro que, ¿cómo si no? Disparaban cientos de miles en una sola batalla, de manera que tenían que fabricarlas en enormes cantidades y estaba claro que para eso hacía falta organización. Intentó imaginarse algo semejante en Francia y suspiró al ver la imposibilidad de dicha idea.
—¿Huesos? —repitió y se santiguó—. Parece brujería.
—Si fundís hierro en un horno, sire, obtenéis hierro. Pero si añadís huesos al fuego, obtenéis acero.
—No lo sabía.
—Dicen que los huesos de una virgen hacen el mejor de los aceros.
—Tiene sentido, supongo.
—Y las vírgenes escasean —afirmó Douglas—, pero vuestros armeros, sire, prestan mucha atención a su acero. Fabrican buenos petos, buenos cascos, buenas grebas. Tan buenos que paran una flecha inglesa barata.
El rey asintió. Tuvo que admitir que lo que decía el escocés tenía sentido.
—¿Creéis que tenemos demasiado miedo a los arqueros ingleses?
—Creo, sire, que si cargáis contra los ingleses a caballo, os harán trizas. Incluso las flechas baratas pueden matar a un caballo. Pero combatid a pie, señor, y las flechas rebotarán en el bien fabricado acero. Podrían atravesar un escudo, pero no atravesarán la armadura. Sería como si nos tiraran piedras.
El rey miró fijamente la flecha. Sabía que en Crécy los franceses habían cargado a caballo y estos habían muerto a centenares, y en el caos siguiente los hombres de armas también habían muerto a cientos. Y los ingleses habían combatido a pie. Ellos siempre combatían a pie; eran famosos por ello. Antes habían resultado vencidos en Escocia, abatidos a millares por los piqueros escoceses; fue la última vez que cargaron a caballo. Pensó que sus enemigos habían aprendido la lección. Así pues, él debía hacer lo mismo.
Los caballeros franceses creían que solo había una forma de luchar; a caballo. Era la manera noble de combatir: hombres, metal y caballos juntos; pero el sentido común le decía que Douglas estaba en lo cierto. Los caballos serían masacrados por la lluvia de flechas. Toqueteó la punta de flecha doblada. Así pues, ¿combatir a pie? ¿Hacer lo que hacían los ingleses? ¿Y entonces las flechas fallarían?
—Pensaré en lo que me habéis dicho, mi señor —dijo al escocés al tiempo que le devolvía la flecha—. Os agradezco vuestro consejo.
—Quedaos la flecha, sire —contestó este—, y obtened mañana una gran victoria.
El rey meneó la cabeza bruscamente.
—¡No, mañana no! Mañana es domingo. Es la Tregua de Dios. Los cardenales han prometido hablar con el príncipe y convencerlo de que ceda a nuestras exigencias. —Miró hacia el norte—. Eso, si los ingleses siguen allí, por supuesto.
El señor de Douglas se abstuvo de ridiculizar la idea de guardar una tregua sagrada en domingo. En lo que a él concernía, no había ningún día más bueno que otro para matar ingleses, pero tenía la sensación de que había convencido al rey de que el enemigo era vulnerable, por lo que no tenía sentido contrariarlo.
—Pero cuando obtengáis esta gran victoria, sire —le dijo—, y llevéis vuestros prisioneros a París, llevaos también esta flecha y guardadla como recordatorio de que los ingleses pusieron su fe en un arma que no funciona. —Hizo una pausa y a continuación inclinó la cabeza—. Os deseo buenas noches, sire.
El rey no dijo nada. Daba vueltas a la flecha una y otra vez entre sus manos.
Y soñaba con los vítores resonando en París.
Amaneció con niebla entre los árboles. Todo estaba gris. El humo de un centenar de fogatas espesaba la bruma. A través de ella, los hombres con cota de malla caminaban como fantasmas. Un caballo que se había soltado de su atadura piafaba entre los robles y luego bajó por la cuesta hacia el río distante. El sonido de sus cascos se desvaneció en la calima. Los arqueros mantenían secas sus cuerdas enrollándolas y metiéndoselas en el casco o en bolsas. Los soldados frotaban los filos de sus hojas grises con piedras. Nadie hablaba mucho. Dos criados apartaban las bellotas a puntapiés para alejarlas de los caballos atados a las estacas.
—Es extraño —comentó Keane—, puedes dar bellotas a los ponis pero no a los caballos.
—Odio las bellotas —dijo Thomas.
—Envenenan a los caballos, pero no a los ponis. Nunca entendí por qué.
—Son demasiado amargas.
—Debes sumergirlas en agua corriente. Cuando el agua sale clara ya no saben amargas.
Había una gruesa capa de bellotas bajo sus pies. El muérdago colgaba de las ramas de los robles, aunque a medida que Thomas y Keane se dirigían al extremo oeste del bosque los grandes robles iban dando paso a castaños, perales silvestres y enebros.
—Antes decían —comentó Thomas— que una flecha hecha de muérdago no podía fallar.
—¿Y cómo harías una flecha de muérdago, por Dios? No es más que un manojo de ramitas.
—Sería una flecha corta.
Los dos lebreles se adelantaron a todo correr con el hocico pegado al suelo.
—Ellos no pasarán hambre —dijo Keane.
—¿Les das de comer?
—Se alimentan solos. Son perros de caza.
Salieron de los árboles y cruzaron una escabrosa franja de pastos hacia un punto donde la montaña caía empinada hacia el valle del río. Este también estaba oculto por la niebla. Los carros del ejército estaban allí abajo, en alguna parte, aparcados en un camino que conducía a un vado. Las copas de los árboles asomaban entre las nubes bajas. Al oeste había otro valle, mucho menos profundo que aquel. Thomas pensó que en Dorset lo llamarían hoya. La pendiente más cercana estaba cubierta por bancales de vid y la más alejada eran tierras de cultivo que ascendían hasta una amplia planicie. Allí no se percibía ningún movimiento.
—¿Es allí donde están los franceses? —preguntó Keane al ver dónde miraba Thomas.
—Al parecer nadie lo sabe. Aunque están cerca.
—¿Ah, sí?
—Escucha.
Guardaron silencio y, tras una pausa, Thomas oyó el sonido distante de una trompeta. Lo había escuchado hacía un momento y se preguntaba si se lo habría imaginado. Los dos lebreles aguzaron las orejas y miraron hacia el norte. Thomas, movido por la curiosidad, caminó hacia el sonido.
Los ingleses y sus aliados gascones estaban acampados entre los altos árboles de una colina alta, larga y ancha que se encontraba al norte del río Miosson. Si querían escapar de los franceses debían cruzar ese río. No era muy grande, pero sí profundo. Para cruzarlo, el ejército utilizaría el puente que había junto a la abadía y un vado situado más al oeste. Les llevaría tiempo y les daría a los franceses la oportunidad de atacar mientras el ejército estuviera a medio camino, por lo que tal vez se quedaran allí. Nadie lo sabía.
Aunque era seguro que el ejército permanecería en ese lugar al menos durante un tiempo, se estaban plantando banderas en la hierba que bordeaba los altos bosques de la cresta de la montaña. Las banderas iban de sur a norte y marcaban los puntos en los que debían reunirse los hombres de armas. En aquellos momentos la trompeta distante sonaba con más insistencia y sus toques hacían salir a los ingleses y gascones de los árboles.
Se preguntaron si el sonido presagiaba un ataque. La bandera del león del conde de Warwick se hallaba en el punto más meridional de la cumbre y, aunque ese era el lugar de Thomas, él siguió andando hacia el norte.
La hoya estaba a su izquierda. La ladera de dicha hoya era empinada en el punto donde la montaña se cruzaba con el río Miosson, pero a medida que Keane y él avanzaban hacia el norte, la pendiente se iba suavizando y el lecho del valle se elevaba. Por lo tanto, cuando llegó a la gran bandera con el blasón de las plumas del príncipe de Gales, la pendiente a su izquierda era larga y poco empinada; una mera depresión entre aquella cumbre y la montaña de cima llana del oeste, aunque difícilmente resultaría una ruta de aproximación fácil si los franceses optaban por atacar desde allí.
La larga pendiente estaba cubierta de viñedos y las uvas estaban atadas con tallos de sauce a unas cuerdas de cáñamo tendidas entre unos postes de castaño. Para dificultar aún más las cosas, uno de los setos más tupidos que él hubiera visto jamás se extendía por la loma, un seto de una anchura de diez o doce pies que formaba un matorral infranqueable de zarzas y árboles jóvenes. En él había dos anchos huecos, donde los carros habían dejado unas grandes rodadas en la tierra, y a cuyos lados se estaban reuniendo los arqueros. Las banderas inglesas estaban a unos cuarenta o cincuenta pasos por detrás de dichas aberturas.
Keane contempló cómo se congregaba el ejército inglés. Hileras de hombres con cotas de malla y acero. Hileras de hombres con hachas y martillos, con mayales, garrotes, espadas y lanzas.
—¿Esperan un ataque? —preguntó en tono preocupado.
—No creo que lo sepa nadie —respondió Thomas—, pero por ahora no ha pasado nada.
Entonces volvió a sonar una trompeta, esta vez mucho más cerca. Los arqueros, que habían estado sentados, se pusieron de pie y algunos de ellos encordaron sus arcos. Plantaron flechas en la tierra, listas para cogerlas y dispararlas.
—Eso vino de la colina de allí —dijo Keane, mirando hacia la amplia y llana cima del oeste.
En aquella colina lejana no se veía nada. Dos jinetes con la librea del príncipe de Gales salieron al galope de entre los árboles y se detuvieron en uno de los grandes huecos del seto desde donde escudriñaron el oeste. En aquellos momentos ya había un gran número de hombres de armas bajo las banderas inglesas.
Thomas sabía que debería volver al extremo sur de la línea, donde se alzaba imponente la montaña sobre el valle del Miosson, pero en el preciso momento en el que daba media vuelta volvió a sonar la trompeta. Tres notas descaradas, cada una de ellas sostenida largo tiempo, y cuando la tercera nota se apagó, apareció un jinete en la cima de la colina. Se encontraba a una media milla de distancia, tal vez más, pero Thomas vio que llevaba una túnica llamativa. Luego observó que el hombre alzaba una mano y agitaba un palo grueso y blanco por encima de la cabeza.
—Un heraldo —dijo.
Hubo una pausa. El heraldo francés se quedó donde estaba, mirando la montaña ocupada por los ingleses, aunque no podía ver mucho del ejército del príncipe porque el denso seto de espino se lo ocultaba.
—¿Es que va a quedarse ahí sin hacer nada? —preguntó Keane.
—Está esperando al heraldo inglés —supuso Thomas, pero antes de que alguno de los heraldos del príncipe tuviera ocasión de reunirse con el francés, un grupo de jinetes aparecieron por la línea del horizonte. Iban vestidos de rojo o negro. Espolearon a sus caballos por la larga cuesta y bajaron hasta el lugar donde empezaban los viñedos—. ¡Tres cardenales! —exclamó Thomas.
Había seis hombres de armas con armadura de placas, pero los jinetes eran clérigos en su mayor parte: sacerdotes y monjes de negro, marrón o blanco guiados por tres hombres con vestiduras del rojo intenso de cardenal. Uno de ellos era Bessières. Thomas reconoció su figura y sintió lástima por el caballo que llevaba.
Los jinetes, todos menos uno, se detuvieron en la hondonada mientras un cardenal subía solo por la cuesta. Siguió un sendero estrecho que zigzagueaba entre las vides, observado por gran cantidad de ingleses y gascones que se apiñaban en los amplios huecos del seto.
—¡Dejad paso! ¡Dejad paso! —gritaron unas voces por detrás de Thomas.
Unos hombres de armas con la librea real se abrían paso con dificultad a través de la multitud, separándola para abrir un espacio para el príncipe de Gales. Los hombres se arrodillaron.
El príncipe, montado en un semental gris, vestido con cota de malla bajo un jubón que mostraba su escudo de armas, y con un casco rodeado de una corona de oro, frunció el ceño con desconcierto cuando el cardenal se le acercó.
—Es domingo, ¿verdad? —preguntó en voz alta.
—Sí, sire.
—¡Quizá haya venido a darnos la bendición, chicos!
Los soldados se rieron. El príncipe, que no quería que el cardenal que se aproximaba viera demasiado de lo que había al otro lado del seto, hizo avanzar su caballo unos pasos. Esperó con la mano derecha apoyada en la empuñadura dorada de su espada.
—¿Alguien lo reconoce? —preguntó.
—Ese es Talleyrand —gruñó uno de los compañeros mayores del príncipe.
—¿Talleyrand de Périgord? —El príncipe parecía sorprendido.
—El mismo, sire.
—¡Qué honor! —exclamó el príncipe con sarcasmo—. ¡Levantaos! —ordenó a los hombres que tenía detrás—. No queremos que el cardenal piense que lo adoramos.
—A él le gustaría que lo adoráramos —refunfuñó el conde de Warwick.
El cardenal frenó su yegua. El caballo llevaba una brida de cuero rojo orlada en plata. El sudadero era escarlata con franjas doradas y los arzones de la silla tenían un ribete dorado. Hasta los estribos eran de oro. Talleyrand de Périgord era el clérigo más rico de toda Francia. Había nacido noble y nunca se había tomado en serio la humildad que predicaba su Iglesia, aunque hizo una respetuosa reverencia en la silla cuando llegó junto al príncipe.
—Alteza… —dijo.
—Eminencia… —repuso el príncipe.
Talleyrand miró a los arqueros y hombres de armas, los cuales le devolvieron la mirada y vieron a un hombre alto y delgado con ojos oscuros y arrogantes. Se inclinó en la silla y dio unas palmaditas en el cuello a su caballo con una mano enfundada en un guante rojo, en la que relucía un grueso anillo de oro con un rubí encastado.
—Alteza —repitió—. He venido con un ruego.
El príncipe se encogió de hombros pero no dijo nada.
El cardenal Talleyrand alzó la mirada al cielo como si buscara inspiración y, cuando la volvió hacia el príncipe, tenía lágrimas en los ojos. Extendió los brazos.
—Os ruego que me escuchéis, sire. ¡Os suplico que oigáis mis palabras!
Thomas pensó que, precisamente, había mirado hacia allí, hacia donde el sol ardía a través de una capa de nubes espesas, para hacer que le lloraran los ojos.
—¡No es momento para un sermón! —le dijo el príncipe con brusquedad—. Decid lo que tengáis que decir y hacedlo deprisa.
El cardenal se encogió al oír el tono del príncipe, pero recuperó su expresión apenada y, mirándolo a los ojos, declaró que una batalla supondría un pecaminoso desperdicio de vidas humanas.
—Morirían cientos de hombres, sire. Morirán centenares de personas lejos de sus hogares a las que habrá que enterrar en suelo no sagrado. ¿Habéis marchado hasta aquí solo para obtener una tumba poco profunda en Francia? Porque corréis peligro, Majestad, ¡corréis un terrible peligro! Las fuerzas de Francia se acercan, ¡y os superan en número! Os aplastarán y, os suplico… Os suplico, sire, que me permitáis buscar otra solución. ¿Por qué entablar batalla? ¿Por qué morir por orgullo? ¡Os prometo, sire, por Jesucristo crucificado y por la Santa Virgen, que haré todo lo que pueda para satisfacer vuestros deseos! Hablo en nombre de la Iglesia, en nombre del Santo Padre y de Jesucristo en persona, que no quieren ver morir aquí a los hombres. Parlamentemos, sire. Sentémonos y razonemos juntos. Es domingo, un día inadecuado para una matanza, un día para que hable la buena voluntad de los hombres. En nombre de Jesucristo vivo os lo ruego, sire.
El príncipe guardó silencio. Hubo un murmullo entre las filas inglesas mientras los soldados traducían las palabras del cardenal. El príncipe levantó una mano para pedir silencio y, a continuación, miró al cardenal sin decir nada durante un momento, que pareció muy largo. Luego se encogió de hombros.
—¿Habláis en nombre de Francia, Eminencia?
—No, sire, hablo en nombre de la Iglesia y del Santo Padre. El Santo Padre desea la paz, os lo juro en nombre de Cristo. Me ha suplicado que evite el derramamiento de sangre, que ponga fin a esta guerra sin sentido y haga la paz.
—¿Y nuestro enemigo mantendrá una tregua el día de hoy?
—El rey Juan lo ha prometido —contestó Talleyrand—. Ha jurado dar este día a la Iglesia, con la devota esperanza de que podamos forjar una paz eterna.
El príncipe asintió y volvió a guardar silencio un rato. Las nubes altas se retiraron y descubrieron el sol, que relució en el cielo pálido prometiendo un día cálido.
—Hoy voy a mantener la tregua —dijo el príncipe al fin— y enviaré a unos emisarios a parlamentar con vos. Podrán hablar allí. —Señaló hacia el pie de la ladera, donde esperaban el resto de clérigos—. Pero la tregua solo es por hoy —añadió el príncipe.
—En tal caso, declaro que este día sea la Tregua de Dios —dijo Talleyrand en tono pomposo.
Se hizo una pausa incómoda, como si tuviera la sensación de que tenía que decir algo más, pero se limitó a saludar al príncipe con la cabeza. Hizo dar la vuelta a su caballo y lo espoleó para volver a descender la larga pendiente iluminada por el sol.
El príncipe soltó un largo suspiro de alivio.