11

Fue un viaje extraño.

Thomas notaba el nerviosismo allí por donde pasaban. Las ciudades mantenían sus puertas cerradas. Los aldeanos se escondían cuando veían venir jinetes, o bien huían hacia los bosques cercanos. Si los pillaban por sorpresa, se refugiaban en sus iglesias. Los segadores soltaban sus hoces y echaban a correr. En dos ocasiones el hellequin se encontró con vacas mugiendo de dolor porque necesitaban ser ordeñadas y sus propietarios habían huido. Los arqueros de Thomas, casi todos hombres de campo, ordeñaron a los animales.

El tiempo era inestable. No llovía, pero siempre parecía estar a punto de hacerlo. Había nubes bajas y el incesante viento del norte era frío para la época. Thomas iba a la cabeza de treinta y cuatro hombres de armas que, exceptuando los que se habían quedado para proteger Castillon d’Arbizon, eran todos los que estaban en condiciones de viajar. Cada uno de ellos tenía dos caballos, y algunos tres o cuatro. También tenían escuderos, criados y mujeres que, al igual que los sesenta y cuatro arqueros del grupo, iban todos montados. Inevitablemente, los caballos perdían herraduras o cojeaban y cada incidente requería tiempo para remediarlo.

No había mucha información y no podían fiarse de las noticias que corrían. El tercer día de viaje oyeron el tañido de unas campanas. El sonido era demasiado ruidoso y discordante para tratarse de la llamada a un entierro, de modo que Thomas dejó a sus hombres a salvo, escondidos en el bosque y cabalgó con Robbie para averiguar el motivo. Encontraron un pueblo lo bastante grande como para alardear de dos iglesias y ambas tocaban sus campanas. Mientras, en la plaza del mercado, un fraile franciscano con un hábito manchado se hallaba en las escaleras de una cruz de piedra proclamando una gran victoria francesa.

—¡A nuestro rey —gritaba el fraile— lo llaman Juan el Bueno con razón! ¡Porque sin duda es bueno! ¡Juan el Victorioso! ¡Ha desperdigado a sus enemigos, ha capturado prisioneros nobles y ha llenado las tumbas de ingleses! —Vio a Robbie y a Thomas y, suponiendo que eran franceses, les señaló—. ¡Hete aquí a los héroes! ¡Los hombres que nos han dado la victoria!

La multitud, que parecía más curiosa que exultante, se volvió a mirar a los dos jinetes.

—No estuve en la batalla —dijo Thomas—. ¿Sabéis dónde se luchó?

—¡Al norte! —declaró el fraile con vaguedad—. ¡Y fue una gran victoria! ¡El rey de Inglaterra ha caído!

—¡El rey de Inglaterra!

—Alabado sea Dios —dijo el fraile—. ¡Lo vi con mis propios ojos! ¡Vi el orgullo de Inglaterra masacrado por los franceses!

—Lo último que oí —dijo Thomas a Robbie— es que el rey sigue en Inglaterra.

—O luchando en Escocia —repuso Robbie con amargura.

—Hay una tregua, Robbie. Una tregua.

—El señor de Douglas no reconoce esa tregua —declaró Robbie en tono sombrío—. Por eso estoy aquí, porque le dije que no podía luchar contra los ingleses.

—Ahora puedes. Ya no estás sometido a ningún juramento.

—¿Por gratitud, entonces? —preguntó Robbie. Thomas esbozó una sonrisa pero no dijo nada. Estaba mirando a un niño, probablemente no mayor que Hugh, que molestaba a una niña igual de pequeña intentando levantarle la falda con una horquilla para recoger nueces. El niño vio que Thomas lo miraba y fingió estar interesado en lo que decía el fraile—. ¿Crees que tiene razón? —preguntó Robbie—. ¿Ha habido una batalla?

—No, es un rumor.

En aquellos momentos el fraile arengó a la multitud para que donara monedas a dos hombres más jóvenes, ambos con hábito de fraile, que circulaban por entre el gentío con dos pequeños barriles.

—¡Nuestros valientes han resultado heridos! —gritaba el fraile—. ¡Han sufrido por Francia! ¡Por el amor de Nuestro Señor Jesucristo, ayudadles en su aflicción! ¡Sed generosos y recibid la bendición de Cristo! ¡Cada moneda ayudará a nuestros héroes heridos!

—Es un farsante —afirmó Thomas con desdén—. Un granuja sacando un poco de dinero.

Siguieron avanzando hacia el norte. El hellequin tuvo que evitar las ciudades; cualquier lugar que tuviera una muralla contaría inevitablemente con una veintena de hombres capaces de disparar una ballesta y Thomas quería terminar su viaje sin perder a ningún hombre en alguna miserable escaramuza. Se había ido desviando hacia el este, porque era más probable que encontraran ingleses en esa dirección, y encontró a una veintena de ellos en un pueblo dominado por el alto campanario de una iglesia, que era el único edificio de piedra; el resto estaban hechos de madera, yeso, paja y juncos.

Había un herrero con una fragua, construida en el patio trasero bajo un roble chamuscado, y una taberna rodeada por un montón de casitas. Cuando habían divisado el pueblo entre los viñedos, habían visto también un gran grupo de caballos a los que estaban abrevando en el riachuelo que corría a la vera de la impresionante iglesia. Había más de cincuenta equinos, lo cual sugería al menos veinte hombres. Le Bâtard había supuesto que los corceles debían de ser franceses, pero entonces había visto la bandera de san Jorge, la llamativa cruz roja sobre un campo blanco, apoyada contra la pared de la taberna. Había llevado a sus hombres ladera abajo y habían entrado en la pequeña plaza, donde unos hombres de armas dieron un salto, alarmados.

—¡Somos ingleses! —gritó Thomas.

—Diantre —dijo un hombre alto, con alivio, al tiempo que agachaba la cabeza bajo el dintel de la taberna. Llevaba un jubón que mostraba un león dorado rampante contra un fondo de flores de lis sobre un campo azul—. ¿Quién sois? —preguntó.

—Sir Thomas Hookton —respondió. Rara vez utilizaba el honorífico «sir», pero el conde de Northampton lo había nombrado caballero y a veces resultaba útil.

—Benjamin Rymer —dijo el hombre alto—. Servimos al conde de Warwick.

—¿Estáis con el ejército? —preguntó Thomas esperanzado.

—Estamos buscando el puto ejército —repuso Rymer, y a continuación explicó que él y su conroi de soldados habían subido a un barco que había zarpado de Southampton, pero que se había separado de la flota que transportaba al resto de los refuerzos del conde a Gascuña—. El viento arreció, al jodido capitán le entró el pánico y acabamos en España —dijo—. El cabrón tardó dos meses en reparar la nave y llevarnos a Burdeos. —Miró a los hombres de Thomas—. Es un alivio volver a estar con arqueros. Los nuestros iban en otro barco. ¿Sabéis dónde está el ejército del príncipe?

—No tengo ni idea —respondió.

—Ciegos guiando a ciegos —comentó Rymer—. Y aquí no hay cerveza, nunca terminan las malas noticias.

—¿Hay vino?

—Eso dicen. A mí me sabe a pis de gato. ¿Venís de Burdeos?

Thomas negó con la cabeza.

—Somos de una guarnición al este de Gascuña —respondió.

—De modo que conocéis este maldito país, ¿no?

—Un poco. Es grande.

—Así pues, ¿adónde vamos?

—Al norte —contestó Thomas—. Los últimos rumores que oí decían que el ejército estaba en Tours.

—Dondequiera que esté Tours.

—Está al norte. —Se deslizó de la silla—. Descansad los caballos —ordenó a sus hombres—. ¡Hacedlos ir al paso! ¡Dejad que beban! Volveremos a ponernos en marcha dentro de una hora.

Rymer y su escuadrón viajaron con los hombres de Thomas. Este se preguntó cómo había sobrevivido ese hombre hasta entonces, porque expresó su sorpresa cuando el arquero mandó a unos exploradores por delante.

—¿Tan peligroso es? —preguntó.

—Siempre es peligroso —respondió Thomas—. Esto es Francia.

No obstante, ningún enemigo les molestó. De vez en cuando le Bâtard veía un castillo y hacía dar un amplio rodeo a su columna para evitar problemas, pero las guarniciones no hicieron ningún intento de darles el alto o identificar siquiera a los soldados montados.

—Probablemente hayan enviado a la mayoría de sus soldados al norte —explicó Thomas a Rymer— y solo hayan dejado a unos cuantos para proteger el almenaje.

—¡Recemos a Dios para no llegar demasiado tarde a alguna batalla!

—Recemos a san Jorge para que no haya ninguna batalla —replicó Thomas.

—¡Tenemos que derrotarlos! —exclamó Rymer alegremente, y Thomas pensó en Crécy, en sangre sobre la hierba y en el llanto en la noche después de la batalla. No dijo nada y acabó pensando en san Juniano. Tuvo la sensación de que debían de estar aproximándose a la abadía donde estaba sepultado el santo, aunque era una mera sospecha que podía estar inspirada en la esperanza más que en la realidad. De todos modos, la campiña estaba cambiando; las montañas eran más pequeñas y redondeadas, los ríos más anchos y lentos y las hojas tornaban rápidamente de color. Siempre que se encontraba con una aldea o un viajero pedía indicaciones, aunque por regla general la gente solo sabía cómo llegar al pueblo de al lado o, con suerte, a una ciudad de la que Thomas nunca había oído hablar, de manera que continuó yendo hacia el norte.

—¿Queréis llegar a Poitiers? —le preguntó sire Roland al sexto día.

—Me han dicho que pudiera ser que el príncipe estuviera allí —dijo Thomas, pero como había sido sir Henri quien lo había sugerido y este no sabía más que él, en el mejor de los casos era un destino vago.

—¿O vais hacia allí porque está cerca de Nouaillé? —preguntó Roland.

—¿Nouaillé?

—Allí es donde descansa el bendito Juniano.

—¿Habéis estado allí?

Roland negó con la cabeza.

—Solo he oído hablar del lugar. ¿Os dirigís allí?

—Si está de camino… —dijo Thomas.

—¿Porque queréis la Malice? —preguntó Roland, y casi fue una acusación.

—¿Existe?

—Eso he oído, sí.

—El cardenal Bessières así lo cree —dijo Thomas—, los frailes dominicos también, y mi señor me ha ordenado encontrarla.

—¿Para poder utilizarla en la lucha contra Francia? —preguntó Roland con indignación.

Puede que se hubiera unido al hellequin y estuviera dispuesto a luchar contra el ejército del rey Juan, pero eso era por Bertille. En el fondo, su lealtad estaba aún con Francia, lo cual significaba que haría aquello por Bertille y solo por Bertille, porque ella se lo había pedido y lo que ella le pedía él se lo daba.

Se volvió en la silla para mirarla; cabalgaba con Genevieve. Thomas no había querido que ninguna de las dos mujeres fuera con ellos al norte, pero Bertille había insistido y había resultado imposible negárselo cuando muchos de los arqueros y hombres de armas llevaban a sus mujeres montadas en rocines.

Les llegó el retumbo de un trueno desde algún lugar hacia el norte.

—¿Os preocupa que encuentre la Malice? —preguntó Thomas.

—No querría que la espada estuviera en manos de los enemigos de Francia —respondió Roland.

—¿Queréis que la tenga la Iglesia?

—Es a quien debería pertenecer —afirmó Roland, pero el recuerdo del padre Marchant hizo que su tono fuera inseguro.

—Dejadme que os cuente una historia —le dijo Thomas—. ¿Habéis oído hablar de los Siete Señores Oscuros?

—Eran los hombres encargados de guardar los tesoros de los herejes cátaros —repuso Roland con desaprobación.

Thomas consideró sensato no mencionar que él era descendiente de uno de dichos Señores Oscuros.

—Se dice que poseían el Santo Grial —expuso en cambio—. He oído que lo rescataron de Montsegur y que luego lo escondieron, y que no hace mucho tiempo otros hombres partieron en su busca.

—Yo he oído lo mismo.

—Pero lo que no habéis oído —continuó Thomas— es que uno de esos hombres lo encontró.

Sire Roland se santiguó.

—Rumores —afirmó con desdén.

—Os juro por la sangre de Cristo —dijo Thomas— que se encontró el Grial, aunque el hombre que lo descubrió a veces dudara de lo que había encontrado.

Roland se quedó mirando a Thomas durante unos segundos y vio la sinceridad de su rostro.

—Pero si fue encontrado —dijo con apremio— ¿por qué no se encuentra en un santuario de oro, montado en un altar y adorado por los peregrinos?

—Porque —explicó Thomas con gravedad— el hombre que encontró el Grial, lo escondió otra vez. Lo llevó a un lugar donde no pudiera hallarse. Lo ocultó en el fondo del océano. Se lo devolvió a Dios, porque no se le podía confiar al hombre.

—¿De verdad?

—Os lo prometo —dijo Thomas, y recordó el momento en el que había arrojado el cuenco de arcilla al mar gris. Había visto la pequeña salpicadura que provocó y le había parecido que el mundo se quedaba en silencio tras desaparecer el Grial, pasaron unos momentos antes de que oyera de nuevo el sonido de las olas, el ruido de los guijarros arrastrados por el océano y el grito triste de las gaviotas. Creyó que el mismísimo Cielo había contenido la respiración—. Os lo prometo —repitió.

—Y si encontráis la Malice… —empezó a decir Roland, pero se le fue apagando la voz.

—Se la devolveré a Dios —dijo Thomas—, porque no se le puede confiar al hombre. —Hizo una pausa y miró a Roland—. De modo que sí —dijo—, quiero la Malice, aunque solo sea para evitar que el cardenal Bessières la encuentre.

Los truenos murmuraban al norte en la distancia. No había lluvia, solo nubes oscuras, y el hellequin cabalgaba hacia ellas.

La lluvia se había desplazado hacia el sur dejando un cielo despejado y un sol cálido. Estaban a mediados de septiembre y parecía que fuera junio.

El ejército del príncipe seguía las nubes, iba hacia el sur cruzando con esfuerzo una elevada cordillera boscosa. Los carros del bagaje, cargados con el botín de la chevauchée, se encontraban al oeste porque utilizaban los caminos del valle, pero el grueso principal del ejército, los arqueros y hombres de armas a caballo, seguían los senderos a través de los altos árboles.

Se había convertido en una carrera, aunque nadie sabía todavía dónde acabaría. Los consejeros del príncipe, esos guerreros sabios y experimentados enviados por su padre para evitar que Edward se metiera en líos, creían que si podían adelantar al rey francés y encontrar un lugar adecuado en el que ofrecer resistencia, podrían enzarzarse en una batalla y ganarla. Si podían obligar a los franceses a trepar por una ladera empinada y conducirlos frente a los letales arqueros ingleses, existía la posibilidad de una gran victoria. Pero aquellos mismos consejeros temían que ocurriera lo peor si el rey Juan volvía las tornas y lograba situar a su ejército en la ruta de la retirada inglesa.

—Prefiero no atacar —dijo el conde de Suffolk al príncipe.

—¡Qué calor que hace, por Dios! —exclamó este.

—Siempre es mejor defenderse —continuó diciendo el conde, que iba montado a la derecha del príncipe.

—¿Dónde estamos? En nombre de Dios… —preguntó Eduardo.

—Poitiers está allí. —El conde de Oxford, a la izquierda del príncipe, señaló vagamente al este.

—Vuestro abuelo, y ya me perdonaréis, cometió el mismo error en Bannockburn —comentó Suffolk.

—¿Error?

—Atacó, sire. No había necesidad de hacerlo, y perdió.

—Era un idiota —dijo el príncipe alegremente—. Yo no soy un idiota, ¿verdad?

—Por supuesto que no, sire —respondió Suffolk—. Recordaréis la gran victoria de vuestro padre en Crécy. Vuestra también, sire. Defendimos.

—¡Así es! ¡Mi padre no es ningún idiota!

—Dios nos libre, sire.

—Pero mi abuelo sí. ¡No es necesario disculparse! Tenía el cerebro de una ardilla, es lo que dice mi padre. —El príncipe se agachó por debajo de la rama baja de un olmo—. ¿Pero qué pasa si vemos a esos cabrones en el camino? En tal caso deberíamos atacar, ¿verdad?

—Si las circunstancias son propicias —respondió el conde de Oxford con cautela.

—¿Y si no encontramos la colina adecuada? —preguntó el príncipe.

—Seguiremos marchando hacia el sur, sire, hasta que encontremos una —dijo Suffolk—, o hasta que lleguemos a una de nuestras fortalezas.

El príncipe hizo una mueca.

—No me gusta salir corriendo.

—Lo encontraréis preferible a estar prisionero en París, sire —terció Oxford con sequedad.

—He oído decir que en París hay unas chicas muy guapas, ¿eh?

—Chicas guapas las hay en todas partes, sire —afirmó Suffolk—, como sabréis mejor que la mayoría de nosotros.

—Dios es bueno —declaró el príncipe.

—Amén —añadió Oxford.

—Y recemos a Dios para que retrase a los franceses —dijo Suffolk en tono sombrío.

La última información fiable que le había llegado decía que el rey francés se encontraba a tan solo diez o doce millas de distancia, y su ejército que, al igual que el del príncipe, iba todo a caballo, avanzaba más deprisa. El rey Juan, que se había pasado todo el verano perdiendo el tiempo, de repente estaba lleno de energía y Suffolk suponía que también de confianza. Iba buscando una batalla, aunque no era tan idiota como para arriesgarse a combatir en terreno desfavorable.

Los franceses querían atrapar al príncipe, obligarlo a luchar en un lugar que ellos eligieran, y Suffolk estaba inquieto. Un prisionero que había capturado el captal de Buch había confirmado que el rey Juan había despachado a todos sus soldados de a pie porque retrasarían a su ejército. Y que, incluso sin dicha infantería, superaba en número al príncipe, aunque nadie sabía en qué proporción, y él no se veía obligado a viajar por aquella maldita cordillera boscosa. Él iba por buenos caminos. Se dirigía al sur a toda velocidad. Quería cerrar la trampa.

No obstante, la maldita cordillera boscosa era la principal esperanza del príncipe. Era un atajo. Podría ganar un día de marcha, y un día de marcha era oro. Y tal vez, al final de la cordillera, habría un lugar en el que tender una emboscada a los franceses. O tal vez no. Suffolk estaba preocupado por el bagaje. Siempre que estuviera separado del ejército, era vulnerable y aunque ganaran ese día de marcha, tendrían que esperar medio para que el bagaje los alcanzara. Y le preocupaban los caballos; en aquel terreno elevado no había agua, los animales estaban sedientos y los hombres que los montaban hambrientos. La cantidad de víveres del ejército era desesperadamente baja. Necesitaban llegar a un terreno más bajo y fértil, donde los graneros estuvieran llenos; necesitaban agua; necesitaban descanso, y un respiro.

Cuatro millas por delante de donde el príncipe y los dos condes cabalgaban entre los árboles, el captal de Buch se hallaba sobre su silla en el extremo de la cordillera. Enfrente tenía una larga pendiente que descendía hasta un camino y el reflejo de un río, en tanto que a su derecha, al otro lado de unas colinas bajas y boscosas, había una mancha de humo que ensuciaba el cielo y que sabía que debía de señalar los fuegos de las cocinas de Poitiers. La larga ladera del valle estaba cubierta de viñedos; hileras e hileras de vides tupidas.

Hacía un día precioso; cálido y soleado, con tan solo unas pocas nubes altas y blancas. Los árboles estaban cargados de hojas que habían empezado a mostrar el matiz de color del otoño. Las uvas eran gordas y casi estaban a punto de poder recogerse. El captal pensó que hacía un día para llevar a una chica al río y bañarse desnudos en él, y después hacer el amor en la hierba y beber vino antes de volver a hacer el amor.

En cambio él estaba observando al enemigo.

Un ejército había pasado por el poco profundo valle. A ambos lados del camino, el suelo estaba revuelto por el paso de caballos, de miles y miles de cascos que dejaron una cicatriz oscura en la superficie. Uno de los exploradores del captal, montado en un caballo pequeño y veloz, lo había visto pasar.

—Ochenta y siete banderas, sire —le había dicho.

El captal gruñó. Solo los grandes señores enarbolaban sus estandartes durante la marcha, para que sus seguidores supieran cuál era su lugar en la columna, pero ¿a cuántos hombres equivalía eso? Ningún gran señor llevaría menos de un centenar de hombres a la batalla. Así pues, ¿unos diez mil? ¿Doce mil? Eran muchos, pensó el captal con aire sombrío. Los ingleses y sus aliados gascones no enarbolaban más de cuarenta banderas como aquellas, ¡pero su explorador había contado ochenta y siete! Aunque, en esos momentos, mientras el sol brillaba sobre el valle marcado y el río tranquilo, el captal solo veía dos banderas ondeando por encima de una multitud de soldados y caballos que descansaban al lado del agua.

—¿Eso es la retaguardia? —preguntó.

—Sí, sire.

—¿Estás seguro?

—No hay nadie detrás de ellos. —El explorador hizo un gesto hacia el este—. Cabalgué durante una legua en esa dirección. Nada.

Y la retaguardia francesa estaba descansando. No tenían prisa, ¿y por qué deberían tenerla? Habían adelantado a los ingleses y gascones. El príncipe no había ganado un día de marcha y los franceses habían ganado la carrera. El captal hizo llamar a uno de sus hombres y le dijo que llevara la mala noticia a Eduardo.

—Ve —ordenó—, date prisa.

Y luego, al igual que los franceses, el captal esperó.

—¿Cuántos calculas que hay? —preguntó a un hombre de armas, al tiempo que señalaba con la cabeza a los hombres que había a la vera del río.

—¿Seiscientos, sire? ¿Setecientos?

Así pues, seiscientos o setecientos soldados franceses se hallaban inmóviles en el valle. La mayoría de ellos no llevaban casco porque el día era caluroso, aunque muchos sí se cubrían con unos sombreros de ala ancha tocados con extravagantes plumas blancas, una clara evidencia de que no esperaban problemas. Había unos cuantos carros ligeros que transportaban lanzas y escudos. Aquellos franceses no tenían ni idea de que su enemigo se encontraba tan cerca.

Algunos habían desmontado y otros incluso se habían tumbado en la hierba, como si quisieran recuperar el sueño atrasado. Los criados paseaban a algunos caballos sin jinete por un prado en los que otros pastaban. Los hombres formaban pequeños grupos y se iban pasando odres de vino. El captal no distinguía las dos banderas, porque colgaban lacias bajo el calor, sin viento, pero su presencia significaba que entre aquellos hombres de armas había señores. Y los señores implicaban rescates.

—Nos superan en número —dijo el captal, que hizo una pausa mientras su caballo golpeaba el mantillo de hojas con la pata delantera—. Nos superan en una proporción de dos a uno —continuó—, pero nosotros somos gascones.

Tenía poco más de trescientos hombres de armas, todos ellos con cascos y escudos; todos listos para combatir.

—¿Por qué están esperando? —preguntó un hombre de armas.

—¿Agua? —sugirió el captal. Hacía calor, ambos ejércitos habían marchado con rapidez y los caballos estaban sedientos. En el terreno elevado no había agua y supuso que estaban dejando beber a sus sementales en el pequeño río. Se dio la vuelta en la silla y señaló a Hunald, su escudero—. Casco, escudo, lanza. Ten preparada el hacha. —Observó a su portaestandarte, que cruzó la mirada con él y le sonrió—. ¡Cerrad filas! —gritó a sus hombres.

Tomó el casco, alzó la visera y se lo encajó encima de su capucha de malla. Pasó el brazo izquierdo por el asa del escudo negro y amarillo y lo sujetó con fuerza. Su escudero le ayudó a calar la lanza. A lo largo del límite de los árboles había hombres haciendo lo mismo. Algunos solo desenvainaron espadas. Guillaume, un hombre enorme montado en un caballo igual de enorme, llevaba un lucero del alba con pinchos.

—No toquéis la trompeta —gritó el captal.

Si señalaba la carga con un toque de trompeta, el enemigo ganaría unos cuantos segundos. Era mejor limitarse a salir del bosque en tropel y llegar a media ladera antes de que los franceses cayeran en la cuenta de que la muerte había ido a visitarlos una tarde cálida. Su caballo relinchó y volvió a golpear el suelo con el casco.

—¡En nombre de Dios, de Gascuña y del rey Eduardo! —exclamó el captal.

Y clavó los talones.

Y pensó que, por Dios, no había nada como aquella sensación. Un buen caballo, una silla alta y ceñida, una lanza y un enemigo pillado por sorpresa. El retumbo de los cascos llenó la tarde y las fuertes pisadas levantaron terrones de tierra que salían disparados hacia lo alto cuando trescientos diecisiete jinetes surgieron de entre los árboles y se lanzaron ladera abajo.

La bandera del captal; las veneras plateadas en la cruz negra sobre el campo amarillo, gualdrapeaba mientras el portaestandarte la sostenía en alto. Los hombres gritaron:

—¡Por santa Quiteria y por Gascuña!

El captal se rio. ¿Santa Quiteria? Había sido una virgen cristiana a la que le habían cortado la cabeza al negarse a contraer matrimonio con un señor pagano. Pero su tronco decapitado había recogido la cabeza cercenada y ensangrentada y la había llevado ladera arriba hasta un lugar donde, hasta el día de hoy, se decía que ocurrían milagros. Era una santa gascona. ¡Una maldita virgen! Pero quizá les trajera el milagro que necesitaban.

—¡Por santa Quiteria y por san Jorge! —gritó, y vio que un francés hacía dar la vuelta a su caballo para enfrentarse a la carga.

El hombre no llevaba ni lanza ni escudo, solo una espada desenvainada. El captal apretó la rodilla izquierda contra el flanco de su corcel y el caballo giró obedientemente. El animal parecía intuir adónde quería ir, por lo que cruzó el camino a galope tendido mientras el captal dejaba que la lanza penetrara en el vientre de su enemigo con tan solo una ligera sacudida al atravesar la malla y alcanzar una de las costillas más bajas. Luego soltó la lanza y extendió la mano derecha para que su escudero le diera el hacha. Prefería el hacha a la espada. Un hacha atravesaba la malla e incluso las placas.

Volvió a tocar al caballo con la rodilla para perseguir a un hombre que huía, asestó un golpe con el hacha y notó que la hoja le atravesaba el cráneo con un crujido. Liberó el arma de un tirón, alzó el escudo para parar un débil espadazo por la izquierda y vio que el soldado que lo atacaba se desvanecía en un mar de sangre brumosa cuando el lucero del alba de Guillaume hizo desaparecer un sombrero con plumas blancas junto con la cabeza y los sesos que iban dentro.

Los jinetes gascones se lanzaron contra el enemigo. No era una lucha justa. La retaguardia francesa había estado relajándose, confiados de que si alguien veía al enemigo sería la vanguardia, pero en cambio ese enemigo se encontraba tras ellos y los estaba masacrando. El captal mató, espoleó su caballo y siguió avanzando para impedir que los franceses formaran en cualquier orden. Eran más numerosos en torno al vado, donde había una multitud de soldados y caballos bajo unos sauces. Viró hacia ellos.

—¡Seguidme! —gritó—. ¡Seguidme! ¡Por santa Quiteria!

Sus hombres hicieron girar a sus caballos para ir detrás de él, hombres con malla y acero reluciente montados en animales pesados. Los corceles ponían los ojos en blanco, enseñaban los dientes y tenían las gualdrapas salpicadas de sangre.

El captal se lanzó contra la desorganizada concentración de franceses y arremetió con el hacha oyendo los gritos, asustando a los caballos enemigos, irrumpiendo entre la aglomeración sin dejar de gritar en ningún momento. Los franceses ya estaban huyendo. Los soldados se encaramaban como podían a las sillas y espoleaban los caballos para alejarse. Otros anunciaban a voz en grito que se rendían, y por toda la pradera los gascones galopaban, mataban, daban la vuelta y se lanzaban de nuevo al ataque.

El captal había pensado que tendría que luchar para abrirse paso a través de la multitud de hombres, pero en cambio esta se dispersaba, los soldados huían y él fue en su persecución. No había forma más fácil de matar que de ese modo.

Su corcel se alineó con el caballo de un fugitivo, apretó el paso, aguardó a que la presión de una rodilla le dijera que el hacha había hecho su trabajo y luego buscó otra víctima. A ambos lados del captal había otros gascones haciendo lo mismo. Dejaban un rastro de hombres heridos, sangrando, sacudiéndose, de caballos sin jinete, de muertos, y aun así siguieron adelante, persiguiendo y matando. Todas las frustraciones de los días de retirada se descargaban en aquella orgía de muerte.

A un francés le entró el pánico e hizo girar el caballo bruscamente hacia la izquierda, con lo que la bestia perdió pie. Los cuerpos ensangrentados de dos gansos, producto de un saqueo, estaban atados al arzón trasero de la silla y volaron plumas por los aires cuando el caballo se desplomó. El hombre soltó un grito al quedársele la pierna atrapada debajo de la bestia, que se la rompió al caer. Intentó salir retorciéndose mientras el hacha del captal hendía el aire. Sus gritos cesaron. Una mujer pedía ayuda a voz en grito, pero su hombre había huido y se hallaba rodeada de gascones en un campo ensangrentado.

El captal gritó a su trompeta.

—Toca retirada —le ordenó.

Sus hombres habían matado, habían triunfado, habían tomado cautivos al menos a tres grandes señores, habían dejado montones de muertos sin apenas recibir un rasguño, pero en la persecución galopaban hacia el cuerpo principal de los franceses y sería cuestión de minutos que dicho ejército reaccionara y enviara soldados con armas y armaduras pesadas para que contraatacaran. Por lo tanto, el captal viró bruscamente, subió por la corta pendiente y volvió a desaparecer entre los árboles. El valle que antes había tenido un aspecto tan pacífico estaba salpicado de sangre y sembrado de cuerpos.

Los ejércitos se habían encontrado.

—¿La abadía de san Juniano? —preguntó el campesino—. Claro, mi señor, siguiendo el valle. —Señaló al norte con un dedo mugriento—. No está lejos, señor. Con un buey se puede ir y volver en una mañana.

El hombre estaba trillando grano cuando el hellequin llegó a su aldea, y no se había percatado de la presencia de los jinetes hasta que sus sombras oscurecieron la puerta del granero. Miró con mudo asombro a los hombres a caballo, se puso de rodillas y se pasó la mano por el flequillo nerviosamente. Thomas le dijo que no corría peligro, que no tenían intención de hacerle daño. A continuación, tal como había hecho un centenar de veces durante el viaje, le preguntó si conocía la abadía de san Juniano, y en esta ocasión, por primera vez, la respuesta fue afirmativa.

—Hay monjes en la abadía, mi señor —explicó el hombre, nervioso, intentando ser de ayuda.

Desvió la mirada un instante hacia la izquierda, sin duda hacia el lugar en el que vivía su familia. Había soltado el mayal, dos palos de madera unidos por una tira de cuero, no fuera que aquellos jinetes lo confundieran con un arma.

—¿Quién es tu señor? —preguntó Thomas.

—El abad, mi señor —respondió el hombre.

—¿Qué clase de monjes son?

La pregunta desconcertó al campesino.

—¿Monjes negros, señor? —sugirió.

—¿Benedictinos?

—¡Ah, sí! Benedictinos. Creo. —Sonrió, pero estaba claro que no sabía lo que era un benedictino.

—¿Han venido soldados por aquí?

Esta vez estaba más seguro de su respuesta:

—No desde hace mucho tiempo, señor, pero vinieron algunos el día de santa Perpetua, de eso me acuerdo. Vinieron, pero no se quedaron.

—¿Y no han venido más desde entonces?

—No, señor.

Había pasado medio año desde el día de santa Perpetua. Thomas lanzó una moneda de plata al hombre, hizo dar la vuelta a su caballo y se marchó.

—Vamos hacia el norte —hizo saber a sus hombres con sequedad, y espoleó a su montura en esa dirección.

Atardecía, lo cual significaba que era hora de buscar refugio para pasar la noche. Un río serpenteaba al fondo del valle, donde había un par de casuchas oscurecidas bajo unos robles, pero en el extremo septentrional del valle, oculto por un espolón de terreno boscoso, había un pueblo o una pequeña ciudad cuya presencia delataba el humo espeso de los fuegos de las cocinas. La abadía tenía que estar allí. Dos cuervos cruzaron el río volando, negros contra el cielo que se oscurecía. Sonó una campana que llamaba a hombres y mujeres a sus oraciones vespertinas.

—¿Hay una ciudad? —Rymer, el hombre del conde de Warwick, había acercado su caballo al de Thomas.

—No lo sé, pero normalmente los pueblos crecen junto a un monasterio.

—¿Un monasterio? —Rymer parecía sorprendido.

—Me dirijo allí.

—¿Para rezar? —sugirió Rymer a la ligera.

—Sí —contestó Thomas.

La respuesta incomodó a Rymer y se quedaron callados. Thomas torció por un recodo del valle, vio un río bordeado de sauces y, justo al otro lado, una extensa población y los campanarios de un monasterio. Este era sorprendentemente grande, rodeado por un muro alto y dominado por la gran iglesia de la abadía.

—Podemos quedarnos en el pueblo —sugirió Rymer.

—Habrá una taberna —dijo Thomas.

—Es lo que estaba esperando.

—Mis hombres también se quedarán allí. —Thomas se quedó mirando el monasterio con sus altos muros en la creciente oscuridad. Estos tenían un aspecto tan formidable como las defensas de cualquier castillo—. ¿Es aquí? —preguntó a sire Roland, que había dirigido su caballo hacia Thomas.

—No sabría deciros —respondió este.

—Más bien parece una fortaleza que un monasterio —comentó Thomas.

El caballero virgen miró los muros distantes con el ceño fruncido.

—A san Juniano le dijeron que guardara la espada de san Pedro en un lugar seguro, por lo que quizá sea una fortaleza, ¿no?

—Eso si se trata de san Juniano. —Al acercarse más, Thomas vio que las enormes puertas del monasterio estaban abiertas. Supuso que no las cerrarían hasta que el sol desapareciera al fin en el oeste—. Está enterrado allí, ¿no?

—Sus restos mortales están allí, sí.

—De modo que quizá la Malice se encuentre también allí.

—Y quizá sea allí donde debamos dejarla —replicó sire Roland.

—Lo haría si no creyera que Bessières la está buscando. Y si la encuentra la utilizará, no para la gloria de Dios, sino para la suya propia.

—¿Y vos la utilizaréis?

—Ya os lo dije —repuso Thomas con brusquedad—. La perderé. —Se dio la vuelta en la silla—. ¡Luc! ¡Gastar! ¡Arnaldus! Conmigo. ¡El resto quedaos en el pueblo! ¡Y pagad por los víveres!

Había elegido a gascones para que lo acompañaran para que los monjes no sospecharan que era leal a Inglaterra.

Robbie, Keane y sire Roland también se quedaron con Thomas. Genevieve y Bertille se empeñaron en acompañarle, aunque Hugh quedó al cuidado de Sam y los demás arqueros.

—¿Por qué no te llevas a los arqueros? —preguntó Genevieve con aspereza.

—Son monjes —contestó Thomas—, solo monjes. Les preguntaremos y nos marcharemos.

—¿Con la Malice? —quiso saber Genevieve.

—No lo sé —repuso Thomas—. Ni siquiera sé si la Malice existe.

Clavó los talones para llegar a la puerta antes de que el sol desapareciera por el horizonte. Cruzó a medio galope un prado en el que un niño pequeño y un perro grande vigilaban un rebaño de cabras, y ambos observaron en silencio a los jinetes que pasaban. Un magnífico puente de piedra cruzaba el río desde el prado y, al otro lado, el camino se bifurcaba. El que estaba a mano izquierda conducía al pueblo y el de la derecha al monasterio. Thomas vio que este se hallaba medio rodeado por una parte del cauce del río, que se había desviado para formar una especie de foso ancho, quizá para que los monjes pudieran tener pescado. También vio a dos figuras con hábito que caminaban hacia la puerta abierta y volvió a espolear su caballo. Los dos monjes lo vieron venir y esperaron.

—¿Estáis aquí por los peregrinos? —le preguntó uno de ellos a modo de saludo.

Thomas abrió la boca para preguntarle a qué se refería pero en cambio tuvo el tino de asentir.

—Así es —le dijo.

—Llegaron hace una hora. Se alegrarán de tener protección, creen que los ingleses andan cerca.

—No vimos a ningún inglés —dijo Thomas.

—Aun así se alegrarán de veros —repuso el monje—. Son tiempos peligrosos para andar de peregrinación.

—Todos los tiempos son peligrosos —afirmó Thomas, y condujo a sus seguidores por debajo del alto arco. El sonido de los cascos de los caballos resonó en las paredes de piedra cuando la campana dejó de sonar—. ¿Dónde están? —se volvió a preguntar al monje.

—¡En la abadía! —gritó este.

—¿Nos está esperando alguien? —preguntó Genevieve.

—No nos esperan —respondió Thomas.

—¿Quiénes? —insistió ella.

—Solo unos peregrinos.

—Envía a buscar a los arqueros.

Thomas echó un vistazo a sus tres gascones, a Robbie y a sire Roland.

—Creo que un grupo de peregrinos no suponen ningún peligro —afirmó con sequedad.

Los caballos llenaron el pequeño espacio entre los muros y la iglesia de la abadía. Thomas se deslizó de la silla y comprobó de forma instintiva que su espada saliera con facilidad de la vaina. Oyó que las puertas del monasterio se cerraban con estrépito y el golpe sordo de la tranca que se dejó caer en su sitio.

Ya casi era de noche y los edificios del monasterio se veían negros contra un cielo débilmente luminoso, en el que brillaban las primeras estrellas. Una antorcha ardía en un soporte entre dos edificios de piedra que podían haber sido dormitorios, en tanto que otras dos resplandecían en las escaleras de la abadía. Una calle adoquinada pasaba frente a la abadía. En su otro extremo, allí donde otra puerta que atravesaba el alto muro del monasterio seguía aún abierta, Thomas vio un grupo de caballos ensillados y cuatro ponis de carga que sujetaban unos criados.

Desmontó y se volvió hacia las escaleras, donde las antorchas parpadeaban soltando chispas y se extinguían junto a la puerta abierta. A través de ella le llegaba el canto de los monjes, un sonido lento y hermoso, profundo y rítmico, que fluía y refluía como las mareas del mar. Subió las escaleras despacio y el interior del edificio se fue revelando poco a poco; un esplendor de velas brillantes, piedra pintada, pilares tallados y altares relucientes. ¡Había tantas velas! La larga nave estaba llena de monjes con cogulla negra entonando cantos y haciendo genuflexiones. Thomas se fijó en que ahora el sonido resultaba amenazador, como la marea que se convierte en profundas olas. Distinguió las palabras mientras entraba a la luz de las velas y reconoció que eran de un salmo. «Quoniam propter te mortificamur tota die», entonaban las voces masculinas alargando las sílabas, «aestimati sumus sicut oves occisionis».

—¿Qué dicen? —susurró Genevieve.

—Por ti consideramos la muerte todo el día —tradujo Thomas en voz baja— y somos juzgados como corderos que van a ser sacrificados.

—No me gusta —comentó con nerviosismo.

—Solo necesito hablar con el abad —la tranquilizó Thomas—. Esperaremos a que termine el oficio.

Thomas miró el elevado coro en el que solo vio una gran pintura en la pared que representaba a Jesucristo juzgando. Los pecadores caían a un Infierno encendido que había a un lado y, sorprendentemente, sus filas estaban llenas de sacerdotes y monjes con hábito. Más cerca, en la nave, había una pintura de Jonás y la ballena, un tema que a Thomas le pareció raro en un monasterio situado tan al interior. Le recordó que su padre le contaba esa antigua historia y que de pequeño había bajado a la playa de guijarros de Hookton y se había quedado mirando con la esperanza de ver una gran ballena que pudiera tragarse a un hombre.

Enfrente de Jonás, medio ensombrecida por las columnas, había otra pintura que Thomas se dio cuenta de que era de san Juniano. Se veía al monje arrodillado en un rodal de tierra en la nieve mirando extasiado hacia lo alto, donde un brazo salía del Cielo para entregarle una espada.

—¡Ahí está! —dijo maravillado.

Los monjes que estaban al fondo de la nave lo oyeron y la mayoría de ellos se volvieron y vieron a Genevieve y Bertille.

—¡Mujeres! —masculló uno de ellos en tono de alarma.

Un segundo monje se acercó a Thomas a toda prisa.

—¡Los peregrinos solo pueden entrar en la iglesia entre maitines y la hora nona —anunció con indignación—, ahora no! ¡Marchaos, todos!

Robbie, Keane, sire Roland y los tres gascones habían seguido a Thomas al interior de la iglesia, y el monje indignado extendió los brazos para echarlos a todos.

—¡Lleváis espadas! —protestó—. ¡Debéis marcharos!

Más monjes se volvieron a mirar, un gruñido interrumpió los cánticos y Thomas recordó que su padre decía que daba más miedo un hatajo de monjes que cualquier cuadrilla de bandidos. «La gente cree que no son más que unos maricas castrados, pero no lo son, ¡por Dios que no! ¡Saben pelear como salvajes!».

Aquellos monjes tenían ganas de pelea y por lo menos debían de ser unos doscientos. Debían pensar que ningún hombre de armas se atrevería a desenvainar una espada dentro de la abadía y el monje que estaba más cerca debió de creérselo, porque lanzó con fuerza su mano carnosa contra el pecho de Thomas al tiempo que una campana empezaba a sonar frenéticamente en el altar mayor. Su sonido se vio reforzado por el de un báculo golpeando contra el suelo de piedra.

—¡Dejad que se queden! —bramó una gran voz—. ¡Les ordeno que se queden! —Los restos del canto se fueron apagando de manera irregular hasta que acabaron silenciándose del todo. El monje aún tenía la mano en el pecho de Thomas.

—Quítala —le dijo Thomas en voz baja. El hombre le dirigió una mirada hostil y le Bâtard le agarró la mano para doblársela hacia atrás utilizando la fuerza que se obtiene tensando la cuerda de un arco de guerra. El monje se resistió, pero luego abrió mucho los ojos, atemorizado, al sentir la fuerza del arquero. Intentó retirar la mano y Thomas se la dobló con más fuerza hasta que notó que se fracturaba el hueso de la muñeca—. Te dije que la quitaras —susurró.

—¡Thomas! —exclamó Geneviève, ahogando un grito.

Este miró hacia el altar mayor y vio en él a una figura; a un hombre enorme envuelto en rojo, alto, gordísimo y autoritario. Los peregrinos iban encabezados por el cardenal Bessières. Y no estaba solo. Había ballesteros en los extremos de la nave, y oyeron el chasquido de sus cuerdas al encajar en el mecanismo del gatillo. Al menos había una docena de arqueros, todos ellos con la librea de un caballo verde sobre un campo blanco. Con ellos había hombres de armas, y allí, al lado del cardenal en lo alto de los escalones del altar, estaba el conde de Labrouillade.

—Tenías razón —admitió Thomas en voz baja—. Debería haber traído a los arqueros.

—¡Traedlos aquí! —ordenó Bessières. Estaba sonriendo y no era de extrañar; sus enemigos habían ido directos a él y ahora los tenía a su merced: y el cardenal Bessières, arzobispo de Livorno y legado papal del trono de Francia, no tenía compasión. El padre Marchant, alto y adusto, estaba al lado del cardenal. Thomas, cuando lo obligaron a avanzar por la nave entre los monjes que se apartaron para dejarles pasar, vio que había más hombres de armas en las sombras de los muros de la abadía—. Bienvenido —dijo el cardenal—, Guillaume d’Evecque.

—Thomas de Hookton —dijo Thomas con aire desafiante.

Le Bâtard —terció el padre Marchant.

—¡Y la puta hereje de su mujer! —exclamó el cardenal.

—Y mi esposa también —masculló Labrouillade.

—¡Dos putas! —anunció el cardenal en tono divertido—. ¡Que no se muevan de ahí! —Gruñó la orden dirigiéndose a los ballesteros que vigilaban a Thomas—. Thomas de Hookton —dijo—, le Bâtard. ¿Por qué estáis en este lugar de oración?

—Me encomendaron una tarea —respondió Thomas.

—¡Una tarea! ¿Y cuál es? —El cardenal le hablaba con amabilidad fingida, como si estuviera consintiendo a un niño pequeño.

—Evitar que una reliquia sagrada caiga en malas manos.

El cardenal torció la boca con un esbozo de sonrisa.

—¿Qué reliquia, hijo mío?

La Malice.

—¡Ah! ¿Y qué manos son esas?

—Las vuestras —declaró Thomas.

—¡Ya veis de qué infamia es capaz le Bâtard! —El cardenal se dirigió entonces a toda la abadía—. ¡Se atreve a negar a la Santa Madre Iglesia una de sus reliquias más sagradas! ¡Ya está excomulgado! Se le ha excluido de la salvación y aun así osa venir aquí, trayendo a sus putas a este lugar bendecido, para robar lo que Dios ha dado a sus fieles servidores. —Levantó una mano y señaló a Thomas—. ¿Negáis que estáis excomulgado?

—Me declaro culpable de una cosa —dijo Thomas.

El cardenal frunció el ceño.

—¿Y cuál es?

—Teníais un hermano —dijo Thomas. Al cardenal se le ensombreció el rostro, le tembló el dedo que tenía extendido y lo dejó caer—. Teníais un hermano —repitió— que ahora está muerto.

—¿Qué sabéis vos de eso? —preguntó el cardenal en tono peligroso.

—Sé que lo mató una flecha disparada por un cachorro del diablo —respondió Thomas. Podría haber suplicado por su vida, pero sabía que no conseguiría nada. Estaba atrapado, rodeado de ballesteros en tensión y de hombres de armas, y lo único que le quedaba era el desafío—. Sé que lo mató una flecha cortada de un fresno a la puesta de sol —siguió diciendo—. Una flecha pelada de su corteza por el cuchillo de una mujer, con una punta de acero que se forjó una noche sin estrellas, y empendolada con plumas de un ganso que mató un lobo blanco. Y sé que la flecha la disparó un arco que había permanecido una semana en una iglesia.

—Brujería —susurró el cardenal.

—Deben morir todos, Eminencia. —Era la primera vez que hablaba el padre Marchant—. Y no solo las putas y los excomulgados, ¡esos hombres también! —señaló a Robbie y a sire Roland—. ¡Han roto sus juramentos!

—¿Un juramento hecho a un hombre que tortura a mujeres? —replicó Thomas con desdén—. Oyó el sonido de cascos de caballos sobre el patio adoquinado del exterior de la abadía. Se oyeron voces enfadadas.

El cardenal también las había oído, y dirigió la mirada a la puerta de la abadía, pero no vio nada amenazante.

—Morirán —afirmó, dirigiendo la mirada de nuevo hacia Thomas—. La Malice les dará muerte. —Chasqueó los dedos.

En aquel momento, una docena de monjes que estaban de pie junto al altar mayor se apartaron y Thomas vio a un fraile. Era un hombre mayor, y su hábito blanco estaba manchado con la sangre de sus labios y nariz, rotos por la paliza que le habían dado. A sus espaldas, en las sombras de detrás del altar, había una tumba. Era un ataúd de piedra, tallado y pintado, que descansaba sobre dos pedestales de piedra construidos en un nicho del ábside. La tapa se había retirado un poco. Entonces una figura conocida salió de la oscuridad. Sculley se acercó a la tumba con el traqueteo de los huesos que llevaba en su larga cabellera y metió la mano dentro. Tenía más huesos sujetos a la barba, y golpeaban contra el peto que llevaba sobre su cota de malla.

—Me mentisteis —gritó a Robbie—, me hicisteis luchar por los malditos ingleses y vuestro tío dice que debéis morir, que sois un pusilánime. No merecéis llevar el nombre de Douglas. Sois un pedazo de mierda, eso es lo que sois.

Y de la tumba sacó una espada. No se parecía en nada a las espadas de las pinturas de las paredes de las iglesias. Aquella parecía un alfanje, una de esas espadas baratas que podían utilizarse además para cortar el heno. Tenía una hoja gruesa y curva que se ensanchaba hacia la punta; un arma para propinar tajos burdos más que para clavar. La hoja parecía vieja y descuidada; estaba picada, oscurecida y era tosca, y sin embargo Thomas sintió el impulso de caer de rodillas. Jesucristo en persona había mirado esa espada, puede que la hubiera tocado, y la noche anterior a su agonía se había negado a dejar que ese arma lo salvara. Era la espada del Pescador.

—Matadlos —dijo el cardenal.

—No debería derramarse sangre —protestó un monje alto con una barba gris. Tenía que ser el abad.

—Matadlos —repitió el cardenal, y los ballesteros alzaron sus armas—. ¡Con flechas no! —gritó Bessières—. Dejemos que la Malice cumpla su cometido y sirva a la Iglesia tal como es su finalidad. ¡Dejemos que realice su glorioso trabajo!

Y el arquero soltó la cuerda, y la flecha voló.