10

Los dos dados rodaron por la mesa.

Era una mesa magnífica, hecha de nogal oscuro y con incrustaciones de plata y marfil que trazaban un dibujo de unicornios, pero en aquellos momentos estaba cubierta por una tela de terciopelo azul muy oscuro ribeteada con borlas doradas. El cobertor amortiguaba el sonido de los dados que cinco hombres observaban.

—¡Por las tripas de Cristo! —exclamó el más joven cuando los dados se detuvieron.

—Que se han vaciado encima de vos, sire —comentó otro hombre inclinado sobre la mesa—, ¡tres veces! —Tenía que encorvarse, porque los dados, aunque estaban hechos de un blanquísimo marfil de primera, estaban marcados con oro y costaba muchísimo leerlos; una dificultad agravada por la extraña luz que había dentro de la enorme tienda confeccionada con lona teñida de rayas rojas y amarillas. Aunque no es que hubiera mucha luz que la lona pudiera colorear porque, pese a ser media mañana, el cielo estaba cubierto de unas densas nubes. El hombre miró al príncipe con socarronería, pidiéndole permiso para recoger los dados. El príncipe asintió—. Un dos y un uno —dijo el hombre con una sonrisa burlona—, que me parece, sire, que hacen tres, lo cual aumenta vuestra deuda conmigo a trescientos.

—Vuestro regocijo es indecoroso —comentó el príncipe, aunque sin asomo de furia.

—En efecto, sire, pero igualmente es regocijo.

—¡Oh, por Dios, no! —El príncipe levantó la mirada porque de repente la tienda se llenó del sonido de una intensa lluvia. Llevaba toda la mañana golpeteando la lona, pero ahora lo hacía con mucha más fuerza y en ese instante pareció caer en cascada, con tanta intensidad que los hombres tuvieron que alzar la voz para poder oírse—. ¡Hoy Dios no me ama!

—Os adora, sire, pero mi monedero le gusta más.

El príncipe tenía veintiséis años, era un hombre atractivo con un cabello rubio y espeso que la peculiar luz de la tienda oscurecía. Poseía unas facciones huesudas con ojos hundidos y negros como los botones de azabache que decoraban el cuello alto de su sobreveste, la cual era corta y de cintura ceñida según la moda, teñida de azul real. Se había utilizado hueso para darle rigidez al faldón, que iba adornado de pespuntes con perlas, forrada de seda amarilla y rematada con borlas tejidas con paño de oro. El cinturón de su espada estaba hecho con el mismo paño, aunque bordado con su insignia de tres plumas hechas de seda color marfil. La espada envainada estaba apoyada en una silla situada a la entrada de la tienda. El príncipe se acercó hasta allí para asomarse a mirar el cielo empapado de lluvia.

—¡Dios santo! ¿Es que no va a parar nunca?

—Construid un arca, sire.

—¿Y de qué la lleno? ¿De mujeres? ¿De dos en dos? ¡Eso sí que es una idea atrayente! Dos chicas de pelo rubio, dos de pelo negro y un par de pelirrojas para tener variedad.

—Serían una compañía mejor que la de los animales, sire.

—¿Lo sabes por experiencia?

Se rieron los dos. Los hombres siempre se reían de las bromas de los príncipes, pero esa risa era genuina porque Eduardo de Woodstock, príncipe de Gales, duque de Cornualles, conde de Chester y señor de Dios sabía cuántos territorios más, era un joven simpático, afable y generoso. Era un hombre alto que hubiera atraído las miradas de las mujeres aunque no hubiese sido el heredero al trono de Inglaterra y, según los abogados y señores que servían a su padre, heredero también del trono de Francia. El rey Juan II discutía esa cuestión, lógicamente, pero dicha reivindicación era el motivo de que el ejército inglés estuviera en tierras galas. El escudo de armas del príncipe era el escudo real cuarteado, que mostraba los tres leones dorados de Inglaterra con la flor de lis de Francia, sobre los cuales había un lambel que indicaba que era el hijo mayor del rey, aunque el príncipe prefería llevar un escudo pintado de negro en el que relucían tres plumas de un blanco alabastrado.

Miró al cielo malhumoradamente.

—¡Maldita lluvia! —dijo.

—Tendría que parar pronto, sire.

Eduardo no respondió a este comentario, pero se quedó mirando entre los robles gemelos que se alzaban como centinelas en la entrada de la tienda. La ciudad de Tours apenas era visible por culpa de la intensa lluvia. No parecía un lugar formidable. Cierto que la cité estaba muy bien protegida con torres y sólidos muros de piedra, pero el burgo, que era donde sin duda se concentraba la mayor parte de la riqueza de la ciudad, estaba situado en terreno bajo y rodeado solo por una zanja poco profunda y un muro de madera que estaba roto en muchos sitios. Las tropas del príncipe, endurecidas por la guerra, podrían cruzar aquella barrera hasta durmiendo, de no ser porque el río Loira se había desbordado y ahora Tours estaba protegida por campos inundados, tierras de labranza convertidas en ciénagas y una gruesa capa de barro.

—Maldita lluvia —repitió el príncipe, y Dios le respondió con un trueno tan fuerte y repentino que todos los que estaban en la tienda se encogieron de miedo. Un rayo hendió el cielo como una lanza irregular que se deslizó hasta la baja colina en la que estaba la tienda y que, por un instante, hizo que todo fuera blanco y negro. Luego resonó un segundo trueno en el cielo y, aunque parecía que no podía llover con más fuerza, la intensidad del aguacero se redobló. La lluvia rebotaba en el suelo embarrado, caía a raudales por la tienda y formaba riachuelos en la colina—. ¡Joder! —exclamó el príncipe—. ¡Joder, por Dios santo!

—Dios escucha a san Martín, sire —comentó uno de sus compañeros.

—¿San Martín?

—El santo patrón de Tours, sire.

—¿Murió ahogado?

—Creo que murió en su cama, sire, pero no estoy seguro.

—Pues ese condenado merecía morir ahogado si mandó esta maldita lluvia.

Un jinete apareció al pie de la colina. Su caballo iba envuelto en una gualdrapa que mostraba una insignia, pero la tela estaba tan mojada que no se distinguía el emblema. El caballo tenía la crin pegada al cuello, chorreando agua. Sus cascos chapoteaban en el lodo, mientras que el jinete, que llevaba una capucha de malla bajo un bacinete, iba hundido en la silla. Espoleó a la renuente bestia para que subiera la cuesta y miró hacia la tienda entrecerrando los ojos.

—¿Está aquí Su Alteza?

—¡Soy yo! —respondió Eduardo—. ¡No, no desmontes! —El hombre había estado a punto de bajar de la silla para arrodillarse ante el príncipe, pero se limitó a saludarlo con una inclinación de la cabeza. La lluvia rebotaba en su casco.

—Me enviaron a decir a Su Alteza que vamos a volver a intentarlo —gritó el mensajero. Estaba tan solo a unos cinco pasos de distancia, pero la lluvia era tan intensa que no se podía hablar con voz normal.

—¿Es que vais a ir nadando a ese maldito lugar? —preguntó el príncipe a voz en grito, y agitó la mano para indicar que no quería una respuesta—. ¡Dile que iré! —gritó. Acto seguido volvió a entrar en la tienda y chasqueó los dedos para llamar a un criado que esperaba entre las sombras—. ¡Una capa! ¡Un sombrero! ¡El caballo!

El estrépito de otro trueno ensordeció el mundo. Un rayo cayó en las ruinas de la iglesia de San Lidoire, cuyos restos se habían desmontado para suministrar piedra para reparar las murallas de la cité.

—¡No hace falta que vayáis, sire! —le dijo uno de los hombres que estaban sentados a la mesa de juego.

—¡Si van a atacar, necesitarán verme!

—¡No tenéis armadura, sire!

El príncipe no le hizo caso, levantó los brazos para que un criado pudiera sujetar la vaina de la espada a las cadenas de plata que colgaban del cinturón. Otro criado envolvió a Eduardo con una gruesa capa negra.

—Esta no —protestó el príncipe quitándosela—, ¡la roja! ¡La de los flecos dorados!

—Se desteñirá, señor.

—A la mierda el tinte, tienen que verme. ¡La roja! Tienen que reconocer mi hermosa cara. Dame ese sombrero, el pequeño. ¿Hay un caballo preparado?

—Siempre, sire —contestó un criado.

—¿Qué caballo es?

Foudre, sire.

El príncipe se rio.

—Apropiado, ¿verdad? ¡Nada menos que Foudre! —Foudre quería decir rayo en francés y el príncipe, al igual que su séquito, prefería hablar en francés. Solo utilizaba el inglés cuando tenía que hablar con los soldados rasos. Salió corriendo a la lluvia, resbaló en la hierba mojada y soltó una maldición. Recuperó el equilibrio agarrándose al mozo de cuadra que sujetaba a Foudre—. ¡Ayúdame a subir! —Ya estaba empapado—. ¡Cuando vuelva quiero tener ropa seca! —gritó a un criado que estaba dentro de la tienda, y luego tiró de las riendas.

—¡Esperad! —exclamó alguien, pero el príncipe ya se alejaba con los ojos entrecerrados bajo el azote de la lluvia. El viento que había arreciado golpeaba los árboles mojados y Foudre se asustó de una rama de roble baja y frondosa que se agitaba con el vendaval. Los rayos rasgaron el cielo y revelaron los peñascos de caliza del otro lado del río con su repentina luz blanca y brillante, que fue seguida al cabo de unos segundos por el retumbo de un trueno que sonó como si las torres del Cielo se derrumbaran.

—¡Sois un idiota, sire! —Otro jinete había alcanzado al príncipe, que se echó a reír.

—¡Un idiota empapado!

—¡No podemos atacar en estas condiciones!

—Quizá es lo que piensa el maldito enemigo, ¿no?

El caballo del príncipe cruzó pesadamente un prado anegado en dirección a un bosquecillo de sauces, donde un grupo de hombres con cotas de malla presentaban un aspecto sombrío en la penumbra del día. El río estaba detrás de ellos, con su ancha superficie agitada por la incesante lluvia. A la izquierda del príncipe, más cerca de las endebles defensas del burgo pero separado de ellas por una gruesa franja de ciénaga medio inundada, había arqueros. Iban vadeando en dirección norte hacia la ciudad, pero el príncipe se fijó en que ninguno de ellos tensaba el arco ni disparaba flechas.

—¡Sir Bartholomew! —gritó al tiempo que agachaba la cabeza para pasar bajo la rama de un sauce.

—Las malditas cuerdas están mojadas —dijo sir Bartholomew Burghersh sin mirarlo. Era un hombre fornido y moreno, un poco mayor que el príncipe, conocido por su odio hacia todo lo francés, salvo quizá el vino, el oro y las mujeres—. Las malditas cuerdas están empapadas. Más valdría que escupiéramos a esos cabrones en lugar de lanzarles flechas. ¡Vamos!

El grupo de hombres de armas vestidos con cotas de malla avanzaron penosamente hacia el norte detrás de los arqueros, cuyos disparos, al tener las cuerdas empapadas, no se acercaban por mucho a su alcance habitual.

—¿Por qué han salido los arqueros? —preguntó el príncipe.

—Un tipo se introdujo entre nuestras líneas y dijo que los cabrones se habían retirado a la cité —explicó Burghersh.

Sus hombres de armas, todos a pie y con escudos, espadas y hachas, se esforzaban por abrirse paso a través del terreno empapado haciendo frente al vendaval cargado de lluvia. El viento soplaba con tanta fuerza que formaba olas, algunas incluso con cresta, en el agua que lo inundaba todo. El príncipe hizo avanzar su caballo detrás de los hombres de armas mirando la tormenta y preguntándose si sería cierto que el enemigo había abandonado el burgo. Esperaba que así fuera. Su ejército vivaqueaba en los terrenos más elevados que pudieron encontrar.

Unos cuantos afortunados se habían resguardado en casitas o chozas, otros tenían tiendas, pero la mayoría tuvo que construirse un refugio con ramas, hojas y hierba. El burgo podía dar abrigo a todos sus soldados hasta que amainara el mal tiempo.

Sir Bartholomew, montado en un magnífico corcel, cabalgaba al lado del príncipe.

—Algunos de los arcos sí dispararán, sire —afirmó un tanto nervioso.

—¿Estáis seguro de ese hombre? ¿Del que dijo que los cabrones habían huido?

—Parecía muy convencido, sire. Dijo que el conde de Poitou ordenó que todos los defensores se dirigieran a la cité.

—Así que el cachorro Carlos está aquí, ¿eh? —dijo el príncipe. Carlos era el delfín de dieciocho años, heredero del rey Juan de Francia—. El chico ha marchado muy rápido desde Bourges, ¿no es verdad? ¿Y va a dejar que tomemos la ciudad sin más? —Eduardo aguzó la vista a través de la lluvia—. Sus banderas aún están en la muralla —añadió con recelo. Había enseñas colgadas en las débiles defensas del burgo, aunque resultaba difícil distinguir lo que representaban, ya que la lluvia había corrido los tintes de la tela. Pero había santos y flores de lis, y la presencia de las banderas sugería que los defensores todavía estaban detrás de la empalizada.

—Quieren que creamos que aún están en el burgo, sire —dijo Burghersh.

—Y yo quiero esta ciudad —repuso el príncipe.

Había salido de Gascuña a la cabeza de seis mil hombres. Habían quemado ciudades, capturado castillos, arrasado granjas y matado ganado. Habían tomado prisioneros nobles, cuyos rescates sufragarían la mitad del coste de la guerra y, en realidad, se habían hecho con semejante botín que los soldados no podían llevar todo lo que habían robado. Solamente del tesoro de Saint-Benoît-du-Sault se habían llevado nada menos que catorce mil escudos de oro, cada uno de los cuales valía tres chelines de plata ingleses. ¡Más de dos mil libras de buen oro francés! Casi no habían encontrado resistencia.

El gran castillo de Romorantin había resistido durante un par de días, pero cuando las flechas incendiarias de los arqueros del príncipe lograron prender fuego al tejado de la gran torre del homenaje, la guarnición había salido a trompicones para escapar de las vigas que se venían abajo envueltas en unas llamas espectaculares. Un cura de la casa del príncipe había calculado que el ejército había recorrido doscientas cincuenta millas hasta el momento, y habían sido doscientas cincuenta millas de saqueo y destrucción, de pillaje y matanza. Doscientas cincuenta millas empobreciendo a los franceses y demostrando que Inglaterra podía marchar con impunidad por territorio enemigo.

No obstante, el príncipe sabía que su ejército era pequeño. Había ido a la cabeza de seis mil hombres durante doscientas cincuenta millas y ahora se encontraba en el centro mismo de Francia. Pero podía reunir a miles de hombres para hacerle frente. Los rumores decían que el rey francés estaba reuniendo un ejército, pero el príncipe no conocía ni su emplazamiento ni su magnitud. Sin embargo, de una cosa sí podía estar seguro: el ejército del rey Juan sería más numeroso que el suyo, y la razón por la que quería Tours a toda costa era porque era la ruta a través de la cual podía unirse a la fuerza del conde de Lancaster, aunque esta era pequeña.

Lancaster había salido de Bretaña para devastar una franja de territorio en el norte de Francia y se decía que ahora se estaba dirigiendo al sur con la esperanza de unirse al príncipe mientras este avanzaba hacia el norte.

Pero para unirse a Lancaster tenía que cruzar el Loira, y para cruzar el Loira necesitaba el puente, y para tomar el puente necesitaba capturar Tours. Si el príncipe podía unirse a Lancaster, estaría al mando de hombres suficientes para seguir avanzando hacia el norte hasta París, asolar el corazón del enemigo y atacar al ejército real francés. Pero si no podía cruzar el río, no tendría más alternativa que retirarse.

Los arqueros se fueron abriendo paso por el barrizal. La lluvia caía con furia y el viento formaba unas olas pequeñas y rápidas en el agua. Un hombre tensó su arco y lanzó una flecha a la empalizada de madera del burgo, pero la lluvia había debilitado la cuerda del arco y la flecha se quedó corta.

—¡No malgastes las flechas, joder! —le gritó con enojo un veterano que dirigía a una veintena de arqueros—. Espera a que puedas matar a un maldito francés.

—Si hay alguno al que matar —terció Burghersh. En las débiles defensas del burgo no se veía a ningún enemigo—. Quizá estos cabrones se hayan ido de verdad —añadió esperanzado.

—¿Pero por qué iban a abandonar el burgo? —preguntó el príncipe.

—¿Porque son unos idiotas, sire? —sugirió Burghersh.

—He oído decir que el delfín es feo —comentó el príncipe—, pero no es tonto.

—Mientras que vos, sire… —sugirió su otro compañero. Burghersh puso cara de asombro al oír semejante insolencia, pero el príncipe se rio, disfrutando de la broma.

Algunos de los arqueros utilizaban los arcos como varas para tantear la firmeza del terreno o simplemente para mantener mejor el equilibrio. Y seguía sin aparecer ningún enemigo. Un grupo de arqueros que se hallaban más cerca del río encontraron una franja de terreno más alto, en el que se podía afirmar bien el pie y corrieron hacia el patético muro, tras el cual se encontraban las casas ricas y las jugosas iglesias del burgo de Tours. Otros arqueros se dirigieron hacia el mismo terreno más seco y los hombres de armas, que se abrían paso penosamente entre el agua y el barro, los siguieron hasta que se formó una multitud de soldados en aquella franja de tierra más elevada y seca.

Y las ballestas dispararon.

Docenas de ballestas que estaban secas porque sus arqueros se hallaban en los pisos superiores de las casas próximas a la muralla. Las saetas atravesaron la lluvia y los primeros arqueros salieron despedidos hacia atrás por la fuerza de los proyectiles. Un par de hombres intentaron responder con sus largos arcos de guerra, pero las cuerdas húmedas se habían dado de sí y las flechas caían débiles antes de alcanzar el muro de madera que, de repente, estaba poblado de hombres con hachas, espadas y lanzas.

—¡Joder! —maldijo el príncipe.

—Otros cincuenta pasos —dijo Burghersh, que quería decir que cincuenta yardas más allá sus arqueros podrían disparar contra el burgo, pero las ballestas escupían flechas con demasiada rapidez. El príncipe vio que una de ellas alcanzaba a un soldado en la cara; una repentina bruma de sangre que desapareció casi de inmediato barrida por la lluvia, mientras el hombre caía de espaldas contra el suelo con un chapoteo y una corta saeta negra sobresaliéndole de un ojo.

—Decidles que regresen —ordenó el príncipe.

—Pero…

—¡Decidles que regresen!

Burghersh gritó una orden a su trompeta, que tocó a retirada. El ruido del viento y la lluvia era fuerte, pero no tanto como para ahogar los gritos de júbilo de los defensores.

—¡Sire! ¡Estáis demasiado cerca! —insistió el compañero del príncipe. Era Jean de Grailly, el captal de Buch; un gascón que había seguido al príncipe desde su espléndida tienda—. ¡Estáis demasiado cerca, sire!

—Hay cuatrocientos hombres más cerca que yo —replicó Eduardo.

—Lleváis una capa roja, sire. Sois un blanco. —El captal espoleó su caballo para situarse junto al príncipe—. ¡Cabrones! —espetó. Era igual de joven que el príncipe; un hombre de cejas negras y unos ojos oscuros e intensos que, a pesar de su juventud, poseía una formidable reputación como líder. Había traído a sus propios hombres desde Gascuña y todos ellos llevaban su escudo de cinco veneras de plata en una cruz negra sobre un campo de oro. Su caballo también llevaba el escudo, y su capa tenía rayas negras y amarillas, lo cual lo convertía en un blanco igual de prominente que el príncipe—. Si os alcanza una flecha, sire —dijo, pero no pudo terminar la frase porque un proyectil le pasó zumbando junto a la cara y lo obligó a encogerse involuntariamente.

El príncipe Eduardo observaba a los arqueros y hombres de armas que regresaban como podían a través del barro.

—¡Sir Bartholomew! —gritó a Burghersh, que se había acercado unos pasos a los hombres que volvían.

—¿Sire?

—El cabrón que os dijo que se habían retirado. ¿Dónde está?

—En mi alojamiento, sire.

—Colgadlo. Colgadlo despacio. Muy, muy despacio.

Un proyectil de ballesta cayó en la ciénaga por delante de Foudre y fue dando tumbos levantando el agua hasta detenerse más allá de los cascos del caballo. Otros dos proyectiles cayeron cerca, pero el príncipe continuó sin moverse.

—No pueden verme huyendo —explicó al captal.

—Es mejor huir que morir, sire.

—No siempre —replicó el príncipe—. La reputación, mi señor, la reputación.

—Estar muerto antes de tiempo no es el camino para una gran reputación —comentó el captal.

—Todavía no es mi hora —dijo el príncipe—. Hice que me vaticinaran el futuro en Argentón.

—¿Ah, sí?

—Era una vieja bruja mugrienta, pero la gente decía que veía el futuro. Olía igual que un pozo negro.

—¿Y qué os dijo?

—Dijo que estaba destinado a cosas maravillosas —rememoró el príncipe.

—¿Sabía que erais el príncipe de Gales, sire?

—Oh, sí.

—Pues difícilmente os diría que ibais a morir bajo un aguacero lleno de barro al cabo de una semana, ¿no? Cuanto mejor es lo que vaticinan mejor les pagáis. Y apuesto a que fuisteis generoso, ¿verdad?

—Creo que lo fui, sí.

—Y lo más probable es que uno de vuestros cortesanos dijera a la vieja lo que tenía que decir. ¿Os dijo que seríais afortunado en el amor?

—Oh, sí.

—Es fácil hacer esta profecía a un príncipe. Un príncipe puede parecer un sapo y aun así ellas se abrirán de piernas.

—Dios es bueno, no hay duda —comentó Eduardo alegremente. Se le estaba destiñendo el sombrero y unos hilos del tinte escarlata le caían por la cara dando la impresión de que estaba sangrando.

—Alejaos, sire —le suplicó el captal.

—Dentro de un momento, mi señor —respondió el príncipe. Estaba decidido a esperar hasta que el último de los ingleses y galeses se hubieran retirado más allá de donde estaba su caballo.

Un ballestero, apostado en el último piso de una curtiduría situada cerca de la puerta sur, había visto las dos suntuosas capas de los jinetes. Accionó las palancas de su arma para tensar la cuerda poco a poco, centímetro a centímetro, y el arco de madera y metal crujió al soportar la enorme tirantez de la gruesa cuerda. El soldado notó el chasquido de la cuerda al encajar en la nuez que la sujetaba y a continuación buscó entre sus flechas hasta que encontró una que parecía estar limpia y afilada. La colocó en el canal y apoyó el arma en el alféizar de la ventana. Apuntó.

Se fijó en que el viento soplaba con rachas fuertes de izquierda a derecha, de modo que desvió ligeramente el arma hacia la izquierda. Se puso la culata en el hombro, tomó aire y buscó el gatillo con la mano derecha. Esperó. Los jinetes no se movían. Los soldados de a pie estaban huyendo y algunos caían abatidos al ser alcanzados por las saetas que atravesaban el cuero y la malla y perforaban carne y hueso, pero el ballestero no hizo caso de ellos. Volvió a apuntar a la capa roja, levantó un poco el arma para tener en cuenta la caída del proyectil, afirmó su posición. Contuvo el aliento y apretó el disparador. La ballesta le golpeó el hombro cuando la flecha salió a toda velocidad, como una veta negra surcando la plateada lluvia torrencial.

—Tal vez deje de llover esta noche —dijo el príncipe con aire abatido.

El proyectil de ballesta le pasó entre el muslo derecho y la silla de montar. Le rasgó la fina tela de las medias sin arañarle la piel, el armazón de madera de la silla lo frenó y acabó lastimándole una costilla a Foudre. El caballo relinchó y el dolor lo espantó. El príncipe calmó al semental.

—¡Dios santo! —exclamó—. Un par de centímetros más arriba y estaría cantando en la primera fila del coro.

—Sire —comentó el captal—, podéis castigarme por esto, pero no quiero perderos. —Se inclinó hacia adelante, tomó a Foudre por la brida y arrastró al príncipe de nuevo hacia los sauces. El príncipe lanzó gritos de ánimo a los derrotados soldados de a pie mientras dejaba que lo alejaran del peligro.

—¡Mañana —gritó—, mañana tendremos nuestra venganza! ¡Mañana saquearemos Tours!

Sin embargo, el día siguiente no les dio respiro. El viento seguía aullando, la lluvia seguía cayendo, rugían los truenos y los rayos desgarraban el cielo. Por lo visto, Dios quería mantener Tours a salvo. Quería atrapar a los ingleses y a sus aliados gascones al sur del río Loira. Y el día después, como el hecho de quedarse inmóviles era invitar a los franceses a que los rodearan, el ejército del príncipe dio media vuelta y se fue hacia el sur.

Se había iniciado la retirada.

Las armas se guardaban en la mazmorra situada bajo la torre del homenaje del castillo de Castillon d’Arbizon. Allí había cinco celdas, y una de ellas la ocupaba Pitou, que esperaba a que su padre enviara de vuelta a los hombres de Thomas desde Montpellier. Otras dos celdas estaban vacías.

—En esas dos pongo a los borrachos —explicó Thomas a Keane.

—¡Caray, pues deben de estar llenas continuamente!

—Rara vez —replicó Thomas, y condujo al irlandés hacia la celda más grande que hacía de arsenal improvisado. Los dos lebreles avanzaron husmeando por el pasillo y miraron a Keane con agitación cuando este agachó la cabeza para entrar—. Saben que pueden emborracharse cuanto quieran —continuó diciendo Thomas—, pero no cuando se supone que tendrían que estar sobrios. —Alzó el farol y lo colgó de un gancho que había en el techo, aunque la vela parpadeante proporcionaba muy poca luz—. Si eres bueno sigues con vida —afirmó.

—¿Estando sobrio? —A Keane parecía hacerle gracia.

—Siendo bueno —repitió Thomas—. Adquiriendo práctica, siendo rápido, consiguiendo ser lo bastante fuerte como para tensar un arco o manejar una espada pesada. Las armas requieren habilidades y el hombre contra el que acabes luchando puede haber estado practicando dichas habilidades durante veinte años, de manera que tú tienes que ser mejor. De lo contrario, estás muerto. Y aquí, ¿dónde estamos? Somos una pequeña guarnición rodeada de enemigos, por lo que tenemos que ser los mejores.

—¿Y si uno no es lo bastante bueno?

—Lo despido. Hay hombres de sobra que quieren servir. Se gana dinero.

Keane sonrió ampliamente.

Coredors con un castillo, ¿eh?

Lo había dicho en broma, pero aun así Thomas se estremeció porque había algo de verdad en ello. Los coredors eran bandidos, hombres y mujeres expulsados de su tierra que vivían libremente en las montañas a costa de los viajeros o de pequeñas comunidades. Y las interminables guerras en Francia implicaban que hubiera muchos coredors. En las vías principales había patrullas de hombres de armas, pero otros caminos resultaban peligrosos. Los coredors suscitaban odio pero, ¿qué era el hellequin sino eso? Salvo que ellos servían a un señor, en este caso a William Bohun, conde de Northampton, que se encontraba a Dios sabe cuántas millas de distancia vigilando la frontera entre Escocia e Inglaterra. Y el deseo del conde era que Thomas dominara aquella extensión de Francia. ¿Lo convertía eso en algo correcto? ¿O acaso la iglesia de San Sardos, en Castillon d’Arbizon, era rica en plata y brillantes pinturas murales porque Thomas sospechaba lo contrario?

—La primera vez que vi a Genevieve estaba en esta celda —le explicó a Keane.

—¿Aquí?

—Iban a quemarla por hereje —dijo Thomas—. Ya habían construido la hoguera. Tenían montones de paja para encenderla y habían apilado la leña vertical para que ardiera más lentamente. De esta forma se prolonga el dolor.

—¡Dios mío! —exclamó Keane.

—Más que dolor —se corrigió Thomas— es agonía. ¿Puedes imaginarte a Jesús quemando vivo a alguien? —le preguntó—. ¿Puedes imaginártelo haciendo una hoguera que arda lentamente y luego quedarse mirando cómo alguien grita y se retuerce?

A Keane le sorprendió la ira de la voz de Thomas.

—No —contestó con cautela.

—Soy un cachorro del diablo —afirmó Thomas con amargura—, el hijo de un cura. Conozco a la Iglesia, pero si Cristo regresara mañana mismo, no sabría qué demonios es esta Iglesia.

—Todos somos bastardos del diablo —dijo Keane con incomodidad.

—Y tú no eres bastante rápido con la espada —declaró Thomas—. Otros cinco años de práctica y adquirirás rapidez suficiente. Toma, prueba con esto.

Todas las armas de la celda habían sido capturadas al enemigo. Había espadas, hachas, ballestas y lanzas. Muchas de ellas no valían para nada y solo estaban allí a la espera de que fundieran sus hojas para volver a forjarlas, pero había otras armas en buen estado y Thomas había elegido una alabarda.

—¡Por Dios, qué cruel! —exclamó Keane mientras sopesaba la pesada hacha.

—La cabeza está lastrada con plomo —explicó Thomas—. No requiere de mucha destreza, pero sí de fuerza. Aunque la destreza ayuda, claro está.

—¿Para propinar hachazos?

—Piensa en ella como en una pica con una hoja. Puedes poner la zancadilla con ella, tirar una estocada o propinar un hachazo. —La alabarda era corta, de unos cinco pies de longitud solamente y con un asta gruesa de madera. La cabeza, de acero forjado, tenía la hoja de un hacha y en el lado opuesto un pincho ganchudo, mientras que los dos extremos del asta terminaban en unas puntas cortas—. Una espada no sirve de mucho contra un soldado con armadura —explicó Thomas—. La cota de malla puede parar un golpe de espada, e incluso el cuero hervido pararía casi todos los tajos. Una estocada podría funcionar contra la malla, pero esto —tocó el pincho que había en la punta de la alabarda— funciona contra todo tipo de armadura.

—Entonces, ¿por qué los soldados llevan espadas?

—¿En las batallas? La mayoría no lo hacen. A un hombre con armadura tienes que abatirlo a golpes. Va mejor hacerlo con una maza, un lucero del alba, un mangual o un hacha. —Dio la vuelta a la cabeza de la alabarda para mostrar la punta ganchuda—. Puedes hacer perder el equilibrio a tu adversario con esta engorra. Engancharlo o hacerlo tropezar para que caiga y matar al cabrón a golpes con la cabeza de hacha. Si te gusta, quédatela, pero átale unos trapos por debajo de la cabeza del arma.

—¿Unos trapos?

—No querrás que la sangre baje por el asta y la vuelva resbaladiza. Y pídele a Sam que te trence unas cuerdas de arco para mejorar el agarre. ¿Conoces al herrero de la ciudad?

—¿Ese al que llaman Jacques el Bizco?

—Él te la afilará. Pero primero ve al patio y practica con ella. Haz pedazos uno de los postes. Tienes dos días para convertirte en experto.

El patio ya estaba lleno de hombres que practicaban. Thomas se sentó en lo alto de las escaleras de la torre del homenaje y saludó con una sonrisa a sir Henri Courtois, que se dejó caer, flexionó un tobillo y crispó el rostro de dolor.

—¿Todavía os duele? —le preguntó Thomas.

—Me duele todo. Soy viejo. —Sir Henri frunció el ceño—. ¿Me dais diez?

—Seis.

—¡Por Dios! ¿Solo seis? ¿Y qué me decís de las flechas?

Thomas hizo una mueca.

—Andamos escasos de flechas.

—Seis arqueros y pocas flechas —dijo sir Henri con tristeza—. Para eso podríamos dejar las puertas del castillo abiertas de par en par y ya está, ¿no?

—Sería mucho menos problemático —coincidió Thomas, y su respuesta hizo sonreír a sir Henri—. Os dejaré mil flechas —sugirió.

—¿Por qué no podemos fabricarlas? —preguntó sir Henri con abatimiento.

—Os puedo hacer un arco en dos días —dijo Thomas—, pero para una flecha se tarda una semana.

—Pero podéis conseguir flechas a través del príncipe de Gales, ¿no?

—Eso espero —respondió Thomas—. Habrá traído cientos de miles. Carretadas de flechas.

—¿Y se tarda una semana para cada una?

—Hace falta mucha gente —explicó Thomas—, miles de personas en Inglaterra. Algunos cortan las astas, otros forjan las puntas, otros recogen las plumas, otros las pegan y las atan, otros les hacen la muesca y nosotros las disparamos.

—¿Diez hombres de armas? —sugirió sir Henri.

—Siete.

—Ocho —replicó sir Henri—, de lo contrario me dejáis con trece, y eso trae mala suerte.

—Con vos sois catorce —refutó Thomas—, y pronto deberíais ser dieciséis.

—¿Dieciséis?

—El prisionero que hay abajo. Hay que intercambiarlo por Galdric y nuestros dos hombres de armas. Deberían llegar cualquier día de estos. De modo que son dieciséis. ¡Joder! ¡Yo podría retener este castillo hasta el día del Juicio Final con dieciséis hombres!

Estuvieron discutiendo cómo iba a protegerse el castillo. Thomas tenía pensado cabalgar hacia el norte y quería llevarse a todos los miembros del hellequin que pudiera, pero no se atrevía a dejar el castillo poco guarnecido. En el gran salón había arcones que contenían el oro y la plata que Thomas quería llevarse consigo a Inglaterra. Una tercera parte pertenecía a su señor, el conde de Northampton, pero con el resto se compraría una buena finca.

—En Dorset —masculló, pensando en voz alta—, en casa.

—Creía que vuestra casa estaba aquí.

—Preferiría vivir en un lugar donde no necesite centinelas todas las noches.

Sir Henri sonrió.

—Suena bien.

—Pues venid a Dorset con nosotros.

—¿Y tener que escuchar vuestro bárbaro lenguaje todos los días? —le preguntó sir Henri.

Ya tenía más de cincuenta años y era un hombre que se había pasado la vida vestido con malla y placas. Había sido comandante de los hombres de armas del viejo conde de Berat y, por consiguiente, había sido enemigo de Thomas, pero el nuevo conde había considerado que sir Henri era demasiado viejo y demasiado cauto. Con actitud desdeñosa le había prometido el mando de la pequeña guarnición de Castillon d’Arbizon cuando fuera recapturado, pero el asedio del conde había sido un fracaso. Él había caído prisionero de Thomas que, al reconocer la vasta experiencia y sentido común de aquel hombre mayor, había cumplido la promesa del conde y le había nombrado su propio castellano. Nunca lo había lamentado. Era un hombre fiable, honesto, estoico y decidido a hacer que su antiguo señor lamentara su desprecio.

—He oído que Joscelyn se ha ido al norte —comentó sir Henri.

Joscelyn era el nuevo conde de Berat; un hombre testarudo que todavía no había renunciado a su sueño de reclamar Castillon d’Arbizon.

—¿A Bourges? —preguntó Thomas.

—Es probable.

—¿Dónde está Bourges?

—Al norte —respondió sir Henri, aunque era evidente que no estaba seguro—. Si yo tuviera que ir allí, cabalgaría hasta Limoges y preguntaría el camino desde allí.

—¿Y el príncipe de Gales?

—Estaba cerca de Limoges —respondió sir Henri con cautela—, o eso dicen.

—¿Quién lo dice?

—Un monje que estuvo aquí la semana pasada. Dijo que el inglés se había dirigido a caballo a algún lugar al norte de Limoges.

—¿Y dónde está Limoges? —quiso saber Thomas—. ¿Bourges está al este o al oeste de Limoges?

—Sé que está al norte —contestó sir Henri—, pero me suena que también está al este, ¿no? Podríais preguntárselo al padre Levonne. Él ha viajado mucho.

Thomas intentaba hacerse una idea del territorio desconocido y, a partir de ahí, hacer una estimación de lo que hacían los ejércitos. Sabía que los franceses estaban reuniendo efectivos y que los soldados del sur de Francia se estaban congregando en Bourges, mientras que los del norte, a las órdenes del rey, seguramente se reunirían en algún lugar cerca de París. Pero, ¿y el príncipe de Gales?

Estaba realizando otra chevauchée, una marcha destructiva por el corazón de Francia que dejaba las granjas quemadas, los molinos destruidos, las ciudades destrozadas y el ganado sacrificado. Una chevauchée era brutal y cruel, pero dejaba al enemigo empobrecido.

Al final, si los franceses querían detener a los ingleses, tendrían que salir de sus castillos y fortalezas para luchar y sería entonces cuando volarían las flechas. Cientos de miles de flechas coronadas con plumas de ganso.

—Yo en vuestro caso —aconsejó sir Henri— iría al oeste. Primero a Limoges, luego subiría hasta Poitiers y desde allí seguiría yendo hacia el norte en dirección a Tours. Seguro que os encontráis con el príncipe en alguna parte.

—¿Poitiers está en Poitou?

—Por supuesto.

—Podría ser que el hombre que intentó cegar a Genevieve estuviera allí —dijo Thomas, y no añadió que también podría estar la Malice, pero ni siquiera estaba seguro de que creyera en dicha espada.

—¿Y qué hay de Genny? —le preguntó sir Henri—. ¿Va a quedarse aquí?

Thomas negó con la cabeza.

—San Pablo dijo que las esposas tenían que ser sumisas a sus maridos, pero a Genny nadie se molestó en explicárselo.

—¿Cómo tiene el ojo?

Thomas hizo una mueca. Genevieve se había hecho un parche de cuero, que detestaba llevar pero que prefería al blanco lechoso de su globo ocular dañado.

—El hermano Michael cree que lo conservará, pero está ciego. —Se encogió de hombros—. Ahora cree que es fea.

—Genny no podría ser fea aunque lo intentara —comentó sir Henri con galantería—. ¿Y el hermano Michael? ¿Os lo llevaréis?

Thomas esbozó una sonrisa burlona.

—Es todo vuestro. Dadle una ballesta; debería lograr disparar una sin matarse.

—¿No lo queréis?

—¿Y ver cómo desespera por Bertille?

Sir Henri rompió a reír.

—¡Caray, qué rápido es! —Estaba observando a sire Roland de Verrec, que combatía con dos hombres a la vez, a los que rechazaba con su rápida espada. Daba la sensación de que lo hacía sin ningún esfuerzo, aunque estaba claro que los dos hombres que lo atacaban tenían todos los músculos en tensión para intentar superar sus paradas—. ¿Irá con vos al norte? —preguntó sir Henri.

—Eso quiere hacer, sí.

—¿Sabéis por qué? Ya no quiere seguir siendo el caballero virgen.

Thomas se rio.

—Eso tiene fácil remedio. Me asombra que no lo haya solucionado aún.

Sir Henri observó el combate de Roland.

—¡Es extraordinario! ¿Cómo ha parado esa estocada?

—Habilidad —dijo Thomas—, y práctica.

—Y pureza —añadió sir Henri—. Cree que su habilidad radica en su pureza.

—Pues yo debo de ser un inútil. ¿En serio?

—Lo cual significa que debe convertir a Bertille en viuda antes de poder casarse con ella, y no va a perder su virginidad hasta que no contraiga matrimonio.

—¡Dios mío! —exclamó Thomas—. ¿De verdad?

—Él dice que están prometidos. ¿Puedes estar prometido a una mujer casada? En cualquier caso, ha hablado con el padre Levonne y considera que puede mantener su pureza si se casa. Pero para poder casarse, la condesa tiene que enviudar, por lo tanto, primero tiene que matar al marido.

—Espero que el padre Levonne le explicara que no es probable que Labrouillade muera en combate.

—¿Ah, no? —preguntó sir Henri.

—Claro que no. Es demasiado rico, vale una fortuna como prisionero. Si las cosas le salen mal, se rendirá y nadie sacrificará un cuantioso rescate para ayudar a Roland de Verrec a perder su virginidad.

—No creo que nuestro caballero virgen lo haya tenido en cuenta —dijo sir Henri—. ¿Y sir Robbie?

—Viene conmigo —respondió Thomas en tono adusto.

Sir Henri asintió.

—¿No confiáis en él?

—Digamos que quiero tenerlo a la vista.

Sir Henri se frotó el tobillo.

—¿Su hombre regresó al norte?

Thomas movió la cabeza en señal de afirmación. Sculley había querido volver con lord Douglas, de modo que Thomas le había dado las gracias, le había entregado unas monedas y había dejado que cabalgara hacia el norte.

—Lo último que me dijo fue que estaba deseando matarme —dijo Thomas.

—¡Por Dios! Eso es horrible.

—Horrible —coincidió.

—¿Creéis que logrará alcanzar al ejército francés?

—Creo que Sculley podría recorrer el Infierno a caballo y salir ileso —afirmó Thomas.

—Sculley, ¿es un nombre escocés?

—Me contó que su madre era inglesa —explicó Thomas— y que tomó su apellido porque la mujer no sabía quién era su padre. Un grupo de ataque escocés la capturó en Northumbria y, evidentemente, se la turnaron.

—¿De modo que en realidad es inglés?

—No según él. Solo espero no tener que luchar contra ese hijo de puta.

Luego hubo dos días de preparación, días de frotar los arcos con lanolina, de recortar las plumas de cientos de flechas, de reparar arneses, de afilar espadas y hachas, de mirar hacia el futuro preguntándose qué depararía. Thomas no podía quitarse de la cabeza la batalla de Crécy. No es que recordara demasiado aparte del caos de la contienda, los relinchos de los caballos y gritos de los hombres, los gemidos de los moribundos y el hedor a mierda en un campo de soldados muertos.

Recordaba el ruido de un millar de flechas soltándose de sus cuerdas; al francés que llevaba un escudo con un morro que parecía de cerdo, decorado con unas largas cintas rojas, y cómo dichas cintas habían ondeado en el aire de una forma muy bonita cuando el hombre cayó del caballo, muriendo.

Recordaba el fuerte retumbo de los tambores franceses que conducían a sus caballos hacia unas hojas mortíferas y a los corceles que se rompían las patas en los hoyos cavados para atraparlos.

Recordaba las banderas orgullosas en el barro, las mujeres que lloraban, los perros dándose un festín con soldados destripados y los campesinos moviéndose con sigilo por la oscuridad para saquear los cadáveres.

Recordaba toda la gloria de la batalla: las cintas rojas de un hombre moribundo, los cadáveres ensangrentados y el niño perdido que lloraba desconsolado por su padre muerto.

Y sabía que los franceses estaban formando un ejército.

Y le habían ordenado unirse al príncipe.

Así pues, cuando empezaron a amarillear las primeras hojas, condujo al hellequin hacia el norte.

Jean de Grailly, captal de Buch, estaba montado en su caballo a la sombra de unos robles. Cada vez que el corcel movía los cascos se oía el crujido de las bellotas que aplastaba. Ya era otoño, pero al menos ya había cesado la lluvia torrencial que había frustrado el intento de capturar Tours, y el suelo ya se había secado tras unos días de tiempo cálido.

Aquella mañana el captal no vestía con sus atrevidos colores. Las rayas negras y amarillas le hacían llamar la atención, de modo que, al igual que los treinta y dos hombres que comandaba aquel día, llevaba una sencilla capa marrón. El corcel también era castaño. En una batalla hubiera montado un gran caballo de guerra entrenado para el combate, pero para aquel tipo de enfrentamiento el que llevaba era mejor; más rápido y con más aguante.

—Veo a dieciséis —dijo un hombre en voz baja.

—Hay más entre los árboles —comentó otro.

El captal no dijo nada. Observaba a los jinetes franceses que habían aparecido al borde de la arboleda al otro lado de una extensión de pastos. Bajo la capa marrón, el captal vestía un jubón de cuero sin mangas cubierto con malla. Llevaba un bacinete sin visera y aparte de eso no tenía más protección que el sencillo escudo que sostenía con el brazo izquierdo. Una espada le colgaba de la cadera izquierda en tanto que en la mano derecha llevaba una lanza. La habían acortado. Una lanza pesada, como la que uno llevaría en un torneo, era demasiado difícil de manejar para un trabajo como aquel. La punta de la lanza, apoyada en el mantillo de hojas, tenía un pendón triangular que mostraba la venera plateada sobre un campo de rayas negras y amarillas. Era su única concesión a la vanidad.

El ejército del príncipe se hallaba a una milla, o más, por detrás de él, viajando hacia el sur por caminos que transcurrían por unos bosques aparentemente infinitos. Rodeando al ejército había pequeños grupos de jinetes como aquel que dirigía el captal. Eran los exploradores, y cerca de ellos estaban los exploradores enemigos. También había un ejército enemigo en alguna parte, pero los rastreadores del príncipe solo vieron grupos de jinetes.

Había habido grupos de franceses siguiendo al ejército inglés desde el día en que este había abandonado la seguridad de Gascuña, pero ahora eran muchos más. Al menos una docena de partidas a caballo iban siguiendo a los ingleses. Cabalgaban tan cerca como se atrevían y se alejaban si se veían enfrentados a una fuerza mayor. El captal sabía que estaban enviando sus mensajes al rey francés. Pero, ¿dónde estaba el monarca?

El príncipe, al haberse visto obligado a alejarse del río en Tours y ver frustrado su intento de reunirse con el conde de Lancaster, se dirigía otra vez hacia el sur. Cabalgaba hacia la seguridad de Gascuña y llevaba consigo el botín. Todo el ejército iba montado, hasta los arqueros tenían caballos, y los carros de bagaje iban ligeros y tirados por caballos, de modo que el ejército podía moverse con rapidez. Pero era evidente que los franceses viajaban con la misma presteza y cualquier tonto entendería que el rey Juan estaba haciendo todo lo posible para adelantarse al príncipe, situarse frente a él, elegir un campo de batalla y matar a los insolentes ingleses y gascones.

¿Pero dónde estaban los franceses?

Había una débil mancha gris en el cielo del este. El captal suponía que era el humo de los restos de las fogatas que el enemigo había encendido al acampar la noche anterior. Y la mancha estaba cerca, demasiado cerca y demasiado al sur. Si era un indicativo de la posición nocturna de los oponentes, ya estaban a la altura del príncipe; un prisionero al que habían capturado hacía dos días había confirmado que el rey Juan había descartado llevar a la infantería. Viajaba como los ingleses, con todos sus hombres a caballo. Los soldados de a pie retrasarían su marcha y él no lo quería. Era una carrera.

—Ahora veintiuno —dijo un hombre.

El captal miró a los jinetes. ¿Acaso eran un cebo? ¿Habría otros cien franceses esperando entre los árboles para saltar sobre cualquier inglés o gascón que atacase a ese grupo? En tal caso él también iba a lanzar su señuelo.

—¡Hunald! —llamó a su escudero—. La bolsa… ¿Eude? Irás con dos hombres.

El escudero cogió la bolsa de cuero que colgaba de su silla, desmontó y buscó piedras en el lecho del bosque. No había muchas que fueran lo suficientemente pesadas, por lo que le llevó un tiempo llenarla.

Los franceses, mientras tanto, tenían la vista puesta en el oeste. Estaban siendo cautos y el captal decidió que eso era bueno. Estarían más confiados si tuvieran el apoyo de un grupo de caballería oculto.

La bolsa llena se ató por los cordones a la pata delantera derecha del caballo de Eude.

—Listo, sire —dijo Eude, que había desmontado.

—Pues adelante.

Los tres hombres, dos montados y Eude llevando a su caballo por las riendas, dejaron el abrigo de los árboles y se dirigieron hacia el sur. El caballo, entorpecido por la bolsa de piedras, caminaba con torpeza. Se espantaba cada pocos pasos y, cuando caminaba dócilmente, arrastraba la pata delantera derecha, con lo que a un observador distante le parecería que la bestia cojeaba dolorosamente y que su propietario intentaba conducirla de nuevo a un lugar seguro. Los tres hombres tenían aspecto de ser una presa fácil y los franceses, que sin duda esperaban que uno de ellos fuera lo bastante rico como para poder pedir un rescate, mordieron el anzuelo.

—Siempre funciona —dijo el captal asombrado.

Observaba y contaba a los jinetes franceses que acudían desde los árboles. Treinta y tres. La edad de Nuestro Señor, pensó, y vio que el enemigo viraba hacia su presa y se desplegaba. Los franceses calaron las lanzas, desenvainaron las espadas y espolearon a sus caballos por el prado que separaba las dos extensiones de bosque. Pasaron del trote al medio galope. Iban a la carrera, ansiosos por capturar a los prisioneros, y el captal aguardó unos segundos más, tras los cuales levantó su lanza de golpe y picó al corcel con las espuelas. El caballo avanzó de un salto.

Veintinueve jinetes salieron en tropel de entre los árboles. Las lanzas apuntaron. Los franceses no habían acortado sus lanzas, por lo que tenían ventaja, pero habían sido sorprendidos y, para hacer frente a la carga, tenían que darse la vuelta. Eran lentos, las largas lanzas pesadas, y el captal cayó sobre ellos con fuerza antes de que tuvieran ocasión de volver a alinearse.

Su lanza alcanzó a un hombre por debajo del escudo. Notó el impacto y tensó el brazo en el mango de la lanza. El alto arzón trasero de su silla lo mantenía en el sitio mientras la lanza se hundía. Atravesó malla y cuero, piel y músculo, penetró en los tejidos blandos y la silla del enemigo se manchó de sangre. Él ya había soltado la lanza y estaba desenvainando la espada. Propinó un revés que alcanzó al moribundo en el casco y, con las rodillas, hizo girar bruscamente a su corcel a la derecha para dirigirse hacia otro francés, cuya lanza se había enredado con el caballo de un compañero. Al hombre le entró pánico, soltó la larga lanza de fresno e intentó desenvainar la espada, pero aún estaba en la tarea cuando la hoja del captal penetró en su garganta desprotegida. El escudo del gascón recibió un golpe ruidoso, pero uno de sus jinetes apartó a aquel atacante. Un caballo piafaba. Un hombre desmontado se tambaleaba mientras la sangre brotaba de un tajo que tenía en el bacinete.

—¡Quiero un prisionero! —gritó el captal—. ¡Al menos un prisionero!

—¡Y sus caballos! —exclamó otro hombre.

La mayoría de los franceses estaban huyendo y el captal se conformó con dejarlos marchar. Él y sus hombres habían matado a cinco enemigos, herido a otros siete y tenían prisioneros además de a los valiosos caballos.

Se los llevó a todos al bosque donde se había tendido la emboscada y allí interrogó a los cautivos, cuyos caballos llevaban la marca del conde de Eu. Dicha marca, un estilizado león marcado con hierro candente en los flancos de los caballos, informó al captal que aquellos hombres eran normandos. Además, eran unos normandos muy habladores. Le explicaron que los hombres del conde de Poitou, atraídos por los condados del sur de Francia, se habían unido al ejército del rey francés, de modo que ahora el enemigo se había reforzado. También dijeron que habían cabalgado menos de cinco millas desde su campamento nocturno hasta el prado en el que los hombres del captal habían destrozado su flanco.

Por lo tanto los franceses estaban cerca de allí. Se habían reforzado, marchaban con rapidez y hacían todo lo posible para cortar el camino al príncipe. Querían una batalla.

El captal fue a buscar a Eduardo para decirle que los cazadores habían resultado ser los cazados.

Y la retirada continuó.