Roland se despertó sobresaltado al oír el grito.
Al conde no se le había ocurrido proporcionarles camas. El castillo estaba atestado de hombres esperando para marchar hacia Bourges y dormían donde podían. Muchos de ellos aún estaban bebiendo en el gran salón, mientras algunos se habían acostado en el patio donde dormían los caballos que no tenían espacio en los establos. Pero el escudero de Roland, Michel, tuvo el ingenio de encontrar un cofre lleno de banderas que extendió sobre un banco de piedra en la antecámara de la capilla. Roland se había quedado dormido en aquella cama improvisada cuando el grito resonó por los pasillos. Se despertó confuso, pensando que volvía a estar en casa con su madre.
—¿Qué fue eso? —preguntó.
Michel miraba hacia el otro extremo del largo pasillo. El muchacho no dijo nada. A continuación se oyó un bramido de furia que resonó por el pasadizo y que despertó por completo a Roland. Rodó en la cama para levantarse y agarró la espada.
—¿Las botas, sire? —le preguntó Michel, ofreciéndoselas, pero Roland ya había echado a correr. En el otro extremo del pasillo había un hombre con expresión alarmada, pero el grito y las voces no parecían haber molestado a nadie más. Roland abrió la puerta del almacén de vino de un empujón y soltó un grito ahogado.
La habitación estaba casi a oscuras porque se habían volcado las velas pero, con la tenue luz, Roland vio a Genevieve sentada en la mesa tapándose un ojo con la mano. El vestido hecho jirones le había caído hasta la cintura. El padre Marchant estaba tendido de espaldas, con los labios ensangrentados. Un halcón decapitado se agitaba en el suelo y Sculley miraba con una sonrisa burlona. Robbie Douglas estaba de pie, encima del sacerdote, con la espada desenvainada y, mientras Roland contemplaba la escena, el escocés utilizó la empuñadura de su arma para golpear de nuevo a Marchant.
—¡Sois un cabrón!
Hugh estaba llorando, pero al ver a Roland fue corriendo hacia él. Roland le había contado historias, a Hugh le gustaba, y se aferró a él, que se encogió cuando Robbie golpeó al cura por tercera vez, haciendo que su cabeza chocara con fuerza contra un barril de vino.
—¿La habríais dejado ciega, cabrón? —gritó Robbie.
—¿Qué…? —empezó a decir Roland.
—¡Debemos irnos! —exclamó Genevieve.
A Sculley parecía hacerle gracia lo que había visto.
—Bonitas tetas —comentó sin dirigirse a nadie en particular, y fue eso lo que pareció sobresaltar a Robbie y caer en la cuenta de lo que había hecho.
—¿Irnos adónde? —preguntó Robbie.
—Busca un agujero y entiérrate —le aconsejó Sculley, y volvió a mirar a Genevieve—. Un poco pequeñas, pero bonitas.
—¿Qué ha pasado? —logró preguntar Roland por fin.
—El cabrón quería dejarla ciega —dijo Robbie.
—Me gustan las tetas —terció Sculley.
—Cállate —le espetó Robbie.
Creía haber encontrado un propósito y la tranquilidad espiritual en la Orden del Pescador, pero al ver que el halcón iba a clavar el pico en el ojo de Genevieve, se le habían abierto los suyos. Se dio cuenta de que había huido de sus antiguos juramentos, de que había traicionado sus promesas, y ahora iba a hacer las cosas bien. Desenvainó la espada y cortó la cabeza al halcón de un solo golpe. A continuación se había vuelto contra el padre Marchant, le había golpeado con la empuñadura de la espada y le había roto los labios y los dientes. Ahora no tenía ni idea de lo que debía hacer.
—Tenemos que irnos de inmediato —le dijo Genevieve.
—¿Adónde? —preguntó Robbie otra vez.
—Un agujero muy profundo —comentó Sculley, divertido, y miró a Robbie con el ceño fruncido—. ¿Vamos a luchar contra alguien?
—No —contestó Robbie.
—Ve a por mi capa —ordenó Roland a Michel, y cuando el escudero se la trajo, el caballero virgen cubrió con ella los hombros desnudos de Genevieve—. Lo siento —le dijo.
—¿Lo sentís?
—Estabais bajo mi protección y os he fallado.
Robbie miró a Roland.
—Tenemos que marcharnos —le dijo, y parecía asustado.
Roland asintió. Al igual que Robbie, se encontraba con que su mundo estaba vuelto del revés. Intentaba desesperadamente pensar qué debía hacer, qué era lo correcto. La muchacha era una hereje y, aquella misma mañana, él había hecho un juramento ante Dios para unirse a la Orden del Pescador; sin embargo, allí estaba el capellán de la Orden, gimiendo y sangrando, y la hereje lo miraba con un solo ojo porque aún se tapaba el otro con la mano. Roland supo que tenía que salvarla. Le había prometido protección.
—Tenemos que marcharnos —repitió como el eco de Robbie.
Ambos eran conscientes de que se hallaban en las profundidades de un castillo que, de pronto, era un lugar hostil. Pero cuando Roland echó un vistazo al pasillo, vio que allí no había nadie. Seguro que el alboroto del gran salón, donde los hombres seguían bebiendo, había ahogado el grito de Genevieve. Roland se abrochó el cinturón de la espada.
—Vamos —dijo en tono de asombro.
—Las botas, sire —le recordó Michel.
—No hay tiempo —repuso Roland. Estaba muy nervioso. ¿Cómo iban a salir de allí?
El padre Marchant intentó levantarse y Robbie se volvió y le dio una patada en la cabeza.
—Sculley, si vuelve a moverse dale fuerte.
—¿Lucho para él o para ti? —preguntó Sculley.
—¿A quién sirves? —le preguntó Robbie.
—¡Al señor de Douglas, por supuesto!
—¿Y yo qué soy?
—Un Douglas.
—Pues no hagas preguntas estúpidas.
Sculley lo aceptó.
—¿Quieres que mate a este cabrón? —preguntó mirando al cura.
—¡No! —exclamó Robbie. Matar a un cura significaba la excomunión y él ya tenía suficientes problemas.
—No me importa —se ofreció Sculley—. No he matado a nadie desde hace una semana. No, desde hace más. ¡Debe de hacer al menos un mes! ¡Dios mío! ¿Estás seguro de que no vamos a pelear con nadie?
Roland miró a Robbie.
—¿Salimos sin más?
—No es que tengamos muchas alternativas —respondió Robbie, que volvía a parecer nervioso.
—¡Pues vámonos! —gimió Genevieve. Había encontrado un trapo con el que se tapaba el ojo, mientras que con la otra mano se sujetaba la capa al cuello.
—Coge al chico —ordenó Roland a Michel, y salió al pasillo—. Envaina la espada —le dijo a Robbie.
—¿Que la envaine? —Robbie parecía confuso.
Roland echó un vistazo a la espada, que tenía una mancha de plumas ensangrentadas.
—Aquí somos invitados.
—De momento.
—¿Qué estamos haciendo, por el amor de Dios? —quiso saber Sculley.
—Luchando por el honor de Douglas —le contestó Robbie con brusquedad.
—Así pues, ¿estamos luchando?
—¡Por Douglas! —gruñó Robbie.
—No hace falta que grites —dijo Sculley que, mientras Robbie envainaba su espada, sacó la suya, de hoja larga—. Tú dime a quién quieres que mate, ¿eh?
—De momento a nadie —le dijo Roland.
—Y guarda silencio —añadió Robbie. Roland miró a Robbie como si buscara tranquilizarse, pero el joven escocés estaba tan nervioso como el francés—. Tenemos que seguir adelante —sugirió Robbie.
—¿Vamos a abandonar el castillo?
—Creo que tenemos que hacerlo, sí. —Hizo una pausa y miró a su alrededor—. Si podemos.
Roland fue en cabeza y se dirigieron al patio. Unas cuantas fogatas mortecinas, en las que los hombres habían cocinado tortas de avena, humeaban en aquel amplio espacio, pero la luna resplandecía y las sombras eran oscuras. Nadie se fijó particularmente en ellos. Genevieve iba envuelta en la capa y Hugh aferrado a sus pliegues, mientras avanzaban por entre los caballos y los hombres que dormían. Había otros charlando en voz baja y pasándose odres de vino. Alguien cantaba. Se oyó una risita. Un farol brillaba con luz trémula en la torre de entrada.
—Ve a buscar mi caballo —dijo Roland a Michel.
—¿Crees que nos dejarán salir sin más? —susurró Robbie.
—No vayas a buscar el caballo —rectificó Roland, preguntándose cómo iban a escapar a pie.
—¿Las botas, sire? —Michel se las ofreció.
—No hay tiempo —contestó Roland. Su mundo se había hecho añicos; ya no sabía dónde radicaba su salvación. Solo le quedaba su honor, lo cual implicaba que debía salvar a una hereje, aunque ello supusiera romper un juramento a la Iglesia—. Les diré que bajen el puente levadizo —le dijo a Robbie, y se dirigió a la entrada a grandes zancadas.
—¡Detenedlos! —El grito venía de la puerta que tenían detrás. El padre Marchant, apoyado en la jamba, los estaba señalando—. ¡Detenedlos! ¡En nombre de Dios!
Los hombres del patio tardaron en reaccionar. Algunos dormían, otros intentaban dormir y muchos de ellos estaban adormecidos por el vino, pero empezaron a moverse cuando más hombres retomaron los gritos. Sculley soltó una maldición y dio un codazo a Robbie.
—¿Ya estamos luchando?
—¡Sí! —gritó Robbie.
—¿Contra quién?
—¡Contra todos!
—¡Ya era hora, joder! —exclamó Sculley, y acto seguido lanzó un revés con la espada contra un hombre que intentaba librarse de una capa.
El hombre se desplomó con la frente cubierta de sangre oscura. Sculley utilizó su arma para cortar un manojo de cuerdas que ataban a tres caballos a una anilla de la pared. Pinchó a uno de ellos con la punta de la espada y el animal se desbocó provocando el caos entre los que andaban por allí. A los otros dos les dio una palmada y los animales corrieron por todo el patio relinchando y encabritándose.
—¡Puente levadizo! —gritó Roland. Dos hombres se enfrentaban a él, ambos armados con espadas, pero de repente se sintió tranquilo. Aquello era lo suyo.
Hasta el momento solo había combatido en torneos, pero sus victorias en las justas eran el resultado de horas de práctica, horas y más horas de práctica obsesiva con la espada.
Apartó una hoja enemiga con un golpe rápido, hizo amago de retroceder, pero avanzó, y hundió la espada entre las costillas del hombre de la izquierda, con lo que se situó frente al otro. Al alcance de su salvaje tajo, echó el brazo armado hacia atrás y le clavó el codo en el estómago.
—Lo tengo —anunció Robbie, como si estuvieran en la batalla campal de un torneo.
Roland se echó a la izquierda, dio un golpe corto con la espada y dejó fuera del combate al primer enemigo sin que casi tuviera tiempo de respirar. Dos centinelas habían salido de la torre de entrada y fueron rápidamente a por ellos. Uno llevaba una lanza, con la que lanzó una estocada. Pero Roland vio el nerviosismo en el rostro de su oponente y apenas tuvo que pensar para detener la arremetida y levantar la espada rápidamente, de manera que la punta le abrió una herida horrible por toda la cara. Cortó labios, nariz y una ceja, y el hombre, con un ojo lleno de sangre, salió despedido y chocó con el segundo guardia que, presa del pánico, empezó a caminar hacia atrás adentrándose en la torre.
—¡Lleva a lady Genevieve al arco! —gritó Roland a Michel.
Roland desapareció en el cuarto de guardia mientras Robbie y Sculley bloqueaban la entrada al profundo túnel arqueado en cuyo otro extremo estaba el puente levadizo cerrado.
—Tiene unos malditos cerrojos —dijo Sculley.
Michel no hablaba inglés, pero había visto los cerrojos y descorrió el de la derecha para sacarlo del hueco en la piedra. Genevieve intentó sacar el otro pero no cedió y se le cayó la capa de los hombros. Los hombres del patio vieron su espalda desnuda y gritaron que querían ver más. Michel fue a ayudarla, y el enorme cerrojo de hierro retrocedió con un chirrido.
—¡Contenlos, Sculley! —gritó Robbie.
—¡Douglas! —Sculley bramó su grito de guerra a los hombres que había en el patio.
En el cuarto de guardia aún quedaba uno de los centinelas, pero se apartó de Roland encogido de miedo y él no le hizo caso. En cambio, subió por la escalera de caracol que llevaba a la gran sala situada encima del arco de la puerta. Allí no había nadie, pero era de noche y la única luz la proporcionaba el tenue resplandor de la luna que se filtraba por las aspilleras, aunque pudo ver el enorme torno en el que se enroscaban las cadenas del puente levadizo.
El tambor del torno era igual de ancho que el arco y se elevaba unos cuatro pies del suelo. Tenía unas asas grandísimas en cada extremo, pero él no pudo mover la que tenía más cerca. Oyó voces abajo y el entrechocar de las espadas. Oyó un grito. Un caballo relinchó. Permaneció allí, impotente, durante unos segundos preguntándose cómo soltar el mecanismo. Pero cuando los ojos se le acostumbraron a la penumbra, vio una gran palanca de madera junto a la otra asa. Corrió hacia ella, la agarró y empujó.
Por un instante se resistió a su fuerza, pero de pronto cedió y se oyó un chasquido fortísimo. El enorme tambor empezó a girar y las cadenas se desenroscaron rápidamente de los cilindros, dando temblorosas sacudidas. Una de ellas se partió y los eslabones rotos golpearon a Roland a un lado de la cara, justo en el momento en que un tremendo estrépito anunció que el puente levadizo estaba bajado.
Roland se tambaleó, medio aturdido por el latigazo de la cadena, pero se recuperó, recogió la espada que había dejado en el suelo para accionar la palanca y empezó a bajar por las escaleras.
La puerta estaba abierta.
—¿Señor? —Sam tocó a Thomas en el hombro.
—¡Santo Dios! —exclamo Thomas entre dientes.
Se había quedado medio dormido, o más bien su mente iba a la deriva, como la tenue niebla que afloraba sobre el foso, acariciado por la luna del castillo de Labrouillade. Había estado pensando en el Grial, en el sencillo cuenco de arcilla que había arrojado al mar, y se preguntó, tal y como hacía con frecuencia, si de verdad era el Santo Grial. En ocasiones lo dudaba y en otras se estremecía por la audacia de ocultarlo bajo el eterno vaivén rugiente de las olas.
Y pensó que, antes de eso, había buscado la lanza de san Jorge, que también había desaparecido. Si encontraba la Malice, quizá esta debería quedar escondida, así mismo, para siempre. Y mientras su mente vagaba, había visto aparecer un repentino y tenue resplandor de fuego en el arco del castillo. Luego oyó el estrépito que confirmaba que el puente levadizo había caído.
—¿Están saliendo? —se preguntó Sam en voz alta.
—¡Arcos! —gritó Thomas. Se levantó, dobló su larga y negra vara negra de tejo y enganchó la cuerda en la gafa de cuerno de la punta. Se tocó la muñeca para confirmar que llevaba el brazal de cuero que lo protegía del azote de la cuerda. Sacó una flecha de la bolsa.
—No son jinetes —comentó uno. Los arqueros habían salido de entre los árboles hacia un punto desde el que podían disparar sin estorbos.
—Está saliendo alguien —anunció Sam.
¿Para qué iban a bajar el puente levadizo, a menos que fuera para hacer una salida?, pensó Thomas. Pero si planeaban un ataque nocturno por sorpresa sobre su campamento, ¿por qué no estaban galopando ya los caballos por el prado que se extendía hasta el castillo blanqueado por la luna? Vio a unas cuantas personas cruzar el puente, pero a ningún jinete. Luego vio a más hombres que iban detrás y el reflejo de la luz de la luna en las armas.
—¡Adelante! —gritó—. ¡Situaros a una distancia de tiro!
Thomas maldijo su cojera. No lo imposibilitaba, pero ya no podía correr tan rápido como antes y sus hombres lo adelantaron con facilidad. Luego Karyl y otros dos pasaron con las monturas a medio galope y las espadas desenvainadas.
—¡Ese es Hugh! —gritó alguien.
—¡Y Genny! —exclamó otra voz en inglés.
Thomas divisó unas formas contra la torre de entrada iluminada. Creyó ver a Genevieve y a Hugh, pero luego vio otra forma, la de un hombre con arco. Se detuvo, alzó el gran arco de guerra y tensó la cuerda.
Los músculos de la espalda soportaron la enorme tensión. Dos dedos tiraban de la cuerda, otros dos sujetaban la flecha en la vara mientras él inclinaba el arco hacia las estrellas. Era el alcance máximo al que podía llegar un arco, y tal vez no lo hiciera. Thomas miró hacia la entrada, vio que el arquero se arrodillaba y levantaba el arma contra el hombro, tiró de la cuerda más allá de su oreja derecha.
Y la soltó.
Roland esperaba morir. Estaba asustado. Tenía la sensación de que el ruido chirriante, martillador y estruendoso del tambor del torno que desenrollaba las cadenas resonaba aún en sus oídos, como el grito de algún demonio sobrenatural. Lo único que quería era esconderse, acurrucarse hecho un ovillo en un rincón oscuro y esperar que el mundo pasara junto a él, pero aun así se movió. Bajó las escaleras dando saltos, todavía sin las botas. Esperaba que los hombres de Labrouillade hubieran vuelto a tomar la torre de guardia y que unas espadas vengativas lo mataran; sin embargo, para su asombro, en la sala de la torre de guardia solo estaba el mismo centinela de antes, aún más asustado que Roland. Robbie le gritaba que se diera prisa.
—¡Dios Santo! —exclamó Roland. Y era una plegaria.
Sculley vociferaba, diciendo a los hombres que había en el patio que se acercaran para morir. Tres soldados yacían a sus pies y la luz del fuego se reflejaba en el negro reluciente de su sangre, que llenaba los espacios entre los adoquines.
—¡Genevieve se ha marchado! —gritó Robbie a Roland—, ¡vámonos ya! ¡Sculley!
—No he terminado —gruñó Sculley.
—Has terminado —replicó Robbie, y le dio un tirón del hombro—. ¡Corre!
—Odio salir corriendo.
—¡Corre! ¡Vamos! ¡Por Douglas!
Corrieron. Si habían sobrevivido hasta entonces era porque los hombres del patio estaban medio dormidos y confusos, pero ahora ya se habían despertado. Salieron en persecución de los fugitivos.
Roland escuchó un sonido que temía, el del trinquete de una ballesta que se tensaba. Cruzó pesadamente el puente levadizo con los pies descalzos y oyó el chasquido de la ballesta al ser disparada, pero la saeta pasó de largo. No vio el proyectil, pero sabía que debía de haber más. Agarró a Hugh de la mano, tiró de él, y en aquel preciso momento vio algo blanco por el rabillo del ojo. ¡Otro destello blanco! Embargado por el miedo y el pánico, pensó que debían de ser palomas. ¿Por la noche?
Una tercera mancha blanca pasó junto a él, oyó unos gritos y cayó en la cuenta de que eran flechas. Flechas coronadas con plumas de ganso; flechas de Inglaterra; flechas que hendían la oscuridad para caer sobre los hombres que salían del castillo. Una de ellas pasó rozando el suelo junto a Roland.
Luego dejaron de caer, cuando cuatro jinetes con las espadas desenvainadas cruzaron el prado con un retumbo, pasaron junto a los fugitivos y arremetieron con sus largas hojas contra los perseguidores. Los jinetes no se detuvieron, moviéndose detrás de Roland, y las flechas volaron de nuevo, cayendo incesantemente en el arco de la torre de entrada donde se amontonaban los ballesteros.
De pronto los fugitivos se vieron rodeados por unos hombres con arcos largos y los jinetes formaron un escudo tras ellos. Siguieron alejándose del castillo hasta que llegaron a los árboles, y allí Roland cayó de rodillas.
—¡Dios mío! —dijo en voz alta—. ¡Gracias! —Jadeaba, temblaba y aún llevaba a Hugh de la mano.
—¿Señor? —preguntó Hugh, nervioso.
—Estás a salvo —le dijo Roland. Vino alguien que tomó en brazos al chico y se lo llevó para dejar solo al caballero.
—¡Sam! —gritó una voz áspera—. Mantén a una docena de hombres en la linde del bosque. ¡Con los arcos encordados! ¡El resto de vosotros! Volved a la granja. ¡Hermano Michael! ¿Dónde estás? ¡Ven aquí!
Roland vio que los hombres se apiñaban en torno a Genevieve. Él seguía de rodillas. La noche se llenó de voces inglesas excitadas. Rara vez se había sentido tan solo. Miró en derredor y vio que el largo prado, iluminado por la luna, entre el bosque y el castillo estaba vacío. Si el conde de Labrouillade o el padre Marchant estaban planeando una persecución, todavía no había empezado. Pensó que él solo intentaba ser honorable y que, sin embargo, eso había vuelto su vida del revés. Michel le dio unos golpecitos en el hombro.
—Perdí vuestras botas, sire. —Roland no contestó y Michel se puso en cuclillas—. ¿Sire?
—No importa —dijo.
—Perdí las botas y los caballos, sire.
—¡No importa! —exclamó Roland con más brusquedad de la que había pretendido. ¿Qué iba a hacer ahora? Había pensado que estaba empleado en dos misiones, una de ellas santificada, pero estas lo habían conducido a la desesperación que lo asolaba. Cerró los ojos para rezar, suplicando consejo, y percibió que alguien le respiraba en la cara. Se estremeció, notó un lametazo húmedo y al abrir los ojos sobresaltado vio a un par de lebreles a su lado.
—¡Les gustáis! —afirmó una voz alegre. Pero como el hombre hablaba en inglés, Roland no tenía ni idea de lo que había dicho—. Venga, y ahora fuera los dos —continuó diciendo aquel hombre—, no todo el mundo quiere que lo bauticen un par de sabuesos.
Los perros se alejaron brincando alegremente y Thomas de Hookton ocupó su lugar.
—¿Mi señor? —dijo, aunque su tono no denotaba respeto—. ¿Debería mataros o daros las gracias?
Roland miró a le Bâtard. El caballero virgen aún estaba temblando y no sabía qué decir, de modo que se giró para mirar de nuevo al castillo y preguntó:
—¿Atacarán?
—Por supuesto que no —respondió Thomas.
—¿Por supuesto que no?
—Estaban medio dormidos o medio borrachos. Quizá estén preparados para efectuar una salida al amanecer. Aunque lo dudo. Por eso mis hombres tienen dos reglas.
—¿Reglas?
—Pueden emborracharse cuanto quieran, pero solo cuando yo se lo digo. Y nada de violaciones.
—No… —empezó a decir Roland.
—A menos que quieran acabar colgados del árbol más cercano. Me he enterado de que Labrouillade quiso violar a mi esposa, ¿verdad? —preguntó Thomas, y Roland le respondió afirmando con la cabeza—. En ese caso tengo que estaros agradecido, mi señor, porque lo que hicisteis fue muy valiente. De modo que gracias.
—Pero vuestra esposa…
—Sobrevivirá —afirmó Thomas—, quizá con un solo ojo. El hermano Michael hará lo que pueda, aunque dudo que sea mucho. No tengo muy claro si tendría que seguir llamándole «hermano». No estoy seguro de lo que es ahora. Venid.
Roland dejó que lo ayudara a levantarse y lo guiara por entre los árboles hacia la granja.
—No sabía… —intentó hablar Roland, pero se le quebró la voz.
—¿No sabíais qué clase de cabrón bastardo es Labrouillade? Ya os lo dije, pero ¿y qué? Todos somos unos bastardos. Yo soy le Bâtard, ¿recordáis?
—Pero vos no dejáis que vuestros hombres violen, ¿no?
—¡Por el amor de Dios! —dijo Thomas, que se volvió hacia él—. ¿Creéis que la vida es fácil? Puede que en un torneo sea fácil, mi señor. Un torneo es artificial. Estáis en un bando o en otro y nadie piensa que Dios está de parte de nadie. Hay comisarios para asegurarse de que no os sacan de allí muerto, pero aquí no hay comisarios. Esto es la guerra, la guerra sin fin, y lo mejor que se puede hacer es intentar no estar en el bando equivocado. ¿Pero quién sabe, en nombre de Dios, qué bando es el correcto? Depende de dónde se nace. Yo nací en Inglaterra, pero si hubiera nacido en Francia, estaría luchando por el rey Juan y creyendo que Dios está de mi lado. Mientras tanto, intento no hacer el mal. Tal vez no sea una gran norma, pero funciona, y cuando hago el mal, rezo; doy limosna a la Iglesia y finjo que tengo la conciencia tranquila.
—¿Hacéis el mal?
—Es la guerra —contestó Thomas—. Nuestro trabajo consiste en matar. Las escrituras dicen non occides, pero lo hacemos. Un doctor muy inteligente de Oxford me explicó que el mandamiento significa que no debemos cometer asesinato, que no es lo mismo que «no matarás», pero cuando levanto la visera de algún pobre diablo y le hundo la espada en la cuenca del ojo, no me sirve de mucho consuelo.
—¿Y por qué lo hacéis?
Thomas le lanzó una mirada casi hostil.
—Porque me gusta —respondió—, porque se me da bien. Porque a veces, en la oscuridad de la noche, puedo convencerme de que estoy luchando por toda la pobre gente que no puede luchar por sí misma.
—¿Y lo estáis haciendo?
Thomas no contestó, en cambio llamó a un hombre que estaba junto a la puerta de la granja.
—¡Padre Levonne!
—¿Thomas?
—Este es el cabrón que causó todos los problemas. Sir Roland de Verrec.
—Mi señor —saludó el sacerdote, que hizo una reverencia a Roland.
—Tengo que hablar con Robbie, padre —dijo Thomas—, y cuidar de Genevieve. Quizá podríais dar unas botas a sir Roland, ¿eh?
—¿Botas? —preguntó el cura, asombrado—. ¿Aquí? ¿Cómo?
—Sois sacerdote. Rezad, rezad, rezad.
Thomas se descolgó el arco y se reprendió por no haberlo hecho antes. Si dejabas el arco demasiado tiempo tensado podía combarse de forma permanente por la cuerda; habría seguido a la cuerda, como decían los arqueros, y un arco así tenía menos potencia. Enrolló la cuerda, la metió en una bolsa y entró en la granja, que estaba iluminada por unas pobres mechas de junco. Robbie estaba sentado en el establo del ganado que, aparte de él, solo ocupaba una vaca manchada que solo tenía un cuerno.
—Tenía ese pájaro —le explicó Robbie en cuanto Thomas cruzó la pesada puerta—, un halcón. Lo llamó una calade.
—Ya he oído esa palabra —dijo Thomas.
—¡Yo creía que las calades averiguaban la enfermedad de una persona! ¡Pero intentó dejarla ciega! ¡Tendría que haberle matado!
Thomas esbozó una sonrisa.
—Recuerdo —comentó— cuando Genevieve mató al cura que la había torturado. Lo desaprobaste. ¿Y ahora tú matarías a un cura?
Robbie bajó la cabeza y miró fijamente la paja podrida del suelo del establo. Se quedó un rato en silencio y luego se encogió de hombros.
—Mi tío está aquí. En Francia, quiero decir. No es mucho mayor que yo, pero aun así es mi tío. Mató a mi otro tío, al que me gustaba.
—¿Y este tío no te gusta?
Robbie le dijo que no con la cabeza.
—El señor de Douglas me da miedo. Supongo que ahora es mi jefe de clan.
—¿Y qué es lo que te pide?
—Que luche contra los ingleses.
—Cosa que juraste no hacer —apuntó Thomas.
Robbie asintió. Se encogió de hombros.
—Y el cardenal Bessières me eximió de dicho juramento.
—El cardenal Bessières es un zurullo viscoso —afirmó Thomas.
—Sí, ya lo sé.
—¿Por qué está aquí tu tío?
—Para combatir a los ingleses, por supuesto.
—¿Y espera que tú combatas a su lado?
—Es lo que quiere, pero le dije que no podía romper el juramento. Y entonces me envió con Bessières. —Miró a Thomas—. La Orden del Pescador.
—¿Qué es eso, por Dios?
—Once caballeros… Bueno, hasta esta noche eran once, que han jurado encontrar… —se calló de repente.
—La Malice —terminó Thomas por él.
—Es una espada —explicó Robbie—. Supuestamente es mágica.
—Yo no creo en la magia.
—Pero hay otros que sí —replicó el escocés—. Y si consigue la espada tendrá poder, ¿no es cierto?
—Poder para convertirse en Papa —coincidió Thomas.
—Supongo que eso no es muy bueno, ¿no? —sugirió Robbie.
—Tú serías mejor Papa que él. ¡Qué diantre! Hasta yo lo sería. ¡Hasta esa vaca lo sería!
Robbie esbozó una sonrisa pero no dijo nada.
—Y dime, ¿qué vas a hacer? —le preguntó Thomas. Robbie tampoco dijo nada—. Salvaste a Genevieve, de manera que te libero de tu juramento. Eres libre, Robbie.
—¿Libre? —Robbie hizo una mueca y miró a Thomas—. ¿Libre?
—Te libero. Y todos los juramentos que me hiciste ya no existen. Eres libre para combatir contra los ingleses; de hacer lo que debes. Ego te absolvo.
Robbie sonrió al oírle hablar en latín eclesiástico.
—Tú me absuelves —dijo con aire cansado— para que sea libre y pobre.
—¿Todavía juegas?
Robbie movió la cabeza en señal de afirmación.
—Y pierdo.
—Bueno, pues eres libre. Y gracias.
—¿Gracias?
—Por lo que hiciste esta noche. Ahora tengo que ir a ver a Genny.
Robbie se quedó mirando a Thomas mientras este caminaba hacia la puerta.
—¿Y qué hago? —soltó.
—Es decisión tuya, Robbie. Eres libre. Ya no hay juramentos. —Thomas se detuvo en la puerta, vio que Robbie no iba a contestarle y salió. La vaca alzó la cola y apestó el establo.
Sculley abrió la puerta de par en par.
—Son unos malditos ingleses —protestó.
—Sí.
—De todos modos, fue una buena pelea —comentó Sculley, y se echó a reír—. Hubo un hijo de puta que intentó cortarme los pies de un hachazo, salté por encima de su brazo y le puse la espada en la boca. Él se me quedó mirando, le di un momento para pensarlo y entonces empujé. ¡Qué ruido hizo, Dios mío! Creo que llamaba a su madre, pero no sirve de una mierda cuando tienes una espada Douglas en el gaznate. —Se rio otra vez—. Sí, fue una buena pelea. Poco habitual pero, ¿con los ingleses?
—Luchábamos por Genevieve —dijo Robbie—, y ella es francesa.
—¿Esa zorra flaca? Es muy guapa, pero a mí me gustan con más carne. Bueno, ¿y ahora qué hacemos? ¿Qué pasa con el maldito pescador?
Robbie sonrió lánguidamente.
—No creo que el padre Marchant quiera que volvamos.
—De todos modos fue una pérdida de tiempo. Haciendo el tonto por un cura chalado con un pájaro mágico. —Sculley se agachó, cogió un puñado de paja y frotó con ella la hoja de su espada. Los huesos que llevaba ensartados en el pelo tintinearon cuando se inclinó—. ¿Entonces qué, nos marchamos? —preguntó.
—¿Marcharnos?
—¡Por Dios! ¡Para unirnos al señor, por supuesto!
Se refería al señor de Douglas, el tío de Robbie.
—¿Es lo que quieres? —le preguntó Robbie con voz apagada.
—¿Qué, si no? Vinimos aquí a hacer un maldito trabajo, no a perder el tiempo con unos jodidos pescadores.
—Hablaré con Thomas —dijo Robbie—, y estoy seguro de que te dará un caballo. Y dinero también.
—El señor te querrá de vuelta.
—Hice un juramento —declaró, y entonces recordó que Thomas acababa de liberarlo de sus compromisos. Ahora podía elegir su propio destino—. Yo me quedo, Sculley —anunció.
—¿Te quedas?
—Puedes irte con mi tío, pero yo me quedo aquí.
Sculley puso mala cara.
—Si te quedas con este tipo —señaló hacia el otro lado de la casa, adonde suponía que había ido Thomas— la próxima vez que te vea tendré que matarte.
—Sí, tendrás que hacerlo.
Sculley escupió en dirección a la vaca.
—Lo haré rápido. Sin resentimiento. ¿Hablarás con ese hombre por lo del caballo?
—Sí, y le pediré que te dé unas monedas para el viaje.
Sculley asintió.
—Me parece justo —asintió—. Tú te quedas, yo me voy y después te mataré.
—Sí —dijo Robbie.
Era libre.
El padre Levonne, para su asombro, descubrió un par de botas en un arcón que había en una habitación pequeña del piso de arriba de la granja.
—El granjero huyó —dijo mirando a Roland mientras este se las probaba—, pero le dejaremos dinero. ¿Os van bien?
—Sí —contestó Roland—. Pero no podemos robarlas.
—Le dejaremos más dinero de lo que valen —dijo el padre Levonne—. Confiad en mí, es un granjero francés, preferirá tener oro que zapatos.
—Yo no tengo dinero —confesó Roland—. O mejor dicho, el dinero que tengo está en el castillo.
—Ya pagará Thomas —afirmó el padre Levonne.
—¿Sí?
—Por supuesto. Siempre paga.
—¿Siempre? —Roland parecía sorprendido.
—Le Bâtard —explicó el padre Levonne con paciencia— vive en la frontera de la Gascuña inglesa. Para comer necesita grano, queso, carne y pescado; necesita vino y heno, y si roba estas cosas la gente del campo le tomará antipatía. Lo delatarían a Berat o a Labrouillade, o a cualquiera de los demás señores a los que les gustaría colgar su cabeza en su salón, por eso Thomas procura que le aprecien. Él paga. La mayoría de señores no pagan, así que ¿quién creéis que es más popular?
—Pero… —empezó a decir Roland, pero se le entrecortó la voz.
—¿Pero?
—Le Bâtard… —dijo desconcertado—. ¿El hellequin?
—Ah, creéis que son criaturas del demonio, ¿eh? —El padre Levonne se echó a reír—. Thomas es cristiano, e incluso me atrevería a decir que es un buen cristiano. Él no está muy seguro, pero lo intenta.
—Pero lo excomulgaron —observó Roland.
—Por hacer lo que habéis hecho vos, salvarle la vida a Genevieve. Quizá ahora os excomulguen. —El padre Levonne vio el horror en el rostro de Roland e intentó aliviarlo—. Hay dos Iglesias, sire —le dijo—, y dudo que Dios se fije en las excomuniones de ninguna de ellas.
—¿Dos? Solo hay una Iglesia —señaló Roland. Miró al sacerdote como si el padre Levonne fuera un hereje—. Credo unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam —dijo con expresión grave.
—¡Otro soldado que habla latín! ¡Vos y Thomas! Y yo también creo en una Iglesia santa, católica y apostólica, hijo mío, pero tiene dos caras, como Jano. Una Iglesia, dos caras. ¿Servíais al padre Marchant?
—Sí —contestó Roland un poco avergonzado.
—¿Y él a quién sirve? Al cardenal Bessières. El cardenal Louis Bessières, arzobispo de Livorno y legado papal en la corte de Francia. ¿Qué sabéis de Bessières?
—Que es cardenal —respondió Roland, pero estaba claro que no sabía más.
—Su padre era un comerciante de sebo en Lemosín —le contó el padre Levonne—. El joven Louis era un chico inteligente y su padre tenía dinero suficiente para procurarle educación pero, ¿qué posibilidades tiene el hijo de un comerciante de sebo en este mundo? No puede convertirse en señor, él no había nacido con rango y privilegios como vos, pero siempre está la Iglesia. Uno puede llegar muy lejos en la santa, católica y apostólica Iglesia. No importa si ha nacido en el arroyo siempre y cuando tenga un buen cerebro. El hijo de un comerciante de sebo puede convertirse en príncipe de la misma. Es así como atrae a todos esos chicos listos. Y algunos de ellos, como Louis Bessières, son también ambiciosos, crueles, avariciosos y despiadados. Así pues, una cara de la Iglesia, sire, es nuestro actual Papa: un buen hombre, un poco aburrido, con demasiado apego al derecho canónico, pero es un hombre que intenta hacer la voluntad de Cristo en este mundo cruel. Y la segunda cara es Louis Bessières, un hombre malvado que, por encima de todo, quiere ser Papa.
—Por eso busca la Malice —comentó Roland en voz baja.
—Por supuesto.
—¡Y yo le dije al padre Marchant dónde encontrarla! —continuó Roland.
—¿Lo hicisteis?
—O dónde podría ser que se hallara. No lo sé. Puede que no esté allí.
—Creo que deberíais hablar con Thomas —le dijo el padre Levonne con dulzura.
—Podéis decírselo vos —dijo Roland.
—¿Yo? ¿Por qué yo?
Roland se encogió de hombros.
—Debo seguir cabalgando, padre.
—¿Adónde?
—Se ha dictado una arrière-ban. Debo obedecer.
El padre Levonne frunció el ceño.
—¿Vais a uniros al ejército del rey de Francia?
—Por supuesto.
—¿Y a cuántos enemigos tendréis allí? ¿A Labrouillade? ¿Marchant? ¿El cardenal?
—Puedo explicárselo al padre Marchant —dijo Roland vacilante.
—¿Creéis que estará dispuesto a razonar?
—Hice un juramento —declaró Roland.
—¡Pues retractaos!
Roland meneó la cabeza.
—No puedo hacer eso. —Vio que el sacerdote estaba a punto de interrumpirlo y se apresuró a seguir—: Sé que las cosas no son blancas o negras, padre, y quizá Bessières sea malvado, y sé que Labrouillade es una criatura vil, ¿pero acaso su esposa es mejor? ¡Es una adúltera! ¡Una fornicadora!
—Media cristiandad es culpable de ese pecado, y la mayor parte de la otra media desearía serlo también.
—Si me quedo aquí —dijo Roland— condono su pecado.
—¡Dios santo! —exclamó el padre Levonne con asombro.
—¿Tan malo es desear la pureza? —preguntó Roland en un tono casi suplicante.
—No, hijo mío, pero lo que dices no tiene sentido. Reconoces que prestaste juramento a unos hombres malvados, pero ahora no queréis retractaros. ¿Qué tiene eso de puro?
—Quizá rompa los juramentos —admitió Roland— si mi conciencia así me lo dicta pero, ¿por qué voy a romper un juramento para apoyar a un hombre que lucha contra mi país y que da cobijo a adúlteras?
—Creía que erais gascón. Los ingleses gobiernan Gascuña y nadie disputa su derecho.
—Algunos gascones sí lo hacen —replicó Roland—, y si lucho, lo haré por lo que creo que es correcto.
El padre Levonne se encogió de hombros.
—Contra eso no tengo nada que decir —coincidió—, pero al menos podéis despediros de Thomas. —Se volvió a mirar por la ventana de bisagras y vio que el amanecer empezaba a teñir de gris el borde del mundo—. Vamos, querrá daros las gracias.
Acompañó a Roland abajo y entraron en la gran cocina. Genevieve estaba allí con el ojo izquierdo vendado y Hugh dormía en el rincón, mientras Thomas estaba sentado junto a su esposa con el brazo en torno a sus hombros.
—Padre —saludó a Levonne.
—Sire Roland desea marcharse —anunció el padre Levonne—. Intenté persuadirle para que se quedara, pero insiste en que irá con el rey Juan.
Se volvió hacia Roland y le hizo un gesto para indicarle que dijera lo que quisiera, pero Roland no dijo nada. Estaba mirando embelesado a la tercera persona sentada a la mesa. Parecía incapaz de hablar o de moverse siquiera. Se limitaba a mirar fijamente, mientras por su cabeza corrían todos los versos de poesía que los trovadores habían cantado en el castillo de su madre; versos sobre labios que parecían pétalos de rosa molidos, sobre mejillas blancas como alas de paloma, sobre ojos que podían iluminar el cielo más oscuro y sobre cabellos del color de las alas de cuervo. Intentó hablar otra vez, pero no le salieron las palabras. Ella también lo miraba con unos ojos igual de abiertos.
—No conocíais a la condesa de Labrouillade —dijo Thomas—. Mi señora, este es sire Roland de Verrec… —Hizo una pausa, tras la cual añadió explícitamente—: Quien hizo el juramento de devolveros a vuestro esposo.
Pero daba la impresión de que Bertille no oía las palabras de Thomas más de lo que lo hacía Roland, porque no hacía más que observar al caballero. Se miraban el uno al otro y el mundo había dejado de existir para ambos. El tiempo se había detenido, el cielo contenía el aliento y el caballero virgen estaba enamorado.