Thomas llegó con las últimas luces del día. Sus caballos estaban agotados y entraron dando traspiés en el bosquecillo de castaños y robles, donde un arquero, al ver las formas oscuras de los jinetes contra el sol poniente, gritó dando el alto.
—¿Quiénes sois?
—No sirve de nada gritar en inglés, Simon —le respondió Thomas.
—¡Dios santo! —Simon bajó su arco—. Creíamos que estabas muerto.
—Me siento muerto —dijo Thomas. Él y sus compañeros habían cabalgado sin parar durante todo el día y luego buscaron por los alrededores del castillo del conde de Labrouillade a los hombres que habían salido de Castillon d’Arbizon sin saber si estarían allí. Pero los encontraron en aquella colina cubierta de árboles que ofrecía vistas a la única entrada del castillo. Thomas se deslizó de la silla con la moral igual de baja que aquel sol inflamado que proyectaba sombras alargadas por el amplio valle en el que Labrouillade tenía su fortaleza.
—Intentamos detenerlos —le explicó Sam.
—Hicisteis bien —repuso cuando hubo escuchado toda la historia. Sam y sus arqueros habían llegado al riachuelo pocos minutos antes de que Roland y su escolta aparecieran; habían hecho bien en tenderles una emboscada.
—Nos los hubiéramos cargado a todos de no ser por Hugh —continuó diciendo Sam—. Ese cabrón le puso un cuchillo en el cuello. De todos modos, matamos a un par.
—¿Pero Genevieve está dentro?
Sam afirmó con la cabeza.
—Ella y Hugh.
Thomas se quedó mirando el castillo desde la linde de la arboleda. Pensó que no había ninguna posibilidad. El sol enrojecía la cortina de la muralla, brillaba en el foso que teñía de escarlata y se reflejaba con un guiño de luz refulgente en el casco de un centinela. Con un cañón podría hacer añicos el puente levadizo en un día, ¿pero cómo iba a cruzar el foso?
—Traje tu arco —dijo Sam.
—¿Me esperabas? —preguntó Thomas— ¿O pensabas utilizarlo tú?
Por un momento Sam pareció confuso y luego cambió de tema.
—Y también trajimos a la condesa —anunció.
—¿La trajisteis?
Sam movió la cabeza para señalar al sur.
—Está en una granja por ahí detrás. Pitt se está asegurando de que esa zorra estúpida no se escape.
—¿Por qué demonios la trajisteis?
—Por si querías cambiarla —respondió Sam—. Fue idea del padre Levonne. También está aquí.
—¿El padre Levonne? ¿Por qué?
—Quiso venir. No sabe si deberías cambiarla, pero… —A Sam se le fue apagando la voz.
—Sería una solución sencilla —afirmó Thomas.
Estaba pensando que no debería perder el tiempo allí. Tenía que encontrar la Malice y también estaba la cuestión más importante, la noticia de que el príncipe de Gales marchaba con un ejército por algún lugar de Francia. Arqueros y hombres de armas estaban asolando la campiña, destrozando fincas, quemando ciudades y sembrando el pánico, todo con la esperanza de atraer al ejército francés y tenerlo al alcance de los largos arcos de guerra y de sus flechas empendoladas con plumas de ganso.
Thomas sabía que su lugar estaba con ese ejército, pero en cambio se encontraba atrapado allí, porque Genevieve y Hugh estaban prisioneros. La solución más simple era, en efecto, devolver a Bertille, condesa de Labrouillade, a su vengativo esposo, pero si hacía eso, tendría que enfrentarse a la ira de Genevieve. «Pues bien —pensó—, que se enfade». Mejor enfadada y libre que prisionera.
—¿Tienes centinelas? —preguntó a Sam.
—Bordeando todo el bosque. Un par más en el camino hacia el este y una docena en torno a la granja.
—Bien hecho. —La luna empezaba a alzarse en el cielo mientras las últimas luces del día se iban apagando en el oeste. Thomas hizo una seña a Keane para que caminara con él mientras se dirigía a la granja donde retenían a Bertille—. Quiero que cojas un caballo y te acerques al castillo lo suficiente para que te oigan —dijo al irlandés—. Sin armas. Extiende los brazos para que vean que vas desarmado.
—¿Y estaré desarmado?
—Sí.
—¡Dios mío! —exclamó el irlandés—. ¿Qué alcance tiene una ballesta?
—Mucho más que el de tus gritos.
—¿Es que me quieres muerto?
—Si fuera yo —explicó Thomas—, creo que me dispararían, pero a ti no te conocen y tienes mucha labia.
—Te has dado cuenta, ¿eh?
—No dispararán —afirmó Thomas para tranquilizarlo, esperando que así fuera—, porque querrán oír lo que tienes que decir.
Keane chasqueó los dedos y los dos lebreles acudieron a sus talones.
—¿Y qué tengo que decir?
—Diles que intercambiaré a la condesa por Genevieve y mi hijo. No habrá más de tres hombres como escolta en ambos bandos y el intercambio se realizará a medio camino entre el bosque y el castillo.
—¿Todo este alboroto es por eso? —preguntó Keane—. ¿Por la condesa?
—Labrouillade la quiere recuperar.
—Ah, es conmovedor. Debe de quererla mucho.
Thomas prefirió no pensar por qué el conde quería recuperar a Bertille; sabía que al intercambiarla la estaba condenando al sufrimiento y posiblemente a la muerte, pero Genevieve y Hugh eran infinitamente más importantes para él. Era una pena, pero era inevitable.
—¿Y cuándo les transmito el mensaje? —preguntó Keane.
—Ahora —contestó Thomas—. Hay suficiente luz de luna para que vean que no vas armado.
—Y suficiente también para apuntar una ballesta.
—Eso también —coincidió.
Encontró a la condesa en la enorme cocina de la granja, una habitación con unas pesadas vigas cruzadas de las que colgaban manojos de hierbas secas. El padre Levonne, el sacerdote de Castillon d’Arbizon, estaba allí, y Pitt vigilaba a la mujer.
Pitt era un hombre alto, delgado y taciturno, de rostro chupado, pelo lacio atado con una cuerda de arco desgastada y ojos hundidos. Era inglés, de Cheshire, pero se había unido al hellequin en Gascuña. Salió cabalgando de un bosque como si perteneciera al grupo y luego se sumó a la fila sin decir nada. Era un hombre pesimista y malhumorado y Thomas sospechaba que había desertado de alguna otra compañía, pero también era un arquero magnífico y sabía dirigir a los hombres en combate.
—Me alegra que hayas vuelto —gruñó cuando vio a Thomas.
—Thomas —dijo el padre Levonne, aliviado, y se levantó de su asiento junto a Bertille.
Thomas hizo un gesto al cura para que se sentara. Bertille estaba frente a la gran mesa en la que ardían dos velas que humeaban mucho. Una doncella que le había proporcionado Genevieve de entre las chicas de Castillon d’Arbizon estaba de rodillas a su lado. La condesa tenía los ojos enrojecidos de haber llorado. Miró a Thomas.
—Vais a devolverme, ¿verdad?
—Sí, mi señora.
—Thomas… —empezó a decir el padre Levonne.
—Sí. —Thomas interrumpió con aspereza la protesta que el cura había estado a punto de plantear, fuera cual fuera.
Bertille bajó la cabeza y rompió a llorar otra vez.
—¿Sabéis lo que me hará?
—Tiene a mi esposa y a mi hijo —alegó.
Ella sollozó en silencio.
—¡Dios santo! —exclamó Keane entre dientes, al lado de Thomas.
Thomas no hizo caso del irlandés.
—Lo siento, mi señora —dijo.
—¿Cuándo? —preguntó ella.
—Esta noche, espero.
—Preferiría estar muerta —declaró.
—Thomas —intervino el padre Levonne—, déjame ir a hablar con el conde.
—¿Y de qué diantre creéis que va a servir? —preguntó Thomas en un tono más brusco de lo que era su intención.
—Vos dejadme hablar con él.
Thomas meneó la cabeza en señal de negación.
—El conde de Labrouillade —replicó— es un cabrón malvado. Un gordo y malévolo cabrón enojado que probablemente a estas horas de la noche esté medio borracho, y si os dejo entrar en el castillo es probable que no salgáis.
—Entonces me quedaré allí. Soy un sacerdote. Voy allá donde me necesitan. —El padre Levonne hizo una pausa—. Dejadme hablar con él.
Thomas lo consideró un momento.
—Tal vez desde fuera del castillo.
Levonne vaciló y luego asintió.
—Servirá.
Thomas cogió a Keane por el codo y se lo llevó al patio de la granja.
—No dejes que el padre Levonne entre en el castillo. Probablemente lo convertirían en otro rehén.
Por una vez el irlandés parecía no saber qué decir, pero al final encontró las palabras.
—¡Por la sangre de Cristo! —exclamó pensativo—. ¡Qué criatura tan hermosa!
—Pertenece a Labrouillade —dijo Thomas con aspereza.
—Podría empañar las estrellas —comentó Keane—, y convertir en humo la mente de un hombre.
—Está casada.
—Una criatura tan encantadora —dijo Keane con perplejidad— te hace creer que Dios debe de amarnos de verdad.
—Ahora ve a buscar un caballo fresco —le ordenó Thomas—, y tú y el padre Levonne id a transmitir el mensaje a Labrouillade. —Se volvió a mirar al cura, que los había seguido bajo la luz de la luna—. Podéis decir lo que queráis, padre, pero a menos de que podáis convencer al conde de que suelte a Genevieve, voy a intercambiarla por la condesa.
—Sí —repuso el padre Levonne sin entusiasmo.
—Quiero terminar con esto —declaró Thomas con brusquedad— porque mañana salimos hacia el norte.
Cabalgaría hacia el norte para unirse a un príncipe, o para encontrar la Malice.
Roland de Verrec tuvo la sensación de que su alma se elevaba como un pájaro en el cielo despejado, un pájaro que podía atravesar las nubes de duda y alzarse a las alturas de la gloria. Un pájaro con alas de fe, un pájaro blanco. Blanco como los cisnes que nadaban en el foso del castillo del conde de Labrouillade, donde ahora se arrodillaba en la capilla iluminada por las velas. Era consciente de los latidos de su corazón, que no solo latía, sino que le martilleaba en el pecho como si siguiera el ritmo del aleteo de su alma que se elevaba.
Roland de Verrec estaba en éxtasis.
Aquella noche se había enterado de lo de la Orden del Pescador. Había escuchado al padre Marchant mientras le explicaba el propósito de la Orden y la búsqueda para recuperar la Malice.
—Pero yo sé de la Malice —había dicho Roland.
El padre Marchant se sorprendió, pero reaccionó.
—¿Sabes de ella? —le preguntó—. ¿Y qué sabes, hijo mío?
—Es la espada que san Pedro llevó a Getsemaní —respondió Roland—. Una espada que fue desenvainada para proteger a nuestro Salvador.
—Un arma sagrada —había comentado el padre Marchant en voz baja.
—Pero maldita, padre. Dicen que está maldita.
—Yo también lo he oído —reconoció el padre Marchant.
—Maldita porque san Pedro la desenfundó y Cristo lo reprendió.
—Dixit ergo Iesus Petro mitte gladium in vaginam… —El padre Marchant había empezado a citar el Evangelio, pero se calló porque Roland parecía estar muy afligido—. ¿Qué te ocurre, hijo mío?
—Si los hombres malvados empuñan la espada, padre, ¡tendrán tanto poder!
—Por esto existe la Orden —había dicho el cura con paciencia—, para asegurarse de que la Malice pertenezca solo a la Iglesia.
—¡Pero se le puede quitar la maldición! —había dicho Roland.
—¿Se puede? —El padre Marchant había puesto cara de sorpresa.
—Se dice —le había explicado Roland— que si se lleva la espada a Jerusalén y se bendice entre los muros de la Iglesia del Santo Sepulcro, entonces se levantará la maldición y la espada se convertirá en un arma de la gloria de Dios. —Ninguna otra espada, ni Durandal de Roland, ni la Joyosa de Carlomagno, ni siquiera Excalibur de Arturo, podían compararse con la Malice. Si podía levantarse su maldición, sería la espada más sagrada en la tierra de Dios.
El padre Marchant había percibido el temor reverencial en la voz de Roland, así que en lugar de decir que un viaje a Jerusalén era tan probable como que san Pedro volviera a aparecer, asintió con aire solemne.
—Pues debemos añadir este deber a las tareas de la Orden, hijo mío.
Entonces, en la capilla iluminada por las velas, Roland fue iniciado en la Orden. Se había confesado, había recibido la absolución y estaba arrodillado en el peldaño del altar. Los otros caballeros estaban tras él, de pie en la pequeña nave pintada de blanco. Roland se había alegrado de encontrar a Robbie en la Orden, pero el segundo escocés, ese tal Sculley que llevaba huesos colgando, lo había horrorizado. Unos pocos momentos en presencia de Sculley bastaban para quedar impresionado por la tosquedad, las burlas y el apetito por la crueldad de aquel hombre.
—Es un instrumento cruel, en efecto —le había dicho el padre Marchant a Roland—, pero Dios se sirve de la arcilla más humilde.
En aquellos momentos Sculley arrastraba los pies mascullando algo sobre perder el tiempo. Los demás caballeros guardaban silencio y observaban al padre Marchant, que rezaba en latín. Bendijo la espada de Roland, le puso las manos en la cabeza y en torno al cuello un fajín con las llaves del pescador bordadas.
Mientras rezaba, las velas de la capilla se estaban extinguiendo una a una. Era como en el servicio del Viernes Santo, cuando para señalar la muerte del Redentor las iglesias de toda la cristiandad se sumían en la oscuridad. Y cuando se consumió la última vela, solo quedó la pálida luz de la luna al otro lado de la ventana de la capilla y la pequeña llama roja de la presencia eterna, que proyectaba unas sombras del color de la sangre sobre el Cristo de plata crucificado, al que Roland contemplaba con ojos llenos de adoración. Había encontrado su causa, había encontrado una misión digna de su pureza, y encontraría la Malice.
En aquel momento Genevieve gritó.
Y volvió a gritar.
Keane y el padre Levonne se habían acercado a caballo hasta el puente levadizo y desde allí el irlandés gritó al centinela, que miró a los dos jinetes a la luz de la luna y recorrió unos cuantos pasos a lo largo del parapeto de la torre de entrada.
—¿Me estáis escuchando? —gritó Keane—. ¡Decidle a vuestro señor que tenemos a su esposa! La quiere recuperar, ¿no es verdad? —Esperó. Su caballo pateó el suelo—. ¡Por Dios, hombre! ¿Me estáis escuchando? —chilló—. ¡Tenemos aquí a su señora! —El centinela se inclinó entre dos merlones y volvió a mirar a Keane, pero no le dio ninguna respuesta y, al cabo de un momento, volvió a retirarse entre las piedras—. ¿Estás sordo? —le preguntó Keane.
—Hijo mío —vociferó el padre Levonne—. ¡Soy sacerdote! ¡Déjame hablar con tu señor!
No hubo respuesta. La luna iluminaba el castillo y su reflejo blanco rielaba en el foso que el viento ondulaba. Solo habían distinguido a ese hombre en el muro de la torre de entrada, pero ahora había desaparecido, al parecer dejando solos a Keane y a Levonne. El irlandés sabía que Thomas y una docena de hombres los estaban observando desde los árboles, pero se preguntó quién más observaría desde las oscuras aspilleras de la cortina de la muralla y desde las torres que la luna ensombrecía. Y, también, si los que observaban tendrían ballestas tensadas y cargadas con pesados virotes cortos con punta de acero. Los dos lebreles que habían seguido a Keane gimieron.
—¿Nos oye alguien? —llamó Keane.
Una ráfaga de viento movió la bandera de la torre del homenaje del castillo. La bandera se agitó y volvió a quedar colgando cuando el viento cesó. Un búho ululaba en el valle y los dos perros alzaron la cabeza y olisquearon el aire. Eloise gruñó suavemente.
—Tranquila —le dijo Keane—. Cállate, chica, y mañana perseguiremos unas liebres. Quizá hasta un ciervo, si tienes suerte, ¿eh?
—¡Inglés! —bramó una voz desde el castillo.
—Si tienes que insultar a alguien —replicó Keane— podrías ser un poco más inteligente, ¿no?
—¡Volved por la mañana! ¡Volved al alba!
—¡Déjame hablar con tu señor! —exclamó el padre Levonne.
—¿Sois sacerdote?
—¡Lo soy!
—Pues aquí tenéis la respuesta, padre —gritó el hombre. Una cuerda vibró en una de las torres y una saeta de ballesta atravesó la luz de la luna y cayó en el camino, a unas veinte yardas de los dos jinetes. El proyectil golpeó el suelo y se deslizó hasta detenerse entre los sobresaltados perros.
—Parece que tendremos que esperar a mañana, padre —dijo Keane. Hizo dar la vuelta a su caballo, clavó los talones y cabalgó para ponerse fuera del alcance de las ballestas.
Hasta la mañana siguiente…
El conde de Labrouillade estaba cenando. Había un pastel de carne de venado, un ganso asado, un jamón con una gruesa capa de miel de lavanda y una fuente de escribanos engordados con mijo, que era su plato favorito. Tenía un cocinero que sabía cómo ahogar en vino tinto a los diminutos pájaros para luego asarlos rápidamente con fuego vivo. El conde olisqueó uno. ¡Sencillamente perfecto! El aroma era tan delicioso que casi le dio vueltas la cabeza, chupó el pajarito y la grasa amarilla le cayó por la papada mientras ronzaba los frágiles huesos. El cocinero también había asado tres becadas, bañando los pájaros de pico de aguja con una mezcla de vino y miel.
Le gustaba comer. Le molestaba un poco que sus invitados, el severo padre Marchant, sir Robbie Douglas y el ridículo caballero virgen estuvieran perdiendo el tiempo en la capilla, pero no iba a esperarlos. Los escribanos estaban muy calientes y las oscuras pechugas de las perdices demasiado deliciosas como para postergarlas, de manera que dejó el recado de que sus invitados podían unirse a él a su conveniencia.
—Sir Roland lo ha hecho bien, ¿eh? —le comentó a su mayordomo.
—En efecto, mi señor.
—¡El tipo atrapó a la esposa de le Bâtard! Puede que Roland sea virgen —se rio el conde—, pero no debe de ser un completo idiota. Vamos a echar un vistazo a la mujer.
—¿Ahora, mi señor?
—Mejor el entretenimiento que la comida —dijo el conde, que hizo una seña a un juglar que tocaba una pequeña arpa y cantaba las excelencias del conde en la batalla. La canción era inventada en su mayor parte, pero los miembros de la casa del conde fingían creerla—. ¿Está todo preparado para la mañana? —preguntó el conde antes de que el mayordomo se marchara a cumplir con su encargo.
—¿Todo, mi señor? —preguntó el hombre, confuso.
—Caballos de carga, armaduras, armas, provisiones. ¡Por los clavos de Cristo, hombre! ¿Es que tengo que hacerlo todo yo?
—Todo está preparado, mi señor.
El conde soltó un gruñido. El duque de Berry lo había convocado en Bourges. El duque, por supuesto, no era más que un mocoso y el conde había estado tentado de fingir que no había recibido el aviso, pero el mocoso era hijo del rey de Francia y el arrière-ban había sido entregado junto con una carta que señalaba delicadamente que el conde había hecho caso omiso de dos llamadas previas y que el hecho de no acatar un arrière-ban justificaba la confiscación de las tierras. «Estamos seguros —decía la carta— de que deseáis conservar vuestras fincas, por lo que esperamos vuestra llegada a Bourges con alegría, sabiendo que vendréis con numerosos arbalesteros y hombres de armas».
—Arbalesteros —refunfuñó el conde—. ¿Por qué no puede llamarlos ballesteros? ¿O arqueros?
—¿Mi señor?
—¡El duque, idiota! Es un maldito crío. ¿Quince años? ¿Dieciséis? Aún está en pañales. Arbalestero, por Dios. —De todos modos, el conde llevaría cuarenta y siete arbalesteros y sesenta y siete hombres de armas a Bourges. Una fuerza considerable, mayor incluso que el pequeño ejército que había dirigido contra Villon para recuperar a Bertille. Había considerado dejar que uno de sus capitanes dirigiera la fuerza mientras él se quedaba en casa protegido por los veinte ballesteros y dieciséis hombres de armas que guarnicionarían el castillo, pero la amenaza de perder sus tierras lo había convencido de viajar también—. ¡Ve a por la mujer! —espetó al mayordomo, que había vacilado, pensando que su señoría podía tener más preguntas.
El conde se llevó una becada a la boca y mordió la carne aderezada con miel. Pensó que no era tan delicada como la del escribano, de modo que la dejó caer y se metió el décimo escribano en la boca.
Aún estaba chupando el pajarito cuando hicieron entrar a Genevieve y a su hijo al pequeño salón en el que había decidido comer. El gran salón estaba lleno con sus hombres de armas, que bebían su vino y comían su comida, aunque se había asegurado de que no les sirvieran venado, escribanos ni becadas. El conde aplastó los huesos del ave cantora, se los tragó y señaló un espacio cerca de la mesa en el que las grandes velas iluminarían a Genevieve.
—Ponla ahí —dijo—. ¿Y por qué has traído al chico?
—Ella insistió, mi señor —respondió uno de los hombres de armas.
—¿Insistió? No le corresponde a ella insistir. Es una zorra flacucha, ¿eh? Date la vuelta, mujer. —Genevieve permaneció inmóvil—. He dicho que te des la vuelta, despacio —dijo el conde—. Si no obedece, Luc, puedes golpearla.
Luc, el hombre de armas que había agarrado a Genevieve del brazo para hacerla entrar en el salón, echó la mano hacia atrás, pero no tuvo necesidad de golpearla. Genevieve dio la vuelta y luego miró al conde a los ojos con desafío. Él se limpió la boca y la papada con una servilleta y bebió vino.
—Desnúdala —ordenó.
—No —protestó Genevieve.
—He dicho que la desnudes —dijo el conde mirando a Luc. Antes de que Luc pudiera obedecer, se abrió la puerta de la habitación y Jacques, que ahora era el capitán jefe del conde, apareció en la entrada.
—Han enviado a dos mensajeros, mi señor —dijo—, ofreciendo el intercambio de la mujer por la condesa.
—¿Y?
—Tienen a la condesa aquí, mi señor —explicó Jacques.
—¿Aquí?
—Eso dicen.
El conde se levantó y rodeó la mesa cojeando. La herida de flecha que tenía en la pierna le daba punzadas, pero se estaba curando bastante bien. Todavía le dolía al apoyar su considerable peso e hizo una mueca al bajar de la tarima para enfrentarse a Genevieve.
—Vuestro esposo, señora —gruñó—, me desafió. —Esperó a que respondiera, pero ella guardó silencio—. Di a los mensajeros que vuelvan por la mañana —ordenó el conde sin apartar los ojos de Genevieve—, la cambiaremos al amanecer.
—Sí, mi señor.
—Pero primero tengo pensada otra cosa para esta zorra —añadió, y con estas palabras una ira terrible se apoderó del conde. Había sido humillado, primero por su esposa y después por le Bâtard. Sospechaba que hasta sus propios hombres se burlaban de él a sus espaldas, motivo por el que prefería comer en una sala aparte. De hecho, sabía que toda Francia se reía de él. Lo habían insultado, le habían puesto los cuernos y él era un hombre orgulloso. La herida de su honor era tan profunda que de repente se puso rojo de ira, rugió con un sonido que parecía de dolor, alargó la mano, agarró el vestido de lino de Genevieve y se lo desgarró.
Geneviève gritó.
El grito solo sirvió para enfurecer aún más al conde. Todo el dolor de las últimas semanas bullía en su interior y solo podía pensar en vengarse de los hombres que lo habían menospreciado. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que quitarse los cuernos de la cabeza y ponerlos en la de le Bâtard? Rasgó el vestido del todo mientras Genevieve gritaba por segunda vez y retrocedía tambaleándose. Su hijo lloraba y el conde le pegó un fuerte manotazo en la cabeza, tras lo cual volvió a tirar del vestido de Genevieve. Ella aferraba la tela desgarrada contra el cuello.
—¡Zorra asquerosa! —gritó el conde—. ¡Enséñame las tetas, puta flaca! —Le propinó un doloroso golpe y, en aquel preciso momento, entraron por la puerta media docena de hombres.
—¡Basta! —Era Roland de Verrec el que gritaba—. ¡Basta! —repitió—. Es mi rehén.
Entraron aún más hombres en la habitación. Robbie Douglas estaba allí, mirando boquiabierto a Genevieve, que estaba agachada en las losas intentando subirse los jirones del vestido hasta el cuello. Sculley sonreía ampliamente. Los hombres de armas del conde iban pasando la mirada del furioso Labrouillade al calmado Roland mientras el padre Marchant estudió la situación y se interpuso entre los dos.
—La joven —le dijo al conde— es prisionera de la Orden, mi señor.
Esta afirmación desconcertó a Roland, que creía que era su rehén, pero se lo tomó como una declaración de apoyo y no protestó.
El conde respiraba agitadamente. Era un oso acorralado. Por un instante dio la impresión de que la prudencia podría gobernar su ira, pero entonces, como si una ola rompiera en su interior, la furia volvió a dominarlo.
—Fuera —gruñó a los recién llegados.
—Mi señor… —empezó a decir el padre Marchant en tono apaciguador.
—¡Fuera! —rugió el conde—. ¡Este es mi castillo!
Nadie se movió.
—¡Tú! —El conde señaló a Luc—. ¡Deshazte de ellos!
Luc intentó llevarse a Roland, al padre Marchant y a los demás caballeros de la Orden del Pescador de la sala, pero Roland se mantuvo firme.
—Es mi rehén —repitió.
—Vamos a pelear por la mujer —terció Sculley alegremente.
—Cállate —le dijo Robbie entre dientes.
Robbie era consiente de la antigua agitación que creía que la Orden del Pescador había calmado. Conocía a Genevieve, había estado enamorado de ella desde el día en que la había visto por primera vez en las mazmorras de Castillon d’Arbizon. Ese amor no correspondido había roto su amistad con Thomas, lo había llevado a quebrantar juramentos, a sus discusiones con el señor de Douglas y había terminado, o eso había creído Robbie, con el deber sagrado de la Orden del Pescador. Vio entonces que Roland llevaba la mano a la empuñadura de su espada y tuvo mucho miedo de lo que pasaría a continuación. Genevieve lo estaba mirando con sorpresa y súplica en sus ojos heridos.
El conde vio que la mano de Roland se acercaba a la empuñadura de Durandal y, como un tonto, cogió su propia espada. El padre Marchant levantó las dos manos.
—¡En nombre de Dios! —gritó, y le agarró el brazo a Roland—. ¡En nombre de Dios! —repitió, con una mano alzada en gesto de precaución—. Mi señor —dijo en tono razonable—, tenéis razón, este es vuestro castillo. Lo que ocurre entre estas paredes está bajo vuestra jurisdicción, bajo vuestro privilegio, y no podemos eludirlo. Pero, mi señor —y aquí el padre Marchant hizo una reverencia al conde—, esta mujer debe hablar con nosotros. El Papa lo exige, el rey de Francia lo exige y, mi señor, Su Santidad y Su Majestad os estarían agradecidos si me permitís, a vuestro más humilde servidor —y se inclinó de nuevo ante Labrouillade—, interrogar a esta desdichada.
El padre Marchant se había inventado el interés del Papa y del rey, pero fue una invención inspirada, suficiente para aplacar la furia de Labrouillade.
—¿Tengo razón? —preguntó el conde.
—Toda la razón. Y si alguno de nosotros os ha molestado, mi señor, si alguno de nosotros ha desafiado vuestra indudable autoridad, os pedimos nuestras más humildes disculpas.
—¿Pero el Papa y el rey tienen interés en esto?
—Por asombroso que pueda parecer, mi señor, sí. Por eso estoy aquí, enviado por el cardenal Bessières. Mi señor, si queréis ganaros la reputación de ser un hombre que ha luchado valientemente por el Reino de los Cielos aquí en la tierra, os rogaría que me permitierais pasar un tiempo a solas con esta criatura.
—¿Y cuando hayáis terminado con ella?
—Como ya he dicho, mi señor, este es vuestro castillo.
—Y vuestros hombres harían bien en recordarlo —dijo el conde con un gruñido.
—En efecto, mi señor.
—Pues lleváosla —accedió el conde con magnanimidad.
—La Iglesia estará en eterna deuda con vos, mi señor —dijo el padre Marchant, y les hizo señas a Sculley y Robbie para que se llevaran de allí a Genevieve. Señaló a Hugh—. Lleváoslo a él también.
Y Robbie soltó un suspiro de alivio.
Thomas estaba arrodillado en el límite del bosque.
—¿Qué dijo? —preguntó por décima vez.
—Que volvamos al amanecer —respondió Keane.
Y desde ahora, en el corazón de la noche, hasta el alba, ¿qué le ocurriría a Genevieve? Era la pregunta que torturaba a Thomas y a la que su imaginación proporcionó una horrible respuesta que a su vez no ofrecía una solución. No podía rescatarla. No podía cruzar un foso, escalar una muralla y abrirse paso luchando. Para ello le haría falta tiempo y un ejército.
—Deberíais dormir un poco —dijo a sus hombres. Y era cierto, pero los arqueros habían decidido velar con Thomas. Nadie quería dormir—. ¿Cuántos hombres habrá dentro? —se preguntó Thomas en voz alta.
—Ese cabrón tenía unos cien hombres cuando luchamos en Villon —respondió Sam.
—No pueden estar todos dentro —dijo Thomas, aunque era la esperanza la que hablaba.
—Es un lugar bastante grande —comentó Keane.
—Y tenemos treinta y cuatro arqueros —replicó Thomas.
—Y hombres de armas —añadió Karyl.
—Él tenía unas cuarenta ballestas —dijo Sam—, tal vez más, ¿no?
—¿No dijo que la cambiaría? —preguntó Thomas por décima vez.
—Solo dijo que volviéramos —contestó Keane—. De haber podido le hubiera preguntado unas cuantas cosas a ese tipo, pero utilizaron una ballesta para lanzarnos la indirecta de que el padre Levonne y yo no éramos precisamente bienvenidos.
Thomas pensó que si Genevieve sufría algún daño se olvidaría de la Malice, se olvidaría del príncipe de Gales, se olvidaría de todo hasta que hubiera atado al conde de Labrouillade a una mesa y lo hubiera cortado igual que hizo él con Villon. Resultaba una esperanza vana en aquella noche iluminada por la luna. En ocasiones lo único que se podía hacer era esperar, fortalecerse y soñar para combatir la desesperación.
—Al amanecer —dijo Thomas— quiero a todos los arqueros y a todos los hombres de armas. Nos dejaremos ver. Estaréis preparados para luchar, pero permaneced fuera del alcance de las ballestas. —Sabía que no era más que un gesto, pero en aquel momento se veía limitado a los gestos.
—Ya estamos preparados —afirmó Sam. Llevaba su arco, al igual que todos los demás arqueros, pero como se esperaba rocío había quitado la cuerda y se la había guardado en el sombrero—. Y amanecerá pronto.
—Deberías dormir —le aconsejó Thomas—. Todos los que no estáis de guardia deberíais dormir.
—Sí, deberíamos —repuso Sam.
Y nadie se movió.
El padre Marchant tocó el brazo a Roland con delicadeza.
—Hicisteis bien, hijo mío. Es vuestra prisionera y teníais que defenderla, pero debéis utilizar la cautela.
—¿Cautela?
—Es la heredad del conde. Aquí manda él. —Sonrió—. Pero ya ha pasado. Ahora debéis entregarnos a la prisionera.
—¿Prisionera? —preguntó Roland—. Es una rehén, padre.
El padre Marchant vaciló.
—¿Qué sabéis de ella? —le preguntó.
Roland frunció el ceño.
—Que es de baja cuna y que está casada con le Bâtard, pero aparte de eso no sé nada más.
—¿Os gusta?
Roland dudó, pero recordó que su deber era decir la verdad.
—Al principio no, padre, pero he acabado admirándola. Tiene espíritu. Tiene una mente ágil. Sí, me gusta.
—Os ha hechizado —declaró el padre Marchant con severidad—, y no tenéis la culpa de eso. Pero deberíais saber que ha sido excomulgada, condenada por la Santa Madre Iglesia. Iba a ser quemada por herejía, pero le Bâtard la rescató y luego, para agravar su maldad, ella mató a un piadoso dominico que había descubierto su herejía. En conciencia, hijo mío, ahora no puedo soltarla; no puedo permitir que divulgue sus detestables doctrinas. Está condenada.
—Juré protegerla —dijo Roland, inquieto.
—Te eximo de dicho juramento.
—¡Pero es que parece una buena mujer!
—El diablo enmascara su obra, hijo mío —afirmó el padre Marchant—, cubre la vileza con vestimentas de luz y endulza su inmundicia con palabras melosas. Parece hermosa, pero es una criatura del diablo, al igual que su marido. Ambos están excomulgados, ambos son herejes. —Se volvió al oír que su criado se acercaba por el pasillo sumido en las sombras—. Gracias —le dijo, y tomó el halcón de sus manos. Se había puesto un guante de cuero y se enroscó las pihuelas del pájaro en la muñeca, tras lo cual acarició la caperuza que cubría los ojos del ave—. ¿Sabéis —le preguntó a Roland— por qué los herejes fueron a Montpellier?
—Ella me dijo que fueron a escoltar a un monje inglés que se inscribiría en la universidad, padre.
El padre Marchant sonrió con tristeza.
—Te mintió, hijo mío.
—¿Ah, sí?
—Su esposo busca la Malice.
—¡No! —exclamó Roland. No a modo de protesta sino con asombro.
—Supongo que oyó que el arma podría encontrarse allí.
Roland meneó la cabeza.
—Yo diría que no —declaró con seguridad.
Fue el padre Marchant quien se asombró entonces.
—Diríais que… —dijo con voz débil, y se calló.
—Bueno, yo no lo sé, claro está —explicó Roland—, y tal vez vos tengáis noticias sobre la Malice de las que yo no me he enterado.
—Oímos que estaba en un lugar llamado Mouthoumet, pero cuando llegamos allí había desaparecido.
—Es posible que la llevaran a Montpellier —comentó Roland sin convencimiento—, pero un hombre a quien le importe la Malice, seguro que la devolvería a su lugar apropiado.
—¿Hay un lugar apropiado? —preguntó el cura con cautela. Acariciaba la cabeza encapuchada del pájaro, pasando el dedo con suavidad por el cuero blando.
Roland sonrió con modestia.
—Mi madre, que Dios la bendiga, desciende de los antiguos condes de Cambrai. Eran grandes guerreros, pero uno de ellos desafió a su padre y renunció a la profesión de las armas para convertirse en monje. Juniano, se llamaba, y la tradición familiar dice que san Pedro se le apareció en un sueño y le dio la espada. San Pedro dijo a Juniano que solo un hombre que fuera santo y guerrero al mismo tiempo era el adecuado para proteger la espada.
—¿San Juniano?
—No es muy conocido —admitió Roland con tristeza—, en realidad. Si por algo es famoso, es por dormir en medio de una ventisca, que lo hubiese matado de no ser por la protección de la gracia de Dios… —Se interrumpió al ver que el padre Marchant lo había agarrado del brazo con tanta fuerza que le hacía daño—. ¿Padre? —preguntó.
—¿Este tal Juniano tiene un santuario?
—Los benedictinos de Nouaillé guardan sus restos terrenales, padre.
—¿Nouaillé?
—Está en Poitou, padre.
—Que Dios os bendiga, hijo mío —dijo el padre Marchand.
Roland percibió el alivio en la voz del sacerdote.
—No sé si la Malice está allí, padre —advirtió con cautela.
—Pero podría ser, podría ser —replicó el clérigo, que dejó de hablar mientras un criado que llevaba un orinal pasaba por el pasillo iluminado por el leve resplandor que le llegaba de las velas del salón—. No lo sé —admitió al fin cuando el criado hubo pasado—. No lo sé —repitió en tono cansado—. ¡Podría estar en cualquier parte! Ya no sé dónde seguir mirando, pero quizá le Bâtard lo sepa, ¿no? —Acarició al halcón que se movía intranquilo en su muñeca—. De manera que tenemos que descubrir lo que sabe y por qué fue a Montpellier. —Levantó el brazo en el que estaba posado el halcón—. Pronto, querida mía —le dijo al pájaro—, muy pronto te quitaremos la caperuza.
—¿Quitarle la caperuza? —preguntó Roland. Le parecía extraño hacer eso a esas horas de la noche.
—Es una calade —le dijo el cura.
—¿Una calade?
—La mayoría de calades descubren la enfermedad en una persona —le explicó el padre Marchant—, pero este pájaro también tiene el don de Dios de descubrir la verdad. —Se apartó de Roland—. Parecéis cansado, hijo mío. ¿Puedo sugeriros que durmáis?
Roland sonrió con aire arrepentido.
—He dormido poco estas últimas noches.
—Pues descansad ahora, hijo mío, descansad con la bendición de Dios. —Se quedó mirando a Roland mientras este se alejaba y luego se dirigió al final del pasillo, donde le esperaban sus demás caballeros—. ¡Sir Robbie! ¿Queréis traer a la mujer y a su hijo? —Empujó una puerta al azar y, al abrirla, se encontró en una habitación pequeña con barriles de vino amontonados en torno a una mesa en la que había jarras, embudos y copas. Lo barrió todo con el brazo para despejar el tablero de la mesa—. Esto servirá. ¡Traed unas velas! —gritó.
Acarició al halcón.
—¿Tienes hambre? —le preguntó al pájaro—. ¿Mi cielo tiene hambre? Muy pronto te daremos de comer. —Se quedó de pie a un lado de la pequeña habitación mientras Robbie hacía entrar a Genevieve por la puerta. Ella se agarraba el vestido hecho pedazos contra el pecho—. Parece ser que ya conocíais a la hereje, ¿verdad? —sugirió el padre Marchant a Robbie.
—Sí, padre —contestó Robbie.
—Es un traidor —dijo Genevieve, y le escupió en la cara.
—Él ha jurado servir a Dios —replicó el padre Marchant—, y tú estás maldita por Dios.
Sculley arrastró a Hugh por la puerta y lo empujó hacia la mesa.
—Velas —pidió el padre Marchant a Sculley—. Traed algunas del salón.
—Os gusta ver lo que estáis haciendo, ¿eh? —comentó Sculley con una amplia sonrisa.
—Vamos —ordenó el padre Marchant con aspereza, y se volvió hacia Robbie—. La quiero encima de la mesa. Si se resiste, podéis golpearla.
Genevieve no se resistió. Sabía que no podía luchar contra Robbie, y no digamos ya contra Robbie y el hombre espantoso con huesos en el pelo, que en aquel momento trajo dos velas enormes que se colocaron sobre sendos barriles de vino.
—Túmbate —le ordenó el padre Marchant a Genevieve—, como si estuvieras muerta. —Vio que temblaba. Se puso las manos sobre los pechos para mantener el vestido roto en su lugar. El cura empezó a desatarse las pihuelas del guante y dejó al halcón en la muñeca de Genevieve. Las garras se clavaron en la fina piel de la mujer, que dejó escapar un gimoteo—. In nomine Patris —entonó el padre Marchant en voz baja—, et Filii, et Spiritus Sancti, amén. ¿Sir Robert?
—¿Padre?
—No contamos con un notario que registre la confesión de esta pecadora, de modo que prestaréis atención y seréis testigo de lo que se diga. Tenéis el deber sagrado de recordar la verdad.
—Sí, padre.
El sacerdote miró a Genevieve, que estaba tendida con los ojos cerrados y las manos juntas.
—Pecadora —dijo en voz baja—, dime por qué fuisteis a Montpellier.
—Llevamos a un monje inglés hasta allí —respondió Genevieve.
—¿Y por qué?
—Iba a estudiar Medicina en la universidad.
—¿Quieres que me crea que le Bâtard recorrió todo el camino hasta Montpellier solo para escoltar a un monje? —preguntó el padre Marchant.
—Fue un favor a su señor feudal —dijo Genevieve.
—Abre los ojos —le ordenó el cura. Seguía hablando en voz baja. Esperó hasta que ella obedeció—. Y ahora dime —dijo—, ¿has oído hablar de san Juniano?
—No —contestó Genevieve. El halcón encapuchado no se movió.
—Estás excomulgada, ¿no es cierto?
Genevieve vaciló y luego asintió levemente.
—¿Y fuisteis a Montpellier para hacerle un favor a un monje?
—Sí —respondió con un hilo de voz.
—Te convendría decir la verdad —le dijo el padre Marchant. Se inclinó hacia adelante, desató la caperuza al pájaro y se la retiró de la cabeza—. Esto es una calade —explicó—, un pájaro que puede saber si lo que dices es verdad o mentira. —Geneviève miró a los ojos del halcón y se estremeció. El padre Marchant retrocedió—. Y ahora dime, pecadora —insistió—, ¿por qué fuisteis a Montpellier?
—Ya os lo he dicho, para escoltar a un monje.
Su grito resonó por todo el castillo.