Thomas, Keane y su prisionero llegaron al molino y encontraron a Karyl y a los nueve hombres de armas que quedaban preparados, aunque ninguno de ellos sabía para qué estaban preparados. Todos vestían malla, tenían los caballos ensillados y estaban nerviosos.
—Sabemos lo de Genevieve —le dijo Karyl a Thomas a modo de saludo.
—¿Cómo?
Karyl movió bruscamente su marcado rostro en dirección a un hombre que iba vestido solo con calzas, camisa, botas y abrigo. El hombre en cuestión había estado evitando que Thomas lo viera, pero este espoleó el caballo hacia él.
—No pierdas de vista a ese cabrón —le dijo a Karyl señalando a Pitou—, y si te molesta, pégale. —Detuvo el caballo junto al hombre reacio a dejarse ver y, al mirarlo, vio un rostro muy preocupado—. ¿Qué le ha pasado a vuestro hábito de monje? —le preguntó.
—Aún lo tengo —contestó el hermano Michael.
—¿Y por qué no lo lleváis puesto?
—¡Porque no quiero ser monje! —protestó.
—Nos trajo la noticia. —Karyl había seguido a Thomas—. Nos dijo que se habían llevado a Genevieve y que te estaban buscando.
—Sí, se han llevado a Genevieve —confirmó Thomas.
—¿De Verrec?
—Supongo que la lleva a Labrouillade.
—Envié al resto de los hombres a Castillon —le informó Karyl— y pedí a sir Henri que nos mandara al menos cuarenta hombres. Fue idea suya. —Señaló al hermano Michael con un gesto de la cabeza.
Thomas miró al monje.
—¿Fue idea vuestra?
El hermano Michael dirigió la mirada hacia lo alto de la colina con nerviosismo, como si estuviera buscando un lugar donde esconderse.
—Me pareció una idea sensata —dijo al fin.
Thomas no estaba tan seguro de que fuera sensata. Tenía diez hombres, doce si contaba al estudiante irlandés y al monje. Ellos perseguirían a Roland de Verrec mientras que los hombres de Castillon d’Arbizon deambularían por una campiña hostil buscando a Thomas. Esto podía conducir al desastre si cualquiera de los dos pequeños grupos se veía enfrentado a un enemigo mucho más numeroso. Sin embargo, ¿y si llegaban a unirse? Asintió para mostrar su aprobación.
—Probablemente fue una buena idea —admitió a regañadientes—. Así que ahora regresaréis a Montpellier, ¿no?
—¿Yo? ¿Por qué? —preguntó el hermano Michael con indignación.
—Para aprender a olfatear pises.
—¡No!
—¿Y qué queréis hacer?
—Quedarme con vos.
—¿O con Bertille?
El hermano Michael se sonrojó.
—Quedarme con vos, sire.
Thomas señaló a Keane con un gesto de la cabeza.
—Él no quiere ser sacerdote y tú no quieres ser monje. Ahora ambos sois hellequin.
El hermano Michael puso cara de incredulidad.
—¿Lo soy? —preguntó emocionado.
—Lo eres —dijo Thomas.
—De modo que ahora solo necesitamos un par de dispuestas jovencitas que no quieran ser monjas —terció Keane alegremente.
Karyl no había visto pasar a Roland de Verrec de camino al norte con Genevieve.
—Nos dijiste que permaneciéramos escondidos —le recordó en tono de reproche—, lejos del camino, y así lo hicimos.
—No vino por aquí —explicó Thomas—. Va por la ruta de Gignac, al menos eso creo, y el cabrón nos lleva un día de ventaja.
—¿Lo seguimos?
—Tomaremos el paso a través de las montañas —dijo Thomas.
No lo conocía, pero tenía que existir porque, si miraba hacia el norte veía poblaciones situadas en el terreno más elevado. Divisó un molino en el horizonte y humo que se alzaba de un valle sombrío, y donde había gente había caminos. Serían más lentos que las vías principales pero, con suerte, si no perdían ninguna herradura y no se topaban con coredors, podrían alcanzar a De Verrec antes de que el caballero virgen llegara a Labrouillade.
Desmontó y fue andando hasta el borde sur de la planicie en la que se alzaba el molino. Vio claramente Montpellier y también vio pequeños grupos de jinetes reconociendo el terreno chamuscado donde estaban las casas construidas extramuros. Al menos había seis grupos, ninguno con más de siete u ocho miembros, todos explorando los arbustos y los bordes del terreno despejado.
—Me están buscando —le dijo a Karyl, que se había acercado a él.
Karyl hizo visera con la mano.
—Son hombres de armas —anunció con un gruñido. Incluso desde aquella distancia era posible distinguir que al menos dos de los grupos vestían malla gris. La luz del sol se reflejaba en sus cascos.
—Probablemente sean guardias de la ciudad —dijo Thomas.
—¿Por qué no forman un solo grupo? —preguntó Karyl.
—¿Y compartir la recompensa?
—¿Hay una recompensa?
—Y grande.
Karyl esbozó una sonrisa burlona.
—¿Cómo de grande?
—Seguramente lo suficiente para poder comprar una granja decente en… ¿dónde es? ¿Bohemia?
Karyl asintió.
—¿Alguna vez has estado en Bohemia?
—No.
—Los inviernos son fríos —dijo—. Creo que me quedaré aquí.
—Estarán registrando la ciudad —supuso Thomas—, pero cuando no encuentren nada serán muchos más los que salgan.
—Ya nos habremos marchado.
—Y se lo figurarán.
—¿Y nos perseguirán?
—Eso espero —respondió Thomas.
Los caballos de la ciudad probablemente estarían bien alimentados y descansados, mientras que los del molino apenas habían comido. Si tenía que viajar con rapidez por las montañas iba a necesitar unas buenas monturas. También necesitaba cotas de malla y armas para Keane y el hermano Michael.
Así se lo comunicó a Karyl, que se volvió a mirar al monje.
—Darle un arma sería malgastarla —afirmó con desdén—, pero el irlandés parece útil.
—Los dos tienen que parecer hombres de armas aunque no lo sean —explicó Thomas—. Y también vamos a necesitar caballos de refresco. Va a ser una dura cabalgada.
—Una emboscada —dijo Karyl con deleite.
—Una emboscada —coincidió Thomas—. Y tiene que ser rápida, brutal y efectiva.
Ahora que estaba con sus hombres se sentía vengativo. La grave situación en la que se encontraba Genevieve lo torturaba, aunque suponía que solo era una moneda de cambio por Bertille. Pero Bertille estaba a salvo en Castillon d’Arbizon y Thomas dudaba que sir Henri la entregara sin su permiso. De todos modos quería vengar a Genevieve, y estaba rebosante de ira cuando, poco antes de mediodía, tendieron la emboscada.
Fue la sencillez personificada. Keane y el hermano Michael, los dos que no llevaban malla ni casco, se dejaron ver en un olivar que resultaba visible a uno de los grupos que peinaban el campo. Estos estallaron en gritos y alaridos, espolearon sus monturas, desenvainaron las espadas y galoparon. Keane y el hermano Michael echaron a correr y desaparecieron de la vista de sus perseguidores por un pequeño valle en el que esperaban los hombres de Thomas.
Los seis hombres iban a la caza y competían unos con otros para alcanzar a los fugitivos. Los dos primeros montaban unos caballos pequeños y rápidos y aventajaron a sus compañeros, lanzándose al galope por la cima y descendiendo al valle. Sus caballos chapotearon al cruzar un riachuelo diminuto, antes de darse cuenta de que tenían problemas. Los hombres de Thomas les rodearon mientras los otros cuatro perseguidores superaron ruidosamente la línea del horizonte, vieron la refriega de abajo e intentaron desesperadamente frenar sus monturas y dar media vuelta.
Thomas picó al caballo con los talones y subió la pendiente. Un hombre que llevaba la librea de Montpellier intentaba dar media vuelta, pero entonces cambió de opinión. Arremetió con la espada contra Thomas, que se inclinó a la izquierda en la silla, dejando que la hoja le pasara junto a la cara, y a continuación propinó un golpe salvaje con su arma que alcanzó a su oponente en la nuca por debajo del borde del casco. No se molestó en mirar qué ocurría porque sabía que el otro estaba fuera de combate. Siguió ascendiendo y lanzó una estocada a un segundo hombre, mientras Arnaldus, uno de los gascones del hellequin, le propinaba un revés en la cara con un hacha de guerra. Karyl, había desmontado a uno de ellos, dio media vuelta, clavó la espada hacia abajo y Thomas vio levantarse un chorro de sangre que se alzó por encima del maltrecho casco de su lugarteniente. Keane sujetaba a uno de los primeros jinetes bajo el agua y lo estaba ahogando mientras los dos perros le mordían el único brazo que aún agitaba.
Seis hombres abatidos en cuestión de segundos y ningún miembro del hellequin estaba herido.
—¡Keane! ¡Coge los caballos! —gritó Thomas.
Un segundo grupo de hombres había visto que el primero se apresuraba hacia el norte y los habían seguido, pero desistieron al ver a los jinetes con cotas de malla esperando en lo alto del olivar. Dieron media vuelta y se alejaron.
—Tú. —Thomas señaló al hermano Michael—. Busca una cota de malla que te vaya bien, un casco y una espada. Coge un caballo.
Cabalgaron hacia el norte.
Roland de Verrec ordenó que ataran los caballos en la nave en ruinas y luego subió por la estrecha y empinada escalera del campanario. Ya no había campana, solo un espacio abierto. Un amplio arco traspasaba cada una de las cuatro paredes, el tejado tenía unas vigas podridas de las que casi se habían caído todas las tejas y el suelo crujía peligrosamente bajo el peso de sus hombres.
—Las flechas entrarán por los arcos —le dijo Genevieve.
—Callaos —le ordenó él, pero como siempre intentaba ser cortés, añadió—, por favor.
Estaba nervioso. Los caballos piafaban en la nave y alguien daba voces en el pueblo, pero aparte de esto el mundo parecía estar en silencio. Caía la noche con rapidez y la oscuridad formaba sombras desiguales en el cementerio que había junto a la iglesia. Las tumbas no tenían lápida. Aquel pueblo debía de haber sufrido muy duramente los estragos de la terrible plaga que se había llevado tantas vidas, y los cuerpos yacían en hoyos poco profundos.
Roland recordó haber visto cómo los perros salvajes desenterraban a víctimas de la peste. Entonces era un niño y había llorado de lástima al ver a los canes desgarrar la carne putrefacta de los arrendatarios de su madre. Su padre había muerto, igual que su único hermano, y su madre decía que la enfermedad había sido enviada como castigo por el pecado.
—Los ingleses y la peste —había dicho—, ambos son obra del diablo.
—Dicen que los ingleses también tienen la peste —había señalado Roland.
—Dios es bueno —repuso la viuda.
—¿Pero por qué murió padre? —había preguntado Roland.
—Porque era un pecador —había contestado su madre, aunque ya había convertido la casa en un santuario para su esposo y su hijo mayor, con velas y crucifijos, colgaduras negras y un sacerdote al que se le pagaba para decir misas por el padre y el heredero que habían muerto vomitando y sangrando.
Después habían venido los ingleses y echado a la viuda de sus tierras. Esta huyó y recurrió al conde de Armañac, que era un primo lejano. El conde había educado a Roland para ser un guerrero, pero un guerrero que sabía que el mundo era un campo de batalla entre Dios y el diablo, entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal.
En aquel momento observaba cómo oscurecía y las sombras iban invadiendo poco a poco el terreno plagado de fosas que la peste había llenado. Pensó que el diablo estaba ahí afuera, deslizándose por entre los árboles en penumbra; una serpiente enroscándose cerca de la iglesia en ruinas.
—Quizá no nos hayan seguido —comentó casi susurrando.
—Quizá ahora mismo se estén tensando los primeros arcos —terció Genevieve—, o tal vez encenderán un fuego debajo de nosotros.
—Callaos —dijo, pero su tono no fue autoritario, sino de súplica.
Volaban los primeros murciélagos. Un perro ladró en el pueblo y lo hicieron callar. Las ramas secas de los pinos traqueteaban con la brisa. Roland cerró los ojos y rezó a san Basilio y a san Dionisio, sus dos santos patrones. Agarró su espada envainada, Durandal, y se llevó el pomo a la frente.
—Que el mal no venga a mi encuentro en esta oscuridad —oró—. Hazme bueno. —Rezó tal como le había enseñado su madre.
Se oyó un ruido de cascos entre los árboles. Roland oyó crujir el cuero de una silla de montar y el tintineo de una brida. Un caballo relinchó y luego se oyeron más pasos.
—¡Jaques! —exclamó una voz en la oscuridad—. ¿Estás ahí?
Roland alzó la cabeza. Las primeras estrellas brillaban por encima de las montañas. La madre de san Basilio había sido viuda.
—Que mi madre no pierda a su único hijo —rezó.
—¡Jaques, cabrón! —gritó de nuevo la voz. Los hombres de armas refugiados en el campanario miraron a Roland, pero él aún estaba rezando.
—¡Estoy aquí! —respondió Jacques Sollière en la oscuridad—. ¿Eres tú, Philippe?
—¡Soy el Espíritu Santo, idiota! —contestó a voz en grito el hombre llamado Philippe.
—¡Philippe! —Los hombres de armas del campanario se levantaron y le dieron la bienvenida a voces.
—Son amigos —explicó Jacques a Roland—. Son los hombres del conde.
—¡Oh, Dios! —Roland respiró. No podía creer el alivio que lo embargaba; tanto que se sintió débil.
No era un cobarde. Nadie que se hubiera enfrentado a Walter de Siegenthaler en las justas podía calificarse de cobarde; el alemán había matado y lisiado a muchos hombres en una veintena de torneos y siempre afirmaba que había sido un accidente. Sin embargo, Roland había luchado con él cuatro veces y lo había humillado en cada uno de los combates. No era un cobarde, pero la creciente penumbra lo había aterrorizado. Se estaba dando cuenta de que la guerra no tenía reglas y de que toda la habilidad del mundo podría no ser suficiente para ayudarle a sobrevivir.
Philippe apareció como una sombra bajo la torre.
—Nos envía el conde —anunció.
—¿Labrouillade? —preguntó Roland, aunque la pregunta era innecesaria. Los hombres de armas del conde habían saludado a sus compañeros con mucha confianza.
—Los ingleses están avanzando —explicó Philippe—. ¿Sois el señor De Verrec?
—Sí. ¿Dónde están los ingleses?
—En algún lugar del norte —respondió Philippe con vaguedad—, pero es por eso que estamos aquí. El conde quiere a todos sus hombres de armas. —De la oscuridad salían más soldados, que guiaban a sus caballos al interior de la nave en ruinas—. ¿Podemos encender una fogata?
—Por supuesto. —Roland se apresuró escaleras abajo—. ¿El conde os envía porque los ingleses están movilizándose?
—Ha sido convocado en Bourges y quiere llevar al menos sesenta hombres a la guerra. Necesita a los que se fueron con vos. —Philippe miró a un criado que golpeaba el acero y el pedernal para encender una brizna de paja—. ¿Encontrasteis a le Bâtard?
—Está en Montpellier, prisionero, espero. —Roland todavía se sentía débil, asombrado por el miedo que lo había obligado a arrodillarse—. Está en Montpellier —repitió—, pero tengo a su esposa.
—Los muchachos disfrutarán con eso —dijo Philippe.
—Está bajo mi protección —declaró con frialdad—. Tengo intención de cambiarla por la condesa.
—Pues los chicos van a disfrutar aún más —insistió Philippe.
—Porque se habrá hecho justicia.
—A la mierda la justicia, disfrutarán viendo cómo castigan a esa zorra. Ah, y han llegado unos tipos a Labrouillade. Os buscan.
—¿Quién?
—Un clérigo —respondió Philippe de forma vaga.
—¿Cómo supisteis dónde encontrarme? —preguntó, sorprendido todavía por el alivio que sentía.
—No os estábamos buscando a vos —contestó Philippe con brusquedad—, sino a Jacques y a sus hombres, pero sabíamos que habíais ido a Montpellier. Tenemos un hombre en Castillon d’Arbizon. Es dueño de una taberna, escucha lo que se habla y nos manda mensajes. Nos dijo que le Bâtard había ido a Montpellier, lo cual significa que lo habríais seguido. Vuestro clérigo también lo quiere a él.
—¿Mi clérigo?
—El que os está buscando. Podría ser incluso que le Bâtard nos estuviera siguiendo. No se suele rendir. —Philippe se calló de pronto al ver a Genevieve, que bajaba las escaleras a la luz de la pequeña hoguera que ardía con paja y madera podrida—. Vaya, esto sí que está bien —comentó.
—Ya os lo dije —dijo Roland—, está bajo mi protección.
—No servirá de mucho si su marido no os da a la condesa, ¿verdad? Y decís que está en Montpellier. De todos modos, el conde quiere de vuelta a sus hombres de armas. Los cabrones de los ingleses están quemando, saqueando, violando y matando. Tenemos que luchar en una guerra de verdad.
—¿Habrá una batalla? —preguntó.
—Sabe Dios —contestó Philippe—. Hay quien dice que el rey está conduciendo un ejército hacia el sur, hay quien dice que no, y la verdad es que nadie lo sabe. Nos han ordenado a todos ir a Bourges y nos quieren allí lo antes posible.
—Yo gané un torneo en Bourges —comentó Roland.
—Ya veréis que la guerra es un poco diferente —dijo Philippe—. No hay comisarios que detengan el combate, para empezar. Aunque sabe Dios si llegará a haber un enfrentamiento. De momento nuestro trabajo consiste en vigilar a esos cabrones.
—Y el mío en devolver la condesa a su esposo —declaró con firmeza.
—Se alegrará de que lo hagáis —repuso Philippe, y sonrió ampliamente—, al igual que el resto de nosotros. —Dio unas palmadas para llamar la atención de sus hombres—. ¡Nos vamos al alba! ¡Descansad un poco! Los caballos se quedan aquí; si queréis echar de la cama a patadas a alguno de los cabrones del pueblo, hacedlo. Jean, el otro Jean, François, vosotros estáis de guardia.
—Mi prisionera dormirá en el campanario —dijo Roland— y yo la protegeré.
—Bien, bien —contestó Philippe con aire ausente.
Roland apenas durmió esa noche. Se sentó en los escalones de piedra del campanario y pensó en cómo se estaba desmoronando el mundo. En su mente había un correcto orden de cosas. Un rey gobernaba aconsejado por sus nobles y por los hombres sabios de la Iglesia, y juntos creaban justicia y prosperidad. La gente debía estar agradecida por dicho gobierno y mostrar su gratitud con deferencia. Había enemigos, por supuesto, pero un rey sabio se ocupaba de tales enemigos con cortesía y Dios, mediante los mecanismos del destino, decidiría el resultado de cualquier desacuerdo. Ese era el orden adecuado.
En cambio, el mundo estaba infestado de hombres como Jacques y Philippe; hombres duros, hombres que no mostraban respeto alguno, hombres que robaban y engañaban y que se enorgullecían de ello. Si los ingleses estaban en marcha, era algo lamentable y a todas luces contrario a la voluntad de Dios, pero el rey de Francia, con sus señores y obispos, traería la bandera de san Dionisio para destruirlos. Era un deber sagrado, un deber lamentable, pero para su disgusto, Philippe disfrutaba de verdad con la idea de la guerra.
—Es una oportunidad para hacer dinero —le había dicho este durante la escasa cena—. ¿Y hacer un prisionero rico? Eso es lo mejor.
—O meterse en el tren de bagaje del enemigo —había comentado Jacques con rapacidad.
—Normalmente, con el bagaje solo van hombres heridos y criados —le había explicado Philippe a Roland—, de manera que los matas y te sirves tú mismo.
—Y las mujeres —había añadido Jacques.
—¡Oh, Dios mío, las mujeres! ¿Recuerdas ese combate en… dónde fue? —Philippe había fruncido el ceño intentando recordar—. Ese lugar con el puente roto…
—Nunca supe cómo se llamaba. Al sur de Reims, ¿verdad?
Philippe se había reído al recordarlo.
—Los ingleses estaban a un lado del río y sus mujeres al otro. Yo tenía a cuatro de ellas atadas a la cola de mi caballo, todas desnudas. ¡Dios mío, ese sí que fue un buen mes!
—Las alquilaba —aclaró Jacques a Roland.
—Salvo al conde, por supuesto —puntualizó Philippe—. Él las tenía gratis por ser el conde.
—Los señores tienen privilegios —comentó Jacques.
—También tiene el privilegio de no combatir —añadió Philippe con tono resentido.
—Está demasiado gordo. —Jacques defendió entonces al conde de Labrouillade—. Pero cuando lucha, ¡lo hace como un demonio! Yo le he visto aplastar la cabeza de un soldado, cráneo, casco y todo, con un solo golpe de maza. ¡Había sesos por todas partes!
—El combate ya había terminado —refutó Philippe con desdén—. Solo participó cuando ya no había peligro. —Movió la cabeza al recordarlo y luego miró a Roland—. Así pues, ¿vais a uniros a nosotros, sire?
—¿Unirme a vosotros?
—¡Para luchar contra los malditos ingleses!
—Cuando haya terminado mi… —Roland vaciló. Había estado a punto de decir «misión», pero supuso que aquellos dos soldados, mayores y endurecidos, se habrían burlado de él—. Mis obligaciones —dijo en cambio.
Así pues, Roland, incómodo en los escalones de piedra, apenas había dormido. Le había molestado el recuerdo de la risa burlona de los dos hombres de armas. Hubiera podido derrotar a ambos en las justas, pero sospechaba que el destino resultaría ser muy distinto en el campo de batalla.
De repente le sobrevino una visión de la torre de asedio viniéndose abajo en Breteuil, de los hombres que gritaban mientras ardían. Se tranquilizó pensando que entonces no había sido presa del pánico, había mantenido la calma y había rescatado a uno. Pero aun así, había sido una derrota, y ninguna de sus habilidades podría haber evitado esa vergüenza. Tenía miedo a la guerra.
A la mañana siguiente, al amanecer, continuaron cabalgando hacia el norte. Roland se sentía mucho más seguro al ir escoltado por casi una veintena de hombres armados. Y mientras tanto, Genevieve estaba callada. No dejaba de mirar hacia el este con la esperanza de que aparecieran los arqueros a caballo, pero en las bajas colinas no se distinguía ningún movimiento. El sol implacable asaba los campos, hacía más lentos a los caballos y hacía sudar a los hombres bajo la pesada malla. Philippe dirigía la marcha y utilizaba senderos alejados del camino principal. Pasaron por otro pueblo devastado por la peste; los girasoles crecían en jardines abandonados, y debía de haber gente trabajando en los campos y viñedos, pero se ocultaban en cuanto veían jinetes con malla.
—¿Cuánto falta? —preguntó Roland mientras daban de beber a los caballos en un vado que atravesaba un campo marchito.
—No mucho —respondió Philippe. Se había quitado el casco y se estaba limpiando la cara con un trozo de tela—. Quizá dos horas cabalgando.
Roland hizo un gesto a su escudero para que cogiera su caballo.
—No dejes que beba demasiado —le ordenó, y volvió a mirar a Philippe—. Y cuando lleguéis a Labrouillade, ¿tendréis que marchar hacia el norte?
—Al cabo de uno o dos días.
—¿Y seguiréis a los ingleses?
Philippe se encogió de hombros.
—Supongo que sí —respondió—. Si el rey nos alcanza nos uniremos a él, pero si no, hostigaremos a los forrajeadores, cortaremos el paso a los rezagados y los mantendremos ocupados. —Se levantó la cota de malla para orinar contra un árbol—. Y con un poco de suerte haremos algunos prisioneros ricos.
Y cayó la primera flecha.
Thomas condujo a sus hombres y a los cansados caballos a una pequeña ciudad. No tenía ni idea de cómo se llamaba, solo sabía que no podía rodearse fácilmente y que por lo tanto debían cabalgar por las calles estrechas y esperar que nadie los retrasara. Tomó la precaución de atar las manos al prisionero y taparle la boca con una mordaza hecha de trapos.
—Tendríamos que comprar comida —sugirió Karyl.
—Pero hazlo deprisa —dijo Thomas.
Los jinetes entraron en una pequeña plaza del centro de la ciudad, aunque llamarla ciudad era un elogio para un lugar que no tenía muralla ni fortaleza. Los puestos del mercado se alineaban en el lado oeste de la plaza y al norte había una taberna metida bajo una colina escarpada. Thomas dio unas monedas a Karyl.
—Pescado seco, pan y queso —sugirió.
—No hay nadie vendiendo —refunfuñó Karyl.
Tanto los tenderos como sus clientes se habían agrupado junto a la iglesia. Miraban a los jinetes con curiosidad, pero nadie les preguntó a qué habían venido. Aunque hubo una pareja que, al ver que los recién llegados estaban interesados en la comida ofrecida a la venta, se apresuraron a ayudar.
Thomas avanzó con su caballo al paso por los adoquines hacia donde el gentío era más numeroso y vio que un hombre ancho de hombros leía algo en voz alta desde las escaleras de la iglesia. El hombre había perdido la mano derecha y en su lugar tenía un pincho de madera en el que había un pergamino ensartado. Llevaba un casco ceñido, una barba corta y canosa y vestía un jubón desgastado que mostraba una flor de lis dorada sobre un campo azul. Bajó el pergamino al ver que Thomas se acercaba.
—¿Quiénes sois? —le preguntó.
—Servimos al conde de Berat —mintió Thomas.
—Haríais bien en regresar allí —dijo el hombre.
—¿Por qué?
El hombre blandió el pergamino.
—Esto es el arrière-ban —anunció—. Se convoca a Berat y a todos los demás señores para hacer la guerra por el rey. Los ingleses están en marcha. —La multitud emitió una serie de gruñidos y algunos de ellos hasta miraron hacia el norte con nerviosismo, como si esperaran ver al viejo enemigo aparecer por las montañas.
—¿Vienen hacia aquí? —preguntó Thomas.
—Recemos a Dios para que no. Esos malditos están muy al norte de aquí, pero ¿quién sabe? El diablo podría traerlos al sur en cualquier momento.
El caballo de Thomas golpeó un casco contra los adoquines. El Bastardo se inclinó y le acarició el cuello.
—¿Y el rey? —inquirió.
—Dios le dará la victoria —afirmó el hombre de barba gris con devoción, lo cual significaba que no tenía noticias de los movimientos del rey francés—. Pero hasta que lo haga, mi señor convoca a todos los hombres de armas a reunirse en Bourges.
—¿Vuestro señor?
—El duque de Berry —respondió el hombre con orgullo. Eso explicaba las flores de lis reales de su jubón, porque el duque de Berry era hijo del rey Juan y poseedor de un montón de ducados, condados y feudos.
—¿Y el duque tiene pensado combatirlos él solo? —preguntó Thomas.
El mensajero se encogió de hombros.
—Lo ha ordenado el rey. Todas las fuerzas del sur de Francia tienen que reunirse en Bourges.
—¿Dónde está Bourges?
—Al norte —dijo el mensajero—, pero para seros sincero, no lo sé con exactitud. Solo sé que vas hasta Nevers y desde allí hay un buen camino.
—Donde demonios sea que esté Nevers —masculló Thomas—. ¿Vuestro señor ha convocado también a Labrouillade? —inquirió.
—Por supuesto. El arrière-ban llama a todos los señores y a todos sus vasallos. Con la gracia de Dios, vamos a atrapar a esos cabrones y destruirlos.
—¿Y esta buena gente? —Thomas señaló a las sesenta o setenta personas allí reunidas, entre las cuales no se contaba ningún hombre de armas que él supiera.
—¡Quiere nuestros impuestos! —gritó un hombre con un mandil de carnicero manchado de sangre.
—Los impuestos hay que pagarlos —declaró el mensajero con firmeza—. Si queremos derrotar a los ingleses, hay que pagar al ejército.
—¡Ya pagamos los impuestos! —gritó el carnicero, y el resto mostró su apoyo a voces.
El mensajero, temiendo la ira de la multitud, señaló al joven Pitou.
—¿Es un prisionero? —le preguntó a Thomas—. ¿Qué ha hecho?
—Le ha robado al conde —mintió Thomas.
—¿Queréis colgarlo aquí? —preguntó esperanzado el hombre, pues estaba claro que quería una distracción para la hostil multitud.
—Debe regresar a Berat —dijo Thomas—. Al conde le gusta colgar él mismo a los ladrones.
—Es una lástima. —El hombre sacó el documento del pincho de madera y se abrió paso a empujones por entre el gentío hasta que llegó junto al estribo de Thomas—. ¿Puedo hablar un momento con vos, monsieur? —le preguntó.
Ahora que lo tenía cerca, vio que el mensajero tenía un rostro curtido de expresión astuta que sugería que había experimentado demasiadas cosas y que nada de lo que sucediera en el futuro podría sorprenderle.
—¿Fuisteis hombre de armas? —quiso saber Thomas.
—Lo fui, hasta que un gascón hijo de puta me cercenó la mano. —Agitó el pincho de madera para indicar a los hombres que los habían seguido con la esperanza de oír su conversación que se alejaran, y luego señaló el centro de la plaza con un gesto—. Me llamo Jean Baillaud —se presentó—, sargento de Berry.
—¿Es un buen amo?
—Es un maldito crío —respondió Baillaud.
—¿Crío?
—Tiene quince años. Cree que lo sabe todo, pero si me ayudáis, estoy seguro de que podré convencerle para que se muestre agradecido. —Hizo una pausa y sonrió—. Y vale la pena tener la gratitud de un príncipe.
—¿Y cómo puedo ayudar? —preguntó Thomas.
Baillaud volvió la vista hacia la pequeña multitud y bajó la voz.
—Estos pobres desgraciados ya han pagado los impuestos —dijo—, o al menos la mayoría de ellos.
—¿Pero queréis más?
—Por supuesto. Nunca hay suficientes impuestos. Si eres tan tonto como para pagar una vez, puedes estar seguro de que volveremos a exprimirte.
—¿Y el conde os manda a exprimirlos solo?
—No es tan idiota. Tengo a siete hombres de armas aquí, pero en la ciudad ya saben por qué vinimos.
Thomas miró la taberna.
—¿Y la ciudad ha sido generosa con el vino? —supuso.
—Con el vino y con las putas —confirmó Baillaud.
—Así pues… —dijo Thomas, que dejó las palabras flotando en el aire caliente de mediodía.
—Así pues, exprimid a esos desgraciados por mí y podéis llevarle el diez por ciento a Berat.
—Eso le gustaría al conde —comentó Thomas.
—Ese carnicero es el tesorero de la ciudad —explicó Baillaud—. Tiene la lista de los impuestos, pero afirma haberla perdido. Podríais empezar ayudándole a encontrarla, ¿eh?
Thomas asintió.
—Dejad que hable con mis hombres —dijo, y llevó el caballo hacia la taberna. En cuanto se hubo alejado lo suficiente para que Baillaud no pudiera oírle, llamó por señas a Keane—. Hay ocho caballos en los establos de la taberna —dijo— y nos los vamos a llevar todos. Tú y el hermano Michael id por detrás y aseguraos de que están embridados. ¡Karyl!
El alemán había terminado de comprar provisiones y estaba metiendo la comida en las alforjas.
—¿Quieres más? —preguntó desde lejos.
Thomas le hizo señas para que se acercara.
—En la taberna hay siete hombres de putas. Nos llevaremos sus cotas de malla y sus armas.
—¿Los matamos?
—Solo si causan problemas.
Karyl se dirigió a la taberna a grandes zancadas y Baillaud se acercó a Thomas.
—¿Lo harán?
—Gustosamente —contestó Thomas.
—No oí vuestro nombre —dijo Baillaud.
—Me llamo Thomas. —Alargó el brazo para estrecharle la mano a Baillaud y entonces se dio cuenta de que no había nada que estrechar.
—Parecéis normando —comentó Baillaud.
—Es lo que me dice la gente. ¿Es allí adonde se dirigen los ingleses? Dijisteis que iban hacia el norte.
—¡Sabe Dios! —respondió Baillaud—. Salieron de Gascuña y lo último que oí decir era que estaban en Périgueux.
—Podría ser que vinieran hacia aquí —dijo Thomas.
—Hay más botín al norte —repuso Baillaud—. El principito ya saqueó el sur el año pasado. —Frunció el ceño—. Es un maldito escándalo —declaró con enojo.
—¿Escándalo?
—¡Eduardo de Gales! ¡No es nadie! ¡Un niñato consentido y privilegiado! Lo único que le importa son las mujeres y el juego, y está haciendo estragos por toda Francia porque al rey Juan le dan miedo las flechas. Deberíamos atrapar a ese cabrón, bajarle las calzas y darle unos azotes como si tuviera siete años. —De pronto Baillaud dio media vuelta y se quedó mirando la posada. Oía gritos—. ¿Qué? —empezó a decir, pero se calló de inmediato cuando vio que arrojaban a un hombre desnudo por una ventana del piso de arriba. El hombre cayó pesadamente de espaldas y se quedó allí, tendido, moviéndose levemente—. Ese es…
—Uno de vuestros hombres —dijo Thomas—. Las putas de esta ciudad deben de ser de armas tomar.
—¡Por la sangre de Cristo! —protestó Baillaud, e hizo ademán de dirigirse hacia el hombre del suelo, pero se detuvo porque un segundo hombre desnudo había salido por la puerta de la taberna. Se alejaba de espaldas, perseguido por dos de los hombres de Thomas.
—¡Me rindo! —gritó el hombre—. ¡Basta! ¡Basta!
—¡Dejadle en paz! —ordenó Thomas.
—Este cabrón me ha vaciado un orinal encima —gruñó Arnaldus.
—Ya se secará.
—No estaba lleno de pis —dijo el gascón, y propinó una patada entre las piernas al hombre desnudo—. Ahora lo dejaré en paz.
—Qué estáis… —empezó a decir Baillaud.
Thomas le sonrió desde la silla de montar.
—La gente me llama le Bâtard —anunció—, y somos el hellequin. —Llevó la mano a la empuñadura de la espada solo para recordar a Baillaud que estaba allí—. Vamos a llevarnos vuestros caballos y armas —añadió. Luego hizo dar la vuelta a su montura y lo dirigió hacia los habitantes de la ciudad, que seguían concentrados en torno a las escaleras de la iglesia—. ¡Pagad los impuestos! —gritó—. Enriqueced a vuestros señores para que así, cuando los capturemos, puedan permitirse pagarnos un cuantioso rescate. Vosotros seréis pobres, ¡pero nosotros seremos ricos! Tenéis nuestra gratitud. —La gente se lo quedó mirando boquiabierta.
Ahora Thomas tenía más caballos de refresco, más armas, más cotas de malla. Si alguien lo perseguía desde Montpellier, lo había dejado muy atrás. Pero no era eso lo que le preocupaba. Le preocupaba Genevieve.
De manera que siguieron cabalgando hacia el norte.
La flecha alcanzó a Philippe de lleno en el pecho. El crujido recordó a Roland el de una cuchilla de carnicero contra una res muerta. Philippe salió despedido hacia atrás por la fuerza del impacto; la flecha le había atravesado la cota de malla, roto una costilla y perforado un pulmón. Intentó hablar, pero en sus labios solo aparecieron unas burbujas de sangre y cayó hacia atrás. Volaron más flechas. Otros dos hombres cayeron abatidos.
La sangre se arremolinaba en el arroyo. Una flecha hendió el aire junto a la cabeza de Roland y no le alcanzó la oreja por una mano de distancia. El viento que movió el proyectil fue como un bofetón. Un caballo con una flecha clavada en el vientre relinchaba.
Las flechas eran mucho más largas de lo que Roland se había esperado. Le asombró haberse fijado en ello, pero mientras los proyectiles caían a toda velocidad desde el oeste, quedó atónito por su longitud, mucho más largas que las utilizadas para cazar. Otra impactó contra un árbol y se quedó allí temblando.
Philippe se estaba muriendo. Los hombres corrían a esconderse detrás de los árboles o intentaban protegerse en la poco profunda orilla del riachuelo, pero fue Jacques quien los salvó, corriendo hacia Genevieve y arrebatándole a su hijo de sus brazos protectores. A continuación, agarró al niño por el cinturón, lo sostuvo en alto con una mano fuerte y, con la otra, desenvainó un cuchillo largo y puso la hoja contra la garganta del chico. Genevieve soltó un grito, pero las flechas dejaron de caer.
—Diles que tu hijo morirá si sueltan una sola flecha más —dijo Jacques.
—Eres… —empezó a decir Genevieve.
—¡Díselo, zorra! —gruñó.
Genevieve hizo bocina con las manos.
—¡No más flechas! —gritó en inglés.
Hubo un silencio, salvo por el borboteo en la garganta de Philippe. Cuanto más se esforzaba por tomar aire más sangre le salía por la boca. El caballo empezó a relinchar con los ojos en blanco.
—Diles que nos vamos —le ordenó Jacques—, y que el chico morirá si intentan detenernos.
—¡Tenéis que dejarnos en paz! —gritó Genevieve.
Los arqueros aparecieron en un bosquecillo a unos cien metros al este. Eran dieciséis, todos ellos con arcos largos de guerra.
—¡Genny! —la llamó uno de ellos.
—¡Matarán a Hugh si intentáis detenerlos! —respondió ella a voz en grito.
—¿Se sabe algo de Thomas?
—¡No, Sam! ¡Y ahora déjalos marchar!
Sam agitó la mano, como para sugerir que podían marcharse, y Roland empezó a respirar otra vez. Dos hombres estaban subiendo al moribundo Philippe a un caballo y otros estaban aupando dos cadáveres. Los hombres montaron pero Jacques se cuidó mucho de no soltar al chico.
—Rompe las flechas —le ordenó a uno.
—¿Que las rompa?
—Para que no puedan volver a usarlas, idiota descerebrado.
El hombre partió todas las flechas caídas que pudo encontrar y a continuación Jacques los llevó hacia el norte. Roland guardaba silencio; estaba pensando en las flechas hendiendo el aire. Gracias a Dios que no le había alcanzado ninguna, pero el terror a esas saetas aún lo hacía temblar, y eso que tan solo había un puñado de arqueros. ¿Qué podrían hacer un millar de ellos?
—¿Cómo nos han encontrado? —preguntó.
—Son arqueros —dijo Genevieve—, os encontrarán.
—¡Cállate, zorra! —gritó Jacques, que había tendido a Hugh sobre el arzón delantero de su silla y aún tenía el cuchillo en la mano.
—¡Sé cortés! —exclamó Roland en tono más enojado de lo que había sido su intención.
Jacques masculló algo entre dientes, pero espoleó su caballo y se adelantó para evitar la compañía de Roland. Este volvió la vista atrás y vio que los arqueros ya habían montado y los seguían, pero que se mantenían a una buena distancia. Se preguntó cuál sería el alcance de un arco de guerra inglés, pero olvidó la pregunta cuando los hombres de armas coronaron una pequeña elevación en el terreno y apareció Labrouillade ante ellos.
El castillo se alzaba en el centro de un valle amplio y poco profundo. El foso lo alimentaba un riachuelo serpenteante que corría por unos prados en calma. Cerca del castillo no crecían árboles y no se permitía ningún edificio a menos de un cuarto de milla de distancia, para que ningún sitiador pudiera encontrar refugio para un arquero o una máquina de asedio. Las piedras de aquella cortina de la muralla parecían casi blancas bajo el intenso sol. El foso relucía. La bandera verde del conde colgaba lánguida desde la torre más alta. Jacques avanzó, los demás jinetes lo siguieron y Roland vio que el enorme puente levadizo descendía con un crujido. Los cascos resonaron con estruendo contra las planchas del puente. Roland se sumió en la repentina oscuridad del arco de entrada. Allí, esperando en el patio del castillo, había un clérigo alto de ojos verdes con un halcón posado en la muñeca.
El enorme cabestrante de la torre de entrada crujió mientras dos hombres hacían girar su palanca para subir el pesado puente levadizo. El trinquete que lo mantenía cerrado traqueteó contra los dientes metálicos, luego las planchas se juntaron con el arco con un fuerte golpe y dos hombres se apresuraron a correr el cerrojo que mantenía levantado el enorme puente.
Y Roland se sintió a salvo.