Salir del convento resultó más fácil de lo que Thomas había esperado. La condesa tenía razón. Al fondo del pasillo, a través de una habitación con montones de ropa desechada, que olía a vino y se iba a entregar a los pobres, se salía a la calle por una puerta cerrada con un simple pestillo. Le habían dado una paliza al ajedrez y era siete leopardos más pobre, pero había descubierto el nombre del santo que recibía la espada de Pedro, aunque le resultaba inútil salvo que pudiera escapar de Montpellier. Había esperado hasta bien entrada la noche antes de abandonar el convento, a sabiendas de que las puertas de la ciudad estarían cerradas hasta el amanecer. Tendría que aguardar hasta entonces, porque dudaba que pudiera saltar desde los muros. Las murallas llenas de banderas le habían dado la impresión de ser demasiado altas y, sin duda, estaban bien vigiladas.
Se envolvió en su capa oscura. Había dejado de llover, pero las calles aún estaban mojadas y espejeaban con el vacilante reflejo de la tenue luz de un farol colgado en el arco de una casa del otro lado de la calle. Necesitaba un lugar en el que esconderse hasta el alba, y luego le haría falta buena suerte para escapar de los hombres que, sin duda, lo estaban buscando.
—Un soldado que habla latín —dijo una voz—, ¿no es un milagro? —Thomas se dio la vuelta rápidamente y se detuvo. Las dos puntas de una horca le apuntaban al vientre y, sujetándola, estaba el alto discípulo irlandés, el señor Keane. Iba envuelto en su hábito de estudiante, negro en la noche—. Supongo que aún tienes el cuchillo —dijo Keane—, pero estoy pensando que mi horca te perforará las entrañas antes que puedas cortarme el cuello.
—No quiero matarte —replicó Thomas.
—Pues es un alivio oírlo. Y yo que andaba preocupado por si estaría muerto antes de maitines…
—Baja la horca —le ordenó Thomas.
—Estoy cómodo así —repuso Keane—, y me siento un tanto satisfecho de mí mismo.
—¿Por qué?
—Todos te persiguieron por media ciudad como una panda de lebreles dando caza a un ciervo, pero yo pensé que solo podrías haberte descolgado en santa Dorcas, y tenía razón. ¿No ha sido inteligente por mi parte?
—Muy inteligente —contestó Thomas—. ¿Y por qué mandaste a los demás lejos de santa Dorcas?
—¿Lejos?
—Te oí gritar que me había ido en la otra dirección.
—¡Porque ofrecen dinero a quien te capture! ¡Para un estudiante pobre es una maravillosa tentación! ¿Por qué compartirlo con los demás? Mantengo la horca donde está y tengo un par de meses de cerveza gratis, putas gratis, vino gratis y cantos.
—Te ofreceré más —dijo Thomas.
—Es bueno escuchar eso. Los cantos son gratis, por supuesto, pero ¿y la cerveza, el vino y las putas? En esta ciudad son caros. ¿Te has fijado en cómo suben los precios de las prostitutas en las ciudades donde hay muchos clérigos? Es raro, o quizá no lo sea. Considerando cuántos clientes tienen las chicas, es un hecho. De modo que dime, ¿cuánto me pagarás?
—Te perdonaré la vida.
—¡Dios santo, el ratón le ofrece la vida al gato!
—Suelta la horca —dijo Thomas—, ayúdame a salir de esta ciudad y te pagaré lo suficiente para ir de putas un año entero.
—Tu esposa ha sido capturada —anunció Keane.
Thomas se quedó helado. Miró fijamente al joven irlandés.
—¿Es eso cierto?
—La detuvieron en la puerta norte. Se la llevaron junto con tres hombres y un chiquillo. La tiene sire Roland de Verrec.
—¡Dios mío! —exclamó Thomas—. ¿Sabes dónde está?
—Según los rumores, el caballero virgen la lleva al oeste, hacia Toulouse, pero solo es lo que se dice en la taberna de la Cigüeña, y la mitad de las cosas que se oyen allí son fábulas. El año pasado dijeron que el mundo se acabaría el Día de san Arnulfo, pero aún respiramos. ¿Crees que de verdad es virgen?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Es que me parece curioso. ¡Virgen! Y además es un tipo bien parecido.
Thomas se apoyó en la pared del convento y cerró los ojos; Genevieve prisionera. La Iglesia aún la perseguía porque, cuando Thomas la conoció, estaba en una celda para condenados esperando a que la quemaran, acusada de ser una begarda; una hereje. Soltó una maldición.
—No está bien citar al salmista —dijo Keane.
Thomas mantuvo los ojos cerrados.
—Te voy a arrebatar esta horca —afirmó con amargura— y te atravesaré el estómago con ella.
—No es la mejor idea que has tenido —replicó Keane—, porque no voy a serte de mucha utilidad con una horca clavada en las entrañas.
Thomas abrió los ojos. La horca había descendido y le apuntaba a las piernas.
—¿Quieres ayudarme?
—Mi padre es un jefe, ¿sabes? Y yo soy su tercer hijo, y eso es muy parecido a ser la suciedad del casco de un caballo, de manera que quiere que sea cura, Dios me asista, porque siempre viene bien tener a un cura en la familia. Hace que el perdón de los pecados sea mucho más accesible, pero a mí no me gusta. Mis hermanos mayores van a la batalla y yo estoy condenado a rezar, pero no hago mi mejor trabajo de rodillas. De manera que solo necesito a alguien que me dé un caballo, una cota de malla y una espada, y seré muchísimo más feliz.
—¡Ay, Dios mío! ¿Tú y el hermano Michael?
—¿Ese monje? Sabía que estaba contigo, pero nadie me creyó. No parecía lo bastante asustado cuando le pusiste el cuchillo en el cuello.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Thomas.
—Éamonn Óg Ó Keane —respondió Keane—, pero no hagas caso del Óg.
—¿Por qué no?
—Porque no. Significa que soy más joven que mi padre, pero todos lo somos, ¿no es verdad? Raro será el día en que seamos mayores que nuestros padres.
—Pues bien, Éamonn Óg Ó Keane —dijo Thomas—, ahora eres uno de mis caballeros de armas.
—¡Y gracias a Dios por ello! —exclamo Keane, que apoyó la horca en los adoquines—. Ya no tendré que aguantar más a ese mierdecilla de Roger de Beaufort. ¿Cómo puede creer que un chiquitín pueda estar condenado al Infierno? ¡Pero lo cree! Esa babosa cretina acabará siendo Papa, ya lo verás.
Thomas hizo una seña al irlandés para que se callara. «¿Dónde estaba Genevieve?». Estuviera donde estuviera, lo único que Thomas sabía con certeza era que tenía que salir de esa ciudad.
—Tu primera obligación —le dijo al irlandés— es conseguir que crucemos las puertas.
—Eso será difícil. Están ofreciendo una recompensa poco habitual por tu captura.
—¿Están? ¿Quiénes?
—Los cónsules de la ciudad.
—Pues sácame de la ciudad —le pidió Thomas.
—Mierda —dijo Keane tras una breve pausa.
—¿Mierda?
—Los carros de mierda. Las carretas del estiércol, en realidad —respondió el irlandés—. Lo recogen y lo sacan de la ciudad en carros, al menos lo hacen en las casas de los ricos. Los pobres tienen que limitarse a caminar por la porquería, pero hay suficiente gente rica para mantener los carros en marcha. Normalmente hay un par de carros esperando para salir de la ciudad cuando abren las puertas y —hizo una pausa para mirar a Thomas con seriedad— puedes confiar en mi palabra; los guardias de la ciudad no miran los carros muy de cerca. Más bien lo que hacen en realidad es retroceder, se tapan la nariz, les hacen señas para que salgan y esperan que lo hagan rápido.
—Pero primero —dijo Thomas— vamos a la taberna que hay junto a la iglesia de Saint Pierre y…
—¿Te refieres a Las Tetas Ciegas?
—La taberna al lado de san Pierre…
—Las Tetas Ciegas —confirmó Keane—, así lo llaman en la ciudad por el letrero que muestra a santa Lucía sin ojos y con un buen par…
—Ve hasta allí —le ordenó Thomas— y busca al hermano Michael. —El monje se había alojado en la taberna y Thomas esperaba que tuviera noticias fiables sobre lo que le había ocurrido a Genevieve.
—Voy a despertar a toda la taberna —dijo Keane con recelo.
—Pues los despiertas. —Thomas no se atrevía a ir en persona porque estaba seguro de que estaría vigilada. Sacó una moneda de la bolsa—. Compra un poco de vino, suéltales la lengua. Busca al monje, al hermano Michael, a ver si sabe qué le ha ocurrido a Genevieve.
—Es tu esposa, ¿verdad? —preguntó Keane, y frunció el ceño—. ¿Te puedes creer que santa Lucía se sacó ella misma los ojos? ¡Santo Dios! ¿Y todo porque un hombre se los alabó? ¡Gracias a Dios que no le gustaron sus tetas! Aun así, hubiera sido una buena esposa.
Thomas se quedó boquiabierto ante el comentario del joven irlandés.
—¿Una buena esposa?
—Mi padre siempre dice que el mejor matrimonio es el de una ciega y un sordo. Entonces, ¿dónde te encontraré cuando les haya soltado la lengua?
Thomas señaló un callejón que había junto al convento.
—Esperaré allí.
—Y después nos convertimos en estercoleros. ¡Dios Santo! Me encanta ser un hombre de armas. ¿Quieres que ese tal hermano Michael venga con nosotros?
—¡No, por Dios! Dile que su obligación es aprender medicina.
—Pobre hombre. ¿Va a ser un catador de orina?
—Vete —dijo Thomas. Keane se fue.
Thomas se escondió en el callejón al abrigo de las sombras, negras como la cogulla de un monje. Oía el corretear de las ratas entre la basura, los ronquidos de un hombre al otro lado de una ventana con postigos, el llanto de un bebé. Un par de vigilantes con faroles pasaron junto al convento, pero ninguno de ellos miró en dirección al callejón en el que Thomas cerraba los ojos y rezaba por Genevieve. Si Roland de Verrec la entregaba a la Iglesia volverían a condenarla. Pero pensó que seguramente el caballero virgen la retendría para poder cobrar un rescate; un rescate que era Bertille, condesa de Labrouillade. Eso significaba que De Verrec la mantendría a salvo hasta que se realizara el intercambio. La espada de san Pedro podía esperar, primero arreglaría las cosas con el caballero virgen.
Casi amanecía cuando regresó Keane.
—Tu monje no estaba —dijo—, pero había un mozo de cuadra con la lengua muy suelta. Y tienes problemas, porque a los guardias de la ciudad les han dicho que busquen a un hombre con una mano deforme. ¿Fue en una batalla?
—Un torturador dominico.
Keane le miró la mano y se estremeció.
—¿Cómo lo hizo?
—Con una prensa de tornillo.
—Ah, no se les permite hacer sangre, ¿verdad?, porque a Dios no le gusta, pero esos tipos pueden hacerte despertar de un sueño profundo.
—¿El hermano Michael no estaba en la taberna?
—No, y el mozo no lo había visto y ni siquiera parecía saber de quién le estaba hablando.
—Bien, se ha ido a aprender medicina.
—Toda una vida probando orines —dijo Keane—, pero el mozo me dijo que el otro tipo salió de la ciudad ayer.
—¿Roland de Verrec?
—El mismo. Se llevó a tu esposa y al niño al oeste.
—¿Al oeste? —preguntó Thomas, desconcertado.
—Estaba seguro de eso.
Así pues, ¿De Verrec se dirigía a Tolouse? ¿Qué había en Toulouse? Las preguntas se arremolinaban en su cabeza y no tenía respuestas. Solo podía estar seguro de que Roland había salido de Montpellier, lo cual sugería que el caballero virgen ya no estaba interesado en él. Tenía a Genevieve, debía de saber que podía intercambiarla por Bertille, y suponía que a Thomas lo capturaría la guardia de la ciudad.
—¿Dónde están esos carros de mierda?
Keane lo llevó hacia el oeste. Empezaban a abrirse las primeras puertas de las casas. Las mujeres iban con baldes a los pozos de la ciudad y una chica robusta vendía leche de cabra junto a un crucifijo de piedra. Thomas mantuvo la mano deforme escondida en la capa mientras Keane lo conducía por callejones y calles pequeñas, pasando por patios donde bramaba el ganado. Sonaban las campanas de la ciudad llamando a los fieles a las plegarias tempranas. Siguió al irlandés ladera abajo, donde las calles no estaban adoquinadas y el barro estaba manchado de sangre. Allí era donde sacrificaban el ganado, donde vivían los pobres de la ciudad, donde el hedor de las aguas residuales los llevó hasta una pequeña plaza en la que había tres carros aparcados. Cada uno de ellos tenía un par de bueyes enganchados y el lecho lleno de barriles panzudos.
—¡Por Dios que apesta la mierda de los ricos! —exclamó Keane.
—¿Dónde están los carreteros?
—Beben en la Viuda. —Keane señaló una taberna pequeña—. La viuda es una dura viejecita que también es dueña de los carros, y el vino es parte del sueldo. Se supone que tienen que salir en cuanto se abren las puertas, pero suelen entretenerse con el vino, lo cual es sorprendente.
—¿Sorprendente?
—El vino es horrible. Sabe a orín de vaca.
—¿Cómo lo sabes?
—Es una pregunta digna del doctor Lucius. ¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
—¿Cómo diablos voy a salir de la ciudad si no?
—El truco está —explicó Keane— en escurrirse entre dos barriles. Te cuelas hasta el centro del carro y nadie sabrá que estás allí. Ya te avisaré cuando sea seguro salir.
—¿No vas a esconderte conmigo?
—¡A mí no me están buscando! —respondió el irlandés—. Es a ti a quien quieren colgar.
—¿Colgarme?
—¡Dios santo, eres inglés! ¡Thomas de Hookton! ¡Jefe del hellequin! ¡Pues claro que quieren colgarte! ¡Habrá más gente que en el Domingo de las Putas!
—¿Qué es el Domingo de las Putas?
—El domingo más próximo al día de san Nicolás. Se supone que ese día las chicas tienen que entregarse, pero yo no he visto que eso ocurra. Y tú no tienes mucho tiempo. —Dejó de hablar cuando un postigo de un piso se abrió al otro lado de la pequeña plaza. Un hombre se asomó, bostezó y desapareció. Los gallos cantaban por toda la ciudad. Un montón de trapos se movieron en un rincón de la plaza y Thomas se dio cuenta de que era un mendigo que estaba durmiendo—. Te decía que no tienes mucho tiempo —continuó—. Las puertas están abiertas, de modo que los carros pronto se pondrán en marcha.
—¡Dios Santo! —exclamó Thomas.
—Olerás como Judas Iscariote cuando termines. Yo subiría ahora que no hay nadie mirando.
Thomas cruzó la pequeña plaza y subió al último carro. El olor podría haber tumbado a un oso. Los barriles eran viejos y perdían —o mejor dicho, rezumaban— mierda y en el lecho del carro había al menos dos centímetros de porquería. Escuchó reírse a Keane, inspiró profundamente y se abrió paso entre dos de aquellas enormes tinas. Había el espacio justo para que un hombre se escondiera entre las panzas abultadas de los barriles. Le goteó algo en la cabeza. Tenía la cara y el cuello llenos de moscas. Intentó hacer respiraciones superficiales mientras se colaba hasta el centro del carro, donde se tapó la cabeza con la capucha de la capa. La cota de malla, con su forro de cuero, le protegía en cierta medida del viscoso estiércol, pero notaba que la suciedad se filtraba por debajo de la malla, le empapaba la camisa y le helaba la piel.
No tuvo que esperar mucho. Oyó voces, notó que el carro daba unos bandazos cuando dos hombres se subieron a él para acomodarse en los barriles delanteros y luego sonó el chasquido de un látigo. El carro avanzó con una sacudida y el chirrido de su único eje. Él se golpeaba la cabeza contra el barril sudoroso con cada vaivén. El viaje parecía interminable, pero al menos Keane había estado en lo cierto sobre los guardias, que debieron de limitarse a hacer unas señas a los carros y a dejarlos pasar por la puerta de la ciudad sin intentar inspeccionarlos, porque el carro no se detuvo en ningún momento.
Keane iba andando junto a los bueyes, charlando alegremente con los conductores. De pronto, el carro sufrió una violenta sacudida cuando descendió una cuesta, haciendo que el líquido rebosara de los barriles y derramándose un poco sobre su espalda. Soltó una maldición entre dientes y luego otra cuando el carro traqueteó al cruzar unas rodadas. Keane estaba contando una larga historia sobre un perro que había robado una pierna de cordero del monasterio de san Esteban, pero de repente exclamó en inglés: «¡Escabúllete ahora!».
El irlandés continuó con su historia mientras él retrocedía poco a poco a través del lodo que acababa de caer. Con cada sacudida, la mugre penetraba más en su ropa.
Se dejó caer desde la parte trasera y fue a parar a la hierba que crecía entre las dos rodadas del camino. El carro, ajeno a todo, siguió adelante ruidosamente. Keane regresó con una sonrisa burlona.
—¡Por Dios! ¡Tienes un aspecto horrible!
—Gracias.
—Te he sacado de la ciudad, ¿no?
—Eres un santo —dijo Thomas—. Ahora lo único que tenemos que hacer es buscar caballos, armas y la forma de adelantar a Roland.
Se encontraban entre dos altos terraplenes al otro lado de los cuales había olivares. El camino descendía hasta la orilla de un río, donde el primer carro estaba vaciando sus barriles en el agua. Una mancha parduzca flotaba corriente abajo.
—¿Y cómo vamos a encontrar caballos? —preguntó Keane con aire pensativo.
—Lo primero es lo primero —contestó Thomas. Dio un manotazo a una mosca, subió por el terraplén junto al camino y empezó a caminar hacia el norte por entre los olivos.
—¿Y qué es lo primero? —inquirió Keane.
—El río.
Thomas caminó hasta que estuvo fuera de la vista de los tres carros y entonces se quitó toda la ropa y se metió en el agua. Estaba fría.
—¡Cuántas cicatrices, por Dios! —comentó Keane.
—Si quieres seguir siendo hermoso —repuso Thomas— no seas un soldado. Y tírame la ropa.
Keane tiró la ropa al río de una patada en lugar de cogerla con la mano. Thomas estrujó las prendas con los puños, las pisoteó y las frotó con una piedra hasta que las manchas ya no tiñeron el agua, luego metió y sacó la cota de malla del agua de un remanso para intentar quitar el hedor de los eslabones y el cuero. Sumergió la cabeza una última vez, se pasó los dedos por el pelo y salió a la orilla. Retorció la ropa para escurrirla lo mejor que pudo y se la volvió a poner mojada. Llevó la cota de malla en la mano. El día volvería a ser cálido y la camisa y los calzones se le secarían enseguida.
—Al norte —anunció con brusquedad. Lo primero era ir a buscar a los hombres de armas que había dejado en el molino en ruinas.
—¿Dijiste caballos y armas? —preguntó Keane.
—¿Cuánto ofrecen por mí?
—El peso de tu mano derecha en monedas de oro, según he oído.
—¿Mi mano? —preguntó Thomas, y entonces lo entendió—. Porque soy arquero.
—Y eso solo es el principio. El peso de tu mano derecha en oro y el peso de tu cabeza cercenada en plata. Odian a los arqueros ingleses.
—Es una pequeña fortuna —comentó Thomas—, de modo que me atrevería a decir que los caballos y las armas nos encontrarán a nosotros.
—¿Nos encontrarán a nosotros?
—La gente no tardará en preguntarse si escapé de la ciudad y vendrán a ver si me encuentran. Hasta entonces, seguiremos hacia el norte.
Thomas pensó en Genevieve mientras andaba. Cuando la conoció ella estaba aterrorizada. Normal. Se había construido una pira en el exterior de la prisión donde estaba encerrada y se suponía que tenían que quemarla por hereje; ese fuego sagrado era como una cicatriz en su memoria que, en esos instantes, la estaría torturando. Suponía que ella y Hugh estarían a salvo de momento, al menos hasta que Roland pudiera encontrar a Bertille, pero ¿entonces qué? Se mofaban del caballero virgen por su rectitud, pero tenía fama de ser incorruptible, así pues ¿cambiaría mansamente a Genevieve y Hugh por Bertille? ¿O creería que su deber sagrado era entregar a Genevieve a la Iglesia, para que esta pudiera terminar lo que había empezado hacía mucho tiempo atrás? Thomas necesitaba desesperadamente encontrar a Karyl y a sus otros hombres de armas. Necesitaba hombres, necesitaba armas, necesitaba un caballo.
Seguían el curso del río hacia el norte. El sol estaba cada vez más alto y los olivares dieron paso a viñedos. Vio a cinco hombres y tres mujeres labrando en los bancales, a una milla de distancia, pero por lo demás la campiña estaba desierta. Se mantuvo en terreno bajo mientras pudo, pero siempre dirigiéndose hacia las montañas. Pensó que a estas alturas Roland se encontraría al menos a cinco leguas de la ciudad.
—Debería haberle matado —afirmó.
—¿A Roland?
—Tuve a un arquero apuntando a su gorda cabeza. Debería haber dejado que disparara.
—Ese tipo es duro de pelar. Parece poca cosa, ¿verdad? Pero lo vi luchar en Toulouse ¡y por Dios que es rápido! Rápido como una serpiente.
—Necesito sacarle ventaja. —Thomas estaba hablando más para sí mismo que para Keane. Pero, ¿por qué Toulouse?—. Porque es segura —dijo en voz alta.
—¿Segura?
—Toulouse —respondió Thomas—. No podemos seguirle hasta allí. Pertenece al conde de Armagnac y sus hombres patrullan el camino del norte; eso significa que es una ruta segura para De Verrec. —De Verrec tenía que mantener ilesa a Genevieve hasta que la intercambiara. Y la respuesta acudió a su mente a trompicones—. No se dirige a Toulouse, va a tomar el camino que pasa por Gignac.
Keane adoptó una expresión sorprendida.
—¿Gignac?
—Hay un camino que pasa por Gignac. Se une a la vía principal al norte de Toulouse. Estará más seguro por esa ruta.
—¿Estás seguro de que va al norte?
—¡Se dirige a Labrouillade! —Era el destino lógico. Allí podrían retener a Genevieve hasta que les entregasen a Bertille.
—¿A qué distancia está Labrouillade?
—A cinco o seis días a caballo —respondió Thomas—. También podemos ir cruzando las montañas, es más rápido. —O sería más rápido si estuviera seguro de que ningún coredor les tendería una emboscada. Necesitaba a sus hombres de armas. Necesitaba a sus arqueros con sus largos arcos de guerra y sus flechas empendoladas con plumas de ganso. Necesitaba un milagro.
Había poblaciones por el camino. Tenían que rodearlas. La campiña estaba cobrando vida a medida que más hombres acudían a los campos o viñedos. Todos aquellos trabajadores estaban lejos, pero Thomas había crecido en el campo y sabía que a esos hombres no se les escapaba nada. La mayoría nunca viajaban a más de unas pocas millas de su casa en toda su vida y conocían cada árbol, arbusto y bestia dentro de aquella pequeña zona. Por lo tanto, algo tan insignificante como el vuelo de un pájaro podía alertarlos de la presencia de un intruso. En cuanto pensaran que la recompensa en oro igual al peso de la mano de un hombre estaba a su alcance, serían implacables. Thomas se sentía desesperado.
—Yo en tu lugar —dijo a Keane— volvería a la ciudad ahora mismo.
—¿Y por qué, por el amor de Dios?
—Porque estoy perdiendo el tiempo —contestó Thomas con amargura.
—Ya has llegado hasta aquí —repuso Keane—, ¿por qué abandonar ahora?
—¿Y por qué diantre estás conmigo? Deberías ir a buscar la recompensa.
—¡Por Dios! Si tengo que pasarme otro año sentado en las clases del doctor Lucius, escuchando a ese gusano miserable de Roger de Beaufort, me volveré loco. En serio. ¡Dicen que haces ricos a los hombres!
—¿Es eso lo que quieres?
—Yo quiero montar a caballo —respondió Keane—. Cabalgar por el mundo como un hombre libre. Una mujer estaría bien, o dos. ¡Incluso tres! —Miró a Thomas con una amplia sonrisa—. Quiero romper las normas.
—¿Cuántos años tienes?
—No estoy muy seguro porque nunca se me dio bien contar, pero probablemente tenga dieciocho ahora mismo. O diecinueve.
—Las normas te mantienen con vida —adujo Thomas. La ropa mojada le rozaba la piel y se le había roto una costura de las botas.
—Las normas te mantienen prisionero —replicó Keane—. Son otros los que hacen las normas y te dan un golpetazo si las rompes. Y es por eso que tú lo hiciste, ¿no?
—Me mandaron a Oxford —contestó Thomas—. Iba para sacerdote, igual que tú.
—¿Por eso sabes latín?
—Mi padre me enseñó desde pequeño. Latín, griego, francés…
—¡Y ahora eres sir Thomas Hookton, líder del hellequin! No acataste las normas, ¿eh?
—Soy un arquero —respondió. «Un arquero sin arco», pensó—. Y vas a descubrir que soy yo quien dicta las normas del hellequin.
—¿Cuáles son?
—Compartimos el botín, no nos abandonamos unos a otros y no violamos.
—Vaya, dijeron que eras extraordinario. ¿Has oído eso?
—¿El qué?
—¿Un perro? ¿Dos, tal vez? ¿Ladrando?
Thomas se detuvo. Se habían apartado del río y caminaban más rápido porque habían entrado en un castañar que los ocultaba de miradas entrometidas. Oyó el viento suave en las hojas, un pájaro carpintero a lo lejos y luego los aullidos.
—¡Maldición! —exclamo.
—Podría ser que estuvieran cazando.
—¿Cazando qué? —preguntó Thomas, y fue hasta la linde del bosque.
Había una acequia seca y, al otro lado, unos haces muy bien atados de rodrigones de castaño que se utilizaban para sujetar las vides. Los bancales de viñedos se extendían describiendo una curva y descendían hacia el valle del río. El sonido de los perros, porque había más de uno, provenía de aquel terreno bajo. Se adentró un poco en la viña, corriendo agachado, y vio a tres jinetes y dos perros. Pensó que podría ser que estuvieran cazando cualquier bicho, pero sospechaba que su presa era la mano de un arquero.
Dos de los jinetes llevaban lanzas. Los perros tenían el hocico pegado al suelo y guiaban a los jinetes hacia los castaños.
—Me olvidé de los perros —dijo Thomas cuando regresó entre los árboles.
—No nos harán nada —afirmó Keane con alegre confianza.
—No van detrás de tu mano derecha —replicó Thomas—, y a estas alturas ya habrán encontrado nuestro rastro. Si quieres dejarme, este sería un buen momento.
—¡No, por Dios! —respondió Keane—. Soy uno de tus hombres, ¿recuerdas? No nos abandonamos entre nosotros.
—Pues quédate aquí. Procura que no te ataque un perro.
—Los perros me quieren —declaró el irlandés.
—Confío en que los llamen antes de que te muerdan.
—No van a morderme, ya lo verás.
—Tú quédate aquí —le ordenó Thomas—, y guarda silencio. Quiero que piensen que estás solo.
Se agarró de un salto a la rama baja de un árbol y utilizó los enormes músculos, productos del arco de guerra, para auparse hasta que estuvo oculto entre las hojas. Se quedó agachado en una rama. Todo dependía de si los jinetes se detenían, y seguro que lo harían.
Ya los oía; el fuerte golpeteo de los cascos y el sonido más rápido de los perros que corrían por delante. Para asombro de Thomas, Keane se había arrodillado y sostenía las manos juntas y en alto como si rezara. Creía que no le serviría de mucho, pero entonces aparecieron los perros; un par de lebreles con unas mandíbulas babeantes que corrían hacia el irlandés. Keane se limitó a abrir los ojos, a extender los brazos y a chasquear los dedos.
—Buenos perritos —dijo el irlandés. Ahora los lebreles estaban gimiendo. Uno de ellos se había echado en las rodillas de Keane y el otro le lamía la mano extendida—. Échate, muchacho —dijo en francés, y se puso a acariciar a los dos perros entre las orejas—. Hace una mañana estupenda para ir detrás de un inglés, ¿verdad?
Los jinetes ya estaban cerca. Habían puesto los caballos al trote y agachaban la cabeza por las ramas bajas.
—Malditos perros —dijo uno de ellos con asombro al ver que los lebreles sucumbían a las caricias de Keane—. ¿Quién eres? —gritó.
—Un hombre que está rezando —respondió Keane—, y buenos días tengáis todos, caballeros.
—¿Rezando?
—Dios me ha llamado a Su sacerdocio —dijo Keane en tono santurrón— y me siento más cerca de Él cuando rezo bajo los árboles al amanecer de Su buen día. Que Dios os bendiga. ¿Y qué estáis haciendo vosotros por aquí a una hora tan temprana, caballeros? —Su hábito negro de tejido casero le daba un aspecto clerical convincente.
—Estamos cazando —respondió uno de los hombres en tono divertido.
—No eres francés —dijo otro.
—Soy de Irlanda, la tierra de san Patricio, y le recé para aplacar la furia de vuestros perros. ¿No son unas bestias de lo más dulce?
—¡Eloise! ¡Abelard! —El jinete llamó a sus perros pero ninguno de ellos se movió. Se quedaron con Keane.
—¿Y qué estáis cazando? —preguntó Keane.
—A un inglés.
—Pues aquí no vais a encontrarlo —dijo Keane—, y si el que perseguís es el hombre que pienso, seguro que todavía estará dentro de la ciudad, ¿no?
—Tal vez —contestó uno de ellos. Él y sus compañeros estaban a la izquierda de Thomas y Keane a su derecha. El inglés necesitaba tener más cerca a los jinetes. Apenas los veía entre las hojas. Tres hombres jóvenes, suntuosamente vestidos con tela de calidad, plumas en las gorras y botas altas metidas en los estribos. Dos de ellos sostenían unas jabalinas de hoja ancha con una cruz bajo la punta y los tres llevaban espada—. O tal vez no —añadió el hombre. Espoleó a su caballo para que avanzara—. ¿Vienes aquí a rezar?
—¿No es lo que he dicho?
—Irlanda está cerca de Inglaterra, ¿no?
—Lo cual es su maldición, sin duda.
—Y en la ciudad —dijo el jinete—, un mendigo vio a dos hombres junto a la Viuda. Uno con hábito de estudiante y el otro que subía a un carro de mierda.
—¡Y yo que creía que era el único estudiante que se levantaba temprano de la cama!
—¡Eloise! ¡Abelard! —El propietario de los perros pronunció sus nombres con brusquedad pero los sabuesos se limitaron a gemir y a acomodarse más cerca aún de Keane.
—De modo que el mendigo fue en busca de los cónsules —dijo el primero.
—Y en cambio nos encontró a nosotros —terció otro, divertido—. Ahora ya no tendrá recompensa.
—Le ayudamos a pasar a un mundo mejor —el primero retomó la historia— y quizá podamos ayudar también a tu memoria.
—Siempre viene bien una ayuda —repuso Keane—, es por eso que rezo.
—Los perros han encontrado un rastro —dijo el hombre.
—Perritos listos. —Keane acarició sus cabezas grises.
—Lo siguieron hasta aquí.
—¡Ah, me olieron! No me extraña que corrieran tanto.
—Y junto al río había dos pares de huellas —añadió otro.
—Creo que tienes preguntas que responder. —El primero de ellos sonrió.
—Como por qué quieres ser un cuervo —dijo el propietario de los perros—. ¿Quizá no te gustan las mujeres? —Los otros dos jinetes se rieron.
Ahora Thomas podía verlos con más claridad. Eran jóvenes muy ricos, sus sillas y arneses eran caros, sus botas estaban pulidas. ¿Hijos de comerciantes, tal vez? Le pareció que eran de esa clase de jóvenes adinerados que podían incumplir el toque de queda de la ciudad impunemente por la posición social de sus padres; jóvenes que deambulaban por ella buscando problemas con la seguridad de que podrían eludir las consecuencias. Hombres que, al parecer, habían matado a un mendigo para no tener que compartir la recompensa con él.
—¿Por qué un hombre quiere ser sacerdote? —preguntó el jinete con desprecio—. Tal vez porque no es un hombre, ¿eh? Deberíamos averiguarlo. Quítate la ropa.
Sus compañeros, ansiosos por sumarse a la diversión, hicieron avanzar a sus monturas y pasaron por debajo de la rama en la que estaba Thomas. Este se tiró encima del último jinete, le enganchó el cuello con el brazo y agarró su jabalina con la mano izquierda. El hombre cayó; el caballo se encabritó con un relincho y el arquero se golpeó contra el suelo con el jinete encima de él. Al hombre se le quedó el pie izquierdo atrapado en el estribo y el caballo se alejó arrastrándolo con él. Mientras, Thomas ya se había puesto de pie y agarraba la lanza con ambas manos.
El otro lancero estaba dando la vuelta a su caballo, el inglés le asestó un golpe feroz con el arma y la parte plana de la hoja lo alcanzó en la cabeza con un fuerte crujido. El hombre se tambaleó en la silla de montar. Después corrió hacia el primer jinete, que intentaba desenvainar la espada, pero Keane lo estaba sujetando del antebrazo mientras el caballo daba vueltas frenéticamente. Los perros saltaban sobre Keane y el caballo pensando que era un juego.
El arquero blandió la lanza y la ancha hoja se deslizó por debajo de las costillas del hombre que retenía al irlandés, que soltó un grito de dolor. Keane lo arrancó de la silla al tiempo que levantaba la rodilla derecha para golpearle con ella la cabeza, con lo que cayó al suelo aturdido. El primero había conseguido soltarse el pie del estribo pero estaba mareado. Cuando intentó ponerse de pie, Thomas le propinó una patada en la garganta y se desplomó también. El jinete aturdido seguía en la silla de montar, pero tenía la mirada fija en el vacío y abría y cerraba la boca.
—Coge los caballos —le ordenó a Keane. Salió corriendo de los árboles, cruzó la zanja y cortó con el cuchillo el bramante que sujetaba los haces de estacas de castaño—. Vamos a atar a estos cabrones, y si necesitas cambiarte de ropa, sírvete tú mismo. —Desmontó al tercer hombre de un tirón y lo aturdió aún más con un manotazo que le hizo sangrar el oído.
—¿Esto es terciopelo? —preguntó Keane mientras sobaba la chaqueta de uno de los jóvenes—. Siempre me he imaginado vestido de terciopelo.
Thomas les quitó las botas a los tres y encontró un par que le iban bien. Uno de los caballos llevaba unas alforjas que contenían una botella de vino, un poco de pan y un pedazo de queso, que repartió con Keane.
—¿Sabes montar a caballo?
—¡Que soy irlandés, por Dios! Nací a lomos de un caballo.
—Átalos. Pero primero quítales la ropa. —Él le ayudó a atar a los tres hombres y luego se despojó de su ropa mojada. Halló un par de calzas que le valían, una camisa y una magnífica chaqueta de cuero, que ceñía demasiado sus músculos de arquero pero que estaba seca. Se abrochó un talabarte en la cintura—. Así que matasteis al mendigo, ¿eh? —preguntó a uno de los tres. Como el hombre no contestó, le propinó un fuerte golpe en cara—. Tienes suerte de que no te corte las pelotas —le dijo—, pero la próxima vez que no hagas caso de mi pregunta te arrancaré una. ¿Matasteis al mendigo?
—Se estaba muriendo —contestó el joven hoscamente.
—De modo que fue un acto de caridad cristiana —exclamó Thomas. Se inclinó y sostuvo el cuchillo entre las piernas del hombre. Vio el terror en su rostro huraño—. ¿Quién eres?
—Me llamo Pitou, mi padre es cónsul, ¡pagará un rescate por mí! —respondió atropelladamente y con desesperación.
—Pitou es un pez gordo en la ciudad —comentó Keane—, un vinicultor que vive como un noble. Dicen que come en platos de oro.
—Soy su único hijo —suplicó Pitou—, ¡pagará por mí!
—Oh, sí, lo hará —asintió Thomas, que a continuación cortó el bramante de los tobillos y las muñecas de Pitou—. Vístete —le ordenó al tiempo que empujaba con el pie su ropa mojada hacia el asustado joven. Cuando lo hizo, volvió a atar las muñecas al muchacho, que era poco más de un niño, pues no creía que hubiera cumplido los diecisiete años—. Vas a venir con nosotros —dijo—, y si quieres volver a ver Montpellier, será mejor que reces para que mi criado y mis dos hombres de armas estén vivos.
—¡Lo están! —afirmó Pitou con vehemencia.
Thomas miró a los otros dos.
—Decidle al padre de Pitou que recuperará a su hijo cuando mis hombres lleguen a Castillon d’Arbizon. Y si no tienen sus armas, armaduras, caballos y ropa, su hijo llegará a casa sin ojos. —Pitou miró fijamente cuando escuchó esas palabras y, de repente, se inclinó y vomitó. Thomas sonrió—. Decidle también que mande a un hombre adulto con un guante lleno de genovinos, y cuando digo lleno, quiero decir lleno. ¿Lo habéis entendido?
Uno de ellos dijo que sí con la cabeza. Thomas alargó los estribos del caballo más grande, un semental gris, y se encaramó a la silla. Tenía una espada, una lanza, un caballo y esperanzas.
—Los perros vendrán con nosotros —anunció Keane al tiempo que montaba en un caballo castaño castrado y tomaba las riendas del tercer caballo en el que iba montado Pitou.
—¿Ah, sí?
—Les gusto, de modo que vendrán. ¿Y ahora adónde vamos?
—Tengo a unos hombres esperando cerca de aquí, vamos al norte.
Cabalgaron hacia el norte.
Roland de Verrec no estaba contento. Tendría que haberse sentido eufórico, pues estaba a las puertas de concluir su misión con éxito. Había capturado a la esposa y al hijo de Thomas de Hookton y, aunque no dudaba que se intercambiarían por la adúltera condesa Bertille de Labrouillade, él había vacilado antes de hacerlo. Utilizar a una mujer y a un niño iba contra de sus ideales románticos, pero los hombres de armas que lo apoyaban, los seis contratados por el conde de Labrouillade, lo habían convencido. «No vamos a hacerles daño —había dicho Jacques Sollière, el jefe de los seis hombres del conde, para persuadirle—, solo los utilizaremos».
Sin embargo, no le parecía caballeresco. Él había insistido en que Genevieve y su hijo fueran tratados con cortesía, pero la mujer le había devuelto el favor con un desprecio desafiante y sus palabras le habían dolido. Si hubiera sido un hombre más perceptivo, hubiera visto el terror que había debajo de dicho desprecio, pero solo percibió su mordacidad e intentó desviarla contándole historias al pequeño Hugh. Le narró la historia del vellocino de oro y, después, la del gran héroe Ipomadon, que se había disfrazado para ganar un torneo, y que Lancelot había hecho lo mismo. Hugh escuchaba fascinado mientras su madre parecía despreciar las historias.
—¿Y por qué luchaban? —preguntó ella.
—Para ganar, mi señora —contestó Roland.
—No, luchaban por sus amantes —dijo Genevieve—. Ipomadon luchaba por la reina Proud, y Lancelot por Ginebra quien, al igual que la condesa de Labrouillade, estaba casada con otro hombre.
Roland se ruborizó al oírlo.
—Yo no las llamaría amantes —comentó con frialdad.
—¿Y cómo las llamaríais entonces? —le preguntó rebosante de desdén—. Y Ginebra era una prisionera, igual que yo.
—¡Madame!
—Si no soy una prisionera, dejadme ir —le exigió.
—Sois una rehén, madame, y estáis bajo mi protección.
Genevieve se echó a reír.
—¿Vuestra protección?
—Hasta que seáis intercambiada, madame —dijo Roland fríamente—. Juro que no sufriréis ningún daño si está en mi poder evitarlo.
—¡Oh, vamos, dejaos ya de estúpidos disparates y contadle a mi hijo otra historia de adulterio! —le espetó.
Así pues, Roland le contó una historia que él consideraba mucho más inofensiva; la magnífica historia de su tocayo, el gran Roland de Roncesvalles.
—Marchó contra los moros en España —contó a Hugh—. ¿Sabes quiénes son los moros?
—Paganos —contestó Hugh.
—¡Correcto! Son infieles y paganos, seguidores de un falso dios, y cuando el ejército francés regresaba por los Pirineos ¡fue emboscado a traición por los paganos! Roland estaba al mando de la retaguardia y el enemigo lo superaba en una proporción de veinte a uno, ¡hay quien dice que era de cincuenta a uno! Sin embargo, él poseía una gran espada, Durandal, que antes había pertenecido a Héctor de Troya, y con esta enorme hoja mató a sus enemigos. Murieron a montones, pero ni siquiera Durandal pudo contener a aquella horda pagana y los pobres cristianos corrían peligro de ser arrollados. Pero Roland también poseía un cuerno mágico, Olifante, y lo hizo sonar, sopló tan fuerte que el esfuerzo lo mató. ¡Pero el sonido de Olifante trajo al rey Carlomagno y a sus magníficos caballeros, que masacraron al insolente enemigo!
—Puede que fueran insolentes —terció Genevieve—, pero no eran moros. Eran cristianos.
—¡Mi señora! —protestó Roland.
—No seáis absurdo —dijo ella—. ¿Alguna vez habéis estado en Roncesvalles?
—No, madame.
—¡Pues yo sí! Mi padre era malabarista y tragafuegos. Íbamos de ciudad en ciudad recogiendo pequeñas monedas y escuchábamos las historias, siempre las historias. Y en Roncesvalles saben que los que emboscaron a Roland eran vascos, todos cristianos. Y además lo mataron. Vos afirmáis que fueron los moros porque no podéis soportar la idea de que a vuestro héroe lo mataran unos campesinos rebeldes. ¿Y esa es una muerte gloriosa? ¿Soplar un cuerno y desplomarse?
—¡Roland es un héroe tan magnífico como Arturo!
—Quien tenía el suficiente sentido común de no matarse soplando un cuerno. Y hablando de cuernos, ¿por qué servís al conde de Labrouillade?
—Para hacer lo correcto, señora.
—¡Lo correcto! ¿Devolviendo a esa pobre chica al cerdo de su marido?
—A su legítimo esposo.
—Que viola a las mujeres e hijas de sus arrendatarios —dijo—. De modo que, ¿por qué no lo castigáis a él por adulterio? —Como única respuesta, Roland miró a Hugh con el ceño fruncido, preocupado por el hecho de que se aireara un tema semejante delante de un niño pequeño—. ¡Oh, Hugh puede oírlo! —le dijo ella—. Quiero que sea un hombre decente como su padre, de modo que lo estoy educando. No quiero que sea un idiota como vos.
—¡Madame! —protestó Roland otra vez.
Genevieve escupió.
—Hace siete años, cuando Bertille tenía doce, la llevaron a Labrouillade y la casaron con él, que entonces tenía treinta y dos y quería su dote. ¿Qué alternativa tenía ella? ¡Tenía doce años!
—Está legalmente casada, ante Dios.
—Con una criatura repugnante a la que Dios escupiría.
—Es su esposa —insistió Roland. No obstante, se sentía sumamente incómodo.
Deseó no haber aceptado nunca aquella misión, pero lo había hecho y el honor exigía que debía llevarla a cabo hasta el final, de manera que siguieron cabalgando hacia el norte. Se alojaron en una taberna en el mercado de Gignac y Roland se empeñó en dormir delante de la puerta de la habitación de Genevieve. Su escudero compartió con él la vigilia. Este era un chico de catorce años muy listo, Michel, a quien Roland estaba enseñando las usanzas de la caballería.
—No me fío de los hombres del conde de Labrouillade —explicó al muchacho—, en particular de Jacques, de manera que dormiremos aquí con nuestras espadas.
Los hombres del conde se habían pasado el día observando a la rubia Genevieve. Él había oído risas a sus espaldas y sospechaba que los hombres de armas estaban hablando de su cautiva, pero estos no intentaron pasar junto a Roland durante la noche y a la mañana siguiente cabalgaron hacia el norte y salieron al camino principal que iba a Limoges. Mientras, Genevieve atormentaba a Roland sugiriendo que su marido habría escapado de Montpellier.
—Es muy difícil capturarlo —dijo— y sus venganzas son terribles.
—No le tengo miedo —replicó.
—Pues sois un idiota. ¿Creéis que vuestra espada os protegerá? ¿La llamáis Durandal? —Se rio al ver que él se sonrojaba, porque estaba claro que la llamaba así—. Pero Thomas tiene un arco de tejo pintado de negro —añadió— y una cuerda de cáñamo con flechas de madera de fresno blanco descortezada. ¿Os habéis enfrentado alguna vez a un arquero inglés?
—Combatirá cortésmente.
—¡No seáis tan tonto! Os tenderá una trampa, os engañará, os confundirá, y al final del combate estaréis tan lleno de flechas como un cepillo lo está de cerdas. ¡Puede que ya os haya adelantado! Quizá los arqueros estén esperando en el camino. No los veréis. Lo primero que notaréis será el golpe de las flechas, luego los relinchos de los caballos y la muerte de vuestros hombres.
—Tiene razón —terció Jacques Sollière.
Roland sonrió con valentía.
—No dispararán, señora, por miedo a alcanzaros a vos.
—¡No tenéis ni idea! Os pueden quitar los mocos de la nariz con una flecha desde una distancia de doscientos pasos. Dispararán. —Pero Genevieve se preguntaba dónde estaría Thomas. Tenía miedo de que la iglesia volviera a capturarla y temía por su hijo.
La noche siguiente la pasaron en la casa de invitados de un monasterio y Roland volvió a vigilar el umbral de Genevieve. La habitación no tenía ninguna otra salida, no había escapatoria. Por el camino, antes de llegar al monasterio, habían pasado a un grupo de comerciantes con guardias armados y Genevieve les había gritado diciendo que había sido capturada contra su voluntad. Los hombres habían puesto cara de preocupación hasta que Roland, con su calmada cortesía, les había dicho que era su hermana y que era una lunática. Dijo lo mismo siempre que Genevieve apelaba a los transeúntes.
—La llevo a un lugar donde podrán tratarla las santas monjas —les dijo, y los comerciantes se lo habían creído y habían seguido adelante.
—Veo que no estáis por encima de mentir —se había mofado Genevieve.
—Una mentira para servir a Dios no es mentira.
—¿Y esto es para servir a Dios?
—El matrimonio es un sacramento. Mi vida está dedicada al servicio de Dios.
—¿Y por eso sois virgen?
Roland se sonrojó y puso mala cara, pero siguió respondiendo con seriedad.
—Me fue revelado que mi fuerza en la batalla depende de la pureza. —Hizo una pausa para mirarla—. Fue la Virgen María quien me habló.
Genevieve se había estado burlando de él, pero hubo algo en su tono que frenó su desprecio.
—¿Qué os dijo?
—Era hermosa —afirmó Roland con melancolía.
—¿Y os habló?
—Bajó del techo de la capilla —explicó— y me dijo que tenía que llevar una vida casta hasta que me casara. Que Dios me bendeciría. Que había sido elegido. En aquel entonces era solo un niño, pero fui elegido.
—Tuvisteis un sueño —dijo Genevieve, como si no se lo tomara en serio.
—Una visión —la corrigió él.
—Un niño sueña con una mujer hermosa —dijo Genevieve otra vez con desprecio—, eso no es una visión.
—Y me tocó y me dijo que debía permanecer puro.
—Decidle eso a la flecha que os matará —replicó, y Roland se calló.
Ahora, en el tercer día de viaje, Roland escudriñaba constantemente el camino que tenía por delante buscando alguna señal del hellequin. Había muchos viajeros; comerciantes, peregrinos, boyeros o gente que iba al mercado, pero ninguno de ellos refirió haber visto a hombres armados. Él se volvía cada vez más cauteloso; había enviado a dos de los hombres de armas del conde a explorar el camino un cuarto de milla por delante, pero fue transcurriendo el día y no informaron de ninguna amenaza. Le preocupaba que su avance fuera tan lento y sospechaba que Genevieve provocaba el retraso deliberadamente, pero no podía demostrarlo y su cortesía le exigía respetar todas las peticiones de privacidad de la mujer. ¿Tan pequeña tenían la vejiga las mujeres? No obstante, Roland pensó que llegarían dos días más tarde a Labrouillade y podría enviar un mensaje al hellequin exigiendo el regreso de Bertille a cambio de la seguridad de la esposa y el hijo de Thomas, de manera que intentó tranquilizarse pensando que la misión ya casi había terminado.
—Tenemos que encontrar un lugar donde pasar la noche —explicó a Genevieve cuando el sol empezaba a ponerse.
Luego vio que sus exploradores regresaban a toda prisa del norte. Uno de ellos gesticulaba frenéticamente.
—Han visto algo —afirmó Roland, más para sus adentros que para ninguno de sus compañeros.
—¡Dios mío! —exclamó uno de los hombres de armas, pues ya había visto qué era lo que había alarmado a los exploradores.
Estaba cayendo la noche y el sol proyectaba unas sombras alargadas por la campiña, pero al norte, en la línea del horizonte que de repente brillaba en la penumbra, había hombres. Hombres y acero, hombres y hierro, hombres y caballos. La luz se reflejaba en las armaduras y en las armas, en los cascos y en el copete de una bandera, aunque esta estaba demasiado lejos como para poder distinguirla con claridad. Roland intentó contarlos, pero era muy difícil porque se movían. ¿Doce? ¿Quince?
—Quizá no lleguéis a esta noche —dijo Genevieve.
—No pueden habernos adelantado —declaró Jacques, aunque sin mucha convicción.
El pánico hizo vacilar a Roland. Rara vez sentía pánico. En un torneo, e incluso en una batalla campal, permanecía sereno en medio del caos. En aquellos momentos sentía como si un ángel lo guardara, lo advirtiera del peligro y le mostrara la oportunidad. Era rápido, de modo que incluso en el desorden más absoluto tenía la sensación de que los demás se movían con lentitud. Sin embargo, ahora sentía verdadero miedo. Allí no había reglas ni comisarios que detuvieran la pelea, solo había peligro.
—Lo primero que veréis será el vuelo de una flecha —anunció Genevieve.
—¡Allí hay una especie de aldea! —Uno de los exploradores, cuyo caballo estaba blanco de sudor, se acercó galopando al vacilante Roland y señaló al este—. Allí hay una torre.
—¿Una iglesia?
—¡Sabe Dios! Una torre. No está lejos, a una legua, tal vez.
—¿Cuántos hombres habéis visto? —preguntó Roland.
—¿Dos docenas? Podría haber más.
—¡Vamos! —gruñó Jacques.
Un sendero lleno de baches conducía a la torre oculta a través de un boscoso valle. Roland lo tomó guiando a la yegua de Genevieve por las riendas. Se dio prisa, pero aun así volvió la vista atrás para ver si aquellos hombres habían desaparecido de la línea del horizonte. A continuación se encontró entre los árboles y tuvo que agachar la cabeza para no darse con las ramas bajas. Le pareció oír un ruido de cascos por detrás, pero no vio nada. Le palpitaba el corazón como nunca lo había hecho en las justas.
—Adelántate —dijo a su escudero, Michel—, averigua de quién es la torre y pide refugio. ¡Vamos, ve!
Roland se dijo que no podía ser que Thomas lo estuviera persiguiendo. Si había escapado de Montpellier, tendría que estar al sur de ellos y no al norte, ¿no? Tal vez no lo persiguiera nadie. Quizá aquellos hombres armados estaban realizando un inocente viaje pero, ¿por qué iban a llevar armadura? ¿Por qué llevaban cascos? Su caballo avanzaba pesadamente por el mantillo de hojas. Cruzaron un riachuelo poco profundo y siguieron a medio galope pasando junto a un pequeño viñedo.
—Los hombres de Thomas llaman a sus flechas la lluvia de acero del diablo —comentó Genevieve.
—¡Callaos! —le espetó Roland, olvidando su cortesía. Dos de los hombres del conde se estaban acercando a ella con la intención de asegurarse de que no intentaba caerse del caballo para retrasarlos. Roland subió una pequeña cuesta y miró hacia atrás pero no vio a ningún perseguidor. Cuando llegaron a la baja cima encontraron una pequeña población y justo detrás de ella, el campanario de una iglesia medio en ruinas. El sol ya casi se había puesto y la torre estaba sumida en las sombras. No se veía ninguna luz.
Los caballos cruzaron el pueblo con estrépito, ahuyentando aves de corral, perros y cabras. Casi todas las casas estaban abandonadas, con sus tejados de paja y juncos ennegrecidos o derrumbados. Roland se dio cuenta de que debía de ser un pueblo asolado por la peste. Se santiguó. Una mujer agarró a su hijo para apartarlo del camino de los grandes caballos. Un hombre preguntó algo en voz alta, pero Roland no le hizo caso. Se estaba imaginando la lluvia de acero del diablo. Se imaginaba las flechas hendiendo la penumbra para matar hombres y caballos, y entonces vio que estaba en un pequeño cementerio y que uno de sus hombres había entrado en la nave destrozada de la iglesia y había encontrado las escaleras que subían al viejo campanario.
—Está vacía —gritó.
—Entremos —ordenó.
Y así, al anochecer, Roland llegó a la torre oscura.