—La proposición —bramó el doctor Lucius en voz tan alta que sus palabras las oyeron los peces del Mediterráneo, a seis millas al sur de Montpellier— es que un niño que muere sin bautizar es así condenado a los infinitos tormentos del Infierno, a los fuegos eternos de la perdición y a la separación de Dios para siempre con todo el dolor, sufrimiento, remordimiento, pesar y aflicción que entraña este funesto destino. Mi pregunta es: ¿esta proposición es cierta?
Nadie respondió.
El doctor Lucius, que llevaba un hábito blanco de la orden dominica manchado de tinta, fulminó con la mirada a sus acobardados alumnos. A Thomas le habían dicho que era el hombre más inteligente de la universidad de Montpellier, de modo que había acudido con el hermano Michael al salón de conferencias del doctor. A sus ojos, parecía ser una sala construida a toda prisa poniendo un tejado a un pequeño claustro del monasterio de san Simeón.
El buen tiempo se había esfumado durante la noche y lo habían reemplazado unas bajas nubes tormentosas de las que caía una lluvia que goteaba por las tejas mal puestas de la cubierta del salón. El doctor Lucius estaba sentado en una tarima, detrás de un estrado, y frente a él había tres hileras de bancos en los que se hundían una veintena de estudiantes con hábitos negros o azul oscuro y cara de aburrimiento.
El doctor Lucius se acarició la barba. Era una barba larguísima, que le caía hasta la cuerda desgastada que le rodeaba la cintura.
—¿Somos estúpidos? —preguntó a sus alumnos—. ¿Estamos dormidos? ¿Bebimos demasiadas uvas anoche? Algunos de vosotros, y que Dios ayude a Su Santa Iglesia, os convertiréis en sacerdotes. Tendréis un rebaño del que cuidar y en dicho rebaño habrá mujeres cuyos hijos morirán antes de recibir el sacramento del bautismo. La madre, llorosa y deseosa de vuestro consuelo, os preguntará si su hijo ha sido recibido en compañía de los santos, ¿y cuál será vuestra respuesta? —El doctor Lucius aguardó una respuesta, pero no hubo ninguna—. ¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó con un gruñido—. Alguno de vosotros debe de tener una respuesta.
—Sí —contestó un joven con un deteriorado gorro de estudiante de color negro, del que sobresalía un cabello largo y oscuro que le caía por la cara.
—¡Ah! ¡El señor Keane está despierto! —gritó el doctor Lucius—. No ha hecho el viaje desde Irlanda en vano, gracias a Dios. ¿Y por qué le diréis a la afligida madre que su hijo muerto está en el Paraíso, señor Keane?
—Porque si le digo que está en el Infierno, doctor, seguirá llorando y berreando y hay pocas cosas peores que los lamentos de una mujer. Es mejor quitársela de encima diciéndole lo que desea oír.
El doctor Lucius torció la boca, quizá porque le había hecho gracia.
—Así pues, señor Keane, no os importa la verdad de la proposición, sino solo el hecho de que os ahorraréis escuchar el llanto de una mujer, ¿no? ¿No consideraríais que el deber de un sacerdote es consolarla?
—¿Diciendo a la pobre desgraciada que su bebé ha ido al Infierno? ¡No, por Dios! Y si fuera atractiva no hay duda de que estaría deseoso de ofrecerle consuelo.
—Vuestra caridad no tiene límites —dijo el doctor Lucius con amargura—. Pero volvamos a la proposición. ¿Es o no es cierta? ¿Alguien?
Un joven pálido, de hábito y gorro inmaculados, se aclaró la garganta y casi todos los demás estudiantes refunfuñaron. No había duda de que aquel muchacho demacrado, flaco como una rata hambrienta, era el alumno aplicado cuyos logros restaban importancia a los esfuerzos del resto de la clase.
—San Agustín —dijo— nos enseña que Dios no perdonará sus pecados a quien no esté bautizado.
—¿Ergo? —preguntó el doctor Lucius.
—Por lo tanto —contestó el joven con voz clara—, el niño está condenado al Infierno porque nació con pecado.
—¿Tenemos la respuesta entonces? —inquirió el doctor Lucius—. Por la autoridad del señor de Beaufort —el muchacho pálido sonrió e intentó aparentar modestia— y del bendito san Agustín. ¿Estamos todos de acuerdo? ¿Podemos pasar ya a discutir las virtudes cardinales?
—¿Cómo puede ir al Infierno un bebé? —preguntó el señor Keane, asqueado—. ¿Qué ha hecho para merecer eso?
—Nació de una mujer —respondió con gravedad el alumno llamado de Beaufort—, y sin el sacramento del bautismo el niño está condenado a sufrir por culpa del pecado.
—El señor de Beaufort va directo al punto sensible de la discusión, ¿no es cierto? —sugirió el doctor Lucius al alumno irlandés.
—Dios no está sometido a los sacramentos —interpuso Thomas que, como todos los demás, habló en latín.
Se hizo el silencio mientras todos se volvían a mirar al desconocido de expresión adusta y sombría que estaba apoyado en una columna de un extremo del claustro.
—¿A quién tenemos aquí? —preguntó el doctor Lucius—. Confío en que hayáis pagado para asistir a mi clase.
—He venido para decir que el señor de Beaufort no dice más que sandeces —exclamó Thomas— y no entiende, o no ha leído, las enseñanzas de Aquino, quien nos asegura que Dios no está obligado por los sacramentos. Dios, y no el señor de Beaufort, será quien decida el destino del bebé. Además, san Pedro nos dice en su Primera carta a los corintios que un niño nacido de una pareja en la que uno de los progenitores sea pagano es sagrado para Dios. Y san Agustín, en La ciudad de Dios, declaró que los padres del niño muerto podrían encontrar la forma de redimir su alma.
—Que podrían, no que lo harían —saltó de Beaufort.
—¿Sois sacerdote? —El doctor Lucius no hizo caso a de Beaufort y dirigió la pregunta a Thomas, que iba envuelto en una capa negra.
—Soy soldado —respondió, al tiempo que dejaba que se le abriera un poco la capa para descubrir la malla.
—¿Y vos? —preguntó el doctor Lucius al hermano Michael, que había retrocedido hasta situarse bajo uno de los arcos del claustro en un esfuerzo por separarse de Thomas. Al joven monje le entristecía estar cerca de la universidad y parecía estar enfurruñado—. ¿Vais con él? —preguntó al hermano Michael señalando a Thomas con un gesto.
El clérigo parecía aturdido.
—Yo estoy buscando la Escuela de Medicina —tartamudeó.
—Los ensalmadores y olfateadores de pis dan sus clases en san Esteban. —El señor de Beaufort se rio tontamente y el doctor miró otra vez a Thomas—. ¡Un soldado que habla latín! —exclamó el dominico con fingida admiración—. Alabado sea Dios, parece que ha vuelto la era de los milagros. ¿No deberíais estar matando a alguien?
—Me pondré a ello en cuanto os haya hecho una pregunta —dijo Thomas.
—Y en cuanto hayáis pagado por mi respuesta —replicó el doctor Lucius—. Pero, de momento —añadió haciendo un gesto para recuperar la atención de sus alumnos—, aunque no tengo ninguna duda de que nuestro visitante —señaló a Thomas con una mano manchada de tinta— gana sus discusiones en el campo de batalla mediante la fuerza bruta, se equivoca por completo en este asunto. Un niño sin bautizar está condenado a los tormentos eternos del Infierno. Y ahora el señor de Beaufort demostrará por qué. Poneos en pie, señor de Beaufort, e iluminadnos.
El pálido alumno se levantó de un salto.
—El hombre —dijo con confianza— está hecho a imagen de Dios, pero la mujer no. Las leyes de la iglesia son claras en cuanto a esta distinción. Cito el Corpus Iuris Canonici para respaldar dicho argumento.
Pero antes de que pudiera recitar la ley de la Iglesia se oyeron unos fuertes pasos en el pasillo abierto de fuera y la voz de Beaufort se fue apagando cuando seis hombres con armadura y provistos de armas cruzaron el arco y entraron en la sala de conferencias. Llevaban camisotes de malla debajo de unos gambesones con la imagen de la Virgen sentada, todos armados con lanzas y yelmos. Iban seguidos por dos individuos que portaban las vestiduras azules y rosas de los cónsules de Montpellier, los gobernadores de la ciudad, y por un hombre que llevaba la insignia de la rosa blanca: Roland de Verrec.
—Nos interrumpís —declaró el doctor Lucius con indignación, pero lo dijo en latín, por lo que ninguno de los recién llegados lo entendió.
—Ese es. —Roland de Verrec hizo caso omiso del doctor y señaló a Thomas—. ¡Arréstenlo de inmediato!
—¿Por qué? —En esta ocasión el doctor utilizó el francés. No es que con su pregunta estuviera defendiendo a Thomas, ni mucho menos, lo que defendía era su dignidad, afrentada por la llegada de los hombres armados, e intentaba establecer su autoridad en la sala de conferencias.
—Por el secuestro de la legítima esposa de otro hombre —contestó Roland de Verrec— y por el delito aún peor de herejía. Está excomulgado, proscrito por la Iglesia y odiado por los hombres. Se llama Thomas de Hookton y exijo que me sea entregado en custodia de inmediato. —Hizo una seña a los hombres de armas para que capturaran a Thomas.
Este soltó una maldición entre dientes y dio dos pasos atrás. Agarró al hermano Michael, que seguía mirando boquiabierto a los recién llegados. Él había dejado su espada con Genevieve, puesto que le hubieran prohibido la entrada al monasterio de haber llegado armado, pero llevaba un cuchillo corto en el cinturón y lo sacó, rodeó el cuello del hermano Michael con el brazo izquierdo y le puso la punta del cuchillo en la garganta. Este profirió un ruido ahogado que hizo que los guardias de la ciudad se detuvieran.
—Retroceded —les dijo Thomas— o mataré al monje.
—Si os rendís pacíficamente —expuso Roland de Verrec a Thomas— suplicaré al conde de Labrouillade que os trate con indulgencia. —Hizo una pausa, como si esperara que bajara el cuchillo—. Apresadlo —ordenó a los guardias al ver que la hoja seguía presionando la garganta del hermano Michael.
—¿Lo queréis muerto? —gritó Thomas. Apretó más el brazo contra la garganta del joven monje, que gimoteó aterrorizado.
—Una recompensa para el que lo atrape —anunció Roland de Verrec al tiempo que él mismo avanzaba. La idea de una recompensa emocionó a los estudiantes, que hasta el momento habían estado mirando con ojos como platos el repentino drama que había animado su clase de Teología. Rugieron como cazadores al ver cerca a su presa y volcaron los bancos a patadas con las prisas por capturar a Thomas.
—¡Está muerto! —bramó Thomas, y los estudiantes se detuvieron por miedo a que la sangre del monje manara de repente—. Decidle a Genevieve —susurró Thomas al oído del hermano Michael— que se reúna con Karyl. —Esta, que por ser mujer tenía prohibida la entrada al monasterio, se había quedado en la taberna con Hugh, Galdric y los dos hombres de armas.
—¡Dios mío, sálvame! —exclamó el hermano Michael con un grito ahogado. Thomas aflojó el brazo izquierdo, empujó con fuerza al monje contra los estudiantes y acto seguido echó a correr hacia otro pasillo abierto.
Los perseguidores rugieron otra vez, profiriendo gritos y alaridos. El doctor Lucius chilló pidiendo orden, pero fue en vano. Thomas oyó los pasos, vio una puerta a su derecha y la abrió de golpe. ¡Era un lavabo! Tres monjes estaban defecando, sentados en unos bancos de piedra que recorrían los lados de aquella habitación maloliente que tenía una puerta con arco en el otro extremo. Los monjes miraron a Thomas boquiabiertos, pero no se atrevieron a moverse, por lo que agarró a uno de ellos por la barba y lo tiró al suelo con el trasero al aire, sucio y todo. Hizo lo mismo con el segundo monje y corrió hacia el otro extremo de la habitación. Los perseguidores se amontonaron en el lavabo, tropezaron con el monje que estaba en el suelo y Thomas cruzó la puerta. No tenía pestillo para cerrarla. Por delante de él se extendía un corredor con puertas a ambos lados. ¿Las celdas de los monjes?
Corrió tan deprisa como pudo, maldiciendo la vieja herida en la pierna que no le dejaba ser tan rápido como antes, pero se las estaba arreglando para aventajar a sus perseguidores. Irrumpió por una puerta situada más adelante, que tenía el pestillo en el lado que no le convenía. Entró por ella y fue a parar a lo que parecía ser una lavandería con unas grandes tinas de piedra, jarras y montones de hábitos. Esparció unos cuantos por el suelo, empujó otra puerta y se encontró en un pequeño huerto cercado. Allí no había nadie y tampoco había ninguna salida, salvo la puerta por la que acababa de entrar.
Los hombres gritaban en el pasillo; estaban cerca, demasiado cerca. La lluvia arreciaba. Un muro alto tapiaba un lado del huerto. Thomas saltó, se agarró a la albardilla y utilizó sus enormes músculos de arquero para encaramarse a ella. Levantó una pierna, la pasó por encima del muro, se puso de pie y corrió hacia el punto en el que el muro se unía con un tejado inclinado. Los hombres entraron al huerto en tropel mientras él subía al tejado. Las tejas estaban resbaladizas a causa de la lluvia y tuvo que agitar los brazos unos instantes antes de trepar al caballete.
—¡Allí está! —gritó el irlandés Keane con entusiasmo—. ¡Va hacia las cocinas!
Thomas arrancó una teja y la arrojó contra los estudiantes, luego otra. Keane soltó una maldición y agachó la cabeza, pero Thomas ya había subido al caballete y corría perdiéndose de vista mientras oía los gritos y bramidos de los estudiantes dando rienda suelta al alborozo de la caza. Perseguir a un inglés hereje era mucho más divertido que discutir las cuatro virtudes cardinales o la necesidad del bautismo infantil.
Una saeta de ballesta pasó silbando. Miró a la izquierda y vio a un hombre con la librea de la ciudad que recargaba su arma en el andamio de una iglesia. Maldición. Se sentó en el caballete y se deslizó por la pendiente resbaladiza del tejado hasta que sus pies golpearon con fuerza contra un pequeño parapeto de piedra. «¡Está en el refectorio!», gritó un hombre. Él arrancó otra teja y la lanzó a lo alto y lejos, a través de la lluvia y por encima del tejado, para que cayera donde fuera. La oyó estrellarse, a lo que siguió el estrépito de los fragmentos. «¡Por el otro lado!», exclamó una voz. «¡Está en la sala capitular!». Empezó a sonar una campana, luego se le unió otra y Thomas escuchó el ruido de unos pasos en el tejado al otro lado del caballete. Miró a derecha e izquierda y no vio una manera fácil de escapar, por lo que se asomó con cautela al bajo parapeto de piedra. Había otro huerto por debajo de él, uno pequeño lleno de árboles frutales. «¡Id a la izquierda!», gritó una voz desde algún lugar a sus espaldas.
—¡No, se fue por aquí! —Era el estudiante irlandés, Keane, y parecía muy seguro de sí mismo—. ¡Por aquí! —bramó—. ¡He visto a ese cabrón!
Thomas se quedó escuchando mientras el ruido de la persecución se desvanecía. Keane los estaba llevando en dirección totalmente contraria, pero aún así no estaba fuera de peligro. Tenía que encontrar la forma de bajar de los tejados y optó por arriesgarse con el pequeño huerto. Pasó las piernas por encima del parapeto y se quedó allí sentado sin decidirse, porque había una larga caída. Pero le pareció que no tenía alternativa. Saltó y se golpeó contra las ramas, flores y hojas mojadas. Cayó con fuerza, salió despedido de bruces y paró el golpe con las manos. Sintió un dolor agudo en el tobillo derecho y se quedó a gatas escuchando a sus perseguidores, cuyas voces se hacían cada vez más débiles. «Quédate quieto», pensó. «Quédate quieto y deja que los cazadores se alejen. Espera».
—Este arco —dijo una voz muy cercana por detrás de él— os está apuntando a la espalda. Y va a haceros daño. Mucho.
El padre Marchant pensaba que había sido un golpe de genio elegir la abadía de san Dionisio como el lugar donde la Orden del Pescador iba a celebrar su vigilia y recibir su solemne consagración. Allí, debajo de las altísimas cúpulas de piedra, bajo la luz de la tarde cuyos haces llenos de polvo relucían a través del esplendor de las vidrieras, y frente a un altar atestado de vasijas de oro y en el que brillaba la plata, los Caballeros del Pescador se arrodillaron para ser bendecidos. Un coro cantaba. La melodía parecía triste pero inspiradora. Las voces masculinas subían y bajaban de tono en la gran abadía donde los caballeros de Francia yacían fríos en sus tumbas y la oriflama esperaba en el altar. La oriflama era el estandarte de guerra de Francia, la gran bandera de seda roja que ondeaba por encima del rey cuando entraba en batalla. Era sagrada.
—Es nueva —comentó malhumorado Arnoul d’Audrehem, mariscal de Francia, a su compañero, el señor de Douglas—. Los malditos ingleses capturaron la última en Crécy. Es probable que ahora mismo se estén limpiando el culo con ella.
Douglas respondió con un gruñido. Estaba mirando a su sobrino, arrodillado en el altar con otros cuatro hombres, donde el padre Marchant, resplandeciente con vestiduras carmesí y blancas, decía misa.
—La Orden del maldito Pescador —dijo Douglas con sarcasmo.
—Una completa estupidez, estoy de acuerdo —repuso D’Audrehem—. Pero una estupidez que tal vez convenza al rey para marchar al sur. Es lo que queréis, ¿no?
—Vine aquí para luchar contra los ingleses. Quiero ir al sur y dar una paliza a esos condenados cabrones.
—El rey tiene miedo —afirmó D’Audrehem— y busca una señal. Quizá estos Caballeros del Pescador lo convencerán, ¿no?
—¿Tiene miedo?
—De las flechas inglesas.
—Ya os lo he dicho, pueden ser derrotados.
—¿Combatiendo a pie?
D’Audrehem parecía escéptico. Tendría unos cincuenta años y era un hombre duro, avezado en la guerra, con el pelo corto y gris y la mandíbula deformada por el golpe de una maza. Hacía mucho tiempo que conocía a Douglas, desde que, cuando era joven, D’Audrehem había estado en campaña en Escocia. Aún se estremecía al recordar aquella tierra fría y remota, al pensar en su comida, en sus crudos e incómodos castillos, en sus pantanos, sus riscos, sus nieblas y sus páramos. Pero aunque el país le desagradaba, no tenía más que admiración por su gente. Los escoceses, así se lo había dicho al rey Juan, eran los mejores guerreros de la cristiandad. «Si es que pertenecen a la cristiandad, sire».
—¿Son paganos? —había preguntado el rey con preocupación.
—No, sire, lo que ocurre es que viven al borde del mundo y luchan como demonios para no caerse.
Y en aquellos momentos había doscientos de aquellos demonios allí, en Francia, desesperados por tener la oportunidad de luchar contra su viejo enemigo.
—Deberíamos volver a Escocia —se quejó Douglas a D’Audrehem—. He oído que se ha roto la tregua. Podemos matar ingleses allí.
—El rey Eduardo —explicó D’Audrehem con calma— volvió a capturar Berwick. La guerra ha terminado, ganaron los ingleses. Se ha restablecido la tregua.
—Maldito Eduardo —refunfuñó Douglas.
—¿Y creéis que los arqueros pueden ser derrotados por soldados a pie? —le preguntó D’Audrehem.
—A pie —contestó el señor de Douglas—. Se pueden lanzar algunos hombres montados contra esos cabrones, pero hay que poner una buena armadura a sus caballos. ¡No son los arqueros, son los caballos! Esas malditas flechas no penetran en la armadura, no si esta es buena, pero son un infierno para los caballos. Vuelven locas a las bestias y los caballeros salen despedidos de las monturas para ser pisoteados. Los caballos corren como locos de dolor, y todo porque los arqueros apuntan hacia ellos. Las flechas pueden convertir una carga de caballería en un osario, de manera que no hay que darles caballos que puedan matar. —Había sido un largo discurso para el normalmente taciturno señor de Douglas.
—Lo que decís tiene sentido —admitió D’Audrehem—. Yo no estuve en Crécy, pero oí que los caballos sufrieron.
—Pero los soldados a pie pueden llevar escudos —dijo Douglas—, o una armadura pesada. Pueden acercarse a esos cabrones y matarlos. Así es cómo hay que hacerlo.
—¿Así es cómo luchó vuestro rey en… dónde era? ¿En Durham?
—Eligió un mal terreno para combatir —contestó Douglas—, así que el pobre desgraciado está prisionero en Londres y no podemos pagar el rescate.
—¿Para eso queréis al príncipe de Gales?
—Quiero a ese condenado muchacho de rodillas, meándose de miedo, lamiendo el estiércol de caballo de mis botas y suplicándome que sea amable. —Douglas soltó una risotada que resonó en la gran abadía—. Y cuando lo tenga, lo cambiaré por mi rey.
—Tiene cierta reputación —comentó D’Audrehem con suavidad.
—¿Reputación? ¿Por jugar? ¿Por las mujeres? ¿Por el lujo? ¡Por el amor de Dios, si es un niñato!
—Con veintiséis años, ¿un niñato?
—Un niñato —insistió Dogulas—, y podemos atraparlo.
—O a Lancaster.
—¡A la mierda Lancaster! —exclamó el escocés con brusquedad.
Enrique, duque de Lancaster, había salido de Bretaña al mando de un ejército inglés y estaba asolando Maine y Anjou. El rey Juan había considerado dirigir sus tropas contra él y dejar que su hijo hostigara al príncipe de Gales en el sur, y eso era lo que Douglas temía. Lancaster no era idiota. Si se veía frente a un gran contingente era probable que se retirara a las grandes fortalezas de Bretaña.
Pero el príncipe Eduardo de Gales era testarudo. Había sobrevivido el verano anterior dirigiendo a su destructivo ejército todo el camino hasta el Mediterráneo y de vuelta a Gascuña sin encontrarse con una verdadera oposición, lo cual sin duda lo había envalentonado para la campaña que acababa de empezar. Douglas estaba seguro de que el príncipe se alejaría demasiado de sus bases seguras en Gascuña y podrían atraparlo y darle una paliza. El inglés era irresponsable, le gustaban sus putas y su oro, era demasiado adicto a los lujos. Y su rescate sería enorme.
—Deberíamos estar yendo hacia el sur —dijo Douglas— y no perdiendo el tiempo con tonterías de pescadores.
—Si queréis ir al sur —repuso D’Audrehem—, prestad toda la ayuda posible a la Orden del Pescador. ¡A nosotros el rey no nos escucha! Pero sí escucha al cardenal, que quiere ir al sur y puede convencerle. De modo que hacedle caso.
—¡Ya lo hice! Dejé que se llevara a Sculley. ¡Pero si Sculley no es un hombre, es un animal, por el amor de Dios! Tiene la fuerza de un toro, las zarpas de un oso, los dientes de un lobo y los genitales de una cabra. Me aterroriza incluso a mí, de modo que sabe Dios lo que les hará a los ingleses. ¿Pero qué quiere Bessières de él, en nombre de Dios?
—Una reliquia, según me han dicho —respondió D’Audrehem—. Cree que esta le dará el papado, y el papado le dará poder. Y si se convierte en Papa, amigo mío, entonces mejor tenerlo de vuestro lado que contra vos.
—Pero nombrar caballero a Sculley, ¡por Dios Todopoderoso! —Douglas se echó a reír.
No obstante, allí estaba Sculley, en los escalones del elevado altar, arrodillado entre Robbie y un caballero llamado Guiscard de Chauvigny; un hombre cuyas tierras había perdido frente a los ingleses en Bretaña. De Chauvigny, al igual que los demás, era famoso por sus hazañas en las justas por toda Europa. Solo faltaba Roland de Verrec. El padre Marchant había enviado a unos hombres a buscarlo por Francia. Eran los mejores luchadores que el cardenal pudo reclutar, los mejores guerreros, hombres que inspiraban miedo a sus oponentes. Ahora matarían por Cristo, o al menos por el cardenal Bessières.
Los últimos rayos de sol dejaron el cielo y sumieron las vidrieras en la oscuridad. Las velas brillaban y parpadeaban en los numerosos altares que había en la abadía, donde los sacerdotes mascullaban plegarias por los muertos.
—Habéis sido elegidos —dijo el padre Marchant a los hombres arrodillados con armadura frente al altar—. Habéis sido elegidos para ser los guerreros de san Pedro, los Caballeros del Pescador. Vuestra tarea es enorme y vuestra recompensa será divina. Se os perdonan vuestros pecados, quedáis liberados de todos los juramentos anteriores y se os concede el poder de los ángeles para derrotar a vuestros enemigos. Saldréis de aquí siendo unos hombres nuevos, unidos por la lealtad y ligados a Dios por vuestro juramento sagrado. Vosotros sois Sus elegidos, haréis Su voluntad y un día Él os recibirá en el Paraíso.
Robbie Douglas se sintió embargado de puro gozo, llevaba mucho tiempo buscando una causa. Creyó encontrarla en la compañía de mujeres, o en la amistad de otros guerreros, pero sabía que era un pecador y eso era lo que le causaba sufrimiento. Jugaba; rompió sus promesas. Era un luchador temido en los torneos del continente y sin embargo él se sentía débil. Sabía que su tío lo despreciaba, pero ahora, ante el altar reluciente y bajo la voz severa del padre Marchant, presintió que había hallado la salvación. Era un Caballero del Pescador, la Iglesia le había asignado una tarea y le había prometido una recompensa en el Cielo. Sintió que se le elevaba el alma ante la solemnidad del momento y se juró a sí mismo que serviría a aquel grupo de hombres con todo su corazón y todas sus fuerzas.
—Quedaos y rezad —les dijo el padre Marchant—, porque mañana emprendemos nuestra misión.
—A Dios gracias —respondió Robbie.
Y Sculley se tiró un pedo. El ruido resonó en las paredes de la abadía y dio la impresión de permanecer.
—¡Dios mío! —dijo Sculley—, ha sido de los húmedos.
La Orden del Pescador quedó consagrada e iría a la guerra.
—El secreto —dijo Thomas— es poner un virote en la ranura.
—¿Un virote?
—Una saeta. ¿Una flecha?
—¡Ah! —dijo la mujer—. Sabía que se me olvidaba algo. Es lo que ocurre cuando te haces vieja; se te olvidan las cosas. Mi marido me enseñó cómo utilizar una de estas cosas. —Dejó la ballesta sobre un pequeño banco de madera que había entre dos naranjos—. Pero nunca disparé ninguna. Aunque estuve tentada de dispararle a él. ¿Estáis huyendo?
—Sí.
—Nos estamos mojando. Vamos dentro. —La mujer era vieja y estaba encorvada; una criatura diminuta que a Thomas apenas le llegaba a la cintura. Tenía un rostro arrugado de expresión astuta y tez morena. Vestía un hábito de monja, pero encima llevaba una exquisita capa de lana de color carmesí ribeteada de armiño.
—¿Dónde estoy? —preguntó Thomas.
—Saltasteis a un convento. El convento de santa Dorcas. Supongo que debería daros la bienvenida, de manera que bienvenido.
—¿Santa Dorcas?
—Hizo multitud de buenas obras, según me dicen, de modo que seguro que era terriblemente aburrida. —La anciana cruzó una entrada baja. Thomas cogió la ballesta antes de seguirla. Era un arma hermosa con un cuerpo oscuro de nogal con incrustaciones de plata—. Perteneció a mi esposo —le explicó ella—, y tengo tan pocas cosas suyas que la guardo para recordarlo. No es que quiera recordarlo, en realidad. Era un hombre particularmente desagradable, muy parecido a su hijo.
—¿Su hijo? —preguntó Thomas, y dejó la ballesta sobre una mesa.
—Mi hijo. El conde de Malbuisson. Soy la condesa viuda.
—Mi señora —dijo Thomas, e hizo una reverencia.
—¡Dios mío! ¡Los buenos modales no han muerto! —exclamó la anciana alegremente, y entonces se sentó en una mullida silla tapizada y se dio unas palmaditas en el regazo.
Por un segundo Thomas pensó que la mujer quería que se sentara allí, pero entonces, para su alivio, un gato gris salió de detrás de un baúl y saltó sobre sus rodillas. La condesa hizo un gesto con la mano como para sugerir que Thomas podía sentarse donde quisiera, aunque él se quedó de pie. Era una habitación pequeña, de unos cuatro o cinco pasos en ambas direcciones, pero estaba llena de mobiliario que parecía pertenecer a un gran salón. Había una mesa cubierta con un tapiz, dos cofres grandes, un banco y tres sillas. Cuatro enormes candelabros de plata estaban en la mesa junto con algunos cuencos, fuentes y un ornamentado juego de ajedrez, mientras que de las paredes encaladas colgaban un crucifijo y tres paneles de cuero; uno pintado con una escena de caza, otro con un labrador y el tercero mostraba a un pastor con su rebaño. Un tapiz con dos unicornios en un jardín de rosas colgaba sobre un pequeño arco, que debía de ocultar el dormitorio de la condesa.
—¿Y vos sois? —le preguntó ella.
—Me llamo Thomas.
—¡Thomas! ¿Es inglés? ¿O normando? Parecéis inglés, creo.
—Soy inglés, aunque mi padre era francés.
—Siempre me gustaron los mestizos —comentó la condesa—. ¿Por qué estáis huyendo?
—Es una historia muy larga.
—Me gustan las historias largas. Estoy aquí encerrada sin más compañía que la de las monjas, porque de otro modo estaría gastando un dinero que mi nuera quiere despilfarrar. En general son unas mujeres entrañables… —hizo una pausa— pero bastante aburridas. Encontraréis un poco de vino en la mesa. No es un vino muy bueno, pero es mejor que no tener. A mí me gusta mezclado con agua, que está en la jarra. ¿Quién os persigue?
—Todo el mundo.
—¡Debéis de ser un hombre muy malvado! ¡Es magnífico! ¿Qué hicisteis?
—Me acusan de herejía —respondió Thomas—, y de raptar a la mujer de otro hombre.
—¡Madre mía! —exclamó la condesa—. ¿Seríais tan amable de darme esa manta? La oscura. Rara vez hace frío aquí adentro, pero hoy es distinto. ¿Sois un hereje?
—No.
—¡Alguien debe de pensar que sí! ¿Qué hicisteis? ¿Negar la Trinidad?
—Ofendí a un cardenal.
—No es muy sensato de vuestra parte. ¿A cuál?
—A Bessières.
—¡Ese hombre es horrible! ¡Es un cerdo! Pero un cerdo peligroso. —Hizo una pausa mientras pensaba. Se oían voces por detrás de la puerta, voces de mujer, pero eran débiles—. En el convento nos enteramos de cosas —siguió diciendo la condesa—, noticias del mundo. ¿No escuché decir que Bessières estaba buscando el Santo Grial?
—Así es. No lo encontró.
—¡Oh, Dios mío, pues claro que no! ¡Dudo que exista!
—Es probable que no —mintió Thomas. Él sabía que existía porque lo había encontrado, y después lo había tirado al mar, donde no pudiera hacer daño. ¿Y la espada que buscaba? ¿Iba a esconderla también?
—Decidme, ¿a quién le robasteis la esposa? —preguntó la condesa.
—Al conde de Labrouillade.
La condesa dio una palmada con sus delgadas manos.
—¡Ay, cada vez me gustáis más! ¡Bien hecho! ¡Bien hecho! ¡Labrouillade es una criatura vil! Siempre me dio lástima esa chica, Bertille. ¡Una joven muy guapa, además! No me imagino su lecho matrimonial, ¡o más bien sí! ¡Qué horror! Sería como estar atrapada bajo un saco gruñidor de manteca rancia. ¿No se fugó con el joven Villon?
—Sí. La recuperé y luego me la volví a llevar.
—Hacéis que parezca muy complicado, de modo que tendréis que empezar por el principio. —De repente la condesa dejó de hablar, se inclinó hacia adelante en la silla y siseó con los dientes apretados. El siseo terminó con un gemido.
—No estáis bien —aseguró Thomas.
—Me estoy muriendo —repuso ella—. Sería de esperar que con todos los médicos que hay en esta ciudad se pudiera hacer algo, pero no es así. Bueno, uno de ellos quiere abrirme, ¡pero no voy a permitirlo! De modo que huelen mi orina y dicen que tengo que rezar. ¡Rezar! Bueno, pues ya lo hago.
—¿No hay ninguna medicina?
—No para ochenta y dos años de vida, querido, eso es incurable. —Se mecía adelante y atrás en la silla, aferrando la manta contra sus pechos. Respiraba profundamente y, poco a poco, dio la impresión de que ya no sentía tanto dolor—. Hay un poco de vino de mandrágora en una botella verde, allí, en la mesa. Las monjas de la enfermería lo preparan para mí, son muy amables. Alivia el dolor, pero me nubla la cabeza. ¿Me servirías una copa? Sin agua, querido, y luego podéis contarme vuestra historia.
Thomas le dio la medicina y a continuación le contó su historia por encima; que lo habían contratado para derrotar a Villon y que Labrouillade había intentado engañarle.
—Así pues, ¿Bertille está en vuestra fortaleza? —preguntó la condesa—. ¿Y a vuestra esposa le cae bien?
—Sí.
—¿Tiene hijos?
—¿Bertille? No.
—Es una suerte. Si tuviera hijos, ese desgraciado de Labrouillade los utilizaría para hacerla volver. En cambio, ¡vos podéis matar a Labrouillade y convertirla en viuda! Es una solución magnífica. Las viudas tienen muchas más posibilidades.
—¿Por eso estáis vos aquí?
Ella se encogió de hombros.
—Es un refugio, supongo. Mi hijo no me quiere y su esposa me odia, por lo que me dijeron que me buscara otro marido. De modo que aquí estoy, sola con Nicholas. —Acarició al gato—. Así que Labrouillade os quiere muerto, pero no está aquí, en Montepellier, ¿verdad? ¿Quién os persigue entonces?
—Labrouillade envió a un hombre para que se enfrentara a mí. Él empezó a perseguirme y todos los estudiantes se unieron a él.
—¿A quién envió Labrouillade?
—Se llama Roland de Verrec.
—¡Oh, Dios mío! —A la condesa pareció hacerle gracia—. ¿El joven Roland? Yo conocía muy bien a su abuela, pobrecita. He oído que es un luchador magnífico, pero ¡ay!, sin cerebro.
—¿Sin cerebro?
—La culpa la tienen los romances, querido. Lee todas esas ridículas historias de valor caballeresco y, como no tiene cerebro, se las cree. Yo culpo a su madre; es una mujer fuerte, todo plegarias y rencor, y él, pobrecito, se cree todo lo que ella dice. Le cuenta que la caballería existe, y supongo que así es. El marido era un lascivo. ¡No como su hijo; el caballero virgen! —Se rio—. ¡Pero qué bobo puede llegar a ser un muchacho! Y él es muy bobo. ¿Habéis oído que se le apareció la Virgen María?
—Todo el mundo lo ha oído.
—¡Era un niño tonto y supongo que su madre lo emborrachó! Estoy segura de que la Virgen María tiene cosas mejores que hacer que echar a perder la vida de un muchacho. ¡Madre mía, pobre chico! Ahora el joven Roland sueña con ser un caballero en la mesa redonda de vuestro rey Arturo. Me temo que tendréis que matarle.
—¿Ah, sí?
—¡Más os vale! Si no os considerará su misión y os perseguirá hasta los confines de la Tierra.
—Ya me ha perseguido hasta aquí —dijo Thomas con tristeza.
—Pero, ¿qué diablos estáis haciendo en Montpellier?
—Quería consultar con un erudito.
—Pues aquí los hay en abundancia —repuso ella con desdén—, y son una pandilla de lo más variopinto. Se pasan el tiempo peleándose unos con otros por las cosas más tontas, pero quizá sea eso lo que hacen los estudiosos. ¿Puedo preguntar qué queríais consultar?
—Estoy buscando a un santo.
—¡Esos sí que escasean! ¿Qué clase de santo?
—A uno que vi en una pintura —explicó Thomas, y describió al monje arrodillado en la hierba en torno a la cual se extendía una gruesa capa de nieve—. Cuenta una historia —dijo—, pero nadie parece conocerla ni sabe decirme quién es.
—Un santo congelado, por lo que decís, pero ¿por qué necesitáis saberlo?
Thomas vaciló.
—Mi señor feudal —contestó al fin— me ha encargado encontrar una reliquia y creo que ese santo tiene algo que ver con ella.
—¡Sois tan tonto como Roland! ¡Una búsqueda, claro está! —Se echó a reír—. Hay un libro en esa mesa, en alguna parte, querido. Traédmelo.
Antes de que Thomas encontrara el libro se oyeron unas voces de mujer fuera, cercanas, y acto seguido llamaron tímidamente a la puerta.
—¿Madame? ¿Mi señora? —la llamó alguien.
—¿Qué queréis?
—¿Estáis sola, mi señora?
—Tengo a un hombre aquí —respondió la condesa—, es joven y muy viril. Teníais razón, hermana Véronique, Dios sí que responde a las plegarias.
Empujaron la puerta pero la condesa había echado el cerrojo.
—¿Madame? —la llamó otra vez la hermana Véronique.
—No seáis boba, hermana —dijo la condesa—, estoy mascullando en voz alta, nada más.
—Muy bien, madame.
—Traedme el libro —dijo la condesa bajando un poco la voz. Era un tomo pequeño, apenas más grande que la mano de Thomas. La condesa desató las cintas y retiró la cubierta de suave cuero—. Era de mi suegra —explicó—, ¡era una mujer encantadora! Sabe Dios cómo pudo dar a luz a un monstruo como Henri. Supongo que las estrellas estaban mal alineadas cuando lo concibió, o quizá Saturno estaba en ascendente. Ningún niño concebido cuando Saturno asciende hará nada bueno. Los hombres nunca se preocupan de este tipo de detalles, pero deberían hacerlo, la verdad. Es muy bonito, ¿no? —Le pasó el libro a Thomas.
Este vio que casi todos los dibujos eran de santos. Estaba Radegunda con su corona, representada entre un montón de mampuestos mientras que, a su lado, se construía una gran iglesia. Thomas volvió la rígida página y vio una representación horrible de san Leodegario siendo cegado, un soldado perforaba el ojo al obispo con una lezna.
—¿No es horroroso? —La condesa se había inclinado hacia adelante para ver las imágenes—. También le arrancaron la lengua. Henri siempre me amenazaba con arrancármela, pero no lo hizo. Supongo que debería estar agradecida. Este es san Clemente.
—¿Siendo martirizado?
—Sí, desde luego, el destripamiento es un camino seguro a la santidad, pobre hombre. —También estaba san Remigio bautizando a un hombre desnudo en un enorme caldero—. Ese es Clodoveo siendo bautizado —explicó la condesa—, ¿no fue el primer rey de Francia?
—Eso creo —respondió Thomas.
—Supongo que deberíamos estar agradecidos de que se convirtiera al cristianismo entonces —comentó la condesa, y se inclinó para pasar la página y revelar así a san Cristóbal llevando al niño Jesús. La matanza de los inocentes estaba pintada de fondo, pero el santo barbudo se había llevado al niño Jesús lejos del campo sembrado con docenas de niños muertos y moribundos salpicados de sangre—. Parece que a san Cristóbal vaya a caérsele el niño, ¿verdad? Siempre pienso que Jesús debió de meársele encima o algo así. Los hombres son un caso perdido con los niños. ¡Oh, pobre chica!
Este último comentario fue por la representación de santa Apolonia, a la que un par de soldados serraban en dos. Tenía el vientre abierto y la sangre se derramaba por la página mientras ella miraba en actitud de rezo a unos ángeles que se asomaban por detrás de una nube.
—¡Siempre me pregunto por qué los ángeles no bajan a salvarla! —dijo la condesa—. Debe de ser muy desagradable que te partan en dos con una sierra, ¡pero ellos se limitan a quedarse en las nubes sin hacer nada! Eso no es muy angelical que digamos. ¡Y este hombre es un idiota!
Thomas había pasado una página y apareció una representación de san Mauricio, arrodillado entre los restos de su legión. Mauricio había animado a sus hombres a que fueran martirizados antes que asaltar una ciudad cristiana, y sus compañeros romanos le habían concedido este piadoso deseo, por lo que el pintor mostraba una franja de cuerpos rotos y ensangrentados desparramados por un campo, mientras los asesinos se acercaban al santo arrodillado.
—¿Por qué no huyó? —preguntó la condesa—. Dicen que tenía seis mil soldados. Sin embargo los anima a ser sacrificados como corderos. A veces pienso que hay que ser sumamente estúpido para convertirse en santo.
Thomas volvió la última página y se quedó helado.
Allí estaba el monje en la nieve.
La condesa sonrió.
—¿Lo veis? No necesitabais un erudito, solo a una anciana.
La imagen era distinta de la pintura de Aviñón. El monje del libro no estaba arrodillado en el rodal, sino tendido acurrucado durmiendo. No había ningún san Pedro, pero sí una casita a mano derecha y un segundo monje atisbaba por una ventana. El monje dormido, que tenía la aureola de santo, estaba tendido en la hierba, pero el resto del paisaje, así como el tejado de la casita, estaba cubierto de una gruesa capa de nieve. Era de noche, las estrellas estaban pintadas contra un denso cielo azul oscuro y un único ángel observaba desde las Alturas, mientras que en el borde de la página, pintado con flores, estaba el nombre del santo.
—San Juniano —leyó Thomas—. Nunca había oído hablar de él.
—¡Dudo que lo conozca mucha gente!
—Juniano —repitió.
—Era hijo de un noble —le explicó la condesa— y debía de haber sido muy devoto, porque anduvo un largo camino para estudiar con san Amando, pero llegó de noche y este había cerrado su puerta. Juniano llamó, sin embargo san Amando pensó que debían de ser bandidos que acudían a robarle y se negó a abrirla. ¡No entiendo por qué Juniano no se explicó! ¡Era invierno, estaba nevando y lo único que tenía que hacer era decirle a Amando quién era! Pero por lo visto, Juniano era tan estúpido como los demás, y como no pudo entrar en casa de Amando se echó a dormir en el jardín. Como podéis ver, Dios se aseguró amablemente de que la nieve no le cayera encima. De manera que pasó una buena noche y al día siguiente el malentendido quedó felizmente aclarado. No es una historia muy emocionante.
—San Juniano —repitió Thomas mirando al monje durmiente—. Pero, ¿por qué está en este libro? —se preguntó en voz alta.
—Mirad más adelante —sugirió la condesa.
Thomas fue pasando las rígidas páginas y vio que en la primera había un escudo de armas pintado. Mostraba un león rampante en un campo blanco. El león rugía y tenía las zarpas extendidas.
—No conozco este blasón —dijo Thomas.
—Mi suegra era de Poitou —explicó la condesa— y el león rojo es el símbolo de allí. Todos los santos de este libro, querido, tienen relación con Poitou, y supongo que no les alcanzó con los que fueron cegados, escaldados, decapitados, destripados o serrados por la mitad, de modo que añadieron al pobre Juniano para llenar una página.
—Pero no a san Pedro —comentó Thomas.
—No creo que san Pedro estuviera nunca en Poitou, así que, ¿por qué iba a estar en el libro?
—Creía que san Juniano lo había conocido.
—Estoy segura de que todos los santos se visitaban unos a otros, querido, para charlar de cosas alegres, como sobre a cuál de sus amigos habían quemado o despellejado vivo recientemente. No obstante, san Pedro murió mucho antes de que Juniano quedara atrapado en la nieve.
—Por supuesto —dijo Thomas—, pero hay un vínculo entre Juniano y Pedro.
—No sabría deciros —repuso la condesa.
—Pero alguien habrá que lo sepa —sugirió Thomas—, en Poitou.
—Sí, en Poitou es probable que sí, pero primero tenéis que salir de Montpellier —observó la condesa, divertida.
Thomas esbozó una sonrisa.
—Supongo que subiré otra vez por el muro hasta el monasterio.
—Estoy segura de que quienquiera que os esté buscando estará vigilando el monasterio. Sin embargo, ¿soportaréis esperar hasta que se haga de noche?
—Si no os importa —contestó Thomas con galantería.
—Podéis marcharos cuando haya anochecido. Después del oficio de Completas a las monjas les gusta irse a dormir. Nada más atravesar mi puerta, al fondo del pasillo, hay una salida a la calle a través de la sala de limosnas, que está en el otro extremo. No os llevará más de un minuto, pero hasta entonces debemos pasar varias horas juntos. —Lo miró con recelo y, de pronto, se le iluminó la expresión—. Decidme, ¿jugáis al ajedrez?
—Un poco —contestó Thomas.
—Mi juego era pasable —comentó la condesa—, pero con la edad… —Suspiró y bajó la mirada al gato—. Mi cabeza está tan mullida como tu pelo, ¿no es verdad?
—Si queréis jugar… —ofreció Thomas.
—No jugaré bien —declaró con tristeza—, pero de todos modos, ¿podemos hacerlo más interesante jugándonos dinero?
—Si queréis —aceptó.
—Digamos… ¿un leopardo por partida? —sugirió la mujer.
Thomas se estremeció. Un leopardo valía casi cinco chelines de dinero inglés; era una semana de salario de un artesano especializado.
—¿Un leopardo? —preguntó, precavido.
—Solo para hacerlo interesante. Pero deberéis perdonar mis despistes. Me temo que el vino de mandrágora me amodorra —dijo en tono vago, pero logró recomponerse—. Me amodorra mucho y cometo errores de lo más tonto.
—Entonces quizá no deberíamos jugar con dinero.
—Puedo permitirme unos cuantos leopardos —replicó ella vacilante—, quizá uno o dos, y eso anima un poco el juego, ¿no?
—Pues que sea un leopardo —asintió Thomas.
La condesa sonrió y le indicó con un gesto que llevara el tablero y las piezas a la pequeña mesa que había junto a su silla.
—Podéis jugar con las plateadas, querido —dijo. Y seguía sonriendo cuando Thomas hizo avanzar su primer peón—. Esto va a haceros daño —añadió en un tono que denotaba de todo menos distracción—, ¡y mucho!