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—Perdóname —dijo Thomas.

No era su intención decirlo en voz alta. Hablaba con el crucifijo que había sobre el altar principal en la pequeña iglesia de san Sardos, que se alzaba bajo la fortaleza de Castillon d’Arbizon. Thomas estaba de rodillas. Había encendido seis velas que ardían en el altar lateral de santa Inés, donde un sacerdote joven y pálido contaba unos genovinos nuevos y relucientes.

—Perdonaros por qué, Thomas —le preguntó el sacerdote.

—Él ya lo sabe.

—¿Y vos no?

—Vos decid las misas por mí, padre —repuso Thomas.

—¿Por vos? ¿O por los hombres a los que matasteis?

—Por los hombres a los que maté —respondió Thomas—. ¿Os he dado suficiente dinero?

—Me habéis dado suficiente para construir otra iglesia —contestó el sacerdote—. El remordimiento es caro, Thomas.

Thomas esbozó una sonrisa.

—Eran soldados, padre —alegó—, y murieron obedeciendo a su señor. Les debo la paz en la otra vida, ¿no?

—Su señor feudal era un adúltero —declaró el padre Levonne con severidad. Su predecesor, el padre Medous, había muerto hacía un año y el obispo de Berat había enviado al padre Levonne como sustituto. Thomas había sospechado que el recién llegado era un espía, porque el obispo apoyaba al conde de Berat, el cual había poseído Castillon d’Arbizon y quería recuperar la ciudad, pero por lo visto el obispo había enviado allí al sacerdote para quitarse de encima un incordio.

—Provocaba los remordimientos del obispo —le había explicado Levonne a Thomas.

—¿Remordimientos?

—Yo predico contra el pecado, sire —había dicho Levonne—, y al obispo no le gustaban mis sermones.

Desde aquella conversación, el padre Levonne había empezado a llamar a Thomas por su nombre y Thomas había llegado a depender de los consejos de aquel sacerdote joven y entusiasta. Siempre que regresaba de una incursión en territorio enemigo iba a la iglesia de san Sardos, se confesaba y pagaba para que se dijeran misas por los hombres a los que había matado.

—De modo que como el conde de Villon era un adúltero, merecía que lo castraran y lo mataran, ¿no? —le preguntó entonces Thomas—. Padre, si eso fuera cierto, tendrían que dar muerte a media ciudad.

—¿A media solamente? —preguntó el padre Levonne, divertido—. Personalmente hablando —prosiguió—, hubiese preferido que Dios determinara el castigo de Villon, pero quizá Dios os eligió a vos como instrumento.

—¿Hice mal?

—Decídmelo vos.

—Vos decid las misas, padre —dijo Thomas.

—Y la condesa de Labrouillade —continuó diciendo el padre Levonne—, una adúltera desvergonzada, está aquí en el castillo.

—¿Queréis que la mate?

—Dios decidirá su destino —respondió el sacerdote con voz suave—, pero puede que el conde de Labrouillade no espere a que eso ocurra. Él intentará reclamarla. La ciudad prospera, Thomas. No quiero que Labrouillade ni nadie más la invada. Mandadla lejos, muy lejos.

—Labrouillade no vendrá aquí —afirmó Thomas en tono vengativo—, no es más que un gordo idiota y me tiene miedo.

—El conde de Berat también es un idiota —replicó el sacerdote—. Un idiota rico y valiente, y está buscando aliados para luchar contra vos.

—Solo porque ha perdido todas las veces que ya lo ha intentado —dijo Thomas.

Él había capturado la ciudad y el castillo del conde, quien en dos ocasiones intentó reclamar la propiedad y en ambas había sido derrotado. La ciudad se encontraba en el extremo sur del Condado de Berat y estaba protegida por unas altas murallas de piedra y por el río, que fluía por tres lados del peñasco en el que estaba emplazada. Por encima de la ciudad estaba el castillo, en la alta cima rocosa del farallón. El castillo no era grande, pero era alto y sólido y estaba protegido por una torre de entrada nueva e inmensa que sustituía al antiguo acceso que había sido derribado por un cañón. La bandera del conde de Northampton, el león y las estrellas, ondeaba en ella y también en la torre del homenaje, pero todos sabían que era Thomas de Hookton, le Bâtard, quien había tomado el castillo. Era la base desde la cual su hellequin podría cabalgar al este y al norte para adentrarse en territorio enemigo.

—El conde volverá a intentarlo —advirtió Levonne a Thomas—, y puede que la próxima vez Labrouillade lo ayude.

—Y no solamente Labrouillade —dijo Thomas con seriedad.

—¿Habéis hecho nuevos enemigos? —le preguntó el padre Levonne con fingido desprecio—. Estoy asombrado.

Él alzó la mirada al crucifijo. La iglesia de san Sardos era pobre cuando él había capturado la ciudad, pero ahora sus riquezas relucían. Las estatuas de los santos estaban recién pintadas y adornadas con cuentas de piedras semipreciosas. La Virgen llevaba una corona de plata. Los candelabros y recipientes del altar eran de plata y bañados de oro. En las paredes resplandecían las pinturas de san Sardos, santa Inés y del Juicio Final. Thomas lo había pagado todo, igual que entregó dinero para decorar las otras dos iglesias de la ciudad.

—He hecho nuevos enemigos —afirmó sin dejar de mirar al Cristo manchado de sangre en la cruz bañada en bronce—, pero primero, padre, decidme ¿qué santo se arrodilla en un rodal en la nieve?

—¿En un rodal en la nieve? —preguntó el padre Levonne, divertido, y entonces vio que Thomas permanecía serio—. ¿Santa Eulalia, quizá?

—¿Eulalia?

—Fue perseguida —explicó el padre Levonne— y sus atormentadores la arrojaron desnuda a la calle para avergonzarla, pero el Señor le mandó una tormenta de nieve que cubriera su desnudez.

—No —dijo Thomas—, este era un hombre y la nieve parecía evitarlo.

—¿San Wenceslao, entonces? ¿El rey? Según nos dicen la nieve se derretía a su paso.

—Era un monje —respondió—, y en la pintura que vi está arrodillado en la hierba y la nieve lo rodea pero no lo cubre.

—¿Dónde estaba esta pintura?

Thomas le contó el encuentro con el Papa en la Salle des Herses en Aviñón y le habló de la vieja pintura de la pared.

—El hombre no estaba solo —explicó—, hay otro monje que lo observa desde una casita y san Pedro le está entregando una espada.

—Ah —dijo el padre Levonne en un tono extrañamente pesaroso—, la espada de Pedro.

Él frunció el ceño al oír el tono de voz del sacerdote.

—Hacéis que parezca algo maligno. ¿Es mala esa espada?

El padre Levonne hizo caso omiso de la pregunta.

—¿Decís que conocisteis al Santo Padre? ¿Cómo es?

—Frágil —respondió Thomas—, y muy cortés.

—Nos han pedido que recemos por su salud —comentó el cura—, cosa que hago. Es un buen hombre.

—Nos odia —dijo Thomas—. A los ingleses.

El padre Levonne sonrió.

—Como ya he dicho, es un buen hombre. —Se echó a reír y volvió a ponerse serio—. No es nada sorprendente —adujo con cautela— que una pintura de la espada de Pedro estuviera en el palacio del Santo Padre. Quizá solo signifique que el papado ha abandonado el uso de la espada. ¿Una pintura para demostrar que debemos renunciar a las armas si queremos ser santos?

Thomas lo negó moviendo la cabeza.

—Es una historia, padre. ¿Por qué si no habría otro monje observando desde una casita? ¿Por qué el rodal en la nieve? ¡Las pinturas cuentan historias! —Señaló las paredes de la iglesia—. ¿Por qué ponemos estas pinturas aquí? Para contar a los indoctos las historias que queremos que sepan.

—Pues esa historia no la conozco —manifestó el padre Levonne—, aunque he oído hablar de la espada de Pedro. —Se santiguó.

—En la pintura —explicó Thomas—, la espada tenía una punta gruesa y era de dos filos. Más bien parecía un alfanje.

La Malice —murmuró el padre Levonne en voz muy baja.

Thomas guardó silencio unos segundos.

—Los Siete Señores Oscuros la poseían —dijo después, citando el verso que los padres dominicos habían estado difundiendo por toda la cristiandad— y están malditos. Aquel que deba gobernarnos la encontrará y será bendecido.

—La espada del Pescador —dijo el padre Levonne—. No es una espada, Thomas, sino la espada. La espada que san Pedro utilizó para disgusto de Jesucristo, y por eso dicen que está maldita.

—Contádmelo.

—¡Ya os he dicho todo lo que sé! —replicó el padre Levonne—. No es más que una vieja leyenda, pero la historia cuenta que la Malice lleva la maldición de Cristo en su hoja. Y si eso es cierto, debe de ser terriblemente poderosa. ¿Por qué si no iba a llevar ese nombre la espada?

—Y el cardenal Bessières la está buscando —anunció Thomas.

Levonne miró a Thomas con dureza.

—¿Bessières?

—Y sabe que yo también la busco.

—¡Oh, Dios mío! Elegís enemigos poderosos, Thomas.

Thomas, que aún estaba de rodillas, se puso de pie.

—Bessières es un zurullo del diablo —afirmó.

—Es un príncipe de la Iglesia —replicó Levonne en un suave tono admonitorio.

—Es el príncipe de los zurullos —repuso le Batard—, y maté a su hermano a menos de un cuarto de milla de aquí.

—¿Y Bessières quiere vengarse?

—No sabe quién mató a su hermano. Sin embargo me conoce, y ahora me perseguirá porque cree que sé dónde está la Malice.

—¿Lo sabéis?

—No, pero dejé que pensara que sí lo sé. —Thomas hizo una genuflexión frente al altar—. Lo tenté con un cebo, padre. Lo invité a que me persiguiera.

—¿Por qué?

Thomas suspiró.

—Mi señor feudal —explicó, refiriéndose al conde de Northampton— quiere que encuentre la Malice. Y creo que Bessières está buscando lo mismo. El problema es que no sé cómo encontrarla, padre, pero necesito estar cerca de Bessières por si acaso él descubre algo antes que yo. Mantén cerca a tus enemigos, ¿no es un buen consejo?

La Malice es una idea, Thomas —le dijo el padre Levonne—, una idea para inspirar a los fieles. Dudo que exista siquiera.

—Pero una vez debió de existir —replicó Thomas—. ¿Y por qué hay una pintura de san Pedro dándole la espada a un monje? ¡Ese monje es quien debía de tenerla! De modo que necesito saber qué santo se pinta arrodillado en un rodal en la nieve.

—Solo Dios lo sabe —dijo Levonne—, pero yo no. Tal vez se trate de un santo local, ¿no? Como Sardos, que está aquí —señaló el mural de san Sardos, un cabrero que ahuyentaba a los lobos para que no se acercaran al cordero de Dios—. Yo nunca había oído hablar de Sardos antes de venir aquí —continuó diciendo el cura—, ¡y dudo que nadie haya oído hablar de él a diez millas de donde nos encontramos! El mundo está lleno de santos, ¡hay miles de ellos! Todos los pueblos tienen uno que nadie más conoce.

—Alguien tiene que saberlo.

—Un erudito, sí.

—Creía que vos erais erudito, padre.

El padre Levonne sonrió con tristeza.

—No sé quién es ese santo vuestro, Thomas, pero sí sé que si vuestros enemigos vienen hacia aquí, esta ciudad y su buena gente serán destruidas. Puede que no capturen el castillo, pero la ciudad no puede defenderse durante mucho tiempo.

Thomas sonrió.

—Tengo cuarenta y dos hombres de armas, padre, y setenta y tres arqueros.

—No bastan para retener las murallas de la ciudad.

—Y sir Henri Courtois está al mando de la guarnición del castillo. No lo derrotarán con facilidad. ¿Y por qué iban a venir aquí mis enemigos? ¡La Malice no está aquí!

—Eso el cardenal no lo sabe. Ponéis en peligro la seguridad de toda esta buena gente —insistió el padre Levonne, refiriéndose a los habitantes de la ciudad.

—Proteger a esta buena gente es mi tarea y la responsabilidad de sir Henri —replicó Thomas con más aspereza de la que había sido su intención mostrar—. Vos rezad que yo lucharé, padre. Y buscaré la Malice. Primero iré al sur.

—¿Al sur? ¿Por qué?

—Para buscar a un erudito, por supuesto —respondió Thomas—, a un hombre que conozca todas las historias.

—Tengo la sensación, Thomas —dijo el cura—, de que la Malice es algo malo. Recuerda lo que dijo Jesucristo cuando Pedro desenvainó la espada.

—«Mete tu espada en la vaina», citó Thomas.

—¡Es una orden de nuestro Redentor! Que abandonemos nuestras armas. La Malice se ganó su desagrado, Thomas, y no debería encontrarla nadie. Habría que destruirla.

—¿Destruirla? —preguntó él, y entonces se dio la vuelta porque en la calle se oyó un fuerte ruido de cascos y el chirrido de unos ejes mal engrasados—. Podemos discutirlo después, padre —se despidió y recorrió la nave a grandes zancadas para abrir la puerta. El sol de primavera lo deslumbró.

La flor de los perales teñía de blanco los árboles en torno al pozo, donde había una docena de mujeres observando un aparatoso carro de cuatro ruedas tirado por seis caballos. Una veintena de jinetes acompañaban al vehículo, todos ellos hombres de Thomas, salvo dos desconocidos. Uno de estos últimos llevaba una cara armadura de placas debajo de un corto jubón negro bordado con una rosa blanca. Un casco de torneo con un penacho de plumas teñidas de negro ocultaba su rostro, y su caballo, un corcel de guerra, iba cubierto con una gualdrapa de listas blancas y negras. Le acompañaba un criado, que llevaba una bandera con el mismo símbolo de la rosa blanca.

—Estos cabrones estaban esperando camino abajo. —Un arquero a caballo señaló con el pulgar a los desconocidos de librea con la rosa blanca. El arquero, al igual que el resto de los hombres que custodiaban el carro, llevaba la insignia del hellequin, una centicora sosteniendo un cáliz—. Son ocho, pero les dijimos que solo podían entrar dos en la ciudad.

—Thomas de Hookton —requirió el jinete de la armadura de placas con la voz amortiguada por su gran yelmo.

Thomas no le hizo caso.

—¿Cuántos barriles? —preguntó él al arquero, al tiempo que señalaba el carro con un gesto de la cabeza.

—Treinta y cuatro.

—¡Santo Dios! —exclamó Thomas con disgusto—. ¿Solo treinta y cuatro? ¡Necesitamos ciento treinta y cuatro!

El arquero se encogió de hombros.

—Parece ser que los malditos escoceses han roto la tregua. El rey necesita todas las flechas de Inglaterra.

—Perderá Gascuña si no manda flechas —afirmó Thomas.

—¡Thomas de Hookton! —El jinete espoleó su caballo para acercarse más a Thomas.

Él continuó sin hacerle caso.

—¿Tuviste problemas por el camino, Simon? —preguntó al arquero.

—Ninguno.

Pasó junto al jinete para dirigirse al enorme carro, subió al lecho y con el mango del cuchillo abrió la tapa de un barril. Dentro había flechas. Las habían amontonado sin apretar, para que las plumas con las que estaban empendoladas no se deformaran o no volarían derechas. Sacó un par de ellas y miró a lo largo de sus astas de fresno.

—Parecen muy bien hechas —admitió a regañadientes.

—Soltamos un par de docenas —dijo Simon— y volaban bien.

—¿Vos sois Thomas de Hookton? —El caballero de la rosa blanca había acercado su corcel al carro.

—Hablaré con vos cuando haya terminado —respondió Thomas en francés, tras lo cual volvió al inglés—. ¿Cuerdas, Simon?

—Un saco lleno.

—Bien —aceptó—, pero ¿solo treinta y cuatro barriles?

Una de sus constantes preocupaciones era el suministro de flechas para sus temidos arqueros. Podía disponer de arcos nuevos en Castillon d’Arbizon, porque los tejos que crecían allí eran lo suficientemente buenos para poder convertirlos en largos arcos de guerra y él, al igual que media docena de sus hombres, fabricaba arcos bastante bien. Pero nadie sabía cómo hacer las flechas inglesas.

Parecían muy sencillas: un asta de madera de fresno con una cabeza de acero en la punta y empendolada con plumas de ganso, sin embargo cerca de la ciudad no había fresnos desmochados, los herreros no podían fabricar las puntas de punzón afiladas como agujas capaces de atravesar la armadura y nadie sabía cómo atar y pegar las plumas. Un buen arquero podía disparar quince flechas en un minuto y los hombres de Thomas podían soltar diez mil en diez minutos en cualquier escaramuza. Aunque algunas flechas podían volver a utilizarse, muchas quedaban destruidas durante la lucha, de modo que Thomas se veía obligado a comprar repuestos de los cientos de miles que se traían en barco desde Southampton hasta Burdeos y que luego se distribuían entre las guarniciones inglesas que protegían las tierras del rey Eduardo en Gascuña, le Bâtard volvió a colocar la tapa en el barril.

—Este lote debería durarnos un par de meses —dijo—, pero sabe Dios cuándo necesitaremos más. —Miró al jinete—. ¿Quién sois?

—Me llamo Roland de Verrec —respondió el hombre. Hablaba francés con acento de Gascuña.

—He oído hablar de vos —repuso Thomas, lo cual no era de extrañar porque el nombre de Roland de Verrec se pronunciaba con asombro en toda Europa. No había luchador de justas mejor que él. Y, por supuesto, estaba la leyenda de su virginidad, impuesta por una visión de la Virgen María—. ¿Queréis uniros al hellequin? —preguntó Thomas.

—El conde de Labrouillade me ha encargado una misión… —empezó a decir Roland.

—Es muy probable que ese gordo cabrón os engañe —lo interrumpió Thomas—. Y si queréis hablar conmigo, Verrec, quitaos esa maldita cacerola de la cabeza.

—Mi señor el conde me ordena… —empezó Roland.

—He dicho que os quitéis la maldita cacerola de la cabeza —lo interrumpió de nuevo. Había subido al lecho del carro para inspeccionar las flechas, pero también porque a esa altura podía mirar al hombre montado desde arriba. Siempre resultaba incómodo hacer frente a un jinete yendo a pie, pero ahora la incomodidad era de Roland. Una veintena de sus hombres, curiosos por la presencia de los desconocidos, se habían acercado hasta allí desde la puerta abierta del castillo. Genevieve se contaba entre ellos y llevaba a Hugh de la mano.

—Veréis mi rostro —replicó Roland— cuando aceptéis mi reto.

—¿Sam? —gritó Thomas en dirección al baluarte de la entrada—. ¿Ves a este idiota? —Señaló a Roland—. Prepárate para atravesarle la cabeza con una flecha.

Sam sonrió, colocó una flecha en la cuerda y tensó el arco hasta la mitad. Roland, que no había entendido lo que le Bâtard había dicho, miró hacia el lugar al que había gritado. Tuvo que estirar la cabeza para poder ver la amenaza a través de la visera del yelmo.

—Es una flecha de fresno inglés —explicó Thomas— rematada con punta de roble y un punzón de acero afilado como una aguja. Atravesará ese yelmo que lleváis, os abrirá un buen agujero en el cráneo y se detendrá en el espacio abierto en el que deberíais tener el cerebro. Así pues, u os ofrecéis como blanco para que Sam practique, u os quitáis el maldito yelmo.

Se quitó el yelmo. La primera impresión que tuvo Thomas fue la de un rostro angelical y unos ojos azules de expresión serena, enmarcados por un cabello rubio que la presión del forro del casco había moldeado de manera que la coronilla estaba aplastada contra la cabeza como un gorro, en tanto que los bordes sobresalían en rizos rebeldes. Resultaba tan raro que Thomas no pudo evitar reírse. Sus hombres también lo hacían.

—Se parece a un malabarista que vi en la feria de Towcester —comentó uno.

Roland, que no entendía por qué se reían aquellos hombres, frunció el ceño.

—¿Por qué se burlan de mí? —preguntó indignado.

—Creen que sois un malabarista —contestó Thomas.

—Ya sabéis quién soy —dijo Roland en tono pomposo—, y he venido para retaros.

Thomas meneó la cabeza.

—Aquí no celebramos torneos —repuso—. Cuando luchamos, luchamos de verdad.

—Yo también, podéis creerme —replicó Roland. Espoleó el caballo para acercarse más al carro, quizá con la esperanza de intimidar a Thomas—. Mi señor de Labrouillade exige que le devolváis a su esposa —declaró.

—Las escrituras nos enseñan que el perro vuelve a su vómito —dijo le Bâtard—, de modo que la perra de vuestro señor puede volver con él cuando quiera. No necesita vuestra ayuda.

—Es una mujer —manifestó Roland con aspereza— y no tiene libertad más allá de los deseos de su señor.

Thomas movió la cabeza en dirección al castillo.

—¿De quién es? ¿Mío o de vuestro señor?

—Vuestro, de momento.

—Entonces, de momento, Roland de dondequiera que vengáis, la condesa de Labrouillade es libre de hacer lo que desee porque se encuentra dentro de mi castillo, no del vuestro.

—Podemos decidirlo luchando —insistió Roland—. ¡Os desafío! —Se quitó el guantelete y lo tiró dentro del carro.

Thomas sonrió.

—¿Y qué es lo que decide la lucha?

—Cuando os mate, Thomas de Hookton, me llevaré a la mujer.

—¿Y si os mato yo?

Roland sonrió.

—Con la ayuda de Dios os mataré.

Thomas hizo caso omiso del guantelete que había caído entre dos de los barriles.

—Podéis decirle a vuestro gordo señor, Roland, que si quiere recuperar a su mujer será mejor que venga a buscarla él mismo en lugar de enviar a su malabarista.

—A este malabarista —replicó Roland— se le ha encargado que lleve a cabo dos cometidos; reclamar la esposa legítima de mi señor y castigaros por vuestra insolencia. Así pues, ¿vais a luchar?

—¿Vestido así? —preguntó Thomas. Llevaba calzas y camisa con unos zapatos holgados.

—Os daré tiempo para que os pongáis la armadura —concedió Roland.

—¡Jeanette! —Thomas llamó a una de las chicas que estaban en el pozo—. ¡Echa el cubo al pozo, chérie! Llénalo y súbelo.

—¿Ahora? —preguntó la chica.

—Ahora mismo —contestó, y se agachó para recoger el guantelete, confeccionado con un cuero de primera calidad y blindado con escamas de acero. Se lo dio a Roland—. Si no habéis salido de la ciudad cuando Jeanette haya terminado de sacar el cubo del pozo, dejaré que mis arqueros os den caza. Ahora marchaos y decidle a vuestro gordo amo que venga y se lleve a su esposa él mismo.

Roland miró a Jeanette, que tiraba de la cuerda del cubo con las dos manos.

—No tenéis honor, inglés —declaró con orgullo—, y os mataré por ello.

—Id a meter la cabeza en una letrina —le dijo Thomas.

—Voy a… —empezó a decir Roland.

—¡Sam! —lo interrumpió—. ¡No mates al caballo! ¡Me lo quedaré!

Había gritado en francés y al fin Roland pareció tomarse en serio la amenaza, porque hizo dar la vuelta a su corcel y, seguido por su portaestandarte, se alejó ladera abajo hacia la puerta sur de la ciudad.

Thomas lanzó una moneda a Jeanette y luego se dirigió al castillo.

—¿Qué quería? —le preguntó Genevieve.

—Luchar conmigo. Es el nuevo campeón de Labrouillade.

—¿Lucharía para recuperar a Bertille?

—Para eso lo enviaron, sí.

El hermano Michael llegó corriendo por el patio.

—¿Vino a por la condesa? —preguntó a Thomas.

—¿Y a vos qué os importa, padre?

El joven monje pareció confuso.

—Estaba preocupado —dijo sin mucha convicción.

—Bueno, pues ya podéis dejar de preocuparos —repuso Thomas—, porque mañana voy a llevaros lejos de aquí.

—¿Lejos de aquí?

—Se supone que tenéis que ir a Montpellier, ¿no es cierto? De manera que partimos mañana al amanecer. Haced el equipaje, si es que tenéis.

—Pero…

—Mañana —repitió Thomas—, al amanecer. Montpellier tenía universidad y Thomas necesitaba a un hombre docto.

El señor de Douglas estaba enojado. Había traído a doscientos de los mejores guerreros escoceses a Francia y, en lugar de lanzarlos contra los ingleses, el rey de Francia iba a celebrar un torneo.

¡Un maldito torneo! Los ingleses estaban quemando ciudades al otro lado de las fronteras de Gascuña y sitiando castillos en Normandía, sin embargo Juan de Francia quería jugar a soldados. De modo que el señor de Douglas también jugaba, y cuando el francés sugirió una batalla campal entre quince de los mejores guerreros del rey Juan y quince escoceses, Douglas se llevó aparte a uno de sus guerreros.

—Abatidlos con rapidez —le dijo con un gruñido.

El hombre, un tipo flaco de mejillas hundidas, se limitó a asentir con la cabeza. Se llamaba Sculley. Era el único de los hombres de armas de lord Douglas que no llevaba yelmo, y tenía unos cabellos largos y oscuros, veteados con mechones de gris, que llevaba retorcidos y peinados con trenzas en las que había insertado numerosos huesos pequeños; se rumoreaba que cada uno de esos huesos provenía del dedo de un inglés al que había matado, aunque nadie se atrevió nunca a preguntar a Sculley la verdad de dicha afirmación. Los huesos podían haber sido perfectamente de compatriotas escoceses.

—Abatidlos y que no se levanten —insistió Douglas.

Sculley sonrió mostrando los dientes, pero sin nada de humor.

—¿Los matamos?

—¡Por Dios, no, maldito idiota! ¡Es un jodido torneo! Limitaos a derribarlos con fuerza, hombre, con fuerza y rapidez.

El dinero cambiaba de manos mientras se hacían las apuestas. La mayor parte apostó por los franceses, puesto que iban magníficamente montados y perfectamente protegidos por sus armaduras. Y porque todos y cada uno de los quince era un famoso luchador de justas.

Se exhibieron haciendo trotar sus corceles de un extremo a otro frente a los asientos escalonados, desde donde el rey y su corte observaban y miraban con condescendencia a los escoceses, cuyos caballos eran más pequeños y su armadura pasada de moda.

Los franceses tenían yelmos grandes, acolchados y con penacho, en tanto que los escoceses llevaban bacinetes; meros casquetes con una cogotera para proteger el cuello. Y Sculley ni siquiera llevaba eso. Además mantenía enfundado su enorme alfanje ya que prefirió la maza.

—Cualquier caballero que grite pidiendo clemencia la tendrá. —Un heraldo leía las normas y como todos los caballeros las conocían nadie escuchaba—. Las lanzas estarán desafiladas. No se utilizarán las puntas de espada. No se mutilarán a los caballos. —Siguió hablando en tono monótono mientras el rey ofrecía un monedero a un sirviente, el cual se apresuró a apostar el dinero a favor del superior contingente francés. El señor de Douglas apostó todo lo que tenía por sus hombres. Él no había querido luchar, no porque temiera la batalla, sino porque no tenía nada que demostrar y, en aquellos momentos, observaba a su sobrino, sir Robbie, y se preguntaba si el joven no se habría ablandado durante el tiempo que había pasado en la corte. Pero al menos Robbie Douglas podía luchar, y era uno de los quince. Su escudo mostraba el corazón rojo de Douglas, al igual que el de todos los escoceses.

Estaba claro que uno de los caballeros franceses conocía a su sobrino, porque había cabalgado hasta el lugar donde se preparaban los adversarios y había entablado conversación con él.

Un gordo cardenal que llevaba todo el día haciendo la corte al rey se deslizó entre los asientos acolchados para ocupar el lugar vacío al lado de Douglas. La mayoría evitaban al escocés de expresión dura, hosca y adusta, pero el cardenal lo saludó con una sonrisa.

—No nos conocemos. —Se presentó afablemente—. Me llamo Bessières, cardenal arzobispo de Livorno y legado papal del rey Juan de Francia, que Dios lo proteja. ¿Os gustan las almendras?

—Me gustan —respondió de mala gana el señor de Douglas.

El cardenal tendió una mano rolliza para ofrecerle el cuenco de almendras.

—Tomad todas las que queráis, mi señor. Vienen de mis fincas. Me han dicho que habéis apostado dinero por los vuestros, ¿no?

—¿Qué iba a hacer si no?

—Deberíais tener cuidado con vuestro dinero —contestó el cardenal alegremente—, y me figuro que lo tenéis. De modo que decidme, mi señor, ¿qué sabéis que yo no sé?

—Sé combatir.

—Pues dejad que lo intente con otra pregunta —encajó la respuesta el cardenal—. Si os ofreciera un tercio de mis ganancias y fuera a apostar una gran suma de dinero en la lucha, ¿me aconsejaríais que apoyara a los escoceses?

—Seríais estúpido si no lo hicierais.

—Creo que nadie me ha acusado nunca de estupidez —replicó Bessières. El cardenal llamó a un criado y le dio una pesada bolsa llena de monedas—. Por los escoceses —le indicó, y esperó a que el criado se hubiera marchado—. No estáis contento, mi señor —aseguró—, y se supone que hoy es un día de júbilo.

Douglas miró al cardenal con el ceño fruncido.

—De júbilo, ¿por qué?

—Por el sol, por las bendiciones de Dios, por el vino…

—¿Mientras los ingleses andan sueltos por Normandía y Gascuña?

—Ah, los ingleses. —Bessières se recostó en su asiento y apoyó el plato de almendras en su voluminoso vientre—. El Santo Padre nos insta a que hagamos la paz. Una paz eterna —remató con sarcasmo. Hubo un tiempo, y no hacía tanto de eso, en el que Louis Bessières había tenido la seguridad de que iba a convertirse en Papa. Lo único que le hubiera hecho falta era haber presentado el Santo Grial, la reliquia más deseada de la cristiandad, y para asegurarse de conseguirlo había dedicado una inmensa cantidad de dinero y esfuerzo para lograr que se fabricara el grial falso, pero la copa cayó de entre sus manos y se hizo añicos. Así que, a la muerte del viejo Papa, la corona había ido a parar a otro. No obstante, Bessières no había perdido la esperanza. Por la gracia de Dios el papa estaba enfermo y podría morir en cualquier momento.

Douglas captó el tono del cardenal y se sorprendió.

—¿Acaso no queréis la paz?

—Por supuesto que quiero la paz —contestó el cardenal—. De hecho, el Santo Padre me ha encomendado negociar dicha paz con los ingleses. ¿Os gustaría otro puñado de almendras?

—Creía que el Papa quería derrotar a los ingleses —farfulló Douglas.

—Y así es.

—¿Pero aboga por la paz?

—El Papa no puede animar la guerra —respondió Bessières—, de manera que predica la paz y me envía a mí a negociar.

—¿Y vos? —inquirió Douglas, que dejó la pregunta en el aire.

—Yo negocio —dijo Bessières con despreocupación—, y daré a Francia la paz que quiere el Santo Padre. Pero incluso él sabe que la única forma de que Francia alcance la paz es derrotando a los ingleses. De modo que sí, mi señor, el camino hacia la paz pasa por la guerra. ¿Más almendras?

Sonó una trompeta que indicaba a los dos grupos de caballeros que se dirigieran a los extremos del terreno de justas. Los comisarios estaban inspeccionando las lanzas para cerciorarse de que llevaban tacos de madera clavados en la punta y no pudieran atravesar los escudos ni las armaduras.

—Habrá guerra —declaró Douglas—, y henos aquí con jueguecitos.

—Su Majestad teme a Inglaterra —dijo Bessières con franqueza—. Tiene miedo a sus arqueros.

—Se puede vencer a los arqueros —afirmó Douglas con vehemencia.

—¿Se puede?

—Se puede. Hay una manera.

—Nadie la ha encontrado —observó el cardenal.

—Porque son idiotas. Porque creen que sobre un caballo es la única forma de hacer la guerra. Mi padre estuvo en Bannockburn, ¿habéis oído hablar de esa batalla?

—Lamentablemente, no —contestó el cardenal.

—Aplastamos a los cabrones ingleses, los hicimos pedazos, arqueros y todo. Puede hacerse. Ya se ha hecho. Debe hacerse.

El cardenal observó a los caballeros franceses que formaban una línea de diez hombres. Los cinco restantes cargarían a unos cuantos pasos por detrás para aprovecharse del caos creado por el impacto de los diez.

—Al que hay que temer —dijo Bessières haciendo un gesto con una almendra— es a ese bruto del escudo llamativo. —Señaló a un hombre grande montado en un caballo enorme, ataviado con una armadura de placas reluciente que sostenía un escudo en el que se veía un puño rojo sobre un campo de listas blancas y naranjas—. Se llama Joscelyn de Berat —dijo el cardenal— y es un idiota, pero un gran luchador. Lleva imbatido los últimos cinco años salvo, por supuesto, Roland de Verrec que, por desgracia, no está aquí.

Joscelyn de Berat era el hombre con el que había estado hablando Robbie Douglas antes de que los caballeros se retiraran a los extremos del campo.

—¿Dónde está Berat? —preguntó Douglas.

—En el sur —contestó Bessières de forma vaga.

—¿Cómo es que mi sobrino lo conocía?

Bessières se encogió de hombros.

—No sabría decirle, mi señor.

—Mi sobrino estuvo en el sur —dijo Douglas— antes de la llegada de la peste. Viajó con un inglés. —Escupió—. Un maldito arquero —añadió.

El cardenal se estremeció. Conocía la historia, la conocía muy bien. El maldito arquero era Thomas de Hookton, a quien Bessières culpaba tanto de la pérdida del Grial como del trono de san Pedro. El cardenal también sabía lo de Robbie Douglas; en realidad, ese era el motivo por el que había acudido al torneo.

—¿Vuestro sobrino está aquí? —preguntó.

—El del caballo picazo —contestó el escocés, e hizo un gesto con la cabeza en dirección a sus hombres, que parecían ir muy mal armados en comparación con sus rivales.

—Me gustaría hablar con él —dijo el cardenal—. ¿Seríais tan amable de decirle que venga a verme? —Pero antes de que el señor de Douglas pudiera responder, el rey agitó la mano, un heraldo bajó su bandera y los jinetes clavaron sus espuelas.

Bessières lamentó de inmediato su apuesta. Los caballos escoceses parecían escuálidos comparados con los magníficos corceles que montaban los franceses, y estos últimos cabalgaban muy juntos, rodilla con rodilla, como debían hacer los caballeros, mientras que los escoceses, más lentos en reaccionar, se desplegaron al instante y dejaron huecos por los que podían pasar sus oponentes. Ellos habían optado por avanzar en una sola fila larga, los quince en fondo, pero también cabalgaban más deprisa, con lo cual aumentaban su desorden en tanto que los franceses avanzaban lentamente, manteniendo su posición, y no se pusieron a medio galope hasta que los dos grupos estuvieron a unos cincuenta pasos de distancia.

El cardenal echó una mirada al señor de Douglas para ver si el escocés compartía sus temores, pero este estaba sonriendo con aire burlón como si supiera lo que iba a ocurrir.

Los cascos de los caballos resonaban con fuerza, pero quedaban ahogados por los gritos de la multitud. El rey, que era sumamente aficionado a las justas, se inclinó en la silla con expectación, y el cardenal volvió la mirada a los franceses que iban en cabeza. Estos alzaron los escudos, calaron las lanzas y se prepararon para el impacto. La multitud calló de pronto, como si contuviera el aliento, esperando el choque de hombres con armadura y caballos.

El cardenal no acababa de comprender lo que ocurrió a continuación. O mejor dicho, no lo entendió hasta que se lo explicaron en el banquete, utilizando los saleros y pimenteros para representar a los jinetes. Pero mientras observaba, cuando tuvo lugar el choque, no lo entendió en absoluto.

Los escoceses parecían ir muy desordenados y, sin embargo, en el último segundo, viraron bruscamente hacia el interior para formar una columna de jinetes, con tres en la primera fila. Dicha columna atravesó la línea francesa como un clavo que se incrustara en una vitela. Las lanzas escocesas golpearon estrepitosamente contra los escudos, los franceses fueron arrojados contra los altos arzones traseros de sus sillas de montar y la columna atravesó la línea para caer con dureza contra el segundo grupo, menos numeroso, de jinetes franceses. Estos, que no esperaban verse involucrados en el inicio de la contienda, no estaban preparados para el impacto. Una lanza alcanzó a un francés en la base de su yelmo y, aunque estaba enromada, le agrietó el casco, y lanzó al hombre por encima del arzón. Un caballo relinchó.

Los escoceses de las siguientes filas habían dejado de lado las lanzas para desenvainar las espadas o empuñar unas brutales mazas cargadas con plomo. En aquellos momentos se movieron hacia el exterior. La mayoría de ellos se encontraban ahora detrás de sus oponentes, que no acertaban a ver sus ataques. Cayó otro francés, que salió del combate a rastras porque la bota se le quedó enganchada en el estribo.

Lo único que veía el cardenal era un absoluto caos, pero estaba claro que iban ganando los escoceses. Cayeron otros dos franceses. Sculley, que llamaba la atención porque no llevaba casco, estaba arremetiendo con su maza contra un yelmo de magnífico penacho. Lo golpeaba una y otra vez mientras se mantenía de pie en los estribos, y el jinete, claramente aturdido, se deslizó hasta caer al suelo mientras el escocés se volvía hacia otro hombre, esta vez describiendo un arco con la maza que se estrelló de pleno en la visera del yelmo.

Aquel hombre fue derribado al instante y los escoceses buscaron nuevos enemigos, interponiéndose uno en el camino del otro en su afán por terminar con los caballeros franceses. Joscelyn de Berat hacía retroceder a su caballo, rechazando a Robbie Douglas y a otro hombre. El campeón manejaba la espada de una manera rápida y peligrosa, pero Sculley se le acercó por detrás y le estampó la maza contra la parte baja de la espalda. El francés, consciente de que no podía defenderse de tres hombres, gritó que se rendía, y Robbie Douglas tuvo que poner el caballo entre ambos para evitar que la maza volviera a propinar otro golpe que amenazaba con partirle la columna vertebral a Joscelyn.

Sculley viró y se alejó, vio a otro francés que intentaba ponerse de pie en el suelo con la espada desenvainada y le propinó un golpe en la cara. Levantó la maza para rematarlo, pero los heraldos corrieron para intervenir, las trompetas sonaron con estridencia y otro escocés detuvo su golpe. La multitud guardaba un absoluto silencio. Sculley gruñía, se movía nerviosamente, volvía la cabeza de un lado a otro con rapidez, buscando a otro hombre al que golpear, pero Joscelyn de Berat era el único francés que permanecía aún en su silla y se había rendido. La lucha había sido rápida, brutal y desigual, y el cardenal descubrió que había estado conteniendo la respiración.

—¿Una demostración de la pericia escocesa, mi señor? —preguntó al señor de Douglas.

—Pues imaginaos que hubieran estado luchando contra los ingleses —respondió este con un gruñido.

—Es una idea alentadora, mi señor —repuso el cardenal, que observaba a los criados que corrían a rescatar a los caballeros franceses abatidos, uno de los cuales no se movía en absoluto. Tenía el yelmo abollado y la sangre manaba por las ranuras de la visera—. Cuanto antes les soltemos contra los ingleses —continuó diciendo Bessières—, mejor.

Douglas se volvió a mirar al cardenal.

—¿El rey os escucha?

—Le doy consejo —contestó el prelado sin darle importancia.

—Pues decidle que nos mande al sur.

—¿No a Normandía?

—El cachorro de Eduardo está en el sur —esgrimió Douglas.

—¿El Príncipe de Gales?

—El cachorro de Eduardo —repitió—, y lo quiero. Lo quiero rindiéndose ante mí. Lo quiero de rodillas suplicándome clemencia.

—¿Y se la vais a dar? —preguntó Bessières, divertido por la pasión que escuchaba en la voz del escocés.

—¿Sabéis que nuestro rey está prisionero en Inglaterra?

—Por supuesto.

—El rescate nos va a matar. Quiero al cachorro de Eduardo.

—¡Ah! —El cardenal lo entendió—. ¿Así que el príncipe de Gales será el rescate de vuestro rey?

—Exactamente.

Bessières alargó la mano y tocó la del escocés con un dedo enguantado.

—Haré lo que me pedís —prometió cordialmente—, pero primero quiero que me presentéis a vuestro sobrino.

—¿A Robbie?

—A Robbie.

Bessières y Robbie se encontraron aquella noche mientras los supervivientes del torneo se daban un banquete con la corte francesa. Comieron anguilas cocidas en vino, cordero aderezado con higos, pájaros cantores asados, venado y una veintena de otros platos que traían a un salón donde los trovadores tocaban detrás de una pantalla. Los guerreros escoceses comieron juntos, apiñados en una mesa, como si se protegieran de los vengativos franceses, los cuales habían sugerido que una extraña magia pagana, nacida en las montañas salvajes del norte, se había utilizado contra sus campeones. De modo que cuando su tío le ordenó que acudiera, Robbie, cruzó el salón con nerviosismo. Hizo una reverencia al rey y siguió al criado hasta la mesa en la que el cardenal tenía cuatro tajaderos delante de él.

—Os sentaréis a mi lado, joven —le ordenó el cardenal—. ¿Os gustan las alondras asadas?

—No, Eminencia.

—Chupad la carne de los huesos y veréis que tiene un sabor delicioso. —El cardenal puso un pájaro diminuto delante de Robbie—. Luchasteis bien —le dijo.

—Luchamos como siempre lo hacemos —repuso este.

—Os observé. Un momento más y habríais vencido al conde de Berat.

—Lo dudo —dijo él con descortesía.

—Pero entonces intervino la bestia de vuestro señor —añadió el cardenal mirando a Scully que estaba encorvado sobre su comida como si tuviera miedo de que pudieran quitársela—. ¿Por qué lleva huesos en el pelo?

—Para recordar los hombres que ha matado.

—Algunos piensan que es brujería —dijo el cardenal.

—No es brujería, solo una habilidad mortífera.

El cardenal chupó una alondra.

—Me han dicho, sir Robert, que os negáis a luchar contra los ingleses.

—Hice un juramento —explicó Robbie.

—A un hombre que fue excomulgado de la Iglesia. A un hombre que se casó con una hereje. A un hombre que ha demostrado ser un enemigo de la Madre Iglesia; a Thomas de Hookton.

—A un hombre que me salvó la vida cuando tuve la peste —dijo Robbie—, y a un hombre que pagó mi rescate para que pudiera irme libremente.

El cardenal se sacó una astilla de hueso de entre los dientes.

—Veo a un guerrero que lleva huesos en el pelo y vos me decís que tuvisteis la peste y que sobrevivisteis con la ayuda de un hereje. Y esta tarde vi cómo derrotabais a quince buenos soldados, unos hombres a los que no se vence con facilidad. A mí me parece, sir Robert, que contáis con una ayuda antinatural. ¿Quizá os ayuda el diablo? Negáis utilizar brujería pero la evidencia sugiere lo contrario, ¿no estáis de acuerdo? —Hizo las preguntas con voz melosa y luego se detuvo a tomar un sorbo de vino—. Tal vez tenga que hablar con mis dominicos, sir Robert, y decirles que vuestra alma tiene el hedor del mal. Podría verme obligado a animarles a avivar sus fuegos y a tensar las cuerdas de esas máquinas que tienen y que estiran a los herejes hasta romperlos. —Estaba sonriendo, y su rolliza mano derecha masajeaba la rodilla izquierda al joven—. Una palabra mía, sir Robert, y vuestra alma quedará a mi cargo.

—Soy un buen cristiano —afirmó Robbie con aire desafiante.

—Pues tenéis que demostrármelo.

—¿Demostrarlo?

—Dándoos cuenta de que un juramento hecho a un hereje no es vinculante en el Cielo ni en la Tierra. Solo en el Infierno, sir Robert, tiene poder ese juramento. Además quiero que me prestéis un servicio. Si os negáis le diré al rey Juan que el mal ha entrado en este reino y pediré a los dominicos que exploren vuestra alma y quemen ese mal para que salga de vuestro cuerpo. La elección es vuestra. ¿Vais a comeros esa alondra?

Robbie negó con la cabeza y se quedó mirando al cardenal mientras este chupaba la carne de los frágiles huesos.

—¿Qué servicio? —preguntó con nerviosismo.

—Un servicio para Su Santidad el Papa —contestó Bessières, cuidándose mucho de decir a qué Papa se refería. El servicio era para él, que rezaba todas las noches para ser el próximo en llevar el anillo del Pescador—. ¿Habéis oído hablar de la Orden de la Jarretera?

—Sí —respondió Robbie.

—¿O de la Orden de la Virgen y san Jorge? —continuó diciendo Bessières—, ¿o de la Orden del Fajín en España? O, por supuesto, ¿de la Orden de la Estrella del Rey Juan? Bandas de grandes caballeros, sir Robert, que hicieron juramentos a los demás, a su rey y a los más nobles objetivos de la caballería. Se me ha encomendado la creación de una orden similar, un grupo de caballeros que hagan un juramento por la iglesia y por la gloria de Cristo. —Lo había dicho como si el Papa le hubiera encargado la creación de la orden, pero todo era idea suya—. Un hombre que sirva en la orden de la Iglesia —prosiguió— nunca conocería los tormentos del Infierno ni los sufrimientos del Purgatorio. ¡Un hombre que sirva a nuestra nueva orden será bienvenido en el Cielo y cantará en compañía de los santos con un coro de ángeles relucientes! Quiero que vos, sir Robert, sirváis en la Orden del Pescador.

Robbie guardó silencio y se quedó mirando al cardenal. Los hombres vitoreaban a un artista que hacía malabarismos con media docena de teas ardiendo al tiempo que mantenía el equilibrio sobre unos zancos, pero no se fijó en él. Estaba pensando en que su alma se liberaría de sus dudas si se convertía en un caballero al servicio del Papa.

—Quiero que los mejores caballeros de la Cristiandad luchen por la gloria de nuestro Redentor —continuó diciendo el cardenal—, y cada uno de ellos, mientras combata, recibirá una pequeña subvención de la Iglesia, lo suficiente para alimentarse y mantener a sus ayudantes y sus caballos. —El cardenal dejó tres monedas de oro sobre la mesa. Conocía la propensión de Robbie al juego, y a perder—. Todos vuestros pecados serán perdonados si os convertís en un Caballero del Pescador y lleváis este fajín.

De una bolsa sacó un escapulario blanco confeccionado con la más fina de las sedas, con un ribete y flecos de tela de oro y unas llaves bordadas en color escarlata. El Papa recibía regalos a diario que se amontonaban en la sacristía de Aviñón y Bessières, antes de abandonar la ciudad, había rebuscado entre ellos. Allí descubrió una colección de escapularios tejidos por unas monjas de Borgoña, todos ellos bordados con cariño con las llaves de san Pedro.

—El hombre que lleve este fajín en batalla —siguió diciendo el cardenal— tendrá a Dios de su lado, los ángeles desenvainarán sus espadas llameantes para protegerle y los santos suplicarán a nuestro bendito Salvador que le dé la victoria. Un hombre que lleve este fajín no puede perder en combate, pero quien lleve este fajín tampoco puede aferrarse a un juramento hecho a un hereje pecaminoso.

Robbie se quedó mirando el precioso escapulario con avidez, imaginándoselo en torno a la cintura mientras cabalgaba hacia la batalla.

—¿El Papa tiene enemigos? —preguntó, pues no sabía contra quién sería necesario que luchara.

—La Iglesia tiene enemigos —respondió Bessières con aspereza— porque el diablo nunca ceja en su lucha. Y la Orden del Pescador —continuó— ya tiene una tarea, una noble tarea. Quizá no haya ninguna tan noble en toda la cristiandad.

—¿Qué tarea? —inquirió el joven en voz baja.

A modo de respuesta, el cardenal hizo señas a un sacerdote para que se acercara a él. A Robbie le pareció que el cura recién invitado, que tenía unos ojos verdes sobrecogedores, era lo contrario del cardenal en casi todos los sentidos. Bessières tenía encanto, pero el sacerdote parecía severo e inflexible; el cardenal era rollizo, el sacerdote delgado como un alambre; el cardenal iba envuelto en seda roja ribeteada con armiño, el clérigo menor iba de negro, aunque percibió un atisbo de forro escarlata en una de sus mangas.

—Este es el padre Marchant —anunció el cardenal—, y será el capellán de nuestra orden.

—Por la gracia de Dios —dijo Marchant. Sus extraños ojos verdes se posaron en Robbie y torció la boca como si desaprobara lo que veía.

—Contadle a mi joven amigo escocés, padre, la santa tarea de la Orden del Pescador.

El padre Marchant tocó el crucifijo que llevaba colgado al cuello.

—San Pedro —dijo— era pescador, pero era mucho más. Él fue el primer Papa, y Dios le dio las llaves del Cielo y de la Tierra. Sin embargo, también poseía una espada, sir Robert. Quizá recordáis la historia.

—La verdad es que no —repuso el escocés.

—Cuando los malvados fueron a arrestar a nuestro Señor en el huerto de Getsemaní, fue san Pedro quien desenvainó una espada para protegerle. ¡Pensad en ello! —La voz de Marchant se volvió apasionada de pronto—. ¡El bendito san Pedro desenvainó una espada para proteger a nuestro Redentor, nuestro preciado Cristo, nuestro Hijo de Dios! ¡La espada de san Pedro es el arma de Dios para proteger su Iglesia, y debemos encontrarla! La Iglesia está en peligro y necesitamos el arma de Dios. ¡Es la voluntad de Dios!

—Lo es, en efecto —confirmó el cardenal—, y si encontramos la espada, sir Robert, a los más dignos caballeros de la Orden del Pescador se les permitirá guardarla, llevarla y utilizarla en la batalla, de manera que el mismísimo Dios estará a su lado en cada combate. Ese hombre será el caballero más grande de toda la cristiandad. Así pues —empujó las monedas y el escapulario para acercarlos un poco más a Robbie—, como dicen las escrituras, sir Robert, choisissez aujourd’hui qui vous voulez servir. —Lo citó en francés porque estaba seguro de que Robbie no entendería el latín—. Hoy, sir Robert, debéis elegir entre el bien y el mal, entre un juramento hecho a un hereje o la bendición del Santo Padre en persona. —El cardenal se santiguó—. Elegid hoy a quién deseáis servir, sir Robert Douglas.

Y en realidad no había elección. Robbie cogió el fajín y notó que tenía lágrimas en los ojos. Había encontrado su causa y lucharía por Dios.

—Bendito seas, hijo mío —dijo el cardenal—. Ahora ve a rezar. Da gracias a dios por haber elegido correctamente.

Luego, el prelado se quedó mirando a Robbie mientras este se alejaba.

—Bueno —dijo al padre Marchant—, ese es el primero de vuestros caballeros. Mañana procuraréis encontrar a Roland de Verrec. Pero de momento —señaló a Sculley— traedme a ese animal.

Y así nació la Orden del Pescador.

El hermano Michael estaba abatido.

—No quiero ser un monje hospitalario —dijo a Thomas—. Me mareo al ver sangre. Me da náuseas.

—Tenéis una vocación —afirmó Thomas.

—¿La de ser arquero? —sugirió el hermano Michael.

Thomas se echó a reír.

—Eso decídmelo dentro de diez años, hermano. Se tarda mucho en aprender a manejar el arco.

Era mediodía y estaban descansando los caballos. Thomas se había llevado a veinte hombres de armas, y su trabajo consistía, simplemente, en proporcionar protección de los coredors que merodeaban por los caminos. No quiso llevarse arqueros; normalmente cabalgaban con el hellequin pero, cuando viajaban en un grupo reducido, los temibles arcos ingleses enardecían a sus enemigos en cuanto los veían, de modo que decidió llevarse solo hombres que hablaran francés. La mayoría eran gascones, pero también había dos alemanes, Karyl y Wulf, que habían cabalgado hasta Castillon d’Arbizon para ofrecerle su lealtad.

—¿Por qué queréis servirme? —les había preguntado Thomas.

—Porque vos ganáis —había respondido Karyl sencillamente. El alemán era un hombre delgado, un luchador rápido que tenía dos cicatrices paralelas en la mejilla derecha—. Las zarpas de un oso —había explicado—. Estaba intentando salvar a un perro. Me gustaba el perro, pero al oso no.

—¿El perro murió? —le había preguntado Genevieve.

—Sí —respondió Karyl—, pero el oso también.

Genevieve iba con Thomas. No se apartaba de su lado por miedo a que si se quedaba sola, la Iglesia volviera a encontrarla e intentara quemarla, de modo que había insistido en acompañarle. Además, le había dicho que no había ningún peligro. Thomas solo tenía pensado pasar un día o dos en Montpellier en busca de un erudito que pudiera explicar lo de un monje arrodillado en medio de la nieve. Luego regresarían todos enseguida a Castillon d’Arbizon, donde esperaban el resto de sus hombres.

—Si no puedo ser arquero —dijo el hermano Michael—, entonces dejadme ser vuestro médico.

—No habéis terminado vuestro aprendizaje, hermano, por eso vamos a Montpellier, para que puedan instruiros.

—No quiero que me instruyan —refunfuñó el hermano Michael—. Ya he recibido suficiente educación.

Thomas se rio. El joven monje le caía bien y sabía perfectamente que Michael estaba desesperado por escapar de la jaula de su vocación, una desesperación que conocía por experiencia. Thomas era hijo ilegítimo de un cura y había ido obedientemente a Oxford para aprender teología con el objetivo de convertirse también en sacerdote. Pero había encontrado otro amor: el arco de tejo. El gran arco de tejo. Y no había libros, ni sacramento, ni clase sobre la sustancia indivisible de la triple naturaleza de Dios que pudiera competir con el arco, por lo que Thomas se había hecho soldado.

Él creía que el hermano Michael estaba siguiendo el mismo camino, aunque en el caso de este estaba la condesa Bertille, que era la estrella Polar. La mujer seguía en Castillon d’Arbizon, donde aceptaba la adoración del hermano Michael como un deber, y a cambio era amable con él, pero no parecía darse cuenta de su anhelo. Ella lo trataba como a un cachorro consentido y eso aumentaba aún más el deseo del joven monje.

Galdric0, el criado de Thomas, y un hombre más que capaz de cuidarse solo en la lucha, trajo el caballo de Thomas de vuelta del río.

—Esa gente se ha parado —le dijo.

—¿Cerca?

—A un largo trecho de aquí, pero creo que nos están siguiendo.

Thomas subió la cuesta que iba desde el río al camino. A una milla de distancia, quizá más, un pequeño grupo de hombres estaba dando de beber a sus caballos.

—Es un camino transitado —comentó Thomas. Aquellos hombres, pues creía que todos eran hombres, iban a una distancia de unos dos días por detrás de ellos, pero no estaban haciendo ningún esfuerzo por alcanzarlos.

—Son tropas del conde de Armañac —afirmó Karyl con seguridad.

—¿Armañac?

—Todo este territorio es del conde —explicó el alemán con un movimiento del brazo que abarcó todo el paisaje—. Sus hombres patrullan los caminos para mantener alejados a los bandidos. No pueden cobrar impuestos a los comerciantes si no tienen nada que gravar, ¿no?

El camino se volvió aún más transitado a medida que se acercaban a Montpellier. Thomas no quería llamar la atención entrando en la ciudad con un gran grupo de hombres armados, de manera que, a la tarde siguiente, buscó un lugar donde pudieran esperarle. Encontraron un molino quemado en lo alto de una colina al este del camino. El pueblo más cercano se encontraba a una milla de distancia y el valle que se extendía por debajo era un lugar retirado.

—Si dentro de dos días no hemos regresado —dijo a Karyl— enviad a alguien para que averigüe lo ocurrido y pedid ayuda a Castillon. Y no os mováis de aquí. No queremos que los cónsules de la ciudad manden a nadie para que os investigue. —Supo que la ciudad se encontraba cerca por el humo que había al sur.

—¿Y si la gente nos pregunta qué hacemos aquí?

—No podéis permitiros los precios de la ciudad, de manera que estáis esperando aquí a encontraros con los hombres del conde de Armañac. —El conde era el señor más grande del sur de Francia y nadie se atrevería a interferir con los hombres que le servían.

—No habrá ningún problema —aseguró Karyl con seriedad—. Lo prometo.

Thomas, Genevieve, Hugh y el hermano Michael siguieron adelante. Iban acompañados únicamente por dos hombres de armas y por Galdric. Llegaron a Montpellier aquella noche. Las dos colinas de la ciudad, los campanarios de sus iglesias y sus bastiones con tejado de tejas proyectaban unas largas sombras. La ciudad estaba rodeada por una muralla alta y pálida de la que colgaban unas banderas que mostraban a la Virgen y a su hijo. En otras había un círculo, rojo como el sol poniente, sobre un campo blanco. Al otro lado del muro se extendía un erial lleno de malas hierbas y debajo de estas había cenizas, mientras unos hogares de piedra dispersos señalaban los lugares donde antes había habido casas. Una mujer, anciana y encorvada, con un chal negro sobre el pelo, removía la tierra buscando algo.

—¿Vivíais aquí? —le preguntó Thomas.

La mujer le respondió en occitano, un idioma que Thomas apenas conocía, pero Galdric se lo tradujo:

—Vivía aquí hasta que vinieron los ingleses.

—¿Los ingleses estuvieron aquí? —Thomas parecía sorprendido.

Por lo visto, durante el año anterior, el Príncipe de Gales había estado cerca de Montpellier, muy cerca. En el último momento su ejército destructor se había desviado, pero no sin que antes la ciudad hubiera incendiado todos los edificios que había extramuros para negar a los ingleses cualquier escondite para sus arqueros o máquinas de asedio.

—Pregúntale qué está buscando —ordenó Thomas.

—Cualquier cosa —fue la respuesta—, porque lo ha perdido todo.

Genevieve lanzó una moneda a la mujer. Una campana tañía dentro de la ciudad y Thomas temió que fuera la señal para cerrar las puertas, de modo que instó a sus hombres a avanzar. Una hilera de carros cargados con madera, lana y barriles esperaban frente a la entrada, pero Thomas los adelantó. Vestía cota de malla y llevaba una espada, lo que le distinguía como un hombre importante. Galdric, que montaba detrás de él, desplegó una bandera que mostraba un halcón llevando un manojo de centeno. La insignia era la vieja bandera de Castillon d’Arbizon, y era un recurso útil cuando Thomas no quería anunciar su lealtad al conde de Northampton o que era el líder del temido hellequin.

—¿A qué venís, sire? —quiso saber un guardia en la puerta.

—Vamos de peregrinaje —contestó Thomas—. Queremos rezar.

—Las espadas deben permanecer envainadas dentro de la ciudad, sire —le informó el guardia respetuosamente.

—No hemos venido a luchar —repuso Thomas—, solo a rezar. ¿Dónde encontraremos alojamiento?

—Lo hay en abundancia si seguís recto, cerca de la iglesia de Saint Pierre. El establecimiento que tiene el letrero de santa Lucía es el mejor.

—¿Porque pertenece a vuestro hermano? —supuso Thomas.

—Ojalá fuera así, sire, pero el dueño es mi primo.

Thomas se rio, le lanzó una moneda y cruzó el alto arco. Los cascos de su caballo resonaron en los edificios, la campana sonaba continuamente y él y su séquito se dirigieron hacia la iglesia de san Pedro, acosado de pronto por el hedor de la ciudad. Un hombre con una túnica roja y azul, que llevaba una trompeta con el banderín de la Virgen colgando, pasó corriendo junto a los caballos.

—¡Llego tarde! —gritó a Thomas.

Los hombres que vigilaban las puertas empezaron a empujarlas para cerrarlas.

—¡Tendréis que esperar a mañana! —informaron a los carreteros.

—¡Esperad! —gritó otro guardia. Había visto a ocho jinetes cruzando el terreno despejado. Los cascos de sus caballos levantaban nubecillas de ceniza y polvo mientras se apresuraban hacia la ciudad—. Algún que otro maldito señor —refunfuñó el guardia. Uno de los jinetes desplegó una bandera en la que se veía un caballo verde sobre un campo blanco, aunque el jinete que iba primero llevaba un jubón negro con la insignia de una rosa blanca. Los ocho jinetes llevaban cota de malla y armas—. ¡Dejadles paso! —gritó el guardia a los carreteros.

—Si vais a dejarlos entrar a ellos —suplicó uno de los carreteros que llevaba una carga de leña—, ¿por qué a nosotros no?

—Porque vosotros sois escoria y ellos no —respondió el guardia, y a continuación hizo una reverencia a los jinetes que cruzaron el arco con estrépito.

—Tengo asuntos que atender aquí —explicó el cabecilla de los jinetes a los guardias, los cuales no exigieron más explicaciones, sino que cerraron las enormes puertas y dejaron caer la tranca en sus soportes—. Os lo agradezco —dijo, y se adentraron en la ciudad.

Roland de Verrec había llegado a Montpellier.