3

A fray Ferdinand le hubiese resultado muy fácil robar un caballo. El ejército del príncipe de Gales había dejado sus monturas a las afueras de Carcasona y los pocos soldados que vigilaban a los animales estaban cansados y aburridos. Los corceles, esos caballos grandes que montaban los hombres de armas, estaban mejor guardados, pero las monturas de los arqueros estaban en un cercado y el fraile dominico podría haberse llevado una docena. Sin embargo un hombre solo a caballo se distingue fácilmente, es un blanco para los bandidos, y él no se atrevía a arriesgarse a perder la Malice, por lo que prefirió ir caminando.

Tardó diez días en llegar a casa. Durante un tiempo viajó con unos comerciantes que habían contratado a una docena de hombres de armas para que protegieran su mercancía, pero al cabo de cuatro días ellos tomaron el camino del sur que iba a Montpellier y fray Ferdinand continuó hacia el norte. Uno de los comerciantes le había preguntado por qué llevaba la Malice y el fraile se había encogido de hombros.

—Solo es una espada vieja —había dicho—, tal vez pueda ir bien para cortar el heno, ¿no?

—No parece que pueda cortar ni la mantequilla —había comentado el comerciante—. Harías mejor fundiéndola.

—Y quizá lo haga.

Había escuchado comentarios durante el viaje, aunque ese tipo de historias de viajeros siempre eran poco fiables. Se decía que el devastador ejército inglés había quemado Narbona y Villefranche, otros decían que la mismísima Toulouse había caído. Los comerciantes habían refunfuñado.

La chevauchée de los ingleses era una táctica para destruir el poder de un país, privar a los señores de los impuestos, quemar sus molinos, arrancar sus viñedos y demoler ciudades enteras, y la única forma de detener semejante fuerza destructiva era con otro ejército. Pero el rey de Francia seguía estando en el norte, lejos de allí, y el príncipe de Gales continuaba desmandándose en el sur.

—El rey Juan debería venir —había dicho uno de los comerciantes— y matar a ese principito inglés, de lo contrario no habrá Francia que gobernar.

Fray Ferdinand había guardado silencio; su presencia ponía nerviosos a los demás viajeros. Era un hombre flaco, severo y misterioso, aunque sus compañeros agradecieron que no predicara. Los frailes dominicos eran una orden de predicadores destinados a vagar por el mundo, que fomentaban la pobreza para lograr la divinidad. Cuando los comerciantes se dirigieron al sur le dieron dinero, un dinero que fray Ferdinand imaginó que era para agradecerle su silencio. Aceptó la caridad, ofreció una bendición a los donantes y se encaminó solo hacia el norte.

No se separó de las zonas boscosas de la campiña para evitar toparse con desconocidos. Sabía que había coredors, bandidos y salteadores a los que no les importaría nada robar a un fraile. Pensó que el mundo se estaba volviendo malvado y rezó para que Dios le protegiera. Sus oraciones fueron escuchadas; no vio bandidos, no se topó con ningún enemigo y, a última hora de la tarde de un martes, llegó a Agout, el pueblo al sur de las montañas donde estaba la torre. Fue a la posada. Allí se enteró de la noticia.

El señor de Mouthoumet estaba muerto. Lo había visitado un sacerdote acompañado por unos hombres de armas y, cuando este se marchó, el señor de Mouthoumet estaba muerto. Ya lo habían enterrado, pero los hombres de armas se habían quedado en la torre hasta que vinieron unos ingleses. Hubo una pelea y los recién llegados habían matado a tres de los hombres del sacerdote y el resto había huido.

—¿Los ingleses siguen allí?

—Ellos también se marcharon.

Al día siguiente fray Ferdinand fue a la torre, donde encontró al ama de llaves del señor de Mouthoumet, una mujer parlanchina que se arrodilló para que el fraile le bendijera pero que ni siquiera dejó de charlar mientras él lo hacía. La mujer le contó que había llegado un sacerdote, «¡Qué grosero era!», y luego se marchó y los hombres que se quedaron registraron la torre y el pueblo.

—Eran unas bestias —exclamó la mujer—. ¡Franceses! ¡Pero unas bestias! Luego vinieron los ingleses. —Dijo que esos llevaban una insignia en la que se veía a un extraño animal sosteniendo una copa.

—El hellequin —dijo fray Ferdinand.

—¿Hellequin?

—Es un nombre del que se enorgullecen. Los hombres deberían sufrir por semejante orgullo.

—Amén.

—¿Pero el hellequin no mató al señor de Mouthoumet? —preguntó el fraile.

—Ya estaba enterrado cuando ellos llegaron. —Hizo la señal de la cruz—. No, los franceses lo mataron. Venían de Aviñón.

—¡Aviñón!

—El sacerdote venía de allí. Lo llamaban padre Calade. —Hizo la señal de la cruz—. Tenía los ojos verdes y no me gustó. ¡Cegaron al señor! ¡El sacerdote le sacó los ojos!

—Dios mío —musitó fray Ferdinand—. ¿Cómo sabéis que venían de Aviñón?

—¡Lo dijeron ellos! ¡Los hombres a los que dejaron aquí nos lo confirmaron! Dijeron que si no les dábamos lo que querían, seríamos todos condenados por el mismísimo Santo Padre. —Hizo una pausa lo bastante larga para santiguarse—. Los ingleses también preguntaron. No me gustó su jefe. Una de sus manos era como la zarpa del diablo; como una garra. Fue cortés —admitió con renuencia—, pero era duro. ¡Y por su mano supe que era malvado!

Fray Ferdinand sabía lo supersticiosa que era la anciana; una buena mujer, pero que veía augurios en las nubes, en las flores, en los perros, en el humo… y en cualquier cosa.

—¿Preguntaron por mí?

—No.

—Bien. —El fraile había encontrado refugio en Mouthoumet. Se estaba haciendo demasiado viejo para recorrer los caminos de Francia dependiendo de la bondad de los desconocidos para procurarse cama y comida. Hacía un año había llegado a la torre y el anciano lo había invitado a quedarse. Habían charlado, comido juntos, jugado al ajedrez y el conde le había contado todas las viejas historias sobre los Señores Oscuros—. Creo que los ingleses regresarán —vaticinó el fraile—, y tal vez los franceses también.

—¿Por qué?

—Están buscando algo —contestó.

—¡Ya lo buscaron! Si hasta cavaron en las tumbas recientes, pero no encontraron nada. Los ingleses se fueron a Aviñón.

—¿Lo sabéis?

—Eso fue lo que dijeron. Que seguirían al padre Calade hasta Aviñón. —Volvió a santiguarse—. ¿Qué querría un sacerdote de Aviñón de este lugar? ¿Por qué vinieron los ingleses a Mouthoumet?

—Por esto —respondió fray Ferdinand, y le mostró la vieja espada.

—¡Pues si esto es lo único que quieren, dádselo! —exclamó la mujer con desprecio.

El conde de Mouthoumet temía que los ingleses desbocados saquearan las tumbas de Carcasona y le había rogado al fraile que rescatara la Malice. Fray Ferdinand sospechaba que lo que el anciano quería en realidad era tocar la espada con sus propias manos, ver aquel objeto milagroso que sus antepasados habían protegido. Una reliquia de tal poder que su posesión podía enviar el alma de un hombre directamente al Cielo. Y tales fueron los ruegos desesperados del anciano, que fray Ferdinand había accedido.

Había rescatado la Malice, pero sus compañeros frailes estaban predicando que la espada era la llave del Paraíso y por toda la cristiandad había hombres que codiciaban la hoja. ¿Por qué predicarían eso? Sospechaba que la culpa era suya.

Después de que el conde le hubiera contado la leyenda de la Malice, él había caminado hasta Aviñón obedientemente, donde refirió la historia al maestro general de su orden. Este, un buen hombre, había sonreído y le había dicho que cada año se contaban miles de historias parecidas y que nunca había ninguna que fuera cierta. «¿Os acordáis hace diez años?», le había preguntado el maestro general, «¿Cuándo llegó la peste y toda la cristiandad creyó que se había visto el Grial? ¿Y antes de eso qué fue? ¡Ah, la lanza de san Jorge! Y eso también fue un disparate, pero os agradezco que me lo hayáis contado, hermano».

El maestro había despedido a fray Ferdinand con una bendición, pero quizá este hubiera hablado con otros de la reliquia. Y ahora, gracias a los padres predicadores, el rumor había infestado Europa.

—Aquel que deba gobernarnos la encontrará y será bendecido —dijo el fraile.

—¿Qué significa eso? —preguntó la anciana.

—Significa que algunos hombres se vuelven locos buscando a Dios —explicó él—. Significa que todo aquel que quiere poder busca una señal de Dios.

La mujer frunció el ceño porque no lo entendió, pero de todos modos creía que fray Ferdinand era un hombre extraño.

—El mundo está loco —declaró, eligiendo esa palabra—. ¡Dicen que los diablos ingleses han quemado media Francia! ¿Dónde está el rey?

—Cuando vengan los ingleses —dijo fray Ferdinand—, u otros cualesquiera, decidles que me he ido al sur.

—¿Os marcháis?

—No estaré a salvo si me quedo aquí. Quizá regrese cuando termine esta locura, pero de momento voy a irme a las altas montañas junto a España. Creo que me esconderé allí.

—¡A España! ¡Allí tienen demonios!

—Iré a las montañas —tranquilizó a la mujer—, cerca de los ángeles. —Y a la mañana siguiente se encaminó hacia el sur. Pero cuando ya había perdido de vista el pueblo y estuvo seguro de que nadie lo veía, torció hacia el norte. Tenía un largo camino que recorrer y un tesoro que proteger.

Devolvería la Malice a su legítimo propietario. Iría a Poitou.

Un hombre menudo, de tez morena y expresión ceñuda, con una mata de pelo negro manchado de pintura, estaba subido a un andamio alto y utilizaba un pincel para dar unos toques de pigmento marrón en un techo abovedado. Cuando habló, fue en un idioma que Thomas no entendió.

—¿Habláis francés? —le preguntó le Bâtard.

—Aquí todos tenemos que hablar francés —respondió el pintor pasando a dicho idioma, que hablaba con un acento abominable—. Por supuesto que hablamos el condenado francés. ¿Habéis venido a darme consejos?

—¿Sobre qué?

—Sobre el fresco, claro está, idiota. ¿No os gusta el color de las nubes? ¿Los muslos de la virgen son demasiado grandes? ¿Las cabezas de los ángeles son demasiado pequeñas? Eso es lo que me dijeron ayer —apuntó con el pincel a la zona del techo en la que unos ángeles voladores tocaban la trompeta en honor a la Virgen—. Que tienen la cabeza demasiado pequeña, me criticaron. ¿Pero desde dónde miraban? ¡Desde lo alto de una de mis escaleras! Desde el suelo se ven perfectos. Por supuesto que son perfectos. Los pinté yo. Y también pinté los dedos de los pies de la Virgen. —Dio unas pinceladas enojadas en el techo—. ¡Y esos malditos dominicos adujeron que era una herejía! ¿Una herejía mostrar los dedos de los pies de la Virgen? ¡Por el amor de Dios! En Siena la pinté con las tetas desnudas y allí nadie amenazó con quemarme. —Dio unos toquecitos con el pincel y se inclinó hacia atrás—. Lo siento, ma chérie —murmuró a la imagen de María que estaba pintando en el techo—, no se te permite tener tetas y ahora has perdido los dedos de los pies, pero ya volverán.

—¿Volverán? —inquirió Thomas.

—El enlucido está seco —gruñó el pintor como si la respuesta fuera evidente—. Y si pintas encima de un fresco cuando está seco, esa pintura se pelará como las costras de una puta. Tardará unos años, pero sus dedos heréticos volverán a aparecer, aunque eso los dominicos no lo saben porque son unos malditos idiotas. —Cambió a su italiano nativo e insultó a sus dos ayudantes, los cuales estaban utilizando una mano de mortero enorme para mezclar el nuevo enlucido en un barril—. Ellos también son idiotas —añadió dirigiéndose a Thomas.

—¿Tenéis que pintar sobre el yeso húmedo? —preguntó él.

—¿Habéis venido aquí para recibir una lección sobre pintura? Pues mejor será que me paguéis por ello. ¿Quién sois?

—Me llamo d’Evecque —contestó Thomas. No quería que lo conocieran por su verdadero nombre en Aviñón. Tenía muchos enemigos en la Iglesia y Aviñón era la sede del Papa, lo cual significaba que la ciudad estaba abarrotada de sacerdotes, monjes y frailes.

Había ido hasta allí porque la desagradable mujer de Mouthoumet le había asegurado que el misterioso padre Calade llegaba desde Aviñón, pero ahora tenía la sensación de que estaba perdiendo el tiempo. Había preguntado a una docena de sacerdotes si conocían a un tal padre Calade y ninguno de ellos había reconocido el nombre, aunque tampoco le habían reconocido a él ni sabían que había sido excomulgado.

Ahora era un hereje, había perdido la gracia de la Iglesia, era un hombre al que había que dar caza y quemar, pero no pudo resistirse a visitar el gran palacio-fortaleza del papado. En Roma también había un papa, por el cisma en la Iglesia, pero Aviñón ostentaba el poder y Thomas quedó asombrado al ver el despliegue de riqueza que había en aquel vasto edificio.

—A juzgar por vuestro acento —dijo el pintor—, diría que sois normando, ¿no? O tal vez inglés, ¿eh?

—Soy normando —repuso.

—¿Y qué hace un normando tan lejos de su casa?

—Me gustaría ver al Santo Padre.

—¡Pues claro, diantre! Pero, ¿qué estáis haciendo aquí? ¿En la Salle des Herses?

La Salle des Herses era una habitación a la que se accedía desde la gran sala de audiencias del palacio papal que, en otra época, había contenido el mecanismo que bajaba el rastrillo de la puerta de palacio. Evidentemente aquel sistema de polea y cabrestante se había retirado de allí hacía mucho tiempo para que la sala pudiera convertirse en otra capilla. Thomas vaciló antes de responder y luego dijo la verdad.

—Buscaba un sitio en el que mear.

—En ese rincón. —El pintor se lo indicó con el pincel—. En ese agujero que hay debajo del retrato de san José. Es por donde entran las ratas, así que hacedme un favor y ahogad a unas cuantas de esas cabronas. ¿Y qué queréis del Santo Padre? ¿La remisión de los pecados? ¿Un pase gratuito a los Cielos? ¿A uno de los chicos del coro?

—Solo una bendición —contestó.

—Pedís muy poco, normando. Pedid mucho, así tal vez consigáis algo. O puede que no consigáis nada. Este Santo Padre no es susceptible a los sobornos. —El pintor bajó del andamio, observó su nuevo trabajo haciendo muecas, y se dirigió a una mesa llena de pequeños tarros de valiosos pigmentos—. ¡Es una suerte que no seáis inglés! Al Santo Padre no le gustan los ingleses.

Thomas se abrochó los calzones.

—Ah, ¿no?

—No —contestó el pintor—. ¿Que cómo lo sé? Porque yo lo sé todo. ¡Yo pinto y ellos no me hacen caso porque no me ven! Soy Giacomo, el del andamio, y ellos hablan cuando están debajo de mí. Aquí no —soltó, como si la sala que estaba decorando no valiera la pena el esfuerzo—, pero también estoy pintando encima de las tetas desnudas de los ángeles en el Salón del Cónclave y allí es donde hablan. ¡Charlan, charlan y charlan! Son como pájaros, piando con las cabezas juntas. Giacomo está ocupado tapando tetas en lo alto del andamio y ellos se olvidan de que estoy ahí arriba.

—¿Y qué dice el Santo Padre de los ingleses?

—¿Queréis saber lo que yo sé? Pues pagad.

—¿Queréis que arroje pintura en vuestro techo?

Giacomo se echó a reír.

—He oído, normando, que el Santo Padre quiere que los franceses derroten a los ingleses. Ahora mismo hay tres cardenales franceses aquí, todos gimoteándole al oído, pero él no necesita que lo animen. Ha pedido a Borgoña que luche junto a Francia. Ha enviado mensajes a Tolouse, Provenza, el Dauphiné e incluso a Gascuña diciendo a los hombres que su deber es resistir a Inglaterra. Recordad que el Santo Padre es francés. Quiere que Francia vuelva a ser fuerte. Lo bastante fuerte como para pagar los impuestos adecuados a la Iglesia. Aquí los ingleses no gozan de muchas simpatías. —Hizo una pausa y miró a Thomas con expresión astuta—. Así pues, es una suerte que no seáis inglés, ¿eh?

—Es una suerte —coincidió él.

—El Santo Padre maldeciría a un inglés. —Giacomo se rio. Volvió a trepar al andamio y siguió hablando mientras subía—. ¡Los escoceses han enviado soldados a luchar por Francia y el Santo Padre está contento! Dice que los escoceses son hijos fieles de la Iglesia, pero él quiere que los ingleses… —hizo una pausa para dar una pincelada— sean castigados. ¿Y habéis venido hasta aquí solo para una bendición?

Thomas se había dirigido al extremo de la sala, donde había una vieja pintura descolorida en la pared.

—Para una bendición —respondió— y para buscar a un hombre.

—¡Ah! ¿A quién?

—¿Al padre Calade?

—¡Calade! —Giacomo negó con la cabeza—. Sé de un padre Callait, pero no Calade.

—¿Sois de Italia? —le preguntó le Bâtard.

—Por la gracia de Dios, provengo de Corbola, que es una ciudad veneciana —dijo Giacomo, y a continuación bajó ágilmente del andamio y se acercó a la mesa, donde se limpió las manos con un trapo—. ¡Pues claro que soy de Italia! Si queréis que os pinten algo, pedídselo a un italiano. Si queréis que os pintarrajeen algo, pedídselo a un francés. O pedídselo a esos dos idiotas. —Señaló a sus ayudantes—. ¡Idiotas! ¡Seguid removiendo el yeso! Puede que sean italianos, pero tienen cerebro de francés. ¡Solo tienen espinacas entre los oídos!

Cogió un látigo corto de cuero, como si fuera a azotar a uno de sus ayudantes, pero de repente hincó una rodilla en el suelo. Los dos ayudantes también se arrodillaron y entonces Thomas vio quién había entrado en la habitación, de modo que él también se quitó rápidamente el sombrero y les imitó.

El Santo Padre había entrado en la sala acompañado por cuatro cardenales y una docena de sacerdotes. El Papa Inocencio sonrió al pintor con expresión ausente y levantó la mirada a los frescos recién pintados.

Thomas levantó la cabeza para mirar al Papa. Inocencio VI, que llevaba tres años como cabeza de la Iglesia, era un anciano de cabello ralo, rostro demacrado y manos temblorosas. Vestía una capa roja ribeteada con piel blanca y caminaba ligeramente encorvado, como si tuviera una lesión en la columna, por lo que arrastraba el pie izquierdo al andar, pero su voz era muy fuerte.

—Estás haciendo un buen trabajo, hijo mío —le dijo al italiano—. ¡Un trabajo excelente! ¡Si esas nubes parecen más reales que las de verdad!

—Todo por la gloria de Dios —masculló Giacomo— y por vuestro renombre, Santo Padre.

—Y por tu propia gloria, hijo mío —dijo el Papa, e hizo un vago gesto de bendición hacia los dos ayudantes—. ¿Y tú también eres pintor, hijo mío? —preguntó a Thomas.

—Soy un soldado, Santo Padre.

—¿De dónde?

—De Normandía, Santo Padre.

—¡Ah! —Inocencio pareció alegrarse al oírlo—. ¿Tienes nombre, hijo mío?

—Guillaume d’Evecque, Santo Padre.

Uno de los cardenales, con su hábito rojo fuertemente apretado por un cinturón que rodeaba su panza de comilón, dejó de examinar el techo y se volvió rápidamente como si fuera a protestar. Cerró la boca, pero siguió fulminando con la mirada a Thomas.

—Y dime, hijo mío —Inocencio no se dio cuenta de la reacción del cardenal—, ¿has jurado lealtad a los ingleses?

—No, Santo Padre.

—¡Tantos normandos lo han hecho! Pero no hace falta que yo te lo diga. ¡Lloro por Francia! Ha habido demasiadas muertes y ya es hora de que haya paz en la cristiandad. Te doy mi bendición, Guillaume. —Extendió la mano. Thomas se levantó, caminó hacia él y se arrodilló de nuevo para besar el anillo del Pescador que el Papa llevaba encima de su guante bordado—. Tienes mi bendición —dijo Inocencio, que puso la mano en la cabeza descubierta de Thomas—, y mis oraciones.

—Y yo rezaré por vos, Santo Padre —exclamó Thomas, preguntándose si sería el primer excomulgado bendecido por un papa—. Rezaré por vuestra larga vida —añadió educadamente.

Notó que la mano que tenía sobre la cabeza temblaba.

—Soy un anciano, hijo mío, ¡y mi médico me dice que me quedan muchos años! Pero los médicos mienten, ¿no es verdad? —Se rio—. El padre Marchant dice que su calade me diría si todavía tengo una larga vida por delante, pero prefiero confiar en mis médicos mentirosos.

Thomas contuvo el aliento y, de repente, tomó conciencia de los latidos de su corazón. Parecía hacer frío en la sala, pero un temblor de la mano del Papa hizo que respirara otra vez.

—¿Calade, Santo Padre? —preguntó.

—Un pájaro que predice el futuro —contestó el Papa, retirándole la mano de la cabeza—. ¡No hay duda de que vivimos en una era milagrosa si los pájaros hacen profecías! ¿No es así, padre Marchant?

Un sacerdote alto hizo una reverencia al Papa.

—Su Santidad ya es suficiente milagro.

—¡Ah, no! ¡El milagro está aquí! ¡En la pintura! Es magnífica. Te felicito, hijo mío —volvió a alabar el Papa a Giacomo.

Thomas miró de reojo al padre Marchant y vio a un hombre delgado, de tez morena y ojos que parecían brillar; unos ojos verdes, unos ojos enérgicos, unos ojos aterradores que de repente miraron directamente a Thomas. Él bajó la mirada a las zapatillas del Papa, bordadas con las llaves de san Pedro.

El Papa bendijo a Giacomo y acto seguido, satisfecho por cómo iban progresando los nuevos frescos, salió renqueando de la habitación. Su séquito lo siguió. Todos, menos el cardenal gordo y el sacerdote de ojos verdes, que se quedaron allí. Thomas fue a levantarse, pero el cardenal puso una mano gruesa sobre su cabeza desnuda y le empujó.

—Di tu nombre otra vez —le ordenó el cardenal.

—Guillaume d’Evecque, Eminencia.

—Yo soy el cardenal Bessières —explicó el hombre de hábito rojo sin quitarle la mano de la cabeza—. Cardenal Bessières, cardenal arzobispo de Livorno, legado papal del rey Juan de Francia, que Dios lo bendiga sobre todos los monarcas terrenales. —Hizo una pausa, sin duda esperando a que Thomas repitiera sus últimas palabras.

—Que Dios bendiga a Su Majestad —repuso obedientemente.

—Oí decir que Guillaume d’Evecque había muerto —comentó el cardenal en tono peligroso.

—Mi primo, Eminencia.

—¿Cómo murió?

—La peste —respondió Thomas sin precisar más. Guillaume d’Evecque había sido enemigo de Thomas, luego fue su amigo, y había muerto por la peste, pero no antes de haber luchado a su lado.

—Luchó con los ingleses —afirmó el cardenal.

—Yo también lo he oído, Eminencia, para vergüenza de nuestra familia. Pero apenas conocía a mi primo.

El cardenal retiró la mano y él se puso de pie. El sacerdote de ojos verdes miraba la pintura descolorida de la pared del fondo.

—¿Esto lo pintaste tú? —preguntó a Giacomo.

—No, padre —contestó Giacomo—, es una pintura muy vieja y muy mal hecha, por lo que es probable que lo pintarrajeara un francés, o incluso un borgoñón. El Santo Padre quiere que la reemplace.

—Asegúrate de hacerlo.

El tono del sacerdote llamó la atención del cardenal, que miró la vieja pintura. Hasta entonces había estado observando a Thomas con el ceño fruncido, como si dudara de lo que le había dicho, pero al ver la pintura se distrajo. La descolorida imagen mostraba a san Pedro, identificable porque sostenía dos llaves doradas en una mano, ofreciendo una espada a un monje arrodillado. Los dos estaban en un campo cubierto de nieve, aunque en el trozo en el que se arrodillaba el hombre no había. El monje alargaba la mano hacia la espada bajo la mirada de un segundo monje, que atisbaba con temor por los postigos entreabiertos de una pequeña casa nevada. El cardenal se quedó mirando la pintura largo rato y al principio pareció sorprendido, pero luego se estremeció de furia.

—¿Quién es el monje? —preguntó a Giacomo.

—No lo sé, Eminencia —respondió el italiano.

El cardenal dirigió una mirada inquisitiva al sacerdote de ojos verdes, quien se limitó a encogerse de hombros como respuesta. El cardenal frunció el ceño.

—¿Por qué no se ha tapado todavía? —preguntó al pintor.

—Porque el Santo Padre ordenó que pintara los techos antes que las paredes, Eminencia.

—¡Pues tápalo ahora mismo! —le espetó el cardenal—. Tápalo antes de terminar el techo. —Volvió la mirada hacia Thomas—. ¿Por qué estáis aquí? —inquirió.

—Para recibir la bendición del Santo Padre, Eminencia.

El cardenal Bessières puso mala cara. Estaba claro que tenía sospechas sobre el nombre que Thomas le había dado, pero la existencia de la vieja pintura parecía preocuparle aún más.

—¡Tápala! —ordenó otra vez a Giacomo, y miró a Thomas otra vez—. ¿Dónde os alojáis? —le preguntó.

—Cerca de la iglesia de san Bénézet, Eminencia. —Thomas mentía. En realidad había dejado a Genevieve, a Hugh y a una veintena de sus hombres en una taberna al otro lado del gran puente, lejos de la iglesia de san Bénézet. Mintió porque lo último que quería era que el cardenal Bessières tomara un repentino interés por Guillaume d’Evecque. Él había matado al hermano del cardenal, y si Bessières supiera quién era Thomas en realidad, las hogueras de la herejía se encenderían en la gran plaza bajo el palacio papal.

—Tengo curiosidad —comentó el cardenal— por la situación en Normandía. Enviaré a por vos después de las oraciones de la hora nona. El padre Marchant os irá a buscar.

—Así lo haré, en efecto —confirmó el sacerdote, que hizo que sus palabras sonaran como una amenaza.

—Será un honor ayudar a Su Eminencia —repuso Thomas con la cabeza gacha.

—Deshazte de esa pintura —ordenó, de nuevo, el cardenal a Giacomo, y a continuación se marchó de la sala delante de su compañero.

El italiano, que aún estaba de rodillas, soltó aire lentamente.

—No le caéis bien.

—¿Y hay alguien que le caiga bien? —preguntó Thomas.

Giacomo se levantó y empezó a gritar a sus ayudantes.

—¡El yeso se endurecerá si no lo remueven! —explicó su enojo a Thomas—. Tienen gachas por cerebro. Son milaneses, ¿sabéis? De manera que son idiotas. Pero el cardenal Bessières no es ningún idiota, sería un enemigo peligroso, amigo mío.

Giacomo no lo sabía, pero el cardenal ya era enemigo de Thomas, aunque afortunadamente Bessières nunca le había visto y ni siquiera sabía que el inglés estaba en Aviñón. El pintor fue hacia la mesa donde tenía sus pigmentos en tarros pequeños de arcilla.

—Y el cardenal Bessières —continuó diciendo el italiano— tiene esperanzas de ser el próximo Papa. Inocencio es frágil y Bessières no. Podría ser que pronto tuviéramos otro Santo Padre.

—¿Por qué no le gusta esta pintura? —preguntó Thomas señalando la pared del fondo.

—¿Quizá porque tiene buen gusto? ¿O tal vez porque parece que la haya pintado un perro con un pincel metido en el culo?

Thomas se quedo mirando la vieja pintura. El cardenal se había interesado por la historia que contaba y ni Giacomo ni el sacerdote de ojos verdes pudieron responderle, pero estaba claro que quería destruir esa escena para que nadie más averiguara la respuesta. Contaba una historia, en efecto. San Pedro entregaba su espada a un monje en la nieve. Ese monje debía de tener un nombre pero, ¿quién era?

—¿De verdad no sabéis lo que significa la pintura? —le preguntó Thomas a Giacomo.

—¿Una leyenda? —aventuró el italiano con despreocupación.

—¿Pero qué leyenda?

—San Pedro tenía una espada —contestó Giacomo— y supongo que se la está dando a la Iglesia, ¿no? Debería de haberla usado para cortar la mano al pintor y ahorrarnos tener que mirar este horrible pintarrajo.

—Pero por regla general pintan la espada en Getsemaní —comentó Thomas.

Había visto muchas paredes de iglesias pintadas con la escena anterior a la detención de Jesucristo, cuando Pedro desenvainaba una espada y cortaba la oreja al criado del sumo sacerdote, pero nunca había visto a Pedro representado en medio de una nevada.

—De modo que el idiota que pintó esto no conocía las historias —dijo Giacomo.

No obstante, en las pinturas todo tenía un significado. Si un hombre sostenía una sierra era san Simón, porque Simón había sido serrado en pedazos en su martirio. Un racimo de uvas recordaban a la gente la eucaristía, el rey David llevaba un arpa, san Tadeo una porra o una regla de carpintero, san Jorge se enfrentaba a un dragón y a san Dionisio siempre lo pintaban sosteniendo su cabeza cercenada. Todo tenía significado. Sin embargo, Thomas no tenía ni idea de lo que significaba aquella vieja pintura.

—¿No se supone que los pintores conocéis todos estos símbolos?

—¿Qué símbolos?

—¡La espada, las llaves, la nieve, el hombre en la ventana!

—¡La espada es la espada de san Pedro y las llaves son las llaves del Cielo! ¿Tuvieron que enseñaros a chupar de la teta de vuestra madre?

—¿Y la nieve?

Sin duda la pregunta incomodó a Giacomo, que frunció el ceño.

—El idiota no sabía pintar hierba —decidió al fin—, así que lo embadurnó con encalado barato. ¡No tiene significado! Mañana la desconcharemos y pondremos algo bonito.

Pero quienquiera que hubiese pintado aquella escena se había tomado la molestia de despejar de nieve el trozo en torno al hombre arrodillado, y había pintado la hierba con bastante ingenio, salpicándola de pequeñas flores amarillas y azules. De manera que el rodal sin nieve tenía un significado, al igual que la presencia del segundo monje que miraba con temor desde la ventana de la casita.

—¿Tenéis carboncillo? —preguntó Thomas.

—¡Pues claro que tengo carboncillo! —Giacomo hizo un gesto hacia la mesa donde estaban los pigmentos.

Thomas se dirigió hacia la puerta y se asomó a la gran sala de audiencias. No había indicios del cardenal Bessières ni del sacerdote de ojos verdes, así que cogió un pedazo de carboncillo y se fue hacia la extraña pintura. Escribió sobre ella.

—¿Qué estáis haciendo? —le preguntó Giacomo.

—Quiero que el cardenal vea esto —respondió.

Había escrito Calix Meus Inebrians con letras grandes y negras sobre la nieve.

—¿Mi cáliz me embriaga? —preguntó Giacomo, desconcertado.

—Es de un salmo del Libro de David —explicó.

Giacomo frunció el ceño.

—Por Dios que jugáis peligrosamente —comentó.

—Gracias por dejarme mear aquí —se despidió Thomas.

El pintor tenía razón, era peligroso, pero si no podía seguir la pista del padre Calade en aquella ciudad en la que estaban sus enemigos, entonces invitaría a Calade a que lo siguiera a él, y Thomas sospechaba que el padre resultaría ser el sacerdote de ojos muy verdes.

Y el sacerdote de ojos verdes estaba interesado en una vieja y mal pintada representación de dos monjes y san Pedro, pero el tema central de la pintura no había sido el monje arrodillado, ni siquiera la figura con túnica del mismísimo san Pedro, sino la espada.

Y, aunque no podía estar seguro, se convenció de pronto de que aquella espada tenía un nombre: la Malice.

Aquel día, mucho antes de las oraciones de la hora nona, y antes de que alguien pudiera encontrarle y someterle a la tortura de la Iglesia, Thomas y su compañía se marcharon de Aviñón.

Llegó el tiempo cálido. Era el momento de salir de campaña y por toda Francia los hombres afilaban las armas, ejercitaban a los caballos y esperaban a que los llamaran para servir al rey. Los ingleses iban a enviar refuerzos a Bretaña y Gascuña y los soldados creían que sin duda el rey Juan reuniría a un gran ejército para aplastarlos. Pero en cambio llevó un ejército más pequeño a los límites con Navarra, al castillo de Breteuil, y allí, frente a las sobrias murallas de la fortaleza, sus hombres construyeron una torre de asedio.

Era una cosa monstruosa, más alta que un campanario: unos andamios de tres pisos posados sobre dos ejes de hierro a los que se unían cuatro enormes ruedas de sólida madera de olmo. La parte delantera y los lados de la torre estaban forrados con planchas de roble, para evitar que la guarnición del castillo acribillara las plataformas con saetas de ballesta, y en aquellos instantes, en el frío del amanecer, los soldados clavaban unas pieles de cuero rígido en aquella armadura de madera. Trabajaban a tan solo unos cuatrocientos pasos del castillo, por lo que de vez en cuando uno de los defensores disparaba la ballesta, pero estaban demasiado lejos y las saetas siempre se quedaban cortas. Cuatro banderas que se estiraban y retorcían a merced del viento ondeaban en lo alto de la torre, dos con la flor de lis francesa y dos que mostraban un hacha, el símbolo del santo patrón de Francia, el martirizado san Dionisio. Por la noche se había levantado un vendaval y el viento aún soplaba con fuerza desde el oeste.

—Un chaparrón, y esta maldita cosa quedará inservible —dijo el señor de Douglas—. ¡No podrán moverla! Se hundirá en el barro.

—Dios está de nuestro lado —repuso su joven compañero tranquilamente.

—Dios —repitió Douglas indignado.

—Vela por nosotros —afirmó el joven.

Este era alto y delgado, tendría veinte o veintiún años a lo sumo, con un rostro extraordinariamente bien parecido. Tenía un pelo rubio peinado hacia atrás desde una frente alta, ojos azules de mirada calmada y boca que parecía constantemente al borde de la sonrisa. Había nacido en Gascuña, donde poseía un feudo que los ingleses habían confiscado, dejándolo sin los ingresos de sus tierras y cuya pérdida debería haberlo sumido en la pobreza. Pero el señor Roland de Verrec era famoso como el mejor combatiente de justas de Francia.

Algunos afirmaban que Joscelyn de Berat era el mejor, pero en Auxerre, Roland había derrotado a Joscelyn tres veces y luego había atormentado al brutal campeón, Walther de Siegenthaler, con un manejo de la espada espectacular. En Limoges había sido el único que había quedado en pie al final de una violenta batalla campal y en París las mujeres habían suspirado mientras machacaba a dos endurecidos caballeros que le doblaban la edad y multiplicaban su experiencia. Roland de Verrec ganaba los honorarios de un campeón porque era letal.

Y era virgen.

Su escudo negro llevaba el símbolo de la rosa blanca, la rosa sin espinas, la flor de la Virgen María y una muestra orgullosa de su propia pureza. Los hombres a los que derrotaba constantemente en las justas pensaban que estaba loco, las mujeres que lo habían visto pensaban que estaba siendo desaprovechado, pero Roland de Verrec había dedicado su vida a la caballería, a la santidad y al bien.

Era famoso por su virginidad; también era objeto de burlas por ello, aunque nunca se lo decían a la cara y nunca estando al alcance de su rápida espada. También era admirado por su pureza, incluso envidiado, porque se decía que había sido una visión de la mismísima Virgen María la que le había ordenado llevar una vida de santidad. Se le había aparecido cuando tan solo tenía catorce años, lo había tocado y le había dicho que sería bendecido por encima de todos los hombres si se mantenía casto igual que lo era ella. «Te casarás —le había dicho—, pero hasta entonces eres mío». Y él lo era.

Puede que los hombres se burlaran de Roland, pero las mujeres suspiraban por él. Hubo una mujer que se había visto empujada a decirle que era hermoso. Alargó la mano para tocarle la mejilla. «¡Tanta lucha y ni una sola cicatriz!», y él le había apartado la mano como si aquel dedo le quemara.

Él contestó que toda belleza no era nada más que un reflejo de la gracia de Dios. «Si creyera otra cosa, me tentaría la vanidad». Y tal vez sí sufriera de dicha tentación, porque se vestía con excesivo cuidado y siempre llevaba la armadura blanqueada: frotada con arena, vinagre y malla hasta que reflejaba el sol con un brillo deslumbrante. Aquel día, sin embargo, no era así porque el cielo sobre Breteuil estaba encapotado, gris y oscuro.

—Va a llover —refunfuñó el señor de Douglas— y esta maldita torre no nos conducirá a ninguna parte.

—Nos traerá la victoria —afirmó Roland de Verrec con calmada confianza—. El obispo de Châlons la bendijo anoche; no fallará.

—Ni siquiera debería estar aquí —replicó Douglas con un gruñido. El rey Juan había llamado a los caballeros escoceses para que se sumaran a ese ataque sobre Breteuil, pero los defensores no eran ingleses, eran otros franceses—. Yo no vine aquí a matar franceses —alegó—. Vine a matar ingleses.

—Son navarros —aclaró Roland de Verrec—, enemigos de Francia, y nuestro rey quiere que los derrotemos.

—¡Breteuil es como un maldito grano! —protestó el escocés—. ¿Qué importancia tiene, por el amor de Dios? ¡Dentro no hay ni un jodido inglés!

Roland sonrió.

—Quienquiera que haya dentro, mi señor —dijo en voz baja—, yo cumplo con el mandato de mi rey.

El rey de Francia había hecho caso omiso de los ingleses que había en Calais, Gascuña y Bretaña y había optado en cambio por marchar contra las posesiones del reino de Navarra, en los límites de Normandía. La disputa no era clara y la campaña suponía un desperdicio de recursos, que eran escasos, pues Navarra no podía amenazar a Francia. Sin embargo el rey Juan había decidido luchar. Estaba claro que se trataba de una rencilla familiar, una que el señor de Douglas no comprendía.

—Dejemos que se pudran aquí —dijo— mientras nosotros marchamos contra Inglaterra. Deberíamos estar persiguiendo a Eduardito y en cambio estamos meando sobre una chispa en la frontera de Normandía.

—El rey quiere Breteuil —dijo Roland.

—Lo que no quiere es enfrentarse a los ingleses —afirmó Douglas, y sabía que tenía razón. El rey había vacilado desde que los caballeros escoceses habían llegado a Francia. Juan había decidido ir al sur, al día siguiente al oeste y al otro quedarse en el sitio. Ahora, por fin, había marchado contra Navarra. ¡Navarra! Y los ingleses habían salido de sus fortalezas en Gascuña y otra vez estaban causando estragos tierra adentro. Se había reunido otro ejército en la costa sur de Inglaterra, sin duda para desembarcar en Normandía o Bretaña, ¡y el rey Juan estaba en Breteuil! Al señor de Douglas le entraban ganas de llorar solo de pensarlo.

Él había instado al rey francés a que se dirigiera al sur, aplastara a ese pollito de Eduardo, capturara a ese cabrón, pisoteara las entrañas de sus soldados en el barro y, luego, intercambiara al príncipe por el rey escocés encarcelado. En cambio estaban sitiando Breteuil.

Los dos hombres estaban en la plataforma más alta de la torre de asedio. Roland de Verrec se había ofrecido voluntario para encabezar el ataque. La construcción avanzaría pesadamente empujada por docenas de hombres, algunos de los cuales caerían alcanzados por las saetas de las ballestas, pero otros los reemplazarían y, al final, chocaría con estrépito contra el muro del castillo. Entonces los hombres de Roland cortarían las cuerdas que sostenían el puente levadizo que protegía el frente de la plataforma superior. Cuando el puente cayera, crearía una amplia vía de acceso a las almenas.

Los atacantes lo cruzarían en tropel, profiriendo gritos de guerra. Lo más probable es que los primeros hombres murieran, pero los que llegaran debían retener las almenas capturadas el tiempo suficiente como para que centenares de soldados del rey de Francia treparan por las escaleras de la torre, cargados con la cota de malla, la armadura de placas, los escudos y las armas. Llevaría su tiempo, y los primeros en cruzar el puente tenían que ganar ese tiempo con sus vidas.

Era un gran honor contarse entre aquellos primeros atacantes; un honor que alcanzabas a riesgo de morir, pero Roland de Verrec se había postrado de rodillas frente al rey de Francia y le había rogado que le concediera ese privilegio.

«¿Por qué?», le había preguntado el rey a Roland. Este había explicado que amaba a Francia y que serviría a su rey, que nunca había participado en una batalla, que solo había combatido en torneos y que era hora de que su talento como soldado se empleara en una causa noble.

Todo esto era cierto. Sin embargo, la verdadera razón por la que Roland de Verrec quería encabezar el asalto era porque anhelaba una hazaña, una búsqueda, algún desafío que fuera digno de su pureza. El rey tuvo la gentileza de darle el permiso que solicitaba y luego había concedido el mismo honor a otro hombre; al sobrino del señor de Douglas, Robbie.

—Quieres morir —se había quejado Douglas a Robbie la noche anterior.

—Quiero darme un banquete en el salón de ese castillo mañana por la noche —respondió él.

—¿Para qué? —le había preguntado el señor de Douglas—. ¿Con qué maldito propósito?

—Hablad con él —pidió entonces el señor de Douglas a Roland de Verrec. Por eso había subido a la torre, para convencer a Roland de Verrec, famoso por ser el más noble caballero y el mayor idiota de toda Francia, de que instara a Robbie a cumplir con su deber—. Robbie os respeta —le dijo a Roland—, os admira, quiere ser como vos; así que decidle que su obligación cristiana es combatir a los ingleses y no morir en este lugar miserable.

—Hizo un juramento —repuso Roland de Verrec—. Juró no luchar contra los ingleses, y lo hizo devota y libremente. No puedo aconsejarle que lo rompa, mi señor.

—¡Al carajo el juramento! ¡Hablad con él!

—Un hombre no puede romper un juramento y conservar su alma —replicó Roland con calma—, y vuestro sobrino adquirirá un gran renombre luchando aquí.

—A la mierda el renombre —protestó el señor de Douglas.

Roland se volvió hacia el escocés.

—Mi señor, si pudiera convencer a vuestro sobrino para que luchara contra los ingleses, lo haría. Me halaga que penséis que vuestro sobrino me escucharía, pero en conciencia cristiana no puedo aconsejarle que rompa un juramento solemne. No sería caballeroso.

—A la mierda también la caballerosidad —maldijo de nuevo el señor de Douglas—, a la mierda Breteuil y a la mierda todos vosotros. —Bajó por la escalera y miró con el ceño fruncido a Robbie, que esperaba junto a los otros cuarenta hombres de armas que encabezarían el asalto al puente levadizo de la torre—. ¡Eres un maldito idiota! —le gritó enojado.

Transcurrió una hora antes de que las pieles estuvieran clavadas por fin en su sitio y empapadas de agua, y para entonces había empezado a caer una fina lluvia fría proveniente del oeste. Los hombres de armas fueron entrando en la torre y los más valientes treparon por las escaleras hasta la plataforma superior para ser los primeros en cruzar.

Robbie Douglas era uno de ellos. Se había puesto una armadura de cuero y malla, pero había decidido no llevar nada de placas, salvo las grebas para protegerse las espinillas y un avambrazo en el antebrazo derecho. El izquierdo se lo resguardaba con el escudo que llevaba el corazón rojo de su clan.

Su espada era vieja pero buena, con una sencilla empuñadura de madera en la que había escondida una uña de san Andrés, el patrón de Escocia. La espada había pertenecido a otro tío suyo, sir William Douglas, caballero de Liddesdale, pero el señor de Douglas lo había asesinado en una disputa familiar. Después de aquello, Robbie se había visto obligado a arrodillarse ante él y jurarle lealtad. «Ahora eres mío», había dicho su tío a sabiendas de que su sobrino tenía cariño a sir William. «Y si no eres mío no eres de nadie, y si no eres de nadie eres un prófugo, y si eres un prófugo puedo matarte. Así pues, ¿qué eres?».

«Soy vuestro», había respondido él mansamente, de rodillas.

Ahora, mientras iba a reunirse con Roland de Verrec en lo alto de la torre, se preguntaba si había elegido bien. Podría haber cabalgado de regreso a la amistad con Thomas de Hookton, pero había tomado una decisión: había jurado lealtad a su tío, por lo que ahora cargaría por un puente levadizo hacia una muerte probable en la muralla de una fortaleza que no significaba nada para él, nada para Escocia y muy poco para cualquier otro. Entonces, ¿por qué unirse al ataque? Porque era un regalo a su familia, pensó. Un gesto para demostrar a los franceses la calidad de los combatientes escoceses. Aquella era una batalla en la que podía luchar con la conciencia tranquila, aunque eso supusiera su muerte.

Hacía una hora que había amanecido cuando el rey de Francia ordenó avanzar a sus ballesteros. Había ochocientos, la mayoría de ellos procedentes de Génova y unos cuantos de Alemania. Todos ellos tenían un asistente que llevaba un escudo grande, un pavés, tras el cual podían resguardarse mientras recargaban el arma. Los ballesteros y los que llevaban sus escudos formaron una falange a cada lado de la torre, que en aquel momento tenía unos palos largos metidos en la base para que los hombres pudieran empujar el inmenso armatoste.

Detrás de la torre había dos líneas de hombres de armas, los soldados que seguirían a los primeros atacantes por las escaleras para irrumpir en las murallas de Breteuil y que estaban reunidos bajo las banderas de sus señores. El viento seguía soplando con fuerza suficiente para desplegar los coloridos estandartes; un alarde de leones y cruces, corazones y estrellas, franjas y grifos… La baronía de Francia reunida para el ataque. Los sacerdotes caminaban delante de los soldados ofreciendo bendiciones, asegurándoles que Dios estaba a favor de Francia, que la escoria navarra estaba condenada al Infierno y que Jesucristo ayudaría en el asalto.

Entonces apareció una nueva bandera, una azul blasonada con flores de lis doradas, y los hombres de armas vitorearon a su rey, que cabalgaba entre sus filas. Llevaba una armadura de placas bruñida hasta relucir y en torno al cuello una capa de terciopelo rojo que se alzaba al viento. El casco centelleaba y estaba rodeado por una corona de oro con incrustaciones de diamantes. Su caballo, un corcel blanco, levantaba mucho los cascos mientras Juan de Francia cabalgaba entre sus soldados, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, hasta que llegó a los palos largos que esperaban a los campesinos que empujarían la torre. Allí dio la vuelta. Frenó su caballo y los hombres creyeron que iba a decir algo, con lo que se hizo el silencio en el campo, pero el rey se limitó a levantar la mano izquierda, como si les diera una bendición, y los vítores empezaron de nuevo.

Algunos soldados se arrodillaron, pero otros miraron con asombro el rostro alargado y pálido del rey, que estaba enmarcado por su casco bruñido. Juan el Bueno, lo llamaban. No porque fuera bueno, sino porque disfrutaba de los placeres mundanos, que eran prerrogativa de un rey. No era un gran guerrero, su genio era notorio y tenía fama de indeciso, pero en aquel momento la caballería de Francia estaba dispuesta a morir por él.

—No tiene mucho sentido que el hombre monte un maldito caballo —refunfuñó el señor de Douglas. Estaba esperando detrás de la torre con media docena de sus escoceses. Iba ataviado con una simple almilla de cuero porque no tenía intención de sumarse al ataque. Él había traído a su compañía para matar ingleses, no para aplastar a unos cuantos navarros—. No puedes subir a las murallas con un jodido caballo.

Sus hombres respondieron con gruñidos de asentimiento, pero se pusieron rígidos cuando el rey, seguido por su séquito, cabalgó hacia ellos.

—De rodillas, cabrones —les ordenó Douglas.

El rey Juan frenó el caballo cerca de él.

—¿Vuestro sobrino combate hoy? —le preguntó.

—Así es, Majestad —contestó.

—Le estamos agradecidos —dijo el rey.

—Estaríais más agradecido si nos condujerais al sur, sire —repuso el escocés—. Al sur para matar a ese pollito de Eduardo de Gales.

El rey parpadeó. Douglas, era el único de los escoceses que no se había arrodillado y le estaba reprendiendo públicamente, pero sonrió para demostrar que no se había ofendido.

—Iremos al sur en cuanto se haya solucionado este tema —anunció. Tenía una voz fina de tono irritado.

—Me alegro, sire —afirmó Douglas con ferocidad.

—A menos que se interponga algún otro asunto —matizó su primer comentario. Luego levantó la mano en un vago gesto de bendición y siguió adelante. La lluvia empezó a caer con más insistencia.

—A menos que se interponga otro asunto —repitió el señor de Douglas con furia—. Tiene a los ingleses destrozando sus territorios, ¿y cree que podría interferir otro asunto? —Escupió y se dio la vuelta cuando la exclamación de los hombres de armas, que esperaban, anunció que por fin se estaba haciendo avanzar la torre hacia las altas murallas.

Resonaron las trompetas. En lo alto de la torre se había enarbolado una bandera de san Dionisio. La bandera representaba al santo martirizado sosteniendo su propia cabeza cercenada.

Los hombres empujaron la gran torre de asedio, que avanzó a trompicones, y Robbie tuvo que agarrarse a uno de los puntales que sujetaban el puente levadizo en su sitio. Los palos largos atravesaban la base de la torre y sobresalían a ambos lados de la misma. Una gran cantidad de campesinos los impulsaban con fuerza, animados por otros con látigos y por tambores que marcaban un ritmo constante en unas naqqara; unas grandes tinas de piel de cabra que retumbaban como cañones.

—Deberíamos tener un cañón —refunfuñó el señor de Douglas.

—Es demasiado caro. —Geoffrey de Charny uno de los más grandes caudillos del rey Juan, fue a situarse junto al señor escocés—. Los cañones cuestan dinero, amigo mío, y la pólvora también, pero Francia no tiene dinero.

—Es más rica que Escocia.

—No se están recaudando impuestos —adujo Geoffrey con desaliento—. ¿Quién pagará a estos hombres? —Señaló a los soldados que esperaban.

—Enviadlos a recaudar los impuestos.

—Se los quedarían. —Geoffrey se santiguó—. Recemos para que haya un caldero lleno de oro en Breteuil.

—Lo único que hay en Breteuil es un puñado de malditos navarros. ¡Deberíamos estar marchando hacia el sur!

—Estoy de acuerdo.

—¿Y por qué no lo hacemos?

—Porque el rey no lo ha ordenado. —Geoffrey observó la torre—. Pero lo hará —añadió en voz baja.

—¿Ah, sí?

—Creo que sí —respondió—. El Papa lo está presionando para que vaya a la guerra y él sabe que no podemos dejar que los malditos ingleses vuelvan a desmadrarse por toda Francia. De manera que sí, lo hará.

A Douglas le hubiese gustado que De Charny pareciera estar más seguro, pero no dijo nada más y siguió al francés para ir a ver cómo la torre se balanceaba y avanzaba a trompicones por la hierba. Los ballesteros ganaban terreno siguiendo el ritmo de la máquina de asalto y, al cabo de unas cincuenta yardas, empezaron a caer los primeros proyectiles desde el castillo, por lo que estos se adelantaron a la carrera y respondieron a los disparos. Su tarea era sencilla: mantener a los defensores agachados detrás de las almenas mientras la adusta torre avanzaba pesadamente.

Las saetas se elevaban con un silbido, golpeaban contra la piedra y sacudían las grandes banderas que colgaban del almenaje. Flechas y más flechas volaban por los aires disparadas por los ballesteros, que luego se agachaban detrás de sus paveses y hacían girar las manivelas que tensaban las cuerdas. Los defensores respondían las andanadas y sus proyectiles caían al suelo con un ruido sordo o golpeaban los paveses con estrépito. No tardaron en empezar a caer también sobre la torre.

Robbie los oyó. Vio que el puente levadizo se estremecía con los golpes, pero este, que ahora estaba engoznado y vertical para formar un muro en la parte delantera de la plataforma superior, estaba hecho de grueso roble cubierto con pieles y ninguna de las flechas navarras penetraba en el cuero y la madera. Solo chocaban contra su objetivo con un golpeteo constante. Por debajo de su posición la torre crujía, se balanceaba y traqueteaba al avanzar. Apenas se podía atisbar por el borde derecho del puente, pero él vio que el castillo estaba a unos doscientos pasos de distancia. Unos gallardetes colgaban del frente de la muralla, muchos de ellos atravesados por las flechas de las ballestas. Las saetas de los defensores se clavaban en la torre de asalto convirtiendo la pared frontal en un paisaje de proyectiles empendolados con tiras de cuero. Los timbales retumbaban, sonaban las trompetas y la máquina avanzó unas cuantas yardas más, inclinándose a veces cuando la hierba se hundía bajo las ruedas.

Unas cuantas saetas de ballesta lanzadas desde las murallas alcanzaron a los campesinos que tanto se esforzaban. Acudieron más para reemplazar a los muertos o heridos. Los hombres de armas les gritaban y azotaban. Ellos empujaban los palos y la gran estructura avanzaba pesadamente, ahora más aprisa.

Tanto que Robbie desenvainó la espada y alzó la vista a una de las cuerdas retorcidas que sostenían el puente en su sitio. Había dos cuerdas de cáñamo, una a cada lado, y cuando estuvieran lo bastante cerca había que cortarlas para que la enorme plancha cayera con estrépito sobre las almenas. Pensó que ya faltaba poco y besó la empuñadura de la espada en el punto donde estaba escondida la reliquia de san Andrés.

—Vuestro tío —le dijo Roland de Verrec— está enojado con vos. —Al francés se le veía absolutamente calmado mientras el armazón ganaba terreno estrepitosamente y las flechas de los defensores golpeaban con fuerza contra el puente.

—Él siempre está enojado —respondió Robbie. Roland de Verrec lo ponía nervioso. El joven francés era demasiado sereno, estaba demasiado seguro de sí mismo y le hacía sentir como un incompetente; él no estaba seguro de nada.

—Le dije que no podíais romper vuestro juramento —explicó Roland—. No os fue impuesto, ¿verdad?

—No.

—¿Qué sentíais cuando lo hicisteis? —preguntó el francés.

Robbie lo pensó.

—Gratitud —contestó al cabo de unos instantes.

—¿Gratitud?

—Un amigo cuidó de mí durante la peste. Debería haber muerto, pero no lo hice. Él me salvó la vida.

—Dios os salvó la vida —le corrigió Roland—, y lo hizo con un propósito especial. Os envidio. Habéis sido elegido.

—¿Elegido? —preguntó mientras se aferraba al montante cuando la torre se balanceó.

—Estuvisteis enfermo con la peste y sin embargo sobrevivisteis. Dios os necesita por alguna razón. Os saludo. —Roland de Verrec alzó su espada desenvainada—. Os envidio —repitió.

—¿Me envidiáis? ¿A mí? —preguntó sorprendido.

—Yo busco una causa —respondió el francés.

Y entonces la torre se detuvo.

Se detuvo en seco con una sacudida tal que los que iban en ella fueron arrojados a un lado. Una de las ruedas se había metido en un agujero lo bastante grande como para que el vehículo quedara atrapado y, por mucho que empujaran, no podían levantar la rueda y sacarla. Los empellones solo servían para que la torre se torciera aún más hacia la izquierda.

—¡Parad! —gritó un hombre—. ¡Parad!

Los defensores los abuchearon. Las saetas de las ballestas atravesaron la fina lluvia y se clavaron en los campesinos que habían estado empujando. La sangre coloreó la hierba y los hombres gritaban al ritmo que los gruesos virotes se hundían en la carne y destrozaban los huesos.

Geoffrey de Charny echó a correr. Llevaba cota de malla y casco, pero no escudo.

—¡Las palancas! —gritó—. ¡Las palancas! —Había tenido la esperanza de que esto no ocurriera, pero el francés estaba preparado para ello. Un grupo de hombres equipados con unos sólidos palos de roble corrieron hacia el lado atascado de la torre, donde colocaron unos bloques de madera con aspecto de yunque, que utilizaron como fulcros para poder levantar el lado izquierdo de la torre y permitir que la impulsaran hacia adelante. Otros trajeron cubos llenos de piedras para llenar el agujero y que la rueda trasera pasara por encima.

Las flechas de las ballestas llovían desde las murallas. Dos, tres hombres fueron abatidos. Entonces Geoffrey ordenó a voz en grito a los que sujetaban los paveses más cercanos que llevaran los escudos hasta allí para proteger a los hombres que manejaban las palancas. Pero esto llevó su tiempo y los defensores, envalentonados por la torre encallada, intensificaron aún más su lluvia de proyectiles. Algunos navarros fueron alcanzados por las saetas de las ballestas francesas, pero solo fueron unos pocos porque la guarnición se agachaba detrás de los merlones para volver a flechar sus armas. Geoffrey de Charney parecía tener mucha suerte, porque no llevaba ningún escudo que lo protegiera y, aunque las flechas pasaban cerca de él, ninguna lo alcanzó mientras organizaba a los hombres que meterían las grandes palancas de roble para liberar la torre.

—¡Ahora! —les gritó, y los hombres intentaron levantar el monstruoso armazón.

La primera flecha incendiaria salió disparada desde el castillo.

Era una saeta de ballesta envuelta con leña menuda y protegida por un faldón de cuero. La leña estaba empapada con brea, por lo que el proyectil dejó una ondulante estela de humo negro desde que salió disparado de la muralla hasta que alcanzó la parte inferior de la torre con un golpe sordo. La llama parpadeó brevemente y se apagó, pero una docena más de flechas en llamas siguieron a la primera.

—¡Agua! ¡Agua! —gritó Roland de Verrec.

En la plataforma superior ya había algunos baldes de cuero llenos de agua, gran parte de la cual se había derramado a causa de los bandazos. Pero los hombres de Roland echaron la que quedaba por encima del puente levadizo, de manera que cayera por el frente y empapara las pieles ya mojadas. Las saetas incendiarias no paraban de caer sobre su objetivo y la parte frontal de la torre empezó a humear en diversos puntos, pero el humo solo era el de los proyectiles ardiendo. De momento las pieles húmedas estaban protegiéndoles.

—¡Empujad! —gritó Geoffrey de Charny, y los hombres de las palancas hicieron fuerza. Estas se inclinaron y la torre crujió. En ese momento se partió uno de los maderos, arrojando de bruces a media docena de hombres—. ¡Traed otro palo!

Tardaron cinco minutos en ir a buscar otra palanca. Los hombres volvieron a hacer fuerza y los campesinos empujaron hacia adelante al mismo tiempo. Unos cuantos hombres de armas acudieron para ayudar a tirar de las cuerdas. Los proyectiles de ballesta seguían cayendo sin parar. Se dispararon más flechas incendiarias, esta vez contra el lado derecho de la torre, y una de ellas se metió por debajo de una de las pieles, alojándose en el revestimiento de roble. Nadie la vio. Se quedó allí, ardiendo. Las llamas fueron subiendo por el espacio entre las pieles y las planchas, ocultas por el cuero, y aunque salía un poco de humo por debajo de la cobertura, en el ambiente había tanto que pasó desapercibido.

Entonces los ballesteros navarros cambiaron de táctica. Algunos de ellos continuaron disparando las flechas en llamas. Otros, desde las troneras de las murallas, apuntaron a los hombres apiñados al lado izquierdo de la torre. El resto apuntaban sus ballestas a lo alto para que las flechas se elevaran hacia el cielo, pendieran allí un instante y cayeran después en picado sobre la plataforma abierta de la estructura de madera. Casi todos los disparos fallaron. Algunos alcanzaron a los hombres que esperaban para empujar en las palancas, pero otras cayeron con estrépito en la plataforma y Roland, temiendo por la vida de sus hombres, les ordenó que sostuvieran los escudos en alto. Pero entonces no podían verter el agua que había empezado a llegar en baldes de cuero… En aquellos momentos la torre se sacudía mientras algunos hombres hacían palanca en un lado y otros empujaban por detrás. Olía a quemado.

—¡Hacedla retroceder! —aconsejó el señor de Douglas a Geoffrey de Charny. Cayó una saeta de ballesta que fue a enterrarse en el suelo a los pies del escocés, el cual le dio una patada con irritación. Los tambores seguían retumbando, las trompetas emitían una mezcolanza de notas y los defensores gritaban a los franceses, que de nuevo empujaron las palancas sin que la torre se moviera. Y fue entonces cuando los defensores navarros desvelaron su última arma.

Era una espringal, una ballesta descomunal que se había montado en el muro y que cuatro hombres tensaban accionando unas manivelas metálicas. Disparaba unos virotes de tres pies de largo y gruesos como una muñeca. La guarnición había optado por mantenerla oculta hasta que la torre estuviera a tan solo unos cien pasos de distancia, pero la desorganización de los franceses los había convencido para utilizarla entonces. Retiraron la gran pantalla de madera que había resguardado el arma y soltaron su flecha de metal.

El proyectil golpeó la parte delantera de la torre, la empujó hacia atrás y fue tanta la fuerza que le dio la verga reforzada de acero de la ballesta gigante, que por lo menos medía diez pies de punta a punta, que la gran cabeza de hierro atravesó cuero y madera y se clavó hasta la mitad en la parte delantera de la torre. Saltaron chispas y una de las pieles se dobló y dejó a la vista las planchas de madera que había debajo. Tres flechas incendiarias se clavaron en la madera desnuda con un ruido sordo mientras la espringal se flechaba laboriosamente.

—¡Haced retroceder esa maldita cosa! —dijo el señor de Douglas con un gruñido.

Quizá la torre saliese del agujero si la hacían retroceder en lugar de empujarla para que lo atravesara. Entonces podría llenarse el hoyo y hacer avanzar otra vez el enorme armatoste.

—¡Cuerdas! —gritó Geoffrey de Charny—. ¡Traed unas cuerdas!

Los hombres de armas observaban ahora en silencio. La torre estaba ligeramente inclinada y envuelta de un humo fino, pero el problema no resultaba evidente, salvo para los que se encontraban junto a ella. El rey, todavía montado en su caballo blanco, avanzó unas cuantas yardas y se detuvo.

—¿Dios está de nuestro lado? —preguntó a un capellán.

—No podría estar de ningún otro, sire.

—Entonces por qué… —El rey empezó a hacer la pregunta y decidió que era mejor no obtener la respuesta. El humo ya se hacía más denso en el lado derecho de la torre, que se estremeció cuando un segundo proyectil de la espringal alcanzó su objetivo. Un hombre de armas se alejó cojeando de las palancas con el muslo atravesado por una flecha mientras los escuderos corrían cargados con cuerdas, pero ya era demasiado tarde.

De pronto se vio fuego en el piso central. Por un momento solo hubo una gran nube de humo, pero luego aparecieron unas llamas que atravesaron la grisura. Las planchas del lado derecho estaban en llamas y no había suficiente agua para apagar aquel fuego.

—Dios puede ser muy veleidoso —dijo el rey con amargura, dando media vuelta y alejándose. Un hombre agitaba una bandera de un lado a otro en las murallas, regocijándose con la derrota francesa. Los tambores y trompetas dejaron de sonar. Los hombres gritaban en la torre, y saltaban de ella para escapar de la hoguera.

Roland no se dio cuenta del fuego hasta que un humo agitado empezó a entrar por el hueco de la escalera.

—¡Abajo! —gritó—. ¡Abajo! —Los primeros soldados se apresuraron a bajar pero una de sus vainas se quedó atascada en los travesaños y de pronto las llamas inundaron el hueco. El hombre atrapado chilló: se estaba asando en su armadura. Otro saltó por encima de él y se rompió una pierna al caer. El hombre que se quemaba estaba sollozando y Roland corrió a ayudarle, apartando las llamas con sus manos desnudas.

Robbie no hizo nada. Pensó que estaba maldito. Todo lo que tocaba se convertía en cenizas. Falló a Thomas una vez, ahora le fallaba a su tío, se había casado pero su esposa había muerto en su primer parto, y el bebé con ella. «Maldito», pensó, pero siguió sin moverse mientras el humo se hacía cada vez más denso y las llamas lamían la plataforma a sus pies.

En ese instante la torre entera dio un bandazo cuando la alcanzó un tercer proyectil de la espringal. Quedaban tres hombres en la plataforma superior aparte de él y los instó a que intentaran escapar, pero él no podía moverse. Roland bajaba la escalera con un herido y Dios debía de querer mucho al caballero virgen, porque un fuerte remolino de viento apartó las llamas y el humo mientras bajaba por los travesaños.

—¡Vámonos! —le gritó un soldado, pero él estaba tan desanimado que no podía moverse.

—Marchaos vosotros —dijo a los hombres que estaban con él—. Marchaos.

Desenvainó su arma pensando que al menos podía morir empuñando la espada y se quedó mirando a los tres soldados que intentaban bajar por el andamiaje de maderos de la parte trasera y abierta de la torre. Sin embargo, la intensidad del fuego los abrasaba y tuvieron que saltar todos para salvar la vida. Uno de ellos resultó ileso porque su caída quedó amortiguada por los hombres que había abajo, pero los otros dos se rompieron unos cuantos huesos.

Una de las cuatro banderas que coronaban la torre estaba ardiendo y las flores de lis se convertían en brillantes cenizas. Finalmente la torre se vino abajo. Al principio empezó a caer despacio, entre chispas y crujidos, pero luego el enorme armatoste se desmoronó con más rapidez, volcando como un barco orgulloso que se fuera a pique. Los hombres se alejaron corriendo de la base. Robbie seguía sin poder moverse. Roland había llegado al suelo y el escocés estaba solo encima de la torre que se derrumbaba, aferrado al grueso montante. Se vino abajo pesadamente en medio de una explosión de chispas.

Robbie salió despedido y rodó entre unas llamas pequeñas y un humo espeso, pero dos franceses lo vieron y se adentraron en la humareda para sacarlo. El golpe lo había dejado inconsciente, pero cuando le echaron agua en la cara y le quitaron la cota de malla vieron que milagrosamente estaba ileso.

—Dios os salvó —dijo uno de los soldados. Los navarros abucheaban en la muralla de Breteuil. Una saeta se clavó en un madero de la torre caída, que ahora era un infierno de madera en llamas—. Debemos alejarnos de aquí —dijo el hombre que había rescatado a Robbie.

El otro le trajo la espada mientras el primero lo ayudaba a levantarse y lo guiaba hacia las tiendas francesas.

—Roland, ¿dónde está Roland? —preguntó Robbie. Una última flecha lo persiguió, pero cayó inútilmente en el barro. Aferró su espada. Estaba vivo, pero ¿por qué? Tenía ganas de llorar, pero no se atrevía porque era un soldado. ¿Un soldado de quién? Él era escocés, pero si no podía luchar contra los ingleses, ¿cuál era su utilidad?

—Dios os salvó, amigo mío —le dijo Roland de Verrec, que no había sufrido ningún daño con la destrucción de la torre. El francés extendió la mano para ayudar a Robbie a mantener el equilibrio—. Tenéis un destino sagrado —afirmó.

—¡Un torneo! —exclamó otra voz con un gruñido.

Robbie, aún aturdido, vio a su tío, el señor de Douglas, entre la humareda de la torre en llamas.

—¿Un torneo? —preguntó.

—¡El rey regresa a París y quiere un torneo! ¡Un torneo! ¡Los ingleses se están meando por todo su territorio y él quiere jugar!

—No lo entiendo —masculló Robbie.

—¿No hubo alguien que tocaba el laúd mientras ardía su ciudad?

—Nerón —contestó—. Creo.

—Nosotros vamos a jugar a los torneos mientras los ingleses se mean por toda Francia. No, mientras mean no, mientras sueltan unos enormes zurullos apestosos por todo el valioso territorio del rey Juan. ¿Y acaso a él le importa una mierda? ¡Él quiere un torneo! De modo que ve a por tus caballos, recoge los bártulos y preparémonos para ponernos en marcha. ¡Un torneo! ¡Tendría que haberme quedado en Escocia!

Robbie miró a su alrededor buscando a Roland. No sabía bien por qué, solo sabía que admiraba al joven francés y si alguien podía explicar los motivos por los que Dios les había infligido esta derrota, sin duda era Roland. Pero este estaba inmerso en una conversación con un hombre que llevaba una librea que él no conocía. El jubón de aquel hombre mostraba un caballo verde encabritado en un campo blanco y él no había visto a nadie con esa insignia en el ejército del rey Juan.

El hombre hablaba en voz baja y con fervor con Roland, y pareció que este le hacía unas cuantas preguntas antes de estrechar la mano del desconocido. Cuando Roland se volvió hacia donde él estaba, tenía el rostro bañado de felicidad. Quizá el resto del ejército del rey estuviera abatido porque las esperanzas de Francia eran un montón de madera quemada en un campo mojado, pero Roland de Verrec estaba radiante de alegría.

—Me han dado una misión —le explicó a Robbie—. ¡Una misión!

—Va a haber un torneo en París. Estoy seguro de que os van a necesitar.

—No —dijo Roland—. ¡Hay una doncella en apuros! La han raptado. Un villano se la ha arrebatado a su legítimo esposo y me han encargado su rescate.

Robbie no pudo hacer otra cosa más que quedarse mirando boquiabierto al caballero virgen. Roland había hablado con suma seriedad, como si creyera que de verdad era un caballero de uno de los romances que cantaban los trovadores.

—Os pagarán generosamente, sire —terció el caballero de jubón verde y blanco.

—El honor de la misión ya es suficiente pago —declaró Roland de Verrec, pero se apresuró a añadir—: Aunque si vuestro señor el conde me ofreciera una pequeña muestra de gratitud le estaría agradecido, por supuesto. —Hizo una reverencia a Robbie—. Volveremos a encontrarnos —vaticinó—, y no olvidéis lo que os dije: habéis sido salvado para un gran propósito. Sois bienaventurado. ¡Y yo también! ¡Una misión!

El señor de Douglas se quedó mirando a Roland de Verrec mientras este se alejaba.

—¿De verdad es virgen? —preguntó con incredulidad.

—Él lo jura —contestó Robbie.

—No me extraña que tenga un brazo derecho tan fuerte —dijo el señor de Douglas—, pero debe de estar más loco que un hatajo de jodidas cabras.

Roland de Verrec tenía una misión y Robbie lo envidiaba.