El conde de Labrouillade estaba impaciente por abandonar Villon y alcanzar la seguridad de su propia fortaleza que, al poseer un foso y puente levadizo, se hallaba a salvo del método de le Bâtard de abrir puertas con pólvora. Y el conde necesitaba ponerse a salvo porque estaba seguro de que le Bâtard no tardaría en tener una disputa con él. Así pues, había dejado a los hombres del obispo que retuvieran el recién capturado castillo de Villon mientras que él y su ejército, sesenta hombres de armas y cuarenta y tres ballesteros, volvían a toda prisa a Labrouillade.
No obstante, los cautivos ralentizaron su viaje. Había contemplado pegar una paliza a Bertille en Villon, incluso había ordenado a uno de sus criados que le trajera un látigo de los establos del castillo, pero luego había pospuesto el castigo para apresurar su regreso a casa. Aun así quería humillarla y, para tal fin, había llevado un carro desde Labrouillade. Este llevaba en los establos desde que le alcanzaba la memoria y tenía una jaula lo bastante grande como para contener a un oso bailarín o a un toro de lidia, y probablemente se hubiera construido para ese propósito. O tal vez uno de sus antepasados había utilizado el carro para transportar a los prisioneros o a los mastines salvajes que se empleaban para cazar jabalíes, pero cualquiera que fuera su función original, ahora el pesado carro era una jaula para su esposa. Al conde de Villon, débil y ensangrentado, lo transportaban en otro carro. Si vivía, el conde tenía pensado encadenarlo desnudo en su patio como blanco de burla y poste para que mearan los perros, y dicha perspectiva le animó mientras avanzaba lenta y pesadamente hacia el sur.
Había mandado a una docena de jinetes con armas ligeras hacia el este. Su trabajo era seguir de cerca a los mercenarios de le Bâtard y volver para informar de si los ingleses le perseguían. Aunque ahora eso parecía poco probable, pues su capellán tenía buenas noticias.
—Sospecho que lo ha llamado su señor feudal, sire —reveló este.
—¿Quién es su señor?
—El conde de Northampton, sire.
—¿En Inglaterra?
—El monje ha viajado desde allí, sire —explicó el capellán—, y sospechaba que a le Bâtard le ordenaban unirse al príncipe de Gales. Dijo que el mensaje era urgente.
—Espero que tengáis razón.
—Es la mejor explicación, sire.
—Y si tenéis razón, le Bâtard se irá a Burdeos, ¿eh? ¡Desaparecerá!
—Aunque puede ser que vuelva, sire —le advirtió el padre Vincent.
—Con el tiempo. Tal vez, con el tiempo —repuso Labrouillade con despreocupación.
No estaba preocupado, porque si le Bâtard iba a Gascuña, él tendría tiempo para reunir a más hombres y reforzar su fortaleza. Aminoró el paso de su caballo y dejó que los carros lo alcanzaran para poder mirar a su enemigo desnudo y ensangrentado. Estaba satisfecho. Villon sufría terribles dolores y Bertille podía esperar el castigo que merecía una adúltera. Decidió que la vida era bella.
Su esposa lloraba. El sol se alzaba más en el cielo y calentaba el día. Los campesinos se arrodillaban a su paso. El camino ascendía por las colinas que separaban las tierras de Villon de las de Labrouillade y, aunque en las primeras había habido muerte, en las segundas habría regocijo porque su señor se había vengado.
Paville se encontraba a unas dos horas de camino a caballo desde el castillo caído. En otro tiempo había sido una ciudad próspera, famosa por su monasterio y por la excelencia de su vino, pero ahora solo quedaban allí treinta y dos monjes y en la pequeña ciudad vivían menos de doscientas personas. Había llegado la peste y la mitad de los ciudadanos estaban enterrados en los campos junto al río. Las murallas de la ciudad se desmoronaban y los viñedos del monasterio estaban asfixiados por las malas hierbas.
El hellequin se reunió en el mercado frente al monasterio, donde trasladaron a los heridos a la enfermería. Llevaron a los caballos al paso para enfriarlos y repararon las flechas. El hermano Michael quería ir a buscar algo para comer, pero le Bâtard lo abordó.
—Seis de mis hombres se están muriendo ahí dentro —señaló el monasterio con un gesto de la cabeza—, y hay otros cuatro que quizá no sobrevivan. Sam me ha dicho que trabajasteis en una enfermería, ¿no?
—Sí —respondió el monje—, pero también tengo un mensaje escrito para vos.
—¿De quién?
—Del conde de Northampton, señor.
—No me llaméis así. ¿Qué es lo que quiere Billy? —Le Bâtard esperó una respuesta y, al no obtener ninguna, frunció el ceño—. ¡No me digáis que no habéis leído la carta! ¿Qué es lo que quiere?
—¡No la leí! —protestó el hermano Michael.
—¿Un monje honesto? El mundo es testigo de un milagro. —Le Bâtard hizo caso omiso del mensaje que el monje le ofrecía—. Id a atender a mis heridos. Ya leeré la carta más tarde.
El hermano Michael estuvo trabajando durante una hora ayudando a otros dos monjes a lavar y vendar heridas. Cuando hubo terminado, salió de nuevo a la luz del sol y vio a dos hombres que contaban un enorme montón de monedas que parecían de mala calidad.
—El acuerdo —le estaba diciendo le Bâtard al abad— era que el pago debía hacerse en genovinos.
El abad parecía preocupado.
—El conde insistió en reemplazar las monedas —se defendió.
—¿Y vos lo permitisteis? —le preguntó le Bâtard. El abad se encogió de hombros—. Nos ha engañado —afirmó—. ¡Y vos lo habéis permitido!
—Envió a hombres de armas, señor —replicó el abad con tristeza.
Labrouillade había accedido a pagar los honorarios de le Bâtard en genovinos, que eran unas buenas monedas de oro, de confianza en todas partes, pero desde que los mercenarios comprobaron el pago, el conde había enviado a unos hombres a llevarse los genovinos y reemplazarlos por una mezcla de óbolos, écus, agnos, florines, denarios y bolsas de peniques, de las cuales ninguna era de oro y la mayoría estaban devaluadas o recortadas. Y, aunque el valor nominal de las monedas era el de la cantidad acordada, valían menos de la mitad.
—Sus hombres me aseguraron que el valor es el mismo, señor —añadió el abad.
—¿Y vos les creísteis? —le preguntó con amargura.
—Protesté —confesó el abad, preocupado por si no recibía el pago acostumbrado por guardar el dinero.
—Estoy seguro de que lo hicisteis —replicó el mercenario en un tono que sugería lo contrario. Aún llevaba su armadura negra, pero se había quitado el bacinete dejando al descubierto un cabello corto y oscuro—. Labrouillade es un idiota, ¿verdad?
—Un idiota avaricioso —coincidió el abad con entusiasmo—. Y su padre era peor. Antaño, el feudo de Labrouillade comprendía todo el territorio desde aquí hasta el mar, pero su padre perdió casi toda la zona sur en el juego. El hijo tiene más cuidado con su dinero. Es rico, por supuesto, muy rico, pero no es un hombre generoso. —Al abad se le fue apagando la voz mientras contemplaba los montones de monedas de pacotilla, dobladas y deformes—. ¿Qué vais a hacer? —preguntó con nerviosismo.
—¿Hacer? —Él pareció pensar en ello y al cabo de un rato se encogió de hombros—. Tengo el dinero —dijo al fin—, si se le puede llamar así. —Hizo otra pausa—. Es un asunto para los abogados —decidió finalmente.
—Para los abogados, sí. —El abad, preocupado por si le echaban la culpa de la sustitución de las monedas, no pudo ocultar su alivio.
—Pero no en los tribunales del propio conde —añadió el arquero.
—Podéis contar con mi apoyo.
Le Bâtard lanzaba una moneda al aire que recogía con una mano deforme, parecía como si un gran peso le hubiese aplastado los dedos.
—Pues se lo dejaremos a los abogados —anunció, y acto seguido ordenó a sus hombres que pagaran al abad con las monedas buenas que pudieran encontrar en medio de toda esa escoria—. No tengo nada contra vos —añadió, dirigiéndose al aliviado sacerdote, antes de volverse hacia el hermano Michael, que había sacado el pergamino de la bolsa e intentaba entregárselo—. Un momento, hermano.
Se acercaban una mujer y un niño. El hermano Michael no los había visto hasta entonces, pues viajaban con las otras mujeres que seguían al hellequin y que habían esperado a las afueras de Villon durante el asalto al castillo. Pero en aquel momento, el joven monje se fijó en ella. Se fijó y se estremeció. El recuerdo de Bertille lo había perseguido durante todo el día, pero aquella mujer era igual de hermosa, si bien poseía una clase de belleza muy diferente.
Bertille era morena, de figura suave y rasgos dulces, mientras que esta mujer era rubia, dura y llamativa. Era alta, casi tanto como le Bâtard, y su cabello de un pálido color dorado parecía brillar con el sol de principios de invierno. Poseía una mirada inteligente, una boca amplia y una nariz larga. Sobre su cuerpo delgado llevaba una cota de malla que se había bruñido con arena y vinagre hasta parecer de plata. «¡Dios mío —pensó—, pero si deben de salir flores en el suelo que pisa!». El pequeño, un niño que parecía tener unos siete u ocho años, tenía la misma cara que la mujer pero el pelo igual de negro que el de le Bâtard.
—Mi esposa, Genevieve —el mercenario presentó a la mujer—, y mi hijo, Hugh. Este es el hermano… —Hizo una pausa porque no sabía el nombre del monje.
—Hermano Michael —dijo el monje, incapaz de apartar la mirada de la condesa.
—Me ha traído un mensaje —explicó le Bâtard a su esposa, e hizo una seña al monje para indicarle que debía entregar a Genevieve el pliego de pergamino maltrecho en el que el sello del conde ya estaba seco, resquebrajado y mellado.
—Sir Thomas Hookton. —Geneviève leyó el nombre escrito en el pergamino doblado.
—Soy le Bâtard —dijo Thomas. Lo habían bautizado como Thomas y durante la mayor parte de su vida se había llamado Thomas de Hookton, aunque podría llamarse de otras formas si quisiera, pues el conde de Northampton lo había nombrado caballero hacía unos años y, pese a ser hijo bastardo, Thomas tenía derecho a un condado al este de Gascuña. Pero prefería que le conocieran como le Bâtard; suscitaba el temor al diablo en sus enemigos, y un enemigo asustado ya estaba medio vencido. Tomó la misiva de manos de su esposa y puso el dedo debajo del sello, pero entonces decidió que esperaría un poco antes de leer la carta, por lo que se la metió debajo del tahalí y dio unas palmadas para llamar la atención de sus hombres—. ¡Dentro de unos minutos salimos a caballo hacia el oeste! ¡Preparaos! —Dio media vuelta e hizo una reverencia al abad—. Gracias —se despidió con cortesía—, y seguro que los abogados vendrán a hablar con vos.
—Recibirán la ayuda del Cielo —repuso el abad con énfasis.
—Y esto —Thomas añadió más dinero— es para mis heridos. Los atenderéis, y a los que mueran los enterraréis y haréis que se digan misas por ellos.
—Por supuesto, señor.
—Y volveré para comprobar que los tratáis como es debido.
—Esperaré vuestro regreso con alegría, sire —mintió el abad.
El hellequin montó y las monedas malas se echaron en bolsas de cuero que a su vez fueron colocados a lomos de caballos de carga mientras Thomas se despedía de los hombres en la enfermería. Luego, cuando el sol aún estaba bajo en el este, cabalgaron hacia el oeste. El hermano Michael montaba al lado de Sam en un caballo que le habían prestado. Este, a pesar de su rostro juvenil, era sin duda uno de los jefes de los arqueros.
—¿Le Bâtard utiliza a los abogados con frecuencia? —preguntó el monje.
—Odia a los abogados —respondió Sam—. Si por él fuera enterraría hasta el último de esos malditos en lo más profundo del Infierno y dejaría que el diablo se cagara sobre ellos.
—¿Pero los utiliza?
—¿Si los utiliza? —Sam se echó a reír—. Eso dijo al abad, ¿no es cierto? —Movió la cabeza para señalar hacia el este—. Allí atrás, hermano, hay media docena de hombres que nos están siguiendo. No son muy listos, porque los hemos visto, y en estos momentos ya estarán hablando con el abad. Luego regresarán con su señor y le dirán que nos vieron dirigiéndonos al oeste y que su gorda señoría debería esperar la visita de un hombre de leyes. Pero no la recibirá. Lo que va a tener a cambio es esto. —Dio unas palmaditas a las plumas de ganso de las flechas que llevaba en su bolsa. Algunas de las plumas estaban manchadas de sangre seca de la lucha en Villon.
—¿Queréis decir que vamos a enfrenarnos a él? —preguntó el hermano Michael, que no se dio cuenta de que había dicho «vamos», como tampoco había pensado en por qué seguía con el hellequin en lugar de estar caminando de vuelta a Montpellier.
—Por supuesto que vamos a enfrentarnos a él —contestó Sam con desdén—. El maldito conde nos engañó, ¿no es verdad? De modo que torceremos hacia el sureste en cuanto esos cabrones atontados hayan terminado de charlar con el abad. Porque no nos seguirán para asegurarse de que vamos al oeste. Son de esos cabrones que no piensan en nada más que en la próxima jarra de cerveza que se tomarán, pero Thomas sí piensa. Thomas es un pensador de dos jarras, ya lo creo.
Thomas escuchó el cumplido y se dio la vuelta en la silla de montar.
—¿Solo dos jarras, Sam?
—Tantas como quieras —respondió Sam.
—Todo depende —Thomas dejó que el hermano Michael lo alcanzara— de si el conde de Labrouillade se queda en ese castillo que le dimos. Sospecho que no lo hará. Allí no se siente seguro, y es un hombre al que le gustan sus comodidades, de manera que creo que se dirigirá al sur.
—¿Y vais a cabalgar para reuniros con él?
—Vamos a cabalgar para tenderle una emboscada —anunció. Se volvió a mirar al sol para calcular la hora—. Con la ayuda de Dios, hermano, le cortaremos el camino esta tarde. —Se sacó el pergamino de debajo del cinturón—. ¿No lo habéis leído?
—¡No! —insistió el hermano Michael, y decía la verdad. Observó a le Bâtard mientras rompía el sello y desplegaba el rígido pergamino y luego miró a Genevieve, que montaba un caballo gris al otro lado del mercenario. Thomas vio la mirada anhelante del monje y le hizo gracia.
—¿Acaso no visteis anoche, hermano, lo que le sucede al que toma a la mujer de otro?
Michael se sonrojó.
—Yo… —empezó a decir, pero se dio cuenta de que no tenía palabras.
—Y además —continuó Thomas—, mi esposa es una hereje. Fue excomulgada por la Iglesia y condenada al Infierno. Lo mismo que yo. ¿No os preocupa eso?
El hermano Michael seguía sin tener nada que decir.
—¿Y por qué seguís aquí? —preguntó Thomas.
—¿Aquí? —El joven monje estaba confuso.
—¿No tenéis órdenes que cumplir?
—Se supone que tengo que ir a Montpellier —confesó el hermano Michael.
—Es por allí, hermano —dijo Thomas señalando al sur.
—Nosotros vamos al sur —terció Genevieve con sequedad—, y creo que al hermano Michael le gustaría disfrutar de nuestra compañía.
—¿Sí? —inquirió Thomas.
—Me alegraría mucho poder hacerlo —respondió, y se preguntó por qué había hablado con tanto entusiasmo.
—Pues bienvenido a las almas perdidas del diablo.
Almas que viraron entonces al sureste para dar una lección a un conde gordo y avaricioso.
El conde de Labrouillade avanzaba con lentitud. Los caballos estaban cansados, el día era cada vez más cálido, la mayor parte de sus hombres sufrían las consecuencias del vino que habían bebido en la ciudad capturada y los carros marchaban pesada y torpemente por el camino lleno de baches. Pero no importaba, porque poco después del mediodía, los hombres que había enviado a espiar a le Bâtard regresaron con las noticias que Labrouillade quería.
El inglés se había dirigido al oeste.
—¿Estáis seguros? —preguntó el conde con brusquedad.
—Lo vimos, mi señor.
—¿Lo visteis hacer qué? —inquirió el conde con desconfianza.
—Contó el dinero, señor, sus hombres se despojaron de la armadura y a continuación salieron hacia el oeste. Todos ellos. Y dijo al abad que enviaría a unos abogados para exigir el pago.
—¡Abogados! —El conde se rio.
—Es lo que dijo el abad, y prometió a su señoría que intercedería por vos en cualquier procedimiento.
—¡Abogados! —El conde se rio otra vez—. ¡Pues no vamos a resolver la disputa en esta vida! —Ahora estaba a salvo y la lentitud de su viaje no importaba. Se detuvo en un triste pueblo y exigió vino, pan y queso, pero no pagó por ninguno de estos alimentos, ya que la recompensa de los campesinos era estar en su presencia, y él creía sinceramente que era suficiente. Después de comer se puso a golpetear los barrotes de la jaula de su esposa con el cuchillo para castrar—. ¿Lo queréis como recuerdo, Bertille? —le preguntó.
Bertille no dijo nada. Tenía la garganta irritada de tanto llorar; sus ojos enrojecidos estaban clavados en la hoja oxidada.
—Voy a afeitaros la cabeza, señora —le prometió el conde—, y os haré ir de rodillas hasta el altar para suplicar perdón. Y puede que Dios os perdone, señora, porque yo no lo haré, y cuando haya terminado con vos iréis a un convento. Fregaréis sus suelos, señora, y lavaréis los hábitos hasta que hayáis expiado vuestros pecados. Después podréis vivir lamentándolo el resto de vuestros miserables días.
Ella continuó sin decir nada y el conde, aburrido porque no provocaba sus ruegos, llamó a sus hombres para que lo subieran a la silla de montar. Se había quitado la armadura y vestía una sobreveste ligera blasonada con su emblema, en tanto que las armaduras de sus hombres iban apiladas en caballos de carga junto con sus escudos y lanzas. Cabalgaban con despreocupación, no se sentían amenazados, así que los ballesteros iban andando detrás de las carretas que acarreaban los sacos del botín.
Seguían un camino serpenteando entre castaños que se adentraba en las montañas. Los cerdos hozaban entre los troncos y el conde ordenó que mataran a un par de ellos porque le gustaba su carne. Los cuerpos de los animales se arrojaron encima de la jaula de la condesa y la sangre goteó sobre su vestido hecho jirones.
A media tarde se aproximaban al paso que los conduciría a sus tierras. Era un lugar elevado con pinos escuálidos y rocas inmensas, y la leyenda contaba que un ejército de sarracenos había luchado y muerto en aquel paso de montaña muchos años atrás. La gente del campo iba allí para echar maldiciones, una práctica que tanto el conde como la Iglesia desaprobaban oficialmente, aunque cuando Bertille se fugó con su amante, él acudió al Paso del Sarraceno donde enterró una moneda, golpeó tres veces la roca de lo alto de la colina y maldijo a Villon.
Pensó que había funcionado. Ahora Villon era un pedazo castrado de sangrienta desdicha encadenado en un carro de estiércol.
Empezaba a oscurecer. El sol se hallaba bajo sobre las colinas del oeste, pero aún quedaba una hora de luz y eso debería bastar para que los cansados soldados cruzaran el paso. Desde allí el camino transcurría recto ladera abajo hasta Labrouillade. Las campanas del castillo repicarían por la victoria del conde y llenarían de júbilo la nueva noche.
Y en aquel preciso momento, voló la primera flecha.
Le Bâtard había conducido a treinta arqueros y veintidós hombres de armas hacia el sur mientras que el resto de su ejército continuaba hacia el oeste con los heridos que aún podían montar. Los caballos estaban cansados, pero mantenían un paso regular por caminos que los hombres ya habían reconocido durante los largos días de espera antes del ataque a Villon.
Thomas leyó el mensaje del conde de Northampton mientras cabalgaba. Lo leyó una vez y luego otra, pero su expresión no dejó traslucir nada. Sus hombres lo observaban y sospechaban que el mensaje podría afectar su futuro, pero él se limitó a doblar el pergamino y a meterlo en una bolsa que llevaba colgando del tahalí.
—¿Nos ha llamado? —preguntó Sam por fin.
—No —respondió Thomas—. ¿Por qué tendría que llamarnos? ¿De qué le sirves tú al conde, Sam?
—¡De nada en absoluto! —contestó Sam. Se alegró de que el conde no hubiera llamado a Thomas de vuelta a Inglaterra o, más probablemente, a Gascuña. El conde de Northampton era el señor feudal de Thomas, su amo, pero no le importaba dejar que Thomas y sus hombres sirvieran como mercenarios. Recibía una parte de las ganancias, que eran muy generosas.
—Dice que debemos estar preparados para unirnos al ejército del príncipe en verano —dijo Thomas.
—El príncipe Eduardo no va a necesitarnos —comentó Sam.
—Podría ser que sí, si el rey de Francia decide empezar con jueguecitos —replicó le Bâtard.
Sabía que el príncipe de Gales estaba causando estragos en el sur de Francia y que el rey Juan no estaba haciendo nada para impedírselo, pero seguro que haría marchar a su ejército si el príncipe llevaba a cabo otra chevauchée, otra incursión. Y Thomas pensó que debía de resultar tentador, porque Francia era débil. El rey de Escocia, aliado de Francia, estaba prisionero en la Torre de Londres, y había ingleses en Normandía, Bretaña y Aquitania. Francia era como un gran ciervo atacado y malherido por los sabuesos.
—¿Y eso es lo único que dice el mensaje? —preguntó Sam.
—No —contestó—, pero el resto no es asunto tuyo, Sam. —Thomas espoleó su caballo para adelantarse e hizo señas a Genevieve para que lo siguiera. Hugh, el hijo de ambos, que iba montado en un pequeño caballo castrado, había seguido a su madre y él le hizo una seña con la cabeza para indicarle que podía acercarse—. ¿Recuerdas a ese fraile dominico que vino a Castillon? —preguntó a Genevieve.
—¿Aquel al que echaste de la ciudad?
—Estaba predicando disparates —repuso agriamente.
—¿Cómo se llamaba su disparate?
—La Malice —contestó Thomas—. Una espada mágica; otra Excalibur. —Escupió.
—¿Por qué te has acordado de él ahora?
Thomas suspiró.
—Porque Billy ha oído hablar de ella. —«Billy» era el señor de Thomas; William Bohun, conde de Northampton. Él pasó la carta a Genevieve—. Parece ser que otro monje dominico predicó en Carlisle y soltaba los mismos disparates. El tesoro de los Siete Señores.
—Y el conde sabe… —empezó a decir Genevieve vacilante, pero se calló.
—Que soy uno de los Siete Señores. —Algunas personas los habían llamado los Siete Señores Oscuros del Infierno, y estaban todos muertos, pero sus descendientes vivían. Thomas era uno de ellos—. De manera que Billy quiere que encontremos el tesoro. —Pronunció las últimas tres palabras con desprecio—. Y cuando lo hagamos, tenemos que entregárselo al príncipe de Gales.
Genevieve leyó la carta con el ceño fruncido. Por supuesto, estaba escrita en francés, el idioma de la aristocracia de Inglaterra.
—Los Siete Señores Oscuros la poseían —leyó en voz alta—, y están malditos. Aquel que deba gobernarnos la encontrará y será bendecido.
—Las mismas tonterías —dijo él—. Por lo visto, los frailes dominicos se han emocionado y están difundiendo la historia por todas partes.
—¿Y dónde vas a buscar?
Thomas quería decir que en ninguna parte, que ese disparate no valía ni un momento de su tiempo, pero el abate Planchard, el mejor hombre que había conocido jamás, un cristiano que era de verdad como Jesucristo y que también descendía de uno de los Señores Oscuros, tenía un hermano mayor.
—Hay un lugar llamado Mouthoumet —contestó—, en Armagnac. No se me ocurre ningún otro sitio donde buscar.
—«No nos falléis en esto». —Geneviève leyó en alto la última línea de la carta.
—A Billy se le ha contagiado la locura —comentó él, divertido.
—¿Pero nos vamos a Armagnac?
—En cuanto hayamos terminado aquí —respondió. Porque antes de poder ir a buscar el tesoro, había que enseñarle al conde de Labrouillade que la avaricia tenía un precio. De modo que le Bâtard tendió la emboscada.
En París llovía. Caía una lluvia incesante que diluía la suciedad en las alcantarillas y diseminaba su hedor por las estrechas calles. Los mendigos se acuclillaban debajo de los voladizos de las casas, tendiendo unas manos flacas a los jinetes que se abrían paso por la puerta de la ciudad. Eran doscientos hombres de armas, hombres corpulentos montados en caballos grandes que iban envueltos en capas de lana y tenían unos cascos de acero que les protegían la cabeza de la lluvia. Iban mirando a su alrededor mientras cabalgaban bajo la lluvia y era evidente que estaban asombrados por aquella ciudad tan grande. Los parisinos que se refugiaban bajo los salientes de los pisos se fijaron en el aspecto salvaje y extraño de aquellos hombres; como guerreros de una pesadilla.
Muchos de ellos llevaban barba y todos tenían el rostro curtido por los elementos y marcado por la guerra. Aquellos eran soldados de verdad, no eran seguidores de un gran señor que pasaban la mitad de su tiempo peleándose dentro de los límites del castillo, sino hombres que cargaban con sus armas a través de la nieve, el viento y el sol; hombres que montaban caballos con cicatrices de batalla y que llevaban escudos maltrechos. Hombres que matarían por el precio de un botón. Un portaestandarte cabalgaba junto a los hombres de armas y su bandera empapada por la lluvia mostraba un gran corazón rojo.
Detrás de estos doscientos hombres de armas iban los caballos de carga, más de trescientos, cargados con bolsas, lanzas y armaduras. Los escuderos y criados que los guiaban iban vestidos con mantas, o al menos eso les parecía a los que miraban. Llevaban dichas prendas, poco más que harapos mugrientos y apelmazados, echadas sobre un hombro, desde donde la tela los envolvía y quedaba sujeta mediante un cinturón en la cintura. Los criados iban sin calzones, aunque nadie se rio de ellos porque llevaban armas al cinto, ya fueran toscas espadas largas con empuñaduras sencillas, hachas melladas o cuchillos de desollar. Eran armas del campo, pero daba la impresión de que se les había dado mucho uso. Con los criados había mujeres que vestían con el mismo estilo bárbaro, con las piernas desnudas enrojecidas y llenas de barro. Llevaban el pelo suelto, pero ningún parisino osaría burlarse de ellas, aquellas mujeres harapientas iban armadas igual que los hombres y parecían igual de peligrosas que ellos.
Los jinetes y sus criados se detuvieron junto al río en el centro de la ciudad y allí se dividieron en pequeños grupos, cada uno de los cuales iría a buscarse alojamiento. Pero un grupo de media docena de hombres, asistidos por unos criados que iban mejor vestidos que los demás, cruzaron el puente para dirigirse a una de las islas del Sena. Recorrieron los callejones estrechos y tortuosos, hasta que llegaron a una torre de entrada dorada en la que montaban guardia unos lanceros con librea. Dentro había un patio, establos, una capilla y unas escaleras que llevaban al palacio real. La media docena de jinetes fueron recibidos con reverencias, se hicieron cargo de sus caballos y fueron conducidos por escaleras y pasillos hasta sus aposentos.
A William, señor de Douglas y jefe de los doscientos hombres de armas, le dieron una habitación con vistas al río. Las ventanas estaban tapadas con unas planchas de cuerno, pero él las sacó dando unos golpes para dejar entrar el aire húmedo en la habitación, en la que un gran fuego ardía en una chimenea grabada con el real escudo de armas francés. El señor de Douglas se quedó de pie junto al fuego mientras los sirvientes le traían ropa de cama, vino, comida y tres mujeres.
—Podéis elegir, mi señor —le dijo el mayordomo.
—Me quedaré con las tres —declaró Douglas.
—Sabia elección, mi señor —repuso el mayordomo con una reverencia—. ¿Desea alguna otra cosa Su Señoría?
—¿Está aquí mi sobrino?
—Sí, mi señor.
—Pues quiero verle.
—Irán a buscarle —aseguró el mayordomo—, y Su Majestad os recibirá para cenar.
—Decidle que la perspectiva me llena de alegría —respondió Douglas de manera inexpresiva.
William, señor de Douglas, tenía veintiocho años y aparentaba cuarenta. Tenía una corta barba castaña, un rostro lleno de cicatrices de una docena de escaramuzas y unos ojos fríos como el cielo de invierno. Hablaba un francés perfecto, puesto que había pasado gran parte de su niñez en Francia aprendiendo las costumbres de los caballeros franceses y perfeccionando sus habilidades con la espada y la lanza, pero hacía ya diez años que había vuelto a Escocia, donde se había convertido en el jefe del clan Douglas y en miembro del Consejo Escocés. Él se había opuesto a la tregua con Inglaterra, pero el resto del Consejo había insistido y, por lo tanto, el señor de Douglas había llevado a sus guerreros más feroces a Francia. Si no podían combatir a los ingleses en casa, lanzaría a sus soldados contra el enemigo en Francia.
—Quitaos la ropa —ordenó a las tres chicas.
Por un instante ellas pusieron cara de asombro, pero la expresión de su sombrío rostro las convenció para obedecer. Las tres pensaron que era un hombre bien parecido, alto y musculoso, pero tenía rostro de guerrero; duro como una espada y sin compasión. La noche prometía ser larga. Las tres estaban desnudas cuando llegó el sobrino de Douglas. No era mucho más joven que su tío, tenía un rostro ancho y jovial y llevaba un jubón de terciopelo ribeteado con un bordado de oro, sobre unas medias ceñidas de color celeste metidas en unas botas de cuero suave adornadas con borlas de hilo dorado.
—¿Qué diantre llevas puesto? —preguntó Douglas.
El joven tiró del dobladillo bordado del jubón.
—Es lo que lleva todo el mundo en París.
—¡Santo Cielo, Robbie, pareces una puta de Edimburgo! ¿Qué opinas de estas tres?
Sir Robert Douglas se dio la vuelta y examinó a las tres chicas.
—Me gusta la del medio —declaró.
—¡Santo Dios! Está tan flaca que podrías usarla de aguja. A mí me gustan las mujeres que tienen carne en los huesos. Dime, ¿qué ha decidido el rey?
—Esperar acontecimientos.
—¡Santo Dios! —exclamó Douglas de nuevo, y se acercó a la ventana para mirar al río, moteado por la lluvia. El hedor de las aguas residuales se desprendía de la lenta corriente arremolinada—. ¿Sabe lo que se avecina?
—Se lo he dicho —respondió Robbie.
Lo habían enviado a París para negociar condiciones con el rey Juan y acordaron que el rey francés pagaría y armaría a los hombres de su tío. Ahora dichos hombres habían llegado y el señor de Douglas estaba impaciente por darles rienda suelta.
Había fuerzas inglesas en Flandes, en Bretaña y en Gascuña. El príncipe de Gales estaba destruyendo el sur de Francia y él quería tener la oportunidad de matar a algunos de esos cabrones. Odiaba a los ingleses.
—¿Sabe que es probable que Eduardito ataque en el norte el año que viene? —preguntó Douglas. Eduardito era el príncipe de Gales.
—Ya se lo dije.
—¿Y está vacilando?
—Está vacilando —confirmó Robbie—. Le gustan los banquetes, la música y el entretenimiento. No es muy amante de los soldados.
—Pues tendremos que darle unas pocas de agallas a ese condenado, ¿no?
En los últimos años Escocia no había sufrido más que desastres. La peste había llegado y vaciado los valles de habitantes, pero casi diez años antes, en Durham, un ejército escocés había sido derrotado y el rey de Escocia había caído prisionero de los odiados ingleses. Ahora el rey David estaba prisionero en la Torre de Londres y los escoceses, para recuperarlo, tenían que pagar un rescate tan elevado que empobrecería el reino durante años.
Pero el señor de Douglas consideraba que el rey podía ser restituido de otra forma, a la manera de un soldado, y ese era el motivo principal por el que había llevado a sus hombres a Francia. En primavera probablemente el príncipe de Gales saldría de Gascuña con otro ejército, que haría lo que siempre hacían los ejércitos ingleses: violar, incendiar, saquear y destruir. El propósito de esa chevauchée era obligar a los franceses a lanzarse contra ellos. Entonces los temidos arqueros ingleses se pondrían a trabajar y Francia sufriría otra derrota. Sus grandes hombres caerían prisioneros y sus rescates enriquecerían aún más a Inglaterra.
Pero el señor de Douglas sabía cómo derrotar arqueros, ese era el don que traía a Francia, y si podía convencer al rey francés de que se opusiera a Eduardito, veía la posibilidad de una gran victoria, en la cual tenía pensado capturar al príncipe. Lo retendría para cobrar un rescate. Un rescate igual al del rey de Escocia. Creía que podía hacerse, solo hacía falta que el rey de Francia quisiera luchar.
—¿Y tú, Robbie? ¿Tú lucharás?
Robbie se sonrojó.
—Hice un juramento.
—¡Al diablo tu maldito juramento!
—Hice un juramento —insistió Robbie.
Él había sido prisionero de los ingleses, pero lo habían soltado y su rescate se saldó bajo la promesa de no volver a combatir contra los ingleses jamás. La promesa se la habían arrancado y el rescate lo había pagado su amigo, Thomas de Hookton, y Robbie había mantenido su juramento durante ocho años, pero ahora su tío lo presionaba para que lo rompiera.
—¿Qué dinero tienes, muchacho?
—Tu dinero, tío.
—¿Y te queda algo? —Douglas aguardó y vio que su sobrino se avergonzaba—. Así pues, ¿te lo has gastado todo en el juego?
—Sí.
—¿Tienes deudas?
Robbie asintió.
—Si quieres más, muchacho, lucha. Quítate esa chaqueta de puta y ponte una cota de malla. ¡Por el amor de Dios, Robbie, eres un buen soldado! ¡Te necesito! ¿Es que no tienes orgullo?
—Hice un juramento —repitió obstinadamente.
—Pues ya puedes deshacerlo. O convertirte en un indigente. Me trae sin cuidado. Y ahora toma a esa zorra flaca y demuestra que eres un hombre. Te veré luego en la cena.
Que sería cuando el señor de Douglas intentaría hacer un hombre del rey de Francia.
Los arqueros estaban alineados en el bosque. Tenían los caballos atados a unas estacas a unas cien yardas de distancia, vigilados por dos hombres, pero los hombres se dirigieron a toda prisa a la linde de los árboles y, cuando los jinetes que iban a la cabeza de la desordenada columna del conde de Labrouillade estuvieron a menos de un centenar de yardas, soltaron las flechas.
El hellequin se había hecho rico por dos razones. La primera era su líder, Thomas de Hookton, que era un buen soldado, un pensador ágil y un hombre inteligente en la batalla, aunque en el sur de Francia había muchos hombres que podían igualar la inteligencia de le Bâtard. Lo que no podían hacer era desplegar la segunda ventaja del hellequin, el arco de guerra inglés, que era lo que había enriquecido a Thomas y a sus hombres.
Era un objeto sencillo. Una duela de tejo un poco más larga que la estatura de un hombre y preferiblemente cortada en uno de los territorios próximos al Mediterráneo. El fabricante de arcos daría forma a la duela manteniendo el duramen a un lado y la elástica albura al otro, la pintaría para atrapar la humedad en la madera y luego le pondría dos puntas de cuerno que sostenían la cuerda, tejida con fibras de cáñamo. A algunos arqueros les gustaba añadir mechones de pelo de su mujer a la cuerda, pues afirmaban que evitaba que las cuerdas se rompieran, pero Thomas, en doce años de combate, no había encontrado diferencia. La cuerda se reforzaba en el punto en el que descansaba la flecha. Y eso era el arco de guerra; un arma de campesino hecha de tejo, cáñamo y cuerno que disparaba una flecha hecha de fresno, carpe o abedul con punta de acero y empendolada con plumas del ala de un ganso, todas de la misma ala para que las plumas se curvaran en la misma dirección.
El arco de guerra era barato y letal. El hermano Michael no era un hombre débil, pero no podía tirar de la cuerda de un arco más de una mano de distancia. En cambio los arqueros se llevaban la cuerda hasta las orejas y lo hacían unas dieciséis o diecisiete veces por minuto. Tenían músculos de acero, muy desarrollados en la espalda, el pecho ancho y los brazos gruesos. El arco era inútil sin esos músculos. Cualquiera podía disparar una ballesta, y una buena ballesta superaba el alcance de un arco de tejo, pero costaba cien veces más fabricarla y se tardaba cinco veces más en recargar; mientras el ballestero accionaba el cranequín para tensar la cuerda, el arquero inglés apuntaría bien y lanzaría una docena de flechas.
Los arqueros ingleses y galeses empezaban a entrenarse de niños, como Hugh, el hijo de Tomas. El muchacho tenía un arco pequeño y su padre esperaba de él que disparara trescientas flechas cada día. Tenía que disparar, disparar y disparar hasta que ya no tuviera que pensar adónde iría la flecha, sino que se limitara a soltarla sabiendo que el proyectil se dirigiría al punto que él quería. Cada día se le irían desarrollando los músculos hasta que, dentro de diez años, Hugh estaría listo para formar parte de la línea de arqueros y soltar la muerte con plumas de ganso con un gran arco de guerra.
Thomas tenía a treinta arqueros apostados en la linde del bosque, que en el medio minuto inicial lanzaron más de ciento cincuenta flechas. No fue una batalla sino una masacre. Una flecha podía atravesar una cota de malla a doscientos pasos de distancia, pero ninguno de los hombres del conde de Labrouillade llevaba armadura ni escudo, lo habían cargado todo en los caballos de carga. Algunos de ellos llevaban cotas de cuero, pero todos se habían despojado de las placas o la malla, con lo que las flechas hendieron el aire y cayeron sobre ellos hiriendo a hombres y caballos y sumiéndolos en un caos instantáneo.
Los ballesteros iban a pie y muy por detrás de los jinetes del conde, y de todos modos iban cargados con los sacos del botín. Tardarían varios minutos en estar listos para la batalla y Thomas no les daría ese tiempo. Mientras las flechas se clavaban en los caballos que chillaban y en los jinetes caídos, Thomas salió del bosque con sus veintidós hombres de armas y los condujo hacia el flanco del conde.
Los hombres de Thomas iban montados en corceles, los grandes sementales que podían llevar el peso de un hombre, la armadura y las armas. No habían llevado lanceros porque sus armas eran pesadas y hubieran retrasado la marcha. Desenvainaron en cambio las espadas, o empuñaron hachas y mazas. Muchos llevaban un escudo pintado con la insignia de barras negras de le Bâtard y, en cuanto salieron de los árboles, Thomas hizo virar la línea para enfrentarse al enemigo y dejó caer la hoja de su espada como señal para avanzar.
Avanzaron al trote, rodilla con rodilla. La alta hierba de la pradera estaba salpicada por unas cuantas rocas y los jinetes se separaban para bordearlas y volvían a juntarse. Llevaban cota de malla. Algunos de ellos habían añadido piezas de chapa, como un peto, o quizá un espaldar para proteger los hombros, y todos llevaban bacinete, el casco sencillo de cara descubierta con el que el soldado podía ver durante la batalla.
Las flechas seguían cayendo. Algunos de los jinetes del conde intentaban escapar tirando de las riendas de sus monturas para volver hacia el norte, pero los caballos heridos amontonados les obstruían el paso y vieron que la línea negra de hombres de armas del hellequin se acercaba por un flanco. Algunos, desesperados, desenvainaron las espadas. Unos cuantos lograron huir y salieron a toda prisa hacia el bosque del norte, donde se encontrarían los ballesteros, mientras que otro grupo se reunió en torno a su señor, el conde, que tenía una flecha clavada en el muslo a pesar de las órdenes de Thomas de que no había que matarlo. «Un muerto no puede pagar sus deudas —había dicho—, así que disparad a cualquier otro, pero aseguraos de que Labrouillade viva». Ahora el conde estaba intentando hacer dar la vuelta a su caballo, pero pesaba demasiado y el animal estaba herido y no podía girar. Mientras tanto, los miembros del hellequin espolearon sus monturas a medio galope, bajaron las espadas en posición de ataque y las flechas dejaron de caer.
Los arqueros se detuvieron por miedo a alcanzar a sus propios jinetes, dejaron de lado los arcos, sacaron las espadas y corrieron a sumarse a la matanza junto a los hombres de armas.
El sonido de la carga al alcanzar su objetivo era como el de las cuchillas de carnicero golpeando las reses muertas. Los hombres gritaban. Algunos de ellos soltaron las espadas y extendieron las manos en muda rendición. Thomas, que no se encontraba tan cómodo a caballo como con el arco, lanzó una estocada que fue parada por una espada con estrépito, su golpe se desvió y la espada alcanzó el cuero sin causar daños. Él volvió a echar la hoja hacia atrás y luego lanzó un tajo contra el pelo rojo de aquel hombre. Este cayó de la silla. El hellequin estaba dando la vuelta para acabar con el enemigo.
Un jinete que llevaba un sombrero negro con un penacho de largas plumas blancas tiró una estocada dirigida al vientre de le Bâtard. La hoja resbaló en su malla y ejecutó un salvaje revés que cortó la cara del atacante en el preciso momento en el que Arnaldus, uno de los gascones que había en el hellequin, le atravesaba la columna vertebral con otra espada. El jinete del conde soltó un sonido agudo y penetrante y se puso a temblar de manera incontrolada al tiempo que la sangre manaba de su rostro destrozado. Dejó caer la espada y Arnaldus volvió a atravesarlo. Cayó lentamente de lado. Un arquero sujetó las riendas del caballo del moribundo, era el último en ofrecer resistencia.
Los hombres del conde habían sido sorprendidos y tuvieron que combatir en una escaramuza desigual contra soldados con armadura que se pasaban la vida batallando, de modo que la lucha terminó en cuestión de segundos. Una docena logró escapar, el resto cayó muerto o prisionero y al conde también lo capturaron.
—¡Arqueros! —gritó Thomas—. ¡Los arcos!
Su trabajo consistiría en vigilar el bosque del norte por si los ballesteros tenían ánimo para luchar, aunque dudaba que quisieran hacerlo después de que su señor hubiera sido capturado. Una docena de arqueros recogían flechas, las cortaban de los caballos muertos o heridos, las recogían del suelo y llenaban sus bolsas. A los prisioneros los reunieron a un lado y les obligaron a rendir sus armas mientras Thomas dirigía su caballo al paso hacia el lugar en el que el conde, herido, estaba tumbado en la hierba.
—Mi señor —lo saludó—, me debéis dinero.
—¡Ya recibisteis el pago! —replicó con fanfarronería.
—Sam. —Thomas llamó al arquero—. Si Su Señoría discute conmigo, puedes llenarlo de flechas. —Lo dijo en francés, idioma que Sam entendía, así que tensó su arco y ofreció al conde una alegre sonrisa.
—Mi señor —repitió Thomas—, me debéis dinero.
—Podríais haber llevado el caso a juicio —dijo Labrouillade.
—¿A juicio? ¿Presentar un pleito? ¿Una disputa legal? ¿Demorarlo? ¿Por qué debería dejar que vuestros abogados lo enmienden todo? —Negó con la cabeza—. ¿Dónde están los genovinos que os llevasteis de Paville?
El conde consideró decirle que las monedas seguían estando en el castillo de Villon, pero el arquero tenía la cuerda medio tensada y la expresión de le Bâtard era implacable, de manera que, a regañadientes, le dijo la verdad.
—Están en Labrouillade.
—En tal caso enviaréis a uno de vuestros hombres allí —anunció con cortesía— con órdenes de traer el dinero. Y cuando lleguen los genovinos, mi señor, os dejaremos ir.
—¿Me dejaréis ir? —El conde estaba sorprendido.
—¿De qué me servís? —preguntó Thomas—. Tardarían meses en reunir vuestro rescate, y en ese tiempo consumiríais un valor mucho mayor que el del rescate en comida. No, os dejaré marchar. Y ahora, mi señor, cuando hayáis enviado a buscar las monedas, ¿permitiríais que mis hombres os quitaran esa flecha del muslo?
Hicieron traer a un hombre de armas de entre los prisioneros, le dieron un caballo y lo enviaron al sur con el mensaje. Luego Thomas llamó al hermano Michael.
—¿Sabéis cómo se saca una flecha de la carne?
El joven monje adoptó una expresión alarmada.
—No, señor.
—Pues fijaos en cómo lo hace Sam. Podéis aprender.
—No quiero aprender —soltó el hermano Michael, que pareció avergonzarse.
—¿No queréis aprender?
—No me gusta la medicina —confesó el monje—, pero mi abad se empeñó.
—¿Qué es lo que queréis hacer? —le preguntó Thomas.
Michael puso cara de desconcierto.
—¿Servir a Dios? —sugirió.
—Pues servidle aprendiendo a sacar flechas —sentenció.
—Será mejor que recéis para que sea de punzón —explicó Sam al conde alegremente—. Va a doler de todos modos, pero puedo sacar una flecha de punzón en un abrir y cerrar de ojos. Si es una flecha de carne tendré que cortarla. ¿Estáis listo?
—¿De punzón? —preguntó el conde con voz débil. Sam había hablado en inglés pero el conde lo había entendido a medias.
Sam sacó dos flechas de su bolsa. Una de ellas tenía una punta larga y fina, sin engorras.
—Una flecha de punzón, mi señor. Hecha para atravesar fácilmente la armadura. —Le dio unos golpecitos con la segunda flecha, que tenía una cabeza triangular armada con engorras—. Una flecha para carne —dijo. Se sacó un cuchillo corto del cinturón—. Solo tardaré un momento. ¿Estáis listo?
—¡Ya me atenderá mi médico! —gritó el conde a Thomas.
—Como deseéis, mi señor —respondió Thomas—. ¿Sam? Corta el asta y véndale.
El conde chilló cuando le cortaron la flecha. Thomas se alejó a caballo para ir adonde estaba el señor de Villon tendido en su carro. El hombre estaba hecho un ovillo, desnudo y ensangrentado. Desmontó, ató el caballo a las varas del vehículo y llamó a Villon por su nombre. El conde no se movió, así que trepó al carro, le dio la vuelta y vio que había muerto. En el carro había sangre coagulada como para llenar un par de cubos. Hizo una mueca y bajó de un salto, limpiándose las botas en la hierba pálida antes de acercarse al carro con jaula desde el que la condesa Bertille lo miró con unos ojos como platos.
—El señor de Villon ha muerto —le informó.
—¿Por qué no matasteis al señor de Labrouillade? —preguntó la mujer haciendo un movimiento de la cabeza hacia el lugar en el que estaba su esposo.
—No mato a un hombre por deberme dinero —contestó Thomas—, solo por negarse a pagármelo. —Desenvainó la espada y la utilizó para partir la endeble cerradura de la puerta de la jaula. Luego tendió la mano a la condesa para ayudarla a bajar a la hierba—. Vuestro esposo será libre de marcharse muy pronto —le explicó—. Y vos también, mi señora.
—¡Yo no voy a irme con él! —declaró con aire desafiante. Se dirigió con paso airado hacia donde el conde estaba tendido en la hierba—. Puede dormir con los cerdos —sentenció señalando los dos animales muertos tendidos en lo alto de la jaula—, no notará la diferencia.
El conde intentó ponerse de pie para abofetear a su esposa, pero Sam le estaba vendando la herida con una tira de lino arrancada de la camisa de un muerto y tiró fuerte de la venda, con lo que el conde volvió a chillar de dolor.
—Lo siento, mi señor —se excusó Sam—. Quedaos quieto, sire, solo será un momento.
La condesa le escupió y se alejó.
—¡Traed aquí a esa zorra! —gritó el conde.
La condesa siguió andando, sujetándose el vestido desgarrado contra los pechos. Genevieve le tocó el hombro, le dijo algo y luego se acercó a Thomas.
—¿Qué vas a hacer con ella?
—No es mía como para poder hacer nada con ella —respondió Thomas—, pero no puede venir con nosotros.
—¿Por qué no? —preguntó Genevieve.
—Cuando nos marchemos de aquí —explicó a su esposa— tenemos que ir a Mouthoumet. Podría ser que tuviéramos que luchar para llegar allí. No podemos llevar con nosotros bocas inútiles que nos retrasen.
Genevieve esbozó una breve sonrisa y miró a los ballesteros sentados al borde del bosque del norte. Ninguno de ellos tenía un arma, solo observaban la humillación de su señor.
—Se te ha endurecido el alma, Thomas —comentó en voz baja.
—Soy un soldado.
—Eras un soldado cuando te conocí —replicó Genevieve—, y yo era una prisionera acusada de herejía, excomulgada y condenada a muerte, pero tú te me llevaste contigo. ¿Fui solo una boca inútil?
—Es problemática —afirmó él con irritación.
—¿Y yo no lo era?
—¿Pero qué haremos con ella? —preguntó él.
—Alejarla.
—¿De qué?
—¿De ese cerdo que tiene por marido? —replicó ella—. ¿De un futuro en un convento? ¿De que la hagan pedazos unas monjas resecas que odian su belleza? Tiene que hacer lo que hice yo; encontrar su futuro.
—Su futuro —replicó le Bâtard— es provocar problemas entre los hombres.
—Bien —repuso Genevieve—, porque los hombres ya causan suficientes problemas a las mujeres. Yo la protegeré.
—¡Dios santo! —exclamó Thomas con exasperación, y se volvió a mirar a Bertille.
Pensó que poseía una belleza poco habitual. Sus hombres la miraban con mal disimulado deseo y él no podía culparles; morirían por una mujer como Bertille. El hermano Michael había encontrado una capa enrollada detrás del arzón trasero de la silla del conde, la desplegó de una sacudida, se la llevo a Bertille y se la ofreció para que cubriera su vestido roto. Ella le dijo algo y el joven monje se puso rojo como las nubes del oeste.
—Parece ser que ya tiene un protector —comentó Thomas.
—Yo lo haré mejor —dijo Genevieve, que se acercó al caballo del conde y cogió el cuchillo de castrar manchado de sangre que estaba colgado por una lazada del pomo de la silla. Fue hacia el conde, que se estremeció al ver la hoja y lanzó una mirada furibunda a la mujer que lo miraba con desprecio—. Vuestra esposa vendrá con nosotros —le dijo—, y si lleváis a cabo algún intento de recuperarla yo misma os caparé. Lo haré cortando lentamente y os haré gritar como el cerdo que sois. —Le escupió y se marchó.
«Otro enemigo», pensó Thomas.
Los genovinos llegaron cuando el atardecer empezaba a convertirse en noche. Las monedas iban cargadas en dos caballos y cuando le Bâtard se cercioró de que estaban todas, regresó junto al conde.
—Me quedaré todas las monedas, mi señor; las malas y las buenas. Me habéis pagado dos veces, el segundo pago es por las molestias que me habéis causado hoy.
—Os mataré —le dijo el conde.
—Fue un placer serviros, mi señor —repuso él.
Montó y condujo a sus hombres y a todos los caballos capturados hacia el oeste. Las primeras estrellas salpicaban el cielo que se oscurecía. De pronto hacía frío, había empezado a soplar un viento del norte que traía indicios del invierno.
Él pensó que en la primavera que seguiría habría otra guerra, pero primero tenía que ir a Armagnac.
Así pues, el hellequin cabalgó hacia el norte.