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El mensaje llegó a la ciudad pasada la medianoche y lo trajo un monje joven que había realizado el viaje desde Inglaterra. Había partido de Carlisle en agosto acompañado por otros dos hermanos. Los tres se dirigían a la casa cisterciense de Montpellier donde el hermano Michael, el más joven de todos, iba a aprender medicina y los demás estudiarían en la famosa Escuela de Teología. Habían recorrido toda Inglaterra a pie. Después zarparon de Southampton rumbo a Burdeos, desde donde caminaron tierra adentro. Como a todos los viajeros que emprenden un largo viaje, les habían confiado algunos mensajes. Había uno para el abad de Puys, donde el hermano Vincent había muerto de disentería. Después, Michael y su compañero continuaron hasta Toulouse, donde el hermano Peter cayó enfermo, lo habían enviado al hospital y, por lo que Michael sabía, aún seguía allí. Así pues, ahora el joven monje estaba solo y nada más le quedaba un mensaje por entregar; un pedazo de pergamino maltrecho. Le dijeron que si no viajaba aquella misma noche podría no encontrar al hombre al que iba dirigido.

Le Bâtard —le había explicado el abad de Paville— se mueve con rapidez. Estuvo aquí hace dos días, ahora está en Villon, pero mañana ¿quién sabe?

—¿Le Bâtard?

—Así le llaman por aquí —repuso el abad, que hizo la señal de la cruz, lo cual sugería que el joven monje inglés tendría suerte si sobrevivía a su encuentro con el hombre al que llamaban de ese modo.

En aquellos momentos, después de un día de camino, el hermano Michael contemplaba el valle desde la ciudad de Villon. Le había resultado fácil encontrarla porque, al caer la noche, unas llamas iluminaron el cielo y le sirvieron de almenara. Los fugitivos con los que se cruzaba por el camino le dijeron que Villon estaba ardiendo, de modo que el hermano Michael se limitó a caminar hacia el intenso fuego para poder encontrar a le Bâtard y entregar así su mensaje.

Atravesó el valle con nerviosismo al ver que el fuego se retorcía por encima de los muros de la ciudad y llenaba la noche de una agitada humareda que se volvía rojiza allí donde las llamas se reflejaban. El joven monje pensó que el Cielo de Satanás debía de tener ese mismo aspecto.

Los fugitivos seguían abandonando la ciudad; le aconsejaron que diera media vuelta y huyera porque los demonios del Infierno andaban sueltos por Villon. Él estuvo tentado de hacerlo, muy tentado, pero otra parte de su joven alma tenía curiosidad; nunca había presenciado una batalla. Nunca había visto lo que hacían los hombres cuando daban rienda suelta a la violencia, de manera que siguió andando y depositó su fe en Dios y en el sólido bastón de peregrino que llevaba consigo desde Carlisle.

Los incendios se concentraban en torno a la puerta oeste y sus llamas iluminaban la mole del castillo que coronaba la colina del este. Era el castillo del señor de Villon, así se lo había contado el abad de Paville, y el señor de Villon estaba siendo asediado por un ejército dirigido por el obispo de Lavence y el conde de Labrouillade, que juntos habían contratado al grupo de mercenarios que dirigía le Bâtard.

—¿Cuál es el motivo de su disputa? —había preguntado al abad.

—Tienen dos motivos —respondió este, que hizo una pausa para dejar que un criado le sirviera vino—. El señor de Villon confiscó un carro de pieles que pertenecía al obispo. O al menos eso dice el obispo. —Hizo una mueca, pues el vino era nuevo y áspero—. La verdad es que Villon es un granuja impío y al prelado le gustaría tener otro vecino. —Se encogió de hombros, como si reconociera que la causa de la disputa era trivial.

—¿Y el segundo motivo?

El abad había hecho otra pausa.

—Villon se llevó a la esposa del conde de Labrouillade —admitió al fin.

—Ah. —El hermano Michael no sabía qué más decir.

—Los hombres son pendencieros —había dicho el superior—, pero las mujeres siempre los hacen peores. ¡Mira Troya! ¡Todos esos hombres muertos por una cara bonita! —Observó al joven monje inglés con expresión severa—. Las mujeres trajeron el pecado a este mundo, hermano, y nunca han dejado de hacerlo. Da gracias de que eres un monje y has jurado mantener el celibato.

—Demos gracias a Dios —había corroborado, aunque sin mucha convicción.

Y ahora la ciudad de Villon estaba llena de casas ardiendo y de gente muerta; todo por una mujer, su amante y una carreta llena de pieles.

El hermano Michael se aproximó a la ciudad por el camino del valle, cruzó un puente de piedra y llegó así a la entrada oeste de Villon, donde se detuvo porque las puertas habían sido arrancadas de la piedra del arco por una fuerza tan enorme que no podía imaginarse qué podría haber hecho algo semejante. Los goznes eran de hierro forjado y se habían acoplado a la puerta mediante unas escuadras más largas que el báculo de un obispo, más anchas que la mano de un hombre y gruesas como un pulgar. Sin embargo ahora las dos hojas de la puerta colgaban torcidas, la madera estaba quemada y astillada y los sólidos goznes arrancados y abarquillados de forma grotesca.

Era como si el mismísimo diablo hubiera hundido su puño monstruoso en el arco para abrirse paso hasta la ciudad. El hermano Michael se santiguó.

Cruzó poco a poco la entrada ennegrecida por el fuego y se detuvo otra vez porque, nada más atravesar el arco, había una casa ardiendo y, en la puerta de enfrente, el cuerpo de una joven yacía boca abajo, desnudo, con la piel pálida y vetas de sangre, que parecían negras a la luz del fuego. La miró y frunció un poco el ceño, preguntándose por qué la forma de la espalda de una mujer era tan excitante. Enseguida se avergonzó de haber pensado eso. Se santiguó otra vez. Aquella noche el diablo estaba por todas partes, pensó, pero sobre todo en aquella ciudad en llamas, bajo las nubes del Infierno que el fuego parecía rozar.

Dos hombres, uno con una cota de malla hecha jirones y el otro con un holgado jubón de cuero, ambos armados con cuchillos largos, se acercaron a la mujer muerta. Al ver al monje, se alarmaron y se dieron la vuelta con rapidez, con los ojos muy abiertos y listos para atacar, pero cuando reconocieron el mugriento hábito blanco y vieron la cruz de madera que colgaba de su cuello, salieron corriendo en busca de víctimas más ricas. Un tercer soldado vomitó en el arroyo. Una viga de la casa en llamas se derrumbó, arrojando una bocanada de aire caliente y chispas.

Siguió caminando calle arriba, manteniéndose a distancia de los cadáveres. Un hombre, sentado junto a una tina que recogía el agua de lluvia, intentaba cortar la hemorragia de una herida que tenía en el vientre. Él había sido ayudante en la enfermería de su monasterio y se acercó al soldado herido.

—Puedo vendároslo —le dijo, al tiempo que se arrodillaba, pero el hombre herido soltó un gruñido y arremetió contra él con un cuchillo que esquivó solo porque se hizo a un lado tirándose al suelo. Se puso de pie apresuradamente y retrocedió.

—Quítate el hábito —exclamó el herido, que intentó seguirle, pero él echó a correr cuesta arriba. El hombre se desplomó de nuevo escupiendo maldiciones—. ¡Vuelve aquí! —gritó—. ¡Vuelve!

Encima del jubón de cuero, el hombre llevaba un gambesón con un ave de presa dorado sobre un campo rojo. El hermano Michael que, aturdido, intentaba encontrar sentido al caos que veía en todas partes, cayó en la cuenta de que ese pájaro dorado era un esmerejón, el símbolo de los defensores de la ciudad, y que la intención del hombre herido era la de escapar utilizando su hábito de monje para disfrazarse. En cambio, lo atraparon dos soldados con los colores verde y blanco, que le cortaron el cuello.

Algunos hombres llevaban un distintivo que mostraba un báculo de obispo de color amarillo rodeado por cuatro cruces recrucetadas negras; supuso que eran los soldados del obispo, en tanto que las tropas que lucían el caballo verde sobre un campo blanco debían de servir al conde de Labrouillade. Sin embargo, casi todos los muertos llevaban el esmerejón dorado y se fijó en que muchos de esos cadáveres estaban ensartados por unas largas flechas inglesas que tenían unas plumas blancas manchadas de sangre.

La batalla había pasado por aquella parte de la ciudad dejándola en llamas. El fuego saltó de un tejado de juncos a otro, mientras que en los lugares donde aún este no había llegado, una horda de soldados borrachos e indisciplinados saqueaba y violaba en medio de la humareda.

Un bebé lloraba, una mujer chillaba y un ciego, cuyos ojos no eran más que unas cuencas ensangrentadas, salió tambaleándose de un callejón y chocó con él. El hombre se encogió, gimoteando, y alzó las manos para parar el golpe que se esperaba.

—No te haré daño —le dijo en francés, un idioma que había aprendido siendo novicio a fin de estar capacitado para terminar su educación en Montpellier, pero el ciego no le hizo caso y se fue calle abajo dando traspiés.

En algún lugar cantaba un coro, lo cual era una incongruencia en medio de tanta sangre, humo y gritos, y él se preguntó si estaría soñando, pero las voces eran reales. Tan reales como las mujeres que chillaban, los niños que sollozaban y los perros que ladraban.

Avanzaba con cautela porque los callejones eran oscuros y los soldados salvajes. Pasó por delante de una tenería en la que ardía un fuego y vio a un hombre al que habían ahogado en una cuba de orina utilizada para curtir las pieles. Luego llegó a una pequeña plaza decorada con una cruz de piedra, donde lo atacó por la espalda un bruto barbudo que llevaba la librea del obispo. El monje recibió un empujón que lo tiró al suelo y el agresor se inclinó para cortarle la bolsa que llevaba colgando de su cinturón de cuerda. «¡Déjame! ¡Déjame!».

El hermano Michael fue presa del pánico, olvidó dónde estaba y gritó en inglés. El soldado sonrió ampliamente y movió el cuchillo amenazando sus ojos, pero entonces abrió los suyos desmesuradamente con expresión horrorizada. Un chorro de sangre oscureció la noche iluminada por las llamas y el hombre cayó al suelo lentamente. La sangre le salpicó, vio que su atacante tenía el cuello atravesado por una flecha. El hombre se ahogaba, agarraba la flecha y empezaba a temblar y a sangrar por la boca abierta.

—¿Sois inglés, hermano? —preguntó una voz en dicho idioma. Al levantar la vista, Michael vio a un hombre con librea oscura en la que aparecía una insignia blanca cruzada en diagonal por la barra de bastardía—. ¿Sois inglés? —repitió el hombre.

—Soy inglés —logró responder.

—Deberíais haberle dado un puñetazo —afirmó el recién llegado, que recogió su bastón y luego le ayudó a ponerse de pie—. Un puñetazo fuerte y se hubiera caído al suelo. Estos cabrones están todos borrachos.

—Soy inglés —repitió el hermano Michael. Estaba temblando. Notaba la calidez de la sangre fresca en la piel. Se estremeció.

—Y estáis harto lejos de casa, hermano —repuso el hombre. Llevaba un gran arco de guerra colgado de sus musculosos hombros. Se agachó junto al agresor del monje, sacó un cuchillo y cortó la flecha para sacársela de la garganta, matándolo durante el proceso—. Son difíciles de conseguir —explicó—, por eso intentamos recuperarlas. Si veis alguna, recogedla.

Michael se sacudió el hábito blanco y miró la insignia que su salvador llevaba en el gambesón. Representaba un animal extraño que sujetaba una copa entre las garras.

—Servís a… —empezó a decir.

—A le Bâtard —lo interrumpió el hombre—. Somos el hellequin, hermano.

—¿El hellequin?

—Las almas del diablo —respondió el arquero con una sonrisa burlona—. ¿Y qué diantre hacéis vos aquí?

—Tengo un mensaje para vuestro señor, le Bâtard.

—Pues vayamos a buscarle. Me llamo Sam.

El nombre le quedaba bien al arquero, que poseía unos rasgos juveniles y alegres y una pronta sonrisa. Ambos pasaron junto a una iglesia que él y otros dos miembros del hellequin habían estado vigilando, ya que era un refugio para algunos de los habitantes de la ciudad.

Le Bâtard no aprueba la violación —explicó Sam.

—No debería —respondió debidamente Michael.

—Puede que tampoco apruebe la lluvia —añadió el arquero alegremente, y lo llevó a una plaza más grande en la que aguardaban media docena de jinetes con las espadas desenvainadas. Llevaban cota de malla y casco y todos vestían la librea del obispo. Y detrás de ellos estaba el coro; una veintena de muchachos que cantaban un salmo. «Domine eduxisti», cantaban, «de inferno animant meam vivificasti me ne descenderem in lacum».

—Él sabrá lo que significa esto —dijo Sam al tiempo que se daba unos golpecitos en la insignia, con lo que estaba claro que se refería a le Bâtard.

—Significa que Dios ha sacado nuestras almas del Infierno —explicó el hermano Michael—, nos ha dado la vida y evita que descendamos al abismo.

—Es todo un detalle por parte de Dios —comentó el arquero. Dirigió una somera inclinación a los jinetes llevándose la mano al casco—. Ese es el obispo —explicó, y el hermano Michael vio a un hombre alto, con un casco de acero que enmarcaba su rostro moreno, montado en su caballo bajo una bandera que mostraba el báculo y las cruces—. Está esperando a que seamos nosotros los que luchemos —explicó—. Todos hacen lo mismo. Venid a luchar con nosotros, dicen, y luego se ponen todos como una cuba mientras nosotros somos los que matamos. De todos modos, nos pagan para eso. Tened cuidado por aquí, hermano, se pone peligroso. —Se quitó el arco del hombro, condujo al monje por un callejón y, al llegar a la esquina, se detuvo. Se asomó—. Muy peligroso —añadió.

El hermano Michael, fascinado y repelido a partes iguales por la carnicería que reinaba por todas partes, se asomó junto a Sam y descubrió que habían llegado a la parte alta de la ciudad y que estaban al borde de un gran espacio abierto, un mercado tal vez, en cuyo extremo más alejado había un camino cortado en la negra roca que conducía a la entrada del castillo.

De la torre de entrada, iluminada por las llamas de la ciudad situada a sus pies, colgaban unas grandes banderas. En algunas de ellas se reclamaba la ayuda de los santos, en tanto que otras mostraban la insignia del esmerejón dorado. Un dardo de ballesta golpeó contra el muro cerca de donde él estaba y saltó por los adoquines del callejón.

—Si capturamos el castillo mañana al atardecer —dijo Sam mientras ponía una flecha en la cuerda—, doblamos nuestras ganancias.

—¿Las dobláis? ¿Por qué?

—Porque mañana es el día de santa Bertille —respondió Sam—, y la esposa del que nos ha contratado se llama Bertille, de modo que la caída del castillo demostrará que Dios está de nuestro lado y no del de la mujer.

Al hermano Michael le pareció una teología discutible, pero no se lo cuestionó.

—¿Es la esposa que se fugó?

—Y no la culpo. El conde es un cerdo, un maldito cerdo, pero el matrimonio es el matrimonio, ¿no es cierto? Se helará el Infierno antes de que las mujeres puedan elegir marido. Aun así, esa mujer me da pena, casada con ese cerdo. —Tensó el arco a medias, dobló la esquina, buscó un objetivo y, como no encontró ninguno, retrocedió—. La cuestión es que la pobre está allí dentro —continuó diciendo— y el cerdo nos paga para que la saquemos de ahí a toda prisa.

El hermano Michael atisbó por la esquina y retrocedió de golpe cuando la luz del fuego se reflejó en un par de saetas de ballesta que se estrellaron en la pared junto a él, rebotaron y cayeron al callejón.

—¿Sois un tipo con suerte, eh? —dijo Sam alegremente—. Los cabrones me vieron, apuntaron, y luego os asomasteis vos. Ahora mismo podríais estar en el Cielo si esos inútiles supieran disparar.

—Nunca sacaréis a la dama de este lugar —opinó el padre Michael.

—¿Ah, no?

—¡Es demasiado fuerte!

—Somos el hellequin —declaró Sam—, lo cual significa que a la pobre muchacha le queda más o menos una hora con su amante. Espero que el tipo se la esté tirando a base de bien para que lo recuerde.

No lo vio nadie, pero Michael se ruborizó. Las mujeres le suponían un problema. Durante la mayor parte de su vida la tentación no había importado porque, recluido en la casa cisterciense, rara vez veía a una mujer, pero el viaje desde Carlisie había tapizado su camino con un millar de serpientes del diablo.

En Toulouse, una puta lo había agarrado por detrás, lo había acariciado, él se la había quitado de encima y, temblando de vergüenza, se hincó de rodillas. El recuerdo de la risa de esa mujer era como un latigazo en el alma, lo mismo que los recuerdos de todas las chicas a las que había visto, a las que había mirado y en las que había pensado. Al recordar la blanca piel desnuda de la chica de la puerta de la ciudad supo que el diablo volvía a tentarlo. Estaba a punto de decir una plegaria para obtener fuerzas, cuando un zumbido lo distrajo y vio que una lluvia de saetas de ballesta caía sobre el mercado. Algunas de ellas golpearon contra los adoquines e hicieron saltar unas chispas brillantes, y él se preguntó por qué disparaban los defensores, pero entonces se dio cuenta de que los hombres con capa oscura corrían desde todos los callejones para alinearse en el espacio abierto. Eran arqueros, que empezaron a soltar flechas contra las altas almenas. Bandadas de flechas. No eran los dardos cortos metálicos empendolados con tiras de cuero de los ballesteros, sino largos proyectiles ingleses con plumas blancas, que se alzaban silenciosas hacia lo alto del muro impulsadas por los grandes arcos de tejo con sus cuerdas de cáñamo, emitiendo una nota aguda con cada disparo. Las flechas temblaban al abandonar la cuerda, luego las plumas atrapaban el aire y se elevaban como vetas blancas en la oscuridad mientras la luz del fuego se reflejaba en las puntas de acero.

El monje se fijó en que las saetas de los defensores, tan numerosos hacía un momento, de pronto eran más dispersas. Los arqueros estaban inundando de flechas a los defensores del castillo, obligando a los ballesteros a permanecer agachados tras el parapeto de la muralla mientras el enemigo disparaba contra las aspilleras de las torres de los flancos. El sonido de las puntas de acero al chocar contra los muros del castillo era como el del granizo sobre los adoquines. Un arquero cayó hacia atrás con un virote clavado en el pecho, pero fue la única baja que vio el monje entre los atacantes. Luego oyó las ruedas.

—Echaos hacia atrás —le advirtió Sam, y según se metía en el callejón, un carro pasó ruidosamente junto a él. Era un carro pequeño, lo bastante ligero para que pudieran empujarlo seis hombres, pero ahora pesaba más porque, aparte de ir cargado con barriles pequeños de madera, en la parte delantera y en los lados, para resguardar a los hombres que lo empujaban, llevaba clavados diez grandes paveses; esos escudos altos como un hombre creados para proteger a un ballestero mientras recargaba su arma, pesada y difícil de manejar.

—Mucho menos de una hora —anunció Sam, que salió a la calle en cuanto el carro hubo pasado. Tensó el gran arco y lanzó una flecha hacia la puerta del castillo.

Todo estaba extrañamente silencioso. El hermano Michael había esperado una batalla ruidosa, había esperado oír a los hombres implorando a Dios por sus almas, escuchar gritos de miedo o de dolor, pero lo único que llegaba a sus oídos eran los chillidos de las mujeres en la parte baja de la ciudad, el crepitar de las llamas, el sonido musical de los arcos, el retumbo de las ruedas del carro sobre los adoquines y el traqueteo de flechas y saetas contra la piedra.

Michael miraba asombrado mientras Sam seguía disparando sin dar la impresión de apuntar, solo lanzando un proyectil tras otro contra las almenas del castillo.

—Es una suerte que podamos ver —comentó Sam, y soltó otra flecha.

—¿Os referís a las llamas?

El carro ya había llegado a la entrada del castillo. Se detuvo allí, una sombra negra bajo el arco oscuro, donde él vio surgir el parpadeo de una luz que se desvaneció, se avivó y se convirtió después en un brillo apagado y constante mientras los seis hombres que habían empujado el carro corrían de vuelta hacia los arqueros. Uno de ellos cayó, sin duda alcanzado por un virote de ballesta. Otros dos lo agarraron por los brazos y lo arrastraron, y fue entonces cuando él vio por primera vez a le Bâtard.

—Ese es él —anunció Sam con cariño—. Nuestro condenado bastardo.

El hermano Michael vio a un hombre alto, vestido con un camisote de malla con cinturón, que se había pintado de negro. Llevaba unas botas altas, una vaina negra y como casco, un simple bacinete negro como su armadura. Utilizaba la espada desenvainada para indicar a una docena de hombres de armas que avanzaran y formaran en línea en el espacio abierto con los escudos solapados. Miró hacia el hermano Michael, que vio que le Bâtard tenía la nariz rota y una cicatriz en la mejilla, pero también observó la fuerza de su rostro, cierto salvajismo, y entendió por qué el abad de Paville había hablado de aquel hombre con asombro. Había esperado que le Bâtard fuera mayor y se sorprendió de que aquel soldado de armadura negra pareciera tan joven. Entonces le Bâtard vio a Sam.

—Creía que estabas vigilando la iglesia, Sam —le dijo.

—Poxface y Johnny siguen allí —repuso Sam—, pero he traído a este tipo a verte. —Señaló al hermano Michael con un gesto de la cabeza.

El monje avanzó un paso y sintió toda la fuerza de la mirada de le Bâtard. De pronto se puso nervioso y se le secó la boca de miedo.

—Tengo un mensaje para vos —tartamudeó—, es de…

—Después —lo interrumpió le Bâtard.

Un criado le había traído un escudo, por el que pasó el brazo izquierdo, y a continuación se volvió a mirar al castillo.

El castillo que, de repente, vomitaba humo y llamas. El humo era negro y rojo, veteado por las lenguas de fuego que lo atravesaban, y la noche se llenó de un estruendo retumbante que hizo que el hermano Michael se agachara atemorizado. Pedazos de escombros llameantes atravesaban la oscuridad y el aire caliente salía con fuerza por la boca del callejón. El ruido de la explosión resonó y su eco volvió a escucharse desde el otro extremo del valle, mientras el humo envolvía el espacio abierto. Los pájaros anidados en las hendiduras del muro del castillo alzaron el vuelo en medio de la humareda y el fuego prendió una de las grandes banderas, que pedía la ayuda de san José, y que empezó a arder contra las almenas.

—Pólvora —explicó Sam lacónicamente.

—¿Pólvora?

—Nuestro bastardo es un cabrón muy listo —dijo el arquero—. La pólvora echa abajo las puertas con rapidez, ¿no es verdad? Pero es cara, claro está. El cerdo sin esposa tuvo que pagar el doble si quería que utilizáramos la pólvora. ¡Debe de desear mucho a esa zorra para pagar tanto! Espero que esa condenada lo valga.

El hermano Michael vio unas pequeñas llamas que parpadeaban en la espesa humareda del arco. Comprendió entonces por qué la entrada de la ciudad parecía haber sido destrozada, ennegrecida y arrancada por el puño del diablo. Le Bâtard había entrado a la ciudad por la fuerza utilizando pólvora y había repetido el truco para volar las enormes puertas de madera del castillo.

Ahora conducía a sus veinte hombres de armas hacia los escombros.

—¡Arqueros! —gritó otro hombre. Y los arqueros, incluido Sam, siguieron a los soldados hacia la puerta.

Avanzaron en silencio, cosa que también resultaba terrorífica. El hermano Michael pensó que aquellos hombres, con su librea blanca y negra, habían aprendido a vivir con calma y a luchar sin compasión en el oscuro valle de la muerte. Ninguno de ellos parecía estar borracho. Eran disciplinados, eficientes y aterradores.

Le Bâtard desapareció en la humareda. Se oían gritos procedentes del castillo, pero el monje no veía lo que estaba sucediendo allí, aunque era evidente que los atacantes estaban dentro, puesto que en aquellos momentos los arqueros irrumpían en tropel por el arco humeante de la puerta. Los siguieron más hombres; hombres que llevaban las insignias del obispo y del conde y que iban en busca de más botín en la fortaleza doblegada.

—Podría ser peligroso —advirtió Sam al joven monje.

—Dios está con nosotros —respondió él, maravillándose de la intensa excitación que sentía. Tan intensa, que estaba sujetando su bastón de peregrino como si fuera un arma.

Visto desde el callejón, el castillo daba la impresión de ser grande, pero mientras cruzaba la puerta chamuscada a empujones, vio que era mucho más pequeño de lo que le había parecido. No tenía muralla exterior y la torre del homenaje no era gran cosa, sino simplemente la entrada y otra torre alta, separadas por un pequeño patio en el que una docena de ballesteros de librea roja y dorada yacían moribundos.

Había uno al que la explosión de la puerta lo había destripado y, aunque tenía los intestinos desparramados por las piedras del patio, aún vivía y gemía. Él se detuvo para brindarle un poco de ayuda, pero retrocedió de un salto cuando Sam, con una tranquilidad que de tan despreocupada pareció despiadada, le cortó el cuello.

—¡Lo habéis matado! —exclamó horrorizado.

—Pues claro que lo he matado —replicó Sam alegremente—. ¿Qué queríais que hiciera? ¿Que le diera un beso? Espero que alguien haga lo mismo por mí si me encuentro en ese estado.

Limpió la sangre de su cuchillo corto. Un defensor gritó y cayó del parapeto de la torre de entrada, en tanto que otro descendió tambaleándose por las escaleras y se desplomó al llegar abajo.

Tras el último peldaño había una puerta que no se había defendido, o quizá el coraje de los defensores se había desvanecido cuando la puerta principal estalló hacia dentro, por la que los hombres de le Bâtard entraron en tropel a la torre. El hermano Michael los siguió y se dio la vuelta al oír una trompeta.

Una cabalgada, todos vestidos de verde y blanco, se abría paso a la fuerza por la puerta del castillo utilizando las espadas para apartar de su camino a sus propios hombres. En medio del grupo de jinetes, protegido por sus armas, iba un hombre inmensamente gordo, con armadura de malla y placas, montado en un caballo enorme. Se detuvieron a los pies de la escalera e hicieron falta cuatro hombres para ayudar al gordo a bajar de la silla y mantenerse de pie.

—Su señoría el cerdo —anunció Sam con sarcasmo.

—¿El conde de Labrouillade?

—Uno de nuestros patronos —respondió Sam—. Y he ahí al otro. —El obispo y sus hombres habían entrado por la puerta detrás del conde, y Sam y Michael se arrodillaron mientras los dos caudillos subían las escaleras y entraban en la torre.

Ambos siguieron a los hombres del obispo hasta la cámara de entrada, subieron un tramo de escalones bajos y entraron en un salón enorme; un espacio alto con columnas, iluminado por una docena de antorchas humeantes y adornado con tapices que mostraban el esmerejón dorado sobre un fondo rojo.

En el salón ya había por lo menos sesenta hombres, que retrocedieron arrastrando los pies para dejar que el conde de Labrouillade y el obispo de Lavence se dirigieran lentamente a la tarima, en la que dos de los hombres de le Bâtard sujetaban de rodillas al señor derrotado. Detrás de ellos estaba la figura alta de armadura negra y rostro inexpresivo de le Bâtard en persona y, a su lado, una joven con vestido rojo a la que no sujetaba nadie.

—¿Esa es Bertille? —preguntó el hermano Michael.

—Debe de serlo —contestó Sam con admiración—. ¡Pues es una potrilla muy guapa!

El hermano Michael contuvo el aliento y, por un herético momento, lamentó incluso haber tomado las órdenes sagradas. Bertille, la infiel condesa de Labrouillade, era algo más que una guapa potrilla; era una belleza. No podía tener más de veinte años y poseía unas facciones dulces, sin cicatrices ni marcas de enfermedad, labios carnosos y ojos oscuros. Tenía el pelo negro y rizado, los ojos muy abiertos y, a pesar del evidente terror que denotaba su expresión, era tan hermosa que él, que solo tenía veintidós años, se puso a temblar. Pensó que jamás había visto criatura más hermosa, pero entonces volvió a respirar, hizo la señal de la cruz y rezó una plegaria silenciosa para que la Virgen y san Miguel lo guardaran de la tentación.

—Yo diría que vale el precio de la pólvora —comentó Sam con entusiasmo.

El hermano Michael observó al esposo de Bertille, que se había quitado el casco para dejar al descubierto una cabeza de grasiento pelo gris y un rostro tosco y porcino, que caminaba anadeando hacia ella. El conde respiraba agitadamente por el esfuerzo de moverse con la pesada armadura. Se detuvo a unos pocos pasos de la tarima y clavó la mirada en la pechera del vestido de su esposa, adornado con el blasón del esmerejón dorado, el símbolo de su amante derrotado.

—Me da la impresión, señora —dijo el conde—, que demostráis tener muy mal gusto en el vestir.

La condesa se arrodilló y tendió las manos juntas hacia su marido. La mujer quería hablar, pero el único sonido que emitió fue un sollozo quejumbroso. Las lágrimas de sus mejillas reflejaban las llamas de las antorchas. El hermano Michael se recordó que era una adúltera, una pecadora, una fornicadora caída en desgracia, y Sam miró al joven monje y pensó que algún día una mujer le complicaría la vida.

—Quitadle ese blasón —ordenó el conde a dos de sus hombres de armas, señalando el esmerejón dorado bordado en el vestido de su esposa. Los dos hombres subieron a la tarima con las cotas de malla tintineando al ritmo de sus pasos contra las losas y agarraron a la condesa. Ella intentó resistirse. Chilló una vez, pero se rindió cuando uno de los hombres le sujetó los brazos a la espalda y el otro sacó un cuchillo corto del cinturón.

De forma instintiva, el hermano Michael hizo ademán de ir a ayudarla, pero Sam lo detuvo con una mano.

—Es la esposa del conde, hermano —le dijo el arquero en voz baja—, lo cual significa que es de su propiedad. Puede hacer lo que se le antoje con ella y, si interferís, os rajará el vientre.

—Yo no iba… —empezó a decir el hermano Michael, pero prefirió callarse antes que mentir, pues se había sentido impulsado a intervenir, o al menos a protestar. Se limitó a observar cómo el hombre de armas rajaba la preciosa tela, separando los hilos de oro del escarlata y desgarrando el canesú hasta la cintura, para terminar arrancando el esmerejón bordado y arrojarlo a los pies de su señor. El otro hombre soltó a la muchacha, que se agachó y aferró los restos de su vestido contra el pecho.

—¡Villon! —ordenó el conde—. ¡Miradme!

El hombre al que sujetaban dos soldados de le Bâtard miró a su enemigo de mala gana. Era un hombre joven, apuesto como un halcón y, hasta hacía una hora, había sido el gobernante de aquel lugar, señor de sus tierras y propietario de sus campesinos. Pero ahora no era nada. Llevaba cota de malla, peto y grebas, y la mancha de sangre que tenía en su pelo oscuro demostraba que se había resistido a los sitiadores, pero ahora estaba en sus garras y se vio obligado a mirar cómo el orondo conde se subía el faldón de la cota de malla con torpeza. Ninguno de los presentes en el salón se movió ni habló, se limitaron a observar cómo el conde apartaba cuero y acero para, con una sonrisa en la cara, mear sobre el esmerejón arrancado del vestido de su esposa. Tenía la vejiga como la de un buey, pues la orina cayó durante largo rato. En algún lugar del castillo un hombre gritó y el sonido se prolongó hasta que por fin, afortunadamente, cesó.

El conde terminó al mismo tiempo que el grito y, a continuación, tendió la mano a su escudero, que le entregó un cuchillo pequeño con una hoja perversamente curva.

—¿Veis esto, Villon? —El marido despechado alzó el cuchillo para que la luz iluminara la hoja—. ¿Sabéis qué es?

Villon, al que sujetaban los dos hombres de armas, no dijo nada.

—Es para vos —continuó diciendo el conde—. Ella —apuntó a su esposa con el cuchillo— volverá a Labrouillade. Y vos también, pero no antes de que os hayamos rajado.

Los hombres de librea verde y blanca sonrieron anticipando el dolor y el placer inminentes. El cuchillo, que tenía la hoja oxidada y una mera astilla desgastada por mango, era un instrumento de castrador, utilizado para capar carneros, terneros o a los chicos destinados a los coros de las grandes iglesias.

—Desnudadle —ordenó el conde a sus hombres.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró el hermano Michael.

—¿No os veis con ánimos de soportarlo, hermano? —le preguntó Sam.

—Peleó bien —intervino una nueva voz, y el monje vio que le Bâtard se había ido acercando al borde de la tarima—. Luchó con valentía y merece morir como un hombre.

Algunos de los hombres del conde llevaron la mano a la empuñadura de sus espadas, pero el obispo les hizo señas para que las bajaran.

—Ha quebrantado las leyes del hombre y de Dios —repuso el obispo a le Bâtard—, y ha traspasado los límites de la caballerosidad.

—Esta disputa es mía —gruñó el conde a le Bâtard—, no vuestra.

—Él es mi prisionero.

—Cuando os contratamos —terció el obispo—, se acordó que todos los prisioneros pertenecerían al conde o a mí mismo, sin tener en cuenta quién los capturara. ¿Vais a negarlo?

Le Bâtard vaciló, pero estaba claro que el obispo había dicho la verdad. El hombre alto de armadura negra recorrió la sala con la mirada, pero las fuerzas del obispo y el conde eran mucho más numerosas que sus hombres.

—Pues os ruego —pidió al obispo— que dejéis que se vaya con su Dios como un hombre.

—Es un fornicador y un pecador —repuso este—, y por consiguiente lo entrego al conde para que él haga lo que desee. Y os recordaré que vuestros honorarios dependen de que obedezcáis todas nuestras razonables órdenes.

—Esto no es razonable —insistió le Bâtard.

—La orden de que os apartéis sí es razonable —replicó el clérigo—, y os la doy.

Los hombres de armas del conde apoyaron sus escudos en el suelo con un golpe sordo para mostrar que estaban de acuerdo y, le Bâtard, consciente de que lo superaban tanto en número como en argumentos, se encogió de hombros y se hizo a un lado. El hermano Michael vio que un hombre de armas tomaba el cuchillo de castrar e, incapaz de soportar lo que estaba a punto de ocurrir, se abrió paso a empujones hasta la escalera de la torre, donde respiró el aire lleno de humo de la noche.

Quería alejarse más, pero algunos de los hombres del conde habían encontrado un buey en los establos del castillo y estaban torturando a la bestia, pinchándola con lanzas y espadas y esquivándola cuando se daba la vuelta pesadamente para enfrentarse a ellos, y él no osó intentar abrirse camino en medio de aquel juego atroz. Entonces empezaron a escucharse los gritos provenientes del salón.

Una mano le tocó el hombro y se dio la vuelta al tiempo que levantaba su pesado bastón, pero vio que era un sacerdote; un hombre mayor, que le ofrecía un odre de vino.

—Parece ser que no aprobáis lo que hace el conde, ¿eh? —dijo el anciano.

—¿Y vos sí?

El clérigo se encogió de hombros.

—Villon se llevó a la esposa del conde, ¿qué esperaba? Y nuestra Iglesia dio la bendición a la venganza del marido traicionado, y con razón. Villon es un hombre despreciable.

—¿Y el conde no? —El hermano Michael decidió que odiaba al orondo noble, con su pelo grasiento y su gruesa papada.

—Soy su capellán y confesor —repuso el anciano sacerdote—, así pues, sé lo que es. —Su tono fue sombrío—. Y a vos, ¿qué os trae por aquí? —preguntó al monje.

—Traigo un mensaje para le Bâtard —contestó.

—¿Qué mensaje?

Él movió la cabeza.

—No lo he leído.

—Siempre deberíais leer los mensajes —adujo el anciano con una sonrisa.

—Está sellado.

—Un cuchillo caliente lo resolverá.

El hermano Michael frunció el ceño.

—Me dijeron que no lo leyera.

—¿Quién os lo dijo?

—El conde de Northampton. Dijo que era urgente y privado.

—¿Urgente?

El hermano Michael se santiguó.

—Se dice que el príncipe de Gales está reuniendo otro ejército. Creo que a le Bâtard se le ordena sumarse a él. —Se encogió de hombros—. Al menos eso tendría sentido.

—Sí.

La conversación había distraído al hermano Michael de los terribles gritos que sonaban dentro del salón. Unos gritos que se fueron apagando poco a poco hasta convertirse en unos gemidos lastimosos. Fue entonces cuando el capellán del conde condujo al monje de vuelta a la luz de las llamas de la sala con columnas. El hermano Michael no miró el despojo desnudo en el suelo ensangrentado. Se quedó al fondo del salón, allí donde la multitud de soldados con armadura le ocultaban al hombre castrado.

—Hemos terminado —informó el conde de Labrouillade a le Bâtard.

—Hemos terminado, mi señor —coincidió le Bâtard—, salvo que nos debéis el dinero prometido por capturar rápidamente este lugar.

—Os debo el dinero —asintió el conde—. Y os espera en Paville.

—En tal caso iremos a Paville, mi señor. —Le Bâtard hizo una reverencia al conde y luego dio unas palmadas para llamar la atención de sus hombres—. ¡Ya sabéis lo que hay que hacer! ¡Hacedlo!

Los hombres de le Bâtard tenían que reunir a sus heridos, recoger a sus muertos y recuperar las flechas disparadas en la lucha, porque aquellos proyectiles ingleses eran difíciles de encontrar en Borgoña, Toulouse y Provenza. Ya había amanecido cuando los hombres de le Bâtard salieron en fila por la puerta destrozada de la ciudad, cruzaron el puente del valle y torcieron hacia el este. Transportaban a los heridos en carros, pero todos los demás iban a caballo y el hermano Michael, que había podido dormir unas pocas horas, pudo al fin considerar la compañía de le Bâtard.

Se había enterado de que algunos miembros del hellequin seguían vigilando el castillo de Castillon, que era su refugio, pero aun así le Bâtard dirigía una fuerza formidable. Disponía de más de sesenta arqueros, todos ellos ingleses o galeses, y treinta y dos hombres de armas, la mayoría de Gascuña, aunque había algunos de los estados italianos y unos cuantos de Borgoña, una docena de Inglaterra y otros de más lejos, todos ellos aventureros que buscaban dinero y lo habían encontrado con le Bâtard.

Junto con sus criados y escuderos formaban una cuadrilla de guerra que cualquier señor con recursos suficientes para permitirse lo mejor podía contratar, aunque cualquier señor que quisiera luchar contra los ingleses o sus aliados gascones tenía que buscar en otra parte porque le Bâtard no le ayudaría. A él le gustaba decir que ayudaba a los enemigos de Inglaterra a matarse entre ellos, y dichos enemigos le pagaban por su ayuda. Eran mercenarios y se hacían llamar el hellequin, queridos por el diablo, y se jactaban de que no podían ser derrotados porque sus almas ya estaban en el Infierno.

Y después de presenciar su primer combate, el hermano Michael los creyó.