Llegó tarde.

Ya era de noche y no llevaba farol, pero el brillo refulgente de las llamas de la ciudad penetraba en la iglesia y proporcionaba luz suficiente para ver las losas de piedra de la profunda cripta, en la que el hombre golpeaba el suelo con una palanca de hierro.

Estaba arremetiendo contra una piedra grabada con un blasón que mostraba una copa rodeada por un cinturón con hebilla en el que ponía Calix Meus Inebrians. Unos rayos de sol tallados en el granito daban la impresión de que la copa irradiaba luz. El grabado y la inscripción estaban desgastados por el tiempo y el hombre no les había prestado mucha atención, aunque sí advirtió los gritos provenientes de los callejones que rodeaban a la iglesia.

Era una noche de fuego y sufrimiento, y se oían tantos gritos que ahogaban el ruido que él hacía al golpear el borde de la losa para desprender un poco la piedra y abrir un pequeño espacio por el que meter la larga palanca. Clavó la pvara de hierro en el suelo y se quedó inmóvil al escuchar unas risas y pasos arriba en la iglesia. Se escondió detrás de un arco y, al cabo de un instante, dos hombres bajaron a la cripta. Llevaban una antorcha encendida que iluminó el largo espacio abovedado, mostrando que allí no había ningún botín fácil. El altar de la cripta era de piedra común y corriente, la única decoración era una cruz de madera y ni siquiera había un candelabro. Uno de los hombres dijo algo en un idioma extraño, el otro se rio y volvieron a subir los dos a la nave, donde las llamas de las calles iluminaban las paredes pintadas y los altares profanados.

El hombre de la palanca de hierro llevaba una capa de color negro con capucha. Bajo esta, un hábito blanco manchado de tierra y ceñido con un cordón con tres nudos. Se trataba de un fraile predicador, un dominico, aunque esta noche esto no le prometía protección por parte del ejército que asolaba Carcasona.

Era un hombre alto y fuerte que antes de tomar los votos había sido hombre de armas. Había sabido clavar una lanza, tajar con una espada o matar con un hacha. Se había llamado sire Ferdinand de Rodez, pero ahora era simplemente fray Ferdinand. Antes había llevado cota de malla y armadura, había participado en torneos y había matado en combate, pero hacía quince años que era fraile y había rezado todos los días para que sus pecados fueran perdonados.

Ahora era viejo, tenía casi sesenta años, aunque seguía teniendo los hombros anchos. Había llegado a esta ciudad andando, pero las lluvias habían retrasado su viaje inundando los ríos y dejando los vados impracticables, y era por esto que había llegado tarde. Tarde y cansado. Hincó la palanca por debajo de la losa grabada y empujó otra vez, con miedo de que el hierro se doblara antes de que cediera la piedra, pero de pronto se oyó un chirrido áspero. El granito se alzó y se deslizó de lado, ofreciendo un pequeño hueco por el que acceder al interior.

El espacio estaba oscuro porque la luz de las llamas del diablo que quemaban la ciudad no llegaban a la tumba, de modo que el fraile se arrodilló junto al agujero oscuro y metió la mano. Encontró madera y volvió a arremeter con la palanca. Un golpe, dos, y esta se rompió. Rezó para que no hubiera un ataúd de plomo dentro del féretro. Dio un último golpe con la vara de hierro, introdujo los dedos y retiró del agujero unas astillas.

No había ataúd de plomo. Palpó el fondo de la tumba y encontró tela, que se desmenuzó al tocarla. Luego notó que rozaba un hueso. Sus dedos exploraron la cuenca vacía de un ojo, dientes que faltaban y descubrió la curva de una costilla. El hombre se tendió en el suelo para poder hundir más el brazo, buscó a tientas en la negrura y encontró algo sólido que no era hueso.

Pero no era lo que él buscaba, no tenía la forma adecuada. Era un crucifijo. De pronto sonaron unas fuertes voces arriba, en la iglesia. Un hombre se reía y una mujer sollozaba. El fraile se quedó inmóvil, escuchando y rezando.

Por un momento se desesperó al pensar que el objeto que buscaba no estaba en la tumba, pero alargó la mano tanto como pudo y sus dedos rozaron algo envuelto en una tela fina que no se desmenuzó. Hurgó en la oscuridad, agarró el lienzo y tiró de él. Había un objeto envuelto en el delicado tejido, algo pesado que se fue acercando poco a poco hasta que pudo asirlo bien para sustraerlo de las manos de hueso que lo habían estado aferrando. Lo sacó de la tumba y se puso de pie. No necesitaba desenvolverlo, sabía que había encontrado la Malice. Se giró hacia el sencillo altar, situado en el extremo este de la cripta, y se santiguó.

—Gracias, Señor —murmuró—. Gracias, san Pedro, y gracias, san Juniano. Y ahora mantenedme a salvo.

Iba a necesitar de la ayuda celestial para estar a salvo. Por un momento consideró esconderse en la cripta hasta que el ejército invasor abandonara Carcasona, pero eso podría llevar días y, además, en cuanto los soldados hubieran saqueado lo más fácil, abrirían las tumbas de la cripta para buscar anillos, crucifijos o cualquier otra cosa que pudieran vender por unas monedas. La cripta había protegido a la Malice durante un siglo y medio, pero sabía que a él no le brindaría más que unas horas de seguridad.

Fray Ferdinand abandonó la palanca y subió por las escaleras. La Malice era tan larga como su brazo y sorprendentemente pesada. En otro tiempo estuvo equipada con un mango, pero ahora solo quedaba la fina espiga metálica y era por ese tosco asidero por donde la sujetaba. La espada seguía envuelta en lo que él creía que era seda.

La nave de la iglesia estaba iluminada por las llamas de las casas que seguían ardiendo en la plazuela exterior. Allí dentro había tres hombres, uno de ellos dio el alto a la figura con capa oscura que apareció por las escaleras de la cripta. Los tres eran arqueros. Sus arcos largos estaban apoyados en el altar pero, a pesar de la voz de alto, en realidad no estaban interesados en el desconocido, solo en la mujer a la que tenían abierta de piernas sobre los peldaños del altar.

Por un instante fray Ferdinand estuvo tentado de rescatar a la mujer, pero entonces entraron otros cuatro o cinco hombres por una puerta lateral, gritando de alegría al ver el cuerpo desnudo estirado sobre los escalones. Ellos traían consigo a otra chica, que gritaba y se resistía, y el fraile se estremeció al escuchar su angustia. Oyó que le rasgaban la ropa, sus forcejeos, cómo se lamentaba y recordó sus propios pecados. Se santiguó. «Perdóname, Jesucristo», susurró, e incapaz de ayudar a las chicas, cruzó la puerta de la iglesia y salió a la pequeña plaza.

Las llamas devoraban los techos de paja y juncos, que ardían con intensidad y arrojaban chispas al viento nocturno. La humareda se retorcía sobre la ciudad. Un soldado que vestía la cruz roja de san Jorge estaba vomitando en las escaleras de la iglesia y un perro se acercó corriendo a lamer el vómito.

El fraile se volvió en dirección al río con la esperanza de cruzar el puente y subir a la Cité. Creía que las murallas dobles, torres y almenas de Carcasona le protegerían, porque dudaba que aquel ejército devastador tuviera la paciencia de llevar a cabo un asedio.

Habían capturado el burgo, el barrio comercial situado al oeste del río, que en ningún caso había sido defendible. La mayoría de los negocios de la ciudad estaban en el burgo; las marroquinerías y platerías, los armeros, polleros y pañeros, pero dichas riquezas solo estaban rodeadas por un muro de tierra y el ejército había pasado por encima de esa endeble barrera en tropel, como un torrente. No obstante, la Cité de Carcasona era una fortaleza, una de las mayores de Francia; un bastión circundado por enormes torreones de piedra y muros imponentes. Allí estaría a salvo. Encontraría un lugar para esconder la Malice y esperaría hasta que pudiera devolvérsela a su dueño.

Anduvo lentamente y entró en una calle que no habían incendiado. Los soldados irrumpían en las casas utilizando martillos o hachas para destrozar las puertas.

Casi todos los ciudadanos habían huido a la Cité, pero algunos insensatos se habían quedado allí, tal vez con la esperanza de proteger sus propiedades. El ejército había llegado con tanta rapidez que no hubo tiempo para llevarse todos los objetos valiosos al otro lado del puente, más allá de las grandes puertas que protegían la ciudadela de la cima. Había dos cadáveres tendidos en el arroyo central de la calle. Lucían en sus ropajes los cuatro leones de Armañac, eran ballesteros que habían muerto en la defensa del burgo.

Fray Ferdinand no conocía la ciudad. Intentó encontrar un camino oculto hasta el río a través de callejones sombríos y pasadizos estrechos. Pensó que Dios estaba con él, pues no se topó con ningún enemigo mientras se dirigía hacia el este a toda prisa. Cuando salió a una calle más ancha, intensamente iluminada por las llamas, vio el largo puente y, más allá, en lo alto de la colina, los muros de la Cité, contra los que se reflejaba el fuego. Las llamas que consumían el burgo teñían de rojo las piedras de la muralla. «Las murallas del Infierno», pensó el fraile, y una racha de viento nocturno arremolinó el humo, ocultando los muros como una máscara. Pero aún veía el puente y, en él, protegiendo el extremo oeste, había arqueros. Arqueros ingleses con la cruz roja en las túnicas y sus largos y mortíferos arcos. Con ellos estaban dos jinetes ataviados con cota de malla y casco.

«Es imposible cruzar», recapacitó. No había forma de llegar a la seguridad de la Cité. Se agachó para pensar y luego se encaminó de nuevo a los callejones. Iría hacia el norte.

Tuvo que cruzar una calle principal iluminada por nuevos incendios. Una cadena, una de las muchas que se habían tendido de un lado a otro de la calzada para contener a los invasores, estaba tirada en el arroyo, donde un gato lamía la sangre. Corrió bajo la luz del fuego, se metió en otro callejón y siguió avanzando a grandes zancadas. Dios aún estaba con él. Las chispas revoloteaban en una humareda que ocultaba las estrellas. Cruzó una plaza y se vio obstaculizado por un callejón sin salida. Volvió sobre sus pasos y se encaminó de nuevo hacia el norte. Una vaca bramaba en el interior de un edificio en llamas, un perro se cruzó por su camino con algo negro y empapado entre los dientes. Pasó frente a una curtiduría y tuvo que saltar por encima de las pieles desparramadas por el adoquinado. Un poco más allá vio el risible terraplén que constituía la única defensa del burgo. Trepó por él y entonces escuchó un grito, miró atrás y vio a tres hombres que lo perseguían.

—¿Quién eres? —preguntó uno.

—¡Detente! —rugió otro.

El fraile no les hizo caso. Mientras corría cuesta abajo en dirección a la oscura campiña que se extendía más allá del montón de casitas construidas al otro lado del terraplén, una flecha que no lo alcanzó por un pelo y por la gracia de Dios pasó silbando junto a él. Torció por un pasadizo que discurría entre dos de las casitas. Pasó junto a un montón de estiércol, apestoso y humeante, y vio que el pasadizo terminaba en un muro. Dio media vuelta, pero los tres hombres le bloqueaban el paso. Sonreían.

—¿Qué tienes ahí? —le preguntó uno de ellos.

Je suis gascon —contestó fray Ferdinand. Sabía que los invasores de la ciudad eran gascones e ingleses, pero él no hablaba inglés—. Je suis gascon! —repitió caminando hacia ellos.

—Es un fraile predicador —dijo uno de los hombres.

—¿Y por qué corría el condenado? —inquirió otro de los ingleses—. Tienes algo que ocultar, ¿verdad?

—Tráelo aquí —ordenó el tercero, tendiéndole la mano. Era el único que llevaba un arco encordado; los otros dos los llevaban colgados a la espalda y empuñaban espadas—. Vamos, idiota, dámelo. —El hombre alargó la mano para coger la Malice.

El fraile les duplicaba la edad y, como eran arqueros, probablemente fueran el doble de fuertes, pero fray Ferdinand había sido un gran hombre de armas y no había perdido su habilidad con la espada. Y estaba enfadado. Enfadado por todo el sufrimiento que había visto y por las crueldades que había oído. El enojo lo volvía violento. «En nombre de Dios», exclamó, y levantó rápidamente la Malice. Todavía iba envuelta en seda, pero la hoja golpeó con fuerza la muñeca extendida del arquero, le cortó los tendones y le rompió el hueso.

Él la empuñaba por la espiga, que era un asidero peligroso, pero la espada parecía estar viva en su mano. El hombre herido retrocedió sangrando. Sus compañeros rugieron de furia y arremetieron con sus espadas, pero el fraile paró los dos golpes, lanzó una estocada y la Malice, que aunque había permanecido más de ciento cincuenta años en una tumba resultó estar como recién afilada, atravesó el gambesón acolchado del más próximo de los hombres. Le abrió las costillas y penetró en un pulmón.

Antes de que el hombre se percatara siquiera de que lo habían herido, fray Ferdinand ya había desplazado la hoja de canto contra los ojos del tercer hombre. La sangre dio más luz al callejón. Los tres se retiraban, pero el fraile predicador no les dio la oportunidad de escapar. El que había quedado cegado tropezó y se cayó de espaldas sobre el montón de estiércol. Su compañero dio un golpe desesperado con su espada y la Malice lo interceptó y partió la espada inglesa en dos. El fraile movió rápidamente la hoja envuelta en seda, le cortó la garganta al arquero y notó que la sangre le salpicaba la cara. «¡Qué caliente! —pensó—. Y que Dios me perdone». Un pájaro chilló en la oscuridad y las llamas que se alzaban del burgo rugieron.

Acabó con los tres arqueros y luego usó el envoltorio de seda para limpiar la hoja de la Malice. Consideró rezar una breve oración por los hombres que acababa de matar, pero decidió que no quería compartir el Cielo con semejantes bestias. Lo que hizo en cambio fue besar la Malice antes de registrar los tres cadáveres. Encontró unas monedas, un pedazo de queso, cuatro cuerdas de arco y un cuchillo.

La ciudad de Carcasona ardía y llenaba de humo la noche de invierno.

Y el fraile predicador caminó rumbo al norte. Volvía a casa, a la torre.

Llevaba consigo la Malice y el destino de la cristiandad.

Y desapareció en la negrura.

Los hombres llegaron a la torre cuatro días después de que Carcasona hubiese sido saqueada.

Eran dieciséis, todos ellos con capas de lana gruesa de primera calidad y buenas monturas. Quince de ellos llevaban cota de malla y espadas al cinto, en tanto que el jinete restante era un sacerdote que portaba con un halcón encapuchado posado en la muñeca.

El crudo viento que soplaba en el desfiladero erizaba las plumas del halcón, sacudía los pinos y atizaba el humo de las casitas del pueblo situadas por debajo de la torre. Hacía frío. En aquella parte de Francia rara vez nevaba, pero al echar un vistazo por debajo de la capucha negra de su capa, el sacerdote creyó ver unos copos en el viento.

En las proximidades de la torre aún podían verse unos muros derrumbados, prueba de que el lugar había sido una fortaleza, pero lo único que quedaba del viejo castillo era la atalaya y un edificio bajo con techo de paja, donde tal vez vivieron los criados. Los pollos escarbaban en el polvo y una cabra atada con una cuerda miraba a los caballos, en tanto que un gato hacía caso omiso de los recién llegados. Lo que una vez fuera una pequeña y magnífica fortaleza que vigilaba el camino de las montañas, ahora era una granja. Aunque el sacerdote se fijó en que la torre aún estaba en buen estado y que el pequeño pueblo de la hondonada parecía bastante próspero.

Un hombre salió corriendo de la cabaña con techo de paja e hizo una profunda reverencia a los jinetes. No se inclinó porque los reconociera, sino porque los hombres armados con espada inspiraban respeto.

—¿Señores? —preguntó el hombre con inquietud.

—Guarece a los caballos —exigió el sacerdote.

—Paséalos primero —añadió uno de los hombres con cota de malla—, paséalos, cepíllalos y no dejes que coman demasiado.

—Señor —dijo el hombre, y se inclinó de nuevo.

—¿Esto es Mouthoumet? —preguntó el sacerdote mientras desmontaba.

—Sí, padre.

—¿Y tú sirves al señor de Mouthoumet? —inquirió el clérigo.

—Al conde de Mouthoumet, sí, señor.

—¿Está vivo?

—Alabado sea Dios, padre, está vivo.

—Alabado sea Dios, en efecto —dijo el sacerdote con indiferencia.

A continuación se dirigió con paso resuelto a la puerta de la torre, que estaba en lo alto de un corto tramo de escaleras de piedra. Llamó a dos de los hombres con cota de malla para que lo acompañaran y al resto les ordenó que esperaran en el patio.

Empujó la puerta para abrirla y se encontró en una habitación amplia y circular que se utilizaba para guardar leña. De las vigas del techo colgaban jamones y manojos de hierbas. Una escalera subía por una mitad de la pared, y el sacerdote, que no se molestó en anunciarse ni esperar a que un sirviente lo recibiera, subió los peldaños hasta el piso superior, donde había una chimenea en la pared. Allí ardía un fuego, aunque casi todo el humo se arremolinaba en la redonda habitación porque el viento frío volvía a empujarlo por el conducto.

Los antiguos tablones de madera del suelo estaban cubiertos por alfombras raídas y sobre dos cofres de madera ardían unas velas porque, aunque fuera era de día, las dos ventanas de la habitación estaban tapadas con unas mantas para evitar las corrientes de aire. Sobre una mesa había dos libros, unos cuantos pergaminos, un tintero, un manojo de plumas, un cuchillo y un viejo peto oxidado que servía de cuenco a tres manzanas arrugadas. Junto a la mesa reposaba una silla, mientras que el conde de Mouthoumet, señor de aquella torre solitaria, yacía en una cama cerca del fuego llameante. Un sacerdote de cabellos grises estaba sentado a su lado y había dos mujeres mayores arrodilladas a los pies de la cama.

—Marchaos —ordenó a los tres el recién llegado. Los dos hombres con cota de malla subieron las escaleras tras él y su torva presencia pareció llenar el espacio.

—¿Quién sois? —preguntó el sacerdote de pelo cano con nerviosismo.

—He dicho que os marchéis, de modo que obedeced.

—¡Se está muriendo!

—¡Fuera!

El viejo sacerdote, que llevaba un escapulario al cuello, abandonó los santos óleos y siguió a las dos mujeres abajo. El moribundo observó a los recién llegados, pero no dijo nada. Tenía el pelo largo y blanco, la barba sin cortar y los ojos hundidos. Vio que el visitante dejaba el halcón en la mesa y las garras del animal rechinaron contra la madera.

—Es une calade —explicó el cura.

—¿Une calade? —preguntó el conde en voz muy baja. Miró el plumaje gris pizarra del pájaro y su pecho con manchas pálidas—. Es demasiado tarde para una calade.

—Debéis tener fe.

—He vivido más de ochenta años —replicó el conde— y tengo más fe que tiempo.

—Tenéis tiempo suficiente para esto —afirmó el clérigo con seriedad. Los dos hombres con cota de malla permanecían junto a la escalera sin decir nada. La calade emitió un sonido semejante a un maullido, pero cuando el sacerdote chasqueó los dedos el pájaro encapuchado se quedó inmóvil y callado—. ¿Os han dado el sacramento?

—El padre Jacques estaba a punto de hacerlo —respondió el moribundo.

—Lo haré yo —anunció.

—¿Quién sois?

—Vengo de Aviñón.

—¿Del Papa?

—¿De quién si no? —preguntó el sacerdote, que se paseó por la habitación, examinándola.

El anciano lo observó. Vio a un hombre alto de expresión severa que vestía unos hábitos hechos a medida con tela de muy buena calidad. Cuando el visitante levantó la mano para tocar el crucifijo que colgaba de la pared, se le abrió la manga y dejó al descubierto el forro de seda roja. El conde conocía ese tipo de sacerdote, duro y ambicioso, rico e inteligente, de los que no atendían a los pobres, sino que ascendían por la jerarquía clerical y se codeaban con los ricos y privilegiados. El sacerdote se dio la vuelta y sus ojos verdes le miraron con dureza.

—Decidme, ¿dónde está la Malice?

El anciano vaciló un segundo de más.

—¿La Malice?

—Decidme dónde está —exigió el sacerdote que, al ver que el viejo no respondía, añadió—: Vengo de parte del Santo Padre. Os ordeno que me lo digáis.

—No conozco la respuesta —susurró el conde—, ¿cómo voy a decíroslo?

Un leño crepitó en el fuego y escupió chispas.

—Los frailes predicadores han estado difundiendo herejías —anunció el visitante.

—Dios no lo quiera —replicó el noble.

—¿Las habéis escuchado?

El conde negó con la cabeza.

—Últimamente oigo muy poco, padre.

El cura metió la mano en una bolsa que llevaba colgando de la cintura y sacó un retazo de pergamino.

—Los Siete Señores Oscuros la poseían —leyó en voz alta— y están malditos. Aquel que deba gobernarnos la encontrará y será bendecido.

—¿Esto es herejía?

—Es un versículo que los frailes predicadores van recitando por toda Francia. ¡Por toda Europa! Solo existe un hombre que haya de gobernarnos, y es el Santo Padre. Si la Malice existe, vuestro deber cristiano es decirme lo que sabéis. ¡Hay que entregársela a la Iglesia! Quien piense lo contrario es un hereje.

—Yo no soy un hereje —protestó el hombre.

—Vuestro padre era un Señor Oscuro.

El conde se estremeció.

—Los pecados de mi padre no son míos.

—Y los Señores Oscuros poseían la Malice.

—Se cuentan muchas cosas sobre los Señores Oscuros.

—Protegían los tesoros de los herejes cátaros —continuó exponiendo el sacerdote—, y cuando, por la gracia de Dios, dichos herejes fueron expulsados de la tierra mediante el fuego, los Señores Oscuros tomaron sus tesoros y los escondieron.

—Eso he oído. —La voz del conde era apenas un susurro.

El religioso alargó la mano y acarició el lomo al halcón.

La Malice —dijo— ha estado perdida muchos años, pero los frailes predicadores dicen que se puede encontrar. ¡Y hay que encontrarla! ¡Es un tesoro de la Iglesia, un objeto de poder! ¡Es un arma para traer el reino de Cristo a la Tierra, y vos la ocultáis!

—¡No la oculto! —protestó el moribundo.

El clérigo se sentó en la cama y se inclinó para acercarse al conde.

—¿Dónde está la Malice? —preguntó.

—No lo sé.

—Estáis muy cerca del juicio de Dios, anciano, de modo que no me mintáis.

—En nombre de Dios, no lo sé.

Y era cierto. Había sabido dónde se escondía pero, por miedo a que los ingleses la descubrieran, había enviado a su amigo, fray Ferdinand, a recuperar la reliquia. Suponía que el fraile lo había hecho. Por lo tanto, si fray Ferdinand había tenido éxito, él no sabía dónde estaba la Malice. Así pues, no había mentido pero tampoco había contado toda la verdad al sacerdote. Hay secretos que uno debe llevarse a la tumba.

El religioso se quedó mirando al conde largamente y luego alargó la mano izquierda para tomar las pihuelas del halcón. El pájaro, que seguía encapuchado, subió con cuidado a la muñeca de su dueño. Este lo llevó hasta la cama e hizo que se posara en el pecho del moribundo, tras lo cual desató los cordones de la caperuza de cuero del pájaro y se la quitó de la cabeza.

—Esta calade —explicó— es distinta. No revela si viviréis o moriréis, sino si moriréis en un estado de gracia e iréis al Cielo.

—Rezo para que así sea —repuso el moribundo.

—Mirad al pájaro —ordenó.

El conde de Mouthoumet levantó la mirada hacia el halcón. Había oído hablar de estas aves, las calades, que podían predecir la muerte o la vida de una persona. Si el pájaro miraba directamente a los ojos de un enfermo, esa persona se recuperaría, pero si no, moriría.

—¿Un pájaro que conoce la eternidad?

—Miradlo —exigió el sacerdote— y decidme, ¿sabéis dónde está escondida la Malice?

—No —susurró el anciano.

El ave, que parecía estar mirando a la pared, se movió sobre el pecho del enfermo y aferró la manta raída con las garras. Nadie dijo nada. El pájaro estaba muy quieto pero, de pronto, lanzó la cabeza hacia abajo y el conde soltó un grito.

—Silencio —gruñó el cura.

El animal había clavado su pico ganchudo en el ojo del moribundo y se lo había destrozado, dejando un rastro gelatinoso y ensangrentado en su mejilla sin afeitar. El conde gimoteaba. El halcón hizo ruido con el pico cuando el sacerdote lo movió y lo colocó más abajo en la cama.

—La calade me dice que mentís —afirmó el sacerdote—, y ahora, si deseáis conservar el ojo derecho, me diréis la verdad. ¿Dónde está la Malice?

—No lo sé.

El cura se quedó un rato en silencio. El fuego crepitaba y el viento hacía entrar el humo en la habitación.

—Estáis mintiendo —declaró—. La calade me dice que mentís. Escupís a Dios y a sus ángeles a la cara.

—¡No! —protestó el hombre.

—¿Dónde está la Malice?

—¡No lo sé!

—Vuestro apellido es Planchard —adujo el clérigo en tono acusador— y los Planchard siempre fueron unos herejes.

—¡No! —replicó el conde que, con voz más débil, preguntó entonces—: ¿Quién sois?

—Podéis llamarme padre Calade —respondió el interpelado—, y soy el hombre que decide si vais al Cielo o al Infierno.

—Pues confesadme —suplicó el anciano.

—Preferiría lamerle el culo al diablo —replicó el padre Calade.

Al cabo de una hora, cuando el conde estaba ciego y lloraba, el sacerdote se convenció al fin de que el anciano no sabía dónde estaba escondida la Malice. Hizo subir al halcón a su muñeca, le volvió a poner la caperuza y, a continuación, hizo una seña con la cabeza a uno de los hombres con cota de malla.

—Envía a este viejo idiota con su amo.

—¿Con su amo? —preguntó el hombre de armas, desconcertado.

—Con Satanás —contestó.

—¡Por el amor de Dios! —suplicó el conde de Mouthoumet, que se sacudió inútilmente cuando el hombre de armas le tapó la cara con una almohada de plumas.

El anciano tardó un rato sorprendentemente largo en morir.

—Nosotros tres regresamos a Aviñón —anunció el religioso a sus acompañantes—, pero los demás se quedan aquí. Decidles que registren este lugar. ¡Que lo echen abajo! Piedra a piedra.

El padre Calade cabalgó hacia el este, rumbo a Aviñón. Aquel mismo día, más tarde, cayó un poco de nieve fina que blanqueó los olivos del valle que había bajo la torre.

A la mañana siguiente la nieve había desaparecido y, una semana después, llegaron los ingleses.