Haciendo extraño el mundo

Un ensayo de Paul Hoffman

Pensemos en la siguiente sinopsis de la primera versión de una novela de fantasía épica ambientada en un planeta muy, muy lejano llamado Gondwana:

Ocho años después del final de la Gran Guerra, en la que el malvado Alois Hutler, tirano y genocida, fue finalmente derrotado a las puertas de Brandenburgo, muere el que había sido su enemigo más poderoso y el mayor asesino de masas de la historia, el Compromisario Joseb Jugasvili de Eurasia. Pero antes de morir ha robado, por medio de traiciones maquiavélicas, el arma secreta creada por el Imperio oceánico, el enemigo al que nunca pudo vencer, un arma tan poderosa que puede destruir el mundo entero. La lucha de poder entre los imperios oceánico y eurásico prosigue mientras, temerosos de aniquilarse el uno al otro, se demostraron la mutua debilidad en las guerras delegadas del Khmer, del Bukhan y de otros territorios en disputa. Cuando un nuevo y joven emperador, Juan de Boston, llega al poder en Oceanía, los eurásicos ven llegada la ocasión de poner a prueba su inexperiencia y colocar una de sus armas robadas en una isla cerca de Oceanía. Aguardan a ver qué hará Juan de Boston. Él les manda quitar las armas, bajo la amenaza de que si no lo hacen usará las suyas propias y acarreará el fin del mundo. Esa noche, millones de personas no consiguen dormir a causa del terror que les infunden los transmisores que anuncian la inminente muerte del mundo. Pero entonces los eurásicos dan un paso atrás, y el mundo se salva… por lo menos de momento. Unos meses después, Juan de Boston es asesinado por un desertor retornado de Eurasia: la mayor esperanza para la paz y la libertad parece haber muerto juntamente con el angelical joven emperador. ¿Qué hará entonces Oceanía con sus descontentos Intocables Negros, que son descendientes de los esclavos llevados allí durante los siglos anteriores?

Oceanía llega a la luna, pero resulta traumatizada por una guerra atroz que tiene lugar en los disputados territorios Khmer. Entonces Eurasia se colapsa sin previo aviso. Oceanía, que de pronto queda como la única gran potencia de Gondwana, es atacada por extremistas religiosos y se ve arrastrada a nuevas guerras imposibles de ganar conocidas como «las quagmires». Mientras tanto, aparece de golpe un poderoso nuevo imperio en el Lejano Oriente. Pero entonces un Negro Intocable es elegido presidente de Oceanía. Y la temperatura de Gondwana está subiendo con incalculables consecuencias para el planeta entero. Las tensiones religiosas se incrementan, junto con el auge del consumismo y el culto a la fama, y ciertos grupos cuyos valores amenazan los valores morales establecidos exigen la igualdad de derechos…

Hasta ahora todo es reconocible al instante. Pero esto sirve para poner de relieve el problema de escribir sobre el mundo en que vivimos. Estos son eventos a gran escala, de los cuales resulta casi imposible escribir, incluso en la única forma (la novela) que tiene alguna posibilidad de abordarlos. El problema central es que, dado que experimentamos la vida como individuos, estamos más bien atrapados en el día a día: «¿Cómo me ganaré el sustento?», «¿Cómo puedo hacer que este hombre, o esta mujer, me ame?», «¿Cómo conseguiré un trabajo decente?». El resultado es que las fuerzas que alzan su poder a nuestro alrededor pueden parecer lejanas, incluso tediosas. En mi primera novela, The Wisdom of Crocodiles, publicada en 1999, se dedica una sección a representar cómo y por qué el sistema financiero mundial estaba condenado a hundirse antes o después. Una editorial americana se ofreció a publicar el libro a condición de que quitara esa sección. No se trataba de que yo no dijera amén a cada truco que quisieran poner en el libro para hacerlo entretenido, incluida la presencia de un abogado con una navaja automática, y un juez con nariz de goma, y aterradores murciélagos frugívoros gigantes.

Cuando me puse a escribir La mano izquierda de Dios, quería encontrar una nueva manera de contar historias que comenzara con la vida de un simple individuo, en este caso la vida de Thomas Cale. Su vida comenzaría lentamente a confluir con, y a afectar a, los grandes eventos que suceden en el mundo externo, del cual al comienzo del libro él no sabía prácticamente nada. Hacia el final, él sería con mucha frecuencia, si bien a su pesar, un agente de la historia. Pero esto implicaba usar una narrativa que estaba muy lejos de ser algo novedoso (y esto es algo que, muy indignados, señalaron los críticos del libro): un joven de origen oscuro, pero con grandes cualidades, huye del opresivo mundo en que se ha criado y, por medio de heroicidades de capa y espada, hace fortuna y termina ganándose el corazón de una hermosa princesa. ¡Sin duda, esto es algo tan trillado y poco original que no habrá quien lo defienda! O, peor aún: puede que sea un cínico intento de halagar los más perezosos deseos de un público masivo, en un género más o menos despreciable por sus características inherentes (me refiero al género fantástico, por si cabe alguna duda).

Depende. En primer lugar, yo argumentaría que la historia de un joven aparentemente oscuro (desde Edipo hasta Luke Skywalker) que sale para abrirse paso por el mundo de los grandes acontecimientos va mucho más allá de lo que jamás podría ir ningún cliché. Esta es la historia de toda vida humana. Hasta cierto punto, es el más verdadero de los tópicos. Y fue en esta ineludible narrativa donde encontré un medio de envolver conjuntamente el mundo personal y el mundo a gran escala. Me pregunté cuál era la historia que yo conocía mejor, y me di cuenta de que era, claro está, la mía. Encontré que habiendo llegado a los cincuenta y tantos, me sentía, por alguna razón, compulsivamente atraído por mis primeros años (en tanto que mis dos primeras novelas se habían ambientado en el moderno mundo del trabajo y la tecnología). Pero el caso es que yo no nací, digamos, en el mundo moderno, ni mucho menos. Yo nací en 1953, en una casa sin electricidad ni agua corriente, a la luz de una lámpara de parafina. Incluso cogíamos el agua de beber de un pozo que había en el jardín y que estaba, según supimos luego, envenenado. El primer recuerdo que tengo de mi padre es viéndolo caer del cielo. No se trata de un recuerdo falso causado por los efectos alucinógenos del agua envenenada, sino que lo vi tirarse en caída libre con un paracaídas. Su obsesión por el deporte alteró mi vida radicalmente: por primera vez contemplé una muerte violenta a la edad de seis años, cuando un amigo de mi padre se mató en una caída, ya que su paracaídas no funcionó, algo debido en parte a su exceso de confianza (¿qué era esto, sino una réplica de la muerte de Ícaro?).

Durante los diez años siguientes, debí de ver a mi padre a punto de matarse casi una docena de veces. Aquellos días el paracaidismo era un deporte militar, y yo presencié la Guerra Fría (que he disfrazado levemente en la sinopsis del comienzo de este ensayo), combatida repetidamente en los campeonatos mundiales entre los equipos americano y ruso. Los americanos ganaron aquella guerra deportiva con el método que finalmente causó el colapso de la Unión Soviética, es decir, poniendo mucho dinero y energía en nuevas tecnologías que los rusos fueron incapaces de igualar. Como en la guerra entre Thomas Cale y los redentores, el ingenio tecnológico aseguró la victoria. Fue una lección maravillosa para un novelista que hasta el mayor suceso histórico y político pudiera verse jugado en miniatura, donde eran mucho más fáciles de captar los matices en términos humanos.

Para entonces mi padre era el campeón británico de paracaidismo, y como era soldado lo enviaron a Kenia para poner en marcha el Primer Regimiento de Paracaidistas del Ejército de Kenia, que tenía como misión expresa luchar contra los bandidos que asolaban el desmandado Distrito de la Frontera Norte. Se marchó a un mundo peculiar en el que la lucha se hacía sobre todo con lanzas y kaláshnikovs. A la edad de diez años, marché para otro lugar mucho más raro: un internado católico en Cowley, un suburbio industrial de Oxford que fue la base para el Santuario. La única diferencia importante entre el lugar imaginado y el real es que en el real no les estaba permitido matar a los alumnos. Estábamos en 1964, y mientras el mundo moderno tal como lo conocemos se hallaba a punto de estallar para entrar en el futuro, yo estaba viajando al pasado. Y a un pasado brutal. Los lectores han indicado a menudo, y normalmente con desaprobación, que el mundo de la trilogía es una rara confusión entre la Edad Media y el siglo XIX, con ciertos destellos de modernidad. La razón de esto es sencilla: así era el peculiar mundo en que estábamos inmersos en aquel colegio. La mayoría de nosotros estábamos sometidos a una dura filosofía religiosa de pecado y condenación que hubiera reconocido sin problemas cualquiera que hubiera nacido en el siglo XIII. Y los jueves nos dejaban ver Top of the Pops en la tele. La violencia por parte de los sacerdotes no era continua, pero era arbitraria y omnipresente. Uno de mis amigos de once años hizo estallar una vez en el comedor una bolsa de papel. El sacerdote que estaba al cargo se lo llevó fuera de la vista, lo derribó al suelo de un puñetazo y le dio una buena patada. Aquel tipo de brutalidad no ocurría a diario como en muchas otras escuelas católicas, pero podía suceder en cualquier momento, y tenía origen en sacerdotes que podían tratarlo a uno de una manera razonablemente civilizada durante meses, y de pronto, sin previo aviso, le daban una paliza salvaje por una infracción sin importancia. Añadamos a esto el constante acoso psicológico, la comida repugnante, el frío, la falta total de privacidad (me pasé años durmiendo en un dormitorio con otras setenta personas), un aburrimiento demoledor y las historias idiotas sobre el cielo y el infierno, y podremos, tal vez, imaginar lo destructivo que era aquel lugar para cualquier tipo de alegría o placer.

Inevitablemente, la violencia y el duro trato se cobraban un peaje en los alumnos, que sumaban varios centenares, de edades que iban de los diez a los dieciocho, la mayoría de los cuales venían de un entorno de clase obrera o de familias marginadas. La amenaza de una violencia seria entre nosotros era constante. A mí me pegaron a las pocas horas de llegar al colegio, y como me resbalé y caí, mi atacante me dio una patada en la cabeza. Aquel era un sitio en el que uno tenía que estar preparado para pelear en cualquier momento. Cierto psicólogo especializado en el trato con las víctimas de tales lugares los llamó campos de concentración de Dios. Lo vergonzoso es que el colegio al que asistí durante siete años seguramente no se encontraba por encima de la media en la pirámide de abusos de los internados católicos. Los había mucho peores. La letanía de crueldades del informe de la Comisión Ryan del Gobierno irlandés en 2009, sobre el maltrato histórico en los colegios católicos, resulta difícil de creer. El Irish Times lo llamó «el mapa del infierno». Pero no podremos enfatizar nunca de manera suficiente el hecho de que aquel mundo medieval estaba a menos de tres kilómetros calle abajo del paraíso dorado de la Universidad de Oxford, y a una hora en coche de la marchosísima Carnaby Street.

Deprimente. Pero, aun así, mientras yo escribía sobre el Santuario, a menudo me echaba a reír. Lo que recordaba era que la única arma que podíamos blandir contra los curas era la burla. Desde luego, las bromas estaban mezcladas con odio y desprecio, pero lográbamos conservar parte de nuestra cordura al comprender el absurdo completamente estúpido de aquellos hombres, y de las cosas que esperaban que creyéramos (aunque había un buen número de alumnos que quedaban atrapados en el desquiciado sistema de creencias que los estaba destruyendo). De ese modo, los imitábamos, haciendo el papel de sacerdotes que daban sermones llenos de escabrosas descripciones de niños pequeños que eran asados y desmembrados eternamente en el infierno por haber codiciado el trasero del prójimo.

Cuando decidí escribir La mano izquierda de Dios, me parecía que la historia consistía en tratar de responder a esta pregunta: ¿Cómo hace para abrirse camino en el mundo externo, tan diferente en todos los aspectos, alguien criado en un ambiente tan cerrado y en circunstancias tan extremas? Podría haber escrito algo directamente autobiográfico, pero lo que quería escribir era una novela que, tratando de mi experiencia, fuera mucho más allá, explorando mi creciente impresión de que no hay ahí fuera un mundo normal, sino solo numerosas alternativas, unas más raras que otras. Esta idea se vio fortalecida por lo que me ocurrió en 1971.

Cuando el ayuntamiento quiso que las chicas católicas fueran admitidas como alumnas no internas, los curas consideraron aquella propuesta tan repugnante que prefirieron cerrar. Para mí, eso tuvo como consecuencia que de repente me encontrara en un instituto público, rodeado de profesores que eran gente razonablemente normal. Uno de ellos, la escultora Faith Tolkien (nuera de J. R. R.), se había convertido en profesora para ganarse la vida tras su divorcio, y llegó allí para enfrentarse con un adolescente extremadamente desagradable que carecía de calificaciones académicas (la educación que yo había recibido era tan mala como la de todos los demás en el colegio). Le hice pasar momentos muy difíciles, lo admito con remordimiento, pero al cabo de seis meses tuve que admitir que me había encontrado con una mujer de bondad e inteligencia únicas. Una vida que ya era bastante inverosímil estaba a punto de convertirse en algo mucho más extraño aún.

En cuanto comprendió que yo no era solo un sociópata, se puso a la labor de transformarme la vida. Como mi expediente académico era tan deprimente que ninguna universidad estaba dispuesta a hacerme una entrevista, Faith decidió presentarme en Oxford, donde por entonces se ofrecían plazas basadas en la competición abierta. Se pasó un año dándome clases extra y, pese a las serias advertencias por parte de sus compañeros profesores de que lo que estaba haciendo iba a terminar mal, llegué a realizar el examen de entrada y fui aceptado. Que yo sepa, he sido el único graduado de toda la historia de Oxford con todos los exámenes de la educación básica suspendidos. Faith se reía cuando yo le decía que fui a Oxford porque no me aceptaban en ningún otro sitio. Pero tras haber pasado tantos años en un lugar tan profundamente alejado del mundo moderno, ahora me estaba metiendo en otro. Si en otro tiempo había dormido en la misma sala que otras setenta personas, rodeado de curas que creían en la existencia de auténticos demonios voladores que revoloteaban por encima de nuestras cabezas durante la noche, ahora tenía un cuarto para mí solo del tamaño de una catedral pequeña, y un criado del colegio que me hacía la cama, y estaba rodeado por algunas de las mejores mentes del mundo. Era como pasar de Mordor a Narnia. Lo que estas experiencias me confirmaron es que no había un «mundo moderno», que había numerosos mundos (algunos muy grandes, de acuerdo), interminables realidades alternativas que se distinguían de las de la fantasía y la ciencia ficción solo en el hecho de que existían realmente. Y si no me creéis, pensad en lo increíble que parece el mundo descrito en la sinopsis sobre Gondwana. Como habrán comprendido ya aquellos que hayan leído los dos primeros libros de la trilogía de La mano izquierda de Dios, el Santuario hunde sus raíces en un lugar real. No tiene nada de sorprendente que yo me tropezara con el mundo de Oxford de una manera muy semejante a como se tropieza Cale con el mundo de Menfis.

A esas alturas me resultaba ya imposible creer en lo que en ficción se llama realismo, pues mi vida demostraba que el realismo no existía. El realismo no tenía lo que se requiere para explicar lo real, del mismo modo que el modernismo no podía explicar lo moderno. Por regresar a las sinopsis fantásticas del comienzo, e insistir en lo que estoy diciendo en términos del puro melodrama y extrañeza del mundo que habitamos, yo nací en el mismo año en que murió Stalin, el mayor asesino de masas de la historia de la humanidad. Mao murió el año en que yo me gradué en Oxford. En la década que hubo entre medias, mientras se me advertía sin cesar que me encaminaba a un infierno espiritual, me recuerdo a mí mismo acostado sin poder dormir, en octubre de 1962, preocupándome, con muy buenos motivos, por si la crisis de los misiles de Cuba acarrearía el fin del mundo. Menos de catorce años después de dejar Oxford, la Unión Soviética se había colapsado. En una década el imperio chino comenzó su electrizante ascenso. Así que si me he extendido mucho ha sido por un buen motivo. Enormes eventos como este puede parecer que empantanan una historia personal e individual, y así la ficción da la espalda al rostro de una tarea imposible, y desciende a una ingenuidad estridente (aunque se me ha acusado también a mí de esto) y al narcisismo estilístico (de lo que se me ha acusado también). Pero la ficción existe en parte para dramatizar estos cambios y apuntar algo que es inevitablemente cierto: que Mao y Stalin eran individuos, no fuerzas. Otros individuos los ayudaban o se oponían a ellos, y otros simplemente observaban. La crisis de los misiles de Cuba surgió del encontronazo de grandes ideologías, pero fue evitada, por los pelos, por personas no tan distintas de nosotros, que cometían errores garrafales intentando adivinar qué pasaba por la mente de otras personas que trataban de hacer lo mismo al otro lado del mundo. Habréis visto que el comentario de Henry Kissinger sobre este proceso de individuos poderosos que intentan a ciegas dirigir importantes materias es citado dos veces en Batir de alas. La repetición se debe a que creo que es una observación sobre la confusión y su lugar en nuestras vidas, y esto es de una importancia central en lo que he tratado de transmitir en estos libros. Espero que podamos aceptar como licencia poética que una persona (un muchacho profundamente trastornado, ya puestos) pueda verse ligada al ascenso y caída de los imperios y las ideologías bosquejadas en La mano izquierda de Dios. Es el mejor modo que se me ocurre de aferrar la manera en que los individuos y las fuerzas de la historia, la política y la ideología contienden en nuestros muchos y diversos mundos reales.

Sería imposible, en una novela «realista» convencional, escribir sobre esta diversidad y complejidad porque es excesiva. Cada sección llevaría años de cuidadosa investigación (lo he intentado: escribir The Wisdom of Crocodiles me costó trece años). Inventando un mundo hipotético como el de La mano izquierda de Dios (y combinándolo con la noción de los Vertederos del Paraíso, tal como se bosqueja al comienzo de esta novela), empieza a resultar posible tomar elementos de la historia (por ejemplo, de la más idealizada y más espantosa de todas las sociedades: los espartanos) y mezclarlos con elementos de la primera verdadera federación comercial, la Hansa. No hay en esto nada imposiblemente anacrónico, al menos no más que en el hecho de que Estados Unidos esté actualmente inmerso en una guerra en Afganistán, una sociedad que es fundamentalmente altomedieval. En cierto sentido evidente, todos vivimos en una novela de fantasía desbordada. Pero eso también me capacitaba para escribir sobre una mezcla de mundos e ideologías de los que tenía experiencia personal (el catolicismo, la pobreza rural en que nací y el mundo privilegiado de Oxford con el que me tropecé), con palabras e ideologías que solo conocía de lecturas. De ese modo, traté de mezclar y combinar, copiar y reimaginar algo del extraño mundo en que todos nosotros habitamos, pero de un modo razonable y coherente. En el año en que vi por primera vez a mi padre compitiendo contra rusos y americanos en esa Guerra Fría del Deporte, Mao Tse Tung introducía políticas idealistas que matarían de hambre a nada menos que treinta y cinco millones de personas; mientras yo estaba en mi cuarto de Oxford sentado y comiendo bollitos en 1975, Pol Pot eliminaba a más de una cuarta parte de la población de Camboya con vistas a crear el año cero del estado perfecto. Y el mundo católico en que me criaron nos inculcaba un lema en particular: antes la muerte que el pecado.

En la trilogía de La mano izquierda de Dios, he intentado condensar en una sola persona la monstruosa ideología de que hay que cambiar al ser humano para mejorarlo a toda costa, una ideología que ha plagado la historia humana. El plan del redentor Bosco de rehacer el alma humana destruyendo el mundo es mi encarnación de este tipo de idealismo asesino. La trilogía es la manera en que he tratado de unir, en un mundo de infinita complejidad, la relación entre mi propia vida y el extraordinario mundo en que todos nosotros hemos nacido.