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El fuego que casi ahoga a Henri el Impreciso el día anterior aún no se había apagado completamente, y al cabo de unas horas recuperó su fuerza, aunque solo en el refugio donde habían estado guardadas las chicas. Sin embargo, era suficiente para emitir un resplandor naranja que iluminaba el lado inferior de las grises nubes que se habían asentado sobre el Santuario, gracias a lo cual IdrisPukke había encontrado a Cale, a una media milla de las cancelas, unas cuatro horas después de que hubiera matado a Bosco.

—Siento mucho lo de Henri el Impreciso —dijo IdrisPukke.

No hubo respuesta en un buen rato.

—¿Cómo sabíais que estaba aquí?

—No lo sabía. He pedido que salieran a buscaros, pero luego se me ocurrió que era posible que anduvierais por aquí.

Cale estaba sentado sobre una roca, a unos cien metros del aislado complejo donde estaba retenida Arbell Materazzi.

—¿Estabais pensando en entrar?

—Le daba vueltas a esa posibilidad, sí.

—¿Os molestaría si os pidiera que no lo hicierais?

De nuevo, tardó un rato en haber respuesta.

—Estaba pensando en enterrar a Henri el Impreciso en el oasis de Voynich —dijo al fin.

—No lo conozco.

—No está lejos de aquí. Es un lago. Bonitos árboles, pájaros que cantan y todo eso. Creo que le gustaría.

—Le gustaría, sí.

—Quiero que vayan las chicas. Llorarán, me imagino. Eso también le gustaría. Es una tontería, ¿qué importan todas esas cosas?

—Yo he estado en un buen montón de funerales. A veces sí que importan esas cosas.

—A él no.

—No, a él no.

Unos minutos más de silencio. Entonces Cale se rio.

—¿Os he contado lo de Henri el Impreciso y el libro de oraciones boca abajo?

—Me parece que no. —Lo cierto es que le había contado la historia cuando estaban en el Pabellón del Soto.

—No sé cómo se le ocurriría, pero el caso es que arrancó la cubierta del misal que se suponía que teníamos que leer una hora al día, y la volvió a pegar del revés. Lo sacaba cada vez que se cruzaba con un cerdo que no lo conocía, y empezaba a leer. Cuando lo veían, se ponían furiosos: ¡fingir que se lee el Santo Misal… blasfemia! Llegaban corriendo y se lo arrancaban de las manos, y le arreaban un tortazo. Pero a él no le importaba. Entonces él les mostraba que la cubierta estaba pegada del revés, y les decía que estaba esperando una nueva. Hasta los cerdos redentores tenían que disculparse al oírlo. Algunos hasta le pedían perdón. Hizo una fortuna apostando con otros acólitos a que conseguía que le pidiera perdón un redentor.

Otro silencio.

—La odio.

—Sí.

—Yo antes no la odiaba. Fingía hacerlo, pero no la odiaba. Me daba vergüenza que dejara de quererme y me traicionara, pero no dejé de quererla ni por un momento. —Otro silencio—. ¿Sabéis algo sobre la mortificación?

—No.

—Bosco decía que significaba que uno podía morirse de vergüenza. Ya sabéis, de vergüenza por los pecados. Yo sentía mortificación por amarla. Tan débil…, débil y avergonzado. —Por primera vez miró a IdrisPukke—. ¿Sabéis por qué murió Henri?

—No.

—Por ella.

—No comprendo.

—Mirad: yo regresé aquí por culpa de ella. Yo la traje aquí para mostrarle. Quiero decir que no lo planeé ni nada por el estilo, no con la cabeza. Pero ahora lo veo. Ahora está muerto.

—¿Qué es lo que veis?

—Yo quería que ella viera el Santuario. De ese modo, comprendería por qué soy tan raro y volvería a quererme. Y también quería mostrarle que podía destruirlo, que ella no tenía que haberme vendido a Bosco, porque yo era capaz de vencerlos. Lo habría hecho. Lo he hecho. Quería que ella viera que había hecho algo espantoso sin motivo alguno. Pero lo único que hice fue traer aquí a Henri el Impreciso para que muriera en este infierno de mierda. ¡Aquí, no podía ser en otro lugar del mundo! Que muriera aquí.

Empezó a llevarse los puños a la cabeza, machacándose las sienes con los nudillos como si quisiera perforarse un agujero para dejar salir algo.

—No vayáis —dijo IdrisPukke.

—Creo que podría —dijo Cale levantándose—. Bosco tenía razón: uno tiene que matar el pasado, o si no el pasado lo mata a uno.

—No vayáis. Os encontráis en un estado de mente en el que solo puede ocurrir algo triste.

—Tenéis razón, eso es verdad. Tengo la mente llena de cosas que no se pueden explicar.

—¿Qué diría Henri el Impreciso? —Intentó esto a la desesperada.

—Henri el Impreciso ha muerto. Ya da lo mismo.

—Yo no sé si ella es buena o mala. Apenas conozco a esa muchacha. Lo que sí sé es que es una espina que lleváis clavada. Lo único que podéis hacer es empeorar las cosas si os acercáis a ella. Los dos compartís una locura que os partirá a ambos por la mitad. Alejaos de ella.

Otro breve silencio.

—Cuando maté a Kitty la Liebre, pasó algo de lo que no os he hablado. La mirada de sus ojos. Supongo que estaba aterrorizado, pero no fue el terror lo que se me grabó en la mente, sino la mirada de sorpresa. «Esto no me puede estar ocurriendo a mí —estaba pensando mientras yo lo mataba—. A mí no me puede ocurrir esto». Día tras día, Kitty había sido culpable de todos los tipos de crueldad y violencia posibles, y sin embargo, cuando le tocaba sufrirlas a él, en su propia casa, no se lo podía creer. No me he podido quitar de la cabeza aquella mirada. —Otra vez se volvió hacia IdrisPukke—. ¿Sabéis por qué?

—No.

—Yo mismo acabo de comprenderlo. Quiero volver a ver esa mirada, en serio. Quiero verla en los ojos de ese inútil de Zog, y de Ikard, y de Robert Fanshawe y sus éforos, y de todos los que son como ellos en todo el mundo. Quiero ver esa sorpresa en sus ojos: «¿Yo…? ¡No puede pasarme a mí! ¡Es imposible!». ¡El mundo está lleno de gente que tendría que morir de ese modo!

—¡Así que tenemos aquí a la Mano Izquierda de Dios, después de todo!

Cale se rio.

—¿Quién ha dicho nada de Dios?

—¿Y qué me decís de toda la gente a la que tendréis que matar para llegar hasta ellos?

—Le daré a todo el mundo la oportunidad de apartarse del camino.

—¿Y si no quieren apartarse?

—Entonces recibirán su parte.

—Y también la recibirán los miles y miles de personas que no podrán quitarse de en medio aunque quieran. Bosco pensaba que vos podríais gobernar el mundo… pero él estaba loco. ¿Cuál es vuestra excusa?

—¿Que no tengo otra elección?

—Siempre tenemos otra elección.

—¿Sabéis que no os había oído decir ninguna estupidez hasta ahora? ¿De verdad me queréis decir que puedo parar? No podría aunque quisiera. Nadie me va a dejar en paz, nadie me dejará que me retire a un lugar apartado a comer pasteles en compañía de chicas, en paz y tranquilidad. Ya lo he intentado. Si me fuera ahora, no duraría ni seis meses. —Miró a IdrisPukke—. Decidme que me equivoco.

—Toda vuestra alegría consiste en devastar cosas: la desgracia y la desolación es lo que os hace feliz.

—¿Qué…? —Por algún motivo, Cale estaba furioso.

—¿No es eso lo que os dijo aquella muñeca?

—¡Ah, eso! Sí.

—Yo no estoy de acuerdo, por si os interesa mi opinión.

—Gracias…, me conmueve.

—Pero si vais ahí y matáis a Arbell Materazzi, ese será el primer paso. Ya no podréis dar marcha atrás después de hacer algo así.

—¿Sabéis lo que aprendí al matar a Bosco? Que por mucho que uno se rasque, el picor no se va. Y basta de charla por ahora. Seguiremos hablando mañana.

—No podéis matar a alguien solo porque haya dejado de quereros.

—¿Por qué no?

—¿Os imagináis que todo el mundo hiciera tal cosa?

—Si fuera así, todo el mundo se andaría con más cuidado.

—¿Vendréis conmigo? —preguntó IdrisPukke—. ¿Lo consultaréis con la almohada?

—No.

¿Qué podía hacer IdrisPukke? Nada. Así que regresó al campamento, tropezando con piedras y marañas de limpiaculos por el camino.

Durante toda esa noche, los sacerdotes estuvieron cayendo por los aires sin cesar. Cabildos, coros, procesiones, órdenes y capítulos de los recién ahorcados eran arrastrados a cientos hasta el muro occidental del Santuario, y dejados caer por el otro lado, en una caída libre de cien metros de altura hasta el campo de Ginky, donde durante seiscientos años los cuerpos de los redentores han encontrado un lugar de descanso. ¿Cómo caían? Como nada que hayáis podido ver nunca.

Cuando llevaban unas tres horas afanados en aquel lóbrego rito (conocido como la Primera Defenestración de los Ahorcados, porque el agujero en el muro a través del cual lanzaban los cuerpos recordaba una ventana), Windsor consiguió finalmente salir de los recovecos del Santuario y se fue, mareado y exhausto, hasta donde se encontraba Fanshawe.

—Ahora ya es demasiado tarde, hermosura —le dijo Fanshawe—. Será mejor que os vayáis a dormir y lo volváis a intentar mañana.

Pero Windsor no iba a tener más oportunidades, pues al salir el sol Thomas Cale se encontraba a kilómetros de distancia, recostado en la parte de atrás de un carro que iba de camino hacia el depósito de materiales de la Colina de la Nieve.

IdrisPukke mandó hombres a buscarlo durante meses, pero no halló ni trazas del muchacho. Por supuesto, no se dio por vencido: pagó un montón de dinero a espías que sabían cómo tener la boca cerrada, para que informaran sobre rumores que tuvieran que ver hasta con el más leve vislumbre de Thomas Cale. Y de esos había muchos. No resultaba difícil descartar la historia de que había sido visto en la proa de un gran barco cruzando el Mar de Madera, acompañado por ocho doncellas vestidas de blancas sedas, dirigiéndose a la Isla de Avalón, de la cual volvería al final de un largo sueño para salvar al mundo cuando fuera amenazado por la destrucción. Luego se informó de que se ganaba la vida como malabarista en Berlín, o vendiendo sombreros en los mercados de Siracusa. Más alarmantes y verosímiles resultaban las noticias, que llegaron más de un año después, de que había sido asesinado cuando intentaba evitar el matrimonio en el Líbano de Arbell Materazzi con el Aga Khan, duque de Malfi, un hombre tan derrochador que era conocido como Emperador del Helado, pues su fortuna se derretía muy aprisa. Pero IdrisPukke confirmó enseguida por medio de un invitado presente en la ceremonia que esta se había desarrollado impecablemente y sin contratiempos. Más tarde aún, hubo rumores de que se había ahogado, junto con Wat Tyler, en el Gran Fiasco de la Isla de los Perros; y después se dijo que había sido crucificado cerca de Buffellow Bill durante las guerras religiosas de Troya.

Pero aunque los avistamientos de Cale fueran tan numerosos como poco fidedignos, surgió una especie de pauta a partir de algunos informes muy escasos en número, pero que esperaba que fueran auténticos. Había una serie de testigos que aseguraban que lo habían visto en Emaús, en pueblos de mala muerte, comprando puntas, sierras y aceite de oliva. El hecho de que aquellas versiones contaran algo tan corriente inspiraba confianza a IdrisPukke: se trataba de un lugar cálido, incluso en invierno, y la campiña se hallaba cubierta por kilómetros y kilómetros de bosques de olmos y fresnos, así como por cientos de pequeños lagos en los que sería muy difícil encontrar a alguien que no quisiera ser encontrado. Le gustaba imaginarse a Cale dedicado a la carpintería y a comer bien, aunque no pudo descubrir pruebas sólidas en aquellos testimonios, ni siquiera después de enviar allí a gente muy de fiar para que hicieran sus pesquisas. Pero esperaba que anduviera por allá, sano y salvo.