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IdrisPukke estaba en pie en el patio principal del Santuario, hablando con Fanshawe, cuya mente estaba en Babia, preguntándose si Windsor habría logrado matar a Thomas Cale. Estaba tan preocupado que tardó en notar que IdrisPukke había dejado de hablar. Entonces todos los que estaban a su alrededor se quedaron también callados. Cale llegaba caminando lentamente hacia ellos, atravesando el gran patio, llevando a Henri el Impreciso a caballito, como si fuera un niño pequeño que se había quedado dormido después de un día demasiado emocionante. Durante un instante nadie se movió, pues nadie era capaz de comprender lo que veía. ¿Se trataba de una payasada? Las hacían a menudo. Cale se detuvo y entonces se lo subió un poco más arriba en la espalda, como si estuviera a punto de caérsele. Entonces corrieron hacia ellos una docena de hombres, y él permitió que cogieran a Henri el Impreciso en sus brazos. IdrisPukke y Fanshawe caminaron lentamente hasta él. Henri el Impreciso estaba muerto: tenían demasiada experiencia para no reconocer la terrible ausencia de la vida.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó IdrisPukke.

No parecía que Cale le hubiera oído.

—No va a volver a ninguna estancia de este lugar. Que saquen una de las mesas del refectorio. Son grandes… Necesitaréis una docena de hombres.

Estaba claro que no tenía ganas de hablar, así que se quedaron cinco minutos con Cale, mientras este observaba el Santuario, a su alrededor, como si tratara de recordar dónde había dejado algo, mientras Henri el Impreciso iba en los cuidadosos brazos de cuatro de sus hombres. Entonces la mesa, claramente tan pesada como había dicho Cale, y de unos diez metros de larga, quedó situada en el medio del patio. Cale cogió a Henri el Impreciso de brazos de los hombres, lo posó con cuidado en el centro, y lo estuvo colocando y arreglando con suma delicadeza, primero con las manos a los lados, después con los brazos doblados sobre el pecho. La muerte ya le había estirado el labio superior sobre los dientes, burlándose de él al ponerle esa sonrisa de conejo que tienen los muertos. Con bastante dificultad, Cale le estiró aquel para colocarlo en su sitio. Entonces los párpados se le empezaron a abrir, y Cale no consiguió que se le quedaran cerrados. Le hizo seña a uno de los sargentos para que le diera la bufanda blanca que llevaba; la plegó varias veces, y entonces la colocó sobre los ojos de Henri el Impreciso, a modo de venda. Y nadie dijo nada, hasta que uno de los soldados exclamó, con la voz ahogada:

—¡Buen Dios!

Todo el mundo levantó la mirada salvo Cale, que estaba perdido en un mundo propio, mirando fijamente a su amigo. A su alrededor había un silencio tan intenso que el hecho de que Henri el Impreciso se hubiera ido para siempre terminó atravesando las nieblas de su incredulidad. Levantó la mirada. Al final del patio, descalzo, vestido con blancas ropas de lino y con la soga del penitente alrededor del cuello, el Papa Bosco XVI iba caminando hacia ellos con una gentil sonrisa en el rostro. Estaba mucho más delgado que la última vez que Cale lo había visto, y la túnica de lino era demasiado larga, cosa que, junto con el hecho de que llevara la boca abierta al hacer el esfuerzo de andar, le daba la apariencia de un pollito no completamente preparado para abandonar el nido. Al anciano le costó casi un minuto llegar al grupo que estaba en pie ante la enorme mesa, cuyos ojos pasaban en silencio de Cale al anciano que arrastraba los pies hacia ellos. Cale no se movió ni parpadeó, sino que observó a Bosco completamente paralizado. A los demás les daba la impresión de que el anciano y Cale se habían convertido en los únicos hombres que ocupaban el patio. Bosco se detuvo, sin dejar de sonreír afectuosamente al muchacho.

—Os he estado esperando pacientemente… para explicároslo todo y pediros perdón por el terrible sufrimiento que os he ocasionado.

Pero Cale seguía sin moverse ni decir nada. Daba la impresión de que no volvería a hablar nunca más.

—Yo no comprendía que Dios me estaba hablando por medio de todas vuestras victorias sobre nosotros. Sin agua y sin alimento, oré día tras día. Yo veía, pero no percibía, oía pero no podía comprender. Hasta que por fin, apiadándose de mi estupidez en su misericordia, me quitó la venda de los ojos. Cuando vinisteis aquí siendo un niño, me di cuenta de inmediato de lo que erais, pero pensé que necesitabais que yo os enseñara cómo borrar su gran error. Cada noche, yo lloraba por el dolor y el sufrimiento que debía infligiros para que adquirierais la dureza de alma y cuerpo necesaria para llevar a cabo una obra tan terrible. Todas las cosas que hacía para volveros más fuerte solo producían odio donde debería haber habido amor. La destrucción del mundo era un acto de santa ternura para con la humanidad, y no un castigo. Había de llevarse a cabo como un presente, para que después él pudiera volver a comenzar. Pensé que erais la encarnación de la ira de Dios, pero vos erais su amor hecho carne, no su ira. En mi incompetencia, os enloquecí y os hice aborrecible, cuando todo lo que debería haber hecho era trataros con la bondad que vos debíais mostrarle al mundo al ayudar a todas sus almas a entrar en la siguiente vida para empezar de nuevo. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…

Bosco se arrodilló frente a Cale.

—Perdonadme, Thomas. Dios me estaba diciendo, mediante las victorias que nos infligíais, que el daño hecho a vuestra alma tenía que ser deshecho por el hombre que causó el daño. Pensé que mis compañeros sacerdotes y yo seríamos los últimos en reunirnos con Dios para la gran renovación de las almas, pero ahora es necesario que seamos los primeros, para que podáis marchar sobre la obra de Dios con el espíritu en paz. Solo con nuestro humilde sacrificio podrá borrarse el odio de vuestra alma.

Con lágrimas de gratitud que le manaban de los ojos, Bosco levantó ambos brazos y empezó a rezar.

—Purgadme con hisopo, Señor, y seré limpio. Lavadme, y seré más blanco que la nieve. Libradme de mi culpa para que el espíritu y el corazón de Thomas Cale, que yo he quebrado, encuentren alegría.

Mientras Bosco rezaba, Cale comenzó a mirar a su alrededor, como si estuviera buscando una llave que, por estar pensando en otra cosa, hubiera dejado donde no debía. Todos los demás lo miraban fijamente, espantados de lo que estaba sucediendo. Fanshawe hablaba en voz baja con IdrisPukke mientras Cale caminaba hacia el otro extremo de la mesa en la que yacía el cuerpo de Henri el Impreciso, y empezaba a sacar una pequeña pieza de cinco por diez centímetros que servía para fijar la mesa a la pared del refectorio y evitar que se moviera.

—Pensad en la información que puede proporcionarnos Bosco —dijo Fanshawe—. Lo necesitamos vivo.

—Estoy de acuerdo. Por supuesto. —Fanshawe no se movió.

El intento de Cale de sacar la pieza de madera de no más de un palmo de largo no tuvo éxito, pues las puntas seguían clavadas demasiado hondo. Entonces dio un tirón con todas sus fuerzas y la desprendió. Mientras se acercaba de nuevo a Bosco, el anciano seguía rezando.

—¡Con este sacrificio de tus sacerdotes, seca las lágrimas de los ojos de él, para que no haya más penas, ni haya más dolores!

Lentamente, Cale empezó a rodearlo y colocarse por detrás. Se notaba que su mente estaba considerando algo.

—Justo como el Ahorcado Redentor ofreció su cuello roto para nuestra salvación, con el ahorcamiento sacrificial de Tus Redentores limpia los innecesarios insultos a su alma, para que sea libre al fin para otorgar al mundo su terrible bondad. Libera al…

Cale dio dos pasos hacia delante y dejó caer el taco de madera sobre la cabeza del viejo. Pero no fue un golpe especialmente fuerte, ni se trataba de un pedazo de madera especialmente pesado. La cabeza de Bosco fue impulsada ligeramente hacia delante, no mucho, y un delgado hilo de sangre le cayó por el rostro. Abrió la boca como si quisiera continuar, pero no salió de ella sonido alguno. De nuevo intentó hablar, pero enseguida recibió otro golpe, y de nuevo su cabeza fue impulsada hacia delante, aunque también esta vez el golpe era mucho menos fuerte de lo que podría haber sido. Los hombres que los miraban no eran en absoluto ajenos al espanto, pero ya algunos de ellos apartaban la mirada. Entonces Bosco recibió otro golpe, y cayó otro hilillo de sangre.

Bosco movía la cabeza, y había dejado caer las manos en parte hacia los costados. Dio un grito ahogado:

—En… tus… ma…

Otro golpe le cerró la boca, pero él seguía siendo demasiado fuerte para caer, o los golpes carecían deliberadamente de la fuerza necesaria. Entonces recibió otro golpe de madera contra el cráneo, y otro más. Esta vez casi se desploma de cara a la tierra, pero algo volvió a levantarlo y colocarlo casi derecho. Otro golpe, y esta vez salió un grito de Bosco, mientras media docena de hilillos de sangre le manaban de la afeitada cabeza para cubrirle la cara.

—¡Por Dios, Thomas, parad ya! —le dijo IdrisPukke.

Cale lo miró directamente, como un zorro que olfatea ligeramente algo que lleva el viento. ¿Se trataba de algo importante? Ni mucho menos. Entonces la interrupción quedó completamente desestimada, como si no hubiera ocurrido. Se giró para volver a concentrarse en Bosco. Dejó caer el pedazo de madera manchado de sangre y entonces, con mucho cuidado, agarró la soga de los penitentes que rodeaba el cuello de Bosco y comenzó a balancearlo con suavidad de lado a lado, sujetándole la cabeza para que no le hiciera daño, del mismo modo en que una madre le sujeta la cabeza al bebé al que está a punto de dar un baño.

—¡Thomas! —exclamó IdrisPukke.

Pero no servía de nada: se encontraba en algún lugar muy lejos del alcance de la piedad. Cale tiró de Bosco para acercárselo a la cara, y lo abofeteó con una mano para hacerle volver en sí. Lentamente, Bosco recobró el conocimiento. Cuando reconoció a Cale, empezó a sonreír afectuosamente al muchacho.

—Quiero…

Pero lo que Bosco quería quedó sin saberse, ya que en un segundo Cale, con alma de hiena, tiró de la cuerda hacia arriba, y después hacia abajo con tanto ímpetu que el cuello del viejo se rompió con un fuerte chasquido.

A su alrededor, los hombres contuvieron un grito, tomaron aire. Cale tiró del rostro de Bosco para acercarlo al suyo, hasta que los dos rostros casi se tocaban, fijando en su mente la muerte de él para no olvidarla nunca. Entonces, con mucho cuidado, posó al muerto en el suelo y se apartó de él. Los testigos temblaban, todos y cada uno de ellos, incluso Fanshawe. Todos habían presenciado con anterioridad muertes severas, y habían visto la ira, pero nunca nada como aquello, y menos viniendo de alguien que todavía era, en realidad, casi un niño.