39

El Ejército de Nuevo Modelo estaba por entonces ya bien acostumbrado a las masacres y los lacónicos eran, por supuesto, una sociedad consagrada a ellas. Pero aquello no era la muerte tal como la conocían y así, pese al hecho de que lo que veían significaba que sobrevivirían a aquel día, y a que aquella multitud de ahorcados eran sus peores enemigos, una desazón espeluznante los invadía a todos ellos mientras recorrían el Santuario. Cada nueva perspectiva, cada patio, cada claustro, cada galería cubierta, cada jardín de oraciones contenía nada más que una fila tras otra de hombres ahorcados. Lo único que se oía era el crujir de las sogas, lo único que se movía eran los cuerpos levemente mecidos por el viento.

Lentamente, fueron recorriendo el interior de los edificios del Santuario. No podían hacer otra cosa. En cada corredor, a intervalos de un metro, los redentores colgaban por el cuello del techo, en cuya argamasa se habían clavado unos sencillos ganchos. En cada habitación, en cada despacho, en cada alcoba, en cada capilla. En las seis grandes iglesias debía de haber un millar en cada una, colgados en una docena de niveles distintos, tan silenciosos como los adornos que colgaban del árbol de la mortalidad en el Día de los Muertos. Se dio la orden de detenerse, y los lacónicos, con su guía penitente, se introdujeron en los escondites del Santuario, obstaculizados a cada paso por los cuerpos que se balanceaban a un lado y a otro, mientras buscaban el refugio de las chicas y a Henri el Impreciso.

Contra el encarecido consejo de que permaneciera fuera del Santuario hasta que se hubiera registrado completamente («Sin duda, señor, estarán escondidos esperando a que lleguéis…»), Cale se presentó allí, con los ojos como platos, impactado por la lóbrega visión. Tenían razón, pero no podía esperar y, rodeado de cerca por penitentes (¿qué estarían pensando?), penetró en los viejos lugares extrañamente transformados en matadero sacerdotal. Era rara su reacción a aquel retorno. No era como retornar al antiguo hogar, porque se daba cuenta de que la hermana Wray tenía razón en algo que había dicho: él había estado allí en el pasado, estaba allí ahora, y siempre estaría allí.

Los penitentes lo acompañaron por un ambulacro en el que habían despejado el espacio de ahorcados redentores, y donde estaba fuera de la visión de todo el mundo. Al cabo de unos minutos le llevaron a un niño que un soldado del Ejército de Nuevo Modelo había encontrado escondido en una caja.

—Quiere hacer una confesión, señor —dijo un penitente.

—¿Qué eres? —le preguntó Cale.

—Un acólito, señor.

—Eso fui yo también. No temas, no te pasará nada. No te vamos a hacer daño. ¿Qué ocurrió aquí?

Oyeron un relato muy embrollado, pero la cosa era sencilla: Bosco se había dirigido a quinientos de sus más cercanos seguidores y les había anunciado que, a causa de la traición de Thomas Cale, había decidido eliminar a los fieles de la faz de la tierra y no volver a pensar en la humanidad. Como recompensa por su fidelidad, se les concedería unirse a Dios en una dicha eterna y por el mismo medio del mismísimo Redentor.

—¿Y todos se mostraron de acuerdo?

—No todos, señor. Pero el Papa creó un grupo de consejeros para asistir a todos aquellos que necesitaban apoyo espiritual.

—Pero no a ti.

—Yo tuve miedo.

—Ahora estás a salvo. —Cale se volvió hacia uno de los sargentos del Ejército de Nuevo Modelo—. Lleváoslo de aquí. Que lo vistan con ropa nueva, y que mi cocinero le dé bien de comer. Aseguraos de que no le pasa nada. Y, por el amor de Dios, ¿es que no se sabe nada de Henri? —Envió a dos penitentes más. Cinco minutos después, cuando decidió que iría él mismo por peligroso que fuera, llegó Fanshawe con aspecto preocupado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Cale.

—He recibido noticias, pero son el embrollo de siempre.

—Pero ¿habéis oído algo?

—Sabéis tan bien como yo que la primera noticia nunca es de fiar.

—Comprendo. ¿Qué es? Decidme lo que habéis oído.

—Interpretadlo a vuestro modo. La noticia es que vuestro amigo está muerto. He hablado con alguien que dice que lo vio.

—¿Lo conocía? ¿Lo conocía bien?

—Lo había visto por ahí. Todo el mundo lo ha visto alguna vez. Por lo visto el lugar es un infierno… Ya sabéis cómo es la cosa: al principio nada tiene sentido; puede que él haya oído lo mismo sobre vos.

Cale llamó a sus penitentes, y se dirigía al refugio de las chicas cuando, por una entrada por la que se introducía en el patio un ligero humo gris, salió una silueta. Aunque el humo lo oscurecía y tenía la cara negra, el modo en que se movía lo delató de inmediato. Entonces Henri el Impreciso reconoció a Cale. Y vio que lo miraba de una manera peculiar.

—¿Qué? —preguntó, defensivo.

Cale lo miró durante un rato.

—Circulaba el rumor de que habíais muerto.

Sorprendido por esto, Henri dio la impresión de que meditaba si el rumor sería cierto.

—No —dijo al fin.

Cale seguía mirándolo.

—¿Qué sucedió?

Henri el Impreciso sonrió.

—No gran cosa. Tuvimos el camino despejado. Solo tuvimos que cargarnos a media docena cuando buscábamos a las chicas. Ahora comprendo por qué.

—¿No os atacaron?

—No.

—¿Y los fuegos?

—Les dimos un susto a las monjas, que se cagaron encima. Una de ellas derramó una sartén con grasa hirviendo, y el lugar se incendió como si fuera de paja. La grasa se metía hasta entre las tablas del suelo, y no había manera de terminar de apagarlo. Pasamos un poco de miedo.

—¿Las chicas están bien?

—Perfectamente. Todas ellas. —Se rio—. Bosco las puso a mitad de ración de un acólito. Ahora están flacas como un palo.

—¿Cómo un pavo?

—Ya os gustaría. ¡Como un palo!

—Vaya. Me pregunto por qué no las mataría.

—Supongo —dijo Henri el Impreciso— que todo el mundo tiene un lado bueno.

Sonrieron los dos. Cale hizo un gesto de cabeza para indicar los cuerpos que colgaban por todo el patio.

—¿Qué os parece esto?

—No me parece nada —dijo, malhumorado de pronto—. Me alegro mucho de no volver a verlos. —Entonces se rio, y en la risa había humor, pero también horror—. La verdad es que no me lo imaginaba.

—Bosco les dijo que así entrarían en el cielo.

Henri el Impreciso asintió con la cabeza.

—¿Lo habéis visto? —preguntó Cale.

—No. ¿Queréis verlo?

—Como sea. Quizá esté en su celda.

—No es buena idea —repuso Henri el Impreciso— andar por ahí sin ir bien armado.

—Estoy impaciente. Realmente no puedo esperar.

Windsor, el lacónico enfermo del cangrejo que tenía la misión de matar a Thomas Cale aquel mismo día, se encontraba especialmente mal. No le quedaba mucha vida por delante, en cualquier caso. Había visto a Cale hablando con Henri el Impreciso e intentó encontrar una buena posición desde la cual disparar. Se puso una túnica que le había quitado a uno de los redentores. Se había esperado que hubiera mucha más confusión y varios días de lucha repletos de oportunidades para él. Y sin embargo todo estaba en calma. Los soldados pululaban por allí a millares, tristes y descorazonados por la visión de los ahorcados. La tensión extrema de los últimos días, y el ver de pronto que todo había concluido, los dejaba con una horrible mezcla de sentimientos. En ese estado, no encontraban mejor sitio donde estar que dentro del Santuario.

Sin conocer el Santuario ni sus recovecos, Windsor se perdió en el camino hacia una cornisa del muro, y cuando por fin llegó a ella, fue para ver que Cale y Henri el Impreciso dejaban el patio para emprender un reconocimiento que solo se podía calificar de temerario. Aunque, naturalmente, si ellos hubieran hecho lo prudente y se hubieran quedado donde estaban, a Cale no le habrían quedado más que unos segundos de vida.

Windsor se deshizo de la túnica (había muchas libres en el mismo sitio del que procedía aquella) y se fue siguiendo a los dos muchachos, aunque sin estar muy seguro de encontrarlos en la tremenda confusión del lugar. Por otro lado, ahora había lacónicos que caminaban por todo el Santuario, así que no habría problema en acecharlos. Solo se detuvo un momento para vomitar, algo que había empezado a hacer tres veces al día.

No les resultaba fácil caminar a Cale y Henri el Impreciso. Aunque el suelo estuviera despejado, por encima de sesenta centímetros de altura todo estaba abarrotado de sacerdotes ahorcados, así que su paseo era lento y muy particular, pues había que abrirse camino por entre la masa de cuerpos que colgaban. Tal como esperaba, Windsor tardó muy poco en perderse, pero al mirar por una ventana notó que aunque no podía ver a los dos chicos, ellos dejaban un rastro de su paso en el movimiento de los cuerpos que se balanceaban tras ellos. Decidió que sería más rápido, incluso con breves paradas para comprobar su progreso, pasar a gatas bajo los sacerdotes que tener que ir empujándolos hacia los lados. Esa idea también se les había ocurrido a Cale y Henri el Impreciso, pero no solo la habían encontrado muy cuestionable, sino que disfrutaban aquello de ir apartando los cadáveres. Los soldados en general podían sentirse intimidados por la sórdida disposición de los redentores a abrazar la muerte de aquel modo terrible y decidido, pero Cale y Henri el Impreciso estaban hechos de otra pasta más dura: aquel espantoso final les parecía completamente merecido, y mejor que nada que se les hubiera podido ocurrir a ellos mismos. No era exagerado decir que, una vez superado el susto inicial, se sentían entusiasmados ante lo sucedido, embargados por un éxtasis de satisfacción que les producía el ver devuelto, en cierta medida, todo el dolor que les habían infligido. Aquellas muertes les resultaban muy dulces a los dos. Y la guinda de aquella tarta sería contemplar, muerto o vivo, al propio Bosco.

En cierto momento Windsor llegó a encontrarse a menos de cuarenta metros, pero la oscuridad y lo laberíntico del lugar volvieron a impedirle que cumpliera su misión: se equivocó al girar y se marchó a gatas, bajo aquella bóveda de puntiagudos pies, hacia el enmarañado corazón del Santuario.

Al llegar al final del más largo de los pasillos, Cale y Henri el Impreciso oyeron un ruido. Al principio era difícil de distinguir, porque paraba y volvía a empezar. Era un sonido de rascar, o de escarbar, como de un animal atrapado, tal vez algún animal pequeño que intentaba escapar. Era un sonido de desesperación: rascar, raspar, silencio, rascar, raspar. En la oscuridad que aumentaba y el silencio, se les encogía la piel en la parte de atrás de la cabeza. Rascar y raspar, silencio, rascar y raspar… Entonces oyeron otro extraño sonido, entre raspado y revoloteo. Lentamente, caminaron hacia el final del corredor, donde doblaba a la derecha para después abrirse a un espacio del tamaño de una habitación grande. Nerviosos, se agacharon hasta el suelo y vieron lo que producía aquel ruido: unos pies frenéticos, calzados con sandalias, que se agitaban y raspaban el suelo, tratando desesperadamente de contactar con algo sólido en lo que apoyar el peso del cuerpo. El nudo debía de haberse deslizado o tal vez la cuerda se hubiera alargado más de la cuenta. Como la esquina del corredor doblaba allí, había bastante espacio para que pudieran sentarse contra la pared, sin tener encima de la cara las filas de pies caídos.

—Se está poniendo demasiado oscuro para ver —dijo Henri el Impreciso.

Ras, ras, ras…

—Está muy cerca…, justo al otro lado de esta Latitudo.

Ras, ras, ras…

—Ese sonido… me está dando dentera.

—Entonces apartémonos de él.

Sin alejarse de la piedra, marcharon junto a la pared de la Latitudo.

Ras, ras, ras…

Entonces, de repente, oyeron raspar de manera desesperada, como si un hombre que se ahogaba tratara, en busca de una bocanada de aire, de afianzarse en el suelo por todos los medios.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Henri el Impreciso, y abriéndose paso por entre los ahorcados, agarró por la cintura al redentor que se estaba ahogando para sostener su peso, y cortó la cuerda con su cuchillo.

El redentor moribundo, casi muerto, inhaló una bocanada de aire y recuperó una pizca de conciencia. Como era uno de los supervisores del masivo ahorcamiento, se había encontrado entre los últimos en ahorcarse. La soga parecía adecuada, pero resultó ser de calidad inferior, y se había dado de sí hasta permitir que las puntas de los dedos de los pies llegaran al suelo y soportaran el peso suficiente para mantenerlo vivo durante varias horas. Cuando Henri el Impreciso lo cogió por la cintura, el moribundo respiró y comenzó a despertar de la pesadilla mortal de la que había tratado de escapar: un demonio gordo, con los ojos saltones y los dientes separados, todo él rosa y blanco, corría tras él. El demonio ostentaba una erección roja, viscosa y goteante, y se reía como loco, igual que podría reírse un cerdo.

No era Henri el Impreciso, sino aquel horrible demonio quien lo sostenía en sus brazos, así que buscando cualquier cosa que le sirviera para defenderse, sacó un lápiz afilado que había usado para contar la lista de los que tenía que ahorcar y, con la fuerza que da el terror, se lo clavó a la criatura que lo sujetaba. La criatura aquella, o sea Henri el Impreciso, gritó y cayó al suelo, soltando al redentor, que por fin se rompió el cuello.

—¡Ay, ay!

—¿Qué pasa?

—¡Ese hijo de puta me ha apuñalado!

Cale se abrió camino por entre los cuerpos ahorcados, que se burlaban chocándose contra él y entre ellos. Había un poco más de espacio en torno al redentor ahora ya muerto: una vez ahorcado quedaba espacio libre. Henri el Impreciso se palpaba debajo del brazo y hacia la espalda.

—¡Me ha apuñalado! —exclamó indignado—. ¡Me ha apuñalado con un puto lápiz!

Efectivamente, el redentor, cuya alma se hallaba ahora en la dicha eterna (o tal vez no), aferraba un lápiz en la mano derecha.

—Suerte que no tuviera otra cosa. Menuda gilipollez que queríais hacer.

—Cerrad el pico y echad un vistazo a la herida.

Levantó el brazo izquierdo y le ofreció la espalda. Costó un rato encontrar el agujero en la lana: Cale tuvo que rasgar la tela para poder verlo bien.

Efectivamente había un agujero con la forma del lápiz, pero no mucha sangre, aunque le salía una poca.

—¿Qué tal pinta tiene?

—Bueno, no me gustaría tener uno igual. Os va a doler un poco.

—¡Ya lo hace!

—No parece demasiado grave. Vamos a regresar para que os lo vean.

—No os preocupéis. Ya que hemos llegado hasta aquí… Dadme un par de minutos para recuperarme.

Respiró varias veces muy profundo, y entonces empezó a sentirse mejor.

—¿Hasta dónde vamos?

—Un poco más por el pasillo.

—¿Creéis que seguirá vivo? A lo mejor está esperando para llevaros con él.

—Seguramente, ni siquiera estará ahí.

—Os apuesto un dólar.

—No.

—¿Por qué no?

—¿Para qué?

—Me tambaleo —dijo Henri el Impreciso.

Y efectivamente tenía aspecto de encontrarse flojo. Unas pequeñas gotas de sudor habían empezado a cubrirle el rostro, y estaba palideciendo. Se sentó, usando la pared para descansar el peso de su cuerpo. A Cale no le gustó la pinta que tenía la cosa.

—Dejadme que le eche otro vistazo a la herida.

Henri el Impreciso se volvió hacia la derecha. La sangre brotaba ligeramente, y eso no era mala cosa. Pero había más de la que esperaba. Tal vez hubiera entrado más profundo de lo que pensaba. Sin embargo, ante los ojos de Cale, la sangre dejó de salir. Ayudó a Henri el Impreciso a apoyar el peso de su cuerpo contra la pared, pero cuando lo hizo, su amigo ya estaba muerto.