—Quiero un favor —dijo Cale.
Fanshawe aportó los quinientos lacónicos que Cale había pedido y este mandó que fueran inmediatamente después del primer embate del Ejército de Nuevo Modelo. No se esperaba que sobrevivieran muchos.
—¿Un favor? Por supuesto. Probablemente.
—Quiero que cien de vuestros hombres se ocupen de liberar a Henri el Impreciso en cuanto sepamos qué es lo que ha pasado.
—Ese es un favor importante. El riesgo es muy serio.
—Sí.
Fanshawe bajó la vista al mapa del Santuario y sus edificios interiores.
—Esto es un pequeño laberinto, amigo mío. Perderse sería fácil y doloroso. Pero si fuerais vos con ellos para guiarlos…
Cale estaba seguro de que Fanshawe había dedicado mucho tiempo a meditar sus planes con respecto a él. Por el contrario, él no necesitaba pensar muy detenidamente en las posibilidades de que él o Henri el Impreciso salieran vivos del humo de la batalla.
—Por desgracia, yo hago falta aquí. Pero lo he arreglado para que tres de mis penitentes, que conocen el refugio de las chicas mejor que yo, os lleven hasta allí.
Fanshawe pensó si rechazar el ofrecimiento (y no es que esperara realmente que Cale fuera tan tonto como para aceptar ir personalmente con ellos), pero no hubiera quedado bien. Si llegaba a haber preguntas sobre quién era responsable de la trágica muerte de Cale que tendría lugar en algún momento de las siguientes veinticuatro horas, sería sin duda buena cosa poder demostrar al Ejército de Nuevo Modelo que los lacónicos habían ido justo detrás de su capitán en una arriesgada aventura destinada a salvar a su mejor amigo.
Fanshawe salió para hacer los preparativos, y Cale, tras recoger a IdrisPukke por el camino, regresó a la cima del Hermanito y a la torrecita que habían erigido en ella para que le proporcionara la mejor vista posible. Entonces empezó la cosa. Las sogas que elevaban la parte de delante del túnel fueron descendiendo lentamente, y el túnel se convirtió en un enorme paso que salvaba el hueco de diez metros hasta los muros del Santuario.
Pero seguía sin pasar nada. Hubo una pausa que duró aproximadamente un minuto, una serie de gritos indistinguibles, y después las bombas de mano, accionadas por veinte soldados para producir presión, fueron cebadas para que estallaran en dos minutos. Más gritos. Una pausa. Entonces Hooke soltó las bombas y el líquido de los contenedores salió de una serie de ocho barriles, como rociado por la mayor fuente del mundo. Hooke encendió las ocho antorchas de debajo, y hubo un estruendo de explosiones que era como si se abriera la grieta de la muerte. El rociador encendió un vasto arco de llamas, cubriendo los muros de delante hasta cien metros a cada lado. Durante veinte segundos, aquel espantoso aparato ensordeció a todo el que se encontraba tras él. Entonces Hooke, temeroso de que pudiera explotar, lo apagó. Durante un minuto más, el líquido ardió como el lago de fuego en el centro del infierno y luego, casi como si hubieran soplado para apagarlo, se extinguió. No hubo retrasos: el Ejército de Nuevo Modelo, con la parte inferior de las piernas protegida contra el calor, pasó a través del túnel y penetró en el puente tan aprisa como era posible para aprovechar la ventaja de la devastación, antes de que los redentores pudieran responder.
—¡NO OS PREOCUPÉIS! ¡ESTO NO ES MÁS QUE LA SALSITA DEL ASADO!
—¡LOS OJOS ABIERTOS! ¡LOS OJOS BIEN ABIERTOS!
—¡VALLON AL BORDE! ¡VALLON… SÍÍÍ! ¡AL BORDE, CABEZA DE CHORLITO!
—¡POR AHÍ, POR AHÍ! ¡MIRAD DÓNDE METÉIS LAS PUTAS PIERNAS!
—¡UN MATADERO, UN MATADERO!
—¡AQUÍ, HERMANO, AQUÍ!
Pero no encontraron cuerpos horriblemente quemados, ni supervivientes del fuego dispuestos a devolverles el golpe. Los gritos cesaron. Y no quedó nada más que una terrible soledad silenciosa de ambos lados. Esto no hizo más que provocar una horrible tensión, el terrible miedo del soldado a la muerte inesperada: ¿cuándo y de dónde llegaría el ataque? Avanzaron todos juntos contra la espantosa lucha que aguardaba.
—¡DESPACIO, DESPACIO! ¡LOS OJOS BIEN ABIERTOS! ¡ATENTOS, MUY ATENTOS!
A su miedo se sumaba el negro humo del fuego griego, que cubría todo delante de ellos con una niebla espesa. Mientras avanzaban, cada cosa ordinaria asumía el inquietante misterio de una horrible amenaza, que después resultaba ser nada más que un montón de barriles o una estatua santa que ofrecía su bendición a los salvados. Ordenaron detenerse. Dos mil hombres, hombro con hombro, incluso los lacónicos que esperaban detrás de ellos, estaban asustados, temblando ante la terrible incerteza de algo horrible que se cernía sobre ellos.
Muy despacio (era un día casi sin viento) el humo empezó a concentrarse y difuminarse, y cada rincón que aclaraba parecía revelar una amenaza que no llegaba nunca. Entonces una leve ráfaga de viento y luego otra más fuerte revolvieron el humo en bonitas volutas y caracolas. El viento soplaba a través de ellos, y lo que veían era la límpida imagen de la vida que la mayoría esperaban perder ese día. Por todas partes, en cada punto, en cada tirante de cada uno de los pasillos cubiertos, en las vigas de madera que sobresalían a centenares en los patios, en cualquier lugar al que miraran veían miles de redentores colgados por el cuello.