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O lo habría hecho si se hubiera tratado de cualquier otro que no fuera Thomas Cale, que se había vuelto salvajemente hiperactivo por efecto de una droga que tenía muchas posibilidades de matarlo en algún momento de las siguientes veinticuatro horas. La rapidez y la fuerza del golpe fueron la perdición de Ormsby-Gore. No llegando a clavarse en el pecho de Cale por un pelo, Cale le dio la vuelta a su atacante, lo arrimó contra él, y le puso su propio cuchillo en el pescuezo. Los demás podrían estar asombrados de la velocidad con la que todo acababa de ocurrir, pero lo que los mantuvo en un silencio absoluto fue la expresión rematadamente enloquecida de los ojos del muchacho.

Hasta IdrisPukke permaneció callado, temiendo que cualquier movimiento o sonido pudiera hacer estallar a Cale. Fuera reinaba el silencio por primera vez desde hacía varias horas. Qué largo es un segundo cuando la vida o la muerte están en el ambiente. Entonces se oyó un tremendo golpe fuera, seguido por un estrépito, y el grito de un ingeniero furioso:

—¡Esos cagones la han cagado bien cagada!

En la tienda nadie dijo nada, nadie se movió. Excepto Cale. Incapaz de contenerse a sí mismo en la exasperación desgarradora del ingeniero, empezó a reírse, no con la risita histérica de un lunático, sino con la risa propia de alguien a quien le hace gracia lo ridículo de lo que está sucediendo. Fanshawe aprovechó la oportunidad.

—Solo le voy a quitar el cuchillo a Ormsby-Gore —dijo con suavidad, levantando las dos manos—. Lo entendéis, ¿no, amigo mío? —Ormsby-Gore miró a Fanshawe fijamente de un modo que daba a entender que no lo comprendía de ninguna de las maneras.

«El problema con los tipos que no tienen miedo a la muerte —pensó Fanshawe— es que no le tienen miedo a la muerte». Así que tenía que encontrar otra cosa.

—El caso es, hermosura —le dijo—, que si vos no dejáis caer el cuchillo, entonces yo mismo, siempre con el permiso de Thomas Cale, sacaré el mío y os cortaré yo mismo la puta cabeza para mandarla rodando montaña abajo de una patada.

Para Ormsby-Gore, aquello era una cosa muy distinta: ser ejecutado en el campo de batalla por desobedecer una orden significaría una desgracia imperdonable, y una imperecedera infamia para él y su familia. Dejó caer el cuchillo tan aprisa como lo había empuñado.

—¿Puedo…? —preguntó Fanshawe, cogiéndole con una de las suyas ambas manos a Ormsby-Gore para que Cale viera que lo tenía bajo control.

Cale lo soltó y Fanshawe permitió a Ormsby-Gore adoptar una postura más cómoda, y se lo llevó para fuera, haciendo tranquilamente que cuatro de sus hombres lo arrestaran y se lo llevaran. Entonces volvió a la tienda.

—¿Podría sugerir que sea tratado del modo que os parezca bien a vos una vez que haya caído el Santuario? Sería una pena distraer ahora a las tropas, ¿no creéis?

Fanshawe no quería ni pensar en cómo reaccionarían los soldados lacónicos, o los éforos, a la ejecución de Ormsby-Gore, pero tenía la esperanza de que Cale estuviera muerto antes de que tal cosa tuviera que suceder.

Cale no dijo nada, se limitó a mostrar su conformidad con un leve gesto de la cabeza, y luego salió para ver qué era lo que había causado el ruido de antes y el lamento del ingeniero.

Un gran contenedor lleno de gelatinoso fuego griego había sido transportado para cargarlo en el túnel antes de darle el último empujón que lo conectaría con los muros del Santuario. Era una materia volátil que no soportaba mucho movimiento. Por desgracia, había caído de un raíl en lo alto del terraplén. Habían intentado volver a poner el contenedor en los raíles usando para ello una palanca de roble. El chasquido era el ruido que había hecho la palanca al romperse. El contenedor había bajado rodando la pendiente y había pegado contra un montón de rocas: eso fue lo que provocó la desgarrada frase del ingeniero.

Hooke, que por entonces ya se había acostumbrado a las diferencias entre un campo de batalla y un laboratorio químico, había pedido ya que lo cambiaran. Transportar el nuevo a toda prisa hasta el túnel solo llevaría unos minutos.

—¿Estáis bien? —preguntó IdrisPukke, que lo había seguido hasta fuera.

—No volverá a ocurrir —respondió Cale—. Seguramente. Quizá les debierais explicar a todos que sería mejor no llevarme la contraria durante unos días.

—No creo que haga falta. —No está claro si esto lo oyó Cale.

—Me he perdido algo. Me he perdido algo importante.

—¿Qué queréis decir? —IdrisPukke estaba alarmado: como todos los demás, veía la caída del Santuario como algo inevitable, costara lo que costase.

—¿Por qué no atacan? Ahora deberían atacar. Bosco sabe algo que yo no sé.

—Entonces esperad.

—No.

—¿Por qué?

Pero IdrisPukke conocía la respuesta a aquella pregunta.

—Le dijisteis a Henri el Impreciso que no fuera. Yo también se lo dije, por si servía de algo.

Cale lo miró.

—Si no entramos pronto, lo cogerán preso. ¿Sabéis lo que le harán?

—Me lo puedo imaginar.

—Seguro que podéis. Pero yo no necesito imaginármelo porque lo sé. Solo que esto será peor. Lo quemarán. In minimus via.

Los interrumpió un sargento.

—Señor, el señor Hooke dice que el túnel está listo para cargar.

—Esperad un momento, sargento. —Se volvió hacia IdrisPukke—. Vos sois un hombre educado… ¿Sabéis lo que quiere decir «in minimus via»?

—No me resulta familiar, no.

—Quiere decir «por el camino más leve». Quiere decir que lo quemarán poniéndolo sobre un montoncito de palos que no bastarían para hacer hervir una lata con agua. Nunca lo he visto por mí mismo, pero Bosco me habló de ello. Dijo que venía a durar unas doce horas. Así que no, no puedo esperar.

—No estáis seguro de que sea eso lo que le van a hacer.

—Tampoco estoy seguro de que Bosco sepa algo que yo no sé. Nadie está seguro de nada.

—Si Henri el Impreciso estuviera aquí con nosotros, esperaríais.

—Pero no está.

—Vos sabéis que si no tomamos el Santuario antes del invierno, les llegarán refuerzos antes de que podamos volver. Hay miembros del Eje que ya andan como el perro y el gato. Los suizos quieren ver vuestra cabeza rebotando calle abajo. Dios sabe qué ocurrirá si sois derrotado aquí.

—¿Quién dice que voy a ser derrotado?

—Vos.

—Lo único que he dicho es que no sé qué pasa.

—Entonces esperad.

—¿Y si lo hago? Tal vez este sea precisamente el momento adecuado. Tal vez si espero les doy ocasión de… no sé qué…, algo en lo que no he pensado. ¿Y si Bosco estuviera enfermo y esta fuera nuestra mejor ocasión? Nadie sabe nada.

—Pero sabéis qué es lo que haríais si Henri estuviera aquí y no allí.

—¿Lo sé…?

—Sí.

—Creí que ibais a decirle a la gente que no me llevara la contraria.

—Creí que yo no estaba incluido.

—Bueno, pues os equivocasteis. —Llamó al sargento—: Dad al señor Hooke la señal de carga.

Y, con unos pocos gritos, la cosa empezó.