36

A lo largo de las dos semanas siguientes, aquella cresta artificial que crecía a partir del Hermanito se fue acercando a lo alto de los muros del Santuario mientras Henri el Impreciso practicaba la escalada en la oscuridad, con sus cien voluntarios. Un hombre murió la primera noche, gritando al caer, un ruidoso accidente que les habría costado la vida a todos ellos si hubieran estado escalando el Santuario de verdad. Una escalada de aquella clase solo sería posible con un poco de luna. No mucha, pues si podían ver perfectamente, entonces también los podrían ver perfectamente a ellos. Afortunadamente, la fase correcta de la luna se esperaba al mismo tiempo que la terminación de la rampa. Se había decidido trepar en pequeños grupos de diez al otro lado del Santuario, donde los escaladores quedarían más escondidos a los ojos de los centinelas. Se reunirían en la montaña, justo debajo de los muros, y subirían mientras oscurecía; uno de los alpinistas de Artemisia llevaría una cuerda hasta arriba, y por ella tiraría después de una escala de soga diseñada por Hooke.

—Es la mayor gilipollez que he visto en mi vida —comentó Cale.

—Sin contar lo vuestro —respondió Henri el Impreciso.

Cuando la rampa se acercó, sus constructores volvieron a ser más vulnerables a las flechas, saetas, rocas y morrillos que les tiraban los redentores, un ataque tan terrible como desesperado. Con tales ataques conseguían retrasarlos, pero con eso no era suficiente, como tenían que saber los redentores. Entonces, a seis metros de los muros, la construcción se detuvo, pues, si la completaban, los propios redentores podrían atacarles. Hooke había preparado un puente de madera, cubierto por arriba y por los lados, de unos doce metros de largo. Cuando Cale decidió atacar, empujaron el puente por la rampa para superar el hueco que quedaba, como una tabla que se tiende por encima de un río. Era lo bastante ancho para que cupieran ocho soldados hombro con hombro. Hooke también había preparado un desagradable modo de quitar de en medio a cualquiera que se pusiera delante del puente, una variante del fuego griego: había construido varias bombas para rociar una amplia zona delante de los soldados que salían, que cubriría de un fuego líquido a cada redentor que se hallara a menos de cincuenta metros.

—Dios me perdone —dijo Hooke.

—Pensad solo que ellos estarían encantados de haceros lo mismo a vos. En realidad, si yo no os hubiera salvado, ya lo habrían hecho.

—¿Se supone que eso me tiene que aliviar, el pensar que no soy peor que ellos?

—Como queráis. A mí me da igual.

Los últimos días antes del ataque pasaron sobre la rampa a una velocidad febril, una desagradable sensación para Cale y Henri el Impreciso, como si estuvieran corriendo hacia algo que se hallaba fuera de su control. Ahora que se aproximaba, lo que iban a hacer les parecía increíble. Iban a volver al lugar que más odiaban en el mundo, que en realidad era el lugar que los había hecho a ellos. E iban a arrasarlo. Cuando faltaban dos días, se les saltaban los ojos de la emoción. Y sin embargo se mostraban serenos y tranquilos.

IdrisPukke, que había regresado para presenciar la toma del Santuario, se asustó al ver a los dos muchachos.

—Estaban como reza aquel antiguo dicho —le explicó más tarde a Vipond—: «Las casas encantadas son las más tranquilas de todas… hasta que se despiertan los demonios».

Si hubiera habido algo de humedad en el aire, se habría pensado que se acercaba una tormenta. Por la noche, las chicharras detenían su habitual chirrido, y había menos mosquitos acudiendo a la saliva de la boca de los soldados.

La gente que disfruta el lujo de vivir una vida tranquila menosprecia el melodrama, el sensacionalismo, los acontecimientos exagerados que pretenden atraer emociones menos sofisticadas que las de ellos. La vida que llevan, según piensan, es la real: el día a día ordinario es lo que las cosas son de verdad. Pero está claro como el agua, para cualquiera con un poco de sentido, que para la mayoría de nosotros, la vida, si se parece a algo, es a una pantomima en la que la sangre y el sufrimiento son reales, una ópera en que los cantantes cantan desafinado, y se lamentan sobre el amor, el dolor y la muerte mientras el público les tira piedras en vez de tomates podridos. El verdadero escape son la delicadeza y la sutileza.

Bien avanzada la tarde, Henri el Impreciso fue a ver a Cale antes de empezar a trepar los muros del Santuario.

—No me puedo creer —le dijo— que me esté esforzando tanto por entrar en ese antro infernal.

Cale lo miró.

—Quisiera encargarme de que tengáis un buen funeral.

—¿De verdad?

—Sí: he pensado que os podríamos envolver en una manta de perro y tiraros por donde se vacían los orinales en el muro occidental. Si consigo reunir a unos cuantos músicos, podremos tocar «Susanita tiene un ratón». Estoy seguro de que os gustará.

—No se puede decir —repuso Henri el Impreciso— que seáis muy amable.

—Os estoy diciendo que no sigáis adelante con la gilipollez más gilipollas que se os ha pasado nunca por la mente. Esas chicas están muertas, y si subís ahí vos lo estaréis también.

—Me conmueve que os importe.

—No me importa. No os lo creáis. Lo único que pasa es que me dais un poco de pena, por eso os he aguantado todo este tiempo.

—Si no voy, no podré volver a dormir por las noches. Es la pura verdad. Me da miedo no ir.

—Se os pasará. Uno termina superándolo todo. Y hay cosas peores que no poder dormir.

—No puedo dejarlo ahora. No estaría bien.

—Os mandaré arrestar. —Más que una amenaza, era un ruego.

—No. No lo hagáis. Si después me enterara de que estaban vivas, os odiaría.

—¿Por qué?

—Sencillamente, os odiaría. —Henri el Impreciso sonrió—. Dadme un beso.

—No.

—La mano entonces.

—¿Y si lo que tenéis es contagioso?

—No lo será para vos. No os pasará nada.

—Pero a vos sí. —Estaba furioso ahora que veía que la persuasión no funcionaba—. Seguís siendo un redentor, eso es lo que pasa.

—¿Qué?

—Bueno, admito que no sois un puto cerdo como ellos, pero no podéis evitar el sacrificaros por algo. Todo estaba en vuestra cabeza, toda esa mierda sobre… —Se calló, incapaz de encontrar las palabras—. No sois más que otro mártir, y no os preocupéis, que tengo un funeral de mártir preparado para vos. Cantaremos «La fe de nuestros padres…». «Te seremos fieles hasta la muerte…». ¿Recordáis aquellas paridas? ¿Os gustaría que sonaran antes o después de «Susanita tiene un ratón»?

—Esto lo habéis estado practicando, ¿verdad?

—Marchad. No puedo perder más tiempo con vos.

—No me pasará nada. Lo sé.

—¿No…? Me alegro. Ahora marchaos.

—Creo que vendríais conmigo si pudierais.

—Os aseguro que no.

—Eso lo decís porque no podéis decir otra cosa, en vuestra situación.

—De eso nada. Sin necesidad de cambiar nada, si esa aventura no implicara un gran riesgo para mi vida, entonces sí que os acompañaría. Me gusta ver cómo se llevan a cabo las buenas obras, en serio… Pero el precio es demasiado alto. Me doy cuenta de que os estoy decepcionando… pero la verdad es que prefiero seguir vivo a ver cómo se hace justicia.

Henri el Impreciso se encogió de hombros y se fue para escalar el muro del Santuario y entrar en él.

Cale se sentía agotado ya antes de que Henri el Impreciso hubiera ido a decir lo que fuera que hubiera ido a decir. Pero ahora se sentía como si lo hubieran estrujado. Después de tomar la federimorfina para vérselas con Kitty la Liebre, siguió mucho más seriamente el consejo de la hermana Wray de no tomarla. A veces se sentía tan débil que le parecía que podría dejar de respirar en cualquier momento. Cuando eran más jóvenes, Henri el Impreciso había oído a uno de los redentores decir que un ruido fuerte y repentino podía matar a una langosta. Lo intentaron docenas de veces, pero nunca consiguieron comprobarlo. Ahora, sin embargo, tenía la sensación de que un ruido fuerte y repentino podría matarlo a él con total facilidad. Y esa era una buena razón para mantenerse apartado de la federimorfina. Sin embargo, sabía muy bien que no podría aguantar las siguientes veinticuatro horas sin ella.

«Solo una vez más —pensó—. Arrasamos el Santuario y nos vamos a la Hansa con todo el botín, y después de eso seremos felices y comeremos perdices y sándwiches de pepino y tarta por siempre jamás amén».

Durmió durante un par de horas, aunque su guardia tenía que despertarlo, y entonces tomó exactamente la dosis de droga que le había indicado la hermana Wray. Para entonces, comprendía que ella no había estado exagerando sobre lo peligrosa que era: cada semana ya, a veces durante media hora cada vez, tenía la sensación de que alguien estaba friendo algo dentro de su cabeza.

Media hora después se encontraba sobre la cima del Hermanito, mientras Hooke terminaba los preparativos de su enorme túnel de madera, con el que harían el movimiento final para penetrar en los muros del Santuario. La peña del Hermanito había crecido otros doce metros de altura, para que el túnel pudiera ser descendido hasta el hueco que tenía que salvar, permitiendo a las tropas del Ejército de Nuevo Modelo penetrar rápidamente en gran número. No había ningún plan que ocultarles a los redentores, así que no tenían que conjeturar nada para saber que harían todo lo posible para detener el ataque en el punto en que se iniciara. Estaba claro que la boca de aquel túnel sería un lugar infernal. Aquel era el único punto débil de los atacantes… y eso no le pasaría desapercibido a Bosco.

El asalto empezó en cuanto hubo luz, para poder contar con todas las horas posibles de sol. Cale esperaba algún desastre de algún tipo, pero, aunque había mil decisiones que tomar, no hubo terremotos ni pestes repentinas, ni misteriosos parhelios que inquietaran a los supersticiosos. Tan solo había un miedo creciente a lo que estaba a punto de suceder.

Justo antes de las cinco, Hooke fue a decirle a Cale que ya estaban listos. Cale recorrió los últimos pasos hasta la cima del Hermanito y contempló el Santuario. El corazón se le aceleró, la cabeza parecía a punto de estallarle al observar su antiguo hogar, viendo los lugares aún en sombra en que había pasado tantos miles de días de miedo, angustia y tristeza. Tanto frío, tanta hambre, tanta soledad… Se quedó largo rato mirando. Un momento tan terrible pedía elevar un gran grito.

Algo le llamó la atención dentro del Santuario, a la derecha. Era el apartamento en que estaban las chicas. Desde el borde de allá, una leve línea de humo se elevaba suavemente en el aire. Hizo un mínimo gesto de cabeza a Hooke para que todo diera comienzo.

—¡Preparados! —gritó uno de los centenarios.

—¡Listos!

—¡Ya!

Se elevó un estruendoso grito de «¡FUERZA!». La enorme estructura tembló pero no se desplazó. «¡FUERZA!». Y volvió a temblar, pero sin desplazarse. «¡FUERZA!». Esta vez avanzó unos centímetros. «¡FUERZA!». Avanzó un palmo. «¡FUERZA!». Avanzó dos. Y entonces el túnel empezó a correr mejor por la reforzada pendiente, ayudado por la fuerza de la gravedad. Pero el problema no era la velocidad sino la estabilidad. Los hombres corrían de un lado para el otro, entre el frente y los laterales del túnel, llamándose unos a otros y llamando a Hooke, buscando los escombros que pudieran quitar para ayudar al túnel a asentarse y evitar algún desastre que no se les hubiera ocurrido. Un par de veces tuvieron que parar, y trajeron una docena de palancas de diez metros de largo para elevar la estructura donde se había hundido demasiado en el suelo todavía suelto. Pero no hubo ataque desde los muros del Santuario. Cale se desahogaba gritando cuanto podía a los atacantes.

En los bordes del escondite en que estaban guardadas las chicas se encendían fuegos sin cesar, uno tras otro.

—Pero ¿dónde están los redentores? —preguntó Fanshawe cuando entraban en la cabaña en que guardaban los mapas del Santuario.

Dentro había media docena de oficiales del Ejército de Nuevo Modelo y tres lacónicos, el principal de los cuales era Ormsby-Gore. También estaba allí IdrisPukke.

—No lo sé, pero no estarán tramando nada agradable, eso seguro. —Decidió cambiar su plan—. Quiero que quinientos de vuestros hombres entren justo tras el primer embate.

Fanshawe miró a Ormsby-Gore.

—¿Alguna pega?

—Eso no es lo convenido —dijo Ormsby-Gore.

Teóricamente, no había soldados más valientes que los lacónicos. Pero llegados a la práctica, podía dar la impresión de que fueran un poco aprensivos. El problema era que se necesitaba tanto esfuerzo, tiempo y dinero para crear una de aquellas espantosas máquinas de matar, y había tan pocas, que aunque estuvieran encantados de morir, no se sentían nada deseosos de jugarse la vida. Cada uno de aquellos monstruos era tan valioso como un jarrón extraordinario.

Cale, que estaba aún de peor humor de lo habitual a causa de la droga, y pensando en lo que podría estar ocurriéndole a Henri el Impreciso, miró a Ormsby-Gore directamente a los ojos, lo cual no era prudente ni siquiera en las mejores circunstancias.

—Aquí no hay nada convenido —dijo Cale—. Haréis lo que os digo, u os cortaré la puta cabeza y la mandaré rodando montaña abajo de una patada.

Hay gente a la que se le puede decir ese tipo de cosas, y gente a la que no. Los lacónicos en general, y Ormsby-Gore en particular, eran de los que no. Apenas acababa de salir por la boca de Cale la última sílaba de la última palabra, cuando Ormsby-Gore, que era un ser especialmente exaltado en una ya de por sí exaltada sociedad de monstruos homicidas, sacó una daga y se la clavó a Cale en el corazón.