35

—¡Estáis arrestada!

Kleist estaba encantado con el modo en que se había servido del puente sobre el río Ajedrez para cortar en dos el séquito de Arbell Materazzi. No habría habido mucha diferencia si los hubieran interceptado armados solo con toallas mojadas, pues no había más que muchachos. Los Materazzi que quedaban habían muerto casi todos en Bex. De los demás se había deshecho Cale enviándolos a vigilar redentores en el campo de prisioneros de Tewkesbury, para evitar cualquier posibilidad de que alguno de ellos se distinguiera en el combate. Debiera lo que le debiese a Vipond, ayudar al resurgir de los Materazzi no sería parte del pago.

—¿Por qué autoridad? —El que hablaba suavemente era un joven que acompañaba a Arbell—. Sois el señor Kleist, ¿verdad?

—¿Y vos sois…?

—Henry Lubeck, Cónsul de la Hansa.

—Sois libre para marcharos si queréis, Lubeck.

—Lo siento, señor Kleist, pero no habéis respondido a mi pregunta.

—Sed un chico bueno y marchaos a tomar por culo.

—No os preocupéis, señor Lubeck —dijo Arbell—. Esta persona es una criatura de Thomas Cale. Supongo que lleváis una orden legal…

Kleist sacó un papel y un lápiz: aquellos días andaba siempre teniendo que anotar cosas. Escribió: «Estáis arrestada», y firmó. Estaba a punto de entregárselo a ella, pero se detuvo.

—Tendría que haber un motivo.

Entonces pensó un momento y escribió: «Por evasión de impuestos».

—¿Qué pasa con mi séquito? ¿Qué les va a ocurrir?

—Serán desarmados y vendrán con nosotros. Los dejaremos libres dentro de un par de días.

—¿Adónde me lleváis?

—Es una sorpresa. Pero no os preocupéis, el sitio os resultará interesante. Podríais aprender algo. Decid a vuestros hombres que no hagan ninguna tontería. Dentro de cinco minutos nos ponemos en camino.

Una coincidencia es una cosa peculiar. Todos sabemos que cuando nos encontramos a alguien en un lugar inesperado, debe de haber cien encuentros parecidos en nuestra vida que no llegan a tener lugar: aquel amor largo tiempo perdido pasó a nuestro lado a treinta metros de distancia en lugar de a tres; o tal vez pasó solo a tres, pero coincidió que los dos iban mirando hacia otro lado. Y de esos habrá montones. Cada coincidencia implica cientos de casi coincidencias que casi suceden pero no llegan a suceder. Hay algo desagradable en la pérdida de todas aquellas oportunidades de algo maravilloso que podrían haber cambiado nuestra vida de no ser por unos pocos metros de distancia, o de que íbamos distraídos.

El casi maravilloso suceso para Kleist aquel día fue que su esposa Daisy y su niña iban en la columna de Arbell, donde ahora tendrían que permanecer al menos tres días. Sin embargo, no era una cosa sorprendente que ella estuviera allí. Daisy había sido despedida recientemente como limpiadora de cocina en una familia de mercaderes por robar verdura, y no una o dos zanahorias, ni alguna patata suelta, sino sacos enteros de todo. Una vez despedida, descubrieron que sus hurtos se extendían a piezas pequeñas pero valiosas de joyería. Como resultado, la Santa Hermandad llegó buscando a Daisy y ella comprendió que era el momento de irse. El problema era que no sabía hacer nada útil, pues era inútil hasta como señora de limpieza, y que tenía un bebé, y que nadie se iba del Leeds Español. Dado que la línea del frente de la guerra se desplazaba continuamente hacia el oeste, todos volvían. Después de varios días de nerviosismo, sin deseos de arriesgarse a un encuentro con la Hermandad en las puertas de la ciudad, se había visto obligada a sobornar al cocinero del séquito de Arbell para que la llevara de limpiadora, sin pagarle. De esa forma al menos pudieron salir de la ciudad, y una vez fuera, parecía sensato permanecer bajo la protección del séquito. Había rumores completamente falsos sobre la presencia de quintacolumnistas redentores. Harta de trabajar duro sin cobrar, había estado planeando desaparecer del séquito de Arbell en medio de la noche, junto con cualquier cosa que fuera de valor a la que pudiera echar mano, pero la llegada del Ejército de Nuevo Modelo le había hecho cambiar de idea. Ahora era demasiado peligroso irse. Podría parecer inevitable que en una comitiva de poco más de doscientas personas, la mayoría soldados, un encuentro con el que pensaba que era su difunto esposo tuviera lugar. Pero ella tenía mucho cuidado en que no la vieran (por si acaso) y cuando se veía obligada a salir del carro en que se fregaban los cacharros, este estaba colocado al final de la fila, para que nadie tuviera que ver a los criados de menor importancia haciendo sus labores de mala muerte. Así que no apostéis tan alto, pues el juego de verdad siempre se decide a nuestras espaldas: para Daisy, una vida de lóbrega incertidumbre; para Kleist una muerte solitaria. Tirad los dados, girad la ruleta, barajad las cartas: es el juego.

Kleist se había pasado el primer día cabalgando al frente de la comitiva, confortablemente adormecido con aquel tiempo cálido, ante aquellos paisajes que cambiaban continuamente y eran un narcótico a su maligna enfermedad. La desesperación, con sus cincuenta matices del gris, suele otorgar al alma días doloridos como aquel. Él solo retrocedió una vez desde la primera línea, cuando Arbell estaba terminando de cenar. Por menos de dos minutos no se encontró a Daisy, que estaba fregando los platos.

Al día siguiente gritaron pidiendo que la comitiva se detuviera, y él la recorrió para ver qué era lo que ocasionaba el retraso: un radio roto en la vieja rueda de un carro. Habían mandado a Daisy a por agua para los señores, y llegó justo cuando Kleist, viendo que tendría que esperar a que arreglaran la rueda, se volvía hacia la parte de delante. Ella lo vislumbró a él de manera breve pero clara. Sin embargo, él había cambiado, estaba demacrado en vez de alegre y vigoroso como antes, con aquellos modales un poco fríos. Y, por supuesto, Kleist llevaba mucho tiempo muerto en los barrancos de los Quantocks… ¿Cómo iba a ser él aquel sumo sacerdote montado a caballo que podía hacer que hasta los mandamases se callaran por una vez?

El tercer y último día, a los seguidores de Arbell se les dijo que se podían ir. Kleist, después de pasar una mala noche, recorrió la comitiva para comprobar que no se quedaba con Arbell nadie que pudiera ser un incordio. Ella estaba intentando quedarse con cinco personas de su séquito, incluidos dos hombres que claramente estaban acostumbrados a desenvolverse bien.

—Podéis conservar dos doncellas. Con eso será suficiente.

—¿Y quién me va a proteger?

—¡Ah, de eso nos encargaremos nosotros, Alteza! Con nosotros estaréis tan segura como Menfis.

—¿Lo encontráis gracioso?

—No realmente… pero hace calor, y no se me ocurre otro chiste mejor en este momento. Dos doncellas.

—Tres.

—¿Qué tal una?

Para dejar claro que aquel era el final de la conversación, volvió el caballo y anduvo con él por entre la comitiva, como si quisiera comprobar que se obedecían sus órdenes. Daisy estaba a unos veinte metros de distancia, de lado, y se inclinaba para recoger a su hijita, que se empeñaba en escapar por debajo de las ruedas de los carros que giraban. Esta vez él vio su rostro de manera bastante clara, pero un año puede ser mucho tiempo para alguien de su edad, y Daisy había engordado, y ya no era una chavalita esmirriada sino una mujer joven. Algo en el modo en que se movía removió en Kleist tristes recuerdos, y si ella se hubiera reído en vez de solo sonreír para sí ante los denodados esfuerzos que hacía la pequeña por liberarse de su abrazo protector, él habría reconocido el sonido sin lugar a dudas. Y entonces ella asentó a la niña fuertemente en la cadera, mientras esta alargaba las manos regordetas para tirar del cabello ahora mucho más largo de Daisy, y se marchó, pasó un carro cubierto y desapareció de la vista. Kleist ya no sentía adormecimiento, sino un acceso terrible de pena y pérdida. Quería alejarse de allí, y espoleó al caballo para volver a la primera línea de la caravana, al tiempo que hacía seña al maestro de caballos para que pusiera en marcha la comitiva.

Era el momento de la entrada final para Kleist en el lugar oscuro en que las puertas están cerradas y las ventanas tienen barrotes. Salvo por una cosa. Al alejarse a caballo de los millones de alegrías que había estado a punto de reencontrar, no podía olvidar por completo la imagen de la joven que le había causado tan espantoso dolor: aquel modo en que se movía, extrañamente familiar y más fácil de rechazar que de olvidar. Era sensato alejarse de la causa de semejante dolor. Volver para echarle otro vistazo no haría más que empeorar las cosas.

Y aun así, se volvió. Y entonces se detuvo. Era una estupidez, aquello no tenía sentido, era ridículo. Se volvió de nuevo y se alejó de la mujer durante varios minutos, pues pensó que era mejor llegar hasta algún punto desde el cual ya no pudiera regresar a hacerse más daño sin razón alguna. Ya estaba demasiado lejos para volver. Pero entonces, una leve esperanza sin sentido, el deseo de ver al menos un eco de todo lo que había perdido, le hizo volverse una vez más. Quería correr y no quería correr. Pero una cierta compostura volvió a él, la sensación de que se encaminaba hacia un último y leve fantasma que le recordaría su presencia. Ni siquiera se puede llamar esperanza, puesto que ella estaba muerta, pero quería salir un momento de la habitación oscura en que vivía. Impaciente, siguió cabalgando, pues ya había tomado la decisión y estaba ansioso por llegar.

«Mirarla, sacármela de dentro y poner fin a esta estupidez».

Corrió dejando atrás el final de su propia comitiva, y se dirigió a los serpenteantes restos de los antiguos seguidores de Arbell. Cuando llegó, lo miraron con cautela, ¿qué nueva desgracia les traía ahora? Kleist los ignoró y lentamente empezó a buscar entre la deslavazada fila. Entonces la vio, justo allí delante. Daisy ostentaba unas caderas que Daisy no había tenido nunca, y Kleist estuvo a punto de no decirle nada: aquella mujer no era ni una lejana sombra de la chica a la que había perdido. Algo terrible se le hundió en el pecho. Volvió el caballo al recapacitar una vez más en lo absurdo de su comportamiento. Pero el caballo, que había recibido más tirones de la cuenta y le parecía que aquello pasaba ya de castaño oscuro, se plantó ante aquella última y burda instrucción de las riendas y resopló irritado. Daisy se volvió ante la inesperada fuerza del ruido, temiendo que la pequeña pudiera sufrir algún daño. Kleist la miró fijamente. Aún ignorante, ella lo miró a su vez, temerosa de aquel joven de aspecto peculiar, y entonces se alarmó al ver que su rostro, ya pálido de por sí, se quedaba blanco. Él soltó un grito espantoso, como si se estuviera muriendo.

Entonces ella comprendió. Respiró hondo, tan hondo como si la bocanada de aire que metía dentro del cuerpo tuviera que durarle el resto de la vida. Kleist descendió del caballo e intentó llegar a ella tan aprisa que se resbaló y cayó en el barro. Entonces se levantó y volvió a resbalarse, sintiéndose completamente ridículo.

—¡Daisy!, ¡Daisy!, ¡Daisy! —gritó él, y entonces las agarró a ella y a la niña en un abrazo enloquecido.

Pero ella no podía hablar, solo podía mirarlo. Observados por los que los rodeaban sorprendidos, los dos cayeron de rodillas en el barro, incapaces hasta de llorar, y se contentaron con proferir gemidos. La pequeña encontró un nuevo juguete: el cabello de su padre, aceptando sin darle más importancia aquella dolorida euforia que la atrapaba con cuatro brazos.

—¡Honor! —gritó la pequeña. Aunque muy bien pudiera ser que no fuera eso lo que dijo, eso les pareció oír a los criados que miraban—. ¡Honor! ¡Honor!

Imaginad entonces el mezclado batiburrillo de mixtas y variadas emociones que llegó al campamento de sitiadores delante del Santuario unos días después, la traumatizada alegría de Kleist y Daisy, y el temor furioso y la ira de Arbell Materazzi.

Cale había preparado ya un lugar cercado para Arbell, bien vigilado y lejos de la algarabía de la amurallada ciudad de tiendas que había nacido ante los muros del Santuario. Había pensado detenidamente si debía poner todo el cuidado posible en asegurarse de que el complejo estuviera dotado de todas las incomodidades posibles; o bien mostrarle a Arbell que era alguien digno de su estima mediante su habilidad para dotar a aquel complejo de todos los lujos, incluso en aquel culo del mundo que era el Malpaís que se extendía por delante del Santuario. Afortunadamente para Arbell, eligió lo segundo. También lamentaba, de un modo indefinido y confuso, su decisión de llevarla allí. No es dado a mucha gente el poder hacer lo que le dé la gana, y estaba descubriendo otro aspecto de su inmenso poder: que el poder absoluto tiende a la absoluta confusión.

Arbell y sus dos doncellas fueron recibidas por sus nuevos guardias a varios kilómetros del campamento y llevadas a su cómoda prisión para que nadie la viera. Kleist apenas se dio cuenta, pues casi no se podía contener, mientras llevaba a su mujer y a su hija para que las vieran Cale y Henri el Impreciso.

En cuanto llegó a su puesto de mando, donde no lograban dar con una solución a la inexpugnabilidad del Santuario, vieron un milagroso cambio en sus maneras, no solo porque estaba feliz (cuando llevaba tanto tiempo siendo desgraciado), sino porque había en él una intensidad que le hacía parecer casi loco. Con él iba Daisy, con los ojos como platos y el bebé en la cadera. En embrolladas ráfagas de palabras de éxtasis, la historia fue saliendo de los labios de Kleist, desmembrada y difícil de seguir. Pero lo fundamental quedaba bastante claro: aquellas eran su mujer y su hija, que habían vuelto de entre los muertos. A los tres los unía lo mismo: el asombro de que la vida pudiera a veces ser algo tan demencial. Estaban como fuera de sí, no sorprendidos sino impactados de gozo. Abrazaron a Daisy, abrazaron a la pequeña, y después volvieron a abrazar a Daisy y le pidieron que repitiera la historia entera, colmándola de preguntas sobre dónde había estado y con quién. Y aunque Daisy se avergonzó cuando Kleist les dijo por qué se había escapado del Leeds Español, ellos se mostraron encantados, en especial Henri el Impreciso, cuyo odio a la clase dominante de la ciudad no había hecho más que aumentar en su ausencia. Pidieron comida y bebida, le otorgaron un perdón oficial para todos los delitos cometidos en el pasado y, como estaban tan contentos, lo hicieron extensivo a los que cometiera en el futuro. Y entonces Daisy notó que Kleist se había quedado completamente blanco. Cuando ella alargó la mano hacia él, Kleist se cayó de la silla, se pegó en la cabeza (un golpe terrible contra la pata de la mesa) y vomitó. Llamaron a los matasanos, y los guardias lo sacaron de allí con mucho cuidado y lo pusieron en el lujoso carro de Cale.

—Es que está muy alterado, nada más —dijo el médico—. No tiene nada de sorprendente, la verdad. Si me hubiera pasado a mí, me habría dado una embolia. Solo necesita paz y tranquilidad, y estar con su mujer y su niña. Y se pondrá bien.

—Os enviaré a mi criado —le dijo Cale a Daisy—. Cualquier cosa que necesitéis, se lo decís. Nosotros iremos después.

—Que sea mañana —interrumpió el médico.

—… Iremos mañana. Cualquier cosa, nos lo decís.

Regresaron al puesto de mando, se tomaron varias copas y fumaron.

—¡Tiene un bebé! ¡Es increíble! —dijo Henri el Impreciso.

—¿Creéis que se pondrá bien?

—Claro. No le pasa nada, es que ha sido demasiado para él.

Pero él no estaba bien. Ciertamente, se había recuperado, por así decirlo, pero estaba patidifuso, como dicen en Barrios de Luna. Y durante los siguientes días siguió patidifuso, con un ligero pero continuo temblor y el ademán de alguien que acaba de recibir un golpe: la mirada aturdida y abrumada. Durante una breve visita al día siguiente, los dos, desconcertados porque no parecía sensato que Kleist se pusiera peor, empezaron a comprender que podían estar equivocados: su experiencia del sufrimiento en la vida (brutalidad, muerte, violencia…) podía ser inusitadamente intensa, pero no necesariamente amplia. De camino para hablar con el médico, el otro asunto desgraciado en torno al regreso de Kleist los enzarzó en una amarga discusión: Henri el Impreciso, hasta el momento en que Kleist lo mencionó de pasada, no había tenido ni idea de que él hubiera llevado allí a Arbell Materazzi.

—Sois un maldito capullo.

—Sí.

—¿Y ahora?

Cale no dijo nada.

—Esto podría despertar a un montón de esas serpientes de las que siempre habláis.

—No lo creo. Nadie nos quiere. Pero tampoco a ella la quiere nadie. Los Materazzi no son nada… nada más que una molestia.

Caminaron un rato en silencio.

—¿Qué dice de esto IdrisPukke?

—IdrisPukke ni sabe ni quiere saber.

—¿Y estáis seguro de eso por…?

—Porque me lo dijo.

—Bueno, ¿qué vais a hacer con ella?

—Dejarla que se cueza suavemente en su propio jugo.

De hecho, Cale descubrió que tener a Arbell encerrada cerca de él pero no tener que verla le hacía sentir cierta comodidad. Recuperaba un tipo de control que había perdido: sabía dónde estaba ella exactamente. Eso era otra cosa que había notado del poder, solo que esta vez se trataba de algo bueno: que el poder era como la bebida, y hacía que el mundo resplandeciera.

Esa noche, en la cena con Henri el Impreciso, permaneció más callado de lo habitual. Después de media hora sin hablar, miró a Henri el Impreciso y le preguntó como quien no quiere la cosa:

—¿Creéis que estoy loco?

—Sí —respondió Henri el Impreciso. Pero era una pregunta rara respondida de un modo raro, y se asustó.

Cada día que pasaba en el que el Eje permanecía ante los muros del Santuario, contemplándolos con la boca abierta, Cale perdía un poco de su poder. Lo único que se podía hacer era dispersar al ejército, dejando a unos pocos para impedir que salieran los redentores. Pero en ese caso los redentores no tendrían más que esperar a que contraatacaran las fuerzas del oeste y levantaran el sitio al año siguiente, o incluso al otro. Entonces podrían reabastecerlo y usarlo como base para futuros movimientos contra el Eje. La Hansa ya se estaba quejando del coste de sus mercenarios, que eran mayoritariamente hessianos; en los lacónicos no se podía confiar, y ahora se presentaban por todos lados nuevas riñas religiosas. Cale sabía que los redentores disponían de los recursos para reagruparse, y que Bosco estaría empleando todas sus energías en adquirir los medios para copiar las armas de fuego de Hooke. Si lo lograba, Cale perdería su principal ventaja. Para empeorar más las cosas, las diferencias religiosas, letales pero incomprensibles, que habían provocado que las diez iglesias de Suiza se separaran unas de otras, estaban resurgiendo ahora que parecía más tibia la amenaza de los redentores. Evitar que aquellos cismas religiosos infectaran la unidad del Ejército de Nuevo Modelo era un dolor de cabeza cada vez mayor. Cale necesitaba rematar la guerra lo antes posible, y eso pasaba por tomar el Santuario. Pero el Santuario no se dejaba tomar.

Estaba seguro de que debía de haber un modo, porque siempre había un modo. Bajo la brutal disciplina de Bosco, él se había visto forzado a pasar horas delante de mapas y de un tablero horizontal repleto de cachitos de madera que representaban tropas, ciudades y ríos en proporciones imposibles, y se le obligaba a encontrar la solución a problemas inextricables. Si no la encontraba, recibía una paliza. Si tardaba demasiado en encontrarla, recibía una paliza. A veces hasta recibía una paliza aunque lo hiciera todo perfecto. «Es para enseñarte la lección más importante de todas», le decía Bosco. Y cuando él preguntaba cuál era, Bosco le daba otra paliza.

—Tal vez si os pego yo un par de veces… —se ofreció Henri el Impreciso.

Cale decidió, sin embargo, que abordaría el problema dando un paseo. Aquellos días su seguridad significaba tener a gente todo el tiempo a su alrededor, cosa que odiaba, así que, llevando con ellos una fuerte guardia, salieron para dar una vuelta a caballo en torno a los muros del Santuario, asegurándose de que no se acercaban demasiado. Él se paraba y observaba, se paraba y observaba. Tenía que haber una solución. Siempre había una solución. Y la encontró en el Hermanito.

—Ahora que lo decís —reconoció Henri el Impreciso—, es evidente.

Lo era: era tan evidente que no había duda de que el Santuario caería. Nada podría impedirlo. En cosa de dos meses se hallarían dentro de sus muros.

Al día siguiente reunió a todos aquellos grupos que formaban su ejército, cuya hostilidad mutua se hacía cada día más insoportable, y les contó su plan. Primero, sin gran habilidad, trazó el contorno de la montaña de cima llana en que estaba asentado el Santuario. Pero el dibujo no tenía que ser gran cosa para que los convocados reconocieran de qué se trataba, pues su forma les rondaba en sueños.

—Falta algo —dijo Cale—. ¿Alguien sabe qué es?

—El Santuario.

—Sí. Pero no. Otra cosa.

Silencio. Cale volvió al dibujo y añadió una peña unos quince metros más alta que la meseta, con una suave ladera del otro lado, pero con un hueco de unos setenta metros entre ella y la montaña.

—A esta peña la llamamos el Hermanito. Y este hueco que hay entre ella y los muros del Santuario… lo vamos a rellenar.

Trazó una línea entre ambos, terminando en lo más alto del muro del Santuario.

¿Puede quedarse con la boca abierta una sala? Aquella lo hizo. Como había dicho Henri el Impreciso, una vez que se veía, resultaba evidente.

—El agujero es enorme. Llevará años —dijo alguien.

—Llevará un mes —dijo Cale—. Le he mandado al señor Hooke que hiciera los cálculos.

—¿Os referís al mismo señor Hooke que mató a ocho de mis hombres con su montón de mierda explosiva?

—Si no fuera por Hooke —dijo Cale—, la mayor parte de los presentes se estaría pudriendo tranquilamente en el barro del Misisipi. Así que cerrad esa bocaza.

Entonces entró en detalles sobre los cálculos de Hooke: el volumen de las carretillas de tierra y el número de hombres que tenían para llevarlas.

—Sus arqueros nos acribillarán por cientos.

—Construiremos tejados defensivos para trabajar debajo.

—También nos tirarán rocas pesadas desde los muros. Tendrán que ser tejados tan duros como el demonio.

—Si queréis decir que morirán soldados, pues sí…, morirán. Pero también podemos trabajar desde lo alto del Hermanito si queremos. Al fin y al cabo, no se trata más que de rellenar un agujero. Y cuando esté terminado será su fin.

Más tarde, Ormsby-Gore y Fanshawe comentaron los eventos del día.

—Mis hombres son soldados, no putos peones.

—No seáis tan soso, hermosura —le dijo Fanshawe—. Yo siento como si hubieran llegado a la vez todos mis cumpleaños. Ese Cale es realmente un tipo listo. Qué pena que nos tenga que dejar.

El problema con los cascarrabias pesimistas y agoreros es que terminan teniendo razón. No importa qué gran empresa acometa uno, las cosas siempre irán mal. Así fue con el intento de rellenar el espacio entre el Hermanito y el Santuario. Se podían proteger contra la predicha lluvia de flechas con pasarelas cubiertas, pero esas pasarelas podían ser fácilmente aplastadas con rocas que eran mucho más pesadas de lo esperado, porque los redentores, en cuanto vieron lo que pretendían hacer, se presentaron con un aparato propulsor, basado en el fundíbulo, que podía lanzar rocas de varias toneladas a sesenta metros de los muros. El Eje no podía construir nada que soportara aquel peso cayendo desde lo alto. Por supuesto, nadie estaba tan loco como para soltarle a Cale a la cara aquello de «Ya os lo dije», pero si aquellas palabras hubieran sido niebla, no se habría podido ver nada en todo el campamento.

El problema se resolvió en unos días, y solo requirió un poco más de esfuerzo: subían hasta lo alto del Hermanito barriles llenos de rocas y piedras, y simplemente se dejaban caer del otro lado. Era un trabajo del infierno, muy pesado, que destrozaba los brazos y los nervios, pero funcionaba. Cuando Hooke diseñó un raíl por el que se podían subir vagonetas empleando un sistema de contrapesos, la velocidad ya ni siquiera aumentó mucho. Día a día, el agujero se iba llenando. Aunque fuera despacio, cada miembro del quisquilloso Eje podía ver el progreso y también el inevitable resultado al que les conducía aquel progreso. La esperanza del éxito produjo una especie de armonía. Los suizos se volvieron más pacientes, y retrasaron sus planes de impugnación y rápida evacuación hasta después de que cayera el Santuario. Hasta los lacónicos empezaron a hacer como que trataban a sus aliados como iguales: Fanshawe quería que tomaran el Santuario, entre otras cosas, porque en el asalto habría oportunidades para deshacerse de Cale sin que nadie hiciera preguntas.

Cada noche, Cale se iba hasta el complejo en el que tenía encerrada a Arbell. A veces la tentación de entrar era casi insoportable, pero sus sueños se lo impedían. Se desarrollaban en todo tipo de lugares distintos que él no reconocía («¿Por qué? —pensaba—. ¿Por qué no ocurren en sitios que conozco?»), pero en ellos él siempre estaba aguardando, medio escondido como el pañero de la sala de los lunáticos de la abadía, al que había dejado ante el altar la mujer que adoraba, y que se pasaba los días llorando y preguntándole a todo el mundo si la habían visto. Pero lo que era siempre igual en los sueños de Cale era la expresión que había en el rostro de ella cuando él se le acercaba con el corazón lleno de sobrecogida esperanza. Su mirada era ya lo bastante horrible en sus sueños, sin necesidad de que se hiciera realidad. Así que él contemplaba la cálida luz dentro de la tienda, y las sombras que se alargaban o acortaban cuando ella se movía, aunque él sabía que podrían ser solo las doncellas viendo al muchacho, o peinándole los cabellos. Trató de dejar de ir a mirar, por supuesto, y alguna vez lo consiguió, pero resultaba patético que eso no ocurriera casi nunca.

Por supuesto, Cale se había acostumbrado totalmente a la suavidad y soledad de su cómodo carro, que ahora estaba ocupado por Kleist y su familia, y para reemplazarlo había puesto a trabajar a varias docenas de expertos carpinteros y antiguos tapizadores reconvertidos en soldados, que hubieran estado mejor empleados en el sitio, para que hicieran algo aún más suntuoso.

Kleist era motivo de preocupación. Por un lado se encontraba más feliz de lo que pueda explicarse con palabras ante el retorno a la vida de su esposa y su niña, y por otro estaba deshecho por todas las crueldades precedentes. Y el peso de un lado no podía con el peso del otro lado.

—Pero ¿qué le pasa?

El médico se encogió de hombros, como indicando que era algo muy evidente.

—Que ha venido a este horrible lugar.

—¡También nosotros! —repuso Henri el Impreciso.

—Dadle tiempo —dijo el médico. Hubo un silencio incómodo—. Lo siento, me equivoqué… Yo no quería… ser… demasiado alarmista.

Pero faltaba muy poco para que sí lo quisiera ser; lo que no quería era expresarse en términos rotundos. «Del torcido tronco de la humanidad nunca ha salido cosa recta», esa era su filosofía. Si uno doblaba a la fuerza un árbol joven, era evidente que crecería aún más deformado. Encantado como estaba con sus metáforas madereras, fue lo bastante sabio para darle a esta una buena poda.

—Lo que yo pretendía decir… era que obviamente la gente se ve afectada por su pasado, pero que es igual de importante reconocer que la misma enfermedad física afecta de manera distinta a distintas personas… ¡Cuánto más las enfermedades de la mente! —Los dos chicos simplemente lo miraban con atención—. Quiero decir que hasta las personas más fuertes mentalmente pueden soportar solo un determinado número de golpes. El señor Kleist recibió el golpe de venir a este lugar, después recibió el golpe delicioso, pero que sigue siendo un golpe, de enamorarse y casarse y ser padre. Luego el golpe de descubrir su asesinato, y que las habían reducido a cenizas. Después la tortura de la que me hablasteis, y estuvo al borde mismo de encontrar la muerte del modo más doloroso y repugnante posible.

—Pero ahora las tiene con él otra vez —dijo Henri el Impreciso, que se moría de ganas de que Kleist se volviera a poner bien.

—Pero ese ha sido otro golpe, ¿no os dais cuenta?

—No, no me doy cuenta —dijo Henri el Impreciso—. A mí también me criaron aquí en el Santuario. También estuve en las celdas con él en la mansión de Kitty la Liebre. De acuerdo, yo no he perdido una mujer y una hija, pero…

Pero ¿qué? En aquel momento no se le ocurría ninguna objeción, teniendo en cuenta lo que les había sucedido, incluso a Cale.

El médico estaba a punto de sugerir que Henri el Impreciso intentara vivir en el futuro una vida más tranquila, por si acaso. Pero en esta ocasión tuvo la sensatez de guardarse el comentario para sí.

—¿Qué hacemos con Kleist? —preguntó Cale.

—Necesita tranquilidad. Lleváoslo lejos de aquí a algún lugar donde esté a salvo de tensiones y conflictos.

Cale sonrió.

—Si conociera algún lugar así, iría yo también.

—Eso seguramente sería buena idea —dijo el médico, incapaz de contenerse.

—Ese burro de Bose Ikard y sus amigos van a querer matarnos —les dijo Cale a Kleist y Daisy—. Es tiempo de que algunos nos larguemos.

Prudentes, ninguno de ellos dijo nada.

—La gente siempre quiere mataros, ¿no? —comentó Daisy.

—Por supuesto que sí, señora Kleist. Pero los suizos están sentados sobre todo nuestro dinero. Queremos que Kleist coja todo lo que pueda llevar y lo ponga donde no lo alcancen, en algún lugar donde podamos retirarlo cuando reviente el asunto. —El «asunto» era un globo que los redentores acostumbraban a pinchar para indicar que el ataque era inminente.

—¿Dónde? —preguntó Kleist.

—Estábamos pensando en algún sitio en el mar. La Hansa es muy hospitalaria con los ricos. Y Riba nos lo debe.

—¿Eso lo sabe ella? —preguntó Daisy—. Mi marido me dijo que cuando estabais en el desierto, él sugirió que la dejarais allí.

—Tiene razón, sí que lo dijo —corroboró Henri el Impreciso.

—Pero eso no se lo dijimos a ella —repuso Cale—. Además, Riba fue la causa de todo. Y como nos dejó colgados cuando lo de Kitty, esta es su ocasión para arreglar las cosas.

—¿Por qué no va Henri el Impreciso? —preguntó Kleist—. A ella no le importará ayudarlo a él.

—Yo tengo que quedarme aquí.

—¿Sí…? —dijo Kleist—. ¿Por qué?

No hubo el más leve titubeo.

—La noche antes de asaltar el Santuario, entraré como pueda hasta los apartamentos en que tienen a las chicas. Así que vos sois realmente el único que puede hacerlo. Además, sois el único de nosotros que tiene mujer e hijos.

Así quedó la cosa. Kleist volvería al Leeds Español y, con ayuda de Cadbury (Cadbury también era muy proclive a poner parte de su dinero donde no le pudiera pasar nada), saldría de Suiza con todo su dinero y todo lo que pudieran vender en el ínterin.

—Fuisteis un poco duro con Riba —dijo Henri el Impreciso, cuando se fueron Kleist y Daisy.

—Le exprimiré a Riba todo el jugo si tengo que hacerlo. Y todavía no me quedaré a gusto.

Hubo un silencio cargado de malhumor. Fue Cale quien decidió aclarar las cosas.

—Pensasteis muy rápido cuando él os preguntó por qué no podíais ir vos.

—No, no tan rápido.

—¿Qué queréis decir?

—Que no fue algo que se me ocurriera en el momento —explicó Henri el Impreciso—. Es lo que voy a hacer.

—No seáis capullo. Seguro que las mató hace meses, incluso años.

—No lo creo.

—¿Y os basáis en…?

—Me baso en que no lo creo.

—No.

—¿Qué queréis decir?

—¿«No» no os parece una palabra bastante clara?

—No os estoy pidiendo permiso.

—Mirad, puede que haya tolerado esa estúpida idea vuestra de que vos y yo somos iguales… pero nadie más lo piensa. Así que haréis lo que me salga a mí de las napias.

—No.

—Desde luego que sí.

—No.

Esta riña prosiguió algún tiempo. Hubo amenazas por parte de Cale de hacerlo arrestar hasta que el sitio terminara, e invitaciones de Henri el Impreciso a que se metiera aquellas amenazas por donde le cupieran. Lo que arregló las cosas fue una apelación al corazón de Cale, que era un órgano muy peculiar.

—Annunziata, la chica de la que os hablé… La quiero.

Esto no era verdad. Le preocupaba mucho, igual que le preocupaban las demás chicas. Por qué aquel deseo de salvarlas era tan fuerte, eso no lo sabía. Pero lo era. Había entendido el carácter de Cale mejor que el suyo propio. Todo el mundo tiene un punto sentimental por algo, incluso (o especialmente) los malvados. Se decía que a Alois Huttler le costaba trabajo no ponerse a llorar cuando veía un cachorrito, y que en el dormitorio tenía un cuadro de una niñita que le daba leche con un cuerno a un corderillo. En cualquier caso, Cale difícilmente podía negar la fuerza del amor, teniendo en cuenta lo que le pasaba a él mismo. Al fin y al cabo, el motivo de gran parte de su propia pena era el haber arriesgado la vida tan locamente para salvar a Arbell.

Dos días después, Kleist y Daisy estaban ya en su caravana bien protegida. Cale y Henri el Impreciso habían ido a despedirlos.

—¿Por qué pensáis que no me daré el piro con el dinero? —preguntó Kleist, cuyas manos temblaban como las de un viejo.

—Porque —respondió Cale— podéis confiar en nosotros.

—¿Confiar en vosotros? —preguntó Kleist—. Vale, de acuerdo, confío en vosotros.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Daisy—. No entiendo.

—Os lo explicaré después.

—Le he escrito a Riba —dijo Henri el Impreciso—. No habrá problema con ella.

—¿Y si lo hay?

—La señora de Kleist no es tonta. Y tenéis el dinero. Ya se os ocurrirá algo.

—Gracias —dijo Kleist, con lo cual parecía querer decir algo en especial, pero Cale no estuvo seguro de qué era.

Se encogió de hombros, incómodo.

Agarrando a la pequeña, Daisy besó en la mejilla a los dos, pero no dijo nada. Entonces Cale y Henri el Impreciso los vieron irse: una experiencia extrañamente triste para ambos.