34

Se han librado seis batallas en Blothim Gor. Nadie recuerda nada de ninguna de ellas, salvo el nombre: «Blot» es la palabra que en la antigua lengua pitánica significa sangre; lo mismo que «him» en la lengua de los Galts, que invadieron su tierra y acabaron con ellos; en cuanto a «Gor», también significa lo mismo en el antiguo idioma suizo. «Sangre, sangre, sangre»: un lugar apropiado para emplear por vez primera los disparadores manuales de Robert Hooke. La guerra en las llanuras del Misisipi llevaba ya seis meses de andadura cuando Hooke logró encontrar el equilibrio de metales, pólvora y facilidad de uso. Hasta entonces la guerra podía decantarse por cualquiera de los dos bandos. La carnicería era espantosa, y el ansia de morir de los miles de redentores estaba empezando a resultar más decisiva que los carros de guerra y los soldados que había dentro, nacidos para cortar leña, ordeñar vacas y sacar patatas de la tierra. Lo que les hacía seguir luchando era la visión, y los rumores de la visión, de Thomas Cale. A la mortecina luz del anochecer Cale se aparecía sobre los campos de tiro, sobre peñas escarpadas y rocosos altozanos, e inmóvil, salvo cuando el viento sacudía la capa tras él, como si fueran alas, los observaba: explorando como un temible guardián con las piernas abiertas; o casi arrodillado, vigilando con la espada cruzada delante de las rodillas: un sombrío cazador, un oscuro custodio. Y entonces empezaban a circular de baluarte en baluarte historias de un misterioso joven pálido, apenas un muchacho, que se aparecía allí donde la batalla estaba casi perdida, y guerreaba entre los heridos y los derrotados, y su presencia aliviaba el terror y lo transmitía a los corazones del enemigo casi triunfante hasta el momento. Y cuando todo terminaba con una victoria que había parecido imposible, Cale vendaba las heridas de los vivos y rezaba, con lágrimas en los ojos, por los muertos. Pero cuando volvían a mirar, ya se había ido. Los exploradores regresaban contando historias de soldados atrapados por los redentores, asegurando que cuando toda esperanza estaba perdida y se habían rendido ya al espantoso destino, veían salir de la nada a un joven de aspecto ceniciento, delgado y encapuchado, que luchaba a su lado contra toda esperanza (pues el enemigo era muchísimo más poderoso) y vencía. Y entonces, cuando terminaba la batalla, él se iba, aunque a veces lo veían observándolos desde una colina cercana.

Las baladas se escribían y enviaban en menos de una semana hasta al último carro de las llanuras del Misisipi. Muchas de ellas las escribía el mismísimo IdrisPukke, en cuanto las historias llegaban al Leeds Español. Contrató a docenas de juglares para que fueran por los carros cantando sus obras populares. Pero también recogían las que escribían los propios hombres del Ejército de Nuevo Modelo, y que eran más torpes y más sentimentales que las escritas por IdrisPukke, pero muchas veces más potentes también, tanto que cuando los juglares, ya de vuelta, se las cantaban, él sentía un estremecimiento de emoción en el cuello y los brazos, aunque supiera que no eran más que una derivación de las suyas.

—¿Dónde está la verdad? —preguntó Cale cuando IdrisPukke le contó, con visible vergüenza, lo que sentía al oír las canciones.

Cale, por la razón que fuera (tal vez la vergüenza o por tener una cabeza más fría aún que la de IdrisPukke), aseguraba que mientras el circo (que es como llamaba a los veinte muñecos en forma de Cale) hacía su efecto evitando que el Ejército de Nuevo Modelo se desintegrara en las campañas de primavera y verano, la resistencia de sus hombres debía tanto, o más, a su capacidad para mantener los carros abastecidos de comida decente y de armas y de nuevos hombres con buenas botas y ropa de abrigo, todo lo cual se repartía en los carros ligeros que Nevin había hecho para él, y que podían moverse tan aprisa, incluso en pésimos terrenos, que los redentores raramente eran capaces de interceptarlos. Pero nadie, le dijo a IdrisPukke, quiere cantar una canción heroica sobre un decente par de botas ni sobre la ligereza de los carros de abastecimiento.

Aun así, la cosa estaba muy reñida. Eran las máquinas de matar de Hooke lo que había puesto de rodillas a los redentores en las llanuras del Misisipi. Hasta entonces, estaban empleando nuevas tácticas contra los carros, como el fuego griego y unos arietes ligeros bajo una cubierta de bambú para que los protegiera de las flechas que salían de los baluartes. Tenían otra ventaja en el hecho de creer que la muerte era una mera puerta a una vida mejor y, por supuesto, que la vida que dejaban atrás era un desierto. Pero las armas de fuego de Hooke repartían más muerte de la que hasta los redentores podían soportar, con la añadidura de horribles heridas, pues cada disparo hería nada menos que a seis hombres a la vez, con cortes irregulares que no podían ser fácilmente cosidos ni limpiados, de manera que las heridas se infectaban y se negaban a sanar. Y la de Hooke no era la única mente inventiva que se afanaba en aumentar el dolor y las heridas: a los campesinos se les había ocurrido que si mezclaban un poco de mierda de perro con el contenido de las armas se aseguraban de que las espantosas heridas infligidas por estas se enconarían mucho más.

Al cabo de tres meses, el Ejército de Nuevo Modelo se hallaba de vuelta en el Misisipi, y con una cabeza de puente en Halicarnaso que no resultaba difícil de defender, pese a los contraataques asesinos de los redentores, por lo mismo que había sido el último lugar en caer.

Hasta Bex, la guerra contra los redentores solo había experimentado derrotas; una vez que se empezaron a utilizar las escopetas de Hooke, solo experimentó victorias. Pero el triunfo en cada batalla no era fácil, desde el enfrentamiento en Finnsburgh entre hombres que apenas bastaban para llenar una taberna (y donde murió el único miembro de la familia real suiza, durante una desgraciada visita que pretendía infundir ánimo a las tropas) a los quinientos mil que se enfrentaron en la batalla de Chartres.

¿Quién recuerda en cada guerra las batallas individuales, aparte de algún nombre ocasional, y no digamos ya quién recuerda lo que sucedió en tal batalla, o por qué fue importante? ¿Quién recuerda la propia guerra? ¿Cuántos de vosotros habéis olvidado las batallas que libró Thomas Cale a las puertas del mismísimo Santuario? ¿Dónde están los cenotafios que honren la memoria del puente de Dessau o de la batalla de la Orilla Dogger? ¿Dónde están los monumentos a la Primera Fitna, al sitio de Belgrado, a la Rebelión Hvar o a la guerra de las Naranjas? ¿Quién es capaz de hablar de los Strellus y de su defensa sin par del silo de grano de Tannenberg, o de la masacre de Winnebago, o de la derrota de Kadesh, donde, en una sola noche, veinte mil hombres murieron congelados? ¿Dónde están los dólmenes erigidos en recuerdo de Pearl Harbour o Ladysmith? ¿Dónde los altares, las lápidas (en algún lugar al que alcance el ojo), en memoria de Dunkerque o de la caída de Hatusha, de Ain Jalut y Siracusa, o de la masacre de Tutosburg? ¿Y por qué recordar el primer día del Somme con tantas lágrimas, cuando fueron más los que murieron horriblemente una tarde en Towton? Al cabo de tres meses de sitio de la Ciudad Santa, ¿cuál era el total de muertes? No había nadie que siguiera contándolas.

Ese mismo día, después de la caída de la ciudad, Cale y Henri el Impreciso se encontraron en la Capilla Sixtina bajo el glorioso techo en el que está pintado Dios creando al hombre, con las manos de uno y otro alargadas para encontrarse en un amor eterno.

—Hermoso, ¿no? —dijo Henri el Impreciso.

—Sí, sí que lo es —dijo Cale, y de verdad se lo parecía—. Que lo pinten de blanco.

Llamaron a la puerta de Gil de una manera que parecía decir: «Soy una persona tímida y acomplejada».

—¡Entrad!

Efectivamente, se trataba de una persona tímida y acomplejada: Strickland, el criado de Bosco, un hombre cuya conciencia de su lamentable pequeñez y falta de valor innata flotaban sobre él como una niebla que lo acompañaba a todas partes.

—No había nadie en la antesala —dijo Strickland—. Por eso he llamado.

Lo que Gil quería decirle era: «¿Y qué? Decid lo que tengáis que decir». Pero lo que realmente dijo fue:

—¿En qué puedo ayudaros, redentor?

La verdad es que tenía muchísima curiosidad, pues ni siquiera Strickland se mostraría tan intimidado si le hubieran dicho que fuera allí. Algo tenía que haber. Strickland dudó, titubeó, y por fin empezó:

—Su Santidad lleva seis días y seis noches en su cuarto sin comer. Y solo bebe una taza de agua al día. Me ha mandado que se la deje por fuera de la puerta, que tiene siempre cerrada.

Si bien la supresión del placer era algo más o menos permanente entre los redentores, el ayuno de más de un día era visto con recelo. Ayunar seis días estaba prohibido, pues tales extremos solo podían acarrear extraños resultados. La mayoría de las herejías redentoras, incluido el antagonismo, habían empezado con visiones demenciales inducidas por el hambre. Pero Gil no se sintió precisamente sorprendido. Los intervalos entre las audiencias que mantenía con Bosco se habían ido haciendo más y más largos, y ya no era raro que se prolongaran tres semanas. Cuantas más victorias sumaba Cale, y aquellos días no sumaba más que victorias, más encuentros se cancelaban, porque más incomprensible parecía el plan de Dios de destruir para volver a construir el alma humana. Para Bosco, Cale no era el verdugo del plan, sino más bien la encarnación del plan en la tierra. Ahora que la encarnación estaba a las afueras de Chartres y era cosa segura que la tomaría, Bosco y diez mil redentores se habían retirado al Santuario.

—Algo pretende Dios con esto —había dicho Bosco—. Me habla pero no consigo oírle.

La decisión de Gil de irse había tropezado con el problema que plantean tales decisiones: era más fácil decirlo que hacerlo. ¿Adónde iría? ¿Qué haría? ¿Cómo viviría? La retirada al Santuario había ayudado, pues ni siquiera Cale podía tomar aquel lugar. Ni mil como él podrían hacerlo. Dos mil hombres, no digamos ya diez mil, podían defender aquel sitio eternamente, y no se había creado el ejército que pudiera permanecer a sus puertas más de unos pocos meses. De ese modo, Gil decidió esperar a ver, y poner en marcha un par de estratagemas. Tal vez Bosco muriera de hambre, pero lo dudaba. Algo le decía que había gato encerrado. Se levantó.

—Vamos a sus aposentos.

Tomando varios hombres con él, se fue hacia donde estaba Bosco para tratar de averiguar qué era lo que quería hacer. Pero cuando llegó al diminuto pasillo que llevaba a los aposentos de Bosco, se encontró al Papa de pie ante la puerta, sonriendo.

—¡Mi querido Gil! —le dijo—. Cuando os diga lo que significa todo esto, os vais a reír de mí por no haber comprendido antes algo tan evidente. Y no lo comprendía por más que lo buscara. Vamos, amigo mío, entrad.

Y con semejante ánimo jubiloso, obligó al alarmado Gil a entrar en sus aposentos más privados.

Entonces los ejércitos del Eje se volvieron hacia el sur, hacia la gran barbacana y bastión de la fe redentora, a la fuente y origen de todo, al origen mismo de la gran catástrofe. No había mucha moral de triunfo cuando el ejército sitiador acampó ante la mole descomunal de la meseta sobre la que estaba erigido el Santuario. Chartres no estaba construida para resistir ante un ejército, y aun así habían hecho falta tres meses de sangre, sudor y lágrimas para que el Ejército de Nuevo Modelo pudiera penetrar sus defensas. El Santuario era otro cantar. Nadie se había acercado a tomarlo en los últimos seiscientos años, y era difícil ver cómo podría tomarlo nadie: era lo bastante grande para autoalimentarse de aquella tierra milagrosamente fértil transportada desde el oasis de Voynich, y había tanques suficientes para almacenar agua para dos años o más. Por el contrario, en el árido matorral que lo rodeaba hasta la hierba de perro y la limpiaculos tenían dificultades para sobrevivir. En verano el calor era insoportable aun cuando las noches fueran heladoras, y en el invierno, para el que faltaban solo cuatro meses, podía hacer tanto frío que se aseguraba que los pájaros caían del cielo completamente congelados. Eso era una exageración, por supuesto, más que nada porque no había pájaros, ya que no tenían de qué vivir allí. También sucedía, por razones que no comprendía nadie, que los inviernos eran a veces casi suaves. Pero, suaves o no, el Malpaís que había ante el Santuario no era conveniente para que el hombre viviera en él, y menos hombres en número tan elevado. Y había muchas más dificultades aparte de la de alimentar a veinte mil soldados en circunstancias hostiles, muy lejos de todas partes, en un terreno que, en trescientos kilómetros a la redonda, estaba desprovisto de toda fuente de comida, en el que cada pozo estaba envenenado y cada edificio incendiado.

Cale estaba bien cuidado, todo hay que decirlo, en carros cómodamente preparados con suspensiones de ballesta, y un colchón decente para mantenerlo cómodo en los largos viajes, y disponía además de otro carro más grande en el que podía trabajar y reunirse con los importantes. Con todos sus éxitos, las fuerzas reunidas en torno al Santuario incluían, en parte, a aquellos que eran tan hostiles a Cale como los redentores que lo miraban boquiabiertos desde los muros del Santuario. En cuanto comprendieron que los redentores iban a perder la guerra, los lacónicos se habían cambiado de bando y habían contribuido al Eje con un ejército de tres mil hombres, que en aquellos momentos estaba acampado junto al Ejército de Nuevo Modelo. El general lacónico que en teoría estaba al mando, David Ormsby-Gore, era responsable ante Fanshawe, cuyo problema central era si volverse ahora contra Cale, cuando habría muchas oportunidades, o esperar a que el Santuario cayera y entonces deshacerse de él. El problema de esperar era que ya estaba claro que conquistar el Santuario podía llevar mucho tiempo, el suficiente para dar tiempo a contraatacar al Quinto, al Séptimo y al Octavo Ejércitos, que se habían retirado a sus vastos territorios en el oeste para reagruparse después del ataque contra Chartres. Los éforos de Laconia querían muerto a Cale para vengarse de la derrota en el Golán, pero Fanshawe estaba más preocupado por el futuro. Hacía mucho que sabía que Cale no solo había declinado expulsar a los helotos, sino que también se había asegurado de que los entrenaban para crear un ejército insurgente contra los lacónicos. En cuanto Cale hubiera derrotado a los redentores, o al menos les hubiera obligado a retroceder más allá del Pale, temía que concitara el poder y la simpatía suficientes ante los helotos para entrenarlos y abastecerlos. Hasta podría ser que interviniera directamente para apoyar la rebelión. Lo cierto era que buscar una causa de cualquier tipo, aparte de su propia supervivencia, se hallaba muy lejos de la mente de Cale.

—Cuando todo haya acabado, podríamos comprarnos una bonita casa —dijo Henri el Impreciso—. ¿Qué tal en ese Pabellón del Soto del que estáis siempre hablando?

—¿Y qué me decís de la Hansa? Seguro que, con todo el dinero que tienen, también tienen buenas casas. Me gustaría una con lago o río incluido.

—Mejor ir donde no nos conozcan. He oído hablar bien de Caracas.

—Podríamos llevar a las chicas con nosotros. —Las chicas del Santuario eran un tema difícil entre ellos.

—Podrían haber muerto ya.

—O tal vez no.

—Vale, de acuerdo: una casa bonita en Caracas con montones de chicas.

—¿Tendrán pasteles en Caracas?

—Caracas es famosa por sus pasteles.

No tuvieron más tiempo para seguir construyendo el futuro, porque IdrisPukke llegó inesperadamente con malas noticias del Leeds Español.

—Están pensando en impugnaros —dijo.

—Me supongo —contestó Cale— que impugnar no es una cosa buena… Supongo que no incluye medallas ni desfiles.

—No. Se parece más a haceros un juicio secreto en la Cámara de la Estrella seguido de una reunión privada con la Rebanadora.

—¿De qué le acusan? —preguntó Henri el Impreciso.

—¿Qué importa eso?

—A mí sí que me importa —dijo Cale.

—De prenderle fuego al puente después de la batalla de Bex.

—No pueden demostrar que lo hiciera yo.

—No necesitan demostrarlo. Además, lo hicisteis. También el perjurio está castigado con la pena capital.

—Me dijeron que mintiera.

—Y aun así lo hicisteis. Y luego está la ejecución sumaria de ciudadanos suizos.

No respondió a esta acusación porque también era cierta.

—Y la subida ilegal de impuestos.

—Ellos estuvieron de acuerdo.

—¿Lo tenéis por escrito?

—No. ¿Qué más?

—¿No os parece bastante? Ya solo faltaba lo de prenderle fuego al puente para conseguir que la población entera de Suiza se pelee por llegar a la soga.

—¿Qué elección tenía?

—No me preguntéis a mí, preguntadles a ellos. Una impugnación ante la Cámara de la Estrella no requiere en absoluto que las acusaciones sean verdaderas para alcanzar un veredicto de culpabilidad. Aunque no ayuda el hecho de que hicierais realmente todo aquello de lo que os acusan.

—Podríais marchar sobre el Leeds Español. —Esto lo apuntó Henri el Impreciso.

—No antes de tomar el Santuario.

Cale se volvió hacia IdrisPukke.

—¿Por qué no se esperan a que caiga el Santuario antes de atraparme a mí?

—Tienen miedo de que lleve demasiado tiempo. Y también de que el Ejército de Nuevo Modelo haga exactamente lo que ha sugerido Henri el Impreciso.

—Pero el Ejército de Nuevo Modelo continúa siendo suizo. Y el rey gobierna por la Gracia de Dios. Es el mismo Dios en el que creen ellos.

—Ellos son campesinos, no ciudadanos suizos. Y ya han dejado de ser campesinos. Las guerras cambian a la gente.

—Sería preguntar demasiado —dijo Cale.

—Probad a hacerlo.

—No hasta que hayamos tomado el Santuario. Entonces veremos.

—¿Y vuestra invitación a Leeds?

—Estoy convencido de que podéis encontrar las palabras adecuadas. Además, puede que no lleve tanto tiempo como creen los quejicas esos…, lo de tomar el Santuario. Hooke estará mañana aquí con un nuevo aparato.

—Y si funciona, entonces ¿qué?

—De eso me preocuparé cuando suceda.

—Para ser sincero, no creo que podáis permitiros el lujo de retrasarlo tanto. Tenéis que empezar a hacer planes ahora.

—Estábamos pensando —dijo Henri el Impreciso— en ir a Caracas.

—Me temo que no es el momento de bromas tontas. Me temo que las posibilidades de que os permitan retiraros a un lugar tranquilo son más o menos… ninguna.

—¿No habrá descanso para los malvados?

—Algo así. Tenéis muchas habilidades, Thomas, y hacer enemigos es una de ellas.

—No le gustamos a nadie —dijo Henri el Impreciso—. No nos importa.

IdrisPukke lo miró.

—Estáis siendo más duro de lo normal, Henri. Me pregunto si tal vez os gustaría parar. —Entonces dirigió su atención a Cale—. Habéis demostrado ser un gran estratega, pero el tiempo de las estrategias militares está llegando a su final. ¿Adónde iréis? Esa es la pregunta que tenéis que plantearos ahora.

Pero Cale no era más que un muchacho a fin de cuentas, y no tenía ni idea de adónde iba, ni la había tenido nunca.

Al día siguiente llegó Hooke con tres de sus nuevos obuses: unos cañones grandes y gordos de acero, en principio iguales que los disparadores de mano que habían podido con todo, solo que más fuertes, construidos para que pudieran disparar una bola de hierro del tamaño de un melón pequeño. Llevó varias horas instalar los obuses en sus feos armatostes de madera y calcular la elevación para el primer asalto a los muros del Santuario, que eran de una fortaleza única porque las piedras habían sido unidas con una argamasa hecha de harina de arroz que se volvía tan dura como el granito.

Seguro del éxito, Hooke había pensado que los tres obuses fueran disparados por hombres revestidos con armaduras especialmente acolchadas. El ejército, que se reunía para mirar, empujaba tanto que el disparo tuvo que ser retrasado mientras se les hacía retirarse, algo tan difícil que Cale decidió dejar que siguieran donde estaban. Pero Hooke era más prudente, y al final los mirones tuvieron que conformarse con verlo desde una distancia suficiente para que se quedara contento y consintiera los disparos. Los tres hombres con su armadura especial avanzaron pesadamente hacia los obuses con sendas teas encendidas, y encendieron la mecha. Se oyó un breve silbido y luego una descomunal y casi simultánea explosión, que rompió dos de los obuses en una docena de piezas que mataron a los tres hombres vestidos con las armaduras, y echó los proyectiles hacia atrás, a la multitud de soldados, lo cual produjo otros ocho muertos. El tercer obús disparó como tenía que hacerlo, y envió una enorme bala de cañón que pegó contra el muro del Santuario, donde se limitó a rebotar, dejando una pequeña muesca en el sitio. No habría un rápido final para el sitio del Santuario.

Pero si la cosa no iba aprisa, o al menos razonablemente, entonces era difícil ver cómo se podía evitar el desastre. Con la proximidad del invierno, Cale tendría que dispersar el ejército antes de que se deshiciera él mismo por la falta de comida, de agua y del entusiasmo necesario para mantener unidos grupos tan dispares: seguramente, el Ejército de Nuevo Modelo y los lacónicos se odiaban ya unos a otros en aquel campo, bajo condiciones tan hostiles. Incluso a Cale le sorprendió darse cuenta de la escasa seguridad que sus grandes éxitos de los últimos meses habían traído. En muchos sentidos, él no estaba mucho más seguro que, digamos, el día después de que Deidrina hubiera matado a los dos Trevor. Se había esperado alcanzar una posición de poder que ofreciera un descanso, una defensa, una protección, pero veía que aunque ya tenía el poder, mucho poder, ese poder no estaba hecho del sólido material que él pensaba. Había supuesto que el poder sería como un muro, pero no: era otra cosa que no conocía muy bien.

Pero, pese a lo esquiva que fuera la cuestión de cuán poderoso era realmente el poder, estaba claro que tenía en verdad un buen pedazo de él, y por eso estaba en condiciones de hacer algo sumamente tonto. Se había obsesionado con la información, y temía no tener nunca suficiente. Era para él como el chupete que les metían a los bebés en la boca. Vio muy pronto que la información era una materia rara: uno podía fácilmente terminar con demasiada, o bien la mayoría era equivocada o, aún peor, correcta pero a medio cocer, de tal modo que resultaba engañosa. Aun así, se imaginaba a sí mismo, con cierta razón, como un buen tamizador de aquella materia, y había aprendido a no confiar nunca en una fuente, ni siquiera en la fuente que más valoraba en el mundo: IdrisPukke. Era cierto que sentía cierta vergüenza al respecto, pero no la suficiente para contenerse.

La alternativa más importante de todas era Koolhaus, que se había vuelto cada vez más desdeñoso e insoportable cuanto más podía demostrar al mundo su superioridad intelectual. Para Koolhaus nunca era suficiente tener razón, sino que además alguien tenía que estar equivocado. Y quería que el que estuviera equivocado lo supiera. Eso era una debilidad, tal vez una debilidad atroz, como lo era el hecho de que su relación emocional con el mundo fuera algo tan grosero. Sin embargo, como fuente de información y evaluador de ella, Koolhaus era de un valor incalculable.

También estaba Kleist: el espionaje era el tipo de trabajo que se le daba bien y que lo mantenía ocupado: era suficiente para distraerlo, hasta cierto punto, del hecho de que estaba peligrosamente cerca del afilado cuchillo o del caro narcótico del que no despertaría nunca. Kleist aún no estaba listo, pero pensaba en ello a menudo. Muchas amargas noches las pasaba consolándose con la idea de que podía terminar con todo.

Y luego estaba Simon Materazzi. Cale había dado a Simon la libertad de ir adonde quisiera. Simon le podía decir lo que sucedía en los campamentos y en las calles. Fue Simon el primero en informarle de que los muñecos estaban surtiendo efecto, elevando la moral, y el primero también en informarle cuando las interminables derrotas y las matanzas que siguieron habían desmoralizado a las tropas hasta tal punto que ya no podían seguir luchando. Pero para entonces Hooke había perfeccionado y fabricado cientos de disparadores que lo iban a cambiar todo, y les daría a los hombres algo que hacía innecesaria la manipulación de su confianza: el éxito.

Tanto de Koolhaus como de Kleist, Cale recibió la misma información casi al mismo tiempo, y poco después le llegó de IdrisPukke: Arbell Materazzi tenía permiso para partir y refugiarse bajo la protección de la Hansa. Le resultó sorprendente darse cuenta de hasta qué punto le dolía enterarse de que ella se iba. Incluso él comprendía la estupidez que era sentir como si ella volviera a traicionarle. Nunca había dejado, no del todo, de pensar en ella. Comprendía, y aquella última noticia lo demostraba, que ella nunca pensaba en él en absoluto, salvo como alguien a quien había que evitar. Por mucho que se irritara consigo mismo ante el tamaño de su idiotez, no podía evitar que su corazón inútil e infantil llorara de rabia: «¿Cómo era capaz Arbell de tal cosa? ¿Cómo podía hacerlo?».

Si os parece despreciable, si encontráis su debilidad detestable, o simplemente irritante, eso no es más de lo que pensaba él sobre sí mismo. Ella era una infección en su alma, nada más.

La idiotez de lo que hizo después le resultaba evidente incluso mientras la hacía: escribió a Kleist y le dijo que tomara las tropas necesarias de la guarnición del Leeds Español para arrestarla y llevarla al Santuario.

—¡Menudo capullo! —exclamó Kleist al leer la orden. Pero al menos aquella orden le daba algo interesante que hacer.

—Windsor tiene el cangrejo.

—¿De verdad? Mala suerte —comentó Fanshawe—. Pero ¿estáis seguro?

—Se ha hecho mirar por uno de los matasanos: es hombre muerto.

—Un mal viento, supongo —dijo Fanshawe.

—Puede que Windsor tenga un punto de vista distinto —dijo Ormsby-Gore. A Ormsby-Gore no le gustaba Fanshawe, porque hablaba demasiado y tenía un modo diplomático de decirle lo que hacer que sospechaba que no era tan diplomático como parecía. Lo que eran realmente órdenes lo revestía con muchos «me pregunto si no sería buena idea que…» y muchos otros «tal vez me equivoque, pero creo que podría valer la pena intentar…» y otras frases semejantes. La manera lacónica era decir lo que uno tenía que decir con la menor cantidad posible de palabras, un hábito que Ormsby-Gore llevaba al extremo. El hecho de que Fanshawe se anduviera con tantos circunloquios al dictar sus órdenes le producía la impresión de que le tomaba el pelo.

—Aun así, hay que admitirlo —dijo Fanshawe—, resulta práctico, y él se ha ofrecido.

El cangrejo, un tumor que crecía en el cuello y se decía que parecía un cangrejo de verdad, era una enfermedad que afectaba a los varones lacónicos. Alrededor de uno de cada cincuenta desarrollaba aquel tumor, que sus enemigos achacaban a casi todo, desde su espantosa sopa que se hacía con sangre y vinagre, a la sodomía en que se enzarzaban con jovencitos. Dado que el cangrejo resultaba inevitablemente mortal, y que las largas enfermedades en la sociedad lacónica eran notables por su ausencia, era tradición que cualquiera que lo contrajera se ofreciera para una misión suicida como medio de mostrarse útil.

—¿Cómo es de malo?

—Malo.

—Pero ¿le queda algún tiempo?

—Supongo.

—Tal vez no haya que esperar demasiado. —Se quedó callado, esperando que Ormsby-Gore se sintiera obligado a hablar. Fanshawe reconocía que era algo infantil, pero le proporcionaba un placer considerable—. ¿Qué pensáis?

Una pausa.

—Es asunto vuestro.

—Aun así, sería muy interesante conocer vuestra opinión.

—Bien —dijo Ormsby-Gore, no porque creyera que debían asesinar a Cale de inmediato, sino porque eso le ofrecía la posibilidad de hablar lo menos posible.

—¿Sabéis, Ormsby-Gore? Puede que tengáis razón. Aquellos chismes suyos, los obuses, resultaron una pifia atroz. ¡Menudo cauchemar! ¿No os parece?

—No hablo francés —repuso Ormsby-Gore.

—Ya entiendo lo que queréis decir —dijo Fanshawe, mostrándose de acuerdo con él—. ¡Más de una vez he lamentado el hablarlo yo!

No tenía el más leve interés en la opinión de Ormsby-Gore, pero la cuestión de cuándo matar a Thomas Cale seguía siendo un problema. Al oír rumores sobre la llegada de Hooke, se había sentido bastante seguro de que algo como los obuses iba a aparecer. Si hubieran funcionado y el Santuario hubiera caído rápidamente, entonces en la confusión habría sido posible, incluso probable, que se creyera que una flecha en la espalda había partido de un redentor. Los suizos no empezarían a buscar explicaciones, y con Cale muerto, volverían a tener la sartén por el mango en el Eje. La única preocupación que quedaba era el Ejército de Nuevo Modelo: ellos odiaban a los lacónicos, y si presentían algo de su implicación en la muerte de Cale habría problemas, especialmente si eran agitados por IdrisPukke y por aquel rico bomboncito llamado Henri. Pero, manejadas con cuidado, las circunstancias podrían hacer que no hubiera nada que recelar. Mala suerte y pañuelos para todos. Lo que tenían los sitios era que, una vez metido en uno como aquel, no sucedía prácticamente nada. Matarlo e intentar que pareciera otra cosa era algo casi imposible de colar, precisamente porque no pasaba casi nada. Windsor y su cangrejo eran una ventaja inesperada, porque él no esperaba sobrevivir al suceso, pero aun así el riesgo era mayor de lo que Fanshawe quería correr. Era una ocasión, pero decidió esperar.