33

Las dos semanas posteriores a la batalla de la laguna, Cale se sintió muy mal y se pasó el tiempo durmiéndose y despertándose. Cuando estaba despierto, o bien tenía un terrible dolor de cabeza, o bien notaba que estaba a punto de vomitar, y normalmente lo hacía. Una de las maneras que encontró de apartar su cabeza de la desgracia era estar acostado en una habitación oscura y recordar todas las comidas maravillosas que había disfrutado con IdrisPukke: cerdo agridulce, fideos de cabello de ángel con siete carnes, tarta de moras con las moras recién cogidas y acompañada con una nata el doble de espesa de lo normal. Después, aunque eso era un placer de doble filo, pensaba en las dos chicas desnudas y cómo era aquello de tocarlas y estar dentro de ellas (esta seguía siendo una idea que le asombraba cada vez que pensaba en ello… ¡Qué cosa tan extraña!). Siempre y cuando pudiera obviar el odio que sentía por Arbell, y el sentimiento de culpa (qué enrevesada culpa) que le embargaba con respecto a Artemisia, entonces el pensamiento podía ayudarle a refugiarse en un lugar en el que se aliviaban todos los dolores, incluso aquellos. A menudo recordaba días y noches concretos y se quedaba dormido mientras pensaba en ellos.

Al cabo de las dos semanas, despertó una mañana sintiéndose mucho mejor. Eso le sucedía de vez en cuando, así como la repentina llegada de varios días en los que se sentía casi normal, siempre y cuando no se esforzara demasiado. Al cabo de unas horas en aquel oasis, empezaba a sentirse muy extraño. Había un deseo intenso que no lo abandonaba. Era tan fuerte que sentía que era imposible resistirse. Probablemente, pensaba, aquello tenía su causa en el estado en que se había encontrado, al borde de la muerte, en la laguna de San Crispín. Fuera cual fuese la razón, le estaba volviendo loco y no iba a poder soportarlo.

—¿Deseáis giróscopos colgantes?

—No.

—¿Una historia de lacerazos?

—No.

—Seguro que un buen orballamiento…

—No.

—¿Y un pichinu? Eso va por extra, desde luego…

—No.

—¡Un hugonote!

—No…

—Ya…, un polo de saliva…

Como todos los detestables muchachos de su edad, Cale estaba harto de que le tomaran por tonto.

—¿Os lo estáis inventando?

El maître du sexe se indignó.

—¡Señor! ¡Somos famosos en todas partes por nuestros polos de saliva!

—Yo solo quiero… —Cale se detuvo, irritado e incómodo al mismo tiempo— lo… normal.

—¡Ah! —dijo el maître du sexe—. En la Casa de las Comodidades de Ruby ofrecemos lo extraordinario. Somos famosos por la originalidad, ante todo.

—Bueno, yo no la quiero.

—Comprendo —dijo el desdeñoso maître—. El señor desea el mode ordinaire.

—Si así se entiende mejor…

—¿El señor desea autoavalarse, o nuestro servicio de besos?

—¿Qué…?

—Los besos son un extra.

—¿Por qué? —Cale ahora estaba más desconcertado que indignado.

—Las filles de joie de Ruby son mujeres de calidad, y consideran el beso como el más íntimo de todos los actos. Por eso se pide un extra por él.

—¿Cuánto?

—Cuarenta dólares, señor.

—¿Por un beso…? No, gracias.

En la vida laboral de un maître du sexe, los clientes torpes eran la norma, pero aquel joven pálido con intensas ojeras (aunque ni lo de «pálido» ni lo de «intensas» hace realmente justicia a su color nada saludable) le estaba sacando completamente de quicio.

—Lo único que falta es que el caballero nos ofrezca una prueba de edad.

—¿Qué…?

—En la Casa de las Comodidades de Ruby somos estrictos en tales cosas. Es la ley.

—¿Es una broma?

—Por supuesto que no, señor. No puede haber excepciones.

—¿Cómo se supone que puedo demostrar lo mayor que soy?

—Un pasaporte sería suficiente.

—He olvidado cogerlo.

—Entonces me temo que tengo las manos atadas, señor.

—¿Eso también es un extra?

—Muy gracioso, señor. Ahora tenga la amabilidad de irse a tomar por el derrière.

Al oír esto, se rieron tanto los clientes que esperaban como las putitas que llegaban para llevárselos donde les otorgaban sus éxtasis de alquiler. Cale estaba acostumbrado a ser denunciado y a ser golpeado, pero no estaba acostumbrado a que se rieran de él. Nadie se reía del Ángel de la Muerte, de la encarnación de la Ira de Dios. Pero aquel día no era más que un chavalito enfermo que rabiaba por no contar con su antigua fuerza al oír las risitas. De no haberse encontrado tan débil, es difícil imaginar que se hubiera controlado ante tamaña provocación: aquellos que se reían habrían visto cómo los terrores de la tierra les cerraban la bocaza. Pero desde el otro lado de la sala lo miraba un hombre muy grande, con una mirada dura en los ojos. Pese a toda la bilis que rebosaba, se vio obligado a irse, mientras trazaba un plan para hacer algo espantoso contra la Casa de las Comodidades de Ruby a su debido tiempo. Así, fue una suerte para la propia Ruby que, oyendo que su maître elevaba la voz, hubiera bajado a ver qué pasaba. Y aún tuvo más suerte por reconocer a Thomas Cale.

—¡Por favor! —le gritó mientras Cale se dirigía a la puerta—. Lo siento muchísimo. Esta persona de aquí —señaló al maître como si se tratara de algo que hacía tiempo debía haber sido arrojado al cubo de la basura— es un imbécil. Su idiotez le va a costar una semana de sueldo. ¡Lo siento muchísimo!

Cale se volvió, disfrutando de la expresión de agravio que aparecía en el rostro del maître.

—Que sean dos semanas de sueldo.

—Lo dejaremos en tres —dijo Ruby sonriendo—. Por favor, venid al privatorium. Solo nuestros clientes más distinguidos entran en él. Y esta noche todo, por supuesto, será gentileza de la casa.

—¿Hasta los besos?

Se rio. Por lo visto, el muchacho deseaba que le dieran coba.

—Encontraremos lugares en los que no os imaginabais que os pudieran besar.

Aunque el maître seguía en ascuas sobre la identidad del muchacho, nunca había visto a Ruby tratar a nadie con tal deferencia. Pero era algo más que deferencia: era miedo. En cualquier caso, se dio cuenta de que tres semanas de sueldo podían ser el menor de sus problemas.

En el privatorium la vista era como para que a cualquier chico se le saltaran los ojos, sin importar lo travieso que fuera. Había mujeres por todas partes, crisaleadas en banquetas de piel de cordero lechal Goya, sobre sofás de terciopelo amarillo y divanes forrados con vicuña agridulce de los Amerigos. Mujeres altas y mujeres bajas, mujeres pequeñas y mujeres grandes, blancas y negras y amarillas y aceitunadas, una de ellas tapada completamente de la cabeza a los pies, salvo un pecho con el pezón pintado de rojo amapola; otra vestida como la inocente hija de un puritano, castamente ataviada con telas interiores blancas y vestido exterior negro, que lloraba lágrimas de pena y sostenía un letrero que decía: «He sido secuestrada. ¡Ayudadme, os lo ruego!». Otras estaban desnudas y parecían dormidas. Una chica joven, que tenía los pies y las manos atados a una estructura de madera, estaba siendo atormentada por una mujer que le hacía cosquillas entre las abiertas piernas con una pluma de cisne.

—¡Champán holandés! —gritó Ruby a un paje con anteojeras de cuero, y se volvió hacia Cale—: Es el mejor vintage de los últimos cien años.

Le hizo un gesto para que eligiera una de las mujeres de la sala, intentando darle a Cale la impresión de que estaba relajada, aunque algo la aterrorizaba en el muchacho de cara pálida, y deseaba que él se decidiera enseguida. Se quedó helada al oír lo que dijo el muchacho:

—Vos.

Ruby tenía cincuenta y tantos años, y se había retirado del puterío hacía más de veinte. Durante aquel tiempo había recibido proposiciones, pero las había rechazado tan delicada o firmemente como requiriera el caso.

—¡Pero estas son algunas de las mujeres más bellas del país!

—No me interesan. Solo os quiero a vos.

Ruby sabía cómo sacarse partido, eso era verdad. Utilizaba el maquillaje con considerable habilidad (se ponía bastante, pero no demasiado), y se podía permitir lo mejor que pudieran ofrecerle las modistas del Leeds Español. En absoluto era una dejada consigo misma, pero le gustaba la comida y la pereza agradable. Y la verdad era que nunca había sido hermosa. Había ascendido hasta la cima, en un oficio que se cobraba un espantoso peaje en la mayoría, mediante calidez e ingenio. Tenía un cuello demasiado largo para el gusto de muchos, tenía una nariz pequeña pero de forma un poco rara, y labios tan gorditos que se salían de lo normal.

—Cuando estoy cansada —solía bromear—, parezco una tortuga.

Pero a Cale le parecía preciosa.

Era una mujer de mente fuerte, y dura si tenía que serlo, pero ¿qué podía hacer en aquel momento? No se podía rechazar a aquel muchacho de cara blanca. Afrontando, pues, lo inevitable, esbozó la sonrisa que había practicado para que acudiera con facilidad durante los largos años que había trabajado bocarriba, y le indicó la puerta con un gesto, bajo la atenta mirada de las emocionadas y boquiabiertas putillas.

—¿Quién demonios era ese niño tan raro? —preguntó la doncella puritana que no podía dejar de llorar.

—¡Sois una guarra estúpida! —le respondió la chica que acababa de dejar de atormentar a su compañera con la pluma de cisne—. Ese era Thomas Cale.

La puritana abrió los ojos emocionada de espanto.

—¡Me han dicho que ha regresado de entre los muertos, y que su alma está atrapada en un caldero de carbón!

Ruby Eversoll tal vez no creyera en muertos que vuelven de la tumba ni en almas aprisionadas en los calderos, pero conocía de Cale algunos hechos lo bastante duros para tener miedo. En cierta ocasión ella había pertenecido a Kitty la Liebre, y si bien le encantó conocer la noticia de su muerte junto con lo prolongado y horrible de su agonía, era consciente de qué tipo de ser era el que podía matar a Kitty la Liebre en su propia casa. El hecho de que fuera simplemente un muchacho de aspecto enfermo hacía que todo resultara aún más inquietante. Al abrir la puerta de su apartamento, Ruby Eversoll se dio cuenta de que estaba temblando. Y hacía muchos años que no temblaba de miedo.

Cale se hubiera quedado asombrado de saber lo que sentía Ruby. Si bien no era, tal vez, tan aprensivo como la mayoría de los chicos de quince o dieciséis años lo hubieran sido de hallarse en las mismas circunstancias, aun así estaba nervioso, ligeramente descolocado, ligeramente avergonzado de pagar a alguien para que se acostara con él, pero también conmovido por los placeres extraños que podía proporcionar una mujer tan distinta de Arbell o Artemisia. Al pensar en su último amor, sintió una punzada de algo que tal vez fuera nostalgia, tal vez remordimiento. Pero era todo demasiado confuso, así que trató de olvidarlo y de concentrarse en la escultural Ruby.

—¿Me desvisto? —preguntó Ruby.

—Eh…, sí, por favor.

Su tono no sonaba muy dominante, pero Ruby estaba demasiado nerviosa para darse cuenta.

Ruby era una profesional, conocía su oficio. Muy despacio y de arriba abajo, empezó a desabrochar los corchetes de la parte de delante de su vestido. Mientras lo hacía, Cale se quedaba paralizado ante sus pechos. Aprisionados y elevados por el talento ingenieril de su modista, con cada corchete que desabrochaba las suaves redondeces contenidas por el vestido parecían inflarse como si estuvieran desesperadas por liberarse al fin. Cale no se daba cuenta de que había dejado de respirar. Dejó caer el corsé al suelo, se desabrochó la falda y salió de ella dando un paso. Ahora lo único que llevaba era una blanca enagua de seda. Cosa rara, y para Ruby incomprensible, es que ella se sintiera completamente torpe mientras deshacía los lazos de la camisa, leve como el tisú, y la dejaba caer al suelo para salirse de ella dando otro paso. Los pulmones de Cale, si no Cale mismo, decidieron que ya era tiempo de respirar, y fueron los jadeos de Cale lo que hizo sospechar a Ruby que tal vez se le hubiera pasado algo por alto.

Ahora estaba desnuda de cintura para arriba. Incluso cuando era una esbelta jovencita, se había sentido orgullosa de sus pechos. Ya no era esbelta ni nada parecido, pero pese a todo lo que habían añadido los placeres de la mantequilla, los huevos y el vino, y habían añadido bastante, sus pechos habían conservado parte de su firmeza juvenil. Eran, por decirlo de manera sencilla, muy grandes, y los sonrosados pezones eran enormes. Cale, acostumbrado solo a la visión de la grácil Arbell y de la diminuta Artemisia, a las cuales la palabra delicado les venía gorda, se quedó mirándola como si de nuevo estuviera viendo por primera vez a una mujer desnuda. ¿Cómo era posible, pensó (aunque su pensamiento estaba casi paralizado), que el mismo ser pudiera adoptar formas tan distintas? Por supuesto, él no había compartido la revelación que tanto asombro había producido a Henri el Impreciso cuando espiaba a la abundante Riba mientras se bañaba en el Malpaís. Llevándose las manos a un lado, Ruby deshizo los cordones de la última prenda, unas pantalettes azul claro, y la dejó caer al suelo. Afortunadamente, aquella semana Cale se encontraba más fuerte, pues de lo contrario podría haber muerto allí mismo, y el futuro del mundo habría tomado un rumbo muy diferente.

Hubo una intensa quietud en la habitación mientras Cale, profundamente impresionado, miraba a Ruby. Ruby empezó a perder un poco del temor que la embargaba ante aquel chico, y sintió renacer el casi olvidado placer de embriagar a alguien con el poder de su cuerpo. Lentamente, disfrutando más cada paso, caminó hacia él y, abriendo los brazos (no había otro mundo), incorporó a Cale a su cuerpo. Ese momento, la sensación de ser envuelto en un paraíso que uno puede oler y tocar, permanecería con él hasta el día de su muerte, para ser recordado por su mente cada vez que se hallara en un mal momento: sería un refugio contra la desesperación.

Pero en aquel momento Cale era pura avaricia. La acercó a la cama y empezó como si quisiera devorarla. Su boca y sus manos recorrieron todas las partes, fascinadas por todo lo que tenía delante. La barriga de Ruby era gruesa, nada parecido al vientre plano de Arbell y Artemisia. El estómago de Ruby era redondo y blando como una almohada, y al tocarlo temblaba como las cuajadas que servían en los banquetes de los Materazzi. Ella era todo curvas y pliegues, y él la manoseaba por todas partes con tanto placer que ella se empezó a reír.

—¡Paciencia! —le dijo, y se puso de rodillas.

Él se arrodilló detrás de ella, devorándole el cuello con los labios y experimentando lo que, según los hunterianos, es uno de los siete grandes placeres que puede ofrecer el mundo: sostener un par de pesados pechos en la palma de ambas manos.

Como si se muriera por descubrir los otros seis, volvió a colocar a Ruby en la cama, y empezó a besarle los pezones con hambre tan desbocada que fue demasiado lejos.

—¡Ay! —chilló Ruby.

Cale se sentó, asustado.

—Lo siento. Lo siento. No quería haceros daño.

El mordisco había sido realmente doloroso, pero se le veía que estaba tan arrepentido, y Ruby estaba tan sorprendida por la intensidad del deseo del muchacho, que no pudo hacer otra cosa que ponerle una mano en la mejilla y sonreír.

—No pasa nada —dijo ella, y le abanicó la cara con la otra mano—. ¡Pero calmaos un poco!

—Decidme lo que tengo que hacer —dijo él con dulzura. Entonces ella se dio cuenta de lo histérica que había sido al concebir tales temores ante alguien que mostraba tanta inocencia y era capaz de disculparse de un modo tan encantador.

—Bueno, no quiero apagar vuestro entusiasmo, pero, por favor, renunciad a comerme.

Durante las horas que siguieron, Cale experimentó otros tres de los grandes placeres que le quedaban (sobre dos de ellos va contra la ley de la tierra, como debe ser, hacer otra cosa que no sea guardar silencio).

El comentario de Kleist de que adonde iba Cale había seguro un funeral se había convertido en un lugar común. Ciertamente, la opinión general sobre los espantosos sucesos que tuvieron lugar más tarde esa misma noche en la Casa de las Comodidades de Ruby era que demostraban que esa idea era completamente cierta. Desde luego, era injusto sugerir que Cale fuera responsable de lo sucedido, y absurdo decir que era una evidencia clara de su condición sobrenatural, como si él fuera una especie de sustituto terrenal de la propia muerte. Pero, como Vipond le comentó más tarde a su hermano, si Cale no hubiera insistido en entablar una discusión con el maître du sexe, esa noche habría concluido sin otra cosa que una leve herida recibida en su orgullo.

—¿O sea que fue culpa suya —dijo IdrisPukke— que un recogedor de mierdas le cortara el cuello a una putita de clase alta porque pensaba que se estaba riendo del tamaño de su pene?

—Por supuesto que no. Pero algo tuvo él que ver. Puede que Cale no sea el Ángel de la Muerte, pero hay personas que han nacido para causar problemas en el mundo, y él es una de ellas.

Esa noche, poco antes de las diez, mientras Cale yacía dulcemente agotado en la cama de Ruby (mantas de cachemira Linton, sábanas de seda de araña Eri), llegó al piso de abajo de la Casa de las Comodidades un hombre de treinta y pocos años con la intención de tener una experiencia de belleza de las que se viven una vez en la vida. Era un purista, lo cual quiere decir que se pasaba los días recogiendo pura de las calles del Leeds Español. «Pura» es como llamaban a la mierda de perro los curtidores locales, que necesitaban sus tóxicas sustancias para ablandar el cuero. Si el maître du sexe hubiera conocido la profesión de aquel hombre no le habría permitido ni siquiera entrar por la puerta, pero el purista no había cometido la torpeza de presentarse en un lugar tan especial ataviado con la ropa que llevaba lo peor de lo peor de la sociedad, sino que había alquilado un traje y se había lavado en la casa de baños municipal, además de ir a que los barberos lo afeitaran. Le daba tanto miedo ser rechazado que también había bebido más de lo que pretendía. Pero si no hubiera sido por su riña de aquella noche con Cale, el maître seguramente habría decidido que el purista no tenía el aspecto adecuado para entrar en el local, y que empeoraba las cosas el hecho de presentarse bebido. Era una cuestión de tono: el de Ruby era un sitio de clase alta, y el purista no pasaba la prueba. Pero esa noche la pasó. El maître estaba molesto; o peor, estaba ofendido. Había sido humillado a causa de Cale, y por eso esa noche decidió descargar su frustración contra la puta gorda de su jefa, y dejar entrar al purista.

El chillido que llegó hasta ellos mientras Cale yacía con la cabeza en el pecho izquierdo de Ruby transmitía algo que Cale conocía muy bien: el terror de quien sabe que va a morir.

—¡Dios mío!

Ruby se puso de pie y empezó a vestirse, pero Cale estaba ya ante la puerta e intentando cerrarla con llave cuando se abrió de repente, pegándole un golpe que lo echó hacia atrás. Tras matar a una de las chicas, el purista se había aterrorizado y había emprendido el camino equivocado, que le había llevado hasta el rincón sin salida del apartamento de Ruby. Los gritos de los guardias (Ruby tenía cuatro) dejaban claro que no podía retroceder. Entró en la habitación, cerró la puerta tras él y agarró a Ruby por el cuello, tirando de ella hacia la ventana. Aterrorizado como estaba, vio que estaban a tres pisos de altura y que no había modo de escapar por allí.

Cale, que había recibido un buen golpe en la frente, se puso de pie despacio.

—Me habéis hecho daño —le dijo al purista.

—¡Dejadme salir de aquí o le corto el cuello también a esta zorra!

El hombre llevaba consigo la evidencia de la muerte: le cubría el rostro y el traje de alquiler, así como la pequeña navaja que le había puesto a Ruby en el cuello.

—¿Me puedo poner los pantalones?

—Quedaos donde estáis. Si hacéis un movimiento, la mato.

—¿Cómo os voy a sacar de aquí si no me dejáis moverme?

Cale oía hablar fuera. Entonces uno de los guardias gritó:

—¡Los badieles vienen de camino! ¡No podéis salir! ¡Soltad a la mujer y no os haremos daño!

El purista empujó hacia la puerta a Ruby (que, según pensó Cale, estaba increíblemente tranquila dadas las circunstancias).

—¡Decidles a los badieles que me dejen salir! ¡Si intentan entrar, le cortaré el cuello! ¡Y luego se lo cortaré también al chico!

—¿Puedo hablar con ellos? —preguntó Cale.

—Vos cerrad la bocaza o le corto el cuello.

—No creo que pudierais.

—Esperad a ver.

—¿Por qué vais a deshaceros de una rehén cuando yo podría conseguir que escaparais si me dejáis hablar con ellos?

—¿Cómo podría un mocoso escuálido como vos serme de utilidad?

—Dejadme que hable con ellos y lo veréis. ¿Qué podéis perder?

El purista pensó un momento, pero le pareció que no sería fácil. La situación era cada vez más desesperada.

—De acuerdo. Pero si no me gusta lo que les decís, le corto el cuello.

Cale caminó hacia la puerta.

—Hasta ahí, no sigáis —dijo el purista.

—¿Quién está al cargo ahí? —preguntó Cale.

Un breve silencio.

—Yo.

—¿Me podéis decir vuestro nombre?

Otro silencio.

—Albert Frey.

—De acuerdo, señor Frey: me gustaría que le dijerais a este caballero quién soy yo.

—Me importa un pijo quién seáis —dijo el purista.

Frey se vio ante un problema. Como hombre inteligente que era, decidió no referirse en absoluto a Cale en términos en los que estuviera entregándole al asesino un rehén que le daría más poder aún. ¿Era eso lo que realmente quería Cale?

—No pasa nada, señor Frey —dijo Cale—. Podéis decírselo.

Otra pausa.

—El joven que está en la habitación con vos es Thomas Cale.

El purista miró al muchacho desnudo y delgado que tenía delante, y comparó lo que veía con las leyendas que habían llegado a sus oídos. Era evidente que ambas cosas no casaban.

—¡Y un jamón! —exclamó el purista.

—No es ninguna mentira —dijo Cale.

—Demostradlo.

—No veo cómo.

Indicó con un gesto de la cabeza la entrepierna de Cale.

—Tal vez podáis mear veneno encima de mí. ¿Podríais?

—Por desgracia, lo hice antes de que llegarais, así que nos llevaría un rato.

—He oído que Thomas Cale tiene el alma metida en un caldero de carbón, ¿es verdad?

—Ni siquiera sé cómo son esos calderos.

Dieron un golpetazo en la puerta. El purista, asustado, tiró de Ruby hacia atrás y apretó más el cuchillo contra su garganta.

—¡Señor Cale! —retumbó una voz.

—¿Sí…?

—¡Callaos! —gritó el purista.

—¿Estáis bien?

Cale levantó la mano izquierda, con la palma hacia fuera, para pedirle permiso al purista. Demasiado asustado para hablar, el hombre asintió con la cabeza.

—Soy el Superbadiel Ganz —dijo el hombre—. Decidle a ese malhechor que si sale tendrá un juicio justo.

El purista contestó ahogando un grito. Era un gesto de desprecio y terror al mismo tiempo.

—Y luego me llevarán a la Rebanadora para que me corten la cabeza.

—¡Me habéis oído! —gritó Ganz—. Salid de ahí y nadie os hará daño.

Cale levantó la voz.

—Superbadiel Ganz, os habla Thomas Cale.

Se hizo otro silencio, un silencio lleno de nerviosismo.

—Sí, señor.

—Si decís otra palabra antes de que os lo diga yo, lo vais a lamentar, ¿comprendido?

Otra pausa.

—Sí, señor. —Esta vez su voz fue apenas audible.

Cale miró al purista fijamente.

—Estáis totalmente equivocado, ¿sabéis?, en lo de que os vayan a cortar la cabeza.

—¿Qué queréis decir?

—Hace unos ocho meses, más o menos, yo firmé una pena de muerte contra una joven de dieciséis o diecisiete años, y al día siguiente la llevaron a la Plaza de los Mártires, en Chartres, y la colgaron, después la bajaron para reanimarla, y entonces el verdugo la cortó en canal y mientras seguía todavía consciente cocinó sus tripas delante de ella. Ya veis, el caso es que esa muchacha me gustaba. Me gustaba mucho. —Le gritó entonces a Ganz—: ¿Habéis oído eso, Superbadiel? Así es como va a morir este hombre, ¿me habéis entendido?

—Sí, señor.

Cale volvió a mirar al purista.

—Ahora, aunque vos no me gustéis, voy a proponeros un trato.

—Le cortaré la garganta… Ese es el trato.

—¡Adelante! —dijo Cale—. Ya estoy harto de oíros decir lo que vais a hacer. No es más que una puta.

—Después de cortarle la garganta, haré lo mismo con vos.

—No, no lo haréis. —Sonrió—. Vale, seguramente no lo haréis. Es verdad que el que esté desnudo y tal es una desventaja. Pero yo no soy una chica indefensa. Sé lo que hago.

Estaba faroleando. Podía haberse sentido lo bastante bien para experimentar por una vez con Ruby cuatro de los siete placeres, pero sin la federimorfina cualquier cosa más ardua que eso se encontraba más allá de sus posibilidades.

—Yo soy el que tiene el cuchillo.

—De acuerdo, o sea que me matáis. Pero eso no les va a impedir sacaros las tripas, cortarlas en rodajas y cocinarlas delante de vuestros ojos.

Con toda aquella charla, y especialmente con aquel tipo de charla, el purista tenía tiempo para ir asimilando los horribles eventos y el aprieto igualmente horrible en que lo habían puesto. Temblaba.

—¿Cuál es el trato? —preguntó con un nudo en la garganta.

—El trato es que vos dejáis en paz a la puta, y yo os mato.

Hasta ese momento, Ruby había estado impresionantemente tranquila y, para ser justos, entonces los ojos se le desorbitaron solo un poco.

—¿Os estáis burlando? ¡Le voy a cortar el cuello!

—Otra vez lo mismo. Vos sabéis tan bien como yo que en el momento en que matasteis a la chica erais hombre muerto. No podéis dar marcha atrás. O bien aceptáis el trato y os aseguro que seré rápido y no os haré ningún daño, o bien esperáis unos días y os convertís en una leyenda gracias a los tormentos padecidos. Y dentro de cincuenta años la gente seguirá diciendo: «Yo estuve allí y lo vi con mis propios ojos».

Entonces el purista empezó a llorar. Luego paró y el terror se transformó en rabia y volvió a apretar más fuerte a Ruby. Después volvió a llorar.

—Seré rápido —dijo Cale—. Seré el mejor amigo que hayáis tenido.

Hubo más llanto y más pánico, pero entonces aflojó a Ruby y ella se escapó de él. El purista, ahora llorando incontrolablemente, se quedó de pie, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo. Cale fue hacia él y lentamente le quitó el cuchillo de las manos.

—Arrodillaos —le dijo con suavidad.

—¡Por favor! —dijo el purista, aunque no estaba claro qué era lo que pedía por favor—. ¡Por favor! —repitió, y Cale recordó que eso era también lo que había dicho Kitty la Liebre antes de morir.

Cale le puso una mano en el hombro y le empujó un poco hacia atrás.

—Rezad algo.

—No sé rezar.

—Repetid conmigo: «En mis manos, Señor, encomiendo mi espíritu».

—En mis manos, Señ…

Una repentina incisión hecha por Cale bajo la oreja izquierda. El purista cayó hacia delante y quedó totalmente inmóvil. Entonces empezó a sacudirse. Y paró. Volvió a sacudirse y paró.

—Por el amor de Dios, terminad con él.

—Ya está muerto —dijo Cale—. Es que el cuerpo tiene que acostumbrarse.

Una hora después, justo antes de que Cale dejara la Casa de las Comodidades, y mientras terminaban de tomar una copa juntos, Ruby le dijo:

—Primero sentí que había algo horrible en vos. Después me parecisteis encantador. Ahora no sé qué pensar.

Ruby estaba cansada, por supuesto, y aunque había visto más de una cosa desagradable, aquella era la peor noche de su vida. Sin embargo, no era eso lo que Cale quería oír, y se fue sin decir nada más.