32

Tal vez, un día, alguna gran mente descubra el momento exacto en que alguien, en una situación dada en la que tiene que tomar una decisión, debería dejar de escuchar. Hasta que llegue ese día no tendrá nada de extraño que la oración, la adivinación y el destripamiento de gatos sean estrategias tan útiles como cualquier otra. El consejo idiota a veces funciona; el consejo sabio a veces fracasa. La aparición de los muñecos de Cale había cosechado un éxito sorprendente. Todo el mundo se mostró de acuerdo en que el deseo de luchar del Ejército de Nuevo Modelo había mejorado más allá de toda medida; un deseo que resultaba tan importante, seguramente, como las armas, la comida o el contingente. La cosa tuvo tanto éxito que se decidió, incluso, que las tropas necesitaban una ración mayor. El problema era que los redentores también tenían un deseo de luchar que se fundamentaba en algo más que ilusiones astutas: la muerte para ellos era simplemente una puerta a otra vida mejor. De ese modo, se argumentaba de manera bastante razonable, si los falsos Cale podían hacer tanto bien, cuánto más se beneficiarían las tropas de la presencia del Cale verdadero. Misteriosamente, la moral entre las tropas del Ejército de Nuevo Modelo había subido tanto en zonas en las que no habían llegado a ver los muñecos como en las que sí los veían. Así que estaba claro que unas pocas apariciones del verdadero Cale podrían inclinar la balanza.

Imploraron, engatusaron e importunaron sin parar a Henri el Impreciso hasta que llegaron noticias de otra espantosa victoria de los redentores, en Maldon. Todo el mundo quedó aterrado por aquella derrota, hasta Henri el Impreciso, así que accedió a acercarse a Cale. Si hubiera conocido todos los hechos de la derrota de Maldon, no lo habría hecho. Unas semanas más tarde, quedó claro que la aplastante derrota no había sido resultado de la superioridad redentora, sino completamente debida a la estupidez del comandante del Ejército de Nuevo Modelo, que había permitido a los redentores escapar al punto más alto, y se había asegurado la derrota cuando la victoria parecía inevitable.

En realidad, las victorias estaban cada vez más del lado del Ejército de Nuevo Modelo, solo que nadie lo sabía. Por eso, basado en una falsa idea a la que se había llegado razonablemente a partir de datos convincentes que eran completamente erróneos, Henri el Impreciso persuadió a Cale de presentarse en persona en el campo de batalla. Cale no estaba por la labor, pero Henri el Impreciso le dijo que eso no le ocuparía mucho tiempo, y que viajarían en una caravana de carros mucho más grande de lo normal. Cale se encontraba un poco mejor, y su carruaje personal había sido dotado de muelles de suspensión, así que le resultaría mucho más fácil descansar durante el trayecto. Las cosas estaban en un estado crítico, aparentemente. Era una crisis. Había que hacer algo. ¿Qué elección le quedaba?

Los primeros cinco días de la gira de siete fueron bien. La presencia de Cale (lejos de ningún lugar peligroso) era un tónico para las tropas, incluso más potente de lo que hubieran podido imaginar. Y siguió siendo un gran éxito hasta el momento en que se convirtió en un apabullante desastre: un desastre que ponía la victoria en manos de los redentores, con la muerte, el mismo día, de Cale y de Henri el Impreciso.

Para evitar una fuerte tormenta fuera de la estación de las tormentas que se acercaba desde el norte, Henri el Impreciso había hecho parar la caravana. Por desgracia, la misma tormenta había amenazado también a una gran columna expedicionaria de redentores, que había decidido evitarla volviéndose hacia la seguridad que representaba el ejército del que había salido. Fue esta coincidencia de circunstancias lo que llevó a una fuerza de mil quinientos redentores, elegidos para llegar hasta allí por su habilidad y experiencia, a darse de bruces con la desprevenida caravana de Henri el Impreciso que, aunque era relativamente grande, solo contaba con seiscientos soldados. Peor que eso: muchos de ellos no eran muy diestros ni experimentados: Henri el Impreciso había cometido el error, apremiado como estaba por el tiempo, de dejar la elección de los soldados a alguien demasiado fácil de sobornar para permitir que personas de rango e influencia (ya estaba cayendo el Ejército de Nuevo Modelo en las malas costumbres) adquirieran el estatus que ofrecía el haber servido con el mismísimo Ángel Exterminador.

Henri el Impreciso ordenó inmediatamente que los carros se pusieran en círculo. En cuanto Cale salió a investigar qué era aquel ruido, pasó cinco minutos mirando a los redentores, que se estaban colocando en formación a unos setecientos metros de distancia, y le dijo a Henri el Impreciso que se detuviera.

—¿Por qué?

—Ese pequeño lago de allí. —Se trataba de una laguna de montaña a unos trescientos metros de distancia—. Formad un semicírculo contra la orilla del lago, del mismo radio que el que se está haciendo aquí, y con los carros que sobren formad otro semicírculo interior.

Henri el Impreciso pudo parar los carros mientras todavía estaban colocándose, así que no hubo retraso en volver a poner los arneses, ni en cavar las estacas usadas para atar las ruedas firmemente al suelo. El redentor que estaba al mando comprendía que aquel era buen momento para atacar, pero era hombre cauto y se demoró demasiado, temeroso de quedar atrapado en alguna astuta y misteriosa trampa. Para cuando decidió ponerse en movimiento, el Ejército de Nuevo Modelo estaba ya colocado en su lugar, los caballos estaban desenganchados, y la ruedas clavadas al suelo.

La cuestión central para ambos bandos era la misma, y ninguno conocía la respuesta: ¿venían refuerzos por el camino? Nada más ver a los redentores, Henri el Impreciso había enviado a cuatro jinetes en busca de ayuda. Para los redentores, la duda era si estaban todos allí, pues si no recibían refuerzos y no los asistía una suerte extraordinaria, solo sería cuestión de tiempo el traspasar la empalizada. A menos que no hubieran logrado atrapar a todos los jinetes del Ejército de Nuevo Modelo. Si era así, podrían terminar llegándoles refuerzos. Aun así, se encontraban en buena posición, en una proporción a su favor de más de dos contra uno. En realidad, estaban en mejor posición de lo que pensaban, dado que la mitad de los soldados de la caravana eran administradores sin experiencia de ningún tipo. Cale, más que nadie, creía en la importancia de los buenos administradores, pero no allí ni en aquel momento. Les costó a Cale y a Henri el Impreciso veinte minutos comprender que no estaban siendo protegidos por la formidable máquina de guerra que tanto se habían esforzado ellos mismos en crear.

—Es culpa vuestra —dijo Cale.

—Cuando todo termine, podréis denunciarme a la justicia.

—Eso lo decís porque sabéis que vais a morir aquí.

—¿Y vos no?

—¿Ahora os preocupáis por mí? ¡Ya es un poco tarde!

—Dejad de lloriquear.

Hubo un silencio malhumorado. Luego prosiguieron:

—Necesitamos altura —dijo Cale.

—¿Qué?

—Necesitamos una plataforma en medio de eso —dijo señalando el pequeño semicírculo de carros—. No tiene por qué tener más de dos metros de altura, pero tiene que haber espacio para veinte ballesteros y todos los cargadores posibles. Los redentores van a penetrar el primer círculo, así que tenemos que convertir el espacio entre los dos círculos en un matadero. No se me ocurre nada mejor para pararles los pies.

Henri el Impreciso miró a su alrededor, preguntándose qué usaría para formar aquella torre y protegerla. La cosa podría tener éxito hasta cierto punto. Pero no serviría de nada si habían cogido a todos los jinetes.

—Tenéis un aspecto terrible —le dijo a Cale.

De hecho, apenas se podía tener de pie.

—Tengo que dormir.

—¿Qué me decís de la cosa esa que os dio la hermana Wray?

—Dijo que podía matarme.

—¿Y qué? ¿Es que ellos no van a hacerlo?

Cale se rio.

—No si saben que soy yo. Seguramente no me pasará nada.

—Pero no saben que sois vos.

—Podríamos ganar tiempo si lo supieran.

—Muy inteligente.

—Seguramente. Voy a consultarlo con la almohada. Separad a los hombres experimentados y divididlos entre los buenos y los mejores. De los mejores necesitaré siete grupos de siete hombres. Poned los más débiles en el primer grupo de carros y despertadme una hora antes de que los redentores penetren el círculo exterior. Ahora ayudadme a caminar despacio hasta el carruaje, para que no vean a su Ángel Exterminador cayéndose de morros.

Por el camino, un intendente de aspecto aterrado se fue hacia ellos e informó de que había habido un error con las cajas de salitre empleadas para cargar las armas. Tres cuartos de las cajas de suministro habían resultado ser de tocino, que iba empaquetado en el mismo tipo de caja. El intendente se sorprendió de la calma con que le dijeron que se fuera. Había un motivo.

—Es culpa vuestra —le dijo Henri el Impreciso a Cale.

Era verdad: era culpa de Cale. Meses antes, había comprendido que estaban gastando una fortuna y enormes cantidades de tiempo haciendo cajas de todos los tamaños y formas para sus provisiones, y las hizo unificar. Una idea sencilla e inteligente prometía ahora acabar con todos.

Cale se esperaba contar, con un poco de suerte, con dos o tres horas. Henri el Impreciso lo despertó después de las siete. Siempre le llevaba un par de minutos despertarse del todo, pero esta vez vio de inmediato que había algo distinto en Henri el Impreciso. Más que Kleist, y muchísimo más que Cale, Henri había conservado siempre un lado infantil. Pero no en aquel momento. No había ningún motivo para perder tiempo, así que sacó el paquetito de federimorfina del cajón y se echó directamente la dosis en la boca. Las advertencias de la hermana Wray le susurraban al oído. Pero ella se lo había dado porque sabía que habría días como aquel.

Cale salió detrás de Henri el Impreciso. Durante las horas que había estado dormido, habían llegado los infiernos. Todos los carros del círculo exterior se hallaban en un estado lamentable, con las paredes rotas y las ruedas machacadas; las sogas de los redentores habían derribado la mitad, y seis de ellos estaban ardiendo. En el semicírculo interior, los muertos y los heridos yacían en filas desiguales de unos doscientos, y aunque había gritos, la mayoría permanecían en aquel horrible silencio que provoca el dolor de los que sienten que van a morir. Y aún Cale podía ver que Henri el Impreciso había preservado la fila sin usar a los doscientos hombres más diestros y experimentados. Cale lo miró de frente, y Henri el Impreciso lo miró a su vez: algo había cambiado.

—Lo que habéis logrado aquí ni siquiera yo hubiera podido hacerlo —le dijo Cale. Si alguna vez había un elogio de uno hacia otro, cosa rara, era siempre con un deje de burla. Pero no aquella vez. Henri el Impreciso se sintió afectado por aquel elogio tan intensamente como era posible que le afectara a uno el elogio de una persona querida. Hubo entonces un breve silencio, y a continuación añadió Cale—: Es una pena que hayáis dejado que pase esto.

—Bueno, también es una pena —respondió Henri el Impreciso— que tengamos que morir todos por culpa de vuestras estúpidas cajas.

El primer semicírculo de carros aún aguantaba, pero no por mucho tiempo. Los redentores ya tiraban de los restos incendiados. Cale pensó que le quedaban unos diez minutos. Gritó a las tropas de refresco que se adelantaran y se reunieran en sus grupos de siete previamente organizados.

Y, por supuesto, les dirigió el discurso que había robado de la biblioteca del Santuario.

—¿Cómo se llama este lugar? —preguntó.

—Laguna de San Crispín —respondió uno de los soldados.

—Bueno, el que sobreviva al día de hoy y llegue a su casa sano y salvo, se remangará para mostrar sus cicatrices y dirá: «Estas heridas me las hicieron en la laguna de San Crispín», y entonces contará lo que ocurrió aquel día. Nuestros nombres serán tan corrientes en la boca de todo el mundo como las palabras domésticas, y eso desde este día hasta el fin del mundo. ¡Somos los elegidos, los dichosos, un grupo de hermanos! Pues el que derrame su sangre conmigo hoy será mi hermano.

Cale no hizo su ofrecimiento habitual de permitir irse a cualquier hombre que no deseara luchar: nadie se iba a ningún lado aquel día. Algún día su discurso infalible fallaría, pero no aquel.

—Cada uno de vosotros —gritó mientras la droga empezaba a hacerle efecto; su voz era fuerte y se oía por encima de todo el ruido que había tras él— pertenece a un grupo de siete hombres nombrados como los días de la semana porque no he tenido el tiempo ni el privilegio de conoceros mejor. Pero ahora cada uno de vosotros es responsable de que haya futuro o no. Mantened vuestros escudos en contacto unos con otros. Quiero que estéis lo bastante cerca para oler el aliento del vecino. No os rezaguéis ni os adelantéis: ese es el estilo y el espíritu que quiero. Conocéis las llamadas: escuchad con tanto cuidado como sé que ponéis en luchar, y os irá bien.

Se adelantó un poco y señaló a cada lado del semicírculo:

—Lunes allí. Domingo al final. Todo el mundo en orden entre ellos. —Y les hizo un gesto con la mano para que se fueran.

Mientras tanto, Henri el Impreciso había reunido a los que quedaban de los soldados más flojos y los llevaba para reforzar los carros que estaban incendiados.

Al cabo de unos pocos minutos más de aquel tira y afloja con los carros incendiados, se derrumbaron. Los redentores tiraron de lo que tenían enganchado a sus cadenas, dejando brechas que parecían agujeros en una fila de dientes carcomidos. Henri el Impreciso tuvo el tiempo justo para volverse y entrar en el pequeño semicírculo delante de la laguna, y organizar a sus ballesteros en la achaparrada e irregular torre de tierra, piedras y madera.

Cinco minutos después, los primeros redentores penetraron por el mayor de los agujeros abiertos, a la izquierda de Cale. Entonces notó el veneno que le bombeaba por las venas: no se trataba de una fuerza ni un valor reales, sino de nervios y tensión. Pero tendría que valer. Se dio cuenta de que también su juicio estaba nervioso y agitado; parte de él quería salir corriendo hacia los redentores para luchar con ellos en plena brecha. Henri el Impreciso había sido instruido para ahorrar lo que quedaba de su lamentable provisión de saetas de ballesta, así que solo debían dirigirlas a los centenarios. Los centenarios vestían exactamente como los demás redentores precisamente para pasar disimulados, pero Henri el Impreciso era capaz de distinguirlos a una legua de distancia. Caía uno herido en el estómago, y después le pasaba lo mismo al siguiente.

—¡Miércoles! —gritaba Cale—. ¡Adelante!

Avanzaron en fila. Los redentores aguardaron, sin comprender qué actitud tomar.

—¡Así vale! —gritó Cale, y los miércoles se detuvieron, dejando confusos a los redentores.

Se esperaban que la brecha estuviera defendida, pero por el contrario parecía que se les animaba a entrar, y eso era preocupante. Cale le levantó la mano izquierda a Henri el Impreciso, y cinco saetas de sus ballestas terminaron de animar a los redentores a hacer lo que tenían que hacer (o lo que no tenían que hacer): avanzar.

Por muy mal que pintaran las cosas para la caravana, los redentores también estaban preocupados. Les había costado demasiado tiempo llegar hasta allí. Con tal ventaja de hombres, esperaban invadir los carros e irse antes de que llegaran los refuerzos. Sabían que si habían cogido a todos los jinetes que habían salido del Ejército de Nuevo Modelo, disponían de todo el tiempo del mundo. Pero no podían estar seguros de haberlos apresado a todos. Así que, apremiados por el tiempo, dejaron atrás los carros y penetraron hasta mitad del círculo.

—¡Martes! —gritó Cale—. ¡A ellos, a ellos! ¡Daos prisa! —Los martes se adelantaron, el borde izquierdo ligeramente más aprisa, llevando al grupo en el movimiento contrario a las agujas del reloj para sellar el espacio a la derecha—. ¡Jueves! ¡Separaos de mí! ¡Aprisa! —Los jueves se movieron en sentido contrario a las agujas del reloj y cerraron el paso a los redentores que avanzaban, evitando que se extendieran por la derecha. Los centenarios de reemplazo tendrían que retirarse entonces hacia la brecha, pero tenían orden de avanzar.

—¡Aleluya, aleluya! —gritaban, chocando contra las filas de escudos del Ejército de Nuevo Modelo, con los suyos.

Era cosa de cortar y empujar y de aplastar con espada y maza contra los escudos, mientras todo el mundo trataba de asestar golpes sin recibir a su vez. Pero el problema era que los redentores eran con mucho mejores soldados en el cuerpo a cuerpo, y eso quedó patente mucho antes de lo que Cale esperaba. Lo tenía previsto, y solo esperaba poder entretenerlos lo bastante para que llegaran los refuerzos, si es que estaban en camino. Pero demasiado pronto sus hombres empezaron a caer. Cale, con su estilo de chico de quince años, habría empleado el resto de los días de la semana en apoyar la retirada al semicírculo que estaba a la orilla de la laguna. Habría visto que la cosa iba mal, y habría ordenado una retirada del modo más ordenado posible. Si podía permanecer en la lucha era solo gracias a las drogas de la hermana Wray, pero ella se habría dado cuenta casi de inmediato de que le estaban haciendo mal efecto: tenía el rostro colorado, el pulso desbocado y los ojos como agujeritos. Al ver cómo retrocedían los tres días de la semana, y que estaban a punto de derrumbarse, él corrió hacia delante, le cogió un hacha de aspecto pavoroso a un soldado herido, agarró una maza corta abandonada en el suelo, y atravesó la fila de los miércoles, lanzándose contra los anonadados redentores.

El tiburón nada con la boca abierta,

y la bancada huye, de miedo muerta.

Lleno de rabia y drogado hasta la demencia, Cale azotaba a los redentores que se encontraban a su alrededor con el hacha de filo romo, un arma de matón empuñada por un matón de salvaje destreza e intensa locura. Golpes brutales a dientes y rostros, directos a quebrar los cráneos y los dedos, a hacer astillas codos y rodillas. Su martillo, golpeando en los pechos, hacía que los corazones se pararan cuando los hombres todavía estaban en pie, quebraban pómulos y columnas vertebrales, machacaba costillas, fracturaba huesos, desgarraba piernas, reventaba narices. Hasta los redentores se asustaban ante tales muestras de violencia, y entonces los descorazonados soldados del Ejército de Nuevo Modelo, viendo al loco que había llegado en su rescate, corrieron en su ayuda y dieron de sí todo lo que podían, encendidos por el veneno delirante de Cale, trastornados por el olor de sangre y excrementos, por el horror.

Entonces más redentores entraban por detrás, pero no hacían más que empeorar las cosas para sus compañeros, que muertos de miedo intentaban escapar de aquel contraataque impregnado de locura. Cale avanzaba sobre los heridos para asestar golpes contra el enemigo que retrocedía. Estaba siendo presa de tal furia que habría dado miedo aunque en cada mano hubiera tenido un sonajero de bebé. La droga soltaba en tromba toda la rabia contenida contra los hombres que caían delante de él. Los lamentos e imploraciones de los moribundos y la algarabía entusiasmada de los hombres que lo acompañaban: estos eran los sonidos de la batalla, el terror, el dolor y el éxtasis singular de la furia.

El avance de los redentores se derrumbó, y de no ser por un centenario que mantuvo la cabeza e hizo retirarse a hombres que estaban de pie como lelos, sin moverse, esperando que los mataran, podrían haber recibido un golpe lo bastante fuerte como para retirarse del todo. Cuando se replegaban, Cale tuvo que ser sujetado para que no los siguiera, y eso fue una suerte para él, pues ya en campo abierto, más allá del anillo exterior de carros, lo habrían matado. Ninguna droga hubiera podido salvarle la vida allí. El capitán de los viernes logró sujetar a Cale agarrándolo de ese modo en que solo lo sabe hacer un antiguo herrero de dos metros de altura. Lo sujetó el tiempo suficiente para que llegara Henri el Impreciso y le convenciera de regresar al semicírculo interior, delante de la laguna. Ya había oscurecido, y Henri el Impreciso después de poner a Cale en manos de un médico militar, susurrándole algo sobre una medicina que había producido mal efecto, trató de ver cómo se podía tapar la brecha.

Si los redentores hubieran atacado de nuevo el mismo punto, habrían pasado por él en cosa de pocos minutos, pero, comprensiblemente, estaban anonadados ante lo ocurrido y, creyendo que el Ejército de Nuevo Modelo había logrado hacerse con algunos mercenarios poseídos por los demonios, decidieron intentar atacar de otro modo. Durante las dos horas siguientes, intentaron un ataque en el perímetro exterior con la intención de prender fuego a todos los carros, y después sacar, tirando hacia ellos, todos los restos del incendio para despejar el camino hacia el semicírculo respaldado por la laguna. Henri el Impreciso los contuvo hasta dos horas después de la medianoche, y después ordenó a los supervivientes retirarse a la laguna y observar cómo sacaban la fila exterior de carros los ingenieros redentores. A las cuatro de la madrugada empezó el último ataque.

Los redentores se reunían en el interior del semicírculo grande, salmodiando:

—¡Aleeeeluuuuyyyyaaaa!

—¡Aleeeeluuuuyyyyaaaa!

Iluminados por detrás por las rojas ascuas de los carros incendiados, parecían un coro del infierno monstruosamente armado. A la izquierda, otros soldados redentores empezaron a cantar:

Muerte, juicio, infierno y gloria:

estas son las cuatro postrimerías.

Y a la derecha:

Sigue viva por siempre nuestra fe heredada,

te seremos fieles hasta llegar a la nada.

El canto era hermoso de una manera desgarradora, angustiosa, terrible, aunque la idea de la belleza no se les pasó por la cabeza a los que veían y escuchaban con pavor.

Llevado a los carros delante de la laguna, Cale había sido introducido en la tienda para los heridos que había detrás de la torre mocha erigida por Henri el Impreciso. Parecía que tenía la mente un poco más clara, pero el cuerpo, por debajo de la cintura, temblaba incontrolablemente de un modo algo ridículo. Henri el Impreciso le dijo al doctor lo que había tomado.

—Dadle algo para que se calme.

—No es tan fácil —dijo el cirujano—. No se deberían mezclar esas drogas…, no es seguro. Como podéis ver, no se sabe qué puede suceder.

—Bueno —dijo Henri el Impreciso—, yo sí sé lo que puede suceder si no lo dejáis en condiciones de poder luchar.

Era difícil discutir aquel argumento, así que el cirujano le dio valeriana y amapola en una dosis lo bastante fuerte como para adormecer al antiguo herrero, que ahora permanecía al lado de Cale, por si acaso se le ocurría escaparse.

—¿Cuánto tardaremos en ver si funciona?

—Si respondiera a eso, sería un mentiroso —dijo el cirujano.

Henri el Impreciso se agachó delante de Cale, que temblaba por todo el cuerpo y respiraba a golpes.

—Solo lucharéis cuando estéis preparado, ¿entendido?

Cale asintió con la cabeza, en medio de temblores y jadeos, y Henri el Impreciso salió de la tienda sabiendo que era probablemente su última noche en la tierra. Se sentía como si tuviera dos años. Ascendió al montón improvisado en medio del semicírculo (torre es en realidad una palabra que viene grande para tan poca cosa) e intercambió algunas palabras con los quince ballesteros y con los que les ayudaban a cargar. Entonces se volvió hacia el resto de los hombres, sus hombres, que estaban en las barricadas. Pensó que si había un momento en que se merecieran saber la verdad, era aquel.

—Primero —mintió—, he oído que los refuerzos vienen de camino. Todo lo que tenemos que hacer es aguantar hasta media mañana, y entonces los mandaremos con la música a otra parte.

Hubo vítores entusiasmados, que no combinaban muy bien con las canciones que entonaban los redentores.

¿Le creían? ¿Qué remedio les quedaba? Ahora Henri el Impreciso no pensaba en otra cosa que en retrasar los acontecimientos. Decidió ofrecer a los redentores conversaciones de rendición, sin pensar siquiera que valiera la pena correr el riesgo. Cuando el mensajero no volvió, se enfureció consigo mismo por malgastar la vida de un hombre cuando sabía, realmente, cuál iba a ser la respuesta.

«Eres un débil y un inútil», se dijo a sí mismo.

Volvió a pensar en el problema más inmediato: la escasez de saetas para las ballestas. Les había mandado a los que ayudaban a cargarlas que se pusieran a hacer nuevas saetas todo el día, así que ya tenían unas cuantas, pero mantener a los redentores a raya bastante tiempo requería seguramente muchas más de las que habían conseguido apilar. Si llegaban refuerzos sería mejor que lo hicieran a las nueve de la mañana. Después de eso, ya daría igual.

El plan que había concebido era bastante sencillo: la plataforma elevada les permitía ver el frente hacia todos lados, salvo por un espacio ciego estrechísimo de unos dos metros de ancho enfrente de los carros. Los redentores que llegaran a ese espacio ciego podrían pelear contra los defensores sin ser blanco de las ballestas de la torre. El trabajo de Henri el Impreciso consistía en apartar a los redentores de los carros de modo que la menor cantidad posible de redentores pudiera albergarse en aquel espacio ciego, desde el que luchar cuerpo a cuerpo con los defensores. Pero ese plan, de eso estaba seguro, dependía más de Cale que de él: los defensores de los carros necesitaban un ángel exterminador a cada lado si querían llegar vivos al día siguiente.

Sin dejar de cantar, la primera fila de redentores avanzaba golpeando sus escudos con las espadas, en un lento acompañamiento a los cantos fúnebres que Henri el Impreciso había tenido que escuchar siendo niño cada mañana, cada mediodía y cada noche. En un golpe de suerte, Henri había descubierto una segunda caja de ballestas grandes, cuando solo debería haber tres para un campamento entero. La lucha cuerpo a cuerpo no requería de aquellos instrumentos de larga distancia que solo se utilizaban para disparar de lejos y después se abandonaban. En otra ocasión aquel error podría haber sido un desastre, pero aquel día la incompetencia había sido un glorioso regalo. Con diez de aquellas ballestas apuntando hacia ellos, los redentores recibirían un susto muy desagradable al acercarse a la barricada de carros.

Así resultó. Los redentores estaban esperando las ballestas mucho más débiles que Henri el Impreciso había diseñado para el cuerpo a cuerpo, contra las cuales sus escudos ofrecían una defensa bastante buena. Ni siquiera habían empezado a avanzar cuando las saetas de las ballestas de gran potencia eliminaron a cuatro centenarios, a cuatro de los otros, e hirieron a dos más. Pero lo peor estaba por llegar. Casi de inmediato, otra salva de cinco de las otras ballestas potentes, entregadas a los ballesteros por sus cargadores, volvió a impactar en las apretadas filas redentoras produciendo el mismo resultado. Pillados por sorpresa, no sabían qué hacer, y por un instante Henri el Impreciso pensó que iban a retirarse donde no pudieran ser alcanzados. Casi acierta, pero entonces uno de los centenarios, azotando a derecha e izquierda y profiriendo gritos sanguinarios, les cortó la retirada y les obligó a avanzar.

—¡Adelante, aprisa, adelante! ¡Os pondréis a cubierto bajo los carros!

Cuando los aproximadamente ochocientos redentores corrían caóticamente hacia el punto ciego de los carros, donde las saetas no podían alcanzarlos, tuvieron muchas bajas por parte de los ballesteros que estaban en el montículo, y al acercarse, las otras ballestas menos potentes de los carros entraron en juego. Lo que fue peor aún para los redentores es que eran demasiados los que habían llegado a atacar los carros, y no había espacio suficiente en aquella franja ciega para todos los sacerdotes que querían ponerse allí a cubierto. Más de doscientos se quedaron expuestos en la línea de fuego desde el montículo. Tras un momento de carnicería en que murieron más de cincuenta redentores, los centenarios comprendieron el error y retrocedieron con solo tres cuartas partes de los hombres a los que unos minutos antes habían hecho avanzar.

Los redentores que estaban ante los carros luchaban, protegidos de los ballesteros de Henri el Impreciso pero no de los defensores que había dentro de los carros, que ahora se hallaban bajo una presión intensa y mortal. Aun así, los defensores estaban bien protegidos, y morían en una proporción de solo uno por cada seis redentores. Era Henri el Impreciso quien equilibraba las cosas. Conforme iban muriendo poco a poco los redentores delante de los carros, tenían que ser sustituidos por redentores que se escondían atrás, en la oscuridad, más allá del viejo perímetro. Cuando ya hubieron muerto bastantes redentores, los centenarios avanzaron desde la oscuridad en grupos de unos treinta para reemplazarlos. La vida y la muerte para los defensores dependía de la proporción de fuego que partía del montículo, y de cuántos redentores pudieran matar los ballesteros mientras corrían desde la oscuridad campo a través hasta la relativa protección que proporcionaban los carros.

Henri el Impreciso y los defensores marcaban un ritmo demoledor, y su única posibilidad de sobrevivir pasaba por mantener aquel ritmo. Si se les acababan las saetas o los redentores abrían brechas en los carros, allí se acabaría la batalla. Henri estaba ahora convencido de que la cosa no tenía remedio.

«¡Si al menos Cale estuviera conmigo! —pensaba para sí todo el tiempo—. ¡Él sabría qué hacer!».

Para entonces el ángel exterminador roncaba en su carro, siendo vigilado por el antiguo herrero, el subsargento Demski. Brevemente visitado por el cirujano al cabo de unas horas del comienzo de la segunda batalla, le dijo a Demski que Cale seguiría inconsciente varias horas, y que él sería de mayor utilidad en el campo de batalla.

—Debería quedarme vigilándolo —repuso Demski.

—Si esa basura papista traspasa los carros —dijo el cirujano—, lo único que os vais a quedar mirando es su muerte y después la vuestra.

Cale seguía roncando. Estaba claro que el cirujano tenía toda la razón, y después de echarle un último y fugaz vistazo, dejaron a Cale solo en la oscuridad.

Media hora después despertó Cale, cuando ya se le había pasado el efecto de la mezcla de valeriana y amapola. No se podía decir lo mismo de la federimorfina que la hermana Wray le había dado con tanta prevención. Aún más enloquecido que antes de caer en su sueño inducido por las hierbas, Cale cogió un hacha y salió corriendo. Habían desplazado su carruaje a la parte más segura, en el lado de allá del montículo, y a unos diez metros de la orilla de la laguna. En circunstancias normales, los demás lo habrían visto antes de que diera unos pocos pasos, incluso en la oscuridad, pero llevaban dos horas de batalla, y todo el mundo estaba inmerso en la lucha por la supervivencia que se desarrollaba ante ellos. Por ese motivo solo Cale vio la fila de redentores en el lago, que llegaban caminando por el agua hacia la parte trasera del campamento, que estaba completamente expuesta. Llegaban por una especie de bajío que habían descubierto, que tenía la anchura de un par de hombres. El agua les llegaba todavía a la cintura, y avanzaban despacio, pero se trataba de una cantidad de hombres suficiente como para decidir la batalla en cosa de minutos. Bramando para pedir ayuda, sin que nadie lo oyera a causa del estrépito de la batalla, un Cale desnudo (el cirujano le había despojado de su ropa brillante de sangre) penetró en la laguna corriendo y avanzó de ese modo hacia los asustados redentores: ¡un muchacho solo, completamente desnudo y gritándoles!

Ni la más gentil y amorosa paloma de la paz hubiera dejado de estremecerse ante la majestuosidad de su angélica violencia. Ningún héroe ha luchado nunca con tal fuerza, ni con semejante destreza tan llena de gracia, ni con aquella divina rabia, ni con aquella cruel magnificencia. Conforme se acercaba cada redentor, él repartía golpes tan terribles contra brazos, piernas y cabezas que enseguida los bajíos del lago se vieron rebosantes de miembros cortados, tobillos, dedos de manos y de pies… Todo el gélido lago estaba encarnado de la sangre redentora de los que se acercaban a él sin cesar, para convertirse en carne de martirio en las aguas negras y heladas.

Si alguien en la batalla, detrás de él, hubiera dispuesto del tiempo necesario para mirar atrás, hacia el lago, habría visto algo imposible de olvidar. Durante una hora, lanzando mandobles a su alrededor, en el agua, Cale, presa de alucinaciones, peleaba enloquecidamente contra una interminable fila de redentores que no existían, enemigos mortales magníficamente derrotados pero que eran enteramente producto de su imaginación alimentada por la droga. Al cabo de una hora de engañado heroísmo, todos los enemigos de su mente estaban ya muertos. Y de ese modo, exhausto pero triunfante, Cale regresó a su carruaje y cayó de nuevo en un sueño reparador mientras la batalla real llegaba a su punto más crítico.

Sobre el montículo, Henri el Impreciso podía sentir el sudor que le corría por la espalda como si, comprendiendo que iba a morir, los escarabajos del miedo hubieran salido de su columna vertebral y trataran de escapar. Según pasaba el tiempo, el montón de saetas que les libraba de una muerte horrible disminuía como la arena en un reloj de arena al que nunca nadie daría la vuelta. Entonces, al principio sin que se notara, el cielo empezó a clarear, y el rojo pálido del alba empezó a bañar los carros inferiores de un delicado rosa. Después el sol subió por encima del horizonte y sopló una ligera brisa, dispersando el humo de la batalla. Entonces se detuvo la lucha y sobre los soldados cayó un peculiar silencio, tanto sobre los redentores como sobre los hombres del Ejército de Nuevo Modelo. Cerca de ellos, sobre un leve cerro que dominaba la laguna, a una distancia de unos dos kilómetros, había tal vez cinco mil soldados que habían acudido en mitad de la noche para salvar a su ángel exterminador.

El mismo Ángel de la Muerte estaba profundamente dormido, y seguía igual de dormido media hora después, cuando Henri el Impreciso llegó para ver cómo se encontraba, junto con el cirujano y el subsargento Demski. Lo estuvieron observando uno o dos minutos.

—¿Por qué estará tan empapado? —preguntó Henri el Impreciso.

—Por todas las hierbas que ha tomado, seguramente —respondió el cirujano—. El cuerpo está tratando de deshacerse de todo el veneno que ha ingerido. Es nuestro salvador… ¡No hay palabras que le hagan justicia!

Sería difícil decir si la reputación sobrenatural de Cale aumentó más a causa de su combate con una sola mano (tal como se pensaba ahora) contra los redentores justo cuando estaban estos a punto de cantar victoria; o del hecho de que, habiendo completado esta extraordinaria hazaña, se hubiera retirado a dormir durante lo que quedaba de batalla, como si supiera que, de un modo garantizado por su propia intervención, la victoria ahora era segura, hicieran o dejaran de hacer los redentores lo que les viniera en gana.

Era indicio de la madurez de Henri el Impreciso y de la fuerza de su fibra moral el hecho de que fuera capaz de encontrar bastante espacio en su corazón para apagar la rabia por el hecho de que todo el mérito del triunfo en aquella noche crucialísima se lo llevara Cale. O la mayor parte, por lo menos.

—¡Yo gané la batalla de la laguna de San Crispín!

—Si vos lo decís… —respondía Cale cada vez que Henri el Impreciso sacaba el tema en privado, que era muy a menudo—. Yo no me acuerdo muy bien.

—Vos dijisteis que ni siquiera vos podríais haber impedido que entraran los redentores.

—¿De verdad lo dije? La frase no tiene mi estilo…

Del ataque real que Cale había lanzado contra los redentores solo podía recordar un vago vislumbre. Durante algún tiempo después, todo lo que quedaba de su heroico ataque contra los imaginarios redentores de la laguna era algún sueño extraño y ocasional. Pero enseguida hasta eso se desvaneció. Henri el Impreciso se tomó su venganza por el hecho de que le quitaran el mérito de un modo que hubiera sido aplaudido por todos los quinceañeros de todas las épocas y lugares. Tan impresionadas y agradecidas estaban las gentes del Leeds Español, que una colecta pública para pagar un monumento apropiado que recordara la heroica victoria de la laguna de San Crispín recaudó diez veces más dinero del que hacía falta. En el lugar de la batalla, se erigió una estatua de piedra, en la que un Cale de dos metros y medio de altura se alzaba en pie sobre los cuerpos de los redentores muertos, mientras los que estaban a punto de morir se encogían ante su poder sobrenatural. Henri el Impreciso había sobornado al cantero para que cambiara una única letra de la inscripción que se hallaba a los pies de la estatua, que ahora decía:

En eterno recuerdo de las hazañas de Thomas Cafe.