Los redentores cruzaron el Misisipi en abril, y pusieron pie en la orilla sin que nadie se lo impidiera. Los exploradores que enviaron por las llanuras suavemente onduladas que se extendían por quinientos kilómetros desde la orilla sur del río regresaron con la noticia de que casi todos los pueblos y ciudades estaban desiertos y no solo de personas: todos los animales, desde los cerdos a las vacas o los conejos, habían desaparecido juntamente con la población. Los campos no tenían sembrado ni trigo ni cebada, y estaban cubiertos de amapolas que habían salido antes de tiempo debido al invierno más cálido de lo normal.
—¡Qué belleza! —dijo a su regreso un explorador de los redentores—. Dudo que puedan igualarla los propios campos del cielo: ante la vista se extienden leguas y leguas de amapola y eufrasia, eléboro y clavel armeria, veza y balsamina… Pero no se encontrará nada que llevarse a la boca caminando quince días en cualquier dirección. A menos que uno sea una vaca o un caballo…
El explorador estaba suponiendo demasiado de la generosidad de Cale, que en realidad tampoco tenía la intención de dejar que los redentores pudieran dejar pacer a sus animales. En cuanto la tierra estuvo lo bastante blanda, había ordenado a las mujeres y los niños que salieran al campo y, en vez de sembrar trigo y cebada, les hizo plantar charloloco, sombrerileale y hierba cana, todo ello venenoso para los rumiantes, cosa que a las mujeres y los niños no les hacía ninguna gracia.
—¿Qué les pasará a nuestros animales cuando volvamos? —clamaban.
—Yo solo me preocuparía por eso —repuso Cale— en caso de volver.
Sin embargo, había hecho señalar en un mapa cuidadosamente las zonas envenenadas, y eso los tranquilizó, aunque no lo hubiera hecho por ellos, pues su única intención era conocer dónde se podían alimentar sin riesgo los caballos que llevaban los carros de guerra.
Quien primero cruzó el Misisipi fue el General Redentor Princeps con su Cuarto Ejército, veteranos del exterminio de los Materazzi en el monte Silbury. Princeps sabía muy bien de lo que Cale era capaz, dado que había seguido muy cuidadosamente muchos de los planes que el muchacho había diseñado para la invasión del territorio Materazzi cuando todavía estaba en el Santuario. Sabía que una vez que cruzara el Misisipi, le aguardarían a él y a sus hombres algunas sorpresas feas. No se había esperado tomar tierra al otro lado del río sin encontrar oposición, pero sí se esperaba que hubieran tomado la decisión de no plantar nada en los campos. Sin embargo, no se imaginaba que hubieran plantado hierbas venenosas para matar a los caballos y las ovejas. Se tardó varias semanas en traer forraje, y aún más en encontrar a alguien que pudiera distinguir las plantas que causaban el problema. Se había esperado que no tendría más remedio que hacer una cabecera de puente en la orilla sur mientras el Eje trataba de echarlos de nuevo al río. En su lugar, lo que se encontró fueron quinientos kilómetros en los que podía ser, según parecía, amo y señor. Cale había convertido la pradera en un terreno baldío lleno de flores. Alimentar a un gran ejército en aquel desierto de rojo, amarillo y rosa implicaba replantearse muchas cosas y disponer de tiempo. De momento, Princeps se quedó pegado al río y organizó los medios para apoyar un nuevo plan para avanzar sobre Suiza. Llevaban una semana en aquel impasse cuando el cuerpo de quinientos redentores de infantería montada (cuyos caballos pastaban los venenos que les aguardaban entre la hierba) contempló una vista muy peculiar: una especie de baluarte redondo de madera, más bien pequeño, que comprendía poco más de una hectárea, y con una zanja cavada a su alrededor.
Cuando los exploradores llevaron al Redentor Partiger a echar un vistazo, él le musitó una plegaria en voz baja a Santa Marta de Lesbos, que protegía contra lo inesperado. Santa Marta de Lesbos se había ganado su lugar en la lista de los santos a causa de la extraña naturaleza de su martirio: la habían obligado a tragarse un gancho de seis puntas que llevaba atada una cuerda, y tenía resortes en cada punta para que el aparato pudiera bajar por el tubo digestivo sin engancharse. Unas doce horas después, cuando los verdugos comprobaron que el gancho ya había descendido lo suficiente, tiraron de la cuerda y le dieron la vuelta al cuerpo de Santa Marta, sacando el lado de dentro para fuera. En el dogma redentor, el ingenio fue siempre visto como una amenaza, y de aquí la necesidad de contar con una santa que tuviera responsabilidad específica en interceder para la protección del fiel de los peligros de este.
—Enviad a alguien hacia delante con una bandera blanca —dijo Partiger.
Varios minutos después, un jinete bajo bandera de paz se acercó hasta unos cincuenta metros de los vagones de guerra.
—En…
Fuera lo que fuese lo que iba a decir, quedó interrumpido por una saeta de ballesta que le alcanzó en mitad del pecho.
—¿Por qué se ha parado? —preguntó Partiger. Entonces, muy despacio, el mensajero se empezó a inclinar hacia un costado del caballo, y cayó al suelo.
Los redentores que observaban se mostraron muy ofendidos ante esta infracción de las leyes de la guerra, pese al hecho de que nunca hubieran reconocido tales leyes. De hecho, ni siquiera las leyes de la guerra ponían especial inconveniente en matar al mensajero, aunque en esta ocasión se había tratado de un accidente: el tirador que había disparado simplemente apuntaba al hombre como medida de precaución, pero como los carros estaban abarrotados de gente, un antiguo cosechador de lúpulo, que estaba nervioso, se había movido y le había empujado el brazo sin querer.
—Me pregunto qué querría —dijo alguien en voz alta, y el comentario fue seguido de risas nerviosas.
Partiger pensó a continuación qué hacer. Los redentores eran muy diestros en sitiar lugares, pero los fundíbulos que empleaban eran extremadamente pesados, y los pocos que había llevado con ellos estaban todos al otro lado del Misisipi, porque no había importantes ciudades amuralladas a seiscientos kilómetros del río. Les costaría semanas llevar uno hasta allí. Además, el baluarte no era muy grande, y era de madera, no de piedra. Pese a su comprensible incomodidad ante la rareza de lo que tenía delante, sabía que tendría que averiguar qué clase de novedad exactamente representaba aquello, así que no podía sencillamente pasarlo dando un rodeo. Pese a todo lo extraño que fuera, no parecía especialmente formidable. Dispuso un ataque por parte de trescientos hombres. Cincuenta de ellos eran de caballería, y llevaban armadura, una auténtica innovación dentro del ejército redentor. El resto eran de infantería montada, y llevaban una protección ligera.
Partiger contemplaba cómo sus hombres se disponían alrededor de los carros con la intención de atacarlos desde todos los puntos. Mientras esperaba, Partiger entabló conversación con su recién nombrado lugarteniente, el Redentor George Blair. No confiaba en Blair ni le gustaba, pues este era parte de la nueva orden de los santuarianos, fundada por el mismísimo Papa Bosco para «fortalecer la fidelidad en todas las unidades redentoras, y garantizar que las acciones emprendidas estaban exentas de errores morales y doctrinales». En otras palabras: era un espía cuya misión consistía en asegurarse de que las nuevas actitudes religiosas de Bosco y las técnicas marciales que emanaban de ellas se obedecían sin rechistar.
Partiger sorprendió en cierto modo a Blair trabando con él una conversación que no tenía nada que ver con el ataque al fortín de madera.
—Estaba pensando —dijo Partiger— en la preparación de los setenta y cuatro Actos de Humillación.
—¿Qué…?
—Los setenta y cuatro actos de homenaje a la autoridad del Papa —aclaró.
—Ya sé lo que son los Actos de Humillación —repuso Blair irritado—. Pero no comprendo a santo de qué viene hablar de eso ahora, cuando está a punto de empezar una batalla.
«¿Me estará poniendo a prueba para que diga lo que no debo decir?», se preguntó Partiger. Llegó a la conclusión de que sí.
—Debemos tener los ojos puestos en la vida eterna, incluso cuando estamos inmersos en la muerte.
—Hay un tiempo para cada cosa. Este no lo es.
—Pero seguramente —prosiguió Partiger—, si yo llevara guisantes secos en los zapatos, y me abstuviera de beber agua los días de más calor, y me azotara con ortigas en un acto de mortificación como los que soportan los santos y nos dejan arrobados de admiración —se había aprendido de memoria aquello de dejar arrobado, tras verlo escrito en una epístola papal—, ¿no estaría entonces más receptivo a la sabiduría de Dios, y sería por tanto un mejor capitán para mis hombres?
Al final Blair se volvió para mirarlo de frente, casi arrobado él mismo, pero no de admiración.
—Sí, por supuesto que sí. Yo diría que cuanto más dolor os inflijáis, mucho mejor.
—¿De verdad?
—Sí. Tengo entendido que la autoflagelación con un látigo hecho de aguijones de escorpión es especialmente apreciada por Dios.
Se volvió hacia la batalla, dejando a Partiger pensando en los aguijones de escorpión. Sonaba realmente doloroso. Sin embargo, recordó las palabras del Padre Pío: «Cuando mortifiques la carne, asegúrate de que duele».
A setecientos metros de allí, había empezado la batalla. Al principio fueron solo amagos de tres grupos de diez jinetes cada uno, que pretendían provocar una respuesta con la que evaluar la fuerza de los ocupantes del baluarte. Pero no hubo ninguna respuesta. Al acercarse pudieron ver que la zanja que rodeaba los carros no era realmente profunda, pero estaba llena de palos afilados. Uno de ellos clavó la lanza más gruesa en uno de los carros para ver lo estable y robusto que era. «Nada del otro jueves», dijo al volver. Así que decidieron cargar contra el baluarte desde los cuatro lados, y que la señal para atacar sería la descarga de unas cuarenta flechas en el centro del baluarte. Las flechas se elevaron, los hombres cargaron contra los carros, y de este modo el Ejército de Nuevo Modelo de Cale y su manera de hacer la guerra se vieron sometidos a su primera prueba real.
El problema para los redentores era que carecían de las herramientas básicas: no tenían escaleras, ni arietes, y tan solo algunas sogas. En cuanto llegaban a la zanja, caían apenas un metro de profundidad, pero como las paredes de los laterales de los carros tenían dos metros de altura, eran en total tres metros los que protegían a sus enemigos. En cuanto atacaron los redentores, se abrieron parcialmente unas ranuras, por las que asomaron y entraron en acción las ballestas ligeras de Henri el Impreciso. Eran disparos a una distancia de apenas uno o dos metros: estaban tan cerca del enemigo que no importaba que aquellas armas tuvieran poca potencia. En un espacio tan restringido, los arcos eran inútiles, pero las ballestas resultaban devastadoras, especialmente aquellas que se podían recargar tan aprisa. El techo del carro abría hacia los dos lados, así que podía levantarse y volcarse al lado que mejor conviniera. En esta ocasión los abrieron de golpe hacia atrás, hacia el interior del baluarte. Inmediatamente, media docena de campesinos y un penitente se levantaron y, con la mayor parte del cuerpo protegido por la pared del carro, empezaron a lanzar cuchilladas a la masa de redentores que estaba en la zanja. Los mayales con bolas de plomo y picos hacían un daño enorme aplastando la carne bajo la leve armadura de los redentores, aunque también podían penetrarla. Emocionados por su éxito e inexperiencia, algunos de los campesinos se asomaban demasiado, desprotegiendo la parte superior del cuerpo, y un par de ellos sucumbieron a los arqueros.
—¡No os expongáis! ¡En vuestro sitio, en vuestro sitio!
En cada carro, los purgatores tenían que contener a los demasiado entusiasmados campesinos, que se regodeaban hiriendo a aquellos enemigos que no tenían la posibilidad de devolverles el golpe. Los redentores, que eran diez veces más que los ocupantes del baluarte, se veían impotentes, encontrándose un metro más lejos de lo que necesitaban alcanzar. Tampoco podían meterse por debajo de los carros, y las ruedas estaban tapadas con tierra para evitar que pudieran atar una cuerda a alguno de los radios. La situación era desesperada. Al cabo de cinco minutos, se retiraron, pero no sin ser alcanzados por los ballesteros, que entonces pudieron levantarse y apuntar cómodamente a los sacerdotes que se retiraban, muchos de los cuales se movían lentamente a causa de los golpes que habían recibido en muslos y rodillas.
Los campesinos se pusieron en pie, echando vítores. Los purgatores les decían que se callaran.
—Ellos lo harán mejor cada día para atacarnos. ¿Vosotros podéis decir lo mismo?
Eso les calmaba un poco la euforia, pero el primer trago del oficio de matar les había resultado embriagador.
Los redentores se retiraron hacia donde estaba Partiger, que se mostraba por un lado desconcertado, y por el otro furioso. Reprendía a los hombres mientras Blair andaba por allí, examinando a los heridos.
—¿No habéis provocado daños?
—Creo que han caído un puñado de ellos —dijo uno de los centenarios.
—¿Un puñado…? Nosotros tenemos treinta muertos. ¿Y para qué? Además, eso lo hicieron los arqueros, no vosotros. ¿Cuántos habéis matado vosotros?
—No se puede matar a alguien a quien no se alcanza.
—¡No respondáis con impertinencias! —gritó Partiger.
—¿Qué me decís del garfio? —preguntó Blair. Solo había uno en toda la unidad. Nadie había previsto que hicieran falta más.
—Solo lo tuve treinta segundos anclado en un lateral antes de que lo cortaran —respondió el sargento que lo había empleado—. Pero tiré fuerte de él con mi caballo. Más podría haber tirado, pero el carro estaba amarrado con una cuerda metida muy hondo en la tierra. Tenemos que tratar de separar los carros, no solo de derribarlos. Necesitaríamos caballos más fuertes, garfios más grandes y cadenas en vez de cuerdas. El problema es que pueden disparar muy fácilmente a los caballos.
—¿Qué me decís del fuego? Está todo hecho de madera, ¿no?
—Podría funcionar, señor, pero la madera no arde a menos que haya un buen fuego.
—¿Con flechas?
—Son muy fáciles de apagar. He visto que en Salerno las usaban con trapos empapados en aceite y prendidas para ocasionar un incendio, pero yo no lo he hecho nunca.
—Quiero hablar con vos —le dijo Blair a Partiger. Se apartaron un poco de los demás—: ¿Se os ocurre alguna idea?
—¿Sitiarlos, tal vez?
Es fácil que tengan más comida que nosotros. Además, ¿por qué están aquí? No hay nada que proteger.
—Mirad, Redentor —dijo Partiger—: tal como decís, nosotros no estamos realmente equipados. Creo que deberíamos retirarnos e informar de esto. Esto es cosa para tropas sitiadoras, no para la infantería montada.
Eso era una buena observación.
—¿No habéis notado algo en los heridos? —preguntó Blair sabiendo que no lo había notado.
—¿Los heridos?
—Sí. Sus heridas… son casi todas por aplastamiento: en la cabeza, las manos, los codos…
—¿Sí?
—La mayoría no van a sanar rápido… o quizá no sanen nunca.
—¿Qué pretendéis decir, Redentor?
—¿Y si fuera algo deliberado?
No tuvieron tiempo de continuar la discusión, porque en aquel momento salieron del baluarte cincuenta jinetes suizos y pasaron a través del desprevenido campamento redentor, matando a cien hombres y dispersando al resto. Regresaron y estaban otra vez dentro del anillo protector de carros en cosa de quince minutos, al tiempo que se ponía el sol.
Los traumatizados redentores se retiraron de su posición durante la noche, pero antes de que pasara una hora tras el alba, los suizos estaban otra vez allí, mientras ellos trataban de escapar. En su intento de escapar, se veían muy constreñidos por los numerosos heridos que había habido en el ataque al baluarte, que había dejado muchos más brazos rotos y rodillas machacadas que las heridas infligidas por el inesperado ataque de los suizos justo antes del anochecer. A los muertos sencillamente se los podía dejar atrás. Los suizos mantenían el ataque continuado a larga distancia llevado a cabo mediante la docena de ballestas pesadas que Henri el Impreciso había asignado, una a cada carro. Cada pocos minutos había escaramuzas llevadas a cabo por los jinetes suizos más experimentados, que avanzaban y eliminaban a los rezagados antes de que pudieran responder los guardias redentores que se conservaban en plenas condiciones. Cuando regresaron al baluarte, las efectivos de los redentores eran la mitad de lo que habían sido cuando le echaron la vista encima al baluarte tres días antes. El Ejército de Nuevo Modelo había sufrido diez muertos y once heridos.
Blair, aunque no Partiger, sobrevivió para informar y apremiar a una rápida respuesta. Pero aquella era una historia extraña, y Blair estaba completamente aislado, así que nadie en los niveles inferiores de autoridad a los que podía acceder Blair le tomaba en serio. Pero durante las siguientes semanas, el cuartel general del Cuarto Ejército Redentor se vio obligado a cambiar de opinión. Los baluartes empezaron a aparecer en número cada vez mayor y a causar terribles daños. Ya conscientes del peligro, enviaron contraatacantes provistos de material de asedio: escaleras, garfios y antorchas; pero cuando llegaron, los baluartes ya habían desaparecido hacía tiempo. Una vez consciente del problema, Princeps, furioso por el retraso, dobló el número de sus patrullas para identificar rápidamente los emplazamientos de los bastiones y mandar fuerzas más grandes para combatirlos. Pero allí entraban en juego los exploradores de Artemisia: trabajando la mayoría en solitario, podían ofrecer información constante sobre los movimientos de los redentores. En efecto, cada baluarte de vagones operaba en el centro de una red de información que alcanzaba ochenta kilómetros a la redonda. A un grupo de soldados redentores los podían ignorar, a un grupo más grande podían resistirlo, y ante otro más grande podían moverse en cosa de media hora y estar ya en otro lado cuando el ejército llegara. Tampoco eran fáciles de atrapar, pues los carros de Michael Nevin se podían mover mucho más aprisa que cualquier ejército redentor. Los redentores habían caído en una trampa: las unidades pequeñas y ligeras podían llegar a los bastiones pero no eran lo bastante fuertes para penetrarlos; y las unidades pesadas que podrían haberlos vencido eran demasiado lentas para atraparlos.
Estas luchas se prolongaron durante un mes antes de que los redentores consiguieran detener un baluarte el tiempo suficiente para atacarlo con un cuerpo de infantería pesada de mil hombres, dotados de armas de asedio. Les costó cuatro días penetrar en el campamento y aniquilar a los ocupantes. Aquello fue un golpe para el Ejército de Nuevo Modelo, que se había crecido después de un mes de victorias fáciles y pese a las advertencias de los purgatores y los lacónicos que los entrenaban de que era inevitable sufrir alguna derrota. Hubo en correspondencia mucha alegría en la victoria por parte de Princeps al oír la noticia, pero la alegría no duró mucho, solo hasta que escuchó los detalles: la vida de doscientos campesinos suizos se había saldado al precio de casi cuatrocientos redentores, más otros cien que habían recibido aquellas heridas de aplastamiento que tan duras eran de curar y tantos recursos consumían. Tan preocupante era el informe de uno de los centenarios personales de Princeps, al que había ordenado tomar parte en el sitio para que le pudiera informar de primera mano acerca de la batalla y los soldados que luchaban en ella.
—Fue una carnicería, Redentor, más terrible que ninguna otra en la que yo haya participado nunca. Lo tenían todo preparado para que fuéramos fáciles de herir, y para que la respuesta fuera casi imposible. Pero una vez que entramos, fue una sorpresa: tenían algunos soldados, puede que cincuenta, que sabían lo que hacían, pero los que nos habían estado matando durante tres días… Una vez que entramos y nos enzarzamos en combate cuerpo a cuerpo con ellos, resultó tan fácil como ponerse a sacrificar niños grandes.
A partir de entonces, el problema que afrontó Princeps fue el de romper el cascarón para acceder a la parte blanda de dentro. El problema para Cale era que la creación de carros de guerra había sido un éxito demasiado rotundo para su propio bien. Sus éxitos habían sido tan fáciles y tan rotundos que el Ejército de Nuevo Modelo estaba borracho de triunfo. Las derrotas, cuando empezaron a sufrirlas, los dejaban sin resuello. Al fin y al cabo, no había supervivientes. De la euforia arrogante al fracaso desmoralizador había un pasito tan corto y una caída tan grande que convocaron una reunión de emergencia (casi se podría decir una reunión de pánico) a mitad de camino entre las llanuras del Misisipi y el Leeds Español. Cale estaba más enfermo de lo usual, y llevaba varias semanas de aquel modo, pero se vio obligado a entrar en un carro de guerra lleno de colchones y, junto con IdrisPukke y Vipond, intentó dormir todo el camino a Potsdam, donde estaba convocada la reunión con Fanshawe, Henri el Impreciso y el Comité de las Diez Iglesias Antagonistas. En el camino a Potsdam, decidió salir del carro y proseguir montado a caballo. Pese a todos sus colchones, el reconvertido carro de guerra era incómodo cuando no conseguía dormir, y aquel día todas sus viejas heridas (dedo, cabeza y hombro) le dolían y no le dejaban pensar en otra cosa («¡Hazme caso a mí!», parecían gritarle, «¡a todas nosotras!»). Para colmo de desgracias, le dolía el oído derecho. Se puso una prenda de abrigo y se subió la capucha para protegerse del frío y mantener el oído a cubierto del viento. Eso no era algo que hiciera normalmente, porque solo los Señores Redentores de Disciplina llevaban capucha, y no eran ellos un recuerdo que él estuviera deseoso de evocar. Cale estaba ahora, por supuesto, más curtido en las rarezas del mundo que muchos hombres curtidos y vividores que le triplicaban la edad, pero le sorprendía el efecto eléctrico que una palabra suya producía en los soldados acampados en su camino a la ciudad. La fuerza misteriosa que hace correr el rumor con desconcertante velocidad incluso a través del mayor y más disperso ejército convocaba hordas de soldados del Ejército de Nuevo Modelo dondequiera que iba. Nada más verlo, lo saludaban con una silenciosa adoración que daba paso rápidamente a gritos extasiados, como si él fuera el Ahorcado Redentor entrando en Salem. Cale se sorprendía de que tantos hombres pudieran hallar fuerzas en un alfeñique como él, a quien le dolía la mano, le picaba la oreja y le ardía el hombro. Sin saber muy bien cómo responder, pensó que tal vez debía hablarles; pero cuando intentó hacerlo se lo impidieron las arcadas, que se presentaban una hora antes de lo debido, y lo único que pudo hacer fue tratar de mantener esas arcadas un poco controladas. Así que se quedó sentado sobre el caballo, en un estado fatal, mirando a los hombres, que se contaban por cientos y después por millares, y se sentían inspirados por su mera presencia. Para ellos, su silencio pálido y cadavérico era mucho más potente que cualquier cosa que pudiera decirles, pese a que hubiera aprendido una docena de discursos inspiradores, redactados por el escritor de las obras que había encontrado en la biblioteca del Santuario, que parecían ilustrar todo el catálogo de procedimientos para manipular a una multitud: Amigos, camaradas, compatriotas, prestadme oídos, o bien: Una vez más en la brecha, queridos compadres, y el siempre digno de confianza: Somos los elegidos, los dichosos, un grupo de hermanos.
Pero ni siquiera una lengua impregnada con los carbones encendidos del mismísimo Dios podría haber superado su forzado silencio. Ellos no querían nada tan falible como un ser humano que pudiera hablarles de hombre a hombre; querían ser guiados por un ángel exterminador, no por ningún tipo agradable. Tal vez se sintiera morir, pero representaba el papel. Y eso era lo que importaba: él era algo relacionado con el destino, que venía de otro mundo; era algo, y no alguien, que les había hecho fuertes y conquistadores en los días pasados y ahora estaba allí para volver a hacer lo mismo. Necesitaban que fuera inhumano, que fuera la esencia de la muerte y la plaga, que estuviera consumido, pálido y esquelético, porque él era aquellas cosas y estaba de su lado. Se alzó un grito en la multitud; al principio fueron solo una o dos voces, pero después decenas, centenas, y por último un gran clamor:
—¡ÁNGEL! ¡ÁNGEL! ¡ÁNGEL! ¡ÁNGEL! ¡ÁNGEL!
Vipond e IdrisPukke, que lo seguían muy de cerca, que no eran principiantes en el «yo ya lo he visto todo en este mundo» ni en el «a mí ya no me sorprende nada», se quedaron sorprendidos y hasta conmovidos por lo que veían y oían y, sobre todo, por lo que sentían: se sentían transportados, les gustara o no, por el poder de la multitud. Pero los predicadores y padres y moderadores del Comité de las Diez Iglesias lo oyeron también, y lo interpretaron como una adoración del demonio.
—Yo esperaba mayores pérdidas que esta, y desde el comienzo, y que fueran empeorando a medida que los redentores fueran averiguando cómo tratar con nosotros. Esas muertes… Los hombres pueden ser reemplazados. Todo está previsto.
Cansado e irritado, Cale mantenía una reunión furtiva antes de que tuviera lugar la reunión oficial con el Comité de las Diez Iglesias. Pensaban que era necesario ponerse de acuerdo en lo que decir para minimizar cualquier contribución religiosa.
—Pero Thomas, hermosura —le decía Fanshawe—, ¿se puede saber qué esperabais? Matar y ser matado es una profesión. Estos señores son campesinos… Sí, sí, la sal de la tierra, por supuesto… Pero se han pasado toda la vida acarreando mierda y recogiendo nabos (sean lo que sean los nabos…), y eso no es una buena preparación para cuando llega la hora de la verdad. ¡No se le pueden pedir peras al olmo!
—Tenemos —repuso Cale— que aceptar la pérdida de una de cada tres caravanas de carros. Yo siempre esperé pérdidas así.
—Vos podéis esperar lo que gustéis. Pero es imposible —dijo Fanshawe—. Esa gente no lleva interiorizado lo de morir en tales cantidades, como no lleváis dentro vos lo de recoger berzas y tener conocimiento carnal con las más atractivas ovejas.
Cuando Fanshawe abandonó la reunión, dejó atrás un pequeño grupo preocupado.
—¿Creéis que tendrá razón? —le preguntó IdrisPukke a Henri el Impreciso.
—¿Dejando aparte todas las ironías? Bastante. En la lucha en Finnsburgh, los redentores casi rompen las líneas, y yo me estaba cagando por las patas para abajo, por si os interesa la información. Ahora ya saben qué ocurre si los redentores ganan una partida. Y no hay nadie que esté habituado a eso.
—¿Alguna idea?
—No.
Hubo un triste silencio.
—Tengo una propuesta. —Fue Vipond el que habló.
—Gracias a Dios que alguien tiene una —comentó Henri el Impreciso.
—Yo esperaría —comentó IdrisPukke— a oírla antes de concebir esperanzas.
—Pese a la sorna despectiva de mi hermano —prosiguió Vipond—, creo que hoy hemos visto algo llamativo. El punto de vista convencional de la gente como yo es que un capitán debe ser amado o temido para ser efectivo en tiempo de crisis. Y solemos pensar que dado que el amor es una cosa delicada, y el miedo no lo es, el miedo es preferible.
—¿Queréis que me tengan más miedo a mí que a los redentores?
—En otras circunstancias, no creo que tuvierais elección.
—Puedo hacerlo.
—Desde luego que podéis. Pero hay otro modo menos dañino a vuestra alma.
—Mis orejones —dijo Cale— están tan abiertos como la puerta de una iglesia.
—Bien. ¿Habéis visto hoy el efecto que habéis producido en esos hombres que Fanshawe piensa que están a punto de desmoronarse?
—Sí, lo he visto.
—Lo que sienten no es ni amor ni miedo.
—Entonces ¿qué es?
—No lo sé. No importa lo que sea, pero se palpaba…, no sé…, fe, tal vez. No importa de qué tipo sea. Tal como lo ven ellos, donde estéis vos, las puertas del infierno estarán de vuestro lado.
—Gracias.
—Por eso los Santos Fulanos tienen las narices desencajadas. Saben qué fuerza se había apoderado de su grey. Pero ver es creer, Cale. Necesitáis andar por ahí, estar con ellos cada día y en todas partes. Ellos necesitan tener al Ángel Exterminador donde puedan verlo. Vigilándolos, trabajando con ellos…
Cale lo miró.
—Eso es como si me pidierais que volara. Con todo eso que he visto hoy, yo sentía que todo iba bien, pero podéis leer en las estrellas de qué iba todo. Ellos veían un ángel malvado que los observaba, hasta ahí de acuerdo. Pero me costaba un esfuerzo infernal no caerme del caballo ni echarles la vomitona encima. —Sonrió con una de sus sonrisas menos agradables—. No podría hacerlo ni aunque mi vida, y la vida de todos los que me rodean, dependa de ello.
Y diciendo esto, de un modo que en otras circunstancias hubiera parecido teatral, Cale vomitó en el suelo.
Se sintió un poco mejor cuando terminó de vomitar, pero el encuentro había llegado a su fin y así, hecho un trapo, Cale dejó el Cecilienhoft donde había tenido lugar, y se encaminó para dormir toda la noche en el Palacio de la Tranquilidad. Como todo el mundo sabía dónde estaba, se había congregado en el exterior una vasta multitud, y al verlo se elevaron grandes gritos.
Pese al extraordinario entusiasmo de Bosco por la información, y su deseo de mejorar la calidad de los que servían a su causa, a los redentores no les resultaba fácil hacerse pasar por otra cosa distinta de lo que eran. Tenían informadores pagados, pero poco fiables, y también viajeros amigos, conversos oficiosos a la Única Fe Verdadera cuyo deseo de convertirse en redentores era tan intenso como oscuras sus razones. Tendían a ser los despreciados, los fracasados, los heridos, los un poco locos, los profundamente resentidos, y a menudo por una buena razón. Pero sus limitaciones eran bastante evidentes: pese a todo el celo que pudieran poner en su labor, no eran ni disciplinados ni competentes. Si hubieran sido capaces y arraigados, es improbable que hubieran sido un campo tan fértil para la insurrección. Pero era uno de los más sensatos y hábiles de esos conversos quien había llegado al Cecilienhoft, donde todo el mundo sabía que Cale hacía planes para derrotar al Papa. Ciertamente había guardias allí, pero nadie había previsto (ni hecho planes para evitar) los apretujones de los soldados del Ejército de Nuevo Modelo que se morían por verlo, junto con la gente de la ciudad que se mezclaba con la masa de refugiados evacuados de las llanuras del Misisipi. De hecho, aquella confusión estuvo a punto de salvar a Cale de su ataque: no había una ruta planeada, y por tanto tampoco medio alguno de acudir al sitio por el que tenía que pasar. Tan aplastado estaba siendo por la multitud, que el sicario también fue un resto a la deriva, un cuerpo obligado a seguir el flujo y las corrientes del río de gente que se movía hacia un lado y hacia el otro. Por momentos Cale se alejaba de él, por momentos se le acercaba. En cierto momento, cuando la multitud forcejeaba para tocarle la ropa o le imploraba una bendición, una anciana, que debía de ser más fuerte de lo que parecía, le puso una vasija en la mano.
—Las cenizas de Santa Deidrina de las Angustias… ¡Bendecidlas, os lo ruego!
En medio de todo el jaleo, Cale no oyó bien lo que ella le decía. Pensó que las cenizas eran un regalo y no quiso ser descortés. Dado su estado, seguramente ella habría tenido la fuerza suficiente para volvérselas a coger, pero la multitud decidió que las cosas ocurrieran de otro modo, y se llevó lejos a la anciana, mientras lloraba aquella terrible pérdida.
Con Henri el Impreciso e IdrisPukke a unos diez metros cumplidos detrás de él, el agotado Cale llegó a un espacio abierto por los pocos guardias que habían conseguido permanecer con él, pero al que también podía acceder el sicario. El futuro asesino no era habilidoso, y no es tan fácil disimular la apariencia de alguien que tiene la intención de matar. En menos de un segundo lo vio llegar, y fueron sus ojos los que lo delataron. Débil como un gatito y cansado como estaba, millones de nervios acudieron en su ayuda como ángeles del cielo, y al tiempo que el hombre le acercaba el cuchillo al pecho, Cale le quitó la tapa a la vasija de las cenizas de Santa Deidrina y se las echó a la cara. Como sabe todo aquel que ha visto de cerca las cenizas de un muerto, no son en absoluto como cenizas, sino más bien como grava, no lo bastante fina para cegar a un hombre. Pero Cale tuvo la suerte de que aquellas reliquias fueran falsas, y consistieran en escoria de fragua, así que el efecto fue instantáneo: con terrible dolor, el asesino gritó, y dejó caer el cuchillo para intentar quitarse las hirientes cenizas de los ojos. Los pocos guardias que había alrededor fueron lo bastante rápidos para atrapar al asesino, y ya lo habían acuchillado tres veces al calor de su pánico antes de oír que Cale les gritaba que se detuvieran. Cualquier oportunidad de sonsacarle alguna información útil se había perdido. Cale se quedó de pie, observando, mientras se le acercaban IdrisPukke y Henri el Impreciso. Tal vez fuera la mezcla del terror con el cansancio, pero pensó que nunca había visto sangre tan roja ni cenizas tan blancas. El asesino murmuró algo antes de dejar los ojos definitivamente en blanco.
—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó Cale.
El guardia que se encontraba más cerca del muerto miró a Cale, asustado y confuso por lo sucedido.
—No estoy…, no estoy seguro, señor. Ha sonado como: «¿Lo tenéis?».
—Tenéis un aspecto horripilante —dijo Henri el Impreciso—. Parecéis el mismísimo Ángel de la Muerte, recalentado.
Cale había regresado a su habitación después de vomitar hasta los hígados en los retretes de su apartamento en el Palacio de la Tranquilidad, un refugio de nueva construcción que contaba con las últimas innovaciones en fontanería. Afortunadamente, había logrado no hacerlo delante de la multitud; su salida lenta y floja había sido interpretada por todos cuantos la vieron (y todavía más por los que no la vieron) como una señal de su etérea lejanía de los acontecimientos terrenos, incluso de los más aterradores. Tendido en la cama, su aspecto era tan espantoso que Henri el Impreciso se arrepintió de su falta de compasión. La verdad es que estaba enfadado con Cale por haber estado a punto de morirse.
—¿Os puedo ofrecer algo?
—Una taza de té —le dijo Cale—. Con terrones de azúcar.
Cuando Henri el Impreciso salió, Cale se quedó a solas con IdrisPukke.
—Creí que ya os encontrabais mejor.
—¡Yo también lo creía…!, pero he cometido el error de intentar hacer algo…
IdrisPukke se acercó a la ventana y observó el laberinto de espliego recién plantado.
—El caso es —dijo— que Vipond tiene razón. Si vos no salís a entusiasmarlos, solo puedo verlo de un modo, para ser franco. —Cale no respondió—. Supongo que no serviría de nada que tomarais esa cosa que os dio vuestra hechicera personal…
—Serviría para meterme en un agujero de dos metros de largo por medio de anchura.
—Es una lástima.
Cansado como estaba, Cale tuvo una idea.
—Esa mujer que me dio las cenizas de Santa Nosequién… No sabía que los antagonistas creyeran en reliquias… ni en santos.
—El antagonismo es una iglesia bastante amplia, lo cual quiere decir que sus feligreses tienen un gran número de formas de odiarse mutuamente. Puede que esa mujer fuera una piscopaliana, que se parecen bastante a los redentores en lo que creen, salvo que no aceptan la autoridad del Papa. Los otros no los soportan a causa de todos sus rituales y de la adoración a los santos, pero sobre todo porque creen en el Apocalipsis de la Escarcha: piensan que el mundo estuvo una vez a punto de ser destruido por el hielo como castigo divino, y que terminará congelado.
—¿Y…?
—Los demás insisten en que Dios empleará el agua en estado líquido para castigar a la humanidad, y que lo del hielo es una invención blasfema que ha salido de mentes heréticas.
—Necesito dormir.
Unos segundos después, oyó cómo se cerraba la puerta, y al instante estaba roque.
Estaba en un valle rodeado de montañas altas y escarpadas azotadas por el viento y los rayos. Estaba atado a un poste, atado de brazos y piernas, y un pequeño gato le comía los dedos de los pies. Lo único que podía hacer era escupirle para echarlo. Al principio el gato se retiraba, pero a medida que se quedaba sin saliva el gato regresaba poco a poco hasta sus pies y volvía a comérselos. Levantó la vista y en la distancia vio a aquella muñeca, Poll, pero enorme, riéndose y ofreciéndole un pie desnudo, moviendo los dedos de ese pie para mostrarle que todavía los tenía, y gritando: «¡Come, come, gatito!». Junto a ella, en las crestas de las montañas que rodeaban el valle, veía tres versiones de sí mismo adoptando poses teatrales. En una él estaba sosteniendo su espada, apuntando al suelo; en otra estaba arrodillado en una alta roca, con una espada sumamente adornada delante del pecho; la última versión de Cale se hallaba en la más elevada de todas las crestas: con las piernas abiertas, la espalda arqueada como si estuviera a punto de echarse a volar, con la capa sacudiéndose tras él como un ala hecha jirones. Pero lo que más le chocó fue que estaba cubierto con capucha en las tres, con la cara completamente oculta en la sombra. «Yo nunca llevo capucha», pensó para sí, y entonces el gato se puso otra vez a comerle los dedos de los pies, y él se despertó.
—He tenido un sueño —les dijo unas horas después a IdrisPukke y Henri el Impreciso.
—¿Qué tendría que hacer yo —preguntó IdrisPukke— para conseguir que no me lo contarais?
—¿Había tres Cales? —preguntó Henri el Impreciso cuando Cale terminó de contarlo—. Yo a eso lo llamaría una pesadilla.
—Podéis reíros todo lo que queráis —dijo Cale, y él mismo se sonrió—. Pero yo nunca había visto la mano de Dios tan clara en ninguna cosa.
—No puedo decir que tenga la misma impresión —dijo IdrisPukke—. Tal vez queráis explicarlo para que podamos entenderlo los que no tenemos comunicación directa con el Todopoderoso.
—Imaginad que hubiera treinta Cales. Y, por favor, guardaos los chistes.
—De acuerdo.
—Y ya visteis lo que ha ocurrido hoy. Yo no hice nada…, simplemente estaba allí. Ellos lo hicieron todo, yo no hice nada. Necesitaban alguien que los salvara.
—No tiene nada de extraordinario —dijo Henri el Impreciso—. Los habéis salvado ya. Y quieren que lo volváis a hacer, eso es todo. No hay nada milagroso en eso.
—Os equivocáis —dijo IdrisPukke—. He visto generales venerados por las multitudes a causa de alguna gran victoria. Pero ahora no quieren un hombre, quieren un dios, porque piensan que solo algo inmaterial puede salvarlos.
Henri el Impreciso miró a Cale.
—¿No es eso lo que Bosco quería que fuerais?
—Bueno, capullo: si se os ocurre algo mejor, adelante.
—¡Niños! —exclamó IdrisPukke—. No os peleéis. —Se volvió hacia Cale—. Seguid.
—No me necesitan a mí: necesitan la Mano Izquierda de Dios. Así que se la daremos. Eso es lo que me estaba indicando el sueño: todo eso de estar en lo alto de una montaña con capa y blandiendo la espada… ¡Tengo que ser visto! Eso es lo que me quería decir el sueño, pero donde no pueda ser tocado, tengo que mostrarles que los veo… Dondequiera que luchen, allí estaré yo; dondequiera que mueran, allí estaré yo. Si son derrotados, allí estaré; si vencen, allí estaré. En la noche más oscura o en el día más brillante.
—Pero no estaréis ahí de verdad, ¿me equivoco? —preguntó Henri el Impreciso.
—De acuerdo, será una mentira, ¿y qué importa? Será por su propio bien.
IdrisPukke se rio.
—Henri el Impreciso está completamente equivocado —dijo—. No lo veáis como una mentira, pensad en ello como la verdad bajo circunstancias imaginarias.
—¿Y lo del gato comiéndose los dedos de vuestros pies? —preguntó Henri el Impreciso—. ¿Qué significa eso?
—Eso no era más que un sueño tonto.
Cale debería haber descansado una semana, pero no había tiempo, y al cabo de tres días estaba de vuelta en el Leeds Español, después de preparar los detalles de sus falsificaciones.
—Cantidad.
—Veinte.
—Demasiados.
—No tienen que hacer nada, no tienen que actuar como si fuera yo, es suficiente con que sepan adoptar una buena pose. Lo único que necesitamos es una pantomima. Los teatros están cerrados, así que tendremos actores para elegir.
—¿Y si lo cuentan?
—Les meteremos el temor de Dios en el cuerpo. Y les pagaremos un sueldo decente. Los tendremos aislados y vigilados: cuatro personas en todo momento.
Al regreso, noticias terribles aguardaban a Cale:
—Oímos que habíais muerto.
Lo extraño del caso era que, pese al hecho de que era una noticia falsa, la confirmación formal de que Cale estaba realmente vivo no impidió completamente que los rumores de que estaba muerto siguieran extendiéndose. Hubo desmentidos oficiales rotundos.
—Nunca estéis seguro de nada —dijo IdrisPukke— hasta que haya un desmentido oficial. Os han invitado a una fiesta de compromiso en palacio… a la que asistirá el rey. Porque el rey también sospecha que podría ser cierto.
—Le gustaría que lo fuera —observó Cale.
—No tengo muy claro cuál puede ser el origen de todo esto: algo tendrá que ver con el intento de mataros en Potsdam. Pero no creo que os quieran muerto…, todavía no. Sin duda, si os cayerais por un precipicio a su debido tiempo, eso les encantaría, pero todavía no. De momento les preocupan más los redentores que vos.
—¿Debo ir a la fiesta?
—Creo que sí. Esta es una mentira que no puede traer nada bueno, así que mejor cortarla ahora. Si podemos.
—Pero no estoy muerto —dijo Cale, exasperado—. Es ridículo.
—Ya, pero demostrarlo no será tan fácil.
—Pero estaré allí. Podrán verme.
—¿Y si fuerais un impostor?
Una persona que no tenía sentimientos enfrentados sobre la posibilidad de que Cale estuviera muerto era Bose Ikard. Se las apañó para que se diera prioridad en las invitaciones a los que habían conocido a Cale. Pero Cale tenía un círculo de amistades muy cerrado, y sus integrantes no eran vulnerables a las promesas ni a las amenazas de Ikard.
Decidió probar otra técnica: el sexo. No era un procedimiento sutil, pero Bose era demasiado mayor y experimentado para creer que hubiera alguna virtud especial en la sutileza. Las paredes de sus aposentos estaban, por así decirlo, atestadas de las cabezas allí engarzadas de sofisticados adversarios que habían mirado por encima del hombro sus técnicas, juzgándolas groseras, y lo habían seguido haciendo hasta el mismo momento en que los había mandado matar. En cierta ocasión había sentenciado a muerte a IdrisPukke (un error, según admitía actualmente); y lo había intercambiado por alguien cuya muerte, en aquel entonces, parecía más apremiante. La verdad era que Bose tenía miedo de IdrisPukke porque era un hombre astuto, con una visión penetrante en asuntos complejos, capaz de dar una patada cuando hacía falta. Era aquel odio respetuoso lo que alimentaba su creencia en los rumores sobre la muerte de Cale. Era el tipo de cosa que temía que pudiera disimular IdrisPukke. Por eso estaba hablando con Dorothy Rothschild. Dorothy no era ciertamente una puta, pero era algo parecido: tranquilizadoramente cara, aunque en ningún momento se negociara una tarifa propiamente dicha. Su recompensa consistía más bien en el acceso al poder, presentaciones relacionadas con contratos caros para esto y aquello… Tenía las espaldas cubiertas por las caras sábanas de seda de una enorme influencia.
En verdad, Dorothy era una mujer profundamente interesante pero no lo parecía. Parecía puro sexo. Si dos hombres jóvenes frustrados, con inclinaciones artísticas, hubieran pensado en la mujer de sus sueños y deseos y la hubieran dibujado en un papel, se habría parecido a Dorothy: pelo largo y rubio que casi parecía blanco, altura mediana, una cintura más delgada que la de un niño, pechos más grandes de lo que parecía posible para un conjunto tan pequeño, y piernas inverosímilmente largas para alguien que midiera menos de un metro ochenta. Dorothy no parecía posible, y sin embargo lo era.
Tenía un ingenio corrosivo que mantenía normalmente bajo control, un ingenio nacido de su sensibilidad, que era considerable. Su inteligencia y penetración emotiva habían sido colocadas en el mal camino por un espantoso acontecimiento ocurrido cuando tenía nueve años: su hermana mayor, querida por todos, había ido a un picnic a un lago cercano con amigos de la familia, y se había ahogado al volcar la barca en la que iba. Al oír las noticias, la madre de la niña, sin darse cuenta de que la hija pequeña estaba detrás de ella, exclamó: «¿Por qué no sería Dorothy?».
Hasta un burro insensible habría quedado marcado de por vida por aquel comentario, y Dorothy estaba lejos de ser tal cosa. Pero el ingenio que desarrolló a menudo resultaba ofensivo para el mundo, y constantemente se tenía que disculpar por haber hecho algún comentario hiriente. Se había casado joven, pero en dos años su marido había muerto en una guerra vital para la supervivencia de la nación, por razones que nadie podía recordar ya. Como persona que pertenecía a una familia de importancia menor, había sido naturalmente visitada por la parte menos importante de la familia real, una matriarca a la que reservaban para ocuparse de las condolencias de estado. Aquella matriarca le había preguntado si podía hacer algo por ella, siendo «no» la respuesta que se esperaba.
—Conseguidme otro marido. —Lo había soltado antes de darse cuenta. El resultado fue que la apabullada matriarca le soltó una perorata furiosa por tomarse a chirigota el trágico sacrificio de su difunto esposo.
—En tal caso —dijo Dorothy, nada arrepentida—, ¿qué tal si vais y me traéis un pastel de cerdo de la tienda de la esquina?
Fue aquel ultraje lo que hizo que Dorothy cayera en un ostracismo al que la condenaron todos excepto los marginados de la sociedad, y terminó, después de muchas aventuras en las salvajes orillas del amor, como la mayor y la menos vertical de todas las grandes horizontales que haya habido en las Cuatro Partes del Mundo. Y fue aquella reputación lo que la invitó a sentarse en la silla que estaba delante de Bose Ikard.
—Quiero que encandiléis al pequeño monstruo.
—¿No será demasiado llamativo?
—Ese es problema vuestro. Yo puedo presentaros de un modo bastante inocente, y el resto será cosa vuestra. —Le pasó entonces una carpeta—. Leed esto.
Él empezó a ofrecer sus opiniones, pero ella estaba más preocupada con hacerle sitio a la carpeta en su bolso, vaciando poco a poco su contenido en el escritorio que tenía delante, para intentar que cupiera. Al final la carpeta cupo, y ella empezó otra vez a rellenar el bolso con los objetos que había dejado en la mesa. El último de ellos era una manzana muy vieja, completamente seca, que llevaba más de una semana merodeando por el fondo del bolso sin ser vista. Bose Ikard se quedó mirando la manzana con desaprobación: decía muy poco de su reputación para la insinuación sofisticada.
—No os asustéis —dijo ella, agarrando la vieja manzana con un entusiasmo burlón—. Me la dio mi abuelita cuando yo era pequeña, y no me puedo separar de ella.
La visita de Cale a Potsdam había producido una elevación de la moral entre las tropas, y una renovada determinación de luchar que iba perdiendo fuerza dependiendo de la distancia que hubiera desde donde se encontraban a Potsdam. Eso le daba a IdrisPukke tiempo para crear su compañía teatral de impostores, y nada más. Disponer de actores no era difícil, pero encontrar aquellos en los que se pudiera confiar que mantendrían la boca cerrada ya era más peliagudo, como lo eran los trajes. Después del primer día de pruebas, quedó claro cuál era la mayor dificultad que tenían: los actores eran demasiado pequeños, o sea, eran de estatura normal, pero el sueño de Cale de una figura envuelta en una capa, que se erguía en un solitario peñasco de la montaña para animar a los descorazonados campesinos, se enfrentaba a una dificultad práctica: en cuanto los actores revestidos se encontraban a cierta distancia (precaución necesaria para que no se notara el truco) ya no se podía reconocer ningún detalle de ellos: ni los gestos grandiosos, ni la capucha amenazadora; y ni siquiera se sabía si estaban de pie o de rodillas. No eran más que unas motas negras y, aún peor, unas motas negras recortadas contra un fondo igualmente negro.
—Tenemos que hacerlo todo más grande —dijo IdrisPukke—. Trajes grandes, gestos grandes, todo grande… Más una pantomima que una cosa real.
En menos de una semana había contratado a todos los attrezzistas que había en el Leeds Español y a trescientos kilómetros a la redonda, y habían confeccionado trajes gigantes, con zancos y brazos alargados, enormes hombreras y enormes cabezas.
—La cabeza está bastante bien —le dijo Henri el Impreciso a Kleist cuando lo vieron—. Del resto ya no estoy tan seguro.
—Que os folle un pez —respondió Cale.
—Tendremos que conformarnos con lo que hay, o pensar en otra cosa.
De hecho, IdrisPukke hizo ambas cosas: el muñeco de Cale podía ser accionado en el lugar adecuado, con fuegos detrás para producir la luz suficiente para que se viera, y con marionetistas que agitaban su túnica de tres metros de altura, para que diera la impresión de hallarse en el viento embravecido. Pero también tuvieron que volver a una versión de su primer modelo, con hombros acolchados y brazos falsos, hechos por un hombre que normalmente construía los maniquíes para el truco del mago que serraba a la chica por la mitad usando unas piernas falsas.
—En la pantomima —explicó—, todo tiene que ser grande, es verdad, pero tiene que tener el tamaño apropiado.
Aquella segunda versión tenía que poder ser vista mucho más de cerca, pero en el crepúsculo, cuando no se la pudiera distinguir tan claro. La mejor ocasión para mostrarla era la hora mágica, ese momento antes de que caiga la noche, cuando la luz otorga incluso a la forma más grosera el brillo y la fuerza de algo que parece de otro mundo.
—Vaya —dijo Cale—, ¿siempre tiene que ser todo más difícil de lo que se esperaba? ¿Por qué las cosas nunca pueden resultar más fáciles?
Sintiéndose enfermo e irritado, llegó a la fiesta de aquella noche de muy mal humor. El hecho de que toda la fiesta estuviera organizada para tratar de descubrir si él había muerto o no, no hacía más que ponerlo de peor humor.
—Si lo que quieren es una disculpa para enfrentarse conmigo, dejadles que lo intenten.
Estaba adquiriendo últimamente la costumbre de rezongar para sí. Pero esta vez lo hizo lo bastante fuerte para llamar la atención de Henri el Impreciso, que estaba en la habitación contigua, escribiendo una carta sobre el tema de las botas.
Henri el Impreciso asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
—¿Decíais algo?
—No.
—Os oí hablar.
—Estaría cantando, ¿qué pasa?
—No estabais cantando, estabais hablando. Estabais hablando solo otra vez. Ese es el primer indicio de locura, amigo.
Esa noche Bose Ikard se tomó muy en serio lo de volver a presentar a Cale a las escasas personas que ya lo conocían personalmente, todas las cuales habían recibido instrucciones para que le hicieran las preguntas más comprometidas que fuera posible. Su éxito en hacer hablar a Cale alcanzó el cenit cuando fue presentado al rey. La respuesta más larga que le dedicó al jefe supremo del estado fue: «Majestad…». El resto del tiempo empleó monosílabos, o bien se encogía de hombros. Desesperado, Bose Ikard hizo intervenir a Dorothy. Ella entró en la habitación, y no es exagerado decir que al verla hubo algo parecido a un grito ahogado. Dorothy llevaba un vestido de terciopelo rojo que por arriba terminaba indecentemente abajo, y guantes de terciopelo rojo que le cubrían los brazos bastante más de lo que el vestido le cubría los senos. Llevaba la cintura muy ceñida, la falda del vestido era bastante decorosa cuando se estaba quieta, pero cuando se movía se le veía la pierna izquierda casi hasta la cadera. Con sus labios carmesí y su pelo rubio platino parecía una putilla muy cara; pero lo llevaba de tal modo que simplemente le llegaba a uno al corazón y hacía que ardiera de deseo. Y ese efecto no se limitaba a los hombres. Se detuvo a hablar con algunas de las personas más importantes de la sala, y su encantadora sonrisa mostraba dientes como perlas, salvo uno que estaba un poco torcido, una rara proporción que solo la hacía parecer aún más bella. Se detuvo a hablar un rato con Bose Ikard, y se colocó de tal modo que Cale pudiera verla y apreciar su hermosura. Entonces, cuando notó que él la había mirado dos o tres veces fingiendo observar la sala con indiferencia, se fue hacia él directamente. Había pensado que la osadía sería lo que funcionaría mejor con él: la osadía y la belleza.
—Vos sois Thomas Cale. El Canciller Bose Ikard me ha apostado cincuenta dólares a que no consigo sacaros más de dos palabras.
Por supuesto, no había tal apuesta, ni ella esperaba que él la creyera. Cale miró a Dorothy un momento, pensativo, y le respondió:
—Habéis perdido.