30

Algo se agitaba en la cuenca alta del helado Misisipi. Y en la cuenca baja del río, algo se agitaba también. Artemisia de Halicarnaso maldecía aquel buen tiempo que había sido tal bendición para Cale en los entrenamientos del Ejército de Nuevo Modelo. En un invierno normal, cuando la temperatura fluctúa por arriba y por abajo del punto de congelación, el río era difícil de interpretar hasta para los experimentados: los bloques de hielo que se iban derritiendo, pero que seguían siendo enormes, se desgajaban de la corriente principal y se amontonaban formando grandes diques que podrían estar varados durante semanas para después, en un día más cálido, ceder de repente y descender por el río como una lenta avalancha, a veces durante kilómetros, hasta que chocaban con otros hielos amontonados, en los que podría volver a quedarse varado, o bien impulsarlos y arrancarlos a todos para dar origen a un torrente mayor. Pero la calidez poco propia de la estación que disfrutaban aquel año volvía aquel proceso aún más traicionero e inestable de lo normal.

Artemisia tenía a su alrededor hombres que habían vivido en el río sesenta o más años. Se había formado un gran amontonamiento inestable de hielos a unos ocho kilómetros río arriba, pero la temperatura había descendido y se había situado cerca de la congelación, lo cual disminuía las posibilidades de que los hielos se deshicieran. El peligro era que los grandes bloques de hielo que llegaban de arriba golpearan contra el crujiente e inestable amontonamiento de hielo. Pero en la orilla, quince kilómetros más arriba de aquel amontonamiento, se habían apostado los expertos, cada uno de ellos atado con una cuerda, con la que, mediante diferentes tipos de tirones, podía indicar al siguiente experto, que se encontraba más abajo, el tamaño de los bloques que pasaban por donde estaba él. En el propio amontonamiento de hielos había hombres que vigilaban la corriente que llegaba de arriba y calculaban la estabilidad de los hielos sobre los que estaban. Al hacerse de noche, los soldados que iban a cruzar, abrigados contra el frío como un regalo caro y delicado que se envuelve para protegerlo, tuvieron que soportar una durísima espera. No había nada seguro: el riesgo estaba ahí. Veinte botes, que llevaban setecientos hombres armados como erizos, penetraron en las aguas para cruzar el río a lo largo de muchos kilómetros en ambas direcciones.

Pero ni siquiera el barquero de río más experimentado y con la barba más gris podía ver bajo los hielos, donde los grandes bloques hundían su vientre en dirección al cenagoso lecho y producían fieros torbellinos en la corriente que excavaban grandes franjas en el fondo del río. Estas resacas turbulentas e incesantes iban y venían con los hielos que bajaban.

El roble, inflado de agua, pasó por delante de los vigilantes de la orilla sin ser visto, sin romper apenas la superficie con su mole, tal como lo hace un cocodrilo depredador. Entonces golpeó el amontonamiento de hielos con un golpe sordo, como el bajo más grave de la más profunda nota del órgano de una catedral. Los vigilantes que estaban sobre el hielo lo notaron tanto en las entrañas como en los oídos. Esperaban la gran grieta que podría partir el montón, romper el atasco de bloques de hielo y matar a la mayor parte de ellos. No llegó. Empujado bajo el hielo por la corriente, el tronco del roble empezó a rodar, descendiendo como la ballena de Jesús, hasta el fondo del amontonamiento, donde unas horas antes se habían formado dos grandes dientes de hielo. Alrededor de ellos la corriente, potente pero lenta, se volvió en un instante frenética, imparable y enloquecida, llevando el gran tronco, empapado y tres veces más pesado que cuando estaba en el aire, más y más aprisa mientras la corriente se comprimía más y más entre los quebrados hielos y el lecho del río. Avanzando de lado, el tronco golpeaba entre los dos grandes dientes de hielo que apuntaban hacia abajo, enviando extraños pero incomprensibles temblores a los ciegos vigilantes que estaban encima, golpeando y retumbando bajo sus pies. Y entonces se desprendió, y la corriente, de repente velocísima, se llevó el peso aumentado del árbol en una rápida aunque corta ascensión a la superficie, de tal modo que mantuvo el impulso de las corrientes acelerando por debajo de los hielos. A trece kilómetros por hora, incluso un corredor normalito podría haber mantenido el paso con él, mientras se encaminaba hacia la flota de los botes, pero no era la velocidad lo que importaba sino el tamaño y el terrible peso de su cuerpo empapado. Aun así, no hubiera hecho mucho daño si no hubiera pegado con el morro en una roca que iba por mitad del cauce; el gran leviatán de madera empezó a girar de plano hacia la flota que cruzaba lentamente.

Pese a todos los esfuerzos por evitarlo, los veinte botes se habían amontonado debido a las extrañas corrientes del día, y no eran botes pequeños, pues iban, de hecho, treinta y cinco hombres en cada uno de ellos. No fue tanto el impacto del roble como el hecho de que los desequilibrara, balanceándolos arriba y abajo como si no estuvieran allí. Apenas se elevaba un grito antes de que cada bote se sumergiera al instante bajo el agua y quedara volcado. A causa de la aglomeración, once botes se hundieron en menos de quince segundos. El árbol se internó en la fría y húmeda oscuridad de la noche dejando tras él trescientos ochenta y cuatro hombres y una mujer ahogados.

Cuando IdrisPukke terminó de contarle a Cale las tristes noticias, salió el sol y un cálido rayo de luz penetró por las ventanas que en parte eran de cristales de colores, proyectando delicados azules y rojos en la mesa e iluminando las brillantes motas de polvo suspendidas en el aire.

—¿Es seguro? —preguntó Henri el Impreciso.

—Como siempre lo son estas cosas. Mi hombre es de fiar, y dice que vio el cuerpo de ella antes de irse.

—¿Cuál fue la causa?

—Parece que un muro de hielo se desgajó de un amontonamiento que se había formado corriente arriba. Mala suerte, nada más.

—Pero vos lo predijisteis —dijo Cale con un hilo de voz.

—Para hacer justicia a mis prodigiosos poderes de adivinación, la verdad es que siempre digo algo que pueda predecir más o menos cualquier resultado posible. La cosa tanto podía salir bien como mal.

—¿Podremos mantenerlo en secreto? —preguntó Henri el Impreciso.

—Si todos hubieran sobrevivido, o todos se hubieran ahogado, quizá. Pero ahora no… Yo diría que…

—La de Artemisia es una gran pérdida —interrumpió Cale, a destiempo y en un extraño tono de voz.

—Sí —dijo IdrisPukke—. Era una joven excepcional.

Nadie dijo nada. Llamaron a la puerta, y Lascelles, el mayordomo, entró en la habitación.

—Una carta para vos, señor —le dijo a IdrisPukke, que la cogió y le hizo una seña a Lascelles para que se retirara. Antes de hablar, esperó a que Lascelles saliera de la habitación.

—Hay algo sospechoso en ese hombre. Tiene los ojos demasiado cerca uno del otro. —Abrió la carta—. Por lo visto Bose Ikard se ha enterado de lo de Artemisia y el paso del río.

—¿Cómo? —preguntó Henri el Impreciso.

—Del mismo modo que lo he sabido yo, supongo.

—No, quiero decir…, ¿cómo sabéis que Bose Ikard lo sabe?

—Los libros rojos de Kitty la Liebre son como ventanas abiertas al alma de los mejores hombres del Leeds Español. Los pajaritos cantan por todas partes.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Cale.

—Tiene dos posibilidades, yo diría: mostrarse de acuerdo con lo que digamos nosotros, hasta que tenga una ocasión de utilizarlo cuando las cosas vayan realmente mal; o bien usarlo ahora para arrestarnos e intentar hacer las paces con los redentores.

Eso asustó a Henri el Impreciso, que tenía pensado seguir como amo del mundo al menos seis meses más.

—¿De verdad creéis que hará eso?

—¿Sopesando las cosas? No. No puede estar seguro de la victoria. Sabe cuáles serán las consecuencias si se equivoca. Pero tenemos que actuar enseguida y presentar esto como un esfuerzo heroico que fue vilmente traicionado: una noble mujer, una misión osada, heroica. Dedicarle unas últimas palabras. —Cale lo miró—. Lo siento —dijo IdrisPukke—. He vivido demasiado y tengo algunas feas costumbres. Pero no honraremos su memoria si dejamos que lo vean como un completo desastre. Tienen que verlo como una derrota heroica.

—Fue una derrota heroica.

—Solo si la presentamos como tal. La gente necesita historias de osadía personal, de valor y espíritu de sacrificio, de victorias al alcance la mano y puñaladas en la espalda.

—Entonces espero que las tengamos —dijo Henri el Impreciso.

—La esperanza no juega aquí ningún papel —dijo IdrisPukke—. Ahora los míos las están escribiendo, y mañana por la mañana las tendremos colocadas por toda la ciudad. —Se volvió hacia Cale, sintiéndose cínico y mezquino—. Lo siento por lo que habéis perdido. Es lamentable que la muerte se la llevara tan pronto.

IdrisPukke se fue y dejó allí a los dos muchachos. La suave luz del sol brillaba a través de las ventanas como si la casa fuera una catedral doméstica bendecida por los ángeles.

—¿Cuándo os vais? —preguntó Cale finalmente.

—Mañana. Temprano.

Otro largo silencio.

—Yo también lo siento por vos —dijo Henri el Impreciso—. No sé qué más decir. Me caía bien.

—Yo no le caía bien a ella. Al final, me refiero.

Otro silencio.

—Bueno, es fácil que os equivoquéis —repuso Henri el Impreciso. Cale exhaló un bufido sarcástico. Henri el Impreciso volvió a tratar de consolarlo—: No fue culpa vuestra. Simplemente, las cosas son así.

—No lo sé —dijo Cale al cabo de un rato—. No sé cómo sentirme con respecto a ella, ahora que ha muerto. Pero no siento lo que debería, eso está claro.