—Seguís enfadado conmigo —dijo Riba, y era más una afirmación que una pregunta.
—No: he tenido mucho tiempo para digerirlo. Y he comprendido que os estaba pidiendo demasiado.
Ella no se quedó convencida porque él le asegurara que la perdonaba, pero tenía que actuar como si se lo creyera. El sentimiento de culpa y la prudencia lo exigían: su marido quería establecer buenas relaciones con Cale, el nuevo poderoso.
—¿Cómo os encontráis?
—Como podéis ver —respondió Cale sonriendo.
(Ella le explicó más tarde a su marido: «Tenía la palidez del verde amarillento»).
—¿Y vos?
—Muy bien. —Hubo un silencio, en el que ella estuvo dudando si contárselo. Pero tenía ganas de hacerlo, muchísimas ganas—. Voy a tener un niño.
—¡Ah!
—Lo que tenéis que decir es: «¡Qué maravilla, me alegro tantísimo por vos!».
—Me… me alegro mucho —dijo riéndose—. El caso es que no me lo puedo creer, no, de verdad, que una personita pueda crecer dentro de otra persona. No parece posible… que pueda realmente ocurrir.
—Es verdad —dijo Riba, riéndose a su vez—. Una vez una de las doncellas me dejó ver su barriga, cuando estaba de siete meses, y yo pegué un chillido al notar que el bebé se movía allí dentro, y ver el abultamiento del vientre… era como ver a un gato dentro de un saco. —Los dos se rieron uno delante del otro: afecto, interés y resentimiento constituían capas que se depositaban una encima de la otra—. Ahora me tenéis que preguntar cuándo saldré de cuentas.
—No sé qué quiere decir eso.
—Que cuándo se supone que lo tendré.
—¿Cuándo se supone que lo tendréis?
—Dentro de seis meses. —Otra pausa—. Ahora me tenéis que preguntar si prefiero un niño o una niña… Me da igual. —Ella volvió a reírse. Pero por mucho que se riera las cosas no podían ser como antes.
—Quisiera que vuestro marido me ayudara.
—Entonces le diré que vaya a veros.
—No quiero ofender, pero me gustaría recibir ayuda de verdad, no la que la Hansa ha estado ofreciendo hasta ahora.
—¿Que es…?
—Que me contéis. O mejor aún: que me mostréis.
—Yo solo soy su mujer. No puedo hablar por él, no digamos ya por la Hansa.
—No, pero sí podéis hablar con él. Podéis persuadirle de que deje de escurrir el bulto. No hay tiempo, lo digo en serio. Si sigue sin implicarse y yo venzo, no olvidaré. Lo que quiere decir que le cerraré la Hansa de aquí a la eternidad.
—¿Y si no vencéis?
—Entonces no tendrá de qué preocuparse.
Riba no supo muy bien qué decir.
—No es solo cuestión de lo que él crea o quiera. La liga hanseática no sabe gran cosa de los redentores. Piensan que la reputación que tienen no es más que un montón de exageraciones para meter miedo. Eso es lo que quieren creer. No debéis decir que yo os he dicho esto, pero no van a mandar tropas a ningún precio. Sobre eso él no puede hacer nada. Y si lo pedís, la Hansa os tendrá esperando la respuesta durante meses.
—¿Puedo pedir otra cosa?
—Dinero quizá.
—No necesito dinero. Necesito administradores, gente que sepa de pedidos y provisiones, de almacenaje, reparto…, todas esas cosas que la Hansa sabe hacer. No necesito dinero, me conformo con quinientos buenos trabajadores. —Era una cifra dicha casi al azar—. Tan poca cosa que ni siquiera necesita ser algo oficial. Ni la Hansa tiene por qué verse claramente implicada. Pero quiero a esos hombres, y los quiero ya. —La miró, y sonrió—. Bueno, lo del dinero era mentira: también aceptaré dinero.
Al entrar en su coche para marcharse, Riba estaba siendo observada desde dos pisos más arriba por Henri el Impreciso. Henri estaba recordando el tiempo en que él se había escondido detrás de un montículo en el Malpaís, y la había observado bañarse desnuda en una poza, toda ella una serie de preciosas y rotundas curvas, rolliza pero musculosa, blanda y húmeda. Y estaba recordando el hormigueo que había sentido en el pecho cuando ella, inconscientemente, separó los pliegues entre las piernas. Pero aquel era otro mundo.
Dos minutos más tarde, Henri el Impreciso se reunió con Cale para atacar lo que quedaba de la merienda.
—¿Cómo fue? —le preguntó.
—Nadie nos quiere —respondió Cale.
—No nos importa —concluyó Henri el Impreciso.
Esa noche Cale tuvo a Artemisia por última vez entre sus brazos. Si bien la desnudez de ambos y el abrazo implicaban calidez, había una distancia grande y fría entre ellos que no superaba el contacto de las pieles. Cale, que no tenía la experiencia suficiente para comprender los motivos por los que ella no había vuelto a cerrar los ojos cuando él le besaba el rostro, no sabía muy bien qué sentir ni qué hacer al respecto. Nunca había vivido la experiencia de que alguien le gustara y después le dejara de gustar. ¿Cómo podía alguien que estaba lo bastante cercano como para penetrar en el otro (¡qué extraño era eso, qué extraño!) alejarse tan aprisa hasta una distancia tan grande?
—Quiero cruzar el río —dijo ella.
—Es complicado.
—Eso es lo que los padres dicen cuando están a punto de decir que no. A sus hijos, me refiero.
Él se desprendió de ella y se incorporó, buscando sus cigarros. No le quedaba más que medio. Lo encendió.
—¿Tenéis que fumar?
—¿Os preocupa mi salud?
—Es que no me gusta.
Cale no respondió, pero siguió fumando.
—Quiero ir. —Él siguió sin decir nada—. Y voy a ir. —Cale se volvió hacia ella—. Voy a ir, no importa lo que vos digáis.
—Deberíais haberos fijado —dijo él al fin, lanzando un largo chorro de humo hacia el interior de la habitación— en que soy yo el que le dice a la gente lo que tiene que hacer.
—¿Y qué va a hacer Su Enormidad? ¿Arrestarme? ¿O me haréis colgar en el exterior del Prado como ejemplo?
—Estáis como una cabra. Tenéis que tomaros algo.
—Voy a ir.
La miró.
—Id entonces.
Eso la desinfló un poco.
—¿Es uno de vuestros pequeños engaños? —preguntó al fin.
—No.
Se puso en pie, completamente desnuda. Comparada con Riba, parecía casi la miniatura de una mujer.
—Ya comprendo, es muy fácil veros las intenciones: este es un buen modo de deshaceros de mí.
—O sea que soy el malo tanto si os dejo ir como si os lo impido.
—Estáis dispuesto a poner en riesgo mi vida y la vida de cientos de hombres solo porque no tenéis las agallas suficientes para romper conmigo. Pues dejadme que os resuelva el problema: no quiero tener nada más que ver con vos, porque sois un mentiroso y un asesino.
Los insultos lo sacaban del atolladero. Ella había tomado la decisión por él, y una maravillosa sensación de alivio le recorrió el cuerpo.
—¿Y bien? —dijo él, mientras ella se ponía la ropa.
—Me voy.
—¿Os referís a que os vais ahora de aquí, o a que vais a cruzar el Misisipi?
—Las dos cosas.
Se irguió, se calzó los zapatos, atravesó la puerta y puso cuidado en no dar un portazo al cerrarla.
—¿Qué queréis que haga al respecto? —le preguntó Cale a IdrisPukke después de explicarle que le había dado permiso a Artemisia para cruzar el Misisipi—. ¿Tendría que hacerla matar?
—A vos os educaron muy mal. ¿Por qué vuestra mente se va siempre al asesinato con tanta facilidad?
Cale se rio.
—Sí, es verdad que no me educaron bien. Pero ahora os tengo a vos para que me ayudéis a distinguir lo que está bien de lo que está mal.
—Si eso es lo que pensáis, me habéis comprendido al revés. Es cierto que a veces, no muy a menudo, las normas morales chocan y termináis haciéndolo mal sin importar la decisión que toméis. Pero el mundo no es un lugar malvado porque la gente no conozca la diferencia entre el bien y el mal. Nueve de cada diez veces está bastante claro cuál es la acción correcta, salvo por un detalle.
—¿Que es…?
—Que no conviene a los intereses o a los deseos de la gente hacer lo que está bien. Y tienen medios impresionantes para bregar con la ansiedad que provoca hacer el mal: enterrando bien hondo el hecho en el rincón más alejado de la mente, o aún mejor, diciéndose a sí mismos que la acción mala que van a elegir es en realidad la mejor. Nunca hubo un moralista que pudiera decir nada más claro que la Regla de Oro.
—¿Hay una regla de oro? —preguntó Cale, en plan de burla.
—Claro que la hay, niño sarcástico: «Trata a los demás como te gustaría ser tratado». En cuestiones de moralidad, todo lo demás no son más que mentiras y bordados.
Cale se estuvo callado un momento.
—¿Cómo —dijo al fin— se supone que puedo aplicar eso al hecho de enviar a decenas de miles de personas, o bien a la muerte, o bien a que maten a otras decenas de miles de personas? Para sobrevivir, tengo que mentir, engañar, asesinar y destruir. Y ahora tengo que hacer lo mismo para que otros millones puedan sobrevivir conmigo. ¿Cómo me ayuda aquí vuestra Regla de Oro? Decídmelo, porque me encantaría saberlo.
—Estoy de acuerdo en que hay otros tiempos en que la moralidad es muy difícil. Por eso tenemos tantos moralistas que nos dicen lo que hay que hacer.
—De cualquier modo —dijo Cale—, yo tengo mi propia Regla de Oro.
—¿Que es…? —preguntó IdrisPukke, sonriendo a la vez que le embargaba la curiosidad.
—Trata a los demás como esperarías que te trataran. Eso siempre me funciona. —Se sirvió otra taza de té—. Entonces, ¿por qué estáis en contra del ataque al otro lado del Misisipi?
—Yo no diría que estoy en contra. Para ser sincero, no estoy seguro. El caso es que si le va mal…
—Podría irle bien…
—Podría irle bien. Pero si le va mal, entonces su fracaso os debilitará justo cuando más daño puede haceros.
—Pero ¿y si le va bien?
—Pues podría no ser tan buena noticia como parece en principio.
—Un tremendo golpe para los redentores y un año más para prepararnos… ¿no serían buenas noticias?
—No le gustáis a nadie. ¿En eso estáis de acuerdo conmigo?
—Les gustaré si triunfo.
—¿Creéis que sí? Os han puesto en una posición de tanto poder porque tienen miedo…
—Pavor…
—Sí, pavor es más exacto. Y mientras sean unos tontos asustados, os soportarán. Pero ahora Artemisia está en su lado, no en el vuestro.
—¿De verdad? No pensaban así hace seis meses, cuando ella fue la única que les paró los pies a los redentores.
—Eso es porque entonces la alternativa eran ellos. Ahora la alternativa sois vos —dijo, y se rio.
—¿Creéis que la pondrán al mando?
—No. Pero empezarán a pensar que os han sobrestimado. Eso les gustaría. No olvidéis que ya andan preguntándose qué hacer con vos, no solo si perdéis, sino también si triunfáis. Si un hombre amenaza al estado, se debe matar al hombre.
—También funciona al revés: si el estado amenaza a un hombre, se debe matar al estado.
—Exactamente… Y eso es lo que temen…, que vayáis a matar al estado si os hacéis demasiado poderoso. Así que un gran éxito por parte de Artemisia, que les daría otro año para prepararse…, les dará también tiempo para sentir mucho menos pavor de los redentores que habrán pasado a ser vulnerables por parte de alguien que no es Thomas Cale, vulnerables por alguien que no es más que una mujer, de hecho. Tenéis la misma necesidad de su éxito que de un agujero en la cabeza.
Cale lanzó un suspiro.
—¿Estáis seguro de que no veis esto más complicado de lo que es?
IdrisPukke se rio.
—No, no estoy seguro. Cuando oí que había muerto Richelieu (esa sí que era una mente sutil), yo no pensé: «Vaya, se ha muerto Richelieu», sino que lo que pensé fue: «Me pregunto qué habrá pretendido con eso». Ser político es darse cuenta de que podría perjudicarnos el hecho de que el sol salga mañana por la mañana. ¿Os importa si me como el último pastel de Eccles?
Cale tenía unas ganas tremendas de comérselo él mismo. IdrisPukke ya se había comido uno.
—No —dijo.
Como todos los grandes diplomáticos, IdrisPukke asumió que eso quería decir: «No me importa: el último es para vos». Así que le dio un buen bocado. Se quedaron callados un rato.
—¿Kant? —preguntó IdrisPukke.
—¿Qué…?
—Immanuel Kant. El filósofo. Ya murió. Él dijo que si uno quiere saber si sus acciones son morales, debe universalizarlas.
—No sé qué significa eso.
—Si queréis saber si una determinada acción que estáis a punto de acometer es mala, deberíais preguntaros: «¿Y si todo el mundo se portara así?».
Esto dejó intrigado a Cale. IdrisPukke podía verlo pensar sobre su pasado: los hombres a los que había matado mientras dormían, los pozos envenenados, la ejecución de prisioneros, la firma de la pena de muerte para la Doncella de los Ojos de Mirlo, el asesinato de Kitty la Liebre, la muerte de los fabricantes colgados delante de las casas de los aristócratas… Le costó un rato.
—¿Y bien…? —preguntó al final IdrisPukke.
—La Doncella de los Ojos de Mirlo era una buena persona… Valiente, pero tan imbécil como Immanuel Kant. ¿Y si hacéis la misma pregunta sobre vuestras buenas obras? ¿Y si todo el mundo se comportara así? ¿Y si todo el mundo se enfrentara a los redentores como ella, clavando carteles y predicando? Pues terminarían del mismo modo que ella…, convertidos en un montón de ceniza. Si oponéis la bondad a la crueldad, la que lleva las de perder es la bondad, no la crueldad. Yo siento lo de los campos, y lo que les ocurrió a las mujeres y a los niños folcolares. Tengo pesadillas. Pero yo no quería que sucediera.
—Tradicionalmente, el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.
—Bueno, eso no eran buenas intenciones exactamente. Si tuviera que hacerlo de nuevo, lo haría de otro modo… Pero no. Sin embargo, tengo pesadillas, aunque no cada noche. El que hace algo terrible puede, o tirarse por un precipicio, o apechugar con ello.
Y se quedaron otro rato en silencio.
—Salvo con aquel inútil de Solomon Solomon, yo nunca he actuado por maldad. Bueno, salvo con él y algún otro.
—Os reísteis cuando mataron a Conn Materazzi. Y le cortasteis la cabeza a un hombre por pediros un vaso de agua.
Cale sonrió. No era necesario explicar que ninguna de las dos cosas era verdad.
—Es justo deciros —añadió IdrisPukke después de un breve silencio— que Immanuel Kant también dijo que siempre era moralmente incorrecto decir mentiras. Él decía que si decidís esconder a un amigo que había venido a vuestra casa diciendo que lo perseguía un asesino, y después el asesino llamaba a vuestra puerta y preguntaba si estaba dentro vuestro amigo, porque tenía que matarlo…, bueno, entonces sería moralmente incorrecto decir una mentira. En tal caso deberíais hacer lo correcto y traicionar al amigo.
—Os estáis riendo de mí.
—No, os lo juro. De verdad que lo dijo.
—Una pregunta, IdrisPukke: si vos y los vuestros afrontarais el exterminio a manos de los redentores, ¿quién querríais que se interpusiera entre ellos y vos: yo, o Immanuel Kant?
La mayoría de nosotros experimentamos días así: desde el momento en que el sol sale como una cinta hasta que se pone en sonrosados dedos, todo va maravillosamente bien, excepto las cosas que van aún mejor: el dinero llega inesperadamente en grandes cantidades, mujeres hermosas te acarician el brazo como si pensaran que no hay nada más maravilloso que el tacto de tu piel, y un comentario al azar te hace ver que todo aquel que no te ama te tiene en gran estima. ¿Quién es tan desgraciado que no ha tenido días así? Cale tenía tanta suerte que llevaba tres meses teniendo días de estos todos seguidos, sin parar. Y eso para alguien que se consideraba que tenía bandadas de pájaros de mal agüero rondándole todo el tiempo la cabeza. No solo los funerales parecían seguirlo a todas partes, sino también toda clase de desgracias. Sin embargo no había sido así durante los últimos noventa días gloriosos, en los que todo lo que intentaba le salía casi siempre bien. Los administradores de la Hansa llegaron al cabo de tres semanas junto con los contables de los pedidos, de las entregas, de los planes de incentivo para el trabajo de calidad, respaldados con las violentas amenazas de Thomas Cale. Centralizaron la planificación del transporte para que el tocino llegara sin gusanos, para no tener que compartir con los gorgojos las galletas de marino, e hicieron inventarios para que cuando los carros o las armas o las mantas tuvieran que ser reemplazados, hubiera algo en los almacenes para atender esa necesidad. El entrenamiento de los campesinos en sus baluartes de madera cumplía con creces las esperanzas de todos ellos, ya que los campesinos asumían con entusiasmo la dureza de su instrucción por parte de lacónicos y purgatores. No había quejas rebeldes, solo apechugar con lo que fuera y seguir con la labor. Henri el Impreciso y el desgraciado Kleist trabajaban en los puntos débiles que los redentores pudieran encontrar en los planes y tácticas de Cale, y se mostraban inspirados a la hora de hallar soluciones a los problemas que encontraban. El aire mismo parecía embriagado de innovación, de revolución y metamorfosis. Sin darse cuenta aún de que Cale le había mentido en lo referente a los helotos, Fanshawe, un inconformista del establishment, de esos a los que les encuentra un sitio todo tipo de sociedad rígida pero sensible, descubría que disfrutaba mucho echando por tierra actitudes afianzadas, siempre y cuando no fueran las suyas.
Todas las decisiones parecían resultar mejor de lo esperado: Koolhaus el hosco era tan brillante cuanto enorme era su ambición; parecía tener toda la campaña, hasta el último detalle, en el cerebro. Antes de que hubiera pasado un mes, estaba de vuelta con Cale e IdrisPukke. Si no lo sabía todo, sabía cómo enterarse de todo. Casi no parecía humano, era más bien como si estuviera en posesión de un instrumento mágico que pudiera rastrear en una vasta memoria y ofrecer una respuesta instantánea. Koolhaus era irritante y desagradable y tenía la imaginación de un ladrillo, pero como burócrata era una especie de genio. En cuanto a Simon Materazzi, encontró que la guerra era una madre generosa para aquellos a los que se desestimaba en tiempos más pacíficos. Ansioso por deshacerse de su aristocrática carga, Koolhaus había pasado muchas horas destetando a Simon del lenguaje de signos y pensando cómo podría enseñarle a leer los labios. Siempre movido por el egoísmo, Koolhaus dedicó su considerable cerebro a la invención de una habilidad insólita. Tan ansioso de desprenderse de Koolhaus como Koolhaus de él, Simon trabajaba durante horas cada día en perfeccionar esa habilidad. Los dos habían estado planeando ya su divorcio cuando llegó la oferta de Cale y pasaron las que serían sus últimas semanas juntos. Pero mientras que Koolhaus podía regodearse en su superioridad en casi todo (excepto en tratar con la gente y en crear algo original), Simon descubría el inmenso placer y aún mayor utilidad de dejar que la gente lo ignorara, en tanto que él se enteraba de todo lo que decían. Los lacónicos tenían la costumbre de tirar a los niños que nacían cojos o ciegos a una sima que había fuera de la capital, así que alguien como Simon era para ellos una novedad y lo trataban como si fuera un mono divertido. Simon se tomaba su venganza aprovechándose de la completa libertad con que hablaban en su presencia para mantener a Cale informado con sorprendente detalle sobre lo que andaban diciendo. Curiosamente, aunque Simon hubiera nacido lacónico habría sobrevivido, pues había una excepción a su regla que por lo demás era férrea: un niño de la familia real lacónica, sin importar lo enfermizo que fuera, nunca sería arrojado a las rocas de aquella terrible sima. Así era y sería siempre. A los lacónicos les divertía ver a Simon y Koolhaus charlando en silencio, mano a mano, del mismo modo fluido en que hablaban ellos. Le hacían señas a Simon para que se les acercara de noche, y le escribían palabras para que él les enseñara cómo se decían en el lenguaje de signos. Ellos disfrutaban hablándole con condescendientes aspavientos, y no se imaginaban que si hablaban mirándolo de frente él podía reconocer casi todas las palabras que decían, incluyendo los insultos que se referían a él. Cuando llamaron a Koolhaus al Leeds Español, Simon hizo un trato con él para convertirse en su sustituto, mientras que un antiguo compañero de estudios de Koolhaus se quedaba con él fingiendo que le traducía, para que los lacónicos no sospecharan.
—¿Estáis seguro de que puede hacer el trabajo? —preguntó Cale cuando volvió Koolhaus.
—Creí que erais amigo suyo —repuso Koolhaus.
—¿Puede hacer el trabajo?
—Sí, puede hacerlo.
Koolhaus decidió que era mejor mantener en secreto las habilidades de Simon (adquiridas con tanto esfuerzo por su parte como por parte de Simon). Las cosas útiles que podría aprender, y que de hecho ya estaba aprendiendo, aumentarían la reputación que tenía Koolhaus de ser un hombre capaz de todo. Los preparativos para cruzar el Misisipi también iban bien, y no esperaban más que el visto bueno del tiempo y de Cale.
Había alguna avispa en las mieles de Cale, pero la que le afectaba más directamente era la introducción del racionamiento, una medida exigida por los burócratas de la Hansa para evitar las compras inducidas por el pánico, con el consiguiente acaparamiento y escasez de bienes que eran vitales para el Ejército de Nuevo Modelo. Sus argumentos habían sido estudiados por Koolhaus por orden de Cale, y Koolhaus había concluido que tenían una razón irrebatible: el racionamiento era tan imprescindible para la victoria como la provisión de armas.
—Pero para mantener alta la moral será necesario —dijo Koolhaus al informar a la OCR— que estas restricciones se apliquen a todo el mundo. No puede haber excepciones —declaró virtuosamente—. Salvo, claro está, la familia real.
Koolhaus hizo su declaración cuando Henri el Impreciso estaba en la estancia, habiendo regresado al Leeds Español brevemente para tratar con Cale de los preparativos en el oeste. En cuanto las palabras «familia real» atravesaron sus labios, Koolhaus, que todavía tenía poca experiencia pero aprendía rápido, comprendió que había cometido un grave error. Tal vez peor que grave.
—La temperatura descendió tan rápidamente —le contó más tarde a su hermano el regocijado IdrisPukke— que creí que el Polo Norte se había acercado a tomarse una taza de té con nosotros. Dios mío, qué cabronazo es ese Koolhaus.
Cale se había quedado mirando a Koolhaus mientras Henri el Impreciso sacaba una daga que se había hecho especialmente para él, inspirada en el Vástago de Dánzig y grabada, por razones que se negaba a explicar, con la palabra «si» a cada lado de la empuñadura. Levantó la daga como si fuera a cortarle la cabeza a Koolhaus, pero se limitó a clavarla en el medio de la mesa de nogal bellamente taraceada, alrededor de la cual estaban sentados. El odio que sentía Henri el Impreciso por los aristócratas del Leeds Español se había enconado a partir del resentimiento natural de los plebeyos hacia los privilegiados, hasta un odio muy concreto fundamentado en la manera en que lo habían tratado mientras Cale estaba en el asilo de lunáticos de la abadía. La idea de pasarse sin sus amados sándwiches de pepino mientras la familia real seguía como si tal cosa era más de lo que podía soportar. Así que se puso firme. Hubo una breve pausa.
—Entonces —dijo IdrisPukke—, estamos todos de acuerdo: racionamiento para todos, exceptuando la familia real y los presentes.
Cuando salieron de allí Koolhaus e IdrisPukke, que fue casi de inmediato, Cale se volvió hacia Henri el Impreciso e indicó con un gesto de la cabeza el cuchillo firmemente clavado en el medio de la mesa.
—No voy a pagar eso —dijo Cale.
—Nadie os lo ha pedido —respondió Henri el Impreciso.
Se hizo un silencio desagradable.
—Vaya —dijo Cale—, ¿no podríais haberos limitado a dar un puñetazo en la mesa? Mirad, la habéis echado a perder.
—He dicho que la pagaré yo.
Un nuevo silencio.
—¡Ya no hay respeto por nada!