Fanshawe ha ofrecido cien lacónicos para entrenar al Ejército de Nuevo Modelo.
Los tres chicos, Kleist siempre el más silencioso, estaban comiendo ostras en zumo de limón con IdrisPukke, acompañándolas con un sancerre seco y silíceo que compensaba la salinidad.
—Obviamente, no se puede confiar en él —dijo IdrisPukke, disfrutando del desconcierto sobre las intenciones de Fanshawe tanto como de las ostras y el vino—. Pero ¿de qué manera no hay que confiar en él?
—Él no espera que yo me crea que lo hace por pura bondad. No se cree que yo sea tan tonto.
—Entonces, ¿cómo de tonto cree que sois?
Al oír esto, a Henri el Impreciso le dio la risa. Estaba encantado. Sin embargo, no hubo respuesta por parte de Kleist. No parecía que estuviera escuchando.
—Creo que Fanshawe ha comprendido que nosotros podríamos pararle los pies a Bosco, y quieren estar en el… lado no perdedor.
En aquel momento llegó Artemisia.
—¿Ostras, querida? —preguntó IdrisPukke.
—No, gracias —dijo con suavidad—. De donde yo vengo, se las damos a los cerdos.
A él le hizo mucha gracia aquello, lo cual sorprendió a Artemisia, pues lo que había intentado era bajarle los humos a IdrisPukke. Por algún motivo, ella se pensaba que IdrisPukke la trataba con condescendencia, pero se equivocaba. IdrisPukke se volvió hacia Cale para seguir hablando con él.
—Y ¿cómo pretende explicarles a los redentores la presencia aquí de tantos lacónicos?
—No es más que un centenar. Les asegurará que son renegados.
—De acuerdo. No confiáis en él. Pero os repito la pregunta: ¿de qué manera no hay que confiar en él?
—No lo sé. Todavía no. Pero necesitamos sus instrucciones, sean cuales sean sus razones. Las pérdidas serán elevadas. Tendremos que producir reemplazos como churros, unos cinco mil al mes. Y eso calculando muy justo. La cosa va a estar muy difícil.
—Esa es una idea —dijo Kleist— que merece la pena discutir, pienso yo. —Aquellos días, cuando hablaba, cosa que hacía raramente, era sobre detalles. Parecía encontrar cierta paz en las minucias de los tacones de las botas, o en la manera en que había que coser el cuero para que no entrara la humedad—. Hemos dado por hecho que no van a intentar cruzar el Misisipi en invierno.
Artemisia gruñó, irritada.
—Os lo he dicho: el Misisipi no se hiela como otros ríos, no del todo. Se convierte en una masa de bloques de hielo que se rompen y se aplastan unos contra otros. Si digo que resulta traicionero, eso no es decir nada comparado con la realidad. No podrán acudir en masa hasta bien entrada la primavera.
—Os creo —dijo Kleist en voz baja—. Pero habéis dicho que no pueden venir en masa.
—¿Y…?
—Pero sí sería posible cruzar…
—No con un ejército ni nada semejante.
Kleist no reaccionó a la irritada interrupción, se limitó a seguir hablando con voz monótona.
—Pero sería posible cruzar con pequeños efectivos…
—¿Y eso de qué les iba a servir?
—No me refiero a los redentores, me refiero a nosotros, que podríamos cruzar con pequeños efectivos y llegar hasta ellos.
Se hizo un breve silencio.
—¿Para qué? —preguntó Cale.
—Vos dijisteis que sería apurado…
—Lo será.
—¿Y si tuvierais más tiempo…? ¿Meses, tal vez un año entero…?
—Seguid.
—Los redentores están construyendo barcos en el invierno para una invasión en primavera. ¿Sabéis dónde los construyen?
—No veo… —dijo Artemisia.
—¿Sabéis dónde los están construyendo? —Ahora era Kleist el que interrumpía.
—Sí —dijo ella—. La sección de la orilla norte entre Atenas y Austerlitz está llena de astilleros, pero los redentores han desplazado la construcción, así como a los constructores, a Lucknow, para poder controlar la construcción de la flota.
—Entonces ¿todos los barcos están en el mismo lugar?
—La mayoría, por lo que yo sé.
—O sea que si se pudiera pasar unos efectivos de, digamos, mil hombres a través del río a, digamos, comienzos de la primavera…, ¿no se podría atacar Lucknow y quemarles la flota?
—Yo no podría pasar a mil hombres —dijo Artemisia—. Ni nada parecido.
—Entonces ¿cuántos? —preguntó Cale, evidentemente emocionado.
—No lo sé. Tendría que comentarlo con los barqueros del río. No lo sé.
—¿Doscientos?
—No lo sé. Tal vez.
—Merecería la pena correr el riesgo —dijo Cale.
—Serían mis hombres quienes lo corrieran —observó Artemisia.
—Lo siento —dijo Cale—. Eso es verdad. Pero si se pudiera hacer…
—Tendría que ir yo al frente —apuntó ella.
A Cale eso no le pareció bien.
—Yo os necesito aquí, y os necesito viva. Vuestros exploradores son los ojos y los oídos de los carros de la fortaleza. —Eso era bastante cierto, pero no era el único motivo, ni el principal—. Además —mintió—, es una regla siempre respetada que el hombre…, que la persona a la que se le ha ocurrido el plan tiene derecho a ejecutarlo.
Artemisia miró fijamente a Kleist.
—¿Tenéis un conocimiento amplio de los trabajos en el río, y conocéis la orilla norte del Misisipi en Halicarnaso?
—No.
—En cambio, yo sí que tengo un conocimiento amplio de los trabajos en el río, y conozco la orilla norte del Misisipi en Halicarnaso.
Eso hasta le hizo sonreír a Kleist.
—Me retiro —dijo. Cale lo miró, nada contento.
—Hay otro problema —dijo IdrisPukke.
—¿Vos tenéis un conocimiento amplio de los trabajos en el río, y del Halicarnaso, aparte de todos vuestros demás logros?
—No, cielo, yo tampoco sé nada de eso. El problema tiene más que ver con la política.
—¿Qué pinta aquí la política?
—Todo tiene que ver con la política, de una manera u otra. Es una aventura arriesgada, ¿no creéis?
—Por supuesto.
—Entonces, habría muchas posibilidades de que fallarais, ¿verdad?
—Cale tiene razón —dijo Artemisia—. Si hay aunque solo sea una pequeña posibilidad de causar tanto daño, deberíamos intentarlo. Se trata de mi vida y de la de todo mi pueblo.
—Yo no pretendía tanto, me temo, preocuparme por la vida de doscientas personas, porque habrá muchos montones de doscientos cadáveres antes de que esto termine. Lo que me preocupaban eran las implicaciones que tendría para todo lo demás si vos fallarais.
—Admito que no os sigo, pero de eso se trata, ¿no? Queréis que parezca una chica tonta.
—En absoluto —respondió IdrisPukke—. Pero pensad en ello. Si atacáis al final de la primavera, esa será la primera acción del Ejército de Nuevo Modelo contra los redentores, ¿no?
—Tiene razón —dijo Cale, viendo una esperanza de contenerla.
—El ejército en general no tiene por qué saber nada, a menos que tengamos éxito —dijo Artemisia.
—Yo pensaba en la política —dijo IdrisPukke—. Se le podría ocultar al ejército y al pueblo si se tiene cuidado, pero ¿se le podría ocultar a Bose Ikard y al Alto Mando?
—Les persuadiré de que es un riesgo que merece la pena afrontar.
—Pero a los políticos no les gustan los riesgos, les gustan los tratos. Recordad que les tienen tanto miedo a los redentores que han sido capaces de poner a un muchachito al mando.
—Se refiere a vos —le dijo Henri el Impreciso a Cale—, por si no os habíais percatado.
—Todos ellos están en el filo de la navaja. Si lo primero que les ofrecéis es un vil fracaso, entonces le implorarán negociaciones a Bosco antes de que se enfríen las cenizas de la hoguera de esta joven. Podéis pasar sin esta victoria, pero no podríais pasar con esta derrota.
—Merece la pena correr el riesgo —repitió Artemisia.
—Yo no estoy tan seguro —objetó IdrisPukke.
A Cale le habían dado su oportunidad, y tenía cuidado de no echarla a perder.
—Es una idea nueva. Tenemos que pensar en ella.
—Pensar en ella y decir que no, a eso os referís —dijo Artemisia.
—No es verdad. Hablad con vuestros barqueros. A ver qué dicen ellos. Trazad un plan. Cuando lo tengáis, volveremos a hablar.
Cuando Artemisia se fue, Cale se volvió hacia Kleist.
—¡No habéis dicho ni pío en meses, y de repente no hay quien os cierre el pico!
—Tendríais que habernos explicado que ella estaba solo para hacer bonito. Llevamos no sé cuánto tiempo oyéndoos decir que ella es un genio de la guerra.
Eso era cierto, y a Cale no se le ocurrió qué contestar. Pero tenía que decir algo:
—¡Manda huevos!
Unas horas después, a Cale volvió a darle el telele, pero esta vez fue más largo y con arcadas más violentas de lo normal. El demonio (o tal vez demonios) que habitaba en su pecho parecía vivir en su propio mundo, dormirse y despertarse cuando a él le venía bien, sin importarle nada de lo que Cale hiciera o dejara de hacer. Era inconsciente de la vida cotidiana del chico en el que habitaba, indiferente al hecho de que las cosas le anduvieran bien o le anduvieran mal, a si los demás lo querían o lo odiaban, a si él mismo era bondadoso o desalmado. Las hierbas funcionaban hasta cierto punto, como averiguó cuando trató de dejar de tomarlas, pero su demonio pectoral se le despertaba dos o tres veces al día para hacerle dar arcadas en las que no vomitaba nada. Y eso en vez de las tres o cuatro veces por semana en que se despertaba antes, lo cual ya era bastante desagradable. En cuanto a la federimorfina, no tenía razón alguna para volver a tomarla, y tampoco andaba buscando nuevas razones. El horrible bajón que sufrió después de tomarla le había durado dos semanas, y le había hecho sentirse como si se hubiera bebido un sorbo de muerte embotellada. Intentó ofrecerle las hierbas a Kleist, pero este rehusó irritado, diciendo que a él no le pasaba nada, y que no necesitaba de los remedios de la abuela de Caperucita para seguir funcionando.
Incluso cuando se encontraba bien, Cale tenía que trabajar a rachas breves, descansando cada poco y durmiendo doce horas o más al día. Pese a los inconvenientes que planteaba esto en muchos sentidos (se sentía fatal casi todo el tiempo), también tenía efectos útiles. No podía permanecer en ninguna reunión más de unos minutos, y había suficientes reuniones como para no dejarle a uno tiempo para hacer ninguna de las cosas imprescindibles. Para la mayoría Cale no constituía nunca una presencia agradable, y su asistencia a cualquier reunión provocaba tensiones, porque parecía que estaba siempre a punto de mostrar su furia. Como no tenía elección, su ya contundente carácter se mostraba en las decisiones complejas y peligrosas como si estuviera pidiendo carne para los guardias en el palacio de Arbell en Menfis. Lo raro era que, en algún rincón de lo más profundo de su averiada mente, se encontraba a veces más lúcido que nunca: había un lugar allí, separado del mundo exterior, que había estado amueblando desde el momento en que llegó al Santuario. Durante todos esos años de prolongado uso, aquel lugar de retiro se había ido haciendo tan duro como la piel de la pata de un elefante, y tenía que ser preservado de la locura que destruía al resto de él.
«Haced esto, dadle eso, tomad aquellos chismes, ponedlo allí, volved a hacerlo, soltad todo lo que lleváis, colgadlos…». Nada de todo lo que ordenaba negaba la deuda que tenía contraída con sus amigos. Sonreía al decirles: «No me traigáis problemas, traedme soluciones. Resolvedlo. Cada vez que tengo que responder a una pregunta estúpida, me parece que es una punta que clavan en mi ataúd».
Y por el momento la cosa funcionaba. Todos ellos podían confiar en el temor y la esperanza que inspiraba la reputación de Cale. Incluso Vipond, un hombre del poder donde los haya, y que por haberlo perdido conocía muy bien la naturaleza de ese poder, se sorprendía ante lo que solo podía describir como la magia con la que otros dotaban a Cale.
—Os lo tengo muy bien explicado —le decía IdrisPukke, que disfrutaba de cada oportunidad que se le presentaba de tratar con condescendencia a su hermanastro—. El espíritu de los tiempos está encerrado en él. Tiene grandes habilidades, pero no es por eso por lo que ejerce tanta influencia, o al menos no es ese el motivo principal. Fijaos en ese Alois Huttler: podríais encontrar a mil tipos tan burros como él ofreciendo sus opiniones a medio cocer en cualquier taberna del país. Pero Alois tenía dentro de él el espíritu de los tiempos. Hasta que dejó de tenerlo.
—Dado que la gente se está enfrentando a la aniquilación —observó IdrisPukke—, no es difícil de entender que quieran creerse que la Mano Izquierda de Dios está de su parte.
En esta ocasión, estaba pontificando sobre Cale en su presencia. Henri el Impreciso miró a su amigo y le hizo una mueca.
—¡Los pobres, no tienen nada mejor que vos!
—Vuestra enfermedad —dijo IdrisPukke— se está convirtiendo en una bendición.
—Me alegra que penséis así.
—No para vos como persona, claro está. Pero ¿no os dijo Bosco que Thomas Cale no era una persona?
—Ya, pero ese está loco.
—Loco sí pero tonto no, ¿me equivoco?
—Puede que no tengáis razón siempre, pero equivocaros, no os equivocáis nunca.
Se rieron. IdrisPukke se encogió de hombros.
—Puede que en su locura él reconociera algo que nosotros solo estamos empezando a comprender. A la gente le resulta fácil poner en vos sus más improbables esperanzas: la mano izquierda de la muerte, claro está, pero a su lado. Puede que cuanto menos os vean, cuanto menos vean aquello en lo que sois igual que cualquier otro, más poderoso seáis. —Suspiró con profunda satisfacción—. Estoy impresionado conmigo mismo. —Más risas—. Podríamos aprovecharnos de esto.
Frente a la debilidad de estar enfermo, estaba el placer de trabajar en las tácticas del Ejército de Nuevo Modelo. El entrenamiento iba mejor de lo que Cale se había imaginado. Protegidos por los carros, y empleando armas basadas en herramientas con las que solían trabajar durante horas cada día durante toda la vida, la confianza de los soldados campesinos iba alzando el vuelo. La más efectiva de aquellas armas de labriegos era el mayal de trillar, un palo de metro y medio de largo unido por medio de una cadena a otro palo de algo menos de medio metro. Aquellos hombres estaban acostumbrados a emplearlo durante diez horas al día después de la cosecha, y los palos al ser balanceados generaban una fuerza tan poderosa que podían herir terriblemente a un caballero de armadura completa, no digamos a los soldados redentores menos protegidos. Pero por encima de todo, se afanaban en encontrar cualquier debilidad en sus carros de guerra. Henri el Impreciso mandaba a los arqueros purgatores disparar a los carros en enormes filas, para estudiar cómo había que proteger a los ocupantes, e ideó unas pasarelas cubiertas con bambú, y unas pequeñas cubiertas en las que cualquiera a quien el ataque pillara en abierto podría entrar a protegerse. Los redentores no tardarían en intentar emplear algo así como flechas encendidas para incendiar los carros, así que puso a los soldados suizos (que principalmente serían usados para ataques fuera del baluarte, y por tanto no tendrían mucho que hacer durante los ataques del enemigo) a entrenar en equipos para apagar fuegos antes de que pasaran a mayores, sobre todo empleando calderos llenos de tierra, y con agua solo si tenían que hacerlo. Se opusieron a ello con desconcertante insistencia. Eran soldados y caballeros, y les parecía degradante el andar cavando en la tierra, y más bien eran los campesinos los que tenían que hacerlo. Todos los resentimientos que albergaban con respecto a los apabullantes cambios que se veían obligados a soportar surgieron en este sencillo tema de apagar fuegos. De repente, Henri el Impreciso se vio con un motín entre las manos. Cale siempre se burlaba de él diciéndole lo buen chico que era. Hasta cierto punto eso era cierto, pero como estaban acostumbrados a Cale como contraste, no sabían muy bien a qué atenerse con Henri el Impreciso, ni sabían de qué era capaz. Henri el Impreciso parecía muy normal en cierto sentido en que Cale no lo era, pero había experimentado la misma brutalidad corrosiva y mortífera de la vida redentora, así que aquella vida era parte de él tanto como de Cale. Comprendiendo que estaba en el filo de algo desastroso, su primer instinto fue tratar con el problema al modo en que lo hacían los redentores: matar a un par de los protestones más folloneros, y dejar que se pudrieran donde todo el mundo pudiera ver el error que habían cometido. Si sería capaz de hacer algo así y dormir después a pierna suelta, fue algo que afortunadamente no tuvo que comprobar. Había algo de buen talante personal, pero también de cálculo, que le hizo buscar otro medio.
Henri el Impreciso, Cale y Kleist habían hablado largo y tendido sobre lo auténticos que debían ser los entrenamientos. Los redentores habían llevado al extremo el principio de «entrenamiento duro, lucha cómoda». Las batallas falsas de los redentores no siempre eran fáciles de distinguir de las de verdad, salvo en que no remataban a los prisioneros. Pero ellos tres temían el resultado de hacer los entrenamientos demasiado duros, pues tal cosa podía dar más problemas de los que resolvía, por la misma razón que los hubiera dado una ejecución sumaria: las almas de los suizos, campesinos o caballeros, no se habían curtido en la brutalidad por medio de la prolongada costumbre. Sin embargo, por el medio que fuera, los soldados suizos tendrían que aprender respeto.
—De acuerdo —les dijo Henri el Impreciso a los caballeros—. Pensáis que sois mucho mejores que ellos: demostradlo.
Después de esto, se fue a los campesinos del Ejército de Nuevo Modelo y les dijo que había dudas en el Leeds Español de que ellos pudieran acometer una batalla de verdad, pues eran, al fin y al cabo, campesinos, y algunos pensaban que cuando llegara la hora de la verdad echarían a correr. Evitó decir que los que así pensaban eran los soldados suizos, porque pronto tendrían que luchar juntos. Pero con lo que dijo fue suficiente: la rabia prendió entre sus campesinos. Pero esta vez no bastaba con repetir simplemente la batalla y la lección recibida en el Campo de Plata: esta vez ambos lados tenían que ser derrotados.
Tres días después, con Cale (un espectador fascinado), contemplaron el ataque sin contemplaciones contra aquellos paletos llevado a cabo por soldados suizos y caballeros montados a caballo. Era una cosa fea, pero los suizos, con toda su habilidad y decisión, se vieron en terrible desventaja, y cada uno recibió diez veces más golpes de los que podían soportar. Después de una hora sangrienta se retiraron, y Henri el Impreciso mostró su baza final y muy convincente: sacó cuatrocientos arqueros con flechas de fuego, y les hizo disparar tres o cuatro por minuto durante diez minutos. Al final los campesinos tuvieron que salir de allí, mientras los treinta carros ardían como el séptimo círculo del infierno.
Se trató de una lección cara y brutal, pero al final ambos la aprendieron bien: ambos lados se dieron cuenta de que sobrevivirían juntos o morirían juntos.
—He ido dos veces a ver a IdrisPukke por este asunto, pero él se me ríe en la cara —explicó Fanshawe—. Quiero reunirlos a todos y enviarlos de regreso.
—¿Por qué motivo? —preguntó Cale agotado, sin muchas ganas de nada, salvo de dormir.
—Como si os importaran los motivos.
—Ahora me importan, así que ¿cuáles son los motivos?
—Estos doscientos cincuenta helotos pertenecen al estado.
—Sería al estado que firmó un tratado con los redentores.
—En la práctica os ayudamos a vosotros, ¿no?
—Será mejor que no nos pongamos a examinar vuestras buenas intenciones. Pero si vos queréis…
—Los helotos amenazan nuestra existencia tanto como los redentores amenazan la vuestra. En Laconia, los helotos nos cuadruplican a nosotros los lacónicos. Han venido aquí y están aprendiendo de vos cómo acabar con el estado al que pertenecen como propiedad. Si no queréis que parezca que trabajáis en contra de nosotros, dejádmelos a mí.
—Que quede esto muy claro: aquí soy yo el que trata con los hombres. Os aviso, como os vean acercaros a ellos, os haré colgar de la cucaña más cercana, cabeza abajo y con la nariz en mi bolsillo.
Hubo un silencio no muy agradable.
—Entonces nos iremos.
Otro silencio.
—No voy a mandar de vuelta a doscientos cincuenta hombres para que los ejecuten —dijo Cale.
—¿Qué os importa eso?
—Da igual que me importe o no. No lo voy a hacer. —Pero entonces Fanshawe se dio cuenta de que Cale iba a hacer una concesión—: Los haré avanzar.
—¿Y eso quiere decir…?
—Que los mandaré a las montañas escoltados por alguna gente poco agradable que conozco, y allí les diré que se pierdan.
—¿Y si se niegan a perderse?
—No seáis ridículo.
—¿Puedo confiar en vos en este asunto?
—Que confiéis en mí en este asunto o en cualquier otro me importa un saco de bledos rancios. Quiero que os quedéis aquí, y os prometo que me desharé de ellos. Lo tomáis o lo dejáis. No hay más.
A Fanshawe le parecía que sus instructores eran mucho más valiosos que un par de cientos de campesinos sin entrenar, así que decidió ceder, aunque lo hizo de la peor gana posible, para que Cale se creyera que estaba profundamente disgustado con el resultado. Y no era así.
Al día siguiente, Cale despertó todavía cansado después de un sueño de dieciséis horas, y vio que IdrisPukke llegaba para un breve encuentro.
—Deberíais haberme contado lo de Fanshawe con los helotos —le recriminó Cale.
—¿Para qué? —objetó IdrisPukke—. Vos nos habéis dejado claro que debemos (y al decir esto quiero decir que debo) ofreceros soluciones y no problemas. Vos deberíais haberos negado a verle. De hecho, deberíais negaros a ver a nadie, cultivar el misterio en torno a vuestra persona. Cuanto más habléis con la gente, más humano pareceréis, y por tanto más comprensible y también más débil. Dejaréis de ser la encarnación de la Ira de Dios para quedar convertido en un muchacho enfermo.
—No os molestáis en embellecer las cosas, ¿verdad?
—¿Queréis que lo haga? Quedaréis convertido en un muchacho enfermo… excepcional.
—Creo que deberíamos ofrecerles ayuda a los helotos.
—¿Por qué?
—Si vencemos a los redentores, eso costará un precio. Seremos más débiles. Es muy posible que los lacónicos se aprovechen. Así que, si tienen que tratar con esclavos, esclavos recién entrenados, hay menos ocasiones de que los lacónicos nos molesten.
—¿Y eso es todo?
—¿Qué queréis decir?
—¿No habréis caído en uno de esos accesos de generosidad que os aquejan de vez en cuando?
—¿Como por ejemplo…?
—Simpatizáis con ellos, os identificáis con ellos como gente que lucha por liberarse de un horrible opresor.
—¿Eso sería tan malo?
—Ya lleváis tres preguntas para responder a mis tres preguntas: algo muy poco cortés, pero revelador.
—No me gusta ser poco cortés.
—Vais caminando por una cuerda muy delgada, muchacho, todos lo hacemos. No podéis permitiros el asumir una causa que no tenéis la fuerza necesaria para apoyar.
—No, no es así. Pero no veo por qué no podemos enviar a los helotos al este para entrenar allí con los purgatores.
—Estoy de acuerdo.
Una pausa.
—Entonces ¿los enviaréis?
—Ya lo he hecho.
—¡Grandes mentes que piensan parecido!
—Si queréis verlo así…
Cale hizo sonar una pequeña campana de plata para indicar que quería la merienda. Se sentía absurdamente importante haciendo algo tan de señorita, pero le ahorraba el trabajo de cruzar la puerta y gritar. La merienda llegó inmediatamente, ya que el mayordomo estaba aguardando a oír la campana. IdrisPukke miró con ansia lo que se ofrecía a su contemplación: un surtido de sándwiches con la corteza quitada y cortados en primorosos triángulos: de queso, de huevo, y de carne de caballo con pepino. Había además pastelitos de la Patisserie Valerie de la calle de Fulanita: milhojas de selva cremosa con fresas silvestres, y pastel de almendras con aquel embriagador aroma de cianuro dulce.
—¿Buscando en qué gastar el dinero? —preguntó IdrisPukke.
Cale sonrió.
—«Comed y bebed, que mañana moriréis[14]» —dijo. Se trataba de una frase que le recitaban tres veces al día antes de las comidas en el Santuario.
—A eso no se puede objetar nada —dijo IdrisPukke, arrancando un gran mordisco de un pastel de ternera con un huevo hervido en el medio—. Ha venido a verme Koolhaus en busca de trabajo.
—Él ya tiene trabajo —observó Cale.
—Es un joven muy capaz…, mucho. Nosotros lo conocemos y él nos conoce. Está desperdiciado. Puede ser útil.
—No quiero dejar a Simon sordo y mudo de nuevo. Ofrecedle más dinero.
—Es ambicioso. Podríamos perderlo y sería mejor conservar a alguien que conoce muchos de nuestros secretos más secretos. Además, podría dar mucho la lata.
Con la mente en Babia, Cale masticaba una roja magdalena de esas que llaman de terciopelo.
—De acuerdo. Ponedlo a trabajar con Kleist o Henri el Impreciso un mes. Veremos qué tal va. Si es adecuado, enviadlo a que eche un ojo en las cosas del Trece Occidental. Pero que se lleve a Simon con él.
—Arbell intentará que se quede.
—Si Simon lo permite, entonces está acabado. Mandad a Koolhaus solo.
Se sentaron guardando un agradable silencio durante unos minutos, disfrutando de la merienda.
—Deberíais ir a ver a Riba —dijo al final IdrisPukke.
—¿Por…?
—Tenemos que aprovecharla mejor.
—Ya lo he intentado. Pero ha aprendido gratitud de su antigua señora.
Para irritación de él, IdrisPukke se rio.
—Teníais mucha confianza en la gratitud ajena.
—Ya no, desde luego.
—No estoy de acuerdo. Le pedisteis que traicionara a su marido…, que encima es un marido completamente nuevo. Ni siquiera le habéis dado tiempo para que se desilusione de él.
—Bueno, me alegro de que le encontréis la gracia a la cosa. Impedí que a esa vaca desagradecida la destripara viva el puto loco de Picarbo.
IdrisPukke siguió comiéndose el pastel durante esta pequeña perorata, y cuando terminó de comérselo posó el plato y dijo:
—¿Sabéis que ya no me acordaba de lo desaborido que podíais ser? —Cale se quedó sorprendido, pero no por la negativa a conceder que su resentimiento podía estar completamente justificado—. Creéis que estáis muy por encima de todo el mundo…, no lo neguéis.
—No tenía intención de negarlo.
—Entonces ¿por qué os sorprende tanto que otra gente no esté a vuestra altura? No pueden ser las dos cosas, hijito. Tenéis que aclarar vuestra mente. O bien limitar, en el futuro, vuestros magnánimos actos de sacrificio personal al beneficio de los que sean heroica y excepcionalmente buenos.
IdrisPukke le sirvió a Cale una taza de té e hizo sonar la campana. Era un regalo de burla que le había hecho Cadbury a Henri el Impreciso, y se la había comprado al enterarse de que él merendaba opíparamente todas las tardes.
—¿Habéis llamado, señor? —preguntó el mayordomo.
—Más té —le pidió IdrisPukke.
—Como desee el señor —respondió el mayordomo y salió.
—Vos aseguráis que no esperáis nada de los demás, y sin embargo está claro que pretendéis que algunos lo den todo. ¿Por qué?
—Solo aquellas personas a las que he salvado a riesgo de mi propia vida.
—Existe una diferencia entre lo que la gente debería hacer y lo que la gente es capaz de hacer. Vos no habéis tenido nunca esposa ni padres entre los que dividir vuestras lealtades. Estoy seguro de que a Riba le cuesta mucho decepcionaros, y por eso deberíais mostrar más determinación y aprovecharos de su sentimiento de culpa. Ya veréis como está encantada de ayudar para demostraros que no es una desagradecida.
—Deberían haber confiado en mí.
—Sin duda. Pero tenían miedo.
—Yo sé lo que significa tener miedo.
—¿Lo sabéis? Ya veis que dudo que sea cierto. Al menos cierto del todo.
Lascelles regresó con el té, y a continuación IdrisPukke cambió de tema.