—¿Qué vais a hacer? —preguntó IdrisPukke.
—Mejor que no lo sepáis.
—No habéis pensado en nada, ¿verdad?
—No, pero pensaré.
—Andaos con cuidado.
—Quería preguntaros —dijo Cale— si habéis terminado los planes para ir a las montañas.
—Más o menos.
—Podríamos necesitarlos antes de lo que pensáis. —Estaba obviamente pensando en algo más—. ¿Ese plan incluye a los purgatores?
—No.
—Pues debería.
—Os habéis vuelto muy sentimental.
—Los sentimientos no tienen nada que ver con esto… salvo que mi odio hacia ellos me nubla el juicio. Pero ya es hora de que dé gracias por lo que tengo: doscientos hombres que harán cualquier cosa que se les mande, sin hacer preguntas, es algo que merece la pena, ¿no os parece?
—Esto no os va a gustar —le dijo Cale a Henri el Impreciso.
—No me digáis que no hay sándwiches de pepino.
Henri el Impreciso solo bromeaba en parte. Se había vuelto fanático de los sándwiches de pepino, que tan solo habían sido inventados diez años antes por el dandi Materazzi Lord Harris, alias Pepino, cuando esa verdura llegó por primera vez a Menfis importada del extranjero y nadie sabía qué demonios hacer con ella. Todos los días que no andaba ocupado con el trabajo para la OCR, Henri el Impreciso merendaba a las cuatro en punto a base de sándwiches de pepino, pastelitos de crema y bollitos de mantequilla, y fingía que lo hacía para burlarse de sus antiguos superiores. De hecho, se desvivía por aquellas meriendas, que le parecían el mayor placer de su vida junto con las frecuentes visitas que hacía al Imperio del Jabón, en la Rue De Confort Sensuelle.
—Los príncipes de la sangre… se van a ir de rositas.
Los tres habían discutido sobre el castigo contra los príncipes (Cale y Henri el Impreciso incluían siempre a Kleist, aunque él pareciera indiferente a cualquier cosa que no fueran sus gustos particulares), así como a los manufactureros que los sobornaban. Hablaban de lo que les harían, y de lo contundentes y públicos que debían ser los actos de violencia que se cometieran contra ellos.
—¿Por qué? —A Henri el Impreciso se le pasó el buen humor. Su rabia contra el penoso material que les habían entregado era tan intensa como la de Cale.
—Porque irse de rositas en asuntos en los que otra gente no se iría de rositas es lo que mejor sabe hacer la nobleza.
—¿O sea que no les vais a cortar la cabeza y ponerla en la punta de una lanza? —Aquella había sido la propuesta favorita de Henri el Impreciso.
—Peor que eso.
—Soltadlo ya.
—Vamos a tener que recompensarles —dijo Cale.
—¿Queréis sobornarlos?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque no somos lo bastante fuertes para hacer nada contra ellos. He estado hablando con IdrisPukke y con Vipond, y ellos me han hecho ver las cosas claras. No tenemos tiempo para hacer una revolución. Bosco necesitó veinte años para colocarse por encima de sus enemigos de Chartres, e incluso entonces tuvo que moverse más aprisa de lo que quería. Nosotros no podemos matar a docenas de miembros de la familia real, ni siquiera nos podemos permitir incordiarlos demasiado. Tenemos que sobornarlos para quitárnoslos de en medio. Tenemos que ponerlos nerviosos y después ofrecerles una salida. No demasiado nerviosos, y la salida tiene que ser generosa. Es delicado, pero posible.
—¿Y los propietarios de las fábricas?
—Con esos sí que podemos hacer lo que queramos.
Hubo un breve silencio.
—¡Manda huevos! —exclamó Henri el Impreciso, completamente frustrado y furioso—. Prometedme que si seguimos vivos cuando todo esto acabe, volveremos acá y les daremos por saco también a los príncipes. Prometédmelo.
—Ponedlos en la lista —respondió Cale, riéndose—, con todos los demás.
Repasemos los hechos de Thomas Cale y cómo tuvieron lugar: la salvación de Riba de una muerte espantosa, aunque solo después de haber escapado él mismo; el regreso posterior, a regañadientes, para salvar a sus amigos, que no lo eran del todo; la vandálica destrucción del bello Vástago de Dánzig; el asesinato de hombres dormidos; el rescate de Arbell Materazzi; el asesinato, sin piedad, de Solomon Solomon en la Ópera Rosso; la recuperación del idiota de palacio, Simon Materazzi; la nueva salvación de Arbell; la muy lamentada liberación de Conn en el monte Silbury; la firma de la pena de muerte de la Doncella de los Ojos de Mirlo; el envenenamiento de las aguas en los Altos del Golán; la destrucción de los campos, en que cinco mil mujeres y niños murieron de hambre y enfermedades; el estrangulamiento de Kitty la Liebre; la quema del puente tras la derrota de Bex; y el perjurio en el juicio de Conn Materazzi. A todo esto habrá que añadir el secuestro y asesinato de veinte comerciantes a los que consideró culpables de la basura entregada en sus depósitos la semana anterior. Desnudos como gusanos, los hombres fueron colgados delante de los palacios de los príncipes reales que habían aceptado sobornos de ellos. Sus cuerpos estaban horriblemente mutilados, con la nariz y las orejas cortadas, los labios y los dedos cosidos unos a otros con una moneda en la boca sin lengua y en las manos cerradas. Les habían arrancado el ojo izquierdo y la vesícula, que es donde reside la avaricia. Alrededor del cuello tenían una hoja de papel que más tarde se repartiría por cientos en toda la ciudad, y que revelaba la terrible naturaleza de sus crímenes contra cada hombre, mujer y niño cuya vida estaban dispuestos a vender en su afán de acaparar más dinero. El panfleto estaba firmado por «Los Caballeros de la Mano Izquierda».
Para ser estrictamente justos con Cale y Henri el Impreciso, los hombres habían sido asesinados con toda la rapidez y el menor dolor que habían permitido las circunstancias. Las terribles torturas infligidas en ellos como lección para los demás se habían realizado después de matarlos. La historia no puede juzgar: la historia es escrita por los historiadores. Solo el lector en posesión de los hechos puede decidir si él podría haber actuado de otro modo en aquellas circunstancias, o razonablemente, vistas las consecuencias de sus actos.
En los muros de los palacios de los que colgaban los cuerpos, habían escrito una frase en castellano antiguo, pues era una costumbre elegante de la aristocracia el hablar una lengua que en la propia España llevaba cientos de años sin hablarse:
Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto de peso[13].
Esta era una observación que el vulgo encontraría sin sentido, pero resultaría bastante amenazadora para los doce príncipes de sangre real que habían recibido dinero de los muertos que colgaban bocabajo delante de sus palacios. Cale les dejó preocuparse durante veinticuatro horas, y a continuación IdrisPukke, en defensa de la OCR, entregó una gran bolsa de papel llena de dinero, para compensarlos por la pérdida de ingresos a que les daba derecho su contrato, que era completamente legítimo, con los difuntos propietarios de las fábricas de las que la OCR se veía obligada, por emergencia nacional, a hacerse cargo. Los doce príncipes reales dijeron amén porque no sabían muy bien qué otra cosa podían decir: habían sido amenazados, aunque no sabían exactamente cómo, y recompensados, aunque no sabían exactamente por qué.
No solo se hicieron pocas alharacas con respecto al secuestro, tortura y asesinato de hombres que no habían sido sometidos a juicio, sino que dejaron en paz a sus acusadores, ya que había incluso un clamor por perseguir a cualquier otro que estuviera implicado, y mucho apoyo por parte de los barrios bajos hacia los Caballeros de la Mano Izquierda y sus métodos.
Una semana después de que el Leeds Español hubiera sido aligerado gracias a aquellos asesinatos, Robert Hooke recibió la visita de Cale, que quería oír su primer informe sobre la posibilidad de fabricar armas de fuego.
—No hay nada equivocado en la idea de la fabricación de armas de fuego —dijo Hooke, contemplando con Cale el hierro de disparar, que había comprado a un precio exorbitante—. El problema está en llevar esa idea a la práctica. El nitrato de potasio que está metido al final… es excesivo para el hierro. Por eso estalla. Es tan simple como eso.
—Pues buscad un hierro mejor.
—No existe. Todavía no.
—¿Hasta cuándo?
—Ni idea… Puede llevar meses, años… No tendremos suficiente tiempo, eso seguro.
—¿No hay más que hablar?
—Mmm…, no…, quién sabe. Estuve hablando con Henri el Impreciso. Él me dijo que había hecho ballestas mucho más fáciles de cargar… pero a costa de reducir la potencia del tiro.
—No necesitamos mucha potencia. Las queremos para la lucha a corta distancia, a pocos metros.
—Eso no me lo habíais dicho.
—¿Y…?
—¿Y…? Eso es muy importante. ¿Cuál es la distancia máxima a la que estaréis luchando?
—Apenas unos metros. Nuestros hombres se encontrarán detrás de paredes de madera. Lucha cuerpo a cuerpo, lo menos posible.
—¿Los redentores llevarán armadura?
—Algunos, no muchos. Pero supongo que empezarán a usarla más.
Hooke bajó la mirada hacia el hierro de disparar.
—Entonces no necesitaremos esto. —Levantó un gran proyectil del tamaño de un huevo de gallina—. Y tampoco esto. —Hizo un gesto a Cale para indicarle una mesa cubierta con una tela, y la retiró, como un prestidigitador en una fiesta infantil para mostrar una tarta mágica.
—No es más que una maqueta… pero se puede entender el principio.
Era semejante al hierro de disparar, un tubo cerrado por un extremo y abierto por el otro, pero cortado a lo largo en dos para que se pudiera ver el mecanismo interior.
—El caso es —dijo Hooke— que no hay que sobrecargarlo. Se necesita la cantidad justa de nitrato de potasio, cuanto menos mejor. Y algo ligero para que al explotar salga por la otra punta.
—¿Cómo de ligero?
Hooke abrió una pequeña bolsa de lienzo y extendió su contenido por la mesa. No era más que una colección de puntas, pequeños cascos y pepitas de metal. Incluso unas piedrecitas. Era difícil quedarse impresionado.
—Lo principal es acertar con el tamaño de la carga. Cada vez. No quiero ofender, pero vuestros hombres pondrán demasiada. Y luego se me ocurre… ¿Por qué no poner una carga uniforme en una pequeña bolsita de lienzo que sea fácil de cargar y que nos asegure que va siempre la misma cantidad? Y también, ¿por qué no hacer lo mismo con el proyectil de metal y piedra? Así —dijo entusiasmado por su propia inteligencia—, ¿por qué no poner ambos en otra bolsa? Sería fácil de cargar y muy rápido. ¡Brillante idea!
—¿Funcionará?
—Venid a ver.
Hooke hizo salir a Cale adonde se encontraban dos ayudantes suyos junto a un tubo de hierro, que al igual que el hierro de disparar estaba sujeto en un torno de madera. A unos nueve metros de distancia había un perro muerto atado a una tabla. Hooke, Cale y los ayudantes dejaron la cubierta detrás de una bolsa. Uno de los ayudantes encendió una astilla al final de un largo palo, y con cuidado la acercó al hierro de disparar. Como trataba de exponerse lo menos posible, fueron necesarios varios intentos para encender la cazoleta. Como podía mirar a través de una serie de agujeros perforados, Cale vio el infame nitrato de potasio prender en la cazoleta, seguido unos segundos después por un ¡PUM! potente, aunque no tanto como se había esperado. Aguardaron unos segundos, y Hooke salió de entre el denso humo y, seguido por Cale, se dirigió hacia el perro muerto. Se esperaba ver algo terrible, pero al principio pensó que el disparo había fallado. No lo había hecho, al menos no por completo. Cuando Hooke señaló las heridas, vio claramente media docena de trocitos de puntas y piedras hundidos en la carne del animal.
—Puede que no mate, pero al que le impacte esto no va a hacer otra cosa durante un buen tiempo que lanzar gritos de agonía. Y el caso es… que si solo se usa para dispararlo de cerca contra las filas apretadas de soldados, cada disparo podrá herir a dos o tres, o tal vez más.
—¿Cuántas veces se podrá cargar y disparar por minuto?
—Podemos conseguir tres disparos. Pero no estamos en condiciones de batalla. Yo diría, prudentemente, que dos.
Se pasaron otra hora discutiendo sobre los hombres y materiales que necesitaba, y dónde podían fundirse los nuevos tubos de disparar, y si se podría confiar en la calidad del hierro que entregaran.
—No debería haber problema. La tensión que deben soportar estos tubos es mucho menor, así que no debería ser difícil encontrar la calidad que precisamos. Además, supongo que les habrá quedado bien claro lo que ocurrirá si entregan material de segunda.
Se quedó mirando a Cale pensativo.
—Todo el mundo sabe que fuisteis vos.
Cale lo miró a su vez.
—Todo el mundo sabe que fui yo quien se rio delante de Conn al morir. Todo el mundo sabe que fui yo quien le cortó la cabeza a un hombre por mandarme que le llevara un vaso de agua.
Hooke sonrió.
—Todo el mundo sabe que fuisteis vos.
—Todo el mundo —dijo Bose Ikard— sabe que fue él.
—Érase una vez una vieja —respondió Fanshawe— que se tragó un pájaro.
—No os sigo.
—Ya veis: la vieja se tragó el pájaro para que se comiera la araña que se había tragado antes para que se comiera la mosca que se había tragado primero.
—Algo queréis decir, pero estoy demasiado mosca para seguiros la gracia.
—Yo simplemente estaba sugiriendo que aunque el remedio no sea tan malo como la enfermedad, Thomas Cale podría terminar sentándoos muy mal.
—¿A nosotros, pero no a vosotros?
—También a nosotros, por supuesto. Los siervos nos sobrepasan a los lacónicos por cuatro a uno.
—Nuestros campesinos son la sal de la tierra, no son esclavos. Nosotros no los matamos sin reparos. Así que no tenemos miedo de irnos a dormir por si nos cortan el cuello. Constituimos una nación.
—Realmente lo dudo. Pero, por supuesto, estáis en medio de un maravilloso experimento que pone a prueba vuestra confianza. Será muy interesante ver, si Cale logra sus objetivos, si vuestros campesinos se muestran encantados de regresar a su vida de antes, para seguir haciendo reverencias y follándose a las ovejas.
—¿Adónde queréis ir a parar, si es que pensáis parar?
—A que tenéis que saber cuándo dejar de tragar bichos. ¿No queréis saber cómo termina la canción de la vieja?
—No tengo particular interés —dijo Bose Ikard.
—Pues el final es muy bueno: al final la vieja se traga un borrego. Y se muere, claro está.