Según el gran Ludwig, el cuerpo humano es la mejor imagen del alma humana; como el cuerpo, el espíritu humano tiene sus cánceres y excrecencias y sus órganos infectados. Al igual que el propósito del hígado es actuar como un pozo negro para los venenos del cuerpo, el alma tiene también sus órganos para contener y aislar la descarga tóxica del sufrimiento humano.
Es un axioma de los optimistas que lo que no mata, engorda. Pero la verdad es que solo por un tiempo se puede mantener aislado tal sufrimiento humano en ese pantano de venenos: como el hígado, solo puede soportar una determinada cantidad de veneno antes de que empiece a pudrirse.
Los supervivientes del Santuario ya habían recibido más penas de las debidas. Añadamos a esto la pérdida de la esposa y del hijo más el horror sufrido en los sucesos del sótano de Kitty la Liebre, y comprenderemos que Kleist estaba a punto de ahogarse en su pasado. Al día siguiente de la batalla de mentira en el Campo de Plata, estaba entregando un par de botas en el que había estado trabajando para la campaña que tenían por delante (el cuero había sido una de las habilidades de Kleist en el Santuario) y se dirigía a los zapateros del camino de Nueva York. Bosco le había inculcado a Cale que unas botas decentes eran la tercera cosa más importante para un ejército, solo detrás de la comida y las armas. Kleist atravesaba el mercado abarrotado a causa de la feria semanal de caballos, cuando se cruzó con Daisy, que llevaba a su hija.
Siguió andando unos metros y de repente se paró. Apenas se había fijado en la cara de la joven, a la que ni siquiera había mirado de frente, y tanto ella como la niña habían pasado en una fracción de segundo, pero algo le hizo estremecerse, aunque ella fuera más mayor y estuviera más delgada que su difunta esposa, y mucho más demacrada. Sabía que no podía ser su esposa, que convertida en polvo estaría flotando por los aires de alguna pradera a quinientos kilómetros de allí, y no quería volver a mirar y revolver el pozo de sus desgracias, pero no pudo evitarlo. Se volvió para contemplar cómo se alejaba ella por entre la multitud, con el bebé en la cadera. Pero Daisy se dio mucha prisa en esconderse en la aglomeración de compradores y vendedores. Se quedó parado como un pasmarote, y pensó en ir tras ella, pero luego se contestó a sí mismo que no tenía sentido tal cosa. Le acometió un estremecimiento de pura desolación, una pena que de pronto resultaba incontenible y que se extendía lentamente, como una gotera lenta y maligna. Se quedó allí quieto un momento más, pero tenía cosas que hacer y terminó dándose la vuelta y caminando en dirección al zapatero. Sin embargo, desde ese momento vivió en ascuas.
—Entonces ¿qué os parece?
—Durante los últimos diez minutos, Cale había estado mirando cómo examinaba Robert Hooke un tubo de arrabio de metro y pico de largo.
—¿Habéis probado a usarlo?
—¿Yo? No. Vi uno como ese en Bex. El primer tiro que disparó pasó a través de tres redentores. El segundo estalló y mató a media docena de suizos. Pero si pudierais lograr que funcionara, sería una cosa infernal.
Hooke miró aquel aparato de feo aspecto.
—Me asombra que llegara a funcionar en absoluto.
—Desde luego: es asombroso.
—Necesitaría un montón de dinero.
—Lo tendréis, claro está. Pero no soy tonto. Sé que estabais trabajando en un tubo para vuestro colisionador. Y yo no pretendo pagaros para que investiguéis sobre la naturaleza de las cosas.
—Pensáis que todo conocimiento debe ser práctico.
—Yo no pienso nada sobre el conocimiento, en ningún sentido. Lo que pienso es que no quiero verme en lo alto de una hoguera con vos al lado, y ahí es donde nos encontraríamos si no descubrimos el modo de pararle los pies a Bosco. ¿Me comprendéis?
—Desde luego que os comprendo, señor Cale.
—Entonces, ¿será posible?
—No es imposible.
—Entonces hacedme un proyecto, y adelante.
Cale se dirigió hacia la puerta.
—Por cierto… —lo llamó Hooke.
—¿Sí…?
—¿Es cierto que le habéis cortado la cabeza a un hombre porque os pidió que le llevarais un vaso de agua?
Incluso para alguien que se encontrara tan sano y robusto como una cucaracha, el trabajo que hacía Cale hubiera sido agotador, y Cale estaba muy lejos de encontrarse sano y robusto. Se veía obligado a delegar en otros. Había para eso bastantes candidatos: se podía confiar en IdrisPukke y en el renuente Cadbury («Tengo delitos muy importantes que están esperando por mí»); incluso en Kleist, que pese a todo lo callado y triste que estuviera, parecía querer trabajar para tener la mente ocupada. Y Henri el Impreciso estaba en todas partes, haciéndolo todo. Pero seguía sin ser suficiente. Acudió acompañado de IdrisPukke a pedirle ayuda a Vipond.
—Siento lo de Conn.
—Y yo también —le respondió Vipond—. Está claro que no tenéis motivo para sentiros mal. No teníais elección.
—Yo no me reí delante de él.
—Lo sé. Pero me temo que eso no tiene ninguna importancia. Debéis ganaros a Bose Ikard.
—¿Cómo?
—Sí…, no es fácil. A su manera es un hombre muy capacitado, pero tiene el problema del poder, que se ha convertido en un fin en sí mismo para él. Y es adicto a la conspiración. Si se quedara solo cinco minutos, empezaría a tramar algo contra sí mismo.
—Necesito el control del ejército regular —dijo Cale—. Pensaba que podría crear mi propio ejército separado, pero no funciona por sí solo. Necesito tropas que puedan luchar por fuera.
—Creo que prometisteis otra cosa.
—Bueno, me equivoqué. Los campesinos van bien siempre y cuando estén protegidos detrás de una pared y fuera del alcance del enemigo. Pero lejos de los carros resultan tan peligrosos como un erizo.
Vipond no dijo nada durante un momento.
—A grandes males, grandes remedios —declaró al fin—. Intentad explicarle la verdad.
—¿Qué queréis decir?
—Lo que estoy diciendo. Que seáis franco con él. Él sabe lo difíciles que están las cosas, o de lo contrario vos no estaríais donde estáis. Hacedle ver que triunfaréis juntos o moriréis juntos también. Otra posibilidad es que tratéis de hacerle chantaje, si es que Cadbury tiene algo con que hacérselo.
—Algo tiene, pero no suficiente —dijo IdrisPukke.
—Entonces probad la honestidad.
—¿Y si la honestidad no funciona?
—El magnicidio.
—Creí que decíais que eso no funcionaba nunca.
—¿De verdad he dicho eso?
—De verdad.
—¡Sorprendente!
Para sorpresa de Cale, el encuentro con Bose Ikard no solo fue un éxito, sino además un placer. Las mentiras hay que trabajarlas, y siempre había algo en lo que uno no había pensado: eso de mentir resultaba estresante. Sin embargo, decir la verdad era fácil. Era algo tan… cierto. Le gustó tanto decir la verdad que decidió que un día volvería a decirla. Y, de ese modo, resultó tal como Vipond se había esperado: Bose Ikard no tuvo más remedio que actuar con simplicidad.
—Puedo deciros que el Alto Mando no se quedará muy contento. No quieren tener nada que ver con vos.
—Entonces habrá que sustituirlos.
—Acaban de ser nombrados.
—¿Todos ellos o solo algunos? —preguntó IdrisPukke.
—Sería suficiente con que se pudiera quitar de en medio a la tríada. Si fuera posible.
—¿Sois contrario a emplear medios especiales?
—¿Especiales?
—Sí, ya sabéis: a grandes males, grandes remedios.
En diez días, dos dimisiones y un suicidio habían dado cuenta de la tríada gracias a los libros rojos de Kitty la Liebre. Por mera cortesía y en prueba de buena fe, le entregaron a Bose Ikard uno de los libros: el que contenía algunos tratos financieros poco ortodoxos en los que andaba por en medio el propio Bose Ikard. Por supuesto, IdrisPukke se quedó una copia.
Por distintas razones, los lacónicos y los redentores eran sociedades asentadas en la creencia de que la guerra era una constante inevitable en la existencia humana. Los ejércitos del Eje no eran más que ejércitos. A Cale lo ayudaron en sus reformas, sin embargo, por la creciente conciencia de que lo que estaba en juego no era la derrota sino la aniquilación. Y esa conciencia aumentó cuando se reimprimieron los sermones pronunciados en la Gran Catedral de Chartres por el mismísimo Papa Bosco. En ellos, Bosco, citando con preciso detalle el Buen Libro, llamaba a sus seguidores a cumplir con el explícito mandato divino de «no dejar vivo nada que respire. Destruid Maceda completamente, con todas las almas que hay en ella. Destruid Libna y todas las almas que hay en ella; y en Luchish y Eglón y Hebrón y Debir, destruyeron por completo todo cuanto respiraba en ellas, y no perdonaron nada, dando muerte a los hombres, las mujeres y los niños e infantes, a las vacas y ovejas y camellos y burros».
Hay indicios que sugieren, y parece que es la verdad, que aquellos sermones sanguinarios eran falsos. Pero aunque fuera cierto que habían sido inventados por Cale y Henri el Impreciso e impresos en secreto, la mayoría se creyó a regañadientes que eran reales, y eso por dos motivos. Los pocos refugiados que en los tiempos recientes habían cruzado el Misisipi, desde el territorio ahora ocupado por los redentores, ofrecían numerosos informes de la evacuación de ciudades enteras, que se desplazaban al norte y después al oeste. Pero también estaba la inquietante verdad de que todas las religiones de las Cuatro Partes del Mundo compartían la creencia en el mismo Buen Libro, y aunque la mayoría preferían ignorar las muchas ocasiones en que Dios había ordenado la santa masacre de países enteros (hasta el último perro), ya no era posible seguir haciéndolo. La inconveniente verdad era que la promesa de un apocalipsis, ya fuera local (Man Hattan, Sodoma) o universal (el fin de los tiempos de Geddon), estaba muy bien hilvanada en la misma tela de sus creencias extrañamente compartidas.
Durante las seis semanas siguientes, todo fue pan comido, y el nuevo instrumento de mando de Cale, la Oficina Contra los Redentores (la OCR), se encontró abiertas todas las puertas. En parte esto se debía al miedo a los redentores, y en parte al miedo a Thomas Cale, pues la historia de que le había cortado la cabeza a un hombre por pedirle que le llevara un vaso de agua era aceptada como verdad incontrovertible.
—Tenéis un don especial para convertiros en leyenda —le dijo IdrisPukke—. Me pregunto si eso será algo completamente bueno.
Su acceso a los libros rojos de Kitty la Liebre también animaba a la cooperación. Tras el reemplazo de la tríada, todo el mundo, por el momento, dependía de Thomas para conservar su posición, con el resultado de que un nuevo entusiasmo con sus planes para todo empezaba a permear los salones del poder. Se hacía mucho, y mucho más aprisa de lo que hubiera esperado la OCR. Pero todas aquellas buenas noticias no podían durar, y no duraron. El golpe, cuando llegó, fue inesperado en su esperabilidad.
A los dos meses de sus preparativos, habían planeado la primera entrega de provisiones de comida, uniformes, armas y carretas, algo tan central en su campaña. Las botas, principalmente diseñadas por Cale y Kleist, habían sido contratadas indicando hasta el menor de los detalles siguiendo un modelo estricto: las botas de los redentores. Lo mismo sucedía con la comida, y otro tanto con las armas, desde los mayales sencillos pero de alta calidad a las ballestas de nueva creación, diseñadas para aumentar la velocidad de la carga y para ser disparadas de cerca, más que para lograr una gran potencia. Desde el depósito de alimentos, donde se había repartido el primer lote de raciones, Cale contemplaba cómo abrían caja tras caja, descubriendo que las galletas duras de marino estaban llenas de larvas y gorgojos. Y las que no los tenían, o bien estaban estropeadas por la grasa rancia o adulteradas con Dios sabía qué que las hacía no solo incomestibles (los soldados podían soportar lo meramente incomestible solo si no había más remedio), sino inútiles cuando lo que se pretendía era suministrar energía a hombres que iban a la lucha. En las cuatro horas anteriores había comprobado lo mismo con las demás provisiones: las botas ya estaban rotas antes de calzarlas, y las ballestas no podían disparar una saeta con la fuerza suficiente para atravesarle la piel a un niño raquítico. Los carros parecían construidos según sus especificaciones, pero un paseo de treinta minutos en media docena de ellos le mostró que apenas aguantarían una semana de uso intensivo.
—Quiero a los responsables —dijo Cale, tan frío como lo hubiera visto alguien alguna vez en la vida.
Pero aquello resultó mucho más peliagudo de lo que parecía. La corrupción en materia de provisiones militares estaba arraigada no solo en los proveedores, sino también en las personas a las que corrompían los proveedores para obtener los contratos. Estaba tan asentada en el negocio de la intendencia que los implicados no pensaban que se tratara de un fraude. Peor que el hecho de que fuera un hábito arraigado, era el hecho de que se trataba de un negocio exclusivo de los miembros de la familia real. No debería pensarse que hicieran nada realmente a cambio del dinero que cobraban, salvo soportar la tensión de abrir los bolsillos, pero la cantidad que esperaban cobrar a cambio de no hacer nada era tan grande que sencillamente no quedaba dinero suficiente para fabricar armas decentes y comida comestible y conseguir algún beneficio.
La guerra misma casi parecía un asunto sencillo al lado de aquello. Si la OCR no podía conseguir provisiones con la rapidez necesaria, y con la calidad adecuada para atender al probable hecho de que los redentores cruzaran a comienzos de la primavera, estaban perdidos. Aun así, la gente responsable de crear aquel desastre estaba donde Cale no podía llegar.
—No puedo hacer nada —dijo Bose Ikard que, para ser justos, veía el problema con toda claridad.
—Eso tiene que cambiar. Hay que quitárselo de las manos. Es una locura. ¿No comprenden que los redentores acabarán también con ellos?
—Son de la familia real. Su vida misma es una forma de locura. Son príncipes de sangre, una sangre que es una verdadera energía: una energía emanada de Dios, que fluye por sus venas. No son como vos o como yo.
—¡Y yo que creía que los redentores estaban mal de la cabeza…!
—Bienvenido al resto del mundo —dijo Ikard—. Si yo tratara de intervenir, me vería preso en una celda en menos de una hora. ¿De qué os serviría eso? Tiene que haber una solución.
—¿Y eso quiere decir…?
—Depende de vos. Ahora sois vos el que está al cargo.
—¿Tengo vuestro apoyo?
—No. Pero lo que hagáis, que resulte deslumbrante.
Gil estaba al tanto desde hacía tiempo de que Cale había logrado cubrirse de una gloria principalmente robada a partir de la victoria redentora de Bex, pero lo único que podía saber eran cosas vagas y generales, no mucho más de lo que se rumoreaba por la calle. También tenía un relato de tercera mano del juicio de Conn, y de primera mano de su ejecución, junto con el rumor, al que se daba generalizado crédito, de que Cale había estado fumando en la ejecución y se había reído al ver rebotar la cabeza de Conn en el Quai des Moulins. Ojalá fuera cierto lo que se decía en el Leeds Español sobre los espías redentores, pensaba Gil, pues en realidad los únicos a los que tenía a sueldo eran criminales, simples simpatizantes ajenos e inadecuados. Pero Gil estaba comenzando a comprender que cuando se trataba de Cale ya no había por qué separar los hechos de la ficción, pues era importante no despreciar, por absurdas que parecieran, las historias que le atribuían más de dos metros de altura, o cegar a un asesino levantando la mano en el aire (aunque la historia de que le cortara la cabeza a alguien porque le pidiera un vaso de agua le parecía completamente posible). Había algo en Cale que hacía que la gente lo ataviara con sus propias esperanzas y temores: el hecho de que le tuvieran miedo y sin embargo tuvieran ridículas esperanzas puestas en su capacidad de salvarlos eran cosas que iban juntas. Y no eran tan solo los idiotas y los desesperados los que se creían aquello, pues no había más que ver al propio Bosco. Él era el hombre más inteligente que conocía, y sin embargo nada podía hacer que dejara de creer en Cale. Pero eso no le quitaba a Gil de intentarlo.
—Está adquiriendo poder, Santidad.
—Entonces —dijo Bosco—, eso demuestra que Ikard y Zog son más inteligentes de lo que yo creía.
—O bien sabe, o bien puede adivinar lo que pretendemos hacer. Esa es una gran amenaza para nosotros.
—No lo creo. Su conocimiento de nuestro plan de ataque a través de la Tierra de Arnhem podría haber sido algo grave, pero en aquel entonces él no podía convencer a nadie de que lo escuchara. Ahora que estamos en el Misisipi, en el norte, y hemos cerrado para el Leeds el paso Brunner, en el sur, está clarísimo lo que pretendemos hacer. Lo que sepa o pueda imaginarse no importa mucho.
—Solo que ahora no nos vamos a enfrentar a ningún hijo de papá al servicio de Zog. Él sabe lo que hace.
—Por supuesto. ¿Qué otra cosa esperaríais de la Mano Izquierda de Dios? —Estaba sonriendo, pero Gil no estaba seguro de qué quería decir aquella sonrisa.
—¿Qué significa con relación a vuestro plan de traer el prometido fin del mundo el hecho de que él se nos enfrente de manera directa?
—Creí que el plan era nuestro, no mío…, nuestro y de Dios. —Seguía la misma sonrisa en sus labios.
—No me merezco, Santidad, que se me haga burla por un desliz de la lengua.
—Por supuesto, Gil. Hacéis bien en decírmelo. El Papa os pide disculpas. Vos habéis sido siempre el mejor de mis sirvientes en la más dura de todas las causas.
La sonrisa había desaparecido, pero el tono con que presentaba sus disculpas seguía siendo incorrecto.
—¿Qué significa, Santidad, que Cale esté contra nosotros?
—Significa que el Señor nos envía un mensaje.
—¿Que es…?
—No lo sé. Es culpa mía que no pueda ver lo que me está diciendo… Pero, al fin y al cabo, yo soy uno de sus errores.
—¿Por qué no os lo dice de manera sencilla? —Esto era meterse en camisa de once varas, y en cuanto lo dijo, Gil se arrepintió de no haber tenido la boca cerrada.
—Porque mi Dios es un Dios sutil. Nos creó a nosotros porque no quería estar solo. Si tiene que decirnos qué hacer e intervenir en nuestra ayuda, entonces ya no somos más que mascotas, como los perritos falderos de las putas ricas del Leeds Español. Dios lanza indirectas porque nos ama.
—Entonces ¿por qué nos destruye?
«¿Por qué no contestar a una pregunta blasfema con otra aún más blasfema?», pensó Gil para sí mismo nada más preguntar. Pero no había tenido en cuenta lo inteligente que era su señor.
—He pensado en eso a menudo. ¿Por qué, Señor, me pides que haga algo tan terrible?
—¿Y…?
—Dios actúa de un modo misterioso. Pienso que tal vez sea más piadoso y amoroso de lo que yo había creído. Yo era arrogante —añadió con amargura—, porque estaba furioso por lo que la humanidad le hizo a su único hijo. Ahora creo que una vez que todas nuestras almas muertas se reúnan, volverá a crearnos, pero esta vez a su propia imagen. Así lo creo. Creo que por eso tenemos que llevar adelante una misión tan desagradable.
—Pero ¿no estáis seguro?
Bosco sonrió, pero esta vez fue fácil de entender su sonrisa. Era una sonrisa de simple humildad.
—Me remito a mi respuesta anterior.
Estaba claro que la audiencia había concluido, y que sería mejor salir antes de decir alguna tontería aún mayor. Gil inclinó la cabeza.
—Santidad…
Tenía ya la mano en la puerta cuando Bosco lo llamó.
—Esta tarde os enviaré algunos planes.
—Sí, Santidad.
—Costará cierto esfuerzo, pero estoy seguro de que es necesario. Más vale asegurarse que lamentar, y todo eso… Quiero que desplacéis los astilleros del Misisipi hacia atrás, unos ciento cincuenta kilómetros.
—¿Puedo preguntar por qué, Santidad? —Su voz claramente mostraba que pensaba que aquella era una idea absurda, pero no parecía que Bosco lo hubiera notado. Y si lo había notado, no se le notaba.
—Si yo fuera Cale, intentaría destruirlos. Hay que andarse con cautela, me parece.
Fuera, mientras iba por el pasillo, un pensamiento daba vueltas en la mente de Gil:
«Debo encontrar el modo de dejarle».