25

No hay mucho que decir sobre el estar enfermo, salvo que si uno permanece enfermo mucho tiempo, tiene mucho tiempo para pensar. Para los que se encuentran permanentemente mal no hay distracciones capaces de llenar los interminables días y, además, es posible que la enfermedad le quite al enfermo las energías que necesita para leer o jugar a algo. Así que uno no tiene más remedio que pensar, aunque no se trate más que de ese tipo de pensamiento divagador que lo lleva a uno sin objeto del pasado al presente, de las comidas que ha comido, de los (o las) amantes que ha besado, a las noches de humillación, a los amargos arrepentimientos. Cale tenía habilidad para aquel tipo de cosas. En el manicomio dominado por Kevin Meatyard, había podido emplear la habilidad adquirida en el Santuario durante todos aquellos años para ir a refugiarse a algún rincón del interior de su propia cabeza. Pero aquellos días había estado tan poco consciente de lo que pasaba en el mundo como una piedra: por un lado estaba su espantosa vida real, y por otro su mundo imaginario, donde todo era maravilloso. Ahora, las ensoñaciones que iban y venían se mezclaban con las numerosas cosas que le habían sucedido desde entonces. Las ensoñaciones habían dejado de ser un placer, y ahora trataba de pensar en cosas útiles, de dar vueltas, machacar y reelaborar ideas, planes y nociones que de estar bien habría barrido hasta un rincón de la mente y dejado que se llenaran de polvo.

La religión de las clases superiores de los suizos y sus aliados era un asunto extraño. A Cale le había sorprendido enterarse de que ellos también veneraban al Ahorcado Redentor. Pero así como los verdaderos redentores habían creado una religión llena de pecado y castigo e infierno, de cosas que llenaban cada momento de vigilia, la religión de los aristócratas y mercaderes suizos se había desarrollado en otra dirección más o menos precisa: más allá de la iglesia de los domingos, bodas y funerales, no parecía haber demandas específicas, ni referencia a las funestas consecuencias que resultarían de dejar de obedecer sus leves e indirectas indicaciones. Sin embargo, ese no era el caso con la clase trabajadora y los campesinos. Estos últimos, en especial, eran extremadamente religiosos, tanto que tenían un gran número de credos, aunque al fondo de todos esos credos siempre estaba el Ahorcado Redentor. Aunque cada secta se consideraba a sí misma la única heredera auténtica de sus creencias, reconocían que todas pertenecían a una familia, más o menos. Sin embargo, lo que de verdad las unía era su odio universal a los redentores, a quienes veían como corruptos, idólatras, usurpadores y herejes asesinos. Fueran las que fuesen las diferencias entre la gente llana y los milleritas, los dospordos y los jeníferos gnósticos, Cale había hablado lo bastante con ellos para saber que su compromiso contra los redentores era de esa clase que considera la muerte un privilegio más que un precio. Pensara lo que pensase sobre los mártires, estaba acostumbrado a hacer que trabajaran para él. Era una moneda que comprendía. Habían pasado ya casi tres semanas desde la muerte de Conn Materazzi, y había empleado aquel tiempo en persuadir a los distintos jefes de las facciones religiosas importantes (moderadores, pastores, arquimandritas, apóstoles…) de que él estaba tan interesado en acabar con los redentores y con su odiosa perversión de las verdaderas enseñanzas del Ahorcado Redentor como solo podía estarlo alguien que había sufrido personalmente bajo su yugo. Afortunadamente, esto no requería habilidades diplomáticas hanseáticas, pues estaban muy dispuestos a creerle. Y por eso estaban todos presentes en el Campo de Plata a las diez de la mañana para presenciar la seria batalla entre los novatos del Ejército de Nuevo Modelo y los suizos. También se hallaban presentes Henri el Impreciso, IdrisPukke, Kleist y la todavía glacial Artemisia de Halicarnaso. De pie, a un lado, con aspecto receloso, se encontraban Bose Ikard y un surtido de generales suizos recién nombrados, elevados a su nuevo rango gracias a la matanza de los antiguos oficiales, que ahora se pudrían gentilmente en las fosas comunes de Bex.

Al día siguiente del encuentro con Bose Ikard y Fanshawe, Cale había escrito para pedir que, dado que el destino de varias naciones dependía del éxito de su intento de crear un Ejército de Nuevo Modelo, la lucha de aquellos cien contra los caballeros suizos debía hacerse con armas de verdad y sin reglas, salvo que se permitiría la rendición. Tal como se pretendía, eso alarmó a los suizos que, sumamente recelosos, exigieron que solo se usaran armas de entrenamiento, con la punta roma. Cale se negó. Al final se alcanzó un compromiso: las armas no tendrían punta, y las flechas y los dardos de ballesta tendrían la punta roma, y topes para evitar que entraran muy adentro.

El día comenzó con un extraño incidente en el que se vio implicado Cale, que después, con el correr de los rumores, acabó dando lugar a una peculiar leyenda. La persona con la que tuvo lugar el incidente era solo un miembro muy inferior de la aristocracia rural, que había llegado al Leeds Español la noche anterior y había logrado cobijarse bajo la protección de algún príncipe, y disfrutaba de la atención de los distintos lacayos que atendían las necesidades de la pequeña nobleza allí reunida. Sin comprender que el chico de cara pálida que estaba de pie a su lado, vestido con su sencilla túnica negra, era la encarnación de la Ira de Dios y un ángel muy exterminador, lo había confundido con un criado y, cortésmente, todo hay que decirlo, le había pedido un vaso de agua con una rodaja de limón. El criado no le hizo ningún caso.

—Vamos a ver —le dijo a Cale con más energía—, traedme ese vaso de agua con la rodaja de limón, y hacedlo ahora mismo. No lo repetiré.

El supuesto criado lo miró con los ojos encendidos, mostrando una incredulidad y un desdén que el otro interpretó como el peor tipo de insolencia.

—¿Qué…? —preguntó Cale.

El lechuguino recién llegado del campo tenía mucho interés en que no se le viera como un paleto de los que se dejan intimidar por el último mono, y se tomó el silencio asombrado de los que lo rodeaban como indicio de que estaban esperando ver si era capaz de enfrentarse a la insolencia de un criado. Así que le lanzó a Cale una tremenda bofetada en un lado del rostro. Al ver aquello todos se quedaron paralizados y hasta tal punto mudos que el silencio anterior parecía estruendoso en comparación. Fue el príncipe que lo había invitado quien rompió el silencio:

—¡Por Dios, hombre, este es Thomas Cale!

No hay adjetivo en lengua alguna capaz de describir la palidez que adquirió el rostro de aquel caballero rural cuando le bajó a las botas hasta la última gota de sangre. Se quedó con la boca abierta. Todos esperaban que ocurriera algo horrible.

Cale lo miró. Hubo una larga pausa en medio de un silencio aterrado, repentinamente roto cuando Cale soltó una simple y estruendosa carcajada de puro regocijo, y a continuación se fue.

Cada bando podía disponer de cuarenta caballos, y cuando los suizos entraron en el campo tenían sin lugar a dudas un aspecto impresionante, con aquellos caballos que tiraban del bocado, ansiosos por avanzar, y a su lado setenta caballeros a pie, con caparazones de armadura que lanzaban destellos al sol de la mañana. Un espectáculo hermoso, formidable. Formaron en línea y esperaron, pero no por mucho tiempo. En el otro lado del parque apareció un carro de labriegos, y detrás de él otro, y otro, hasta un total de quince. Cada uno de ellos era llevado por dos caballos percherones, que eran de grandes como uno y medio de los caballos de caza que montaban los caballeros suizos. Al acercarse quedó patente que aquellos no eran los carros normales que se empleaban para transportar heno o cerdos, pues eran más pequeños, con laterales inclinados, y con techo. En contraste, los quince vagones estaban flanqueados por diez de los exploradores de Artemisia, soldados ligeros y raudos montados sobre los ágiles ponis de Manipur. Llevaban ballestas, que no era un arma muy empleada en Halicarnaso. Las ballestas habían sido diseñadas por Henri el Impreciso para su uso a caballo: eran ligeras, ni mucho menos tan potentes como la que llevaba él, pero mucho más fáciles de preparar. Los carros ocuparon el lugar que tenían marcado, y entonces formaron un círculo. Los conductores saltaron de los carros y desengancharon los caballos, tirando de ellos hacia el centro. El espacio entre los carros no era muy grande, ya que los caballos habían sido cuidadosamente entrenados para cerrar ese espacio antes de que les quitaran el arnés. Cada conductor desprendió rápidamente un escudo de madera que colgaba de la parte de atrás del vagón, y entonces los encajaron entre ellos, para que los carros y los escudos formaran un círculo ininterrumpido, sin ningún espacio libre.

Los suizos observaban, algunos divertidos, y los más inteligentes recelando. El único espacio para entrar por los carros era a través de los espacios que quedaban debajo, pero esos espacios quedaron muy pronto cerrados también por cuatro tablas de madera que colocaron en el suelo. Por un momento no sucedió nada. Luego hubo un grito desde dentro del círculo, y los exploradores empezaron a disparar sus ballestas contra las filas suizas. El diseño de Henri el Impreciso podía tener menos potencia, pero a un centenar de metros las saetas, aunque tuvieran la punta roma, impactaban en las filas abarrotadas de los hombres protegidos con armadura, repicando con ferocidad. Los suizos solo habían llevado diez arqueros, que estaban entrenados para disparar a ejércitos compactos, no a diez hombres montados en ágiles caballos. En el intercambio de flechas, que duró cinco minutos, solo dos jinetes del Ejército de Nuevo Modelo resultaron alcanzados, de manera dolorosa y sangrienta, pero en contrapartida ellos hirieron a más de veinte suizos. Sus armaduras y el hecho de que las saetas fueran romas les libraban de heridas realmente profundas, pero estaba claro que una saeta de verdad habría matado o herido de gravedad a casi todos ellos. Al cabo de cinco minutos, se oyó una trompeta procedente de los carros, y los exploradores regresaron al círculo. Quitaron uno de los escudos de madera para dejarlos entrar, y los jinetes desaparecieron por él.

Entonces quitaron otras tres paredes, y salieron velozmente unos veinte hombres armados con mazos y estacas, que comenzaron a clavar en el suelo. Aquello resultaba más del gusto de los arqueros suizos, pero antes de que pudieran empezar a dispararles, salió una ráfaga tras otra de flechas desde el centro de los vagones, causando enorme confusión y aún más considerables heridas a los arqueros suizos, que llevaban armaduras muy leves.

Bajo aquella aterradora protección, los campesinos que clavaban las estacas terminaron su trabajo y corrieron a ponerse a salvo tras los carros, dejando tras ellos las estacas, conectadas con cuerdas, y con barbas de metal enlazadas en ellas cada quince centímetros. Lo raro de aquello era que las estacas y las cuerdas barbadas solo cubrían una octava parte del círculo, dejando a los atacantes gran libertad para rodear aquel desagradable obstáculo. No se entendía bien cuál era su utilidad.

Como las flechas seguían cayendo sobre ellos, los suizos no tenían más opción que avanzar y atacar los carros en un combate cuerpo a cuerpo. Las flechas de punta roma no eran más que un fastidio para hombres con armaduras de tanta calidad, y luchar cuerpo a cuerpo era el trabajo de su vida. Bordeando las cuerdas barbadas (algunos de los caballeros las cortaban con la espada al pasar, pero los campesinos habían enhebrado alambres con las cuerdas para evitar una solución tan fácil), se acercaron a los carros, decididos a abrirse camino hasta el interior y proporcionar a los allí refugiados una buena paliza. Aunque los carros no eran ni especialmente grandes ni altos, una vez cerrado el espacio no había un lugar fácil ni evidente por el que se pudiera entrar. Al acercarse, vieron pequeños agujeros cuadrados en los laterales de los carros, seis en cada uno. Por esos agujeros salían saetas de ballesta, que tan de cerca, y pese a que tenían punta roma, producían un efecto devastador. Y además salían muy aprisa: una cada tres o cuatro segundos. Se vieron obligados a acercarse a los laterales de los carros para agarrar las ruedas y volcarlos. Pero las ruedas habían sido clavadas al suelo mediante aros de hierro. Entonces se levantaron los techos de los carros, que volcaron sobre el lateral, girando sobre bisagras. Y tenían pinchos romos en el borde, diseñados no para horadar la armadura de nadie, sino para asestar un golpe demoledor. Docenas de brazos y cabezas se quebraron en ese movimiento. Y entonces quedó patente el motivo por el que aquellos carros tenían tan poca altura: en cada uno de ellos había seis campesinos, armados con los mayales de madera que habían empleado toda su vida, del mismo modo que los soldados profesionales suizos empleaban espadas y hachas. Incluso sin el añadido de los clavos que se emplearían en una lucha real, la cabeza del mayal se movía a tal velocidad que aplastaba manos, pechos y cabezas por igual, con armadura o sin ella. Y mientras tanto, las saetas seguían saliendo de las ballestas. No eran capaces de matar, pero producían terribles dolores y contusiones. Los suizos apenas podían asestar un golpe a cambio de todos los que recibían. El ámbito mortal de poco más de un metro al que estaban habituados, y que venía dictado por la longitud de la espada o del hacha, había sido alargado por Cale tan solo unos palmos, pero eso era suficiente para trastornarlo todo. Hombres a los que en campo abierto podrían haber descuartizado en cosa de segundos se convertían en intocables merced a las fuertes tablas de madera y a un metro extra de altura. Y ahora ellos eran vulnerables a un insultante despliegue de herramientas agrícolas modificadas y empuñadas con confianza y familiaridad por meros campesinos. Después de quince minutos de dolor y daños, se retiraron, furiosos y frustrados, cargados de envenenada impotencia. Su retirada fue acompañada por una burlona pero dolorosa descarga de flechas de punta roma, disparadas por una docena de los purgatores de Cale, hasta que él les hizo seña de parar. Cale vio con gran placer cómo los generales suizos se acercaban a inspeccionar los daños recibidos por su desconcertada élite militar. Tuvo la cortesía de no acompañarlos. No hacía falta: incluso a cuarenta metros de distancia resultaba evidente el efecto que habían producido los mayales, los garrotes, las mazas, las hachas de leñador desafiladas y las piedras.

Al cabo de diez minutos de inspección, fue Fanshawe quien se acercó a Cale, aparentemente tan tranquilo y frívolo como de costumbre; pero la verdad es que estaba impresionado por las implicaciones de lo que había visto.

—Yo estaba en un error —le dijo a Bose Ikard—. Parece que puede funcionar. Aunque tengo mis dudas.

—Y yo tengo respuestas para aclarar esas dudas —dijo Cale.

Y quedaron en mantener una reunión ese mismo día. Al salir del campo de batalla, Bose Ikard alcanzó a Fanshawe y le habló con calma:

—¿De verdad podrá funcionar esto?

—Lo habéis visto con vuestros propios ojos.

—¿Y podemos vencer?

—Posiblemente. Pero ¿qué pasa si lo hacéis? ¿Qué pasa entonces?

—No os entiendo.

—Acabáis de demostrar a vuestros campesinos que son tan buenos como sus amos. Van a luchar y morir por miles. Y morirán. ¿Y luego todo volverá a ser como antes? ¿De verdad?

En el encuentro de aquella tarde hubo muchas y grandes preguntas hoscas, todas las cuales fueron contestadas por Cale con tranquilidad. De estar en su lugar, él habría planteado cuestiones más incómodas, pues sabía que su estrategia tenía puntos débiles, aunque ellos no las vieran. Las preguntas que hizo Fanshawe carecían de concreción: él también podía ver que había puntos flacos, pero se daba cuenta de que no eran insuperables. Cale respondió con tranquilidad y de manera agradable hasta el ultimísimo comentario, que planteó la idea de que, cuando se tratara de un asunto realmente de vida o muerte, y los campesinos se vieran en presencia de la sangre y la mutilación, se vendrían abajo.

—Entonces traed mañana otra vez a vuestros hombres y lucharemos con las armas de verdad, sin clemencia —dijo Cale sin perder la compostura—. Pero no podréis mantener un tercer encuentro.

Bose Ikard, sin embargo, aunque se reconcomía pensando en las consecuencias a largo plazo que había apuntado Fanshawe, vio que no le quedaba más remedio que apoyar a Cale, pues no servía de nada pensar en el largo plazo si no se llegaba a ese largo plazo. Despidió a su nuevo y flamante Alto Mando, y entró con Cale en los detalles de dinero y otros requisitos.

Esto no era cosa fácil para el Canciller: dar dinero y poder le resultaba físicamente doloroso. Pero ya se preocuparía de recuperarlos, como también se preocuparía, a su debido tiempo, cuando todo hubiera terminado, de los peligros que pudiera plantear un campesinado armado y entrenado en lo militar. Al final de la reunión, Thomas Cale se había convertido en el niño más poderoso de la historia de las Cuatro Partes del Mundo. Sentía, mientras se firmaba la carta, como si en lo más profundo de su peculiar alma brotara un pequeño manantial de agua fresca.

Ya fuera, Fanshawe le hizo seña para que se apartara de los demás.

—Habéis estado muy callado —le dijo Cale.

—Cortesía profesional —explicó Fanshawe—. No quería desluciros la fiesta.

—¿Pensáis que lo habríais hecho?

—¿Cómo vais a abastecerlos?

—¡No! Habéis descubierto el gran punto débil. ¡A vos no se os puede dar gato por liebre!

Fanshawe sonrió.

—Entonces no tendréis problema en contestar, ¿no?

Diez minutos después, se encontraban en un viejo taller, en los barrios bajos del Leeds Español. Michael Nevin, arrastrador e inventor, les mostraba con orgullo uno de sus nuevos carros de provisiones. Ahora que disponía de dinero para respaldar su ingenio, el resultado, aunque en cierto grado emparentado aún con su carretilla de arrastrador, era algo elegante y con estilo.

—Movedlo —invitó Cale.

Fanshawe cogió un carro de dos ruedas por las varas del frente. Era mucho más grande que el original en que estaba basado, pero se quedó asombrado de lo ligero que resultaba. Nevin parecía un pavo real henchido de orgullo.

—Irá cuatro veces más aprisa que los carros que usan los redentores, girando y levantándolo con la mitad de esfuerzo. Si no se llena demasiado, no hará falta más que un caballo en vez de seis bueyes. En último caso, ni siquiera hará falta un animal: cuatro hombres podrían mover media carga, y aun así entregaríamos provisiones tan rápido como los redentores. Se me hace la boca agua imaginándomelo. He hecho algo que será útil a la humanidad. —Era una afirmación, no una pregunta.

Cale estaba casi tan contento con Nevin como Nevin lo estaba consigo mismo.

—El señor Nevin ha trabajado conmigo también en los carros de guerra. Fue idea suya rebajar el tamaño para que pudieran moverse el doble de rápido que los carros de provisiones de los redentores. La única manera que tendrían de moverse lo bastante aprisa para seguirnos y atacarnos sería mandar infantería montada tras de nosotros, pero sin carros de provisiones. Y aunque nos alcanzaran, los exploradores de Artemisia nos avisarían horas antes de que llegaran. Entonces haríamos un círculo, cavaríamos una trinchera de dos metros de honda alrededor del círculo, y ¿qué harán ellos? Si nos atacan los cortaremos en rodajas, peor de lo que hemos hecho hoy. Si esperan, los jinetes irán a buscar refuerzos. Recordad: habrá doscientos de estos baluartes en el camino cada día de cada semana. Aunque pudieran aislar uno y destruirlo, nosotros les infligiríamos diez veces más bajas a ellos que ellos a nosotros.

—¿Así de fácil?

—No —respondió Cale—. Pero perderán dos hombres por cada uno de los nuestros.

—Aunque tengáis razón, y admito que podríais tenerla, los redentores están dispuestos a morir en grandes cantidades. ¿Lo están vuestros labradores?

Cale sonrió de nuevo.

—Supongo que lo averiguaremos.

—¿Realmente pensáis que podéis ganar una batalla con vuestros carros?

—Eso tampoco lo sé, pero no pretendo ir dando palos de ciego. Esto es lo que dice IdrisPukke: el problema de las batallas decisivas es que deciden cosas. Yo no voy a aplastar a los redentores: voy a masacrarlos.