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La mañana de la ejecución de Conn, el sol salió con la misma calidez y la misma luz melosa que si se hubiera celebrado el aniversario de un monarca muy amado por el pueblo. A las diez de la mañana, lo sacaron de su celda del Swarthmore, le hicieron pasar la Puerta de Poniente y atravesar el parque Beaulieu hasta el lugar de ejecución, en el Quai des Moulins. Cinco de sus hombres, pero no Vipond ni su esposa, iban caminando con él, a cabeza descubierta y sin armas. Comió un trozo de pan y bebió una copa de vino en la Galería Vetch. Desde antes del alba, una enorme multitud se había ido reuniendo para conseguir los mejores sitios desde los que contemplar el espectáculo.

A la emoción habitual de una multitud que se deleita en el espantoso sufrimiento de un semejante, se añadía en esta ocasión el odio de los ciudadanos que veían a Conn Materazzi como responsable no solo de la derrota de Bex, sino de su justificado terror a que en la primavera del año siguiente los redentores les hicieran a ellos lo mismo exactamente que estaban a punto de hacerle ellos a Conn.

Una especie de banda de metales, sufragada por el principal pastelero de la ciudad, entonaba con verdadero estruendo toscas versiones de canciones populares, y atronadoras versiones de jactanciosos himnos marciales que proclamaban que los suizos nunca serían esclavos. La multitud era una peculiar mezcla de desiguales: malhechores y ladrones, putitas y holgazanes, carpinteros y tenderos, mercaderes con sus esposas y sus hijas y, por supuesto, un estrado especialmente erigido para aquellos que realmente importaban. En conjunto, aquello era un apretujón tal de despiadada humanidad que los que no estaban habituados a las aglomeraciones lo pasaban fatal, especialmente las esposas y las hijas de los aristócratas que se desmayaban de calor y tenían que ser sacadas de allí con sus profundos escotes todos desordenados, que encendían a los borrachos aprendices (¡ENSEÑADLES LAS TETAS A LOS MUCHACHOS!). Como siempre, era mal día para los gatos: al menos a una docena los lanzaron por los aires para que chillaran en el espacio vacío que había delante del patíbulo.

En general, a lo largo de las Cuatro Partes del Mundo, la muerte legal se llevaba a cabo mediante ahorcamiento, decapitación con hacha o pira de fuego, aunque a veces se empleaban los tres, si uno era especialmente desgraciado. Pero en el Leeds Español, tanto el vulgo como los aristócratas eran decapitados de una manera peculiar y por un verdugo muy poco común. Formalmente se le llamaba el Patíbulo de Leeds, pero la gente solía llamarlo «la Rebanadora». Consistía en un marco de madera de unos cinco metros de altura y metro y pico de anchura atornillado a un gran bloque. Era un poco como la guillotina francesa, aunque mucho más grande y mucho más rudimentaria. Pero a diferencia de la guillotina, no hay un solo verdugo en el Patíbulo de Leeds: hay muchos. Cuando el bloque con la cuchilla ha subido a lo alto del marco, se quedan sujetos con una punta, y la soga que sostiene la punta en su sitio se le entrega a cualquiera de la multitud que alcance a cogerla. Los que no alcanzan estiran la mano para mostrar que aprueban la ejecución. Aquel, pues, era el panorama que le tocaba ver a Conn al subir a la plataforma al encuentro de la muerte.

Su camisa de seda negra había sido cortada toscamente alrededor del cuello para dejárselo visible. Las camisas de seda negras, que después se pondrían tan de moda, fueron poco populares durante los años siguientes. El patíbulo, por supuesto, dominaba la escena, y si la belleza consiste en la forma que más conviene al propósito de un objeto, entonces su fealdad era hermosa, pues parecía lo que era. Era una pena que ninguno de los amigos de Conn tuviera permitido salir con él a la plataforma, pues Conn se hubiera merecido que alguien presenciara su valor ante aquel espantoso aparato. Quizá hubiera alguien en la multitud, no muchos, que se diera cuenta de ese valor. Era verdad que ya lo había mostrado en la batalla, pero el valor de la batalla se ofrecía en un lugar donde todos los demás eran parte del mismo destino; donde había terror, pero también sentimiento de compañerismo, y la perspectiva del honor y del objetivo que se pretendía alcanzar. Allí, por el contrario, se encontraba completamente aislado, rodeado de burlas y crueldades, dando a la gente la ocasión de ver el espantoso sufrimiento infligido sin ningún riesgo para ellos mismos. Aunque allí presente había al menos una persona que lo admiraba, que estaba al tanto de la injusticia que se estaba cometiendo, de lo erróneo de aquella muerte: Cale estaba en la sala de campanas de la torre de la catedral de Santa Ana, desde la cual se dominaba la plaza, a una distancia de unos cincuenta metros del patíbulo, y a cuarenta metros de altura. Se encontraba solo, fumando uno de aquellos finos cigarros suizos, un Diplomat No. 4, a los que se había vuelto adicto ahora que se los podía permitir cada día. No hubiera podido expresar cómo se sentía: no mal del estómago, como se había sentido en la ejecución de la Doncella de los Ojos de Mirlo, sino con una especie de tranquilidad mortal en la que parecía, paradójicamente, consciente de todo: de las burlas obscenas, de los silbidos, del hombre que sonreía a Conn y se llevaba dos dedos a la frente, entusiasmado ante el horror que iba a tener lugar. Pero también se sentía apartado de allí, como si la torre lo hubiera elevado por encima de la niebla de maldad y placer que había a sus pies. Había una pequeña jauría de perros que se perseguían unos a otros, ladrando felices por entre las piernas de los soldados que desde la plataforma encaraban a la multitud sin armas, solo con tambores.

Conn esperaba que le dijeran lo que tenía que hacer. Un cura se le acercó.

—Se ha acordado que se os permitirá hablar, pero os advierto que no digáis nada contra la Corona ni contra el pueblo.

Conn dio un paso al frente. La algarabía de la multitud disminuyó un poco: un buen discurso podría dar tema luego para muchas conversaciones.

A treinta metros de allí, encaramados en sus caballetes, los corredores de apuestas recogían pujas sobre la cantidad de chorros de sangre que le saldrían del cuello.

—¡No he venido aquí a hablar! —dijo Conn, asustado por la firmeza de su voz, al tiempo que notaba náuseas—. He venido a morir.

—¡Más alto, que no se oye! —gritó alguien en la multitud.

—Se me oiría mal aunque me matara gritando. Seré breve… Preferiría no decir nada, si no fuera porque aceptar la muerte en silencio haría pensar a algunos hombres que aceptaba la culpa tanto como el castigo. Muero inocente…

Desde lo alto de la torre, Cale oyó la palabra «inocente», pero nada más, porque el cura les hizo una seña a los tamborileros para que ahogaran la acusación de injusticia de Conn. Si dejó de hablar de pronto a causa de los tambores, o si lo hizo porque no tenía mucho más que decir, el caso es que Conn terminó allí, y caminó hacia, si no exactamente el verdugo, al menos el hombre que organizaba la ceremonia del patíbulo.

—Espero que hayáis afilado bien la hoja, como es vuestro deber. Y que mi cabeza se desgaje limpiamente del cuello y no se quede colgando como la monda de una naranja, que es lo que he oído que le pasó con vos a mi señor el Caballero de Zúrich. Si hacéis una chapuza, os quedaréis sin propina. Pero mirad de hacerlo bien, y os sentiréis muy satisfecho de haber matado a Conn Materazzi.

—Gracias, señor —dijo el casi verdugo, que dependía de aquellas propinas como pago de su trabajo—, tenemos un nuevo aparato para evitar que una cosa tan lamentable vuelva a suceder.

Conn caminó hacia el patíbulo, respiró hondo como para tragarse todo el terror, y se arrodilló, colocando el cuello en un semicírculo que estaba cortado en la pieza de madera, que era evidentemente nueva. Colocaron rápidamente en su sitio el tablón de encima, que tenía cortada la otra mitad del redondo agujero, y lo engancharon en su posición correcta. Por encima de él, la plana cuchilla encajada en su pesado bloque de madera estaba sujeta en su sitio por medio de dos puntas, cada una de las cuales estaba atada a una cuerda distinta. Una de las puntas estaba asegurada en su sitio por un ganchito, y fue la cuerda que salía de esta la que el maestro de patíbulo lanzó a la multitud. Esperó a que dejaran de pelearse por agarrar la cuerda, y entonces se subió a una escalera que estaba colocada contra el patíbulo y puso la mano derecha en el ganchito que aseguraba la punta en su sitio, para que los de la multitud no pudieran tirar de ella demasiado pronto. Se dirigió a la gente.

—Contaré hasta tres. Cualquier mano de hombre que ahora esté sujetando la soga y que la siga sujetando después de que yo cuente hasta tres probará el azote del látigo. —Convencido de que los que sujetaban la soga eran gente responsable, gritó—: ¡Una!

—¡DOS! —gritó a su vez la multitud—. ¡Y TRES!

Y sacó el ganchito con un gesto ampuloso de la mano.

La soga y el gancho se soltaron, el bloque y la hoja descendieron por el carril metiendo ruido, y golpearon al llegar abajo de manera espantosa. La cabeza de Conn escapó del armatoste como si la hubieran lanzado con una honda, y corrió por la plataforma hasta llegar a la multitud, para desaparecer entre los vestidos dominicales de hombres y mujeres que iban a la moda.

Cale se quedó un rato mirando hacia allí.

«¿Por qué? —pensó—. ¿Por qué así?».

Entonces se volvió, dejó caer lo que le quedaba del cigarro en el suelo de piedra, y se marchó.

Pero, del mismo modo que veía lo que sucedía, Cale también podía ser visto. Después se corrió la voz de que no solo había estado fumando durante la muerte de Conn, sino que se había reído al ver el espantoso final. Con el tiempo, eso hizo mucho daño a su reputación.

Arbell estaba de pie en un extremo de la estancia, mirando por la ventana y apretando al bebé entre los brazos, balanceándolo lentamente de un lado al otro.

A Riba y a su esposo les pareció un camino muy largo de andar. Se detuvieron a unos metros de distancia. Después de irse, ambos comentaron que había sido como si el aire mismo que había entre ellos y Arbell temblara de terror y los echara hacia atrás.

—¿Ha terminado?

—Sí.

—¿Sufrió?

—Fue muy rápido. Ha mostrado serenidad y mucho valor.

—Pero ¿sufrió?

—No, no sufrió.

Ella se volvió hacia Riba.

—¿No estabais allí? —Era una acusación.

—No, yo no —respondió Riba.

—Yo no se lo permití. —Arthur Wittenberg pensó que al decir eso la ayudaba. Pero no.

—No podía ir, no podía —dijo Riba.

—Debería haber ido yo —dijo Arbell—. Debería haber estado con él.

—Eso no le hubiera gustado —repuso Riba—. No le hubiera gustado nada.

—La otra noche, cuando hablé con él —dijo Wittenberg—, me dejó muy claro que no aceptaría que estuvierais presente… bajo ninguna circunstancia.

Raramente se pronuncia una mentira con tanta torpeza, pero Arbell no estaba en condiciones de darse cuenta de nada. El bebé, que había estado muy tranquilo porque le gustaba que lo apretaran entre los brazos, empezó a retorcerse.

—¡Yaaaaaaaaaaa! —gritaba el bebé—. ¡Buaaaa!

Al final logró soltar su bracito derecho y empezó a tirar de un mechón del pelo de su madre. Tirón, tirón, tirón, tirón… Ella ni siquiera se daba cuenta.

—¿Os lo cojo yo?

Arbell se apartó de Riba, como si esta pretendiera quedarse con él para siempre. Con suavidad, desprendió las manitas del niño de su cabello.

A la puerta, un criado anunció:

—La señora Satchell para…

Pero el final de la frase no pudo oírse, a causa del alboroto que armaba la propia señora.

—¡Mi niña querida…! —decía llorando desde el otro extremo de la estancia—. ¡Mi niña querida…! ¡Qué cauchemor, qué nagmerrie, qué kosmorro! —Una lengua simple no le bastaba a la señora Satchell para su actuación.

Era conocida, incluso entre las Materazzienne, como «la Gran Plañidera». No había situación que no pudiera, con su instantánea aparición, inflar a base de histeria. Ni siquiera aquella.

—¡Lo siento tantísimo, queridísima mía! —dijo apretando a Arbell contra su pecho. No había dolor que pudiera mantener alejada a la señora Satchell. Era tan sensible al dolor de Arbell como el toro lo es a la tela de la araña—. ¡Ha sido horrible, strasny Terribile! Pobre muchacho…, ver esa cabeza tan apuesta bajando weerkats por el Quai des Moulins.

Afortunadamente, la misma fuerza de la capacidad histérica de Satchell hizo que se pasara a hablar en afrikaans, así que Arbell apenas pudo comprender lo que decía.

—¡Y ese mostruoso Thomas Cale! Uno que estaba con él me ha dicho que se rio del Misero Conn cuando murió, y que fumaba un cigarro y le soplaba anillos de humo a su disgraziafo cadáver.

Arbell se la quedó mirando. Era difícil imaginar que alguien pudiera quedarse tan pálido y seguir vivo. Riba la cogió por el codo y tiró de ella con toda su fuerza, susurrando:

—¡Cerrad el pico, puta insensible! —y les hizo una seña a los dos criados que estaban en la puerta.

—¿Qué estáis haciendo? ¡Yo soy su querida prima! ¿Quién os pensáis que sois vos, guarra limpiadora de letrinas, para…?

—Lleváosla —les dijo Riba a los criados—. ¡Y si la vuelvo a ver por aquí cerca, lamentaréis haber nacido!

La señora Satchell se quedó despavorida al ser echada de allí por los criados, que estaban tan contentos de que se les diera permiso para maltratar a una persona de la clase superior que la dejaron fuera antes de que pudiera empezar a darle a la lengua otra vez.

Riba volvió con su antigua señora, pensando en qué decir.

—¿Es verdad eso? —Su voz sonó tan floja que Riba apenas pudo oírla.

—Yo no lo creo.

—Pero ¿lo habéis oído también vos?

—Sí. Pero no me lo creo, no creo ni una palabra. Él no es así.

—Él es precisamente así.

—Él me salvó la vida. Y también salvó la de Conn, y lo hizo por vos.

—Y cometió perjurio contra Conn porque piensa que yo lo traicioné. Cuando resulta que yo no podía hacer otra cosa… Pero vos no sabéis cómo es cuando se pone contra alguien…, lo que es capaz de hacer.

Dividida entre los dos, los primeros pensamientos de Riba no fueron generosos con su antigua señora.

«Si vos no lo hubierais traicionado, Conn todavía estaría vivo. Todo habría sido distinto». Naturalmente, parte de ella sabía que este pensamiento era injusto, pero al mismo tiempo no dejaba de ser cierto.

—Os lo dije: no me creo una palabra de eso.

Pero eso no era exactamente verdad. ¿Quién de nosotros, al oír que nuestro amigo más íntimo ha sido arrestado por un crimen espantoso, no pensaría, en lo más hondo del alma, en la oscuridad más remota y oculta del corazón, que puede ser cierto que ha cometido el crimen? Siendo así, para Arbell sería inmensamente más fácil creer que Cale se había reído delante de su querido esposo, viéndolo morir. No se la puede culpar por esa falta de fe en Cale… Es muy humano odiar a la persona a la que uno ha herido.

—¿Es cierto?

—Suena mal…, así que seguramente lo es —dijo Cale. No había duda en el tono receloso y airado de Artemisia.

—Respondedme: ¿os reísteis delante de Conn Materazzi cuando moría?

Él tenía muchos años de práctica en no mostrar sus sentimientos, pues el control de las emociones espontáneas era asunto de supervivencia en el Santuario. Pero una persona menos airada que Artemisia se habría dado cuenta de que los ojos se le abrían al oír la acusación. Pero se le abrieron muy poco tiempo, y ni siquiera se le abrieron mucho.

—¿Vos qué pensáis? —replicó él como sin darle importancia.

—Yo no sé qué pensar, por eso os lo pregunto.

—El caso es… que yo estaba solo en la torre. Podría haber sacrificado una cabra allí dentro y nadie se habría enterado.

—Seguís sin responder a la pregunta.

—No.

—¿No qué?

—No, yo no me reí al ver cómo moría Conn Materazzi.

Y tras decir eso, se levantó y se fue.

—Estoy impresionado —dijo IdrisPukke.

—¿Por…?

—No hace mucho, vos le habríais dicho que sí, que os reísteis delante de Conn, solo para castigarla por preguntároslo.

—Pensé en hacerlo.

—Por supuesto.

—¿Por qué tenía que creerse algo así?

—Mucha gente se refiere a vos como el Ángel Exterminador. No tiene nada de sorprendente que la gente se lo piense antes de concederos el beneficio de la duda. Además, los tiempos requieren un hombre con reputación de crueldad sin límites. La gente quiere pensar que con semejante ser de su lado podrían tener una oportunidad de contarlo el año que viene.

—Pero a mí no me conocen.

—Para ser justos, eso no es una tarea fácil… Conoceros, me refiero.

—Ella sí debería haberlo hecho, a estas alturas.

—¿De verdad? Artemisia sabe que mentisteis bajo juramento con la misma facilidad con que se le dice a una anciana que nos gusta su sombrero.

—Ni mucho menos. ¿Qué podía hacer yo? Si hubiera confesado, los dos habríamos terminado poniendo la cabeza para que rodara por la plaza.

—Estoy de acuerdo. Pero, pese a todas sus destrezas tan extravagantes, la verdad es que Artemisia no comprende cómo son realmente las cosas. Ella es una aristócrata. Cuanto más dinero se tiene, más bonito parece el mundo. Y si tenéis dinero y poder, la belleza del mundo alcanza cotas celestiales. Para tal gente, la crueldad del mundo es una aberración, no el estado normal de las cosas. Vos habéis tenido la buena suerte de no creer nunca que nada fuera justo. A Artemisia hay que dejarle tiempo para que comprenda que ahora vive en un mundo diferente. Ella no ha sufrido vuestras desventajas. El espíritu de los tiempos iba antes con ella, con Conn y con el rey. Ahora va con vos. Esta es vuestra época, mientras dure.

—¿Y eso quiere decir…?

—Que llegará el momento en que deje de serlo.

—¿Cuándo?

—Es difícil saberlo. Pero el caso es que, cuando termina, la persona que marcaba la época normalmente es la última en enterarse.