—¿Qué quería Arbell Materazzi? —preguntó Bose Ikard.
El encuentro con Cale había empezado mal, con otra pregunta malhumorada: «¿A qué mierda de juego os pensabais que estabais jugando?». Esto iba referido a la peculiar actuación de Cale en el juicio a Conn Materazzi. «¡Estaba muy claro lo que teníais que responder!».
Eso era completamente cierto.
—Eso fue antes de que me percatara de que teníais a vuestros testigos haciendo cola para contar la misma historia. Ya puestos, no sé por qué no les pagabais por su declaración mientras bajaban del estrado. Al menos yo di un poco de verosimilitud a la historia.
Eso también era completamente cierto. La falsedad a medio cocinar de Cale había quitado la impresión de que el juicio fuera un mero montaje, como rumoreaban los Materazzi. La impresionante actuación de Conn ante el tribunal le había conquistado algunas simpatías, y cuando, por insistencia de Riba, su marido, en nombre de la Hansa, había puesto objeciones sobre la limpieza del juicio, Ikard había podido servirse del testimonio de Cale como prueba de que no todas las pruebas estaban preparadas de antemano. También había salido beneficiado Cale, al dar la impresión de que era sincero, y de que había rehusado jugarle una mala pasada a un soldado compañero, pese a que le interesaba hacerlo. Además, una especie de locura colectiva había elevado a Cale por encima del reino de los seres ordinarios. En cosa de pocos días, se había hecho famoso. Eso era poco sorprendente, dadas las espantosas circunstancias en que se encontraba el Eje. Si alguna vez se ha necesitado un salvador, fue entonces.
—¿Me estáis espiando? —preguntó Cale muy consciente de la respuesta.
—Estáis siendo observado por todos los observadores, señor Cale. No podéis mear en una bacinilla sin que la relevancia de ese hecho sea discutida en cada comedor de la ciudad. ¿Qué quería ella?
—¿A vos qué os parece?
—¿Y…?
—Y nada.
—¿No vais a interceder por él?
—¿Serviría de algo si lo hiciera?
—Podríais presentar una petición de indulgencia, si lo deseáis. Por escrito. Yo me aseguraría de que el rey la recibiera personalmente.
Así era la cosa.
—No, no tiene nada que ver conmigo.
«Una pena», pensó Bose. Desde luego, si Cale hubiera sido lo bastante tonto para escribir semejante petición, él no se la habría entregado al rey. El rey había olvidado su obsesión por Conn (aunque, tal como ahora lo recordaba, le había influido demasiado el entusiasmo de Bose Ikard por el joven; como si el Canciller hubiera tenido otra elección que acceder al histérico favoritismo del rey). Ahora Cale era el favorito de todo el mundo, incluido el rey, así que era mejor que no se le viera actuando contra él. Pero Bose era escéptico con respecto a la capacidad del muchacho para mantener mucho tiempo el entusiasmo de nadie. Cualesquiera que fueran sus habilidades, la política no era una de ellas. Y al final, la capacidad y el talento no eran nada ante la política. Así que no hubiera estado de más tener una carta suya guardada en el bolsillo trasero, por si acaso.
—¿Estáis seguro?
—Sí —dijo Cale, llevándose la palma de la mano a la barbilla—. Estoy hasta aquí de seguridad.
—¿Eso se supone que es una gracia que hacéis a costa mía?
—No.
—¿Y estáis igual de seguro de que disponéis de los hombres necesarios para formar vuestro Ejército de Nuevo Modelo?
—Sí.
—Porque yo dispongo de consejeros experimentados y bien informados que dicen que no es posible formar un ejército de campesinos. Que no lo es en general, pero mucho menos un ejército capaz de vencer a los redentores. Por no hablar de la falta de tiempo disponible.
—Tienen razón.
—Ya veo. Pero ¿sí es posible para vos?
—Sí.
—¿Por qué?
—En el Golán, los lacónicos infligieron a los redentores la mayor derrota de su historia. Diez días después, los redentores infligieron a los lacónicos la mayor derrota de la suya. La diferencia fui yo. —Cale había estado insolentemente recostado en la butaca, pero en aquel momento se puso derecho—: ¿Ese que está detrás del biombo va a salir de ahí, o voy a tener que ir yo a sacarlo?
Bose lanzó un suspiro.
—¡Salid!
Salió de allí un joven de agradable sonrisa y que no tendría más que veintipocos años. Se trataba de Robert Fanshawe, un explorador lacónico. Cale lo había visto cuando hicieron un trato sobre los prisioneros, precisamente después de la batalla de la que acababa de jactarse.
—No tenéis buen aspecto, Cale, si no os importa que os lo diga.
—Sí que me importa.
—De todas formas, no tenéis muy buen aspecto.
—Bueno —dijo Bose Ikard—. Al menos eso demuestra que le conocíais.
—¿Conocerlo? —dijo Fanshawe—. Somos grandes amigos.
—¡No, no lo somos! —repuso Cale, y el apuro por cómo podría interpretarse aquello le hizo mucha gracia a Fanshawe, que se echó a reír a costa de los apuros que estaba pasando Cale.
—¿Son de creer las cosas que asegura el señor Cale sobre su importancia en la victoria de los redentores?
—Yo no estoy asegurando nada —dijo Cale. Fanshawe lo miró con frialdad, y dejó de reírse.
—Sí, la diferencia decisiva fue este joven.
—Entonces, ¿por qué estáis tan seguro de que fallará su Ejército de Nuevo Modelo?
—Ha habido rebeliones de campesinos desde que hay campesinos —dijo Fanshawe—. ¿Es que ha triunfado alguna? —Él los miró a ambos, volviendo burlonamente la cabeza mientras esperaba una respuesta—. Los lacónicos han entablado seis guerras contra nuestros helotos durante los últimos cien años…, si es que se puede llamar guerra a la matanza de paletos sin preparación. Siempre terminan de la misma manera. Siempre.
—No esta vez.
—¿Por qué?
—Preferiría mostrarlo que explicarlo.
—Excelente. Me muero de impaciencia por asistir a vuestra presentación de los detalles.
—No.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Bose Ikard.
—Que no voy a ofrecer un espectáculo para que vuestros burros me ofrezcan a mí los beneficios de su experiencia. Propongo que haya una lucha, y el que quede al final, gana la discusión. Cien de cada lado.
—¿Reglas…?
—No habrá reglas.
—¿Una lucha real?
—¿Hay otro tipo de lucha? Llevad a quien queráis, como queráis.
—¿Y vos solo tendréis a vuestros campesinos?
—Yo llevaré a quien me salga de las narices. —Pero eso era resistirse demasiado—. Utilizaré a ochenta plebeyos y a veinte de mis veteranos.
—¿Y vos?
—Yo estaré mirando cómo se desprende Fanshawe de toda la mierda que tendrá encima.
—¿Yo? Yo no soy más que un consejero lacónico. No podría tomar parte.
Bose Ikard era siempre receloso, pero pensó que aquello quizá fuera para bien. Quería saber qué pretendía hacer Cale, y era difícil imaginar un modo mejor de averiguarlo que aquel. Había soldados suizos que sentían que se merecían el reconocimiento más que un niño de aspecto miserable. De ese modo, tendrían ocasión de demostrarlo.
—Volveré a ponerme en contacto con vos —le dijo—. Cerrad la puerta al salir, señor Cale. Señor Fanshawe, quiero hablar con vos.