A la orilla del río Imprevu, uno de los robles más grandes, con las raíces socavadas por la corriente creada por las rocas que habían caído unos meses antes desde el puente que lo cruzaba, había caído al agua. Como el tronco era un peligro para las embarcaciones, el alcalde del lugar había mandado cortarle las ramas y arrojarlas lo más lejos posible, para después poder tirar de él y alinearlo con la orilla. Tuvieron la suerte de que, cuando una de las ramas, que sobresalía del agua, había sido ya cortada, una corriente repentina de agua de lluvia de las montañas empujara el árbol, de tal modo que el otro lado ofreció sus ramas para que se las cortaran también. Por desgracia, cuando casi hubieron acabado, una segunda corriente lo empujó y soltó de donde estaba, y el gran tronco empezó a bajar río abajo, hacia el Misisipi, donde dejaría de ser un problema de los habitantes de aquel lugar.
Esa noche, después del juicio, IdrisPukke preparó una cena. Fue una reunión un poco triste. Los invitados eran Cale, Artemisia, Henri el Impreciso, Kleist y Cadbury.
—¿Vipond está enfadado conmigo? —preguntó Cale.
—¿Se lo podéis echar en cara? —preguntó Cadbury—. ¿No es Conn su sobrino nieto o algo de eso? —Miró a IdrisPukke, burlón—. Incluso es algo vuestro, ¿no? Perdonadme, no me aclaro mucho con los parentescos…
IdrisPukke no le hizo ningún caso.
—Vipond no es un hipócrita. Comprende perfectamente por qué os visteis obligado a testificar. Pero está desconcertado.
—En eso podéis incluirnos a los demás —observó Henri el Impreciso—. No he visto nada tan tonto en toda mi vida.
Kleist no dijo nada. Apenas parecía que estuviera en aquella estancia.
—Dios reserva un castigo especial para los perjuros —dijo Artemisia, claramente sorprendida por el comportamiento de su amante.
Era indicio del debilitamiento de su afecto por Cale el hecho de que aquel fuera un modo más duro de resumir los hechos del día de lo que resultaba estrictamente necesario. ¿Por qué ese afecto se debilitaba de modo tan repentino? ¿Por qué tenía que pasar? Tal vez le hubiera impresionado el valor que había mostrado Conn en solitario, y lo hubiera comparado, dado que estaban el uno frente al otro, con Cale, tan poco rubio, tan extraño y tan carente de gracia y nobleza.
—¿Qué les hace, los envía a la cama sin postre? —preguntó Cale.
—No.
—Me lo suponía. Dios siempre tiene algo muy feo reservado para los niños malos.
—Tiene reservado un demonio para atormentaros durante toda la eternidad, metiéndoos un atizador al rojo vivo por el culo. —Esto lo dijo Henri el Impreciso.
—Lo siento mucho —dijo Cale—, pero ese demonio tendrá que guardar cola. Además, el demonio que me han reservado por envenenar pozos se supone que va a meterme un tubo por la garganta para llenarme el estómago de aguas fecales. Así que las aguas apagarán el atizador.
—Hablar bajo juramento no es una broma. Conn va a morir por culpa vuestra.
—El único motivo por el que está vivo para ser sentenciado a muerte es por culpa mía. Así que estamos en paz.
—Creo que deberíamos calmarnos un poco —dijo IdrisPukke—. ¿Alguien quiere vino?
Nadie parecía interesado en el vino, así que empezó a entregar lo que parecían pequeñas galletitas envueltas en un paquetito del tamaño de un pulgar. Había una para cada uno, y todos miraron sin entusiasmo aquellas galletas duras y nada apetitosas.
—No os las tenéis que comer, bastará con que las rompáis. He decidido publicar una breve colección de ideas mías esmeradamente condensadas en una sola frase. Se llamarán «Las máximas de IdrisPukke». He pensado que tal vez os hagan gracia. —Les hizo un gesto para que las abrieran—. Por favor, leedlas en voz alta. —Cadbury…
Cadbury, que estaba empezando a padecer la hipermetropía propia de la edad, tuvo que colocar el rollito de papel a cierta distancia de los ojos:
—«No dice nada en contra de la madurez del alma de un hombre el hecho de que contenga algunos gusanos».
Cadbury sospechó, aunque se equivocaba, que tenía preparada precisamente para él aquella máxima en particular.
IdrisPukke comprendió que su intento de alegrar la noche no había empezado bien. Le hizo un gesto a Artemisia. Ella rompió la galleta.
—«Yo solo creería en un dios que supiera bailar».
Artemisia sonrió levemente, pero al comprender lo que él insinuaba, su sonrisa se alargó un poco.
A IdrisPukke se le cayó el alma a los pies. Pero continuó, como si su idea no se estuviera deshinchando como el globo de un niño. Fue entonces el turno de Henri el Impreciso.
—«Actuar en el mundo es el único modo de comprenderlo. En esta vida solo Dios, los ángeles y los poetas son espectadores».
Como Cadbury, Henri el Impreciso se preguntó si IdrisPukke le habría elegido aquella frase especialmente para él. ¿Le estaba acusando de algo?
El siguiente era Kleist, que desmenuzó la galleta en la palma de la mano con una fuerza innecesaria.
—«Vivir es sufrir; sobrevivir es encontrar algún significado en el sufrimiento».
Entonces le tocó a Cale. Lo que leyó en voz alta parecía confirmar la falsa impresión de que IdrisPukke se estaba riendo de ellos.
—«El que pelea con monstruos, tenga cuidado de no convertirse en un monstruo él mismo. Si miráis mucho tiempo al abismo, el abismo empezará a miraros a vos».
Siguió un silencio.
—¿Y qué pasa con vos? —preguntó Cale.
IdrisPukke se entristeció un poco más. Después de oír a los otros, sabía cuál era la única máxima que quedaba. Desmenuzó la galleta y leyó en voz alta:
—«Si existen hombres a los que no se les ha encontrado su lado ridículo, es porque no se ha mirado bien[12]».
—Ha dado en el blanco —dijo Cadbury, pero todavía quería vengarse por la crítica que, según pensaba, encerraba su galleta—. Entonces, IdrisPukke, ¿no es el malogrado Conn Materazzi pariente vuestro?
A partir de aquel día, Cadbury siempre se refirió a él en plan de chunga como «el malogrado Conn Materazzi».
—Algo así… Debe de ser medio sobrino nieto, me parece. Yo nunca he podido soportarlo, aunque, para ser justos, lo estaba haciendo bastante bien.
—Entonces explicadme por qué Vipond no rabia por vengarse —dijo Cadbury—. Yo creía que los Materazzi adoraban a sus parientes.
—Mi hermano simplemente comprende la imposible posición en que se encontraba Cale. Evidentemente, Conn le cae bien, y ha hecho todo lo posible por ayudarle, sin encontrar mucha gratitud, todo hay que decirlo, aunque eso se debía a otras razones. Pero Vipond no es ni un idiota ni un hipócrita, ni carece de afecto. Se ve obligado por razones obvias a disimular toda relación con Cale, pero sabe perfectamente que Conn era hombre muerto desde el momento en que se torcieron las cosas en Bex. Lo que le desconcierta es que Thomas —y en este momento miró a Cale con toda la intención— se tomara tantas molestias para ofrecer un testimonio que ni lo condenaba ni lo salvaba, de tal manera que ha molestado a todas las partes por igual, sin conseguir nada a cambio.
Todos se quedaron mirando a Cale.
—Ha sido un error, ¿vale? Yo sabía que no podía ayudar a Conn diciendo la verdad, y que si hacía lo que ellos querían, me darían lo que necesitaba…, lo que necesita todo el mundo. Pero lo que pasó fue que, al verme allí, no fui capaz de mentir… del todo. Sufrí un inútil ataque de sinceridad…, lo admito.
—¿Por qué inútil? —preguntó Artemisia.
—Porque decir la verdad no va a servir de nada. Hay solo una cosa que se interpone entre nosotros y la masacre: el Ejército de Nuevo Modelo. Es así de sencillo.
—Entonces, ¿por qué no testificasteis contra él?
—Porque resultó que eso era más fácil de decir que de hacer, ¿comprendéis?
—Que impere la justicia… aunque se hundan los cielos. —IdrisPukke se estaba mofando un poco del idealismo de Artemisia, pero Cale estaba susceptible, y se lo tomó como una crítica personal, así que respondió:
—Aplicaos lo que os decía la galletita, abuelito.
La cena se desmenuzó entre los dedos como uno de los aforismos de IdrisPukke, y todo el mundo se volvió a su casa de malhumor. Fuera, el aire nocturno era pesado, y no tan templado como tibio, vagamente desagradable, como si hubieran pulverizado en él las almas de los hijos y los esposos muertos del Leeds Español, reunidas allí para asistir a la ejecución de Conn Materazzi, que tendría lugar en dos días. Cale, Henri el Impreciso y Kleist, cuya creciente tristeza hacía sentirse peor a los otros dos, regresaron a su elegante casa. Seguían intimidados por el hecho de vivir allí, como si esperaran que alguien importante apareciera de repente para acusarlos de haberle ocupado el sitio. Estaban acostumbrados a los criados de los demás, pero ahora tenían los suyos propios. No es que les importara que otros cocinaran y limpiaran para ellos, sino que la presencia de los criados les resultaba intimidante por momentos, recordándoles la falta de privacidad del Santuario, con el horror a las puertas y con el castigo reservado para aquellos a los que se pillaba solos. Igual que los redentores, los criados parecían pensar que se podían aparecer cuando quisieran. Se lo tomaban a mal cuando Cale les insistía en que llamaran a la puerta antes de entrar, algo que ellos veían como prueba de que él era alguien vulgar, pues lo que sabía hacer un verdadero señor era tratarlos como si no existieran.
Antes de que llamaran a la puerta, cosa rara, esta ya había sido abierta por el mayordomo.
—Tenéis compañía, señor —dijo él indicando con un gesto la chambre des visiteurs.
—¿Quién?
—No han querido dar sus nombres, señor, y en circunstancias normales yo les hubiera negado la entrada. Pero las he reconocido, y he pensado que… —Y entonces dejó la frase en el aire, para que se llenara por sí sola de significado.
—Bueno, ¿quiénes son?
—La duquesa de Menfis, señor, y creo que la esposa del Embajador de la Hansa.
—Me voy a la cama —dijo Kleist, como si no hubiera oído nada de la conversación.
—¿Adivináis por qué se ha traído a Riba? —preguntó Henri el Impreciso—. ¿Queréis que vaya con vos?
—Sí. Arbell piensa que iré solo. Vos id primero y mostraos frío con ellas. Yo voy enseguida. Dejad la puerta abierta.
Henri el Impreciso estuvo a punto de llamar a la puerta, pero se contuvo y la abrió un poco demasiado enérgicamente para compensar. Tanto Arbell como Riba se levantaron, un poco asustadas. Henri advirtió la decepción en el rostro de Arbell: un punto para Cale.
—Es tarde para andar de visita, señoras. ¿Qué es lo que deseáis?
—Buenos modales, tal vez —dijo Riba. Pero Henri el Impreciso no era tan fácil de aplacar.
—Entonces, ¿se trata de una visita de cortesía? Me sorprende, porque habéis tenido mucho tiempo para venir antes de hoy. Evidentemente, me he equivocado al pensar que queríais algo. Os presento mis disculpas.
—No me gusta esa actitud, Henri. No es propia de vos.
—Sí que lo es.
—No. Vos sois una persona muy amable.
Esta vez era Arbell la que hablaba, pero lo hacía con dulzura, no al modo de las orgullosas Materazzienne.
—Ya no tanto. He tenido mucho tiempo para pensar mientras esperaba que me mataran a palos…, para pensar sobre la bondad, quiero decir. Vos sois una persona amable, Riba, pero me habríais dejado morir en los sótanos de Kitty la Liebre. Resulta que Cale no es nada amable, pero no lo hizo. No me dejó morir, me refiero. Así que he suprimido la amabilidad de mis cualidades. ¿Qué es lo que deseáis?
Henri el Impreciso sentía que había algo raro en su propia indignación, algo en lo que no se pararía a pensar hasta mucho tiempo después: lo raro era que la estaba disfrutando.
Cale, que estaba aguardando cuidadosamente el momento correcto para hacer una entrada espectacular, pensó que aquel instante ya era bastante apropiado.
—¿Por qué no le respondéis? A mí también me gustaría oírlo.
Verla le afectó. Estaba hermosa, desde luego, con aquella plenitud conmovedora que le había causado tanta impresión al encontrársela en el corredor. Pero hay innumerables mujeres hermosas en el mundo, muchas de las cuales exhiben ese mismo rubor propio de la juventud y el poder. Y, sin embargo, había algo en ella que le emocionaba, como le había pasado antes y le pasaría siempre, algo así como la réplica maligna de un acorde perdido, cuyo descubrimiento los últimos montagnards creían que generaría una enorme e infinita calma. Cale quería que Arbell lo amara y, en la misma medida, quería retorcerle el cuello.
—En otro tiempo todos fuimos amigos —dijo Riba, que a continuación se volvió hacia Henri el Impreciso—. ¿Podemos hablar en algún sitio? —le preguntó con una voz tan triste y tan dulce que, blando y sentimental como era él, se sintió avergonzado de su arrebato anterior. Cale le hizo a su amigo un gesto con la cabeza, y Henri le mostró a Riba hacia dónde podían dirigirse, aunque ella no salió antes de cogerle la mano a Cale y decirle—: Por favor, mostraos amable.
Los dos se miraron fijamente durante un rato.
—Supongo que vos…
—Ayudadle —interrumpió Arbell—. Por favor…
Nervioso, pero intentando disimularlo, él se fue hasta una elegante e incómoda butaca, y se sentó.
—¿Cómo? —le preguntó él—. Y ¿por qué?
—Ellos piensan…, los suizos…, que vos sois su salvador.
—No serían los primeros en equivocarse.
—A vos os escucharán.
—No en este asunto, os lo aseguro. Fue una catástrofe, y alguien tiene que pagar por ella.
—¿Vos lo habríais hecho mejor?
—Yo no habría ido allí.
—No se merece morir.
—Eso no tiene nada que ver.
—¿Tanto me odiáis que dejaréis morir a un buen hombre para vengaros?
—Yo ya le salvé la vida una vez, y eso fue seguramente la cosa más tonta que he hecho nunca, y si de verdad yo quisiera vengarme de una perra traidora como vos, ya estaríais muerta.
—No se merece morir.
—No.
—Entonces ayudadlo.
—No.
—¡Por favor!
—No.
Le proporcionaba un raro e intenso placer verla sufrir. Tenía la sensación de que de eso no se hartaría nunca. Y, sin embargo, también sentía el horror de perderla, un horror que a su vez aumentaba el placer de verla sufrir. Era como rascarse un escozor que solo hacía que empeorar el dolor, aunque por un momento lo aliviara.
En aquel momento, ella temblaba, pálida de terror.
—Sé que fuisteis vos el que prendió fuego al puente.
Eso le impresionó.
—¿Lo hice?
—Sí.
—¿Y la prueba?
—Os conozco.
—Necesitarán algo más consistente que eso.
—Y también conozco a dos testigos que lo saben.
Eso era perfectamente posible: había un montón de gente en el puente, y podía ser que algunos de los hombres de Artemisia se hubieran chivado.
—Habéis cambiado de clave —comentó Cale—. Primero las lágrimas, luego las amenazas…
—Fuisteis vos.
—Eso no le importa a nadie. El que le prendiera fuego al puente fue un condenado héroe. Pero no fui yo. Aunque alguien lo confesara, no importaría. Necesitan echarle la culpa a alguien. Y han encontrado a Conn, eso es todo. Ahora podéis largaros con vuestras lágrimas y vuestras amenazas.
Entonces Cale se levantó y salió de allí, la mitad de él muy satisfecho, la otra mitad destrozado. Fuera, en el salón de la entrada, Riba y Henri el Impreciso interrumpieron la sincera conversación que estaban manteniendo. Riba se dirigió a Cale y empezó a hablar.
—¡Cerrad la boca! —le espetó él, y como un niño enfadado y maleducado, subió la escalera hecho una furia para meterse en su cuarto.