21

Después de cualquier catástrofe, normalmente hay que hacer dos cosas: primero, hay que encontrar el nombre de la persona responsable del desastre, avergonzarla y castigarla del modo más refinado posible; en segundo lugar, aunque menos importante, es sumamente deseable encontrar alguien que demuestre, a través de su valor, inteligencia y destreza personales, que el espantoso desastre podría y debería haberse evitado. En el caso del desastre de Bex, el hecho de que no hubiera nadie a quien culpar, ni nadie a quien alabar en particular, era algo que a todo el mundo le traía sin cuidado. Enseguida, gracias a su gran experiencia en triunfos y desastres, Fauconberg el Canijo se dio cuenta de cómo se iban a repartir los papeles, y unos tres días después de que los miserables restos del ejército suizo regresaran al Leeds Español, Fauconberg comprendió por dónde iban los tiros, y le envió un mensaje a Conn Materazzi diciéndole que haría muy bien en esfumarse. Él mismo se aplicó la receta y, a la caída de la noche, estaba de camino hacia un paso poco conocido por las montañas, en el que había pensado, para ese propósito, en cuanto lo nombraron lugarteniente.

Pero para entonces Conn ya había sido arrestado, y acusado de errores y negligencias ante el enemigo. En resumen, se le acusó de no ganar la batalla, un crimen del que era culpable sin lugar a dudas. La rabia del rey y del pueblo no permitía que pasara mucho tiempo, y se ordenó que el juicio contra Conn tuviera lugar en el Parlamento el miércoles siguiente. Al mismo tiempo que Conn era injustificablemente acusado, Cale se veía injustificablemente ensalzado, cosa que a Artemisia de Halicarnaso le dio bastante rabia.

Todo el mérito de salvar heroicamente los restos del ejército y llevarlos a salvo hasta el Paso de Schallenberg se lo concedían a Cale: la idea de que el único soldado que había mostrado el valor y la habilidad necesarios fuera una mujer era no solo inaceptable de todas todas, sino imposible de concebir.

—No sirve de nada que me echéis a mí la culpa —dijo Cale.

—¿Por qué no?

Eso era difícil de responder. Cale podía comprender que le diera rabia pero, tal como imprudentemente señaló, así era como funcionaban las cosas.

—No sirve de nada lloriquear.

—¡Retirad eso!

—Vale: lloriquear será de una enorme utilidad.

—Yo no estoy lloriqueando. Me merezco que se me reconozcan mis méritos.

—Estoy de acuerdo. Os merecéis que os reconozcan el mérito de haber salvado a mil quinientos hombres. Completamente de acuerdo.

—¿Qué pretendéis decir?

—Yo no pretendo decir nada.

—Sí, claro que pretendéis decir algo. ¿Qué es lo que insinuáis?

—Vale… Vos os merecéis que os reconozcan el mérito de haber salvado a mil quinientos hombres. Me lo están reconociendo a mí, y yo no lo merezco…, pero lo que están diciendo realmente es que aquel que tuvo ese mérito (o sea, vos) habría podido vencer a los redentores.

—Y vos pensáis que yo no hubiera podido.

—Efectivamente.

—¿Cómo lo sabéis?

—Conn lo hizo todo correctamente. Yo no lo habría hecho mejor.

—Así que eso es prueba suficiente. Nadie podría hacerlo mejor que vos.

—Yo no he dicho eso.

—No necesitáis decirlo.

—Yo os admiro.

—No tanto como os admiráis a vos mismo.

—Eso sería mucho pedir —respondió él, sonriendo.

—Veo con claridad lo que estáis pensando, no os preocupéis. No estáis bromeando, ya lo sé.

—Se podría repetir esa batalla cien veces, y Conn ganaría en cincuenta ocasiones. Lo que la gente dice a gritos es que aquel que salvó a los mil quinientos hombres, o sea vos, habría ganado la batalla. Ese es un mérito que no merecéis, y no importa que se lo concedan a alguien que lo merece todavía menos.

—¿Os referís a vos?

—Sí.

—Pues decidlo.

—No me merezco el mérito que se me reconoce. Vos sí.

Artemisia se quedó un momento callada.

Mientras tanto, otro delito más se había añadido a las acusaciones presentadas contra Conn: que él, de un modo vil y cobarde, había prendido fuego al puente de Glane y, para salvar su traidora piel, había condenado a miles de hombres a la muerte en manos redentoras. De todo lo que contaban contra él, esto era lo que más daño le hacía. Y era sumamente injusto: Conn no se encontraba a menos de ocho kilómetros del puente, y no podía, por tanto, haberle prendido fuego. Pero, aunque lo hubiera hecho, se habría tratado de un acto completamente necesario: los hombres que quedaban en la orilla izquierda habrían cruzado el puente y sobrevivido muy poco tiempo, para ser alcanzados enseguida y morir a manos de los redentores, que hubieran cruzado justo tras ellos. Los que habían pasado ya a la orilla derecha sobrevivieron solo gracias a que alguien tomó la difícil decisión de prender fuego al puente. La persona que le había prendido fuego, disfrazada con un yelmo que había quedado por allí abandonado, no era otra que Thomas Cale.

Tal vez de ningún otro tema se haya escrito tanto y tan cumplidamente como de la ascensión del Quinto Reich bajo la dirección de Alois Huttler. Es evidente la incapacidad para explicar cómo un hombre de escasa educación, menos inteligencia y ningún talento evidente, salvo el de lanzar discursos vacíos de inspiración sobre el manifiesto destino de su país para gobernar el mundo, se había acercado más que nadie en la historia a conseguir el final de ese mundo. Nadie sabe cómo logró ascender desde la cárcel, en la que había estado confinado por mendicidad agresiva, a gobernar la vida de millones de personas en grandes territorios y llevar al mundo a un nivel de destrucción nunca visto hasta entonces en la historia de la humanidad. Ningún historiador concluirá un libro admitiendo que no hay explicación para las cosas que describe. En el caso de Alois no la hay. El hecho de que sucedió es todo cuanto la razón puede decir. Es mucho más fácil de explicar de modo satisfactorio cómo, hacia el fin de la semana que siguió a la derrota de Bex, Thomas Cale, un muchacho lunático, se había convertido en el segundo comandante más importante del ejército de la Alianza Suiza.

A causa de su reciente estatus de héroe, había sido invitado a asistir a la conferencia para discutir qué había que hacer ahora que los redentores habían cerrado Suiza por detrás, y solo les quedaba cruzar el Misisipi para aplastar completamente el Leeds Español. No quedaba ningún ejército que pudiera detenerlos y, de haberlo habido, tampoco nadie vivo que pudiera mandarlo. Lo que sí había eran muchos discursos de hombres indignados que dejaban muy claro que nunca habían estado a favor de atacar a los redentores de una manera tan desastrosa, aunque las pruebas de que hubieran defendido la postura contraria no aparecieran por ningún lado. A la única persona que se había manifestado abiertamente contra aquel ataque, Artemisia, no la mencionaba nadie, aunque, de modo muy discreto, se le había permitido volver a asistir a la conferencia.

Antes de que asistiera, Vipond había tratado de marcarle las cartas, lo mismo que a Cale:

—Digáis lo que digáis en la conferencia, no mencionéis lo de «Ya os lo dije», ¿de acuerdo?

—¿Por qué no voy a mencionarlo? —objetó Artemisia.

—No lo mencionará —dijo Cale.

—Sí que lo haré.

Cale la miró.

—No lo dirá.

No se trataba de una orden, ni siquiera de una petición. De hecho, era difícil saber lo que era: tal vez la declaración de un hecho inevitable. Lanzando un suspiro, Artemisia aceptó de mala gana el consejo.

En la conferencia, Cale tuvo mucho cuidado de no hablar al principio, para permitir que las acusaciones y los ataques fueran lo bastante lejos para desmoralizar a todos los presentes. Entonces comenzaron las lamentaciones.

—¿Cuánto tiempo falta para que los tengamos aquí? —preguntó el rey.

Taciturno, respondió el Líder Supremo de las Fuerzas Aliadas:

—Les costará todo el verano construir los botes necesarios para cruzar el Misisipi. Las lluvias del otoño volverán traicionero el río, y los hielos del invierno más traicionero aún. Será el próximo año, a finales de la primavera.

—¿Podemos reconstruir un ejército en siete meses y contenerlos en el río? —preguntó el rey.

Esa era la pregunta que, más o menos, Cale había estado esperando.

—No, no podéis, Majestad —respondió él quedándose de pie. Delgado y pálido con su elegante túnica negra (se sentía cómodo con tal prenda, por todos los años que la había llevado, aunque su sastre le había diseñado un corte más elegante y se la había hecho de suavísima lana de Sertsey), Cale parecía un ser salido de algún cuento de hadas pensado para asustar a los niños inteligentes. El rey, ofendido, volvió la mano hacia un lado, y alguien le susurró una explicación de quién era aquel y de su (totalmente inmerecido) estatus de héroe.

—Vos habéis sido redentor, según tengo entendido.

—Me criaron como tal —explicó Cale—. Pero nunca fui uno de ellos.

Más susurros ofrecidos al oído real.

—¿Es cierto que habéis mandado un ejército redentor?

—Sí.

—Resulta difícil de creer, siendo tan joven…

—Yo soy alguien muy especial, Majestad.

—¿Lo sois?

—Sí. Yo aniquilé a los folcolares, y después de aniquilar a los folcolares, regresé a Chartres y aniquilé al ejército lacónico en el Golán. Ni siquiera antes de la batalla de Bex vos teníais a nadie que pudiera rivalizar conmigo. Ahora, yo soy lo único que os queda.

—Sois muy fanfarrón.

—No fanfarroneo de nada, Majestad, simplemente digo la verdad.

—¿Queréis decir que vos podéis contener a los redentores en el Misisipi?

—No. Eso es imposible. No se les podría contener allí ni siquiera con un ejército, y ahora vos no tenéis ninguno.

Se oyeron protestas ante esto: decían que los suizos y sus aliados reunirían a millares para su causa, que podrían quitarles la tierra pero nunca les quitarían la libertad, que la gente podría luchar contra ellos en los bosques, en los llanos y en las calles, que nunca sucumbirían, etcétera, etcétera. Zog, que era de repente una persona mucho más seria de lo que había sido hasta la semana anterior, les hizo una seña para que se callaran.

—¿Queréis decirnos que debemos perder?

—Digo que podéis ganar.

—¿Sin ejército?

—Yo os daré un nuevo ejército.

—Eso es muy amable de vuestra parte.

—La amabilidad no tiene nada que ver con esto.

—¿Cómo podríais…?

—Si mañana me recibís en privado, os lo mostraré, Majestad.

Se dice que el estafador no se sirve tanto de la confianza de los que engaña como de la suya propia, que ofrece a los demás. La verdad allí era muy simple: estaban completamente perdidos, y ahora una persona aseguraba que podía volver a encontrar el camino. En tales circunstancias, la inverosimilitud de lo que decía jugaba a su favor, pues eran conscientes de que solo algo increíblemente extraño podría salvarlos.

En Bex, los redentores se enfrentaban al desagradable trabajo de enterrar a los treinta mil hombres que habían matado. Había pasado una semana de la batalla, y los dos días de frío intenso que habían seguido a la lucha habían dado paso, como con frecuencia pasaba en esa parte del mundo, a unos días cálidos. Los cuerpos que peor olían eran los que habían muerto por heridas internas causadas por el peso de las hachas de guerra. La sangre se quedaba dentro y se pudría, y cuando los redentores movían los cuerpos, se les salía por la nariz y la boca. Después hizo aún más calor, y los cadáveres empezaron a hincharse de modo tan considerable que en las armaduras más baratas los remaches se abrían con horribles chasquidos. Después los cuerpos se fueron poniendo azules, y luego negros, y la piel se les desprendía, y aquellos que tenían que quemarlos llegaban a pensar que el olor no se les iría ya nunca de la parte de atrás de la garganta.

La mayoría de las noticias resultan no ser tan buenas ni tan malas como parecían al principio. Esto es completamente cierto referido a la victoria de los redentores en Bex. El Redentor General Gil estaba impresionado por la habilidad con la que el Oficio para la Propagación de la Fe había logrado saltar por encima de la contradicción existente en alabar el valor, la fuerza y el sacrificio del ejército redentor al mismo tiempo que se sugería que Dios había asegurado la victoria como algo inevitable. Como sabía Gil por sus muchos protegidos que habían estado presentes en la batalla de Bex, se había tratado de una lucha endiabladamente reñida. La mala noticia era que Cale había sido visto por un puñado de redentores, y él no se había enterado a tiempo de poner a ese puñado de hombres en cuarentena y evitar que la noticia se extendiera.

—Decidme qué es lo que visteis exactamente. No añadáis nada de vuestra cosecha, ¿entendido?

—Sí, Redentor General.

Había decidido ver uno a uno a los francotiradores que se habían encontrado de golpe y porrazo con Cale en el bosque, empezando por el sargento.

—Vamos.

—Medía más de dos metros, y el rostro le brillaba con una luz intensa. Alrededor de la cabeza tenía un halo de fuego rojo, y la madre del Ahorcado Redentor estaba a su lado, toda de azul y con siete estrellas en la frente, y lloraba lágrimas de pena por nuestros gloriosos muertos. También había dos ángeles que sostenían flechas de fuego.

—¿Y también tenían halos los ángeles?

—Me parece que no, Redentor General.

Durante media hora, intentó encontrar pies y cabeza a lo que decía el sargento, pero alguien que creyera que Cale medía más de dos metros y que su rostro brillaba con algo que no fuera el recelo y el odio estaba claro que no podría ser de mucha ayuda. Después de interrogar a dos más del grupo, cuyo relato sonaba aún más absurdo, se dio por vencido.

Se enfrentaba entonces a dos preguntas: ¿era aquello tan solo un exceso de júbilo santo, o de verdad habían visto a Cale? Y si lo habían visto, ¿qué significaba eso? ¿Por qué se escondía en el bosque en vez de guiar a las tropas en la batalla? Eso ni siquiera aclaraba la cuestión de qué le había sucedido a Cale después de que murieran los dos Trevor. Gil había esperado que él hubiera muerto a causa de las heridas, pues sin duda los Trevor le habrían asestado al menos un golpe antes de que él los matara… Se suponía que ellos eran los mejores asesinos de las Cuatro Partes del Mundo, y también se suponía que Cale estaba enfermo. Tal vez Cale estuviera muerto, en cuyo caso las historias sobre él apareciéndose en la batalla resultaban aún más preocupantes. ¿Sí o no? ¿Era mejor tenerlo vivo y sin ningún poder, o muerto y apareciéndose con sus más de dos metros de altura y su halo de santidad, creando quién sabe qué follón entre los incautos fieles? Si esto parece extraordinariamente escéptico para un hombre de profundas creencias espirituales en la Única Fe Verdadera, lo cierto del asunto es que Gil estaba cambiando en su vejez. Mientras los milagros y las visiones tuvieran que ver con personas o con cosas sobre las que él no tuviera una experiencia directa, estaba dispuesto a aceptarlos sin plantearse ninguna duda. Pero la realidad de su experiencia personal de Cale, y las historias cada vez más absurdas sobre él, se le hacían cada día más difíciles de tragar, como una espina que se queda atascada en medio de la garganta. Había conocido a Cale desde que era un apestoso niño, lo había entrenado día tras día siguiendo las instrucciones de Bosco, lo había visto mearse de miedo después de una lucha, antes de que el golpe en la cabeza le otorgara aquel raro don contra el cual nadie podía competir. Era obra de Dios, decía Bosco. Pero era demasiado difícil para Gil pensar en Cale como en alguien elegido por el Señor para proporcionar el fin de todas las cosas. En el fondo, Gil pensaba en él como en un chico desagradable. Lo que Gil no comprendía, ni quería comprender, era que tal realismo le estaba envenenando la fe. No creer en Cale era no creer en Bosco: no creer en Bosco era no creer en la necesidad de la llegada del fin del mundo. Reconocer esto implicaba plantearse su propio lugar central en aquella llegada. Mejor no seguir con esos pensamientos. Pero era más fácil dejar de hacer algo que dejar de pensar en algo.

El problema más inmediato era qué contarle a Bosco, si es que se le contaba algo. Si se le contaba lo de aquel disparate milagroso, no había duda de que se sentiría inspirado. Si no se le contaba y él se enteraba por otro lado, se vería metido en un lío. Decidió no correr riesgos, y varias horas después se hallaba ante el Papa Bosco, y terminando de informarle sobre aquella sorprendente aparición de Thomas Cale.

—¿Les creéis? —preguntó Bosco cuando Gil terminó.

Aquella pregunta tenía su trampa. Se podía dar una respuesta rodeada de dudas y reflexiones, y tal vez de ese modo se pudiera orientar la reacción de Bosco. Pero pensó que era una prueba que se le hacía a él, y no andaba equivocado. Sin embargo, incluso el contarle a Bosco lo que él quería oír presentaba problemas: demasiado entusiasmo le haría recelar, y Gil tenía miedo de lo que pudiera suceder si Bosco se enfriaba un poco más con respecto a él.

—Estoy bastante seguro, Santidad, de que Cale no ha crecido dos palmos de repente, y también de que su rostro no brilla con santo resplandor, pero sí creo que lo vieron. La cuestión es: ¿qué hacía él allí?

Bosco lo miró, pero también él deseaba que volviera a establecerse entre los dos la vieja confianza que había habido en otro tiempo. Resultaba extraño y le hacía sentirse muy solo aquello de acarrear el prometido fin del mundo.

—Sea cual sea su intención, tiene que ver con el asunto de Dios, lo sepa él o no. Pero aunque Dios no haya aumentado su estatura ni bendecido su rostro para iluminar a los fieles, lo que sí ha hecho es darnos una señal: debemos atacar la Tierra de Arnhem ahora, y no esperar otro año como vos aconsejabais. Y debemos aumentar la velocidad con la que enviamos gente al oeste.

La audiencia privada con el rey que Cale esperaba al día siguiente no fue realmente privada en el sentido en que él se había esperado. De hecho, el rey no estaba más acostumbrado a la privacidad que Cale en aquel dormitorio del Santuario que había compartido con cientos de acólitos. La soledad era un pecado para los redentores, y también podría haberlo sido para el rey a efectos prácticos. A diferencia de lo que le había sucedido a Cale, al rey no parecía que le importara. Ni siquiera parecía que se diera cuenta. Y eso seguramente no era extraño en alguien que hasta tenía un criado de considerable rango, el Guardián del Regio Taburete, cuya misión era examinar cada día los excrementos reales.

—¿Esperáis que pongamos nuestro ejército en manos de un niño? —preguntó Bose Ikard.

—No —dijo Cale—. Guardaos vuestro ejército. Haced lo que queráis con él. Yo formaré un Ejército de Nuevo Modelo.

—¿De dónde? No hay hombres.

—Sí que los hay.

—¿Dónde?

—Los campesinos.

Dieron un respingo. No todos se rieron.

—Nuestros campesinos son la sal de la tierra, por supuesto. Pero no son soldados.

—¿Cómo lo sabéis, Majestad?

—Cuidad vuestras maneras —le dijo Bose Ikard—. En realidad no sois el primero al que se le ocurre semejante idea. Hace veinte años, el conde Bechstein creó una compañía hecha de paletos e irlandeses y se los llevó a las guerras contra la Falange. Creo que uno o dos, que tuvieron el sentido de desertar la primera semana, sobrevivieron.

—No me importa.

—A nosotros sí. No funcionará.

—Sí funcionará. Os mostraré cómo.

Diciendo esto, empezó a mostrarles sus planes y diseños. Terminó una hora después.

—Esta es la sencilla realidad: no hay otro modo. Si fracaso, tendréis la satisfacción de ver a los redentores asándome en la Plaza Mayor. Eso si no empiezan con vos, Canciller. —Se volvió hacia el rey—: Lo único que necesito es dinero.

Tal vez no les quedaran soldados, pero dinero era algo de lo que tenían a montones. Después de la matanza de Bex, nadie creía, ni siquiera Bose Ikard, que la rendición fuera una alternativa. Estaba claro que los redentores no comprendían la idea de permitir que el enemigo se rindiera. Cale tenía razón: no había otro modo.

—¿Podéis hacer esto en siete meses? Parecéis muy seguro.

—Ya os lo he dicho, Majestad: yo soy alguien muy especial.

Si Cale no tenía tanta seguridad como aparentaba tener, tampoco estaba tan desesperado como le parecía a Ikard. Había estado trabajando en su Ejército de Nuevo Modelo desde que tenía diez años (o tal vez desde los nueve, pues no estaba seguro de su fecha de nacimiento). Desde entonces, cada vez que tenía unos minutos libres, cosa que a veces solo sucedía una vez por semana o por mes, dibujaba un diagrama o tomaba un apunte sobre algo de los hábitos de trabajo y los distintos tipos de herramientas que los campesinos que tenía cerca estaban acostumbrados a manejar: martillos, mazas y mayales, o la pequeña pala afilada usada por los folcolares en la batalla del Vado del Zopenco. Hasta en los peores días pasados en la abadía, cuando Kevin Meatyard lo torturaba, él observaba a los trilladores y cosechadores que trabajaban en los campos, con sus guadañas y azadones, y se preguntaba qué partido se le podría sacar a aquellas herramientas y a su medio de vida. Cuando las cosas estuvieran más claras, ya se preocuparía por qué hacer en caso de que funcionara o de que no funcionara. Pero allí tenía también la oportunidad de trabajar en un plan de retirada, un plan que seguramente implicaría encaminarse hacia un paso de montaña llevando todo el dinero posible.

Zog tenía curiosidad con respecto a Cale, del mismo modo que podría tener curiosidad con respecto a un mono que fuera capaz de escribir mejor que un ser humano, o con respecto a un perro bailarín de elegancia sin par. Se daba cuenta de que el muchacho era alguien excepcional, pero ni se le pasaba por la imaginación que se tratara de otra cosa que de un increíble monstruo de la naturaleza.

—Decidme más, muchacho, acerca de vuestra victoria sobre un ejército entero de lacónicos. Contádmelo todo…, contádmelo todo…, todo…, la historia entera.

Lo que Cale pensó fue que aquello era como pedirle que contara la historia de una tormenta. Pero estaba, desde luego, a punto de comenzar cuando lo interrumpió Bose Ikard.

—Me temo que Su Majestad tiene una cita importante con el Embajador de la Hansa.

—Ah… En otro momento, tal vez —le dijo a Cale—. Muy interesante.

Y se dispuso a salir. El propio Cale también tenía una cita: al día siguiente se le requería para que declarara en el juicio de Conn Materazzi, cosa a la que los suizos dedicarían una tarde casi entera. La cita era para explicarle a Cale qué era lo que tenía que declarar.

—¡Sois el mayor traidor que jamás ha existido!

El Congreso de los Imputados ofrecía cómodo asiento para cuatrocientas personas, dispuestas en bancos a los tres lados. Aquel día había allí ochocientas, y miles que se habían quedado fuera, aguardando las noticias. En el cuarto lado estaba el banco del juez, ocupado aquel día por Justice Popham, un hombre en quien podía confiarse que dictaría el veredicto correcto. Junto al banco del juez, ligeramente a un lado, estaba el banquillo del preso, en el que se encontraba, en pie, bastante calmado, Conn Materazzi, que miraba con desdén al fiscal, Sir Edward Coke, que era el hombre que acababa de gritarle aquello.

—Eso podréis decirlo, Sir Edward —respondió Conn—, pero no podréis demostrarlo.

—¡Por Dios que lo haré! —dijo Coke, que parecía un toro sin cuello, pura furia y belicosidad.

—¿Cómo os declaráis? —preguntó el juez Popham.

—No culpable.

—¡Ja! —gritó Coke—. Sois el traidor absoluto que siempre habéis sido.

Conn hizo un ligero gesto con la mano, como para darle un manotazo a un tábano.

—No parece propio de un caballero insultar de ese modo. Aunque me consuela que os comportéis con tan malos modales: es todo lo que podéis hacer.

—Entonces veo que os he irritado.

—En absoluto —repuso Conn—. ¿Por qué tendría que irritarme? Aún no he oído una palabra contra mí que pueda demostrarse.

—¿No escapó Fauconberg por la montaña porque nos había traicionado en Bex? ¿Y no planeaba también esa sierpe falsaria matar al rey y a sus hijos? —Entonces suspiró de un modo estruendoso, como si aquello fuera demasiado—. ¡Esos pobres niños, que nunca le han hecho daño a nadie!

—Si Lord Fauconberg es un traidor, ¿qué tiene eso que ver conmigo?

—¡Todo lo que hizo él, víbora, fue por instigación vuestra!

Al oír esto, la furia de la multitud se desbordó:

—¡TRAIDOR!, ¡ASESINO!, ¡OÍD, OÍD, OÍD! ¡CONFESAD! ¡LOS HIJOS DEL REY! ¡POBRES NIÑITOS!

Popham los dejó despotricar. Quería que Conn comprendiera que su negativa a interpretar el papel de abyecto arrepentido, como se le había propuesto, no le estaba haciendo ningún bien.

—¡Silencio en la sala! —exclamó al fin.

El problema de intentar sobornar a Conn para que representara su papel era que, según sabía Popham, en este caso el chivo expiatorio comprendía que era él el que iba a morir, sin importar lo que dijera o dejara de decir.

Coke, que estaba ya colorado de la rabia, agitaba un papel en el aire:

—¡Esta es una carta encontrada escondida en un cajón secreto de la casa del renegado Fauconberg! En ella queda patente que el malvado Papa Bosco pretendía pagar seiscientos mil dólares a Conn Materazzi y que le daría a Fauconberg doscientos mil por ayudarle a ganar la batalla. —Agitó el papel una vez más, y a continuación se lo acercó a la cara, para leerlo, poniendo el mismo gesto que si alguien hubiera empleado aquel papel para limpiarse las posaderas—: Aquí dice: «Conn Materazzi nunca me dejará en paz».

Se volvió al secretario:

—Volved a leer esa línea.

Asustado, el secretario se puso colorado como un tomate.

—¡Hacedlo de una vez, por Dios! —gritó Coke.

—«Conn Materazzi nunca me dejará en paz».

Coke observó toda la sala a su alrededor, asintiendo con la cabeza con un siniestro gesto de triunfo.

—¡QUÉ OPROBIO! —le gritó a la multitud—. ¡QUÉ OPROBIO! ¡TRAIDOR!

—¿Son estas…? —gritó Conn por encima de todo el alboroto de la sala—, ¿son estas todas las pruebas que tenéis contra mí? Una persona con un poco de recelo podría sugerir que Sir Edward es capaz de recitar tan bien ese absurdo porque fue él quien lo escribió.

—Sois un tipo odioso. Yo carezco de las palabras que podrían describir vuestra ponzoñosa traición.

—Es cierto que carecéis de palabras, Sir Edward. Habéis repetido lo mismo una docena de veces.

Coke lo miró fijamente. De pura rabia, los ojos se le salían de las órbitas.

—¡Sois el hombre más odiado de toda Suiza!

—En cuanto a ese honor, Sir Edward, vos y yo no nos diferenciamos un pelo.

A un lado de la sala, aquellos que conocían bien a Coke, y por tanto lo odiaban, se rieron.

—Si Fauconberg era un traidor —dijo Conn, aunque sabía que no lo era—, yo no estaba al corriente. Yo confiaba en él del mismo modo que el rey y sus consejeros confiaban también en él cuando ellos, y no yo, lo nombraron lugarteniente mío.

—¡Sois el traidor más vil que haya vivido nunca!

—Seguís repitiendo lo mismo, Sir Edward, pero ¿dónde están vuestras pruebas? La ley dice que debe haber dos testigos de la traición. Vos no tenéis ni siquiera uno.

Entonces Coke esbozó una sonrisa enorme y nauseabunda, que le otorgaba aspecto de sapo satisfecho.

—Habéis leído las leyes, Conn Materazzi, pero no las habéis comprendido. —Popham se aclaró la garganta—. La ley de la que habláis y que requería dos testigos en casos de traición se ha considerado inconveniente. Este lunes una nueva ley ha revocado aquella.

Tal vez, con la emoción de responder a sus acusadores, Conn hubiera olvidado que el veredicto estaba siempre asegurado. Pero en aquel momento lo recordó. Sin embargo, siguió igual:

—No sé cómo concebís la ley —dijo con calma.

—Nosotros no concebimos la ley, Conn Materazzi —dijo Coke, vanagloriándose—. Nosotros la conocemos.

Durante las dos horas siguientes, aparecieron más pruebas, conforme se iba trayendo a testificar a una gran diversidad de mentirosos, falsificadores, inventores, actores y faroleros, que testimoniaban sobre los traidores comentarios antes de la lucha, y las traidoras tácticas durante ella, hasta demostrar más allá de toda duda razonable que Conn había perdido la batalla deliberadamente.

—No he visto nunca un caso semejante —declamó Coke—, y espero no volver a verlo nunca.

Durante la última hora, pasaron al segundo cargo presentado contra él: que Conn había prendido fuego al puente de Glane para salvar su propia vida a costa de la de miles de sus hombres. Seis testigos fueron llamados a declarar, y juraron haberlo visto, a cara descubierta, prender fuego al puente por sí mismo. El séptimo testigo fue Thomas Cale. Le habían dejado muy claro que las importantes voces cuyo favor se había granjeado convertían su testimonio en algo especialmente valioso, y que declarar ante el juez que había visto la actuación de Conn durante la batalla, y que le había visto después prender fuego al puente era esencial para que aquellos que todavía dudaban si conceder dinero para el Ejército de Nuevo Modelo se persuadieran de la verdadera intensidad de su devoción por los intereses del estado.

—¿Vuestro nombre?

—Thomas Cale.

—Poned la mano derecha sobre el Libro Bueno y repetid conmigo: «Juro que lo que voy a decir es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad».

—Lo es.

—Tenéis que decirlo.

—¿Qué…?

—Tenéis que repetir las palabras.

Un momento de silencio.

—Juro que lo que voy a decir es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

—Que Dios me ayude.

—Que Dios me ayude.

Para entonces apenas se le oía.

Tal como lo habían ensayado el día anterior, Coke ofreció las preguntas, y Cale ofreció las respuestas, como si fueran un domador y su sorprendente oso bailarín, pasándose la pelota el uno al otro. Las preguntas y respuestas estaban diseñadas para demostrar una cosa: que, pese a su juventud, Thomas Cale era un soldado experimentado, profundamente versado en las tácticas de batalla de los redentores. También se le preguntó con todo detalle sobre sus diestras y heroicas acciones para salvar la vida de mil quinientos soldados suizos y de sus nobles aliados tan miserablemente traicionados por Conn Materazzi.

—En cierto momento, señor Cale, vos pudisteis observar la batalla desde un árbol en el cercano bosque, ¿no es así?

—Sí.

—¿Eso os proporcionaba una visión completa de la batalla?

—No creo que completa, pero sí la mejor que parecía posible obtener.

Coke miró a Cale. Ese no era el estilo rotundo que habían acordado.

—¿Por qué alguien de vuestra experiencia no participaba directamente en la batalla?

—Porque me lo habían prohibido.

—¿El acusado?

—No lo sé.

Coke se quedó mirándolo fijamente. Una vez más, el oso no devolvía la pelota exactamente como le habían enseñado.

—¿No resulta —preguntó Coke, ofreciéndole una oportunidad de hacerlo mejor— que el señor Harry Beauchamp, siguiendo las instrucciones de Conn Materazzi, os mandó no intervenir directamente en la batalla, bajo pena de muerte?

—Él me dijo que me mantuviera al margen o sufriría las consecuencias, sí. Pero no mencionó el nombre de nadie.

—Pero eso fue lo que vos entendisteis…

Esto era pasarse, incluso para Popham. Las formas podían retorcerse un poco, pero no romperse de un modo tan descarado.

—Sir Edward, comprendo que habláis por exceso de celo y por el horror que os producen los crímenes del acusado, pero no debéis obligar al testigo a repetir habladurías, y menos cuando no hay nada que repetir.

Lo que se decía de que Coke carecía de cuello pareció confirmarse por su hábito de volver el cuerpo entero para mirar al que le hablaba, lo cual le daba el aspecto de una estatua horrenda. Un observador perspicaz habría notado el pequeño músculo que le temblaba en la sien derecha. «Si él fuera una bomba —pensó Hooke observándolo desde el final de la sala—, estaría a punto de estallar».

—Mis excusas a la sala.

Se volvió hacia Cale. Aquel pequeño músculo seguía temblándole.

—¿Es cierto que en la batalla del monte Silbury, vos le salvasteis la vida al acusado?

—Sí.

—Esa es una clara prueba, damas y caballeros del jurado, de que el testigo no siente ninguna animosidad contra el acusado. ¿No es así?

—No comprendo.

—¿De verdad?

—No.

—¿Sentís —preguntó Coke, cuyo músculo temblaba ahora también en la sien izquierda— alguna animosidad contra el acusado?

—No.

—¿Pusisteis en juego vuestra vida para salvarlo a él?

—Sí.

—¿Os ha dado él alguna vez las gracias por un acto tan valeroso?

—No que yo recuerde, la verdad.

—¿Eso os molesta?

—No.

—¿Por qué no, señor Cale? Pienso que la mayoría de nosotros nos hubiéramos sentido muy molestos ante semejante y tan espantosa ingratitud.

—La ingratitud de los príncipes es famosa, ¿no?

—Nunca he visto que los príncipes de ninguna clase en este país sean desagradecidos, salvo en el caso de Conn Materazzi.

—Bueno, por eso yo no estaba molesto. No lo esperaba.

Por primera vez desde que había accedido al estrado, Cale miró a Conn a los ojos. Lo que pasaba entre ellos era una cosa rara.

—¿Nos diríais —pidió Coke— cuál es vuestra estimación del desarrollo de la batalla, vista desde vuestro privilegiado punto de vista?

—¿Queréis decir desde el árbol o desde mi experiencia?

—Ambas cosas, señor Cale, ambas cosas.

—Yo diría que fueron tres largas horas observando la batalla, o tal vez más. Pienso que podría haberse decantado hacia cualquiera de los lados.

—¿Visteis al acusado en el campo de batalla?

—Durante un rato. Pero de lejos.

—¿Os formasteis alguna opinión, basada… —se volvió hacia el jurado—, basada en vuestra considerable experiencia, sobre su conducta en el trágico combate?

Hubo una pausa, como si Cale estuviera pensando en algo.

—Sí.

Los músculos de la frente de Coke dejaron de temblar.

—¿Y cuál fue vuestra fundamentada opinión?

Si iba a ser leal a su juramento, algo que no tenía intención de hacer, Cale debía haber dicho que Conn había demostrado un extraordinario valor, en lo personal y en lo táctico. Él mismo no lo hubiera hecho mejor, ni siquiera igual de bien. Pero, claro, también podría haber añadido que, ya puestos, se habría negado a entablar aquella batalla. Pero eso no quería oírlo nadie. La simple verdad, la verdad del tipo «los hechos como son» en oposición a «toda la verdad y nada más que la verdad», era que Conn era ya hombre muerto. Defenderlo por el mero hecho de que eso sería lo honesto, sería algo ocioso e inútil.

Además, Cale creía sinceramente que él era la única persona que podía pararle los pies a Bosco, y que sin su Ejército de Nuevo Modelo todo el mundo en la ciudad, seguramente él incluido, estaría muerto en menos de doce meses. Teniendo esto en cuenta, defender a Conn no solo sería ocioso e inútil, sino perjudicial. Por eso no conseguía explicarse por qué le costaba tanto esfuerzo mentir rotundamente con un buen fin, en vez de dar palos de ciego y arriesgarse a perder lo que importaba. Comprendía la estupidez de lo que estaba haciendo y, al cabo de unos minutos para meditar sobre ello, se habría demostrado a sí mismo que arriesgar la vida de millones de personas para salvar la de un inútil como Conn Materazzi, pese a lo admirablemente que se hubiera comportado en Bex, era algo perverso, malvado, erróneo y, lo peor de todo, perjudicial para Thomas Cale.

—Dadas las circunstancias, Conn Materazzi hizo todo aquello en lo que podría haber pensado cualquier comandante en semejante batalla. Aunque a él se le podrían haber ocurrido otras acciones.

—Acciones que podrían haber sido más efectivas, ¿es eso lo que queréis decir?

—¿Más efectivas?

—Sí… Estáis diciendo que seguramente él podría haber actuado de otro modo y ganado la batalla.

Silencio.

—Eh…, sí.

—Señor Cale —interrumpió Justice Popham—, aquí estamos llegando al meollo de la cuestión. ¿Queréis decir que si el acusado hubiera actuado de manera distinta se podría haber evitado la derrota y logrado la victoria?

—Decididamente, sí, puedo decirlo —dijo Cale, aliviado—. Sí. Si hubiera actuado de forma distinta se podría haber ganado la batalla.

—Yo quiero…

Lo que Coke quería era una declaración llana, tal como habían acordado, de que consideraba sin lugar a dudas que Conn había perdido la batalla de modo deliberado. Popham comprendía que, por la razón que fuera, el ser que estaba en el estrado había cambiado de opinión, y que al intentarle arrancar a Cale una declaración sobre la culpabilidad de Conn, Coke podía estropear las cosas. Había muchos otros que declaraban que Conn había perdido la batalla de manera deliberada y que había prendido fuego al puente él en persona. En cuanto a Cale, era un caballo que no echaría a correr.

—Creo que ya hemos incordiado bastante al testigo.

—Una última pregunta —pidió Coke, cuyos músculos de las sienes volvían a temblar. Se apresuró a hacer la pregunta antes de que le negaran el permiso—: ¿Presenciasteis cómo prendía fuego al puente sobre el río Gar Conn Materazzi?

—No. Yo no estaba por allí cerca.