Los suizos y sus aliados no tenían más que dos vías de escape: cuesta arriba, hacia el lado por el que habían atacado, o bajando por una pendiente embarrada hasta llegar a un prado que se hallaba en el meandro de un río de no mucho más de tres metros de anchura, pero que avanzaba rápido, alimentado por la lluvia de la montaña. Aquel arroyo con pretensiones muy bien podría ser el Misisipi. Los caballeros saltaban a sus aguas y se hundían por el peso de las armaduras. Los agotados soldados ordinarios, con su chaqueta acolchada, se afanaban por cruzar el arroyo, y se tropezaban unos con otros. Deslizándose y cayendo, veían cómo el agua empapaba la mezcla pintada a mano de algodón y discos de metal, y que entonces la chaqueta también los hundía. Los redentores les pisaban los talones, y mientras se los pisaban les lanzaban cuchilladas para matarlos o bien para amputarles aquello que tuvieran al alcance de la espada. Hombres que habían luchado todo el día y que no podían ser ya ningún peligro resultaban de pronto más fáciles de matar que reses en el matadero. Desde lo alto de la pendiente de doce metros, los arqueros redentores formaron una fila y desde ella, invulnerables, descargaron diez flechas por minuto sobre millares de hombres, comprimidos en un espacio no mayor que un redil, atrapados no solo por aquel arroyo casi imposible de cruzar, sino por todos sus compañeros, ya que llegaban sin cesar, corriendo aterrados, más y más hombres que los empujaban y los aplastaban.
A los que habían visto lo que estaba sucediendo, y buscaban una vía de escape en otro lado, no les iba mejor. La mayoría corrían río arriba, dirigiéndose hacia el puente de Glane, pero los atrapaba con toda facilidad la infantería montada de los redentores. Viendo que no podrían alcanzar el puente, muchos intentaban pasar el río nadando. Pero allí el crecido arroyo era aún más hondo y se ahogaban a millares. Los que se volvían hacia atrás, comprendiendo que no había modo de escapar por el río, morían en la orilla. Puede que unos mil de ellos llegaran al puente y lo cruzaran para salvarse. Habrían muerto en cuanto cruzaran los redentores, pero consiguieron evitarlo: alguien prevenido prendió fuego al puente en cuanto vieron venir a los redentores. Fue una decisión fría, pues otros mil hombres seguían intentando cruzar el puente cuando empezó a arder. Con el fuego delante y los redentores detrás, los aterrorizados hombres no tenían más remedio que intentar, inútilmente, nadar por el lado más hondo del río. Según dicen, algunos sobrevivieron gracias a que los cadáveres de los que se habían ahogado formaban en el río montones tan grandes que se podía caminar por encima de ellos y de ese modo escapar.
Miles de hombres más habían huido por las tierras altas hacia la parte de atrás de la posición en que habían empezado aquel día, desprendiéndose de la armadura por el camino. Los redentores los siguieron montados a caballo. Eran tan vulnerables como niños pequeños. El cielo había aclarado ya, y la más brillante de las lunas empezaba a elevarse, dando al traste con cualquier ayuda que hubiera podido ofrecer la oscuridad. Cuando el sol salió a las seis, iluminó los cadáveres que yacían por todas partes, hasta quince kilómetros más allá del campo de batalla y en un abanico de diez kilómetros. Más de un centenar de los más importantes fueron capturados, pero no para pedir rescate por ellos, ni para servir de útiles rehenes. Santos Hall averiguaba primero quiénes eran y qué importancia tenían, y después los hacía ejecutar. Por segunda vez en poco más de un año, los redentores habían acabado con toda una clase dirigente en un solo día. Y concluyeron la destrucción iniciada de los Materazzi en el monte Silbury. Pero Conn sobrevivió, aunque Fauconberg tuvo prácticamente que arrastrarlo para subirlo al caballo y emprender la huida con él.
—¡No podéis hacer nada más que salvar el pellejo! —le había gritado el anciano—. ¡Sobrevivir es la mayor venganza!
La mayor parte de los héroes murió, la mayor parte fracasó. La hora más oscura no es antes del alba, y a veces sí que hay males que por bien no vienen. La vida no es una lotería, pues en la lotería, al final, siempre hay un ganador.
Pero también es verdad que ninguna noticia es tan buena ni tan mala como parecía al principio. En este ejemplo, la espantosa derrota de Bex tuvo un lado positivo, y más que eso. Qué tipo de catástrofe fuera (y para los relacionados con ella, eso es lo que fue: una catástrofe), dependía mucho de quién lo viera. Para Artemisia de Halicarnaso y para Thomas Cale, tuvo buenas consecuencias. En dieciséis horas quedó claro que no quedaban más que unos dos mil supervivientes de los suizos y sus aliados, la mitad de los cuales porque habían llegado al puente de Glane antes de que le prendieran fuego. Pero los supervivientes no se hallaban a salvo ni mucho menos: la mayoría estaban sin armas ni armaduras, y les quedaba un buen trecho hasta el refugio del Paso de Schallenberg, que se hallaba a unos ciento treinta kilómetros. El puente quemado había ralentizado a sus perseguidores pero no los había detenido. En cuestión de horas, los redentores se encontraban ya en el arroyo, tratando de concluir lo que habían comenzado.
Pero era justamente en este tipo de acción, de operaciones para cubrir la retirada, en el que se había entrenado Artemisia. Añadiendo sus propios hombres, unos trescientos, a un pequeño número de fugados que todavía se encontraban en condiciones de luchar y que eran menos de doscientos, repartió esta tropa con Cale, que dejó claro que no recibiría órdenes, sino que haría lo que a él le pareciera; ella dejó igual de claro que de eso nada.
—Haced lo que os digo, u os volvéis a Leeds echando leches. Yo sé lo que hago, y estos son mis hombres.
Cale pensó en ello.
—No hace falta —respondió al fin— decir palabras groseras.
El terreno entre Bex y el Paso de Schallenberg era todo de subida, y los caminos atravesaban un buen número de bosques y de pequeñas colinas. Desde estas posiciones, retirándose todo el tiempo lentamente y evitando la lucha directa, Artemisia acosaba a los redentores que empezaban a alcanzar a los suizos agotados y a menudo heridos con ráfagas de flechas y con francotiradores que se dedicaban sin cesar a atacar y huir. Aunque el sacrificio y el martirio eran perseguidos entusiásticamente por los redentores en general, hasta a ellos les hacía poca gracia ser alcanzados por alguien a quien no podían ver mientras perseguían los flacos restos de un ejército vencido. Retrocedieron y se contentaron con matar a los que de vez en cuando se quedaban rezagados. Pero hasta por esto perdieron pronto el entusiasmo, ya que Artemisia empezó a colocarles trampas, empleando hombres bien colocados, que se hacían los heridos, en lugares donde los redentores podían sufrir una fácil emboscada. Durante los dos días siguientes, casi mil quinientos hombres alcanzaron el Paso de Schallenberg y con él la seguridad. Entre ellos iban Conn Materazzi y Fauconberg el Canijo.