La Historia nos enseña que hay aproximadamente el doble de ejércitos que salen triunfantes de su ciudad, de los que regresan triunfantes. Aquella salida del Leeds Español superó a la media en la grandiosidad del conjunto con sus trompetas, sus filas de tropas bien entrenadas, sus multitudes vitoreantes y sus sentimentales jovencitas que gritaban su despedida a los orgullosos hombres que les rompían el corazón. Y después estaban los caballos (con su poder y su gloria, sus adornos de bronce en la cabeza, sus azules, sus amarillos y sus rojos) y los hermosos jinetes que los montaban. Los niños presentes habrían de recordar hasta el día de su muerte los vítores, los esplendores y el chocar del acero contra la piedra.
Cuando llevaban veinte minutos fuera de la ciudad, los soldados se desprendieron de las armaduras y la mayoría de los caballos regresaron a sus establos. No solo consumían forraje con la misma ansia con que devora bollos un oso, sino que Conn Materazzi no estaba dispuesto a permitir que los arqueros redentores destrozaran una carga de la caballería desde trescientos metros de distancia como habían hecho en el monte Silbury. La caballería era más útil para reunir información antes de una batalla. Y para correr después, si es que todo iba mal.
Aun cuando la vanidad y el orgullo de Conn hubieran dado paso a la impresionante sensatez propia del hombre maduro, Conn seguía teniendo un punto flaco con respecto a Thomas Cale, cosa bastante comprensible. Aunque Cale no tenía intención de luchar en una batalla donde él no controlaba nada, se puso furioso cuando le dijeron que no le permitirían acercarse al ejército con sus purgatores. Hasta a Artemisia, considerada culpable por asociación, se le negó el derecho a tomar parte, con el argumento de que sus tropas eran irregulares y no convenientes para una batalla campal. Sin embargo, sí que le concederían el honor de acudir con los sesenta jinetes de reconocimiento que la habían ayudado a ralentizar el desplazamiento de los redentores a través de Halicarnaso. Artemisia dejó a Cale varios días enfurruñado, y después le propuso que la acompañara, diciéndole que, aunque no pudiera luchar, podría mirar.
—No estoy seguro de que pueda —repuso él—. No sé si tengo fuerzas suficientes ni siquiera para mirar.
No le había contado ni mucho menos la historia completa de su enfermedad, pero era demasiado evidente que le ocurría algo grave para que fuera necesario ofrecer ninguna explicación. Le dijo que sufría de la enfermedad de malos aires, que había atrapado en el Malpaís. Los síntomas eran bien conocidos como vagos y recurrentes. ¿Por qué no le iba a creer Artemisia?
—Intentadlo durante unos días. Siempre podréis regresar.
A los seis días de marcha hacia la frontera, le llegó a Conn la noticia de que se dirigía al Mittelland un ejército redentor de unos treinta y cinco mil hombres, dividido en dos secciones de veinticinco mil y diez mil hombres respectivamente, la última de las cuales iba a través del Vaud, tal vez en un intento de atacar por detrás a los hombres de Conn. Por desgracia, parte de aquella información estaba equivocada, cosa frecuente.
A fin de cuentas, el ejército redentor, a las órdenes de Santos Hall, había decidido avanzar solo para tomar el terreno elevado que se encontraba a las afueras de la aldea de Bex, del mismo modo que había decidido también dividir el ejército para poder desplazarlo a mayor velocidad. Mover treinta y cinco mil hombres con todos sus carros y pertrechos podía ocasionar con facilidad una cola de más de tres kilómetros de ancho y treinta y cinco de largo. Lo prioritario era la velocidad necesaria para llegar al mejor campo en Bex. Pero cuando los redentores llegaron allí, vieron que Conn, encantado, ya estaba cómodamente colocado delante de Bex, protegido a su izquierda por el río Gar y a su derecha por un denso bosque lleno de zarzas lacerantes, gruesas como dedos, y de esas afiladas espinas que se conocen como dientes de perro. Eso le proporcionaba a Conn un espacio de casi dos kilómetros de anchura en el que encajar a treinta y dos mil hombres. Justo antes del anochecer, los redentores empezaron a instalarse en una posición que con tristeza comprendían que era solo la segunda mejor. Entre los dos ejércitos había una pendiente, mucho menos empinada del lado de los redentores, y mucho más del lado del ejército suizo. Conn había ganado la primera batalla: tenía el control de la pendiente más empinada, y tenía arqueros casi tan buenos como los de los redentores, y en mayor cantidad. La batalla comenzaría al día siguiente con un intercambio de cuarenta minutos entre ambos grupos de arqueros. En aquel momento, se intercambiarían decenas de miles de flechas, que caerían sobre las apretadas filas a trescientos kilómetros por hora. Uno de los lados no podría soportar semejante borrasca de muerte y se vería obligado a atacar. El lado que lo hiciera probablemente perdería la batalla, pues la defensa era mucho más fácil que el ataque. Los redentores tenían las de perder, pues tendrían que avanzar por una pendiente empinada bajo las flechas, y con menos hombres cuando llegaran arriba, entre muertos y moribundos con los que ya no se podría seguir contando. Más alarmante que esto era el hecho de que los diez mil hombres, que Santos Hall había desplazado separadamente del cuerpo principal con la intención de salir al paso por un flanco al ejército del Eje, se habían perdido y deambulaban en aquellos momentos por la campiña suiza completamente despistados.
Durante la noche, algo iba a cambiar que mejoraría la situación para los redentores, o bien la empeoraría muy considerablemente, aunque no había nada que ninguno de los lados pudiera hacer al respecto. Era una característica del clima local el hecho de que, por efecto de las montañas cercanas, el tiempo pudiera cambiar de un modo tajante. El sol inusualmente cálido de aquel día reinaba en un cielo claro, que a la caída de la noche permitió al calor ascender en cosa de pocos minutos. Al mismo tiempo, el aire frío de las montañas empezó a fluir al interior del valle, y las temperaturas cayeron rápidamente. Al cabo de unas horas ya estaba helando y una gruesa escarcha empezaba a cubrirlo todo.
Hacia las dos de la mañana, el campo parecía de hierro. Y entonces se levantó viento. Empezó a soplar sobre el campo de batalla primero de un lado, después del otro, y luego como al principio. Conn y Fauconberg el Canijo, así llamado porque apenas medía poco más de metro y medio, afrontaban el frío helador de la cima de la colina a las afueras de Bex, y observaban cómo sus flechas no servían de nada, como tampoco servían de nada las de los redentores, que ni siquiera contaban con el abrigo del bosque para protegerlos del frío viento.
—Me extrañaría que parara el viento —comentó Conn.
—No podemos hacer nada. Pero podría ser que parara. O que les soplara en la cara a ellos: eso sería aún mejor.
Llegó un observador que echó a correr hasta donde se encontraban los dos hombres, pero resbaló en el terreno helado y cayó pesadamente sobre el pobre culo. Avergonzado y dolorido, se levantó.
—Hemos distinguido al resto de los redentores en el otro extremo del Vaud, yendo en dirección equivocada. Se han vuelto hacia nosotros ya, pero no llegarán aquí antes de media tarde.
—¿Deberíamos dividirnos y salirles al encuentro? —preguntó Fauconberg—. No necesitamos detenerlos, solo ralentizarlos. Tres mil hombres podrían mantenerles apartados de tal forma que no les sirvieran de nada.
Conn pensó en ello.
—¿Está en el campamento ese paleto de Cale? —prosiguió Fauconberg—. Podríamos enviarlo a que los encerrara en Bagpuize, porque tienen que venir por ese lado. La muerte gloriosa de semejante patán sería realmente útil.
—No está aquí. Esa es una idea muy buena, Fauconberg, pero nos vamos a quedar aquí todos. Triplicad a los observadores: quiero estar informado de cada kilómetro que se aproximen a nosotros. Si las cosas van bien aquí, podemos enviar a Vennegor o a Waller.
—Si el viento sopla de nosotros hacia ellos, la victoria será nuestra.
—¿Y si no? —preguntó Conn.
Conn tenía razón en preguntar. A las cinco de la mañana, el viento les venía constantemente de cara, como una ráfaga surgida de la fragua de los hielos. Todas las ventajas obtenidas gracias a las prisas que se había dado Conn para ocupar la mejor colina, se las llevaba el peor viento de la peor ola de frío que hubiera habido en treinta años.
—No esperarán —dijo Fauconberg el Canijo—. Si el viento puede cambiar una vez, puede volver a cambiar. Así que aprovecharán la ventaja que tienen ahora. ¡Nos iremos al carajo, qué mierda de suerte la nuestra!
Como no podía mejorar la valoración de los hechos que acababa de hacer Fauconberg, Conn se limitó a ordenar la formación. Dado el viento glacial que tenían que soportar, ordenó que los hombres de las siete filas de delante fueran relevados cada diez minutos. Lo que podía parecer una maniobra difícil resultaba bastante fácil en realidad, pues pese a todos los relatos heroicos y grandiosos de guerras que aparecían en las revistas baratas de Ginebra, Johannesburgo y el Leeds Español, no había hombre que pudiera luchar durante diez horas, ni cinco, y ni siquiera dos sin parar. Los hombres se encontraban en filas no solo para que pudieran reemplazar a los hombres que iban al frente en caso de que murieran o resultaran heridos, sino sobre todo cuando se cansaban, para darles un respiro, y para que después se lo dieran a ellos. Dependiendo de las circunstancias, un hombre en el campo de batalla podría luchar durante no más de diez minutos cada hora. Así pues, como ocurre entre los pingüinos emperador del polo norte, se intercambiaban continuamente para afrontar aquel entumecedor viento cargado de aguanieve.
Fauconberg el Canijo acertó: Santos Hall ordenó avanzar a sus arqueros. El suelo estaba tan duro que ni siquiera podían coger un pellizco de tierra para comérsela y dejarle claro a Dios con aquel gesto que estaban dispuestos a ser enterrados luchando por él. Eso produjo estados de histeria entre muchos redentores, pues les aterrorizaba la idea de morir en pecado mucho más que la muerte en sí misma. Exasperado, Santos Hall tuvo que enviar sacerdotes no militantes de un lado a otro de las filas para que repartieran indulgencias, algo que les hizo perder diez minutos. Otro motivo de preocupación de índole más práctica fue que la tierra estaba tan dura que no se podían clavar las flechas en ella para después cogerlas con más comodidad.
En cuanto los hubo calmado el perdón por el pecado de omisión, los arqueros redentores avanzaron hasta la posición de disparo. Mientras lo hacían, empezaron a gritarles a sus enemigos:
—¡Baaaa! ¡Baaaa! ¡Baaaa! ¡Baaaa!
El viento, con su carga de aguanieve, llevaba el sonido de sus gritos a través de los cuatrocientos metros que los separaban.
—¿No son ovejas? —preguntó Fauconberg el Canijo—. ¿Por qué están balando como ovejas?
—¡Baaaa! ¡Baaaa! ¡Baaaa! —Los gritos sonaban más fuerte pero más suaves, al ritmo del viento.
—Quieren decir que somos corderos que van al matadero —explicó Conn.
—¿Es eso…? —preguntó Fauconberg—. Pues entreguemos a los hombres ristras de ajos, y cuando lleguen, que se los metan por el culo.
—Queréis decir que se los metan a los redentores, supongo —dijo uno de los caballeros que estaban justo detrás.
—Cerrad el pico, Rutland, u os utilizaremos para enseñarles a los hombres cómo se hace.
Se rieron mucho al oír esto.
—Si tenéis que meterme especias por el culo —repuso Rutland—, yo preferiría una guindilla picante. Por lo menos me serviría para quitarme el frío de este puto viento.
Entonces empezó la primera fase de la batalla. Apenas les costó unos segundos perderla: el viento soplaba contra ellos con tanta fuerza que las flechas suizas alcanzaban cincuenta metros menos de lo que debían, mientras que las de los redentores alcanzaban cincuenta metros más. Para lo que les servían a los suizos, lo mismo hubiera dado que hubieran atacado a base de insultos. Apenas importaba que la espesa aguanieve los cegara y que siguieran perdiendo de vista a sus enemigos (que tan pronto se vislumbraban en la penumbra como se oscurecían completamente ante la mezcla de nieve y lluvia heladora), pues todo cuanto disparaban caía demasiado cerca. Sin embargo, la primera descarga de los redentores ya no caía del cielo, sino que el viento la conducía hasta rodillas y pechos, bocas y narices con tal fuerza que ni siquiera los mejores aceros podían proteger contra semejantes impactos. Rutland, al que una flecha atravesó la oreja, dejó de preocuparse por el frío.
Había diez mil arqueros redentores disparando, a una velocidad de unas siete flechas por minuto, menor de lo habitual debido a la dureza del suelo, que no les permitía clavar en él las flechas para cogerlas con más facilidad. Los treinta y dos mil suizos de la colina empinada recibían casi setenta mil flechas cada sesenta segundos, cada una de las cuales venía a pesar cien gramos y que, con el viento a su favor, viajaban a una velocidad de cien metros por segundo. A cambio, los redentores no recibían nada que pudiera ni herirlos ni asustarlos.
Al cabo de veinte minutos, más de un millón de flechas había caído en un espacio de menos de un kilómetro de largo por diez metros de ancho. En total, ciento cincuenta y ocho toneladas de maligna lluvia descargaron sobre los soldados suizos, ninguno de los cuales contaba con escudo, y más de la mitad no tenía otra armadura que una chaqueta fuerte en la que habían cosido algunos discos de metal. Retirarse del alcance de las flechas habría supuesto la muerte: un ejército no puede dar la espalda al enemigo y contarlo. Y quedarse donde estaban era imposible. En cuanto a avanzar, supondría hacerlo hacia una derrota casi segura.
—¡Tenemos que atacar! —gritó Fauconberg por encima del espantoso tintineo del hierro contra el hierro: ¡PINGAPINGAPINGAPINGAPINGAPINGAPINGAPING!, todo ello entre chillidos de dolor y gritos enfurecidos de los sargentos que trataban de impedir que sus hombres salieran corriendo. En el campo de batalla, pocos son los que mueren bien y rápido.
Horrorizado y estupefacto por el colapso de sus inteligentes y bien ejecutados planes, Conn miró a Fauconberg.
—¡Sí, estoy de acuerdo!
A su pesar, Fauconberg, hombre de cincuenta y cinco años y malhumorado, tan desdeñoso como cualquier mercenario de treinta años, se quedó impresionado por Conn.
—No está mal, hijito, en una tormenta de mierda como esta.
¿Cuántos de nosotros vivimos ese momento insuperable? El momento en que todo aquello para lo que estamos hechos, todo aquello que uno espera, llega por fin; el gran acontecimiento que se ofrece ante uno y lo llama: «Esto es para vos». Con sus planes cuidadosamente diseñados arruinados por el viento, Conn Materazzi tomó energías de la rabia. Gritó la orden de avanzar, y su tono de fuerza y convicción prendió en cada uno de los sargentos que, a su vez, lo gritaron a la fila. El gran ejército afligido por la tormenta de agujas avanzó al encuentro del enemigo. Recorrer cuatrocientos metros le cuesta a un ejército en movimiento que tiene que procurar conservar la formación más de tres minutos; un verdadero siglo cuando se están recibiendo las flechas en pies y rodillas, bocas y gargantas. Pero ahora la matanza llevada a cabo por las flechas tendría que concluir, pues los suizos se estaban acercando. Los arqueros redentores tendrían que retirarse detrás de la infantería, que ahora tendría que cerrar el paso a los suizos, luchando con ellos cuerpo a cuerpo. Las flechas dejaron de caer como la tormenta que cesa de repente, pero el viento se hacía más tempestuoso a medida que avanzaban, y la aguanieve más cegadora. Mientras ambos lados se movían en la tormenta, la escasa visibilidad y la confusión del movimiento tan rápido de tantos hombres tuvo como consecuencia que el flanco izquierdo de los suizos y el flanco derecho de los redentores siguieran avanzando después de encontrarse. Dándose cuenta del problema, los centenarios y los sargentos que había a cada lado enviaron reservas para sellar los bordes y evitar que los enemigos rodearan por los lados para cogerlos por detrás. Pero estos movimientos consiguieron desviar la línea del frente, que lentamente empezó a rotar en sentido contrario a las agujas del reloj.
Con sus cerca de dos metros, embutido en una armadura que costaba el precio de un palacio de los buenos, Conn era el hombre observado por todos los observadores, fueran del Eje o redentores. Además, era el blanco de estos últimos. Los tiradores redentores, un par de ellos ocultos entre los árboles que definían uno de los límites del campo de batalla, le dispararon repetidamente. Pero, aunque le dieran, la fortuna que había empleado en su traje de luces demostraba que, en cuestión de armaduras, vale la pena gastarse todo lo que se pueda. Las flechas resonaban en ella sin provocar daño alguno, y caían al suelo mientras él atravesaba la parte de atrás, gritando y avanzando hacia el frente. Como un enorme y elegante insecto de plata y oro, Conn blandía el arma, golpeando y aplastando a sus enemigos, cuyas armaduras horadaba como si fueran de hojalata. Había allí pocas espadas: Conn prefería la espantosa hacha para luchar en aquellas apreturas, en las que los hombres trataban de matarse sin tener apenas medio metro de espacio a cada lado.
El hacha era un arma de matones usada por caballeros. De no más de un metro veinte de largo, el hacha valía de martillo, de machete, de garrote y de lanza. De todos los aparatos de matar, era el más honesto, porque cualquiera se daba cuenta de para qué servía con solo mirarla. Los poetas podrían parlotear sobre espadas mágicas y lanzas santas, pero ninguno de ellos se había servido jamás de un hacha para simbolizar nada: estaba hecha para partir y aplastar, y no pretendía otra cosa.
Durante diez minutos cada vez, Conn segaba de un golpe la vida de cualquiera que se le acercara: la brutalidad nunca resultó tan grácil, el machaqueo de huesos nunca fue tan diestro, y nunca jamás se han reventado carnes con tanto salero como el suyo. Su brazo era el más largo, su corazón el más fuerte, y el músculo y el nervio se unían con fea destreza y hermosa agresividad.
A unos cientos de metros de él, bien quietecito entre los árboles, Cale observaba a Conn, que luchaba como un ángel, y le envidiaba su fuerza. Pero también le admiraba. Entre la sangre y el caos, su presencia resultaba impresionante.
—Tenemos que irnos —susurró Artemisia tan fuerte como pueda sonar un susurro. Ella estaba de pie bajo el árbol, acompañada por dos de sus soldados de aspecto más fornido. No había querido subirse a la copa con Cale.
—¿Cuál es el problema? —preguntó él—. ¿No queréis estropearos las uñas?
—Los arrancadores suizos vienen para acabar con los arqueros. Y no saben quiénes somos nosotros… Es demasiado peligroso. Tenemos que irnos.
Él se presentó abajo casi antes de que ella terminara de hablar, respirando con fatiga y sudando de un modo no del todo saludable. Se fueron, pero no muy aprisa: había demasiadas zarzas lacerantes en el camino. Poniendo mucho cuidado en evitar las espinas de los dientes de perro, fueron abriéndose paso hasta un claro. Diez metros más allá, otros hacían lo mismo: eran cuatro redentores, los tiradores que iban buscando los arrancadores. Ninguno hizo nada, nadie se movió. Durante años, Bosco había sometido a Cale a pruebas en las que él se enfrentaba a una situación completamente inesperada y disponía nada más que de unos segundos para resolver el problema antes de recibir, en caso de que fallara, un golpe en la parte trasera de la cabeza. Para empeorar las cosas, el castigo no era siempre inmediato: algunas veces recibía el golpe unas horas, o un día, o una semana después, y eso lo hacía para enseñarle a calcular las cosas antes de actuar, sin importar lo inmediato que fuera el peligro. Eran cuatro redentores contra ellos cuatro. Con Artemisia no había que contar; los dos guardias que la acompañaban eran hábiles, pero no estaban a la altura de los redentores. Y tampoco él. ¿Qué hacían, se daban media vuelta y echaban a correr? No entre aquellas zarzas. ¿Se enfrentaban a los redentores? No tenían ninguna posibilidad. «No esperéis que llegue la salvación de no se sabe dónde —decía Bosco—. La salvación de no se sabe dónde no llega nunca». Pero aquel día, a Cale sí que le llegó la salvación de no se sabía dónde, y lo hizo por medio de la mayor maldición de su vida: los cuatro redentores se pusieron de rodillas. Uno de ellos, que debía de ser el jefe, se echó a llorar.
—Nos dijeron —comentó, golpeándose tres veces el pecho con terrible remordimiento— que la Mano Izquierda de Dios nos estaría observando. Pero yo no lo creía. ¡Perdonadme!
Afortunadamente, Artemisia y sus guardaespaldas no necesitaron que nadie les dijera que se quedaran callados. Los cuatro redentores miraban a Cale al mismo tiempo con temor y con adoración. Él levantó la mano y trazó un círculo en el aire: era el signo de la soga, un gesto solo permitido al Papa. Y ahora, según parecía, también a la encarnación de la Ira de Dios. Era como si hubiera abierto una puerta al otro mundo, y a través de ella pasara la gracia eterna hasta los corazones de los cuatro hombres. Cale no dijo nada, pero los despidió con un gesto de la mano y una sonrisa bondadosa. Con la boca abierta, sobrecogidos por el amor divino, los cuatro redentores se levantaron y se fueron.
Cuando se hubieron ido, Cale se volvió hacia Artemisia.
—A partir de ahora puede —le dijo— que me tengáis un poco más de respeto y no volváis a replicarme.
—¿Se piensan que vos sois un dios? —preguntó la asombrada Artemisia.
—Eso sería una blasfemia. No: lo que piensan es que yo soy el sentimiento de Dios hecho carne.
—¿De verdad?
—La decepción de Dios. Y también su ira, por si os lo estabais preguntando.
—Eso son dos sentimientos.
—Creí que no ibais a replicarme más.
—No creo que vos seáis nada hecho carne. Solo me parecéis un niño horrible.
—Un niño horrible que acaba de salvaros la vida.
—¿Por qué está airado vuestro Dios?
—No es mi Dios. Está airado y decepcionado porque le envió a la humanidad su único hijo, y lo ahorcaron.
—Pues entonces algo de razón sí que tiene.
En el campo de batalla daba comienzo entonces la siguiente fase, en la que esta vez llevaban las de perder los redentores. Entre la virulenta voz de Conn, que ordenaba el avance de los suizos y sus aliados desplazándose a lo largo de la fila, y Fauconberg, que iba unos cuarenta metros por detrás disponiendo y ordenando a los hombres, designando soldados y corrigiendo errores, el frente de los redentores empezaba a combarse y también a girar aún más aprisa en la dirección opuesta a las agujas del reloj, de manera que el frente se desplazaba de manera inclinada a través del campo. Pero aunque los frentes se acercaban, no se rompían. Aún no, en ninguna medida, pero sin los diez mil redentores que no habían conseguido llegar, eso sería solo cuestión de tiempo. ¿Qué había ocurrido con aquellos redentores perdidos? Seguían perdidos. No por mucha distancia, solo unos tres kilómetros, pero el campo de batalla no tenía más superficie que cuatro de los campos más grandes en que los lugareños sembraban trigo. Y el espantoso viento, que había obrado tan maravillosamente a favor de los redentores, se había vuelto ahora en su contra. Los gritos de órdenes y los de dolor, los de ira y los del esfuerzo, se mezclaban en confusa algarabía. Ya que se encontraban a solo tres kilómetros de distancia, era normal que los redentores que se aproximaban se dejaran guiar por el sonido, y eso fue lo que hicieron. Pero el viento se llevaba el ruido hacia el este, así que al dirigirse hacia el punto del que parecía proceder el ruido, en realidad se alejaban de la batalla en vez de acercarse. Entonces el frente de la batalla se había vuelto de tal manera que los redentores iban retrocediendo hacia el bosque, donde la espesura de los árboles y las zarzas lacerantes formaban una barrera a través de la cual solo los primeros doscientos hombres podrían escapar. Para el resto, sería como un muro de ladrillo.
Pero las batallas respiran hacia fuera tanto como hacia dentro. Durante la sexta hora de batalla, algo empezó a apagarse del lado suizo y a encenderse en el lado redentor. En la continua circulación de luchadores, nadie debería pasarse más de media hora luchando. Pero el cambio rompe el ritmo del que está luchando bien, y concede, tal vez, nuevos ímpetus al que estaba luchando mal. Conn había peleado demasiado tiempo. Fauconberg insistía en que necesitaba un buen descanso, y comer y beber un poco. Conn se quitó el yelmo y, para poder beber, también la gola de metal que le protegía la garganta. Tres de sus amigos, que estaban con él, hicieron lo mismo. Eran Cosmo Materazzi, Otis Manfredi y Valentine Sforza. Las leyendas han contado después que los tiradores redentores apostados entre los árboles habían permanecido durante horas aguardando su oportunidad. Pero a menudo las leyendas se equivocan, o aciertan solo en parte. No había nada tramado entre astutos asesinos contra Conn, no fue más que cosa de mala suerte, una ráfaga de flechas disparadas al azar, que ni siquiera llegaban a diez. Pero tres de ellas le dieron a Cosmo en la cara, una se le clavó a Otis en el cuello, y otra penetró por la parte de atrás de la cabeza de Valentine. Amigos de toda la vida perdidos en menos de un minuto.
Si Conn había tenido un comportamiento brillante, a partir de entonces tuvo un comportamiento colérico. La rabia alimentó su talento y lo concentró en romper, golpear, aplastar y mutilar, así que adondequiera que iba, el frente redentor retrocedía y mandaba una señal de debilitamiento a lo largo del frente, que en aquel momento perdía su ritmo por segunda vez y empezaba de nuevo a fallar, retrocediendo hacia el bosque y hacia la sangrienta derrota.
Entonces, desesperados y aterrados, los diez mil redentores que faltaban, bajo el mando del Santo Jefe Judas el Estilita, se dieron de bruces contra la batalla que los suyos tenían casi perdida, y se encontraron talmente, como por obra de la más astuta inteligencia, no solo en el campo de batalla, sino exactamente en el lugar adecuado y exactamente en el momento adecuado para dar la victoria a los suyos. Lo que el Estilita había estado tratando de hacer, sensatamente, era acercarse a los redentores, que llevaban todo el día luchando, por la parte de atrás, de tal modo que sus hombres pudieran servir como reemplazo a los exhaustos hombres del frente. Pero en vez de eso, su marcha llena de imprevistos y el giro en contra de las agujas del reloj que había dado la batalla les hizo caer contra el flanco del frente suizo, forzándolo a adoptar una forma de L para evitar que los atacaran por la espalda. Entonces fueron los suizos quienes sufrieron la presión, y poco a poco los redentores empezaron a ganar terreno desde el borde mismo de los árboles y desde una derrota que parecía segura.
Después, ya avanzada la tarde, debido a lo que sea que controle un campo de batalla primero inclinado hacia un lado y después hacia el otro, se rompió el frente suizo. Un hombre resbaló, tal vez, e hizo caer a su vecino al caer él, y este a su vez derribó a otro. Tal vez un redentor, con un último esfuerzo, abrió una brecha, y después otros, viendo aquella brecha abierta, lo siguieron, y de ese modo, por un desliz se perdió una batalla, por la batalla se perdió la guerra, por la guerra se perdió el país, y por el país se perdieron millones de vidas. O tal vez fue que la confusa llegada de la reserva redentora fue más de lo que los agotados suizos podían soportar, y que desde el momento en que se dieron de bruces en el punto exacto en que se encontraban los del Eje, el asunto había quedado decidido.
Fuera cual fuese la causa, al cabo de unos minutos el frente del Eje se derrumbó totalmente, y unos pocos que salieron corriendo se convirtieron en muchos; y al verlos los demás correr, los muchos se convirtieron en una masa. Como el gran edificio cuyos cimientos poco a poco se han ido pudriendo, el colapso fue grande y repentino. Cara a cara, armadura a armadura, lado a lado, no es fácil matar al enemigo. Tal vez solo tres mil o cuatro mil hombres habían muerto durante las siete horas de batalla que precedieron al colapso.
Pero entonces empezó la matanza.