Henri el Impreciso y Cale habían puesto otra condición: que Cadbury matara a los dos hombres que habían golpeado tan cruelmente a los dos muchachos. Cadbury tenía pensado hacerlo de todas maneras, pues había sabido que estaban buscando una oportunidad para hacerse ellos mismos con el poder de Kitty; pero no vendría nada mal que Cale se creyera que lo hacía por ellos.
—Lo haré rápido —les dijo a los tres muchachos—. Yo solo torturo a la gente cuando realmente necesito saber algo: si queréis que sufran, entonces tendréis que matarlos vosotros mismos.
Pero ellos no pusieron objeción a que murieran rápido.
Esa noche, los dos hombres fueron atados, y cuando pidieron saber qué les iba a ocurrir, Cadbury les dijo:
—Que moriréis y no viviréis.
Al día siguiente, llevaron sus cuerpos a enterrar en los vertederos de Oxirrinco, con el de Kitty la Liebre.
Mientras tanto, en los lugares civilizados que se encontraban a solo unos cientos de metros de distancia, Vipond seguía escalando posiciones. Ahora que estaba en posesión de los libros rojos de Kitty, y de los secretos monetarios que encerraban, se le abrían las puertas que antes tenía cerradas.
Conn Materazzi, cuyo frío desdén hacia el rey le hacía aún más adorable a los ojos de su admirador, estaba ahora al mando de diez mil Suizos de Casa, soldados de destreza y reputación considerables. En su ascenso se encontraba la oposición del Canciller suizo, Bose Ikard, pero no a causa de su juventud e inexperiencia. De hecho, tales cosas eran lo último que le preocupaba a Ikard, pues la alternativa a Conn solo podía salir de la aristocracia suiza, que podía ser más vieja pero no era generalmente muy inteligente, y tenía una preparación militar considerablemente menor que la de aquel joven. No: lo que de verdad alarmaba a Ikard era la influencia que el ascenso de Conn proporcionaba a Vipond y a su no menos peligroso hermanastro. Tenía miedo de que una cuota de poder pasara a sus manos, porque lo único que les preocupaba era lo que beneficiaba egoístamente a los belicosos Materazzi, y no lo que beneficiaba a nadie más. Vipond habría comprendido sus miedos, pero habría observado que para el previsible futuro sus intereses mutuos residían en combatir a los redentores. Pero Ikard temía la guerra más que ninguna otra cosa, mientras que Vipond pensaba que era inevitable.
En realidad, Bose Ikard y Vipond, e incluso IdrisPukke, se parecían mucho en que tenían experiencia suficiente para recelar de una acción contundente en la guerra o en cualquier otra cosa. La vida les había enseñado a tensarlo todo hasta el último minuto, después aparentar acceder a una concesión importante y luego, cuando todo parecía decidido, encontrar el modo de volver a tensar las cosas.
—El problema con los acuerdos decisivos, al igual que con las batallas decisivas —pontificaba Vipond a Cale— es que deciden cosas, y la lógica dicta que debe haber una oportunidad extremadamente buena en ellas contra uno. Cuando alguien me habla de una batalla decisiva, me gustaría que lo encerraran. Son una solución fácil, y las soluciones fáciles normalmente están erradas. Los magnicidios, por ejemplo, no cambian nunca la historia…, realmente no.
—Los dos Trevor intentaron asesinarme en la abadía. Las cosas hubieran cambiado si lo hubieran logrado —dijo Cale.
—No deberíais ver las cosas en blanco o negro. ¿Qué es lo que habría cambiado?
—Bueno, Kitty la Liebre seguiría vivo, y vos no tendríais su dinero ni sus secretos.
—Yo no considero que la muerte de Kitty haya sido un magnicidio. Por magnicidio entiendo el intento de lograr un objetivo político no personal mediante un acto de violencia personal. La muerte de Kitty no fue más que un asesinato común. Por cierto, si queréis llegar a ser algo en la vida, tenéis que dejar de ir matando a la gente, o al menos dejar de hacerlo por motivos completamente privados.
A Cale no le gustaba que nadie dijera la última palabra, ni siquiera Vipond. Pero le dolía la cabeza y estaba cansado.
—Dejad en paz al chico, que no está bien —dijo IdrisPukke.
—¿Qué queréis decir…? El chico sabe que yo solo le estoy ofreciendo los beneficios de mi experiencia —dijo mirando a Cale y sonriendo—. Perlas de valor incalculable.
Cale sonrió a su vez, pero contra su voluntad.
—Yo quería comentaros un asunto difícil: Conn Materazzi no quiere teneros a su servicio.
Cale se quedó callado, desconcertado.
—Nunca se me pasó por la imaginación que pudiera querer semejante cosa.
—Es completamente comprensible que no le gustéis —observó Vipond—. A casi todo el mundo le caéis mal.
—Aún le caigo peor desde que está en deuda conmigo —replicó Cale, refiriéndose a su muy lamentado rescate de Conn de entre los montones de aplastados y jadeantes moribundos del monte Silbury.
—Ha madurado mucho desde entonces. Yo diría que está transformado. Pero no trabajará con vos por nada del mundo. Tenemos gran necesidad de que vos le aconsejéis, pero él se muestra inflexible incluso contra la considerable furia que despliego cuando no me salgo con la mía en algo tan importante. ¿Por qué?
—Ni idea. Preguntadle a él.
—Ya lo he hecho.
Cale se quedó callado.
—Bueno —continuó Vipond al cabo de un rato—. Hemos decidido no decir nada a nadie sobre la probabilidad de que los redentores empiecen un ataque a través del desierto de la Tierra de Arnhem.
—¿Es que no me creéis?
—Os creemos. Pero el problema es que si advertimos al Eje y hacemos algo al respecto reforzando la frontera junto a la Línea Maginot, los redentores tendrán que repensarlo todo. Si os entiendo correctamente —por supuesto que lo hacía: aquello no era más que una manera de halagarle—, toda la estrategia de los redentores en la guerra depende de una rápida penetración por allí.
—¿Así pues…?
—Si bloqueamos esa entrada, tendrían que pensar otra cosa.
—Sí.
—¿Eso implicaría una larga demora?
—Seguramente.
—Quizá otro año, si se pasa el verano y el otoño, porque en el invierno no atacarán.
—Seguramente no.
—Estáis de acuerdo… ¿Estáis de acuerdo también en que bloquear la Tierra de Arnhem retrasará seguramente un año la guerra?
—Seguramente.
—Bueno, pues eso es algo que no nos podemos permitir nosotros. Y cuando digo nosotros, me refiero a los Materazzi y a vos.
—¿Por…?
—Porque Bose Ikard está vertiendo en el oído del rey esperanzas verosímiles, pero falsas. Le dice que el Eje en general y Suiza en particular están sellados herméticamente contra Bosco, que tanto las montañas como la Línea Maginot evitan que pueda entrar. Le dice que las tierras que han tomado ya los redentores pueden ser considerables, pero que las cosas no son tan alarmantes como pudiera parecer. Que los territorios que han conquistado no tienen recursos que merezcan la pena, y que por tanto el problema de ocuparlos con fuerzas redentoras consumirá más dinero y sangre de los redentores que el beneficio que podrán sacar de la ocupación.
—Tiene parte de razón —observó Cale.
—Por supuesto que sí…, pero no se trata de eso. Según vos, Bosco va a venir porque tiene que venir, ahora o después. Pero si es después, entonces nosotros perderemos toda credibilidad. Todos pensarán que Ikard tiene razón, que los redentores han tomado una tierra que da más problemas de lo que vale, y que las defensas del Eje no le permiten entrar aquí. Creerán que Bosco no puede avanzar, que solo puede ya retroceder. Si les avisamos del ataque por la Tierra de Arnhem, detendremos a Bosco y dará la impresión de que Ikard tiene razón y que somos nosotros los equivocados. Nuestra posición caerá hasta los suelos.
—Así que vais a dejar entrar a los redentores.
—Exacto. ¿No estáis de acuerdo?
—Parece una triquiñuela curiosa. Pero podríais tener razón. Tengo que pensar en ello.
—Si se os ocurre algo mejor, decídmelo.
—Lo haré.
Pero media hora después de irse, Cale estaba completamente seguro de que Vipond tenía razón. El problema era: ¿y si no se podía contener a los redentores en el Misisipi? ¿Y si lo cruzaban y seguían avanzando? Las montañas que evitaban que nadie entrara evitarían también que nadie pudiera salir. La única salida era por el Paso de Schallenberg, y Bosco estaba listo para cerrarlo bien cerrado, como una botella a la que se le pone el tapón.
Esa noche, Vipond e IdrisPukke intentaban ganarse a Arbell Materazzi para su causa.
—Tenéis que persuadirlo —decía Vipond.
—Nadie le va a mandar, no hay más que decir. Si yo intentara convencerlo, se pondría más furioso conmigo de lo que está contra vos. Y está bastante cabreado con vos, os lo puedo asegurar.
—No seáis tan vulgar.
—No me digáis que me haga enemiga de mi propio marido.
—Ella tiene razón —dijo IdrisPukke—. No hay que empujarlo hasta donde ya no podamos recuperarlo.
—Él no está a vuestra entera disposición —repuso Arbell, furiosa ahora ella misma—. No es una flauta que podáis tocar a vuestro antojo.
—Tenéis razón —admitió IdrisPukke, que se estaba poniendo también susceptible.
—Además, vos pensáis que Thomas Cale es vuestro salvador y el nuestro. ¿Estáis seguros de eso?
—Estáis siendo desagradecida, a vos os salvó él.
—No soy desagradecida: si él no hubiera ido a Menfis, yo no habría necesitado que me rescataran.
—Nunca he comprendido el significado de «no» puesto delante de «desagradecido». No significa ser agradecido, ¿verdad?
—De acuerdo, soy una bruja desagradecida. Pero adondequiera que él va, hay un funeral, eso todo el mundo lo sabe. Él fue la causa de que lo perdiéramos todo. Vos pensáis que sois inteligente porque lo utilizáis para acabar con aquellos a los que odiáis… y es posible que lo consiga. Os llevará con él, y a mi marido y a mi hijo. —Ella se quedó un momento callada. Ninguno de los dos hombres dijo nada, porque hubiera sido inútil—. Deberíais confiar más en Conn. Puede ser un gran hombre, si podéis volver a ser amigos de él.
—No parece que tengamos mucho donde elegir —dijo Vipond al día siguiente, cuando se encontraron con Cale y Henri el Impreciso para hablar de lo que debían hacer a continuación—. Debemos dejar que el cerdo pase a través de la pitón.
Los dos empezaron a reírse tontamente ante este comentario, como dos estudiantes traviesos que se sientan al final del aula.
—¡Madurad un poco! —les dijo a los dos. Pero eso no hizo más que empeorar las cosas. Cuando al final se callaron, Cale les dijo lo que pensaba.
—Sé que todo el mundo piensa que lo único para lo que valgo es para asesinar. Pero lo que estamos haciendo aquí es malvado.
—Eso me han dicho —dijo Vipond.
—¿Y si estamos equivocados? ¿Y si alguien lo averigua?
—¿Creéis que sois el único con escrúpulos? Yo tengo reputación de hombre sabio, pese a que perdí un imperio entero mientras se suponía que lo estaba cuidando. Pero mi experiencia sigue teniendo algún valor, me parece. Las grandes potencias, y los hombres que las gobiernan, son como enemigos ciegos que andan a tientas por la misma habitación, cada uno de los cuales se considera en peligro mortal a causa del otro, del que presume que puede ver perfectamente. Sin embargo, cada potencia teme que la otra tenga una sabiduría y claridad de visión mayor, aunque nunca es así. Vos, Bosco y yo somos tres ciegos y, antes de que hayamos terminado, seguramente nos habremos hecho mucho daño unos a otros, por no hablar de los daños infligidos a la habitación.
Doce días después, los redentores atravesaron la Tierra de Arnhem en menos de treinta y seis horas y destrozaron al Primer Ejército del Eje en cinco días, al Octavo Ejército del Eje en seis, y al Cuarto en dos. El problema era que todos los ejércitos que guardaban la Tierra de Arnhem y aquellos que estaban detrás, de apoyo, estaban cada vez peor equipados en términos de experiencia y armamento, ya que los soldados mejores y mejor equipados habían sido reservados enteramente para la esperada línea de ataque, en la impresionantemente bien custodiada Línea Maginot. Esos eran soldados que habrían tenido una buena oportunidad de contener, o al menos ralentizar, el avance de los primeros redentores atacantes, que solo llevaban armas ligeras, pero viéndose desprovistos de todos los medios de reaprovisionamiento, se vieron obligados a rendirse sin cruzar mucho más que algunas palabras. Todo esto sucedió con tal velocidad que Vipond llegó a temer que se había pasado de listo, y que su decisión de no decir nada no solo era perversa, sino idiota.
Pero cierta ayuda temporal llegó de donde menos se esperaba.
Artemisia de Halicarnaso es un nombre caído ya hace tiempo en el olvido, pero de todos los grandes genios militares a los que nunca se han reconocido sus méritos, ella fue, tal vez, la más grande. Artemisia no era una amazona ni una valquiria, apenas medía metro y medio de altura y se mostraba tan preocupada por su apariencia, con sus uñas de los pies pintadas a rayas y sus complicados rizos en el cabello, que un hosco diplomático dijo de ella que tenía más aspecto de mariquita que de mujer. Además, ella hablaba con un leve ceceo que muchos creían que era simple afectación, aunque no lo era. Pese a su tendencia a distraerse con facilidad (debido al aburrimiento ante la tontería o terquedad de lo que escuchaba) y su costumbre de soltar ideas que sencillamente se le acababan de pasar por la cabeza del mismo modo en que pasan las suaves nubes por el cielo empujadas por una ligera brisa, no había nadie que pudiera reconocer, en su apariencia y sus maneras, una inteligencia penetrante y original. Lo que sucedió fue que el colapso de los ejércitos de la Bandera, y la casi igual de rápida derrota el 14 de agosto del régimen que estaba detrás, crearon una oportunidad extraordinaria para Artemisia, de esas que solo se dan una vez en la vida, de mostrar de qué pasta estaba hecha.
Halicarnaso, que tenía su frontera norte en el Misisipi, tenía una geografía inusual porque, a diferencia de otros países que bordeaban aquel gran río, Halicarnaso era un lugar de gargantas de piedra caliza y de incómodas colinas. Viendo el terrible colapso que había tenido lugar tan cerca de ella, y comprendiendo el enorme número de soldados en retirada que serían masacrados al quedar atrapados en la orilla norte de un río tan difícil de cruzar, salió de Halicarnaso con el pequeño ejército que le había dejado su marido y, extendiendo sus tropas en forma de embudo, logró guiar a un gran número de soldados que huían hasta el cobijo temporal de Halicarnaso. Allí Artemisia reorganizó a las aterrorizadas tropas y se encargó de que nada más y nada menos que ciento cincuenta mil hombres fueran evacuados a través del Misisipi, que en aquel punto tenía una anchura de casi dos kilómetros. Durante los diez días que duró el rescate, Artemisia combatió en el propio Halicarnaso para contener a las imparables tropas redentoras. Durante tres semanas Halicarnaso combatió a solas contra el ejército redentor que alcanzaba la orilla del Misisipi y asesinaba a los miles de soldados a los que ella no había podido proteger, y que habían quedado atrapados por el río, fuera de Halicarnaso. Finalmente, Artemisia se vio obligada a retirarse y cruzar el río ella misma. No queda constancia de si Artemisia esperaba ser recibida por multitudes vitoreantes, por las campanas de las iglesias y por banquetes preparados en su honor. Si lo esperaba, se quedaría decepcionada.
A su llegada al Leeds Español, habiendo sido más que ninguna otra persona artífice de que los redentores quedaran detenidos en el Misisipi, y por tanto habiendo evitado que invadieran Suiza para dar comienzo a la primera fase del fin del mundo, fue recibida con aplausos corteses aunque breves, y colocada al final de la mesa, como el invitado de una boda al que se le ha enviado la invitación por cumplir, pero con el que nadie tiene ganas de hablar. Ella era ignorada no solo porque se trataba de una mujer, aunque en parte sí era eso; pero aunque hubiera sido un hombre, habría sido difícil colocar a Artemisia dentro de aquel orden global. Nadie cuya opinión les mereciera confianza la había llegado a ver en acción. Tal vez sus éxitos fueran solo cuestión de buena suerte, o resultaran exagerados, pues la historia estaba llena de éxitos asombrosos de personas que, o nunca volvían a repetir aquel éxito, o fallaban estrepitosamente cuando lo intentaban. Hay una razón por la que pensamos que la confianza hay que ganársela: porque por lo general es el producto de éxitos repetidos. Pero Artemisia había surgido de la nada, y sus maneras no le habrían inspirado confianza ni al más abierto de mente. Aunque Artemisia se mereciera esa confianza, no era difícil comprender por qué no la tenía. Artemisia había pedido que la pusieran al cargo de la defensa de la orilla sur del Misisipi, pero se habían negado de plano, y simplemente la habían remitido a varios comités de guerra diferentes donde la petición se iría evaporando como un charco de lluvia en la Tierra de Arnhem. Podría regresar para mandar a su propio y pequeño ejército privado, pero solo en la orilla opuesta de Halicarnaso, por donde nadie, y desde luego no Artemisia, pensaba que cruzarían los redentores, pues había muchísimos lugares mejores para hacerlo. Así que decidió quedarse en el Leeds Español y ver lo que podía hacer para encontrar una posición desde la que pudiera influir adecuadamente en los acontecimientos.
Cinco días después de su llegada, ya estaba desesperada. Cada vez que hablaba en las interminables reuniones que se mantenían para analizar la guerra, sus observaciones eran recibidas con un breve y desconcertado silencio, a continuación del cual proseguían las argumentaciones, como si Artemisia no hubiera abierto la boca.
Fue en una fiesta en el jardín, al sexto día de su estancia en el Leeds Español, donde conoció a Thomas Cale. Artemisia había tratado de tomar parte en las discusiones con varios consejeros militares, sin lograrlo. En cierto momento, había ofrecido una opinión que tuvo el mismo efecto que tienen algunos jabones en la grasa: el grupo se dispersó rápidamente, dejándola a ella a solas con su copa de vino y un tentempié de pan tostado con anchoas, además de la sensación de ser idiota. Al final, completamente irritada, se fue hacia un joven que era poco más que un niño y que estaba apoyado en una pared, comiéndose un volován que tenía en la mano derecha mientras aguantaba otros dos con la izquierda.
—Hola —dijo ella—. Soy Artemisia de Halicarnaso.
El muchacho la miró sin dejar de masticar lentamente, como si fuera, pensó ella, una cabra algo más lista de lo normal.
—Un nombre muy grande para una chica tan pequeña.
—Bueno —respondió ella—, cuando me digáis cómo os llamáis vos, quizá pueda hacerme yo una lista de vuestros logros.
En muchas otras circunstancias, aquello habría logrado colocar en su sitio a un don nadie tan notorio.
—Me llamo Thomas Cale —dijo él, y empezó a exponer todas sus hazañas con jactanciosa naturalidad.
—He oído hablar de vos —admitió ella.
—Todo el mundo ha oído hablar de mí.
—Tengo entendido que sois un vándalo envenenador de pozos que deja morir de hambre a mujeres y niños y produce carnicerías y atrocidades dondequiera que va.
—La verdad es que he hecho bastante de eso que decís, pero en el fondo no soy tan malo.
Cale estaba acostumbrado a oír insultos como aquellos, aunque no tan directos. Lo extraño aquella vez era no solo que se lo dijeran a la cara, sino que ella lo hiciera en un tono algo distraído, con mucho parpadeo de sus ojos azules y en un tono tan dulce que, si no fuera porque le estaba acusando de hechos monstruosos, hubiera parecido casi empalagoso. Le miraba las uñas como si para ella fueran objeto de total fascinación.
—Yo también he oído hablar de vos.
Ella lo miró sin dejar de parpadear, exactamente igual que hacen esas mariposas de sociedad cuando están a punto de recibir otro cumplido sobre su refulgente belleza. Aunque sabía, por supuesto, que lo que iba a llegar era un insulto. Cale alargó el momento antes de comentar:
—No está mal, si lo que he oído es cierto.
—¡Lo es!
Ella no quería que se le notara que le preocupaba tanto la opinión de otras personas. Y por supuesto que no se le notaba. Al menos no mucho. Pero sí que le preocupaba. Y estaba tan molesta por el hecho de no verse reconocida que aquel cumplido la pilló por sorpresa.
—Entonces habladme de ello —dijo Cale.
Tal vez ni siquiera las chicas ni las tartas puedan igualar el placer ofrecido por alguien de la más elevada reputación que le reconoce a uno su brillantez excepcional. Cale podía ser un asesino envenenador, pero Artemisia veía que aquellas desagradables cualidades quedaban en un segundo plano al quedar patente que Cale sabía de lo que ella hablaba, y que la admiraba enormemente. No fueron solo los halagos de Cale lo que la hizo sentirse mejor. Sus preguntas, dudas y escepticismos, a todos los cuales podía responder ella, le proporcionaban tanto placer como si unas manos expertas le masajearan los músculos doloridos de sus delicados hombros. Ella tenía, por aquel entonces, cerca de treinta años, y aunque le había gustado su último marido, que la adoraba y le daba rienda suelta a sus peculiares intereses, no lo había querido, ni a él ni a ningún otro hombre. Los hombres la deseaban no porque fuera hermosa de un modo nada convencional, sino por aquella manera un poco mística de mostrarse distraída y sin interés por ellos, cosa que los dejaba perplejos. En resumidas cuentas, los hombres la encontraban excitantemente enigmática, pero lo que no comprendían cuando halagaban aquel aire misterioso era que ella no pretendía resultar misteriosa en absoluto. Lo que quería era ser admirada por su habilidad, apreciada por su buen juicio, por su astucia y por su cerebro. Cale, sin mostrar aparentemente ningún interés en ella como mujer, comprendía su brillantez, y se lo estuvo demostrando con adorable detalle durante varias horas.
Al término de la noche ella ya estaba (¿cómo no?) medio enamorada. Ambos se sentían igualmente extrañados de que el otro, dado lo maravilloso que era, no ocupara ninguna posición de gran importancia. Tal vez por motivos semejantes, ninguno de ellos tenía idea de lo duro y mortificante que resultaba estar a su lado. No conseguían comprender fácilmente que nadie, especialmente si carecía de talento, quería que resultara evidente su falta de capacidad. Él le propuso que se encontraran al día siguiente en la zona de emparrados del parque Roundhay, cosa que a ella le encantó, y Cale añadió que llevaría consigo a un amigo suyo, si se encontraba lo bastante bien, aunque esto a ella ya no le gustó tanto. Entonces Cale se fue. Ese modo repentino de marcharse le hizo parecer misterioso a los ojos de ella, y también la dejó un poco descolocada: le había parecido que él estaba muy fascinado por ella, y sin embargo se había ido de repente, de aquel modo tan brusco… Y el hecho de que Artemisia se quedara descolocada por la repentina partida de él solo sirvió para que le resultara aún más atractivo. Lo cierto era que se había marchado tan de repente porque se dio cuenta de que iba a vomitar, y queriendo evitar la mala impresión que eso podía producirle a ella, se escapó de allí, y nada más llegar a la calle empezó a sentir arcadas.
—¿Artemisia de Nosecuantos? —preguntó a la mañana siguiente IdrisPukke—. Nunca se me hubiera ocurrido que fuera vuestro tipo.
—¿Con eso queréis decir…?
—Un poco preciosa.
—¿Con eso queréis decir…?
—Un poco afectada.
—¿Con eso queréis decir…?
—Que se toma mucho trabajo para resultar atractiva y misteriosa, con todo ese meneo de ojos y lo de quedarse con la mirada perdida en la distancia…
—No se estaba tomando mucho trabajo en nada…, solo se estaba aburriendo. Es una mujer muy brillante.
—¿No pensáis que todo eso que dicen de ella es exagerado?
—Si digo que no, es que no. La puse a prueba, intenté desmontarle la cabeza, y no lo conseguí. Resulta que es maravillosa.
—Bueno, pues si el Cabezón Mayor tiene tan buena opinión de ella, habrá que echarle un vistazo.
—¿Por…?
—Alguien que tuviera semejantes habilidades, pero que estuviera menos pagado de sí mismo que vos, podría tal vez resultar muy útil.
—IdrisPukke quiere conoceros. Y Vipond.
Artemisia se emocionó al oír aquello y no fue capaz de disimular su entusiasmo. Abrió los ojos, y sus pestañas, largas como bigotes de gato, empezaron a armar mucho revuelo, como si quisiera llamar la atención con ellas hacia una playa lejana. Había algo en ella. Y lo más importante era que Artemisia no era Thomas Cale. Cale estaba demasiado harto de sí mismo. Estar todo el tiempo en compañía de un enfermo resulta agotador, aun cuando ese enfermo sea uno mismo: siempre sintiéndose mal, sin querer ir nunca a ninguna parte, siempre dormido o, cuando estaba despierto, queriendo volver a dormirse… A ella Cale le gustaba mucho, lo cual era una ventaja considerable, ya que las chicas solían tenerle miedo o, a veces, cosa más preocupante, se imaginaban que aquella mala reputación tan atractiva no era más que una máscara que una mujer sensible podría desprenderle para revelar el alma gemela que había escondida tras ella. No apreciaban que hay almas, que no siempre son las crueles o malvadas, con las que es mejor no juntarse.
Otra cosa que fascinaba a Cale de Artemisia era que por primera vez encontraba a alguien cuya historia resultaba aún más extraña que la suya propia. Artemisia siempre había resultado desconcertante porque no era una machorra. De hecho, de niña la habían considerado como la más femenina, no como su hermana mayor, que era famosa por sus modales rudos y ruidosos. A Artemisia le gustaba el rosa y otros colores tan femeninos que hacían que a uno le dolieran los ojos solo de mirarlos, llevaba tanta puntilla y floritura que resultaba difícil encontrar a la chica escondida entre ellas, y tenía una colección de muñequitas de labios rojos con todos sus vestiditos y complementos, que se contaban por cientos. Los cortesanos notaban que por las mañanas ella vestía y desvestía a sus muñecas, parloteando ella sola, como la lunática que parecen tantas niñas pequeñas, regañando a sus muñecas por ser sucias o por pelearse entre ellas, o por llevar los guantes mal puestos durante un martes entero. Pero por las tardes las hacía formar en grandes batallones femeninos de rosa y azul, y estudiaba la mejor manera de hacerlas morir. Soldados de enaguas moradas luchaban a muerte contra soldados irregulares de gorrito pastel lavanda, y contra amazonas que cabalgaban sobre madejas de algodón ataviadas con bombachos color celeste.
Todo el mundo daba por hecho que el gusto por aquellos afeminados juegos bélicos se le pasaría con el tiempo, pero su interés en todo lo militar no hizo más que crecer a medida que ella se hacía mayor. No tenía interés en ninguna forma de violencia personal. No quería practicar con espadas ni cuchillos ni, menos mal, luchar con chicos como hacía su hermana mayor. No tenían que prohibirle pelearse (como sí que tenían que prohibírselo a su hermana), del mismo modo que no tenían que prohibirle que se echara a volar. Era una amazona excelente, pero nadie intentaba impedirlo, porque Halicarnaso era famoso por sus caballos, y montar a caballo era considerada una actividad completamente adecuada para las chicas.
—¿No sabéis luchar? —preguntó Cale.
—No. Mis brazos son tan débiles que me agoto levantando la cajita del maquillaje.
—Yo os podría enseñar —se ofreció él.
—A condición de que me dejéis enseñaros a llevar corsé.
—¿Por qué iba a aprender tal cosa?
—Eso mismo digo yo.
—No es exactamente lo mismo: yo no quiero ser una chica.
—Ni yo quiero ser soldado. Quiero ser general. Y eso es lo que soy. Vos podéis seguir cortándole la cabeza a la gente y esparciendo sus entrañas por el suelo en montones de casquería del tamaño del monte Génova. Pero no es necesario que lo hagáis: hay mucha gente que sabe hacer eso muy bien.
Se preguntó si debería contarle a su nueva amiga que, sin una raya de cierta droga que era lo bastante fuerte como para matarlo a uno, sus días como azote del campo de batalla serían cosa del pasado. Pero se lo pensó mejor y decidió no hacerlo por el momento. ¿Cómo sabía que se podía confiar en ella? Sin embargo, una parte de él tenía ganas de contarle la verdad.
Ella terminó de contar su historia. Se había casado a los catorce años, protestando enérgicamente contra la edad de su marido, contra su oscuridad y contra el hecho de que donde el país era llano, era demasiado llano, y donde era montañoso era igual de horrible. Además de eso, hacía demasiado calor en verano y demasiado frío en invierno. Le costó casi cuatro años de mal genio y de mostrarse desagradable en general, antes de empezar a apreciar la buena suerte que tenía. Su esposo, Daniel, cuadragésimo Margrave de Halicarnaso, era un hombre inteligente, sabio y nada convencional, aunque hubiera ocultado con sumo cuidado aquella falta de convencionalidad para no asustar a su familia ni a sus vecinos. Además, adoraba a Artemisia, que le divertía más que le irritaba, como hubiera sido muy lógico que ocurriera, debido a lo torpe y ruda que se había mostrado ella al principio con él. Aunque no se lo consintiera siempre todo, él la animaba en sus intereses tan peculiares, en parte por cariño y para ganarse su corazón, y en parte por la curiosidad de ver adónde llevaba aquello. Él no estaba interesado en la guerra, pero reconocía que su pequeño ejército resultaba prácticamente inútil, y por eso pensaba que no habría peligro en dejarla jugar con él.
Artemisia se ganó el apoyo del ejército y se deshizo de los oficiales que por propio y natural interés se le opusieron, dividiendo a los soldados en dos bandos y ofreciendo luchar tres partidos de guerra. Entonces apostó contra los oficiales tres mil dólares a que ganaría los tres partidos. Si perdían, tendrían que dimitir. A ella le habían dejado tres mil dólares en dote (Daniel se los había devuelto a ella el mismo día de la boda), y usó mil en sobornar al ejército ahora bajo su mando, cuyos integrantes, hasta que ella les pagó tanto dinero, no se mostraban muy contentos. Disponía de dos mil quinientos hombres, la mayoría granjeros, peones de granja, y un cierto surtido de cerveceros, panaderos y herreros. Y de tres meses.
Al principio los hombres trabajaron duro porque Artemisia les pagaba por ello, pero solo según el resultado. Cada semana a los hombres se les pagaba más, pero solo si corrían todo el largo del campo más aprisa, o si aguantaban más tiempo llevando una carga pesada. Ella también los dividió en grupos a los que puso distintos nombres de sonido feroz, y los vistió con chalecos de colores distintos, aunque tuvo la prudencia de no utilizar el celeste ni el añil de sus muñecas infantiles. Aquel que no lograra superarse era públicamente despojado de su chaleco y expulsado. Pero si después pasaba la prueba en la que había fracasado antes, era readmitido. Artemisia cometió errores, pero el dinero y el reconocimiento del error los enmendaban todos.
Transcurridos los tres meses, empezaron los partidos. Eran bastante violentos (aunque empleaban palos acolchados en lugar de espadas y lanzas), y hubo muchos heridos. Artemisia venció con facilidad en los tres a causa de su talento, pero también porque sus oponentes estaban hartos de oficiales inteligentes que eran complacientes, y de oficiales complacientes que eran idiotas. Conservó a alguno de los primeros, dando inicio a una serie de juegos rudos encaminados a corregir sus errores, que ella sabía que eran muchos. Pidió libros de grandes autoridades en el arte de la guerra de todos los sitios posibles, y encontró la mayoría vagos hasta la exasperación cuando se trataba de lo que ella quería saber: los detalles de cómo había que realizar algo en la realidad. Una grandilocuente autoridad detrás de otra le hablaban de, pongamos por caso, la marcha nocturna del General A, que había flanqueado y sorprendido al General B de un modo increíblemente osado; pero los detalles de cómo se desplaza a mil hombres por caminos malos y pedregosos, sin luces y sin que los hombres se rompan una pierna ni caigan por el borde de un precipicio, las cosas que uno realmente necesita saber…, casi siempre estaban ausentes. Lo que quedaba no eran más que historietas para niños y soñadores.
—Sigo sin comprender —dijo Cale riéndose— cómo habéis llegado a ser tan buena. A mí no me han enseñado a hacer otra cosa en toda la vida.
—Quizá tenga más talento y sea más lista que vos.
—Lo dudo —respondió él—. Nunca he encontrado a nadie con más talento que yo.
Ella prorrumpió en una carcajada.
—No veo qué es lo gracioso —dijo él, sonriendo.
—¡Vos sois el gracioso! No me sorprende que no le gustéis a nadie.
—A alguna gente sí le gusto. Pero no a muchos, eso es verdad —admitió—. Entonces, ¿cómo lo habéis logrado?
—Jugando.
—Todos los niños hacen eso. Hasta nosotros jugábamos.
—Yo jugaba de una manera diferente a todos los demás.
—¿Quién es ahora el que alardea?
—No estoy alardeando: es la verdad.
—Entonces seguid.
—Yo observaba jugar a otros niños incluso desde muy pequeña. Lo único que hacían siempre era realizar las cosas para que salieran como querían que salieran. Pero las cosas nunca salen como uno quiere. Eso lo sabía yo ya a los cinco años. Así que cogí una vieja baraja de cartas de mi madre y la usé para escribir cosas en ella: vuestro mejor general se cae del caballo y se rompe el cuello; un espía os roba el plan de ataque; un trueno provoca una estampida entre los caballos del enemigo; os quedáis ciego de repente…
Cale se volvió a reír.
—Lo admito: sois más lista que yo.
—No es cuestión de ser listo. Lo que pasa es que no se me escapa nada, simplemente eso. Igual que todo el mundo, yo veo lo que quiero ver…, solo que yo me doy cuenta de que me estoy engañando, así que a veces puedo obligarme a ver las cosas como son. Solo a veces, no obstante. Eso sí sería algo inteligente: ver las cosas todo el tiempo tal como son.
Pero ella se equivocaba sobre eso, tal como demostraría el tiempo.
Y de ese modo sucedió todo lo que uno se esperaría. Él le habló a ella sobre el Santuario y su vida en él (aunque no lo contó todo, claro está, porque hay cosas que es mejor dejar sin contar) y ella estuvo a punto de ponerse a llorar al oírle hablar sobre las cosas que había vivido allí, lo cual resultaba, desde luego, muy satisfactorio para Cale. Hablaron y caminaron y se besaron, algo que, para sorpresa de ella, él demostró que sabía hacer increíblemente bien. Para gran escándalo de sus criados, ella lo llevó a la pequeña casa que había alquilado no lejos del parque Boundary y, sintiéndose un poco culpable, aunque no demasiado, pasó varias horas convertida en una bestia desvergonzada ante el cuerpo de su joven amante. Se dio cuenta hasta cierto punto de que él sabía tocarla mejor de lo que podría pensarse por su edad y su historia. Sus recelos fueron relegados al lugar al que van todos los recelos incómodos: al último rincón de la mente. Allí se reunieron con todas sus demás ansiedades y vergüenzas, incluyendo aquella que le hacía sentirse más culpable de todas: el hecho de que le excitara intensamente la certeza de Cale de que no habría acuerdo que, a cambio de dinero y de más concesiones territoriales, fuera capaz de contener a los redentores al otro lado del Misisipi. Los redentores se acercaban, y no los contendría nada más que la fuerza. Ser consciente de que ella deseaba la guerra era algo que la asustaba, porque sabía perfectamente bien que una guerra acarrearía terribles sufrimientos por todos lados, especialmente a aquella gente para proteger a la cual ella había formado su ejército privado. Aunque se convirtieron en un grupo bastante duro, los granjeros y carpinteros que constituían ese ejército estaban interesados en las vacas y la cebada, no en la guerra. Aquello para lo que ella estaba mejor dotada intelectualmente, aquello que más la emocionaba, aquello que la apasionaba más profundamente, era un ejercicio de sangre y dolor, aunque no era eso lo que la empujaba a la lucha, sino el placer que sentía en tratar de controlar lo incontrolable. Hay algunos hombres y al menos una mujer para quienes la vida no tiene sentido alguno, a menos que esté en juego el mayor premio de todos, la vida misma. ¿Qué sentido tenía el ajedrez?, solía decirle en tono de queja a su marido cuando este aún vivía. Él se pasaba horas jugando y aseguraba que era un juego tan lleno de trampas y sutilezas que parecía un espejo de los más profundos y complejos niveles de la mente humana.
—¡Gilipolleces! —le había respondido Artemisia. Ella había escuchado esa palabra aquel mismo domingo en el patio de armas, y no era completamente consciente de la fuerza de su vulgaridad. «Gilipolleces» no era un vocablo con el que se esperara que se dirigiera la Margravesa al Margrave, y ciertamente aún menos hablando sobre el ajedrez. Con los ojos como platos, desconcertado ante tamaño improperio, él fingió una duda tan solo cortés.
—¿Vuestras exquisitas razones, esposa mía?
—No tengo ninguna razón exquisita. Es solo que el ajedrez tiene reglas y la vida no tiene reglas. No podéis quemar el alfil de vuestro enemigo, ni tampoco podéis acuchillarlo, ni verter un caldero de agua sobre el tablero, ni jugar cuando lleváis tres días sin comer. Por muy inteligente que tengáis que ser para jugar al ajedrez, se trata solo de un juego tonto. Librar una batalla —dijo ella— requiere una mente cien veces mejor que la que se necesita para ningún juego tonto. —Y era tan desagradable hablando porque se sentía culpable por querer que hubiera guerra.
Su marido había pensado un momento en aquello.
—Esperemos, querida, que algún día tengáis la ocasión de masacrar a todos los amigos y vecinos que haga falta para satisfacer vuestra ambición.
Ella no le dirigió la palabra en tres días pero, cosa rara, no sería él el que cediera.
Fue un secreto alivio que, cuando llegó la ocasión de jugar con muerte y destrucción reales, ella no tuviera más remedio que hacer aquello que prefería hacer de entre todas las cosas del mundo. La naturaleza extrema de los redentores aclaró su conciencia.
En la conferencia de guerra del Leeds Español (Cale aparentaba desdén, pero en realidad se moría por participar en ella), el rey en persona presentó una repentina petición de actuar de modo decisivo. Era intolerable, dijo, que se hubiera perdido tanto ante los redentores, y que ni él lo aguantaría ni lo haría su pueblo, y sinceramente creía que sus aliados tendrían la misma opinión.
No creía sinceramente nada de lo que decía. «Es verdad —declaró Vipond más tarde— que la sinceridad de cualquier cosa que se dice en voz alta debería dividirse por el número de personas que está escuchando».
Como casi todos los reyes, en otro mundo Zog podría haber sido un granjero incompetente, un jardinero cultivador de tulipanes tal vez por encima de la media, o un carnicero mediocre. Lo mismo podría decirse de muchos de los excelentes hombres que lo rodeaban. Por este motivo, la mejor imagen del mundo es un asilo de lunáticos.
—Si supierais —le dijo IdrisPukke a Cale con mucho deleite— con cuánta estupidez se dirige el mundo…
Lo último que oímos de la gran tormenta sobre los bosques del Brasil es que había superado el cenit de su inimaginable fuerza por una milésima de nada. Meses después, había dispersado esa fuerza a lo largo de cinco mil millas en todas direcciones, hacia el norte, el sur, el este y el oeste. Descendiendo de los cálidos cielos del puente Aleatoire sobre el río Imprevu, que era un afluente importante del Misisipi, se acercó a una gran buddleia que exhibía un color tan púrpura como el sombrero de un obispo antagonista, y estaba cubierta de mariposas que se alimentaban de su néctar. Al tocar el arbusto, el último soplo de viento de la gran tormenta brasileña se apagó por fin. Pero no antes de levantar levísimamente las alas de una de las mariposas, haciendo que empezara a volar. El movimiento de las alas azules de larga cola de la mariposa llamó la atención de una golondrina que pasaba por allí, que descendió en su vuelo y que, en una fracción de segundo, la cogió en su pico, asustando al resto de las mariposas, que emprendieron el vuelo por cientos, como una nube que revienta. Esto asustó a un caballo que pasaba tirando de un carro muy cargado con piedras que llevaban para reparar un muro. El caballo retrocedió, volcando el carro sobre un lado, y arrojando las piedras al río Imprevu, que estaba allí abajo.
Este accidente motivó cierta profusión de lenguaje labriego, además de una patada para el desgraciado caballo, pero solo se habían perdido algunas piedras y no merecía la pena sacarlas. Así que volvieron a poner la rueda en el carro, el caballo se llevó otra patada, y así quedó la cosa.
En el río que pasaba, el montón no especialmente grande de piedras causó que la corriente fluyera más aprisa por sus lados, y dirigió la corriente más veloz directamente a las raíces de uno de los robles más grandes y viejos de la orilla del gran afluente.
Al mismo tiempo, Zog proponía que un ejército de las mejores tropas suizas, juntamente con sus aliados, fuera enviado por el Paso de Schallenberg para entablar combate con el ejército redentor en las llanuras del Mittelland.
—No podemos hacer menos. Al poner en marcha este plan, vuelvo a ofrecerme al servicio de este gran país y de esta gran alianza.
El presidente de la conferencia dio gracias al rey y declaró con lágrimas en los ojos:
—Vos habéis llegado a ser para todos nosotros, Majestad, un rey caleidoscópico de nuestra caleidoscópica alianza. —Y hubo más sonoros aplausos.
Entonces el presidente ofreció que el plan del rey fuera debatido entre los miembros del Eje allí reunidos, que es lo mismo que decir que se lo ofreció para que lo aceptaran, pues el acuerdo ya había quedado garantizado mediante la persuasión y las amenazas por parte de Bose Ikard, pese al hecho de que este estuviera profundamente en desacuerdo con hacer nada de aquel tipo. Dado que no había persuadido al rey contra la guerra, comprendió que debía compensar el hecho de haber estado en desacuerdo, mostrándose ahora extremadamente a favor de la guerra. Sin embargo, no había mostrado ningún interés en hablar con Artemisia, pues no la consideraba lo bastante importante. Ella escuchó durante veinte minutos varios discursos en respuesta al rey, todos los cuales le mostraban su apoyo, siendo todos calcados unos de otros. Artemisia intentó captar el ojo del presidente del encuentro, pero él se negó a verla. Al final, simplemente, se levantó, al terminar uno de aquellos discursos de apoyo prefabricados, y empezó a hablar:
—Con el respeto debido a Vuestra Majestad, si bien comprendo vuestra impaciencia por entablar combate con los redentores, pienso que lo que proponéis es demasiado arriesgado. La única fuerza que ha evitado que los redentores lleguen hasta esta sala no ha sido ningún ejército, sino el Misisipi. De no ser por esos dos kilómetros de agua, ahora no estaríamos aquí reunidos y hablando.
Aquella verdad simple y directa dio origen a una enorme y vociferante retahíla de palabras llenas de rencor: «ejército», «nobles tradiciones», «heroísmo», «bravos muchachos», «nuestros héroes», «valentía», «nadie por encima»…
—Yo no estoy cuestionando el valor de nadie —gritó ella por encima de todo aquel alboroto—. Pero los redentores seguirán atrapados donde están, al norte, hasta comienzos del año próximo. Tienen que construir un incontable número de barcas y entrenar remeros suficientes para pasar el río. Puedo asegurarlo, porque sé que cuesta años aprender a navegar por las corrientes del Misisipi. Ahora es el momento de reconstruir lo que ha quedado de los ejércitos que lo cruzaron. —Esto era un recordatorio, tal vez demasiado sutil, de que muchos de ellos seguían vivos gracias a ella—. Debemos enviar las mejores tropas que tenemos al norte para entrenar a las que fueron rescatadas y aprovechar el mejor aliado con el que contamos: el tamaño y las corrientes del Misisipi.
Al oír esto se alzaron enormes alaridos de protesta. El presidente de la reunión tuvo que hacer un esfuerzo para que se oyera su voz en medio de la furia y poner orden en ella.
—Agradecemos profundamente a la Margravesa de Halicarnaso sus sinceras palabras, pero es evidente que ella no puede comprender que este no es el lugar adecuado para hablar con ligereza de los valerosos héroes que hicieron el sacrificio final por la seguridad de sus compañeros.
—¡Escuchad! ¡Escuchad! ¡Escuchad! ¡Escuchad! ¡Escuchad! —Y así acabó la cosa.
—Si me perdonáis la franqueza, Margravesa —le dijo Ikard media hora después, en su despacho—, os habéis comportado como una auténtica papanatas.
—Me temo que no conozco el término. Pero supongo que no es un cumplido.
—No, efectivamente no es un cumplido. No importa la razón y el mérito de vuestras ideas (sé que hay hombres reputados que están de acuerdo con vos), pues mediante vuestro ridículo desafío habéis logrado que sea imposible ejercer ninguna influencia.
Artemisia chasqueó la lengua contra los dientes.
—¿Debo entender que ese sonido significa que no estáis de acuerdo? —preguntó Ikard.
—Antes no os molestasteis en preguntarme mi opinión, así que ¿qué posible razón podría tener yo para creer que habríais escuchado si hubiera mantenido la boca cerrada?
—El rey —mintió el Canciller— hasta ahora había hablado de vos con respeto y admiración. Ahora os aprecia tanto como a los mocos del porquero.
—Entonces —repuso ella— seré como Casandra, condenada a decir siempre la verdad y a no ser creída nunca.
—No tenéis abuela, Margravesa. Siempre he pensado que la historia de Casandra no demuestra que ella fuera sabia, sino que era tonta: no sirve de nada decirle a la gente la verdad cuando no hay ninguna posibilidad de que presten oídos. Hay que esperar a que estén preparados para escucharlo a uno. Esa es la moraleja de la historia. Os lo dice alguien que lo sabe bien. Lo que vos habéis propuesto, no importa su mérito militar, es social y políticamente imposible en todos los sentidos. El ejército no soportará tamaña ofensa, la aristocracia no la tolerará, y el pueblo, cuyos hijos y maridos murieron por miles, ni la soportará ni la tolerará. Puede que sepáis algo sobre la guerra, pero no sabéis nada de política. Hay que hacer algo.
Entonces la despidió. Eso fue diez minutos antes de que a ella se le ocurriera una buena respuesta, aunque el joven al que se lo contó no tenía por qué saber que la respuesta no había llegado a tiempo.
—Entonces ¿qué fue lo que le contestasteis? —preguntó Cale.
—Le contesté: «Por desgracia para vos, Canciller, a los hechos les importa un carajo la política».
Cale se rio.
—¡Esa sí que fue una buena respuesta!
Artemisia se sintió un poco avergonzada de su mentirijilla, pero no demasiado.
Para Cale y Artemisia, aguardar a que el cerdo pasara a través de la pitón era en cierto sentido una experiencia frustrante, y en otro sentido, deliciosa. Los grandes eventos en los que ellos querían influir estaban teniendo lugar al margen de ellos, pero les quedaban interminables horas que podían dedicar el uno al otro, y aunque se dedicaban más a hablar que a darse placer, aparte de eso no había mucho más. Si los del Eje fracasaban (¿y qué podría impedirlo?), Cale no tardaría en hallarse en la cúspide de una fogata lo bastante grande para que la vieran desde la luna. Por otro lado, ni Kleist ni Henri el Impreciso se encontraban lo suficientemente bien para escapar por las montañas. Además, él estaba acostumbrado a esperar acontecimientos indescriptiblemente sórdidos, acostumbrado de toda la vida. Por el contrario, el placer de estar con la mujer que dormía a su lado era algo infrecuente, y él lo sabía. Aquel era el momento de las chicas y las tartas.
Por una parte él estaba involucrado en el nuevo plan de atacar a los redentores. Le juró a Vipond que guardaría total secreto, pues Vipond arriesgaba mucho al mostrarle una copia de los planes diseñados por Conn Materazzi para el avance por el Paso de Schallenberg y el ataque a los redentores. Fue una confianza que Cale traicionó de inmediato, comentando con todo detalle lo que había visto con Artemisia.
Los sentimientos de Cale al repasar el plan eran una extraña amalgama. Los planes no eran malos en absoluto. De encontrarse él en el lugar de Conn, no los habría diseñado de manera muy diferente. Resultaba que, al fin y al cabo, Conn no era solo un niño de papá rodeado de privilegios. Había expresado su respaldo a la postura de Artemisia cuando esta rechazó la idea del rey (mostrando aún más sentido común de lo que Cale esperaba). Pero, al mismo tiempo, Cale se daba cuenta de que Conn no tenía más remedio que atacar si quería seguir siendo Comandante en Jefe, y había hecho todo lo posible por diseñar un plan decente para ello. Sin embargo, todo era demasiado arriesgado.
—El problema con las batallas decisivas —dijo IdrisPukke, y no por primera vez— es que deciden cosas.
—Si se os presentara la ocasión —le propuso Cale—, podríais sugerirle que prescindiera de un par de miles de hombres y los deje en el Paso de Schallenberg, por si acaso se va todo a la mierda. Si lo derrotan, esos dos mil hombres serán lo único que quedará entre los redentores y nosotros. Bueno, aparte de muchos gritos y carreras.
Más tarde, al volver con Artemisia, se detuvo a ver al hermano de Arbell, Simon. Era una visita que había estado evitando, no por falta de afecto (había salvado al muchacho del aislamiento y el desprecio que conllevaba el ser incapaz de oír y hablar) sino porque a la vez temía y (horrible, odiosamente) deseaba con toda el alma ver a su hermana.
Pasó varias horas hablando con Simon por medio de su renuente y desagradable ayudante, Koolhaus. Koolhaus había sido un funcionario de bajo rango en aquella Menfis obsesionada con los rangos, y no porque careciera de habilidades, sino porque su padre era un merdapis, un intocable cuya función consistía en retirar los excrementos sólidos y líquidos de los palacios de los Materazzi. Koolhaus estaba constituido por dos partes de resentimiento más tres partes de inteligencia. Era Koolhaus quien, en cuestión de días, había inventado un lenguaje expresivo a partir de la breve lista de signos que le había ofrecido Cale, y que estaba basada en el sencillo sistema de signos que empleaban los redentores para dirigir un ataque cuando se requería silencio. Cale y Henri el Impreciso lo habían desarrollado un poco para poder hacer comentarios ofensivos sobre los monjes que los rodeaban durante las misas solemnes de tres horas del Santuario, misas que producían un aburrimiento capaz de hacer saltar el cerebro por los aires.
—Quisiera tomaros prestado a Koolhaus durante una hora o algo así al día.
Lo había dicho a propósito, con la intención de sacar de quicio a Koolhaus sugiriendo que era una especie de artículo doméstico susceptible de ser pedido y prestado. Molestar a Koolhaus era algo que siempre les había encantado a los tres muchachos («Koolhaus, si fuerais un huevo, ¿preferiríais que os hicieran frito o pasado por agua?»). Podrían haber sido amigos y aliados (y deberían haberlo sido) pero no lo fueron. Cosas de críos.
Simon vio que su intérprete se enfadaba. No era difícil enfadarlo. Su maestro y criado de relaciones era un tipo difícil, y el equilibrio de poder fluctuaba entre la dependencia que Simon tenía con respecto a él para mantener el contacto con el resto del mundo (algo de lo que a menudo se lamentaba) y el sentimiento completamente justificado de Koolhaus de que él se merecía un puesto más importante que el de muñeco de ventrílocuo. A menudo, el pagarle más dinero lo suavizaba, pero solo temporalmente.
—Mañana a las seis, entonces —dijo Cale, y se marchó por los pasillos de techo bajo por los que tanto se había desacreditado a sí mismo en su última visita, aquella a la que nadie lo había invitado.
Había una horrible mezcla de sentimientos en su alma: horror y esperanza, esperanza y horror. Entonces (podría haber hecho la misma visita cincuenta veces, sin que se llegaran a encontrar), la vio de pronto frente a él, pues Arbell había decidido ir con su hijo a ver a Simon, a quien le encantaba estar con el bebé, pues se trataba de alguien que no le tenía ni miedo ni compasión. El corazón de Cale le dio una sacudida en el pecho, como si fuera a salírsele del cuerpo. Por un instante se miraron el uno al otro: lo del Mar Abrasador que chocaba contra el Cabo de la Ira no tuvo nada que ver con aquello. Ni amor ni odio sino, por toda emoción, una especie de mula rebuznante, fea y estridentemente viva. El bebé agitó la mano muy contento, y luego de pronto pegó la boca contra la mejilla de su madre y empezó a hacer ruiditos con ella.
—¿Es correcto que se comporte de manera tan cariñosa? —preguntó Cale—. Os lo podría contagiar.
—¿Habéis venido otra vez a amenazarnos?
Ella también estaba sorprendida del cambio que veía en él, de su aspecto demacrado, cuando había sido musculoso, y de aquellas ojeras alrededor de los ojos que no podría borrar ninguna noche de sueño reparador.
—Recordáis pecados míos que solo fueron palabras, y olvidáis todo lo que hice por manteneros a salvo a cualquier precio. Estáis viva gracias a mí. Ahora los perros me ladran en la calle por culpa vuestra.
¡Ja, la autocompasión y la culpa, una combinación capaz de ganar el corazón de cualquier mujer! Pero no era capaz de reprimirse.
—Abl blab abl baddle de dah —dijo el niño, metiéndole casi el dedo en el ojo a su madre.
—Shshshsh. —Ella se lo colocó en la cadera y empezó a balancearlo de un lado al otro—. Si hubiera algo de bueno en vos, nos dejaríais ahora.
—Parece bastante contento.
—Eso es porque es un niño, y jugaría con una serpiente si yo le dejara.
—¿Se supone que la serpiente soy yo? ¿Eso es lo que yo soy para vos?
—Me asustáis… Dejadme seguir mi camino.
Pero Cale no podía dejarla. Se daba cuenta de que no tenía ningún sentido hablar con ella, pero no podía evitarlo. Por un lado hubiera querido decirle que lo sentía, y por el otro estaba furioso consigo mismo por sentir eso. No había nada que lamentar… Su alma exigía que ella se arrojara al suelo y, llorando, le implorara un perdón completamente inmerecido. Pero ni siquiera eso habría bastado: Arbell habría tenido que pasarse el resto de su vida de rodillas para evitar que el corazón le siguiera abrasando a Cale por lo que ella le había hecho. Y ni siquiera así sentiría alivio.
—El hombre al que me vendisteis me dijo que ya me había comprado antes… por seis peniques.
—Entonces habéis subido de precio, ¿no?
Era poco prudente decirle algo así a alguien que se sentía furioso y avergonzado, y más furioso aún por sentir vergüenza. Pero, como a Cale, a ella le gustaba tener la última palabra.
Pese a que la presencia de Arbell era veneno para Cale, no podía soportar verla marchar. Pero no se le ocurría nada que pudiera decir. Ella lo empujó para pasar, con el niño al otro lado, y empezó a alejarse. El pecho de Cale rezumaba aceite de vitriolo. El ácido a su lado era suave.
—¡Yaaar! ¡Blah baa! ¡Pluh! —gritaba el bebé.