A medida que se reducían las hinchazones y que las contusiones se quedaban en simples negrales, Henri el Impreciso se sentía embargado por una alegría que era casi un éxtasis. No así Kleist, que parecía conmocionado por lo ocurrido en la casa de Kitty. Dormía muchísimo y cuando se despertaba no hablaba apenas. Pensaron que sería mejor dejarlo en paz, suponiendo que se iría recuperando con el tiempo. En cuanto Henri el Impreciso empezó a andar, él y Cale se dieron una vuelta por el Paseo de los Baluartes, contemplando a las chicas que, engalanadas con sus vestidos primaverales, hacían un esfuerzo por olvidar los espantosos rumores de guerra que flotaban en el aire. Y los dos amigos los olvidaron también gracias a ellas. Compraron tarta de chocolate repleta de crema, y Cale se dedicó a atormentar a Henri el Impreciso cortando pedacitos que ofrecía a su amigo para terminar comiéndoselos él mismo.
En el quiosco del paseo, una docena de músicos tocaban «Susanita tiene un ratón», que era el último grito de aquella primavera. Varias chicas que tendrían aproximadamente la misma edad que ellos regañaron a Cale, y le cogieron el trozo de tarta y empezaron a dárselo al chico de las manos vendadas como si fuera un bebé. Y a él le encantó.
—¿Qué les ha pasado a vuestras pobres manos? —le preguntó una de ellas, una pelirroja de aspecto travieso.
—Se cayó del caballo —dijo Cale—. Estaba borracho.
—No le hagáis caso —repuso Henri el Impreciso—. Me lo hice salvando a un cachorrito que se estaba ahogando en el río.
Hubo más risitas al oír esto. Risitas de un sonido encantador, como de agua que corre.
Durante diez minutos estuvo flirteando con las chicas, mordisqueándoles los dedos cuando le acercaban el trozo de pastel, hasta que le dijeron que dejara de morder, aunque no la pelirroja, que le permitió chupar la espesa crema blanca de su dedo corazón durante un rato demasiado largo, mientras sus amigas charlaban como cotorras y se espantaban, divertidas, ante el descarado comportamiento de la pelirroja. Cale se sentó al sol, en el otro extremo del banco, observado por dos de las chicas, a las que no les hubiera importado darle a la boca algo más que tarta, si hubieran tenido el valor. Cale se lo estaba pasando en grande: el sol caliente, las chicas bonitas y ver disfrutando a su amigo… Pero era como si se tratara de una escena solo para ser observada, no para intervenir en ella. Ni siquiera notó que las chicas lo miraban.
Al final, un adulto responsable llegó, reunió a las chicas y se las llevó de allí.
—Venimos por aquí a menudo —les dijeron—. ¡Hasta luego, hasta luego!
—Qué raro es todo —comentó Henri el Impreciso—. Hace un par de días parecía que estaba hundido para siempre, y ahora tengo chicas y tarta.
—¿Qué recordaréis mejor?
—¿Cómo decís?
—¿El dolor y el sufrimiento, o las chicas y la tarta? ¿Qué recordaréis mejor dentro de un año?
—¿Qué queréis decir?
—IdrisPukke decía que el dolor era mucho más fuerte que el placer, que uno lo recordaba mejor. Decía que si había una pitón que se estaba comiendo un cerdo, para la pitón había un poco de gusto, pero para el cerdo el dolor era absoluto. Y así es la vida, decía él. Así que vos deberíais saberlo, si habéis tenido las dos cosas en una semana. ¿Dolor y sufrimiento, o chicas y tarta?
—¿Por qué tengo que decidirlo precisamente yo? —preguntó Henri el Impreciso—. ¿Vos no os estabais cagando de miedo justo antes de matar a Kitty?
—¿Yo? Yo no. Yo soy un héroe de capa y espada. No conozco el miedo.
A los dos les entró la risita tonta después de esto, una risita muy parecida a la de las chicas que habían estado allí unos minutos antes, y que no sabían nada de dolor y sufrimiento. Aunque, claro está, eso nunca se sabe solo por mirar a una persona.
—Pues yo estoy por las chicas y la tarta —dijo Henri el Impreciso—. ¿Y vos?
—Por el dolor y el sufrimiento.
Y volvieron a reírse.
—Eso me suena muy frutil —comentó Henri el Impreciso.
Durante los días siguientes, los dos trataron de alegrar a Kleist, pero él rehusaba toda alegría. Al final Cale le dio un té de la ración diaria que él tomaba del atrapademonios que le había dado la hermana Wray, esperando que le sentara bien. Pero aparte de producirle mareos, no parecía que produjera otro efecto.
Unos días después, Cale y Henri el Impreciso se fueron a buscar al arrastrador que había recogido a los dos muchachos de casa de Kitty y los había llevado a casa.
—Mi amigo aquí presente quería daros las gracias personalmente —explicó Cale cuando lo encontraron.
—Gracias —dijo Henri el Impreciso.
El hombre lo miró, no hostil, pero ciertamente no muy contento.
Cale le dio el resto del dinero que le había prometido y otros cinco dólares.
—De nada —le dijo a Henri el Impreciso el arrastrador, al que claramente le importaba un bledo que él se sintiera o no agradecido.
—Probablemente nos salvasteis la vida —explicó Henri el Impreciso, incómodo e irritado por la reticencia del arrastrador a sentirse agradecido ante el agradecimiento de él.
—¿Quince dólares? —preguntó el arrastrador—. Vuestra vida no vale mucho, ¿verdad?
Henri el Impreciso lo miró fijamente, y a continuación le dio otros diez dólares, que era todo lo que llevaba encima. Esperó alguna muestra de aprecio, pero el arrastrador no dio más muestras de responder que meter el dinero en un monedero que se sacó del bolsillo. Ese monedero se cerraba tirando de una cuerda, de la que colgaba una pequeña horca de hierro: la diminuta figura de un Ahorcado Redentor. Los antagonistas del tipo que fueran no aprobaban aquellas santas horcas. Todo el mundo sentía recelo de los gitanos, cuya propia versión de la fe se remontaba a antes del gran cisma.
—Permitidme que os dé un consejo —dijo Henri el Impreciso, que ya no se sentía incómodo— que vale más de diez dólares: quitad de ahí esa santa horca, y no la volváis a sacar hasta que se conviertan los masones. —Los redentores creían que los masones eran los peores blasfemos de todos los practicantes de otras religiones, y que su conversión tendría lugar al final de los tiempos.
Pero Cale se mostraba interesado en otra cosa.
—Habladme de vuestro carro —dijo, mirando la carretilla de mano en la que había transportado a Kleist y Henri el Impreciso.
La pregunta de Cale, por primera vez desde que llegaron allí, pareció inspirar algún entusiasmo en el arrastrador, que se mostró claramente orgulloso de su carretilla. El diseño, según dijo, era tan viejo como los propios arrastradores, pero a lo largo de los años él había hecho muchas mejoras. Y siempre, señaló con resentimiento, con la desaprobación de otros arrastradores.
—Mueren cuando todavía son jóvenes empujando pesadísimos cacharros del Gorges que mataron a sus padres y antes a sus abuelos. Yo hice este carro de una pila de andamios de bambú que encontré tirada en el vertedero. Se me ocurrió la idea de los muelles al ver a un caballo saltarín en el carnaval. Me costó dos dólares terminarlo.
Cale y el arrastrador se pusieron a hablar sobre el carro y lo que su ligereza y movilidad le permitían hacer cuando tenía que repartir las cargas más pesadas por callejones empinados.
«¿A qué viene todo esto?», pensaba Henri el Impreciso.
—Menudo coñazo —dijo Henri el Impreciso, cuando volvían andando hacia el centro de la ciudad.
—Os habéis vuelto muy pijo para ser alguien cuya idea del paraíso consistía hasta no hace mucho tiempo en comerse una linda y jugosa ratita.
—¿De qué iba entonces todo eso, lo del carro?
—Me interesa cómo funcionan las cosas. Ese arrastrador es un tipo ignorante que vive entre gente ignorante…, pero es listo. Es un tío interesante.
Cuando llegaron a sus aposentos, los estaba esperando un irritado IdrisPukke, en compañía de Cadbury y Deidrina Plunkett que, con sus labios escarlata y el colorete en las mejillas, no parecía pertenecer a este mundo.
—La puntualidad es la cortesía de los reyes —le dijo IdrisPukke a Cale—. No digamos ya de alguien que fue vendido por seis peniques.
—Nos hemos retrasado. Hola, Deidrina, ¿qué tal estáis?
—El impío no tendrá bien[11].
Se hizo un breve silencio.
—Hablando de impíos, Deidrina —dijo Cadbury—, ¿os importaría echar un ojo ahí fuera por si veis a cualquiera que se comporte de manera sospechosa?
Y ella salió sin decir nada.
—¡Es adorable! —comentó Henri el Impreciso.
—Refrenad esa lengua, papanatas —repuso Cadbury—. Venimos del despacho de Kitty la Liebre.
Cale asintió con la cabeza.
—IdrisPukke me dice que siempre os estáis lamentando de vuestra mala suerte. Pero tengo que deciros que si me hubierais preguntado qué posibilidades teníais de salir con vida de vuestra entrevista con Kitty, os habría respondido que eran más leves que una sopa homeopática elaborada con la sombra de una paloma muerta de inanición.
—No sé qué significa «homeopática».
—En este ejemplo, significa «con menos sustancia que el vapor que sale de un caldero de pis».
—Intentaré recordarlo. Suena muy bien: «homeopático».
—No tengo tiempo para esto —dijo IdrisPukke—. Se imagine lo que se imagine la gente de Kitty, no estará a la altura de la realidad. Sus libros de préstamos son un laberinto con una salida a cada erario de este lado de la Gran Muralla China. No sabían que Kitty estaba detrás de todo. He contado más de veinte testaferros, de hecho. La mayoría de ellos deberían haber tenido más sensatez y no tratar con gente como Kitty la Liebre. Supongo que les estaría haciendo chantaje. Con los grandes financieros, uno nunca sabe qué serán capaces de hacer para ganar aún más dinero.
—Yo no me quejo de mi mala suerte —dijo Cale.
—Sí que lo hacéis —repuso IdrisPukke—. En cualquier caso, hay un montón de gente que le debe dinero a Kitty. Ahora, gracias a vos, nosotros hemos heredado esos préstamos.
—¿Y si no quieren pagar? Al fin y al cabo, Kitty ha muerto.
—Pero, como Cadbury ha señalado, su estrategia de trabajo será exigir el pago a los deudores de Kitty.
—¿Qué parte me toca a mí?
—Hemos pensado que un diez por ciento —dijo Cadbury.
—¿Él mata a Kitty y vosotros os quedáis con el noventa por ciento? Me parece que tendría que ser al revés —dijo Henri el Impreciso.
—¿Es que sabéis mucho vos, cachorrito desagradecido, sobre cómo se dirige una empresa criminal? Estoy seguro de que estáis ambos muy versados en el mercado de opciones y futuros, en garantías de deuda y en lo que hay que hacer cuando todo un país se retrasa en los pagos.
—No —dijo Henri el Impreciso.
—Entonces cerrad la boca. —IdrisPukke se dirigió a Cale—: ¿Pensáis que yo os robaría u os engañaría de algún modo?
—No.
—Entonces estamos de acuerdo. El diez por ciento. Seréis sumamente rico si Cadbury dice la verdad o la mitad de la verdad.
—Ahora habéis herido mis sentimientos —dijo Cadbury.
—¿Conocéis a aquellos chicos que Kitty tenía en Menfis? ¿Los traería aquí?
—Nada que ver conmigo, esos tipos.
—Estamos a lo que estamos. Quiero que los encontréis y los soltéis. Dadles cincuenta dólares a cada uno.
—¿Cincuenta dólares por un chapero?
Cadbury vio enseguida que Cale no estaba de humor como para llevarle la contraria.
—De acuerdo, ya veré, pero ese dinero saldrá de vuestra parte de los beneficios. —Sin embargo, no podía dejar la cosa así, y siguió—: No podéis hacer nada por ellos. Ya no. La costumbre se impondrá. Se gastarán el dinero y terminarán con Manteca de Cacao o con Culoempompa. Estarán peor allí de lo que estaban con Kitty. O los dejáis a su aire, u os encargáis de ellos.
—¿Es que parezco la mamá de alguien? A nosotros cuatro nos ha ido muy bien en todo. Riba ha llegado poco menos que a zarina de todas las Rusias. Y ahora los tres somos ricos. Así que dadles el dinero y dejadlos marchar, que lo demás será cosa de ellos.
A la vuelta, Cadbury iba pensando en las intenciones de Cale. Lo que decía sobre Riba era bastante cierto. Cadbury la había visto preciosa en cierto jolgorio social al que le había enviado Kitty para que hablara con determinado señoritingo que se retrasaba en los pagos y que disponía de información importante que Kitty deseaba que compartiera con él, mucho más importante que los insignificantes tres mil dólares que debía. Había visto a Riba en la mesa de honor. Era digna de verse, con su vestido rojo y el pelo recogido en un moño alto que parecía una hogaza de pan.
Pero eso de que a Cale y a los otros también les hubiera ido bien… No había más que mirarlos.